El corazón de las tinieblas
[Novela corta - Texto completo.]
Joseph ConradI
Anclada y sin que hubieran ondeado las velas, la goleta Nellie se meció ligeramente antes de quedar otra vez en reposo. Había subido la marea, el viento apenas soplaba y, dado que el destino de la goleta era navegar río abajo, solo nos quedaba permanecer en puerto y esperar al reflujo de las aguas.
La desembocadura del Támesis se extendía ante nosotros como el comienzo de un camino interminable. A lo lejos, el mar y el cielo se amalgamaban sin pespuntes y en el espacio luminoso las velas bruñidas de las barcazas, arrastradas río arriba por la corriente, parecían manojos inmóviles de lienzos rojos agudamente recortados entre las pinceladas de barniz de las botavaras. La neblina se asentaba en las orillas bajas que se extendían hacia el mar, donde finalmente se desvanecían. El aire que se alzaba sobre Gravesend ya estaba oscuro y, algo más atrás, parecía condensarse en una penumbra luctuosa que, inmóvil, rumiaba sobre la ciudad más portentosa en la faz de la tierra.
El director de la Compañía era nuestro capitán y anfitrión. Los cuatro mirábamos afectuosamente su espalda mientras él, desde la proa, oteaba en dirección al mar. No había en todo el río una imagen más evocadora de la vida náutica. Parecía un piloto, algo que a los ojos de cualquier marino venía a ser la fiabilidad hecha persona. Era difícil percibir que sus preocupaciones no estaban ahí afuera, en el luminoso estuario, sino detrás de él, entre la morosa penumbra.
Como ya he dicho antes, lo que nos unía era el vínculo del mar. Además de mantener unidos nuestros corazones durante los extensos períodos de separación, aquel nudo era también lo que nos hacía tolerar las pequeñas batallas y hasta las convicciones de cada cual. El abogado, el mejor de todos los viejos camaradas, tenía, debido a sus muchos años y virtudes, el único almohadón disponible en cubierta y estaba recostado sobre la única alfombra. El contable había subido ya una caja de dominó y estaba jugando a construir edificios con las piezas. Marlow estaba sentado en la popa con las piernas cruzadas, recostado contra el último mástil. Tenía las mejillas hundidas, una complexión amarillenta, la espalda recta, un aspecto ascético, y al estar así, con los brazos caídos, enseñando las palmas de las manos, parecía un ídolo. El director, contento de que el ancla tuviera buen amarre, se dirigió a la popa y se sentó entre nosotros. Intercambiamos algunas frases ociosas, después de lo cual se hizo el silencio a bordo de la goleta. Por una u otra razón nunca empezamos esa partida de dominó. Nos sentíamos meditativos y sin ganas de nada que no fuera la contemplación y el sosiego. El día estaba llegando a su fin en medio de la quietud de una exquisita luminosidad. El agua alumbraba pacíficamente; el cielo, sin una sola nube, se abría como una benigna inmensidad de luz inmaculada; la propia niebla sobre las marismas de Essex era un manto radiante de gasas que se descolgaba desde las arboledas del interior para envolver las orillas bajas en diáfanos pliegues. Solo la penumbra al oeste, rumiando desde las alturas, se hacía más oscura a cada minuto, como enfurecida por la proximidad del sol.
Y por fin, en su imperceptible parábola, el sol acabó de hundirse y del resplandor blanco pasó a un rojo sobrio que no emitía rayos ni calor, como si estuviera a punto de apagarse, ahogado a manos de aquella penumbra morosa que se alzaba sobre las multitudes de la ciudad.
De inmediato se apreció un cambio en las aguas y la serenidad se hizo menos brillante, pero más profunda. Con la caída del día el viejo río descansaba serenamente en toda su amplitud, después de siglos y siglos de buenos servicios prestados a la raza que poblaba sus orillas, arrellanado en la tranquila dignidad de esa vía fluvial que conducía a los confines más remotos de la tierra. Mirábamos aquella venerable corriente no con el alborozo febril de un corto día que viene y se va para no volver, sino bajo la augusta luz de los recuerdos perdurables. Y en efecto, nada es más fácil para un hombre que, como dice el dicho, “se ha hecho a la mar” con reverencia y afecto, que evocar el grandioso espíritu del pasado sobre las orillas de la desembocadura del Támesis. Allí la corriente va y viene en su incesante oficio, cargada de memorias sobre los hombres y los barcos que ésta trajo de vuelta a la paz del hogar o condujo a las batallas de ultramar. Esa corriente había conocido y servido a todos los hombres de quienes se enorgullece la nación, desde sir Francis Drake hasta sir John Franklin, caballeros todos, con título o sin él: los grandes caballeros errantes del mar; había llevado a todos los barcos cuyos nombres brillan como joyas en la noche de los tiempos, desde el Golden Hind, que regresara con el vientre repleto de tesoros y sería visitado por su Alteza, la Reina, para entrar a formar parte de la portentosa leyenda, hasta el Erebus y el Terror, que zarparían en pos de otras conquistas… y que nunca regresaron. Había conocido a los barcos y a los hombres. Hombres que habían zarpado desde Deptford, desde Greenwich, desde Erith. Aventureros y colonos; barcos de reyes y barcos de tratantes; capitanes, almirantes, los oscuros “intermediarios” del comercio con Oriente, además de los “generales” al mando de las flotas de las Indias Orientales. Buscadores de oro y de fama, todos ellos habían partido sobre estas aguas, empuñando la espada y muchas veces la antorcha, mensajeros del prodigio de estas tierras, portadores de una lumbre proveniente del fuego sagrado. ¡Cuánta grandeza habría flotado en esas aguas, arrastrada por el pleamar hacia el misterio de un planeta desconocido! Los sueños de los hombres, la semilla de los commonwealths, el germen de los imperios.
El sol se puso. El crepúsculo cayó sobre las aguas y algunas luces empezaron a encenderse en la orilla. El faro Chapman, un aparato de tres patas edificado sobre una planicie lodosa, alumbró con fuerza. Las luces de los barcos se movían en la distancia; un revoloteo de destellos que iban y venían por el río. Y más al oeste, dominando la orilla desde lo alto, se apreciaba la marca de la monstruosa ciudad, ominosa sobre el cielo: una penumbra morosa que brillaba con luz propia, un resplandor espeluznante bajo las estrellas.
—Y éste también —dijo Marlow de repente—, éste también ha sido uno de los lugares oscuros de la tierra.
De todos nosotros, Marlow era el único que seguía viviendo de las “faenas del mar”. Lo peor que se podía decir de él es que no era digno representante de su clase. Era un marinero, pero era también un vagabundo, cuando es sabido que la mayoría de los marineros tienen una vida sedentaria. Sus espíritus son del tipo de los hogareños y adondequiera que vayan llevan su hogar, esto es, el barco, tanto como su país, el mar. Tanto da un barco como el otro y además el mar es siempre el mismo. En la inmutabilidad de sus entornos, las costas extranjeras, los rostros foráneos, la inmensidad cambiante de la vida, pasan de largo, ocultas no por un velo de misterio, sino por una ignorancia levemente despectiva: pues no hay nada misterioso para un marinero, salvo el mar mismo, que es el amor de su vida, una amante inescrutable como el destino. En cuanto al resto, después de sus horas de trabajo, un paseo casual o una juerga le bastan para desplegar ante sus ojos el secreto de todo un continente, un secreto que por lo general encuentra desdeñable. Las historias de los marineros son escuetas y sencillas y todo su significado cabe en la cáscara rota de una nuez. Sin embargo, Marlow no era el típico marinero (si dejamos de lado su propensión a relatar sus andanzas) y para él el significado de un episodio no se encontraba dentro, como una semilla, sino afuera, envolviendo el relato que lo ha producido como produce el brillo nocturno el contorno de la niebla, a la manera de esos halos que en ocasiones se hacen visibles gracias a la luz espectral de la luna.
Su observación no nos pareció en absoluto sorprendente. Sencillamente era algo propio de Marlow, así que fue admitida por todos en silencio. Nadie se molestó siquiera en rezongar. A continuación, Marlow prosiguió muy lentamente:
—Estaba pensando en los viejos tiempos, cuando los romanos llegaron aquí por primera vez, hace novecientos años… hace nada… Desde entonces la luz se hizo sobre estas aguas, ¿no es así, “caballeros”? Aunque esa luz es como un relámpago fugaz en la llanura, como el resplandor del rayo entre las nubes. Nosotros vivimos en medio de ese parpadeo… ¡que ojalá dure hasta que la vieja Tierra deje de girar! Y sin embargo, la oscuridad estaba ayer aquí mismo. Imaginad los sentimientos del comandante de un (¿cómo se llaman?) trirreme en el Mediterráneo que, de repente, recibe órdenes de navegar hacia el norte, atravesando a toda prisa las Galias, a cargo de una de estas naves que los legionarios —unos hombres que debían de ser magníficos artesanos— solían construir, al parecer en grandes cantidades, cientos de ellas en uno o dos meses, si hemos de creer lo que dicen los libros. Imaginadlo aquí, en los confines del mundo, en un mar plomizo, bajo un cielo del color del humo, a bordo de una nave tan rígida como una concertina, remontando este río con órdenes o provisiones o lo que queráis. Bancos de arena, marismas, bosques, salvajes… casi nada que valiera la pena comer para un hombre civilizado, nada que beber salvo el agua del Támesis. Nada de vino de Falerno, ni paseos por tierra. Aquí y allá, algún que otro campamento militar perdido en el monte, como aguja en un pajar… El frío, la niebla, la tempestad, la enfermedad, el exilio y la muerte. La muerte merodeando en el aire, en el agua, en la maleza. Debieron de caer como moscas aquí. Oh, sí, así lo hizo el comandante. Y lo hizo muy bien, sin duda, y sin pensarlo demasiado tampoco, excepto quizás años más tarde, para fanfarronear de lo que había tenido que soportar en sus tiempos. Era lo bastante hombre para enfrentarse a la oscuridad. Tal vez se infundía ánimos ante la perspectiva de obtener un ascenso rápido a la flota de Rávena, si tenía buenos amigos en Roma, claro, y si conseguía sobrevivir al nefasto clima. O pensad en un joven y decente ciudadano vestido con su toga; quizás un jugador empedernido, ya sabéis, que vino aquí como parte del séquito de un prefecto o de un recaudador de impuestos o incluso de un comerciante, con la esperanza de recuperar su fortuna… en un terreno cenagoso, marchando a través de los bosques, sintiendo cómo, en algún remoto puesto del interior, lo asediaba el salvajismo, un salvajismo rotundo: toda esa vitalidad misteriosa de la naturaleza que se contorsiona en lo profundo de los bosques, en las selvas, en los corazones de los hombres salvajes. No existe iniciación posible para semejantes misterios. El hombre se ve obligado a vivir en medio de lo incomprensible, que a la vez le resulta detestable. Si bien aquello tiene también cierto encanto, algo que llega a fascinarlo. La fascinación de lo abominable. Ya me entendéis. Imaginaos el remordimiento cada vez más acuciante, las ansias de escapar, la impotencia y el hastío, la humillación, el odio.
En este punto hizo una pausa.
—Tened en cuenta —prosiguió, extendiendo un brazo, con la palma de la mano abierta y las piernas dobladas en el suelo, asumiendo así la pose de un Buda que rezara con atuendo europeo y sin su flor de loto—, tened en cuenta que ninguno de nosotros se sentiría exactamente así. Lo que nos salva es la eficiencia. Nuestra devoción por la eficiencia. Pero estos hombres no tenían ni siquiera eso, en realidad. No eran colonizadores. Su administración se reducía a una mera opresión y poco más, me temo. Eran conquistadores y para eso solo se necesita fuerza bruta: algo de lo que no se puede presumir, si se cuenta con ello, pues tu potencia no es más que un accidente derivado de la debilidad de los demás. Agarraban lo que podían sin otra finalidad que la de hacerse con ello. Era simple robo con violencia, asesinato agravado a gran escala y hombres que se entregaban a ello ciegamente (algo que no podía ser más apropiado dado que se enfrentaban a la oscuridad). La conquista del planeta, que casi siempre quiere decir arrebatarles la tierra a los que tienen una complexión diferente o una nariz ligeramente más chata que las nuestras, no es una cosa agradable si uno se pone a mirarla con detenimiento. Lo único que nos redime es la idea misma. Una idea al fondo del todo; no un pretexto sentimental sino una idea; y una creencia desinteresada en la idea. Algo que se puede erigir y luego reverenciar de rodillas, ofrecer sacrificios en su honor…
Entonces dejó de hablar. Sobre el río flotaban mil antorchas, pequeñas llamaradas de color verde, luces rojas, blancas, que se perseguían unas a otras, se solapaban, se unían, se entrecruzaban y a continuación se separaban a velocidades distintas. El tráfico de la gran ciudad no cesaba ante el avance de la noche sobre el río insomne. Seguíamos atentos, esperando pacientemente: era lo único que podíamos hacer hasta que bajara la marea; pero no fue sino hasta después de un largo silencio —al cabo del cual Marlow dijo con tono dubitativo: “Supongo que recordaréis que ya he sido marinero de agua dulce en una ocasión”— cuando todos supimos que, antes de que la corriente fuera propicia, estaríamos condenados a escuchar una de las historias inconclusas de nuestro compañero.
—No quiero molestaros con mis anécdotas personales —dijo, demostrando con esa frase la debilidad de tantos narradores de historias que casi nunca parecen conscientes de lo que su público querría escuchar—, pero para comprender el efecto que tuvo en mí debéis saber cómo llegué allí, qué fue lo que vi, cómo navegué río arriba hasta el lugar donde conocí a ese pobre sujeto, en el destino de navegación más remoto y el punto culminante de mi experiencia. Un sitio que parecía arrojar una extraña luz sobre todo lo que me rodeaba. Y sobre mis pensamientos. Era bastante lúgubre también. Y triste. En ningún caso extraordinario. Tampoco demasiado claro. No, no era muy claro. Y aun así parecía arrojar esa especie de luz.
“Como recordaréis, en esa época acababa de regresar a Londres después de un prolongado periplo por el Índico, el Pacífico y los mares de China —mi dosis regular de Oriente—, a lo largo de seis años, más o menos, de modo que me pasaba los días echado, estorbándoos en el trabajo e invadiendo vuestras casas, tanto es así que se diría que me habían encargado la misión celestial de civilizaros. Aquello no estuvo mal por un tiempo, pero al poco me cansé de tanto descansar. Entonces empecé a buscar un barco. Habría aceptado el trabajo más duro de la tierra y aun así, los barcos ni siquiera se fijaban en mí. Hasta que me cansé también de aquello.
“Veréis, cuando era apenas un crío tenía una verdadera pasión por los mapas. Podía quedarme horas enteras recorriendo Sudamérica, o África, o Australia, arrobado en las glorias de la exploración. En esa época aún había muchos espacios en blanco, y cuando detectaba alguno particularmente llamativo (aunque todos lo eran) posaba mi dedo encima de él y me decía: ‘Cuando crezca voy a ir allí’. El Polo Norte era uno de esos lugares, lo recuerdo. Y bueno, aún no he estado allí y me temo que ya no lo voy a intentar. Ha perdido todo su glamour. Otros de esos lugares estaban desperdigados por toda la línea del Ecuador y por todas las latitudes, en ambos hemisferios. He estado en algunos de ellos y… en fin, ahora no vamos a hablar de eso. Sin embargo, había uno que seguía allí. El más grande, el más ‘en blanco’, por así decirlo, al que ansiaba llegar.
“Bien es cierto que, a esas alturas, ya no era un espacio en blanco. Desde los años de mi infancia se había llenado de ríos y lagos y nombres. Había dejado de ser un espacio en blanco, poblado de sutiles misterios. Un terreno vacío donde un niño podía fantasear a sus anchas. Ahora se había convertido en un lugar de oscuridad. Pero en ese espacio había un río en especial, un portentoso y magnífico río que se podía apreciar en el mapa y que parecía una inmensa serpiente desenroscada, con su cabeza hundida en el mar, su cuerpo en reposo serpenteando hacia el interior de un vasto país y la cola hundida en las profundidades de esa tierra. Y al descubrirlo en un mapa que vi en el escaparate de una tienda, el río me fascinó como haría una serpiente con un pájaro —un pájaro ingenuo y diminuto—. Entonces recordé que había grandes intereses, una Compañía para comerciar en ese río. ‘¡Maldita sea!’, pensé para mis adentros, ‘no se puede hacer comercio sin utilizar barcos especiales en medio de toda esa agua dulce: ¡vapores! ¿Por qué no intentar hacerme con un barco de vapor?’. Seguí caminando por Fleet Street y sin embargo no pude sacarme la idea de la cabeza. La serpiente me había hipnotizado.
“Ya sabéis que se trata de intereses continentales, esa Sociedad Comercial, quiero decir. Pero resulta que yo tengo muchas amistades que viven en el continente, dado que es barato y no tan fastidioso como uno pensaría, según dicen.
“Lamento admitir que empecé a incordiar a estas amistades, cosa que por sí misma era una novedad para mí. No estaba acostumbrado a conseguir las cosas de esa manera, ya sabéis. Siempre he caminado por mi propio camino y con mis propias piernas para llegar adonde me lo propongo. Ni yo mismo daba crédito. Pero entonces, no sé por qué, sentía que tenía que llegar allí por las buenas o por las malas. Así que fui a incordiarlos. Y estos hombres me dijeron: ‘Querido compañero’, pero no hicieron nada. Entonces, no os lo vais a creer, intenté incordiar a las mujeres. Yo, Charlie Marlow, puse a trabajar a las mujeres… para que me consiguieran un empleo. ¡Santo cielo! En fin, como veis, estaba empecinado en la idea. Y por otro lado tenía una tía muy querida, un espíritu entusiasta. Su respuesta fue: ‘Estaré encantada de ayudarte. Haría cualquier cosa, cualquier cosa por ti. Es una idea maravillosa. Conozco a la esposa de cierto personaje importante en la Administración y también a un hombre que tiene muchas influencias con…’, etcétera, etcétera. Mi tía estaba decidida a no escatimar esfuerzos con tal de verme al mando de uno de esos vapores, si tal era mi capricho.
“Conseguí el puesto, ya lo creo. Y muy rápido, por cierto. Por lo visto la Compañía acababa de recibir la noticia de que uno de sus capitanes había sido asesinado en medio de una reyerta con los nativos. Era la oportunidad que estaba esperando y su aparición avivó mis ansias. No sería sino al cabo de meses y meses cuando, en mi intento de recuperar lo que había quedado del cadáver, supe que el motivo original de la riña se debió a un malentendido sobre unas gallinas. Sí, dos gallinas negras. Fresleven, que es como se llamaba aquel hombre, un danés, creyó que se había visto perjudicado de algún modo en el trato, así que desembarcó y fue a golpear al jefe de la tribu con un palo. Oh, desde luego no me sorprendió en lo más mínimo saber al mismo tiempo que Fresleven era considerado por todos el hombre más amable, la criatura más mansa que jamás pisó esta tierra. No me cabe duda de que así era. Pero lo cierto es que ya había pasado dos años ahí afuera, comprometido con la noble causa, ya me entendéis, y es probable que hubiera sentido al fin la necesidad de afianzar su autoestima de algún modo. Y entonces decidió moler a palos al viejo negro sin ninguna piedad, mientras una muchedumbre lo observaba como paralizada por el rayo, hasta que un hombre —el hijo del jefe, según decían—, desesperado por los gritos del pobre anciano, probó a pinchar al hombre blanco con una lanza… que por supuesto se le clavó sin ningún esfuerzo entre los omóplatos. De inmediato, previendo las calamidades que se avecinaban, toda la población se dispersó en la jungla, mientras, por otro lado, el vapor comandado por Fresleven también huyó despavorido, a cargo del maquinista, creo. En un principio nadie se molestó demasiado en recuperar los restos de Fresleven, al menos hasta que llegué a ocupar su puesto. Era algo que yo no podía pasar por alto. Sin embargo, cuando por fin se presentó la oportunidad de conocer a mi predecesor, la hierba que crecía a través de sus costillas era ya lo bastante alta para ocultar los huesos. El esqueleto estaba completo. El ser sobrenatural no había sido tocado después de su muerte. Y la aldea seguía desierta, las puertas de las chozas como boquetes negros, todo podrido y deforme en el interior de los recintos en ruinas. Con toda certeza, una calamidad había tenido lugar allí. La gente había desaparecido. Un Terror irracional los había dispersado a todos, hombres, mujeres y niños, por la selva, y ya nunca más habían regresado. Qué fue de las gallinas es algo que tampoco pude averiguar. Supongo que la Causa del Progreso se habrá hecho con ellas de alguna manera. Sea como fuere, gracias a este glorioso incidente obtuve mi cargo, incluso antes de que pudiera albergar serias esperanzas de conseguirlo.
“Casi enloquecí con las prisas y los preparativos, y en menos de cuarenta y ocho horas ya estaba cruzando el Canal para presentarme ante mis jefes y firmar el contrato. Al cabo de unas pocas horas llegué a esa ciudad que siempre me ha hecho pensar en un sepulcro blanqueado. Un prejuicio de mi parte, sin duda. No tuve problemas para encontrar las oficinas de la Compañía. Era el edificio más grande de la ciudad y todas las personas que conocí presumían de él. Al fin y al cabo se trataba de un imperio en ultramar y de hacer dinero a espuertas con el comercio.
“Una calle estrecha y desolada sumida en las tinieblas, casas enormes, innumerables ventanas con persianas venecianas, un silencio muerto, la hierba creciendo entre las piedras de los muros, imponentes arcadas para los coches a derecha e izquierda, gigantescas puertas de dos batientes abiertas de par en par. Me colé por una de esas aberturas, subí por una escalera limpia y sin adornos, árida como un desierto, y abrí la primera puerta que encontré. Dos mujeres, una gorda y otra flaca, sentadas en sendas sillas con asiento de mimbre, tejían con madejas de lana negra. La flaca se levantó y se acercó a recibirme sin dejar de tejer, la mirada gacha. Y justo cuando yo empezaba a considerar la idea de esquivarla, como haría uno con un sonámbulo, la mujer se detuvo y alzó la vista. Su vestido era tan escueto como el envoltorio de un paraguas. La mujer se dio la vuelta y sin decir palabra me condujo hasta una sala de espera. Le di mi nombre y me puse a mirar alrededor. Mesa de centro, sillas austeras en las cuatro paredes y, en un extremo, un enorme y reluciente mapa marcado con todos los colores del arcoíris. Se apreciaba una vasta extensión pintada de rojo —algo agradable a la vista en cualquier momento, pues uno sabe que en esos sitios se están haciendo las cosas como es debido—; otra cantidad igualmente abundante de azul, un poco de verde, manchas naranjas y en la costa este, un parche de color púrpura para indicar el lugar donde los alegres pioneros del progreso beben alegres jarras de cerveza. No obstante, yo no me dirigía a ninguno de esos colores. Mi destino era el color amarillo. Muerto en pleno centro. Y justo allí se encontraba el río, fascinante, mortífero como una serpiente. ¡Que me parta un rayo! Una puerta se abrió en ese instante y un semblante secretarial con el pelo canoso, aunque provisto de una expresión compasiva, apareció en el umbral y un exiguo dedo índice me hizo señas para que ingresara en el santuario. Dentro la luz era tenue y un pesado escritorio se arrellanaba en el centro del despacho. Desde el extremo opuesto de aquella estructura vi salir una figura de pálida robustez envuelta en una levita. Era el gran hombre en persona. Debía de medir un metro setenta, calculo, y aun así tenía en su mano el control de tantísimos millones. Me estrechó la mía, murmurando alguna vaguedad, satisfecho con mi francés, supongo. Bon voyage.
“En menos de un minuto ya me encontraba de vuelta en la sala de espera junto al compasivo secretario, que, contrito y, pese a todo, simpático, me hizo firmar unos documentos. Creo que en ellos me comprometía, entre otras cosas, a no revelar ningún tipo de trato comercial secreto. Pues bien, no pienso hacerlo.
“Empecé a sentirme ligeramente incómodo. Ya sabéis que no estoy acostumbrado a esa clase de ceremonias y había algo ciertamente ominoso en la atmósfera. Era como si con ello me hicieran partícipe de una conspiración o, no sé, de algo que no era del todo limpio. Como sea, me alegré de poder salir de allí. En la sala contigua las dos mujeres seguían tejiendo febrilmente con su lana negra. La gente iba llegando, y la más joven de las dos iba de un lado a otro para recibirlos. La más vieja no se levantaba de su silla. Sus zapatillas de tela estaban apoyadas en un calentador de pies y un gato dormitaba en su regazo. Llevaba en la cabeza una cofia blanca almidonada, tenía una verruga en la mejilla y unos quevedos de marco plateado en la punta de la nariz. Me miró por encima de los anteojos. La instantánea e indiferente placidez de esa mirada me dejó turbado. Dos jóvenes de aspecto cándido y jovial seguían en ese momento a la otra mujer y la más vieja los miró con la misma expresión de desinterés y suficiencia. Aquella mujer parecía saberlo todo sobre ellos y sobre mí mismo. Una extraña sensación se apoderó de mí. La encontré siniestra y de mal agüero. Cuántas veces estando allá lejos no habré evocado la imagen de estas dos mujeres, guardianas de las puertas de la Oscuridad, tejiendo su lana negra como para hacer una mortaja tibia, la una conduciendo, conduciendo sin cesar a los hombres a lo desconocido, mientras la otra escudriñaba los rostros ingenuos y joviales con su vieja mirada indiferente. ¡Ave, vieja tejedora de lana negra! Morituri te salutant. Solo unos cuantos hombres, de los muchos que alguna vez mirara, pudieron volver a verla. Menos de la mitad.
“Solo restaba hacer una visita al doctor. ‘Una mera formalidad’, me aseguró el secretario, con aire de tomarse muy a pecho mis preocupaciones. Dicho lo cual un tipo joven con el sombrero ladeado sobre la ceja izquierda, un ujier, supongo —debía de haber más de uno trabajando allí, pese a que el silencio del lugar era más propio de una casa en la ciudadela de los muertos—, descendió por no sé qué escaleras y me pidió que lo siguiera. Era un hombre desprolijo y torpe, con manchas de tinta en las mangas de su chaqueta, y su corbata se veía larga y manoseada debajo de un mentón que parecía una protuberancia en la punta de una vieja bota. Era un poco temprano para ir a ver al médico, así que propuse que tomáramos un trago, cosa que desató en él una vena jovial. Cuando ya estábamos sentados delante de nuestras copas de vermut, el muchacho ensalzó las glorias de la Compañía. Pasado un rato, y de manera casual, le expresé mi sorpresa ante el hecho de que no se uniera a la expedición. De inmediato, el joven adoptó un aire frío y circunspecto. ‘‘No soy tan idiota como parezco’, les dijo Platón a sus discípulos’ fue lo que sentenció, vaciando su copa con gran resolución antes de levantarse.
“El viejo doctor me tomó el pulso, con la cabeza claramente ocupada en otro asunto durante el examen. ‘Bien, bien por aquí’, murmuró. Y a continuación, con cierta avidez, me pidió permiso para medirme el cráneo. Algo sorprendido, di mi consentimiento y entonces él sacó un aparato que parecía un compás y se puso a tomar las medidas de arriba abajo, de izquierda a derecha, a la vez que iba tomando notas cuidadosamente. Era un hombrecito mal afeitado enfundado en un abrigo harapiento, calzado con pantuflas, así que lo consideré un loco inofensivo. ‘Siempre pido permiso, en aras de los intereses de la ciencia, para medir los cráneos de las personas que viajan a ese lugar’, dijo. ‘¿Y cuando vuelven también?’, le pregunté. ‘Oh, nunca vuelvo a verlos’, contestó, ‘además, los cambios tienen lugar en el interior, ya sabe’. Y sonrió para sí mismo como si hubiera recordado una broma. ‘Así que usted va a viajar allí. Por la fama, claro. Y debe de ser interesante también’. Luego me observó con detenimiento y añadió un comentario con tono profesional: ‘¿Algún caso de locura en su familia?’. Aquello consiguió fastidiarme. ‘Y esa pregunta’, dije, ‘¿la hace también en aras de la ciencia?’. ‘Ya lo creo’, contestó, sin reparar en mi irritación. ‘Sería interesante para la ciencia observar los cambios mentales de los individuos sobre el terreno, pero…’. ‘¿Es usted un alienista?’, lo interrumpí. ‘Todo médico debería serlo, al menos un poco’, respondió impasible. ‘Verá usted, tengo una pequeña teoría que vosotros, monsieurs, los que vais a ese lugar, tendréis que ayudarme a probar. Tal será mi parte de los beneficios que el país cosechará gracias a la posesión de tan magníficas dependencias. El mero lucro se lo dejo a los demás. Disculpe mis preguntas, pero usted es el primer inglés que viene a mi consulta…’. Me apresuré a asegurarle que yo no era en absoluto un caso típico. ‘Si lo fuera’, le dije, ‘no estaría aquí departiendo con usted ahora mismo’. ‘Lo que usted dice suena bastante profundo, pero quizás sea erróneo’, respondió soltando una carcajada. ‘Evite la irritación más que la exposición prolongada al sol. Adieu. ¿Cómo decís vosotros los ingleses? Ah, sí, goodbye, goodbye. En los trópicos uno debe, ante todo, mantener la calma’. En este punto el hombrecillo levantó el índice… ‘Du calme, du calme. Adieu’.
“Una cosa más me quedaba por hacer: despedirme de mi formidable tía. La encontré radiante. Tomamos una taza de té —la última taza de té decente en muchos días— en una sala de estar de lo más confortable, como no podía ser menos tratándose de una dama, y allí tuvimos una larga y serena charla junto a la chimenea. En el curso de estas confidencias comprendí a las claras que me habían presentado ante la esposa del alto dignatario, y solo Dios sabe ante cuántas personas más, como una criatura excepcionalmente talentosa, toda una suerte para la compañía, un hombre de los que no se encuentran todos los días. ¡Por todos los santos! Y pensar que me iba a hacer cargo de un vaporcillo de tres al cuarto. Sin embargo, parecía que me consideraban como a un empleado con mayúsculas, con su propio capital, ya me entendéis. Una especie de emisario de la luz, poco menos que un apóstol. Ésa era la clase de bulos que infestaban la prensa y las conversaciones en esos días y la excelente dama, envuelta en todo ese batiburrillo de patrañas, se dejó llevar por el entusiasmo. Habló de ‘destetar a esos millones de ignorantes de sus horribles costumbres’, hasta que, os doy mi palabra, me hizo sentir bastante incómodo. En un momento me atreví a insinuar que la Compañía tenía una finalidad lucrativa. ‘Olvidas, querido Charlie, que el trabajador vale lo que le pagan’, dijo con lucidez. Es extraño comprobar cuán poco contacto con la realidad tienen las mujeres. Viven en su propio mundo, un mundo como nunca lo ha habido y como no lo habrá jamás. Es demasiado hermoso visto en su conjunto, pero si ellas hubieran tenido que construir el mundo, éste se habría venido abajo con la primera puesta de sol. Cualquiera de esos embrollados asuntos con los que hemos tenido que lidiar los hombres desde el mismo día de la creación habría bastado para derribarlo todo.
“Después de estas palabras la dama me abrazó, me aconsejó que vistiera de franela, que escribiera seguido, en fin. Me marché y, cuando estaba en la calle, no sé por qué, tuve la extraña sensación de que yo era un impostor. Era raro que un hombre como yo, acostumbrado a embarcarme a cualquier parte del mundo de un día para otro, sin pararme a considerarlo más que si fuera a cruzar una simple calle, hubiera tenido un momento, no diré de duda, pero sí de perplejidad ante un asunto que parecía tan normal. El único modo que tengo de explicároslo será decir que, por un instante, me sentí como si en lugar de dirigirme al centro de un continente estuviera a punto de embarcarme rumbo al centro de la tierra.
“Zarpé a bordo de un vapor francés que se detuvo en todos y cada uno de los malditos puertos que había por allí y sin otro propósito, al parecer, que desembarcar soldados y agentes de aduana. Yo observaba la costa. Observar la costa mientras ésta se desliza frente al barco es como contemplar un enigma. Te mira, te sonríe, frunce el ceño, insinuante, grandiosa, cruel, insulsa o salvaje, pero siempre muda y casi a punto de susurrarte: ‘Ven a descubrirme’. Esta vez casi carecía de todo rasgo, como si estuviera aún por hacer, con un aspecto monótono y adusto. El linde de una selva colosal, de un verde tan oscuro que era casi negro, bordeado por la espuma blanca, discurría en una línea recta, como trazada adrede, a lo largo de kilómetros y kilómetros de un mar azul cuyos resplandores estaban opacados por una neblina sutil. El sol pegaba con fuerza y la tierra parecía sudar en medio del vapor. De vez en cuando aparecían algunos brochazos verdosos y rucios agrupados a la orilla de la espuma blanca, en ocasiones coronados por una pequeña bandera. Asentamientos de unos siglos de antigüedad y pese a ello no más grandes que cabezas de alfiler en medio de la inmensidad intacta del entorno. Navegábamos junto a la costa, nos deteníamos, desembarcaban algunos soldados y continuábamos; volvíamos a detenernos, desembarcaban los oficiales de aduana para recaudar los impuestos en lo que parecía una jungla dejada de la mano de Dios, con un cobertizo de latón y un asta de bandera perdidos ahí en medio; también desembarcaban más soldados —presuntamente para cuidar de los oficiales de aduana—. Según oí decir, algunos se habían ahogado antes de llegar a la orilla, pero, más allá de que fuera cierto o no, nadie parecía especialmente preocupado por el asunto. Simplemente los dejábamos allí y seguíamos nuestro camino. La costa era igual día tras día, como si no nos hubiéramos movido. Pero en realidad íbamos dejando atrás varios lugares, puestos comerciales con nombres como Gran Bassam o Pequeño Popo, nombres que parecían sacados de una especie de sórdida farsa que se estuviera interpretando frente a un siniestro telón de fondo. La desocupación propia de cualquier pasajero, mi aislamiento en medio de todos estos hombres con quienes no tenía nada en común, la consistencia aceitosa y lánguida del mar, la sombra uniforme de la costa, todo ello parecía mantenerme apartado de la verdad de las cosas, preso en las labores de un espejismo luctuoso y sin sentido. Oír de vez en cuando la voz rugiente de las olas era un auténtico placer, como oír las palabras de un hermano. Era algo natural, que tenía su razón de ser, un sentido. A veces un bote proveniente de la orilla ofrecía un contacto momentáneo con la realidad. Un bote con remeros negros. Podías verlos venir desde lejos por el brillo del blanco de sus ojos. Lanzaban gritos, cantaban. Ríos de sudor recorrían sus cuerpos. Sus rostros eran como máscaras grotescas. Pero tenían hueso, músculo, una vitalidad salvaje, una intensa energía de movimientos, cosas que eran tan naturales y verdaderas como las olas que rompían contra la costa. No necesitaban una excusa para estar allí. Resultaba reconfortante mirarlos. Por un instante sentía que aún pertenecía a un mundo de hechos concisos. Pero esa sensación no duraba demasiado. Siempre aparecía algo que acababa espantándola. En una ocasión, recuerdo, nos topamos con una fragata anclada frente a la costa. Ni siquiera había un cobertizo en ese lugar, pero el barco disparaba contra los matorrales. Al parecer los franceses estaban librando una de sus guerras en las inmediaciones. Su insignia colgaba fláccida como un harapo; el morro de los cañones de ocho pulgadas asomaba por toda la parte inferior del casco. El oleaje espeso y aceitoso hacía subir y bajar perezosamente el barco, meneando los finos mástiles. En la vacía inmensidad de la tierra, el cielo y el agua, allí estaba la fragata incomprensible, disparándole a un continente. ¡Bum! Retumbaba uno de los cañones de ocho pulgadas, una pequeña llamarada que salía disparada y se perdía entre los arbustos, una fina humareda blanca que no tardaba en desaparecer, el silbido endeble de un proyectil… y no ocurría nada. Nada podía ocurrir. Había un toque de locura en ese procedimiento, cierto desvarío tétrico en la imagen; algo que no se disipó cuando un compañero de a bordo me aseguró, muy serio, que había un campamento de nativos —¡‘enemigos’ fue la palabra que usó!— escondido por ahí en algún lugar.
“Entregamos la correspondencia en la fragata (oí que la tripulación se estaba muriendo de fiebre a razón de tres hombres por día) y seguimos navegando. Nos detuvimos en unos cuantos lugares más, bautizados con nombres de farsa, donde la gozosa danza de la muerte y el comercio se ejecutaba en medio de una atmósfera inmóvil y telúrica, como en el interior de una catacumba recalentada; todo ello a lo largo de la costa informe azotada por el terrible oleaje, como si la propia naturaleza hubiera intentado mantener a raya a los intrusos, entrando y saliendo por ríos, torrentes de muerte en vida cuyas orillas estaban llenas de barro putrefacto, cuyas aguas, espesas como babas, invadían la contorsión de los manglares, que ante nuestros ojos parecían retorcerse al extremo de la impotencia y la desesperación. En ningún sitio nos detuvimos el tiempo suficiente para hacernos una impresión definida, pero la sensación general de vaga y opresiva irrealidad iba pesando más y más. Era como una tediosa peregrinación en la que iba recogiendo indicios de una pesadilla.
“Tendrían que pasar más de treinta días para que pudiera ver la desembocadura del gran río. Anclamos al pie de la sede del gobierno. Sin embargo mi trabajo no empezaría sino hasta unas doscientas millas más adelante. En cuanto me fue posible, partí rumbo a un lugar que se hallaba treinta millas río arriba.
“Conseguí embarcar en un pequeño vapor. Su capitán era un sueco y, al enterarse de que yo era marinero, me invitó a subir al puente. Era un hombre joven, delgado, rubio y parsimonioso, de aspecto desgarbado, que caminaba arrastrando los pies. Mientras nos alejábamos del mísero muelle, sacudió despectivamente la cabeza mirando hacia la orilla. ‘¿Ha estado viviendo allí?’, preguntó. Yo asentí. ‘Menudos elementos los tipos del gobierno, ¿no le parece?’. Y prosiguió, hablando en inglés con gran precisión y considerable acritud: ‘Es gracioso ver lo que alguna gente es capaz de hacer por unos pocos francos al mes. Me pregunto qué será de esta clase de tipos cuando vuelven a su país’. Le contesté que esperaba poder averiguarlo pronto. ‘¿Pronto?’, exclamó, mirándome de arriba abajo, aunque sin perder de vista el agua. ‘Yo no estaría tan seguro’, continuó. ‘El otro día llevé a bordo a un hombre que se colgó durante el viaje. También era sueco’. ‘¿Se colgó, dice? Por todos los santos, ¿y por qué?’, exclamé yo, mientras él no despegaba los ojos del camino. ‘Quién sabe’, dijo. ‘Quizás se hartó del sol. O del país’.
“Al fin llegamos a un recodo del río. Un acantilado rocoso apareció ante nosotros; había montículos de tierra removida junto a la orilla, unas pocas casas en una colina, y otras más, con techo de zinc, en medio de los escombros de una excavación, o al borde del precipicio. El ruido constante de una cascada pendía sobre toda esta escena de devastación habitada. Mucha gente, la mayoría negros desnudos, iba y venía por el lugar como un hormiguero. Un muelle se proyectaba sobre el río. Por momentos el sol cegador sumergía todo esto en el repentino recrudecimiento de un resplandor. ‘Allí está la estación de su Compañía’, dijo el sueco, señalando tres barracas de madera construidas sobre la pendiente rocosa. ‘Le haré llegar sus cosas. ¿Cuatro bultos, dijo? Muy bien. Adiós’.
“Me topé con una caldera abandonada en medio de la hierba antes de hallar el sendero que conducía a lo alto de la colina. El camino pasaba junto a las rocas y también frente a una pequeña locomotora volcada en el suelo, con las ruedas al aire (le faltaba una). Aquella cosa parecía más muerta que el cadáver de un animal. Encontré por el sendero varias piezas más de maquinaria en desuso, un montículo de rieles oxidados. A la izquierda vi un puñado de árboles que conformaban una enramada sombría donde un montón de cosas oscuras y endebles parecían agitarse. Me froté los ojos. El sendero se empinaba en este punto. Una sirena ululó a mi derecha y entonces vi correr a un montón de gente negra. La detonación sorda y pesada hizo temblar el suelo, una humareda brotó de los riscos y eso fue todo. No se apreció ningún cambio en la faz de la roca. Estaban construyendo un ferrocarril. Los riscos no interrumpían el trazado, pero estas explosiones sin sentido eran al parecer la única obra en marcha.
“Un ligero tintineo a mis espaldas me hizo volver la vista atrás. Seis hombres negros avanzaban en fila, caminando esforzadamente por el sendero. Andaban muy erguidos, a paso lento, soportando sobre sus cabezas pequeñas cestas llenas de tierra y el tintineo seguía el ritmo de sus pasos. Llevaban el torso envuelto en unos harapos negros cuyos extremos se meneaban en sus espaldas como colas. Se les marcaban todas las costillas y las articulaciones de sus miembros eran como nudos en una cuerda. Cada uno tenía un collar de hierro y todos iban conectados por una cadena cuyos eslabones se balanceaban entre los cuerpos, tintineando rítmicamente. De repente otro estallido proveniente de los riscos me trajo a la memoria aquel barco de guerra que disparaba contra un continente. Era el mismo tipo de rugido aciago. Sin embargo, ni siquiera con un esfuerzo de la imaginación les cabía a estos hombres el apelativo de enemigos. Preferían llamarlos criminales y la ley implacable, al igual que los explosivos, había llegado hasta ellos desde el otro lado del mar como otro misterio insondable. Sus magros pechos se hinchaban a la vez, las aletas de la nariz se les dilataban, temblorosas, y los ojos miraban atónitos hacia los peñascos. Pasaron a unos pocos centímetros de mí, sin mirarme, con esa indiferencia letal y absoluta de los salvajes infelices. A la cola de este cargamento de materia prima, uno de los elegidos, producto de las nuevas fuerzas al mando, marchaba sin entusiasmo con un rifle cruzado sobre el pecho. Tenía una casaca militar a la que le faltaba un botón y ante la proximidad de un hombre blanco, se apresuró a apoyar el cañón del rifle sobre su hombro. Lo hizo por pura precaución, pues, vistos desde la distancia, todos los blancos eran tan parecidos entre sí que aquel hombre no tenía manera de saber quién podría ser yo. No tardó en bajar la guardia y con una sonrisa amplia, muy blanca y llena de picardía, no sin antes echarle un vistazo a la carga, el hombre pareció hacerme partícipe de su exaltada confianza. Al fin y al cabo, yo también formaba parte de esa gran causa que empleaba tan elevados y justos procedimientos.
“En lugar de subir tras ellos, me desvié para bajar por la izquierda, con la sola intención de esperar a que el grupo de encadenados desapareciera de mi vista antes de trepar por la cuesta. Ya sabéis que no soy particularmente sensible; siempre he tenido que luchar y defenderme. He tenido que resistir e incluso atacar, que no es más que un modo de resistir, sin medir las consecuencias, respondiendo a las exigencias del tipo de vida que el azar me hubiera deparado. He conocido al demonio de la violencia y al demonio de la codicia y al demonio del ardiente deseo; pero ¡por todas las estrellas del cielo!, éstos eran unos diablos poderosos, lascivos y de ojos rojos que dominaban a otros hombres. Hombres, os digo. Y aun así, mientras esperaba allí en la ladera, pude prever que, a plena luz del día, bajo el mismo sol de esa tierra, me las vería con un diablo rechoncho, simulador y de ojos taimados, un diablo delirante, avaro y despiadado. Cuán pérfido e insidioso podía ser es algo que solo descubriría varios meses más tarde y dos mil millas tierra adentro. Por unos instantes me sentí desmoralizado, como bajo el efecto de una advertencia. Finalmente decidí volver a bajar por la cuesta, oblicuamente, en dirección a los árboles que había visto antes.
“Rodeé un enorme agujero que alguien había estado cavando en la pendiente y cuya función me resultó imposible adivinar. No era una cantera ni un arenal, no. Era simplemente un hueco. Tal vez tuviera que ver con el deseo filantrópico de darles a los criminales algo que hacer. No lo sé. Luego estuve a punto de tropezar en una grieta muy delgada, apenas una cicatriz en la pendiente. Entonces descubrí que un montón de tubos de drenaje importados para el asentamiento habían sido depositados allí. No había uno solo que no estuviera roto. No era más que un amasijo de chatarra sin sentido. Al fin llegué a la enramada bajo los árboles. Mi idea era pasear a la sombra durante un rato. Pero tan pronto me hallé en aquel sitio tuve la impresión de que había penetrado en el horrendo círculo de un pequeño Infierno. La cascada estaba cerca y un estruendo incesante, uniforme y desbocado llenaba la luctuosa quietud del bosquecillo, donde no soplaba ni un suspiro, donde no se movía ni una hoja, en medio de ese misterioso sonido: parecía como si los ritmos exaltados de esta tierra errante se hubieran vuelto audibles de repente.
“Siluetas negras se acurrucaban, dormían, se sentaban entre los árboles, apoyadas en los troncos, aferradas a la tierra, apenas definidas, medio difuminadas bajo la luz atenuada, personificando todos los gestos del dolor, el abandono y la desesperación. Se oyó el estallido de otra mina en los riscos, seguido de un leve temblor bajo mis pies. Los trabajos proseguían. ¡Los trabajos! Y éste era nada menos que el lugar donde algunos de los trabajadores venían a morir.
“Y estaban muriendo lentamente, eso estaba claro. No eran enemigos, no eran criminales, ya no eran siquiera algo terrenal. No eran más que sombras negras de la enfermedad y el hambre, entreveradas confusamente en esa penumbra verdosa. Traídos desde todos los rincones de la costa con el amparo legal de unos contratos temporales, perdidos en ese territorio que les era ajeno, mal alimentados con comida extraña, aquellos hombres enfermaban, se volvían ineficientes y al final solo se les permitía arrastrarse hasta ese sitio para descansar. Estas formas moribundas eran libres como el viento. Y casi tan insustanciales. De pronto, al bajar la vista, junto a mi mano, me encontré con un rostro. Un negro saco de huesos recostado contra un árbol sobre uno de sus hombros. Lentamente, los párpados se abrieron y los ojos hundidos me miraron, enormes y vacíos, con una especie de ciego centelleo proveniente de las profundidades de las órbitas, que volvieron a cerrarse con la misma lentitud. El hombre parecía joven, casi un niño, aunque ya sabéis que con ellos es difícil adivinar la edad que tienen. No hallé otra cosa que hacer salvo ofrecerle una de las galletas del barco del sueco que llevaba en el bolsillo. Sus dedos se cerraron muy despacio sobre la galleta. Y entonces ya no hubo ningún movimiento, ninguna mirada. Tenía atado al cuello un trocito de lana blanca. ¿Para qué? ¿De dónde lo había sacado? ¿Era un emblema? ¿Un ornamento? ¿Un fetiche? ¿Un acto propiciatorio? ¿Había siquiera alguna idea relacionada con ese trozo de lana? Llamaba la atención alrededor de su cuello negro este pedazo de fibra blanca traída desde tan lejos.
“Cerca de aquel árbol, dos bultos angulosos más yacían con las piernas encogidas. Uno de ellos, con el mentón apoyado en las rodillas, miraba al vacío con una expresión de intolerable aflicción: su hermano fantasma tenía la cabeza totalmente gacha, como afectado por un terrible cansancio. Y esparcidos en torno a ellos había varios más, sumidos en todas las poses imaginables de la contorsión y el colapso, como sacados de la pintura de una masacre o una epidemia. Paralizado de horror vi cómo una de esas criaturas se levantaba en cuatro patas y se acercaba al río para beber. Después de vaciar el cuenco de su mano con la lengua, se sentó al sol con las canillas cruzadas frente a él y al cabo de unos segundos dejó que su cabeza rizada cayera sobre su huesudo pecho.
“Ya no quería seguir caminando entre las sombras y me apresuré a llegar a la estación. Cuando me aproximaba a las dependencias, me topé con un hombre blanco, y cómo sería de inesperada la elegancia de su atuendo que, por un instante, lo tomé por una especie de visión. Vi un cuello alto almidonado, puños blancos, una fina chaqueta de alpaca, pantalones níveos, un corbatín claro y botas relucientes. No llevaba sombrero. El pelo partido a la mitad, bien cepillado, bien aceitado, debajo de una sombrilla de franjas verdes con un enorme mango blanco. Un individuo asombroso; y tenía detrás de la oreja un lapicero.
“Estreché la mano de aquel milagro ambulante y supe así que era el jefe de contables de la Compañía y que toda la contabilidad se hacía en esa estación. Había salido un momento, dijo, ‘para tomar un poco de aire fresco’. La expresión me sonó maravillosa y extraña por su evocación del sedentarismo de la vida en los despachos. Ni siquiera os habría mencionado a este caballero, pero fue por boca del mismo que oí por primera vez el nombre de la persona que se encuentra indisolublemente ligada a mis recuerdos de aquella época. Por lo demás, sentía respeto por ese caballero. Sí, respetaba sus cuellos, sus enormes puños, su pelo tan bien cepillado. Sin duda su aspecto era comparable al del maniquí de un peluquero. Pero en medio de la desmoralización de aquel lugar, el hombre conservaba su elegancia. Eso se llama temple. Sus cuellos almidonados y la pulcritud de sus camisas eran triunfos del carácter. Llevaba allí casi tres años. No pude evitar preguntarle cómo conseguía mantenerse tan pulcro. Apenas se ruborizó un poco antes de contestarme con total modestia: ‘He estado enseñando a una de las nativas que viven cerca de la estación. No ha sido fácil. Al principio no le gustaba el trabajo’. De modo que este hombre había conseguido algo. Y además estaba dedicado en cuerpo y alma a sus libros de contabilidad, los cuales mantenía siempre en perfecto orden.
“Todo lo demás en aquella estación era un revoltijo. Las cabezas, las cosas, los edificios. Ristras de negros polvorientos con los pies rajados llegaban y se iban; un flujo constante de bienes manufacturados, algodones sucios, cuentas y cables de cobre eran enviados a las profundidades de la oscuridad; y a cambio se recibía a cuentagotas el preciado marfil.
“Tuve que esperar en la estación durante diez días. Una eternidad. Me hospedé en una cabaña en medio del patio, pero para mantenerme al margen del caos a menudo me refugiaba en la oficina del contable. Era un cobertizo construido con listones horizontales puestos de tan mala manera que mi amigo, inclinado sobre su gran escritorio, quedaba de pies a cabeza cubierto con franjas de luz solar. No hacía falta abrir la gran ventana para ver el exterior. Hacía el mismo calor adentro que afuera. Enormes moscas zumbaban con alevosía y no picaban sino que te acribillaban. Por lo general me sentaba en el suelo mientras, con su intachable aspecto (y a veces incluso un poco perfumado), sentado en una alta butaca, el contable escribía y escribía. A veces se levantaba para ejercitar los músculos. Cuando pusieron en su despacho un catre con un enfermo (cierto agente del interior que se había quedado inválido), el contable demostró su incomodidad con gentileza. ‘Los gemidos de este pobre enfermo’, dijo, ‘distraen mi atención. Y así es extremadamente difícil no cometer errores administrativos, peor aún con este clima’.
“Uno de esos días, sin levantar la cabeza de sus papeles, comentó casualmente: ‘Cuando llegue al interior seguramente conocerá al señor Kurtz’. Quise saber quién era ese tal señor Kurtz y el contable respondió que se trataba de un agente de primer rango. La decepción que dicha información me produjo lo obligó a dejar el lápiz sobre la mesa y añadir lentamente: ‘Es un hombre de veras notable’. Indagando un poco más averigüé que el señor Kurtz estaba entonces a cargo de un puesto comercial de gran importancia en el auténtico país del marfil, ‘en lo más profundo del mismo. Y envía tanto marfil como todos los demás puestos juntos…’. Dicho lo cual el contable reanudó su labor. El enfermo estaba demasiado grave siquiera para rezongar. Las moscas zumbaban en medio del sosiego del despacho.
“De repente se oyó un murmullo de voces y el repiqueteo de unos pasos. Había llegado una caravana. Una violenta algarabía de bastos sonidos se desató al otro lado de los listones. Todos los cargadores hablaban al unísono y en medio del barullo retumbó la quejumbrosa voz del agente, amenazando con ‘mandarlo todo al demonio’ por enésima vez aquel día… El contable se levantó de su butaca. ‘Qué alboroto más horripilante’, dijo. Con su amabilidad de siempre, atravesó el despacho para echarle un vistazo al enfermo y cuando volvía me dijo: ‘Ya no nos puede escuchar’. ‘¿Cómo?’, pregunté aterrado, ‘¿está muerto?’. ‘No, todavía no’, respondió él, sin perder la compostura. Luego, señalando con un movimiento de la cabeza hacia el tumulto que se había formado en el patio de la estación, dijo: ‘Cuando uno tiene que llevar las cuentas correctamente, es imposible no acabar odiando a estos salvajes… odiarlos hasta la muerte’. Se quedó pensativo durante unos instantes. ‘Cuando vea al señor Kurtz’, continuó, ‘dígale de mi parte que aquí todo’, y entonces miró su escritorio, ‘transcurre de manera satisfactoria. Prefiero no escribirle. Con los mensajeros que tenemos no se sabe quién puede acabar apoderándose de las cartas que uno envía… en esa Estación Central’. Me miró por unos segundos con sus ojos apacibles y saltones. ‘Oh, Kurtz llegará lejos, muy lejos’, prosiguió. ‘Más pronto que tarde se convertirá en alguien importante dentro de la Administración. Es lo que tienen planeado para él ahí arriba, ya sabe, el Consejo en Europa’.
“El contable volvió a sus papeles. El ruido del patio había cesado y, antes de salir, me detuve en el umbral. Entre el zumbido perenne de las moscas, el agente enfermo yacía insensible y enrojecido; el otro, inclinado sobre sus libros de contabilidad, consignaba correctamente los datos de unas transacciones perfectamente correctas; y a veinte metros de esa misma puerta se divisaban las serenas copas de la arboleda de la muerte.
“Por fin, al día siguiente, me marché de la estación con una caravana de sesenta hombres, en una caminata de doscientas millas.
“De nada vale extenderse al respecto. Senderos, senderos por doquier; una red de senderos grabada en el interior de esa tierra vacía, entre pastizales frondosos, llanos quemados, zarzales, subiendo y bajando por desfiladeros escalofriantes, subiendo y bajando por peñascos abrasadores; y esa soledad, la soledad, ni una sola choza, nada. La población había desaparecido hacía mucho tiempo. Ahora que lo pienso, si un montón de misteriosos negros armados con toda clase de temibles armas de repente decidiera viajar por el camino entre Deal y Gravesend, usando los carros hallados a diestra y siniestra para transportar pesadas cargas, imagino que todas las granjas y cabañas de los alrededores no tardarían en quedar deshabitadas; solo que en este caso no quedaban ni siquiera las viviendas. Aun así, durante la caminata pasamos por varias aldeas abandonadas. Hay algo patéticamente infantil en las ruinas de unas casas hechas con paja. Todo era igual día tras día, el estampido y el fragor de sesenta pares de pies descalzos marchando a mis espaldas, cada par de pies debajo de una carga de sesenta libras. Acampar, cocinar, dormir, levantar el campamento, marchar. De vez en cuando aparecía un porteador muerto con su arnés, echado entre la hierba a un lado del camino, junto a la cantimplora vacía y su largo bordón. Siempre rodeados de un silencio profundo. A lo sumo alguna noche callada se escuchaba el clamor distante de unos tambores, hundiéndose, naufragando en el espacio, un vasto tremor, cada vez más tenue; un sonido extraño, llamativo, sugerente y salvaje, aunque quizás cargado de un significado profundo, como ocurre con las campanadas de las iglesias en los países cristianos. En una ocasión nos topamos con un hombre que llevaba la chaqueta del uniforme sin abotonar, acampando en el sendero con una escolta armada de lívidos zanzíbares, un hombre muy hospitalario y alegre, por no decir borracho. Se ocupaba del mantenimiento de los caminos, nos explicó. No puedo decir que haya visto ningún camino y mucho menos nada de mantenimiento, a menos que el cuerpo sin vida de ese joven negro con un agujero de bala en la frente, y con el cual estuve a punto de tropezar tres millas más adelante, pudiera ser considerado como una mejora permanente. También tenía un compañero blanco. No era mal tipo, quizás un poco rollizo. Aunque, claro, tenía el exasperante hábito de desmayarse en las laderas muy calientes, a millas de distancia de la más nimia porción de sombra o fuente de agua. Resultaba fastidioso, ya os imaginaréis, sostener tu propia chaqueta como un parasol sobre la cabeza de un hombre, en espera de que éste volviera en sí. No pude evitar preguntarle por las razones de su presencia en semejante lugar. ‘Vine para hacer dinero, por supuesto. ¿Para qué más iba a ser?’, contestó desdeñoso. Luego enfermó de fiebre y hubo que transportarlo en una hamaca colgada de un palo. Dado que pesaba casi ciento veinte kilos tuve mil altercados con los porteadores. Se quejaban, huían, se escabullían por las noches con sus cargas. Fue casi un motín. Así que una tarde me dirigí a ellos en inglés, ayudándome con gestos, ninguno de los cuales pasó desapercibido para los sesenta pares de ojos que tenía ante mí. Y a la mañana siguiente ordené que la hamaca marchara al frente de la expedición. Una hora más tarde me encontré con toda aquella carga arrojada de mala manera entre los matorrales: hombre, hamaca, gemidos, sábanas, pavor. El pesado palo le había despellejado parte de la nariz. El hombre estaba ansioso por verme matar a alguien, pero no hallé ni sombra de los porteadores en las inmediaciones. Recordé las palabras del viejo doctor: ‘Sería interesante para la ciencia observar los cambios mentales de los individuos sobre el terreno’. En ese momento sentí que empezaba a volverme interesante desde un punto de vista científico. Sin embargo, aquello no pasó a mayores. A los quince días de viaje volví a divisar el gran río y con esfuerzo conseguí llegar a la Estación Central, que se hallaba en un recodo rodeado de maleza y selva, con una extensa ribera de lodo maloliente delante de la fachada y los tres lados restantes custodiados por una absurda valla de juncos. Una brecha desprolija hacía las veces de portal y solo hacía falta echar un vistazo rápido a todo el lugar para saber que el espectáculo corría a cargo del diablo regordete. Unos cuantos hombres blancos armados con largas varas salieron de los cobertizos caminando a paso lánguido, solo para echarme un vistazo antes de volver a dispersarse. Uno de ellos, un tipo nervioso y fortachón de bigotes negros, en cuanto me hube presentado, me informó con gran locuacidad y no pocas digresiones que mi vapor se hallaba hundido en el fondo del río. La noticia me dejó perplejo. ¿Qué, cómo, por qué? Oh, pero ‘no pasa nada’, dijo. El ‘administrador en persona’ se encontraba allí. Todo en orden. ‘¡Todo el mundo se ha comportado espléndidamente, espléndidamente!’. Y al instante agregó, muy agitado: ‘Tendrá que reunirse de inmediato con el administrador general. ¡Lo está esperando!’.
“En ese momento no atiné a comprender el verdadero significado de ese hundimiento. Supongo que ahora puedo entenderlo, pero no estoy seguro… en absoluto. Sin duda todo aquel asunto era demasiado estúpido —ahora que lo pienso— para que en conjunto resultara natural. Y aun así, en ese momento, aquello se me presentó simplemente como una situación irritante y confusa. El vapor estaba hundido. Dos días atrás, obligados por no sé qué urgencia, habían tenido que zarpar de un lugar río arriba con un timonel voluntario que, al cabo de solo tres horas de navegación, destrozó el casco del vapor contra unas rocas. El barco naufragó cerca de la margen sur del río. Me pregunté qué sentido tendría estar allí, ahora que mi vapor se había hundido. Lo cierto es que tenía mucho trabajo por delante, pues ahora tendría que reflotar el barco desde las profundidades del río. Al siguiente día ya me había puesto manos a la obra. Entre eso y las reparaciones, una vez que conseguí que enviaran las piezas desde la estación, pasaron unos meses.
“Mi primer encuentro con el administrador fue curioso. Para empezar ni siquiera me invitó a sentarme después de la caminata de veinte millas que había hecho esa mañana. Era un hombre de aspecto común, en sus rasgos, sus modales y su voz, de estatura media y de complexión ordinaria. Sus ojos, de un color azul anodino, despedían quizás una notable frialdad y ciertamente era capaz de mirarte como si dejara caer sobre ti el peso de un hacha bien afilada. Pero incluso en esos momentos la serenidad de su talante parecía desmentir sus intenciones. Por lo demás, solo ofrecía una indefinible y leve expresión en los labios, algo sigiloso que no llegaba a ser una sonrisa. No, no era una sonrisa. Recuerdo el gesto pero no soy capaz de explicarlo. Era inconsciente. Aquella sonrisa, quiero decir. Aunque justo después diría algo que la intensificaría por un instante. Apareció al final de su discurso como un sello que hubiera aplicado sobre las palabras, de modo que incluso el significado de las frases más simples resultara absolutamente inescrutable. Era un simple comerciante, empleado desde su juventud en estos países. Nada más. Todos lo obedecían y sin embargo no inspiraba ni afecto ni miedo, ni siquiera respeto. Inspiraba inquietud. ¡Eso era! Inquietud. No una desconfianza rotunda, no. Era solo inquietud. No tenéis idea de cuán efectiva puede llegar… llegar a ser… una facultad como ésa. No tenía ningún talento para la organización, ni iniciativa, ni siquiera orden. Eso se notaba en el deplorable estado de la estación. No tenía educación, ni inteligencia. ¿Cómo es que se mantenía en el cargo? Quizás porque nunca enfermaba… Había servido allí en tres períodos, a lo largo de tres años… A fin de cuentas, tener una salud de hierro en medio de la degradación general de los organismos constituye una clase de poder en sí misma. Cada vez que regresaba a descansar a casa lo hacía en medio de gran alboroto, pomposamente. Marinero en tierra. Aunque con una diferencia, al menos aparente. Algo que pude captar en las conversaciones casuales que tuve con él, y es que no originaba absolutamente nada. Lo único que podía hacer era alargar la rutina, pero eso era todo. Y sin embargo, era formidable. Era formidable por ese pequeño detalle que hacía imposible averiguar cómo mantenía el control. Nunca nos reveló el secreto. Quizás no hubiera nada que revelar. Y esa suspicacia lo obligaba a uno a detenerse… pues su rostro no ofrecía una sola señal. En una ocasión en que varias enfermedades tropicales habían obligado a casi todos los ‘agentes’ de la estación a guardar reposo, se le oyó decir: ‘Los hombres que vienen aquí no deberían tener entrañas’. Y para sellar el comentario adoptó ese gesto suyo, esa sonrisa, como quien abre una puerta a la oscuridad de sus adentros. Por un instante parecía vislumbrarse algo allí… pero el sello lo cubría. En cierta ocasión, harto como estaba a la hora del almuerzo por las constantes disputas entre los hombres blancos sobre la prelación en los turnos, ordenó que se sirviera la comida en una enorme mesa redonda, para lo cual fue necesario construir un cobertizo especial. Aquél era el lugar más desastroso de toda la estación. No importa dónde se sentara, el primer puesto era siempre el suyo. Los demás daban igual. Y uno sentía que aquello era resultado solo de su inalterable convicción. No era ni amable ni descortés. Pero permitía que su ‘muchacho’ —un obeso jovencito negro de la costa— tratara a los demás hombres blancos con provocadora insolencia, delante de sus propias narices.
“El caso es que empezó a hablar en cuanto me vio llegar. Yo había recorrido un largo camino pero él no podía esperar. Tendría que empezar sin mí. Las estaciones río arriba esperaban apoyo. Después de tantos retrasos ya no sabía quién seguía vivo y quién muerto y cómo se las estarían arreglando allí, etcétera, etcétera. No prestó ninguna atención a mis explicaciones y, sin dejar de jugar con una barra de lacre, repitió varias veces que una estación muy importante corría un grave peligro y que su jefe, el señor Kurtz, se encontraba enfermo. Esperaba que solo fueran rumores, pues el señor Kurtz era… De repente me sentí cansado e irritable. ‘Me importa un bledo Kurtz’, pensé. Entonces lo interrumpí diciéndole que ya había oído hablar del señor Kurtz en la costa. ‘¡Oh, así que también hablan de él allá!’, murmuró para sí mismo y a continuación me aseguró que el señor Kurtz era el mejor agente que tenía a su servicio, un hombre excepcional, de la mayor importancia para la Compañía, de ahí que su ansiedad debiera resultarme comprensible. Se sentía, me dijo, ‘muy, muy incómodo’, cambiando de posición una y otra vez en su silla. Luego, cuando se disponía a preguntarme ‘cuánto tardaría’, lo interrumpí de nuevo. Estaba hambriento y ni siquiera había podido sentarme aún, de modo que empezaba a ponerme un poco salvaje, ya me entendéis. ‘No tengo manera de saberlo’, dije. ‘Ni siquiera he podido examinar los daños… Unos meses, como mínimo’. Aquella conversación me parecía una pérdida de tiempo. ‘Unos meses’, repitió él. ‘Pues bien, digamos que serán tres meses, antes de que podamos zarpar, sí. Con eso bastará para solucionar el asunto’. Salí de aquella cabaña (el administrador vivía solo en una casita de adobe con una especie de baranda), mascullando para mis adentros lo que pensaba de él: era un charlatán y un imbécil. Más tarde tendría que retractarme al comprobar atónito con cuánta precisión había estimado el tiempo necesario para culminar con el ‘asunto’.
“Me puse a trabajar al día siguiente dándole, por así decirlo, la espalda a la estación. Solo de esa manera me pareció que podría consolarme y mantener contacto con los hechos de la vida. Aun así, a veces uno tiene que pararse a mirar alrededor. Y fue así como vi la estación, a esos hombres que marchaban sin ton ni son bajo la resolana del patio. Me pregunté de pronto qué sentido tenía todo aquello. Caminaban de aquí para allá empuñando sus absurdas y largas varas, como un montón de peregrinos embrujados que hubieran perdido la fe dentro de una cerca podrida. La palabra ‘marfil’ volaba por los aires, entre susurros, entre suspiros. Casi se diría que le estaban rezando. Un miasma de estúpida rapacidad atravesaba aquella atmósfera, como el hedor que se desprende de un cadáver. ¡Por Júpiter! ¡Nunca he visto nada tan irreal en toda mi vida! Y ahí afuera, la selva silenciosa que rodeaba aquella mota de terreno despejado, me asaltó como algo grandioso e invencible, como el mal o la verdad, esperando pacientemente a que acabara esta fantástica invasión pasajera.
“¡Qué meses aquéllos! En fin, dejémoslo. Muchas cosas pasaron. Una de esas noches una choza de paja llena de calicó, telas de algodón, cuentas y vaya uno a saber qué más, ardió en llamas de una manera tan repentina que cualquiera habría pensado que la tierra se estaba abriendo para dejar que el fuego infernal consumiera todas esas baratijas. Yo fumaba mi pipa tranquilamente junto a los restos del barco cuando vi las siluetas encabritadas, recortadas contra la luz, agitando los brazos en alto; el fortachón de bigotes corrió despavorido hasta el río con un cubo de latón en la mano, me aseguró que todo el mundo se estaba comportando ‘espléndidamente, espléndidamente’, recogió casi un cuarto de galón de agua y salió corriendo de nuevo. Noté que había un agujero en el fondo del cubo.
“Me acerqué al lugar. Toda prisa era inútil. Se veía a las claras que la choza había ardido como una caja de fósforos. Algo irremediable desde el primer momento. La llama había alcanzado gran altura y obligado a todos a retroceder, iluminándolo todo a su alrededor. Pero no tardó en apagarse. La choza no era más que un montón de rescoldos ardientes. Cerca de allí, alguien estaba apaleando a un negro. Decían que, de algún modo, era el responsable de haber provocado el fuego; fuera cierto o no, el hombre lanzaba unos horribles chillidos. Durante los siguientes días lo vería sentado bajo la sombra de un árbol, con aspecto de estar muy enfermo, intentando recuperarse. Finalmente acabaría marchándose y la selva, sin inmutarse, lo acogería de nuevo en su seno.
“Mientras me acercaba a los rescoldos desde la oscuridad me vi de pronto a la espalda de dos hombres que cuchicheaban. Oí que pronunciaban el nombre de Kurtz y luego hablaron de ‘aprovecharse de este desafortunado accidente’. Uno de esos hombres era el administrador, a quien procedí a saludar. ‘¿Alguna vez ha visto algo así?’, dijo. ‘Es increíble, ¿eh?’. Y se apartó. El otro hombre permaneció junto a mí. Era un agente de alto rango, joven, caballeroso, un tanto reservado, con una pequeña barba bifurcada y la nariz aguileña. Trataba a los otros agentes con distancia y éstos, por su parte, decían que aquél era un espía del administrador. Antes de esa conversación apenas si recordaba haberle dirigido la palabra. Nos pusimos a hablar y poco a poco empezamos a alejarnos del siseo de los escombros. Luego él me invitó a su cuarto, que estaba en el edificio principal de la estación. Encendió un fósforo y así pude darme cuenta de que este joven aristócrata poseía no solo un tocador repujado en plata sino también una vela entera, toda para él solo. Por esos días se había decretado que solo el administrador tendría derecho a usar las velas que quisiera. Las paredes de barro estaban adornadas con tapices nativos. Una colección de lanzas, azagayas, escudos y puñales colgaba de ellas a manera de trofeos. La labor que le habían encomendado a este caballero era la de fabricar ladrillos. O eso me habían dicho. Sin embargo, no había un solo trozo de ladrillo en toda la estación y aquel hombre llevaba allí más de un año… esperando. Al parecer no había podido fabricar los ladrillos porque le faltaba algo, no sé qué. Paja, quizás. El caso es que ahí no se conseguía y, dado que era improbable que se lo enviaran desde Europa, no entendí del todo qué era lo que estaba esperando. Un acto de generación espontánea, tal vez. El caso es que todos, los dieciséis o veinte peregrinos que vivían allí, todos estaban esperando algo. Y os puedo jurar que no parecía una ocupación improcedente, a juzgar por cómo la asumían; aunque, hasta donde pude ver, lo único que obtenían al final era la enfermedad. Mataban el tiempo urdiendo intrigas y calumnias unos contra otros de una manera bastante ridícula. Reinaba en toda la estación una atmósfera de conspiración, pero al final no ocurría nada, por supuesto. Era algo tan irreal como todo lo demás: como la fachada filantrópica de la empresa entera, como sus discursos, como su gobierno y su actitud hacia el trabajo. El único sentimiento real era el deseo de obtener un cargo en una estación comercial donde se recibiera mucho marfil, de modo que pudieran ganar altos porcentajes. De ahí sus intrigas, sus difamaciones y sus odios. Ahora bien, en cuanto a levantar un solo dedo contra alguien, ¡oh, no! ¡Por todos los cielos! Al fin y al cabo existe algo en el mundo que permite a un hombre robar un caballo, mientras otros no pueden ni mirar el cabestro. Robar un caballo con alevosía. Sí, señor, así de fácil. El ladrón puede incluso llegar a montarlo libremente. Y sin embargo, existe cierta manera de mirar un cabestro que podría sacar de sus casillas al más caritativo de todos los santos.
“No tenía la más mínima idea de por qué intentaba ser sociable conmigo, pero mientras charlábamos allí en su cuarto tuve la impresión de que el caballero intentaba averiguar algo. De hecho, quería sonsacármelo. Aludía constantemente a Europa, a la gente que supuestamente yo debía de conocer allí, dirigiendo las preguntas hacia la identidad de mis amistades en la ciudad sepulcral. Sus ojillos brillaban como pequeños discos de mica, intrigantes, aunque el hombre procuraba no perder ese toque de arrogancia. Al principio me desconcertó, pero poco después me invadió una horrible curiosidad. Ni siquiera yo mismo era capaz de imaginar qué había en mí que pudiera interesarle tanto. Era fascinante ver cómo se esforzaba en vano, porque lo cierto es que dentro de mí solo sentía escalofríos y en mi cabeza no había nada salvo el asunto del vapor averiado. Era evidente que me había tomado por un perfecto embustero. Al final acabó por irritarse y, para disimular un airado gesto de fastidio, hizo como que bostezaba. Yo me levanté. Pero entonces me llamó la atención un pequeño bosquejo al óleo, pintado sobre una tabla, que representaba a una mujer en túnica, con los ojos vendados, empuñando una antorcha encendida. El fondo era sombrío, casi negro. La mujer daba la impresión de estar paralizada y el efecto de la luz de la antorcha en su rostro era siniestro.
“La pintura me obligó a detenerme y el hombre se levantó cortésmente para sujetar ante ella una vela embutida en el pico de una botella de champaña (recomendación médica). Cuando le pregunté de quién era, me contó que la había pintado el señor Kurtz en esa misma estación, más de un año atrás, mientras esperaba la llegada de un medio que lo llevara a su dependencia comercial. ‘Perdone la pregunta’, dije, ‘¿quién es este tal señor Kurtz?’. ‘Es el jefe de la Estación del Interior’, respondió cortante, apartando la mirada. ‘Muchas gracias’, dije riéndome. ‘Y usted es el fabricante de ladrillos de la Estación Central. Todo el mundo sabe eso’. Guardó silencio durante unos instantes. ‘Kurtz es un prodigio’, dijo por fin. ‘Es un emisario de la piedad, de la ciencia, del progreso y el diablo sabrá de qué más. Lo necesitamos’, y en este punto adoptó de repente un tono declamatorio, ‘para que nos guíe en esta causa que Europa nos ha encomendado, por así decirlo; necesitamos inteligencias superiores, necesitamos toda la simpatía posible y un objetivo común’. ‘¿Y quién dice eso?’, pregunté. ‘Mucha gente’, respondió. ‘Algunos incluso han escrito sobre el asunto. Y entonces él vino aquí, un ser especial, como ha de saber’. ‘¿Por qué he de saberlo?’, lo interrumpí, realmente sorprendido, pero él no me prestó atención y prosiguió. ‘Sí, hoy es el jefe de la mejor estación; el próximo año lo harán administrador adjunto y en dos años más… Pero me atrevo a decir que usted sabe qué cargo ocupará Kurtz dentro de dos años. Usted pertenece a la nueva manada. La manada de la virtud. La misma gente que lo envió a él fue quien lo recomendó a usted. Oh, no se atreva a negarlo. Eso salta a la vista’. La luz de la vela se posó sobre mí. Las influyentes amistades de mi querida tía habían producido un efecto inesperado en este joven. Estuve a punto de soltar una carcajada. ‘¿Acaso lee usted la correspondencia confidencial de la Compañía?’, le pregunté. No fue capaz de contestar una sola palabra. Y yo me estaba divirtiendo de lo lindo. ‘Cuando el señor Kurtz’, continué en tono severo, ‘cuando el señor Kurtz llegue a administrador general, usted no va a tener la más mínima oportunidad de ascenso’.
“De repente el joven sopló la vela y salió del cuarto. Afuera la luna brillaba en lo alto del cielo. Lánguidas siluetas negras rodaban por el espacio, arrojando cubos de agua sobre el resplandor de las brasas, que seguían produciendo aquel siseo. Nubes de vapor se elevaban a la luz de la luna. El negro castigado gemía de dolor en algún lugar. ‘¡Qué ruido hace esta bestia!’, dijo el infatigable hombre de los bigotes, que andaba por allí cerca. ‘Le está bien empleado. ¿Transgresión? ¡Castigo! ¡Pum! Sin piedad, sin piedad. Es la única manera. Solo así evitaremos todas las sublevaciones en el futuro. Justo le estaba diciendo al administrador que…’. Solo entonces notó la presencia de mi acompañante, cosa que lo dejó abatido de inmediato. ‘¿Aún sigue despierto?’, dijo con una especie de amable servilismo. ‘Normal, claro. Peligro… agitación’. Se alejó a toda prisa. Yo caminé hasta la orilla del río y el joven me siguió. Desde allí las imprecaciones sonaban como un murmullo insidioso: ‘¡Vamos, inútiles, vamos!’. Pude ver a los peregrinos en pequeños grupos, gesticulando, discutiendo. Muchos de ellos todavía empuñaban sus varas. Llegué de veras a creer que dormían con esos palos en la mano. Más allá de la cerca, la selva lucía espectral bajo la luna y a través de la sutil vibración del aire, a través de los sonidos en sordina que se producían en aquel lamentable solar, el silencio de la tierra encontraba su hogar en nuestro propio corazón: su misterio, su grandeza, la asombrosa realidad de su vida secreta. El negro malherido gemía lastimeramente no sé dónde, cerca de allí. Al rato lanzó un profundo suspiro que me obligó a alejarme de aquel lugar. De repente sentí cómo una mano se introducía bajo mi brazo. ‘Mi estimado amigo’, dijo el caballero, ‘no quiero que me malinterprete, especialmente usted, que va a poder ver al señor Kurtz mucho antes de que yo tenga ese placer. No me gustaría que él se hiciera una idea equivocada sobre mi posición…’.
“Dejé hablar a ese Mefistófeles de pacotilla y por un momento me pareció que podría atravesarlo con un dedo y que en su interior hallaría apenas un poco de polvo. Su intención, cómo no, era llegar a ser administrador adjunto a la sombra del administrador actual y entendí que la llegada de ese tal Kurtz los había fastidiado a ambos. Hablaba atropelladamente y yo no hacía nada para detenerlo. Apoyé la espalda contra las ruinas de mi barco, encallado en la orilla como el cadáver de algún enorme animal acuático. El olor del barro, del barro primigenio, ¡por Júpiter!, se me metía por la nariz y ante mis ojos se presentaba la suave quietud de la selva primigenia; sobre la corriente del arroyo se apreciaban algunos remansos bruñidos. La luna había esparcido sobre todas las cosas una fina capa de plata: sobre la hierba fresca, sobre el barro, sobre el muro acolchado de vegetación que se alzaba más imponente que las murallas de un templo, sobre el gran río, que podía ver a través de un sombrío boquete en la maleza, brillando, brillando a medida que fluía anchuroso sin emitir un solo murmullo. Todo esto me parecía grandioso, sugerente, sutil, mientras el hombre parloteaba sin cesar. Me pregunté si la serena faz de aquella inmensidad que se presentaba ante nosotros había sido creada originalmente como una amenaza o como un embeleso. ¿Y quiénes éramos nosotros, extraviados en aquel lugar? ¿Podríamos dominar a aquella cosa insensata o acabaría ella dominándonos a nosotros? Sentí la inmensidad, la intrincada inmensidad de esa cosa que no podía hablar y que tal vez era sorda también. ¿Qué buscábamos allí? Es posible que algo de marfil y también al señor Kurtz, que según decían se encontraba ahí adentro. Estaba harto de oír hablar de lo mismo. ¡Vaya si lo estaba! Pero, no sé cómo, las palabras eran incapaces de producir una sola imagen. Lo mismo habría dado que me hubiesen dicho que allí vivía un ángel o un demonio. Creía en ello tal como alguno de vosotros podría creer que hay habitantes en el planeta Marte. Una vez conocí a un fabricante de velas escocés que estaba seguro, totalmente seguro de que había gente viviendo en Marte. Si uno le preguntaba por el aspecto o el comportamiento de esos habitantes, el escocés se avergonzaba y mascullaba algo así como que ‘andaban en cuatro patas’. Si uno se atrevía siquiera a sonreír el hombre te desafiaba a pelear, aunque ya tenía sesenta años. Yo no habría llegado al extremo de pelear por Kurtz, pero sí estuve a punto de ceder a la mentira. Ya sabéis cuánto detesto, cuánto odio la mentira. Es algo que no puedo soportar. No porque me crea más honesto que los demás, sino porque la mentira me deprime. Hay en las mentiras cierto hálito fatal, un sabor a mortecina, que es precisamente lo que más odio en el mundo, lo que desearía olvidar. Me mortifica y me asquea tanto como si me llevara a la boca algo podrido. Será algo de mi temperamento, supongo. En fin, estuve muy cerca de mentir al dejar que ese pobre necio creyera cuanto quiso imaginar respecto a mi influencia en Europa. En un solo instante me había convertido en otro simulacro igual al resto de los peregrinos embrujados. Y todo simplemente porque sospechaba que de alguna manera esto le sería útil al tal señor Kurtz, a quien hasta entonces no había siquiera visto… ya me entendéis. Para mí no era más que una palabra. No era capaz de ver al hombre en el nombre mejor de lo que vosotros podríais hacerlo ahora. ¿Lo veis acaso? ¿Adivináis en él la historia? ¿Veis algo al menos? Tengo la impresión de que estoy intentando contaros un sueño. Intentándolo en vano, al menos, porque ningún relato puede transmitir las sensaciones que se experimentan durante el sueño, esa mezcla de sinsentido, sorpresa y pasmo en medio del espanto y la agonía, esa impresión de ser capturado por lo increíble que se halla en la esencia de los sueños…
Marlow guardó silencio durante unos segundos.
—… No, es imposible; es imposible transmitir la sensación vívida de ninguna etapa de nuestra existencia, aquello que constituye su verdad, su sentido, su esencia sutil y penetrante. Es imposible. Vivimos tal como soñamos… a solas…
Hizo una nueva pausa, como si reflexionara y luego añadió:
—Desde luego, en este caso vosotros estáis en mejor posición para juzgar. Me conocéis…
La noche estaba tan oscura que apenas podíamos vernos los unos a los otros. Desde hacía un buen rato que Marlow, apartado de los demás, no era más que una voz en el vacío. Nadie pronunciaba palabra. Los otros quizás estaban dormidos, pero yo seguía despierto. Y escuchaba, escuchaba, atento a cualquier frase, a cualquier palabra que arrojara una pista capaz de explicar ese ligero desasosiego inspirado por aquel relato que parecía cobrar forma por sí solo, sin intervención de ninguna boca humana en medio de la densa atmósfera nocturna del río.
—… Sí, lo dejé hablar —reanudó Marlow su relato—, y dejé que pensara cuanto quisiera sobre los oscuros poderes que supuestamente me respaldaban. ¡Eso hice, cuando no tenía ningún respaldo! No tenía nada más que ese ruinoso, viejo y maltrecho barco en el que estaba recostado en ese momento, mientras él hablaba sin parar sobre ‘la necesidad de que cada hombre progresara por su cuenta’. ‘Y si uno viene aquí, como se imaginará, no es precisamente para mirar la luna’. El señor Kurtz era un ‘genio universal’, pero incluso los genios agradecen trabajar con ‘herramientas adecuadas: hombres inteligentes’. Él no fabricaba ladrillos. ¿Por qué? Porque algo se lo impedía, como yo bien sabía. Y si él desempeñaba algunas labores como secretario del administrador ello se debía a que ‘ningún hombre sensato cometería la necedad de rechazar la confianza de sus superiores. ¿Lo entiende usted?’. Sí, lo entendía. ¿Qué más quería?, preguntó. Lo que yo quería realmente eran remaches, ¡por todos los diablos! ¡Remaches! Continuar con el trabajo, tapar el agujero del casco. Remaches era lo que necesitaba. Había cajas enteras de remaches en la estación de la costa. Cajas y cajas apiladas. ¡Rebosantes! ¡Repletas! Cada dos pasos uno tropezaba con un remache en aquel patio de la estación. Montones de remaches habían rodado colina abajo, incluso hasta la arboleda de la muerte. Los había a puñados y con solo agacharse uno podía llenarse los bolsillos. Y en cambio, donde más se necesitaban, no había un solo remache disponible. Teníamos placas de latón, pero nada con qué asegurarlas. Y cada semana el mensajero, un negro solitario con una bolsa al hombro y una vara en la mano, salía de nuestra estación rumbo a la costa. Y varias veces a la semana una caravana proveniente de la costa traía mercancías para comerciar: percal horriblemente glaseado que te hacía estremecer con solo mirarlo, cuentas de cristal que no valían ni dos peniques, pañuelos de algodón con variopintos estampados. Y nada de remaches. Tres porteadores habrían podido traer todo lo necesario para reparar el barco.
“El joven empleó un tono más confidencial, pero supongo que mi actitud indiferente acabó por exasperarlo, pues de repente juzgó necesario informarme de que no le temía ni a Dios ni al diablo, mucho menos a un simple hombre. Le dije que podía darme cuenta perfectamente, pero que yo necesitaba una cierta cantidad de remaches. Y remaches era lo que el señor Kurtz habría pedido de haber estado al tanto de todo este asunto. Ahora bien, dado que el correo iba a la costa cada semana…
“‘Mi querido señor’, gritó, interrumpiéndome, ‘yo solo cumplo órdenes’. Yo le pedí remaches. Tenía que haber una manera de conseguirlos… alguien inteligente como él. Entonces cambió de actitud. Adoptó una expresión fría y de repente empezó a hablar sobre un hipopótamo, me preguntó si no me molestaba dormir a bordo del vapor (no me despegaba de ése, mi salvaje, ni de día ni de noche). Había un viejo hipopótamo que tenía la mala costumbre de salirse del río para pasar la noche en los predios de la estación. Cada tanto los peregrinos salían en gavilla y malgastaban hasta la última bala de cualquier rifle que tuvieran a mano. Algunos incluso hacían guardia nocturna, pero todo eso no era más que un desperdicio de energía. ‘Ese animal está encantado’, dijo. ‘Pero eso solo se puede decir de las bestias de este país. Ningún hombre, ¿me comprende?, ningún hombre aquí está encantado’. Se quedó en silencio durante un instante bajo la luz de la luna, mostrándome su delicado perfil aguileño, ligeramente abollado y sus ojos de mica que brillaban sin parpadear. Luego, bruscamente, me dio las buenas noches y se marchó. Me pareció evidente que se sentía inquieto y bastante intrigado, lo cual me devolvió las esperanzas perdidas en los últimos días. Fue un gran alivio haberme librado de aquel individuo para quedarme a solas con mi influyente amigo, el desfondado, ruinoso, retorcido y maltrecho vapor. Trepé a bordo. El barco traqueteó bajo mis pies como una lata vacía de galletas Huntley & Palmer que alguien estuviera pateando a lo largo de una canaleta. Sus hechuras no eran muy sólidas que digamos, y su forma era más bien fea, pero había pasado tiempo suficiente trabajando duramente en su reparación para encariñarme con ese barco. Ningún amigo influyente habría podido ser más generoso. Ese vapor me dio la oportunidad de ponerme a prueba. No, no es que me guste el trabajo. Hubiera preferido holgazanear y echarme a pensar en cosas más agradables. No me gusta el trabajo. A ningún hombre le gusta. Pero sí me gusta lo que el trabajo trae consigo: la oportunidad de conocerse a uno mismo. De conocer la propia realidad, para uno mismo, no para los demás. Lo que nadie, salvo uno mismo, puede conocer. Lo que los demás ven no es más que el espectáculo, pero nunca llegan a saber lo que significa realmente.
“No me sorprendió ver a un hombre sentado sobre la cubierta de popa, con las piernas colgando por encima del lodo. Veréis: no me llevaba mal con los pocos mecánicos que había en aquella estación, gente a la que los demás peregrinos naturalmente despreciaban, a cuenta de sus imperfectos modales, supongo. Éste era el capataz, fabricante de calderas de profesión, un buen trabajador. Un hombre recio, fornido, de tez amarillenta y mirada intensa. Parecía siempre preocupado y su cabeza era tan calva como la palma de mi mano. Sin embargo, todo el pelo que se le había caído de la cabeza parecía haber ido a parar a su mentón, donde prosperaba sin problemas, pues la barba le había crecido hasta la cintura. Era viudo, con seis hijos (los había dejado a cargo de una hermana), y la pasión de su vida eran las palomas mensajeras. Era un entusiasta y un experto en la materia. Deliraba con las palomas. Después de las horas de trabajo a veces salía de su cabaña y venía al barco para hablarme de sus hijos y de sus palomas. De día, cuando tenía que arrastrarse en el lodo debajo del casco del vapor, se ataba la barba con una especie de bayeta blanca que usaba para tal propósito. Tenía bucles de barba alrededor de las orejas. En las tardes se lo veía despatarrado en la orilla enjuagando con gran esmero aquel trapo en el agua del arroyo, antes de extenderlo solemnemente para ponerlo a secar en un arbusto.
“Le di una palmada en la espalda y grité: ‘¡Vamos a conseguir esos remaches!’. Se puso de pie a la vez que exclamaba: ‘¡No! ¡¿Remaches?!’, como si no diera crédito. Y luego, bajando la voz: ‘Conque tú, ¿eh?…’. No sé por qué se comportaba como un lunático. Me tapé una aleta de la nariz con el índice y meneé la cabeza misteriosamente. ‘¡Muy bien!’, gritó, chasqueando los dedos por encima de su cabeza, con un pie en el aire. Yo ensayé un bailoteo torpe. Nos pusimos a hacer cabriolas sobre la cubierta. Un estremecedor traqueteo brotó de aquel armatoste y la selva virgen de la otra margen del arroyo devolvió un eco atronador que atravesó el sueño de toda la estación. Aquello debió de provocar más de un sobresalto en las casuchas de los peregrinos. Una figura negra oscureció el umbral iluminado de la cabaña del administrador. Desapareció. Y un par de segundos después desapareció también el umbral. Nos quedamos quietos y muy pronto el silencio, espantado poco antes por el repiqueteo de nuestros pies, volvió a fluir por todas partes, proveniente de las entrañas de la tierra. El gran muro de vegetación, una exuberante e intrincada masa de troncos, ramas, hojas, arbustos, orlas, inmóvil a la luz de la luna, era como la estampida silenciosa de una invasión de vida, una oleada vegetal a punto de estallar, lista para derramarse sobre el arroyo y arrasar cada nimia existencia de cada insignificante ser humano. Y no se movía, no. Desde muy lejos llegaba hasta nosotros en sordina un estallido de portentosos chapoteos y gruñidos, como si un ictiosaurio estuviera tomando un baño en el gran río. ‘Después de todo’, dijo el calderero con tono razonable, ‘¿por qué no íbamos a conseguir esos remaches?’. ¡Por qué no, de hecho! No se me ocurría una sola razón por la que no pudiéramos. ‘Llegarán en tres semanas’, dije confiado.
“Pero no llegaron. En lugar de remaches llegó una invasión, una intrusión, un asedio. Llegó por partes a lo largo de las siguientes tres semanas, cada sección encabezada por un burro que transportaba a un hombre blanco vestido con ropa nueva y zapatos brillantes, haciendo venias a diestra y siniestra desde su montura ante los atónitos peregrinos. Una pendenciera tropa de negros trotaba descalza a espaldas del burro. Muchas tiendas de campaña, taburetes, cajas de latón, estuches blancos y balas de heno fueron arrojadas en el patio. La atmósfera de misterio se hizo más densa sobre el habitual desparrame de la estación. Hasta cinco de aquellas tandas llegaron con su absurdo aire de precipitada huida, con su cargamento de innumerables artículos y provisiones, tanto es así que uno pensaría que se estaban dando a la fuga después de un saqueo, a punto de internarse en la selva donde dividirían equitativamente el botín. Era un inextricable batiburrillo de cosas que en sí mismas no eran indecentes, pero a las que la locura humana hacía parecer como restos de un pillaje.
“Esta fervorosa banda se llamaba a sí misma la Expedición Exploradora de El Dorado, y creo que sus miembros habían hecho voto de silencio. Sus charlas, sin embargo, eran más propias de sórdidos bucaneros: atrevidas sin ser temerarias, codiciosas sin ser audaces y crueles sin un ápice de coraje. No había un átomo de previsión o de serios propósitos en todo aquel arrume de gente, y ninguno parecía consciente de que estas cosas eran necesarias para andar por el mundo. Arrancar tesoros de las entrañas de la tierra era su deseo, sin otra justificación moral que la de los ladrones a la hora de abrir una caja fuerte. ¿Quién cubría los gastos de tan noble empresa? No lo sé. Pero el tío de nuestro administrador era el jefe de la banda.
“Por su aspecto parecía el carnicero de un vecindario pobre y en sus ojos había una mirada de astucia adormecida. Cargaba su enorme panza con ostentación sobre unas piernas cortas y, durante el tiempo en que su pandilla infestó nuestra estación, no cruzó palabra con nadie, salvo con su sobrino. Se pasaban el día entero deambulando por ahí con las cabezas muy juntas en su perenne confabulación.
“Para entonces había dejado de preocuparme por los remaches. La capacidad de un hombre para esa clase de obsesiones es más limitada de lo que cualquiera supondría. Me dije: ‘¡Al demonio!’. Y dejé que las cosas siguieran su curso. Tenía tiempo de sobra para meditar y una que otra vez me ponía a pensar en ese tal Kurtz. No es que tuviera especial interés en él, no. Pero sí tenía curiosidad por ver si este hombre, que había llegado al país equipado con ciertas ideas morales, conseguiría escalar a lo más alto después de todo, y cómo desempeñaría sus funciones una vez que ascendiera hasta allí.
II
—Una tarde, recostado en la cubierta de mi vapor, oí un ruido de voces que se aproximaban. Eran el tío y el sobrino dando un paseo por la orilla. Apoyé de nuevo mi cabeza sobre el brazo y, cuando estaba a punto de quedarme dormido, oí que alguien susurraba, casi como hablándome al oído: “Soy inofensivo como un niño, pero no me gusta que me digan lo que tengo que hacer. ¿Acaso no soy yo el administrador? Me ordenaron que lo enviara allí. Es increíble”. Comprendí que los dos hombres estaban en la orilla, por el lado de la proa, justo debajo de mi cabeza. No me moví; tampoco habría sido capaz: estaba adormilado. “Un asunto desagradable, sí”, gruñó el tío. “Él mismo solicitó a la administración que lo enviaran allí”, siguió el otro, “con la idea de demostrar lo que podía hacer; y yo recibí órdenes de proceder. Imagínese la influencia que debe de tener ese hombre. ¿No es aterrador?”. Ambos estuvieron de acuerdo en que era algo aterrador. A continuación hicieron algunos comentarios extravagantes: “Capaz de hacer llover y de traer el buen tiempo… un solo hombre… el Consejo… por la cara”, trozos de frases absurdas que lograron sacarme de mi modorra, así que ya casi había recuperado todas mis facultades cuando el tío dijo: “El clima podría librarte de esta dificultad. ¿Está solo allí?”. “Sí”, respondió el administrador, “envió a su ayudante río abajo con una nota dirigida a mí en estos términos: Expulse a este pobre diablo del país y no se moleste en enviarme más gente de esta clase. Prefiero estar solo que contar con el tipo de hombres que usted me proporciona. Esto fue hace más de un año. ¡Imagínese la imprudencia!”. “¿Algo más desde entonces?”, preguntó el tío con voz ronca. “Marfil”, esputó el sobrino, “montones de marfil, de primera calidad, muchísimo, como para fastidiarnos”. “¿Y algo más con el marfil?”, insistió el profundo ronquido. “Facturas”, fue lo que el otro respondió fulminante, por así decirlo. Luego se hizo el silencio. Estaban hablando de Kurtz, claro.
“Para entonces ya me hallaba totalmente despierto pero, como estaba echado tan a gusto, me quedé inmóvil, máxime cuando nada me inducía a cambiar de posición. ‘¿Y cómo llegó todo ese marfil hasta aquí?’, gruñó el más viejo, que parecía estar muy ofendido. El otro explicó que había llegado en una flota de canoas a cargo de un inglés de mediano rango a quien Kurtz estaba empleando por entonces; que Kurtz aparentemente había tenido intención de volver también, dado que en su estación se habían quedado sin provisiones y mercancías. No obstante, al cabo de unas trescientas millas de viaje, de repente había decidido regresar, cosa que hizo solo en un pequeño canalete acompañado apenas por cuatro remeros, dejando que el oficial de rango medio siguiera río abajo con el marfil. Los dos hombres parecían pasmados ante el hecho de que alguien siquiera hubiera intentado semejante cosa. Se les escapaba el motivo, sin embargo. En cuanto a mí, aquella fue la primera vez que creí ver a Kurtz. Fue una imagen clara y fugaz: el canalete, cuatro remeros salvajes y el hombre blanco solitario que de repente le da la espalda al cuartel general, a la comodidad, quizás a ciertos recuerdos del hogar. Con la mirada puesta en las profundidades de la selva, rumbo a su estación desolada y vacía. Yo tampoco podía adivinar el motivo. Quizás simplemente era un buen hombre aferrado a su trabajo. Su nombre, imagináoslo, no había sido mencionado ni una sola vez. Se referían a él como ‘ese hombre’. El oficial de rango medio que, según pude deducir, había liderado un viaje difícil con gran prudencia y aplomo, recibía el invariable mote de ‘canalla’. El ‘canalla’ había informado que el ‘hombre’ se encontraba muy enfermo… al parecer por no haberse recuperado del todo… Los dos hombres se alejaron entonces unos cuantos pasos y empezaron a ir y venir a cierta distancia. Los oí decir: ‘Campamento militar… doctor… doscientas millas… muy solo ahora… retrasos inevitables… nueve meses… ninguna noticia… extraños rumores’. Volvieron a acercarse justo cuando el administrador decía: ‘Nadie, hasta donde yo sé, salvo un comerciante vagabundo… un tipo apestoso que les roba el marfil a los nativos’. ¿A quién se referían? Por los fragmentos de la conversación deduje que se trataba de algún hombre que supuestamente operaba en el distrito de Kurtz, alguien que no era del agrado del administrador. ‘No nos libraremos de la competencia desleal hasta que colguemos a uno de estos pillos para dar ejemplo’, dijo. ‘Por supuesto’, gruñó el otro. ‘¡Colgarlo, cómo no! Aquí se puede hacer cualquier cosa, cualquier cosa. Es lo que intento decirte: aquí nadie, ya me entiendes, aquí nadie puede poner en peligro tu puesto. ¿Por qué? Has aguantado el clima. Has sobrevivido a todos los demás. El peligro está en Europa; pero antes de marcharme de allí tuve la precaución de…’. En ese momento se alejaron, susurrando, luego volví a escucharlos con claridad: ‘Esta serie de retrasos extraordinarios no es culpa mía. Yo hice todo lo que estaba en mis manos’. El gordo suspiró: ‘Qué desgracia’. ‘Y la pestilente insensatez de sus conversaciones’, siguió el otro; ‘Me fastidió enormemente mientras estuvo aquí: Cada estación ha de ser como un faro en el camino que nos guíe hacia mejores cosas, un centro de comercio, por supuesto, pero también para la humanización, la educación y el mejoramiento. Imagíneselo. ¡Ese imbécil! ¡Y pensar que quiere ser administrador! No, no, es un…’. En este punto se sofocó por la excesiva indignación y yo aproveché para asomarme un poco. Me sorprendió ver cuán cerca estaban: justo debajo de mí. Podría haber escupido sobre sus sombreros. Miraban al suelo, absortos. El administrador retorcía sutilmente una de sus piernas. De pronto su sagaz pariente levantó un poco la mirada. ‘¿Te has sentido bien desde que llegaste esta vez?’, le preguntó. El otro dio un brinco. ‘¿Quién? ¿Yo? Oh, como una rosa, como una rosa. En cambio los demás… pfff, todos enfermos, ¡por Dios! Y encima se mueren tan rápido que ni siquiera me da tiempo a sacarlos del país. ¡Es increíble!’. ‘Mhhh, no me digas’, masculló el tío. ‘Oh, muchacho, encomiéndate a esto… te lo digo, encomiéndate a esto…’. Lo vi extender una de las rechonchas aletas que tenía por brazos en un gesto que abarcaba la selva, el arroyo, el barro, el río; con ese ademán pomposo dirigido a la faz iluminada de la tierra parecía estar convocando una acechanza de la muerte, un mal oculto en la profunda oscuridad de su corazón. Fue algo tan sorprendente que, de un solo salto, me puse de pie y miré hacia atrás, al linde de la selva, como si esperara una respuesta de algún tipo ante esa oscura demostración de confianza. A todos nos asaltan ideas ridículas alguna vez, ya lo sabéis. La elevada quietud del bosque se enfrentaba a estas dos figuras con su ominosa paciencia, esperando a que la fantástica invasión tocara a su fin.
“Maldijeron a la vez. De puro miedo, creo yo. Luego, fingiendo que no habían advertido mi presencia, se marcharon hacia la estación. La tarde empezaba a caer. Y así, a medida que se alejaban cuesta arriba con las cabezas muy juntas, daban la impresión de ir tirando de sus dos ridículas sombras desiguales, que se arrastraban lentamente sobre la alta hierba sin doblar una sola hoja.
“En unos pocos días la Expedición El Dorado se internó en la paciente selva, que se cerró sobre la caravana como se cierra el mar sobre un nadador. Mucho después llegaría la noticia de que los burros habían muerto. En cuanto al destino de los animales menos valiosos de la expedición no sé nada. Sin duda, como el resto de nosotros, recibieron su merecido. Preferí no indagar mucho más. Para entonces me sentía algo inquieto ante la perspectiva de conocer pronto a Kurtz. Y cuando digo muy pronto, quiero decir relativamente pronto. Dos meses enteros tendrían que pasar desde que zarpáramos de nuestro arroyo para llegar a orillas de la estación de Kurtz.
“Remontar ese río fue como viajar de vuelta a los primeros días de la creación del mundo, cuando la vegetación dominaba el planeta y los grandes árboles eran los reyes. Un río deshabitado, un gran silencio, un bosque impenetrable. El aire era tibio, denso, pesado, pegajoso. No había alegría en el intenso brillo de la luz. A lo largo de numerosos trechos la vía fluvial desolada se perdía en un horizonte sombrío. En plateados bancos de arena los hipopótamos y los cocodrilos tomaban el sol. Las anchurosas aguas discurrían a través de un archipiélago de islas boscosas; uno se perdía allí como podría hacerlo en un desierto y todo el día había que recular en los bajíos, intentando dar con el canal, hasta que uno se sentía como bajo un hechizo, apartado para siempre de todo lo que alguna vez conociera, en algún remoto lugar, quizás en otra vida. A veces uno se veía asaltado por recuerdos de su pasado, como suele ocurrir cuando no se cuenta con un solo instante de sosiego. Pero ese pasado llegaba en forma de sueño inquietante y rumoroso y aparecía como algo asombroso entre las sobrecogedoras realidades de este mundo extraño de plantas y agua y silencio. Y ese silencio que nos rodeaba no se parecía ni siquiera un poco a la paz del mundo. Era más bien la quietud de una fuerza implacable que estuviera rumiando inescrutables planes. Te encaraba con un aspecto vengativo. Aunque para ser francos no tardaría en acostumbrarme; un día cualquiera dejé de verlo. No tenía tiempo. Debía seguir buscando el canal, a tientas. Debía discernir, casi siempre por pura inspiración, las señales de los bajíos ocultos. Estaba atento a la aparición de cualquier piedra. Aprendí a apretar los dientes con astucia antes de que mi corazón se desbocara cada vez que, por un golpe de suerte, pasaba rozando algún obstáculo infernal que habría dado al traste con mi viejo armatoste y ahogado así a todos los peregrinos. Debía buscar cualquier indicio de madera seca que pudiéramos cortar en las noches para alimentar las calderas al día siguiente. Cuando uno tiene que estar concentrado en esta clase de cosas, en los meros incidentes de la superficie, la realidad —la realidad, creedme— se desvanece. La verdad interior se oculta. Con suerte, claro, con suerte. Sin embargo yo la sentía de todos modos. A menudo sentía su misteriosa quietud, cómo observaba mis trucos de mono tal como os observa a vosotros, amigos, mientras hacéis vuestros respectivos nudos por ¿cuánto era? ¿Media corona por viaje?
—No seas descortés, Marlow —protestó una voz, y entonces supe que al menos había otro hombre despierto aparte de mí, escuchándolo.
—Os pido disculpas. Olvidaba la congoja que viene con el salario. Al fin y al cabo, ¿qué importa la paga cuando el truco está bien hecho? Vosotros hacéis muy bien los vuestros. Y a mí tampoco se me dieron mal los míos, pues conseguí mantener a flote aquel vapor en mi primer viaje. Aún hoy me produce asombro. Imaginaos a un hombre con los ojos vendados a quien se le pide que conduzca un carruaje por un camino en mal estado. Sudé y sufrí lo mío en aquella labor, creedme. Después de todo, para un marinero raspar el fondo de una cosa que, se supone, ha de flotar todo el tiempo que esté bajo su mando es un pecado imperdonable. Aunque nadie se entere, no importa. Uno nunca olvida el golpe, ¿eh? Un mazazo en pleno corazón. Vuelve siempre en el recuerdo, en los sueños, uno se despierta a medianoche pensando en el golpe, incluso años después, y le entran escalofríos. Con esto no quiero decir que el barco se hubiera mantenido a flote todo el tiempo. Más de una vez hubo que vadear en los bancos, con veinte caníbales chapoteando alrededor y empujando. Habíamos reclutado a algunos de estos hombres en el camino, para completar la tripulación. Gente buena, a su manera. Eran caníbales, claro. Pero era gente con la que se podía trabajar y siempre les estaré agradecido. Además, en ningún momento se comieron a nadie delante de mí. Eso sí, llevaban una provisión de carne de hipopótamo que acabó por pudrirse y trajo hasta mis narices el pestilente misterio de la vida salvaje. ¡Buagh! Todavía siento ese olor. A bordo iban el administrador y tres o cuatro peregrinos, con varas y todo. Muy de vez en cuando llegábamos a alguna estación cerca de la orilla, en las faldas de lo desconocido y los hombres blancos que se afanaban por salir de sus casuchas derruidas, entre gestos de alegría y sorpresa y bienvenida, tenían un aspecto muy extraño: parecían hallarse allí como cautivos de algún conjuro mágico. La palabra ‘marfil’ iba y venía por el aire durante un rato. Y un instante después ya continuábamos navegando en el silencio, a lo largo de las extensiones desoladas, rodeando los mansos recodos, entre los altos muros de nuestro serpenteante camino, donde reverberaba como un aplauso hueco el arduo traqueteo de la rueda de popa. Árboles, árboles, millones de árboles, gigantescos, enormes, ascendiendo a los cielos; y a sus pies, frotándose contra los bajíos, a contracorriente, avanzaba el pequeño y mugroso barco de vapor como una babosa que se arrastrara por el suelo de un formidable pórtico. La selva te hacía sentir diminuto, perdido y, aun así, la sensación no era del todo deprimente. Al fin y al cabo, por pequeño que fuera, el bicho mugroso seguía arrastrándose. Y eso era todo lo que uno le pedía. Adónde se imaginaban los peregrinos que se dirigía, no lo sé. A algún lugar donde esperaban obtener algo, seguramente. Para mí se arrastraba en dirección a Kurtz y nada más. Sin embargo, en un momento las tuberías de vapor empezaron a perder líquido y la velocidad del barco disminuyó aún más. Los trechos se abrían imponentes ante nosotros y se cerraban a nuestras espaldas, como si la selva trabajara morosamente río abajo para cerrarnos el camino de regreso. Nos adentrábamos más y más en el corazón de las tinieblas. Se estaba tranquilo allí. Algunas noches el retumbar de los tambores tras la cortina de árboles viajaba río arriba y se quedaba suspendido como un vago rumor sobre nuestras cabezas hasta que rayaba el día. No sabría decir si eran tambores de guerra, de paz o de oración. Las madrugadas venían precedidas por el descenso de una fría calma; los leñadores dormían, sus fuegos casi extintos; el chasquido de una rama te sobresaltaba. Éramos vagabundos en un mundo prehistórico, en un planeta que asumía para nosotros una faz desconocida. Se diría que éramos los primeros hombres que tomaban posesión de una herencia maldita, solo domesticable al precio de angustiosos y terribles esfuerzos. Pero de repente, al doblar trabajosamente un recodo, vislumbrábamos unos muros rústicos, unos techos de paja puntiagudos, un estallido de gritos, un revoloteo de extremidades negras, un amasijo de aplausos y zapateos, balanceos de cuerpos, ojos desorbitados a la sombra inmóvil del nutrido follaje. Lentamente, el barco pasaba al borde de ese frenesí oscuro e incomprensible. El hombre prehistórico nos maldecía, rezaba por nosotros, nos daba la bienvenida… ¿Quién podía saberlo? Estábamos incapacitados para comprender todo cuanto nos rodeaba. Pasábamos como espectros, perplejos y secretamente afligidos como lo estaría cualquier hombre cuerdo frente a una sublevación de locos en un manicomio. No podíamos comprenderlo porque estábamos demasiado lejos y ya no recordábamos nada, porque viajábamos a través de la noche de los primeros tiempos, por una era perdida de la que a duras penas quedaban señales, pero ya ningún recuerdo.
“La tierra parecía otro mundo. Nos hemos acostumbrado a la figura encadenada del monstruo ya dócil, pero allí, en ese lugar aún era posible ver aquella cosa monstruosa en libertad. Era algo sobrenatural y los hombres parecían… No, no eran inhumanos. En fin, veréis, eso es lo peor de todo: esa suspicacia sobre si eran o no humanos. Se iba insinuando poco a poco en uno. Aullaban, daban brincos y cabriolas y ponían caras horrorosas; pero lo que de veras nos aterraba era precisamente la idea de que fueran humanos —al igual que nosotros—, la idea de nuestro remoto parentesco con esos gruñidos salvajes y exaltados. ¿Desagradable? Sí, era muy desagradable. Pero si se era lo suficientemente hombre, uno tenía que admitir que adentro, muy adentro de uno, surgía la huella de una respuesta, por tenue que fuera, a la terrible honestidad de ese ruido; la vaga suspicacia de que éste albergaba algún significado que, a tanta distancia de la noche de los tiempos, uno quizás podría llegar a comprender. ¿Por qué no? La mente humana es capaz de cualquier cosa. En ella se almacena todo, todo el pasado y todo el futuro. ¿Qué había, pues, en ese gruñido? ¿Alegría, miedo, tristeza, devoción, valor, furia? Imposible saberlo. Pero sin duda había verdad, una verdad desnuda, sin el manto del tiempo. Que los idiotas se estremezcan y nos miren boquiabiertos… un hombre sabe y puede mirar sin pestañear. Pero ha de ser al menos tan hombre como aquellos que lo miran desde la orilla. Debe enfrentarse a la verdad con su propia materia auténtica. Con su propia fuerza innata. ¿Principios? Los principios no sirven de nada. Las posesiones, la ropa, no son más que bonitos harapos. Harapos que se caerían a la primera sacudida. No, lo que se necesita es una creencia deliberada. Hay algo en esas líneas enemigas que me llama, ¿no es así? Pues bien: escucho, concedo; pero yo también tengo voz y para bien o para mal es un habla que no puede ser silenciada. Por supuesto, un imbécil, lleno de temores y finos sentimientos, está siempre a salvo. ¿Quiénes son estos hombres que gruñen? Os estaréis preguntando si no bajé a tierra para aullar y bailar con los salvajes. Pues no. No lo hice. ¿Finos sentimientos, entonces? ¡Al cuerno con las delicadezas! No tenía tiempo. Estaba muy ocupado fabricando vendas con la mezcla de albayalde y los jirones de sábanas para tapar las fugas en las tuberías de vapor. Tenía que estar pendiente del timón y evitar todos esos obstáculos y mantener en marcha el armatoste por las buenas o por las malas. Había suficiente verdad descarnada en estas cosas para mantener a salvo a un hombre con experiencia. Y de cuando en cuando tenía que vigilar al salvaje que hacía las veces de fogonero. Un espécimen mejorado. Alguien capaz de mantener encendida una caldera vertical. Allí estaba, debajo de mí, y os doy mi palabra que observarlo era tan edificante como ver a un perro con pantalones y sombrero de plumas caminando sobre sus patas traseras en una parodia. Unos pocos meses de entrenamiento habían sido suficientes para este admirable elemento. Con evidente sufrimiento y prontitud, ponía siempre un ojo en el regulador de vapor y otro en el medidor del agua. Y tenía los dientes afilados también, el pobre diablo, y el pelo lanudo afeitado en extraños patrones, además de las tres cicatrices ornamentales en cada mejilla. Tendría que haber estado allí batiendo palmas y zapateando en la orilla, pero en lugar de eso continuaba trabajando duramente, esclavo de una siniestra brujería, llena de saberes nuevos. Era una persona útil porque había sido instruido en sus labores; y lo que entendía era esto: que si el agua de aquella cosa transparente desaparecía, el espíritu maligno dentro de la caldera se enfurecería y, sediento e insaciable, llevaría a cabo su terrible venganza. De modo que por eso sudaba y alimentaba el fuego y observaba el cristal con temor reverencial (con un fetiche improvisado hecho de harapos atado a la muñeca y un trozo de hueso pulido del tamaño de un reloj atravesándole el labio inferior), mientras las orillas boscosas se deslizaban ante nosotros lentamente, dejando atrás la algarabía para volver a las millas de silencio interminable… reptando muy despacio hacia nuestro encuentro con Kurtz. Pero los imprevistos se nos acumulaban, el agua era traicionera y llena de bajíos, la caldera de hecho parecía tener a un diablillo malvado en su interior, así que ni el fogonero ni yo teníamos un segundo para asomarnos a nuestros espeluznantes pensamientos.
“A unas cincuenta millas de la Estación del Interior nos topamos con una choza de juncos, al lado de un asta melancólicamente fláccida, con los jirones irreconocibles de lo que alguna vez fuera una bandera de algún tipo. Había también una pila de troncos escrupulosamente amontonados. Esto nos tomó por sorpresa. Nos acercamos a la orilla y encima del montón de leña encontramos un trozo de tabla con inscripciones borrosas hechas a lápiz. Nos costó descifrar lo que decía: ‘Madera para vosotros. Venid pronto. Acercaos con cautela’. Había una firma pero era ilegible. No era Kurtz, sino una palabra mucho más larga. ‘Venid pronto’. ¿Adónde? ¿Río arriba? ‘Acercaos con cautela’. Justo lo que no habíamos hecho. Sin embargo la advertencia no podía referirse a ese mismo lugar. Algo no andaba bien río arriba. Pero qué y cuán grave era, no lo sabíamos. Comentamos la torpeza de ese estilo telegráfico. La selva a nuestro alrededor no dijo nada y tampoco nos permitía ver muy lejos. Una cortina de sarga roja colgaba hecha jirones del umbral de la cabaña y aleteaba tristemente delante de nosotros. La vivienda estaba totalmente derruida, pero pudimos ver que un hombre blanco había vivido en ella no mucho tiempo atrás. Quedaba la mesa rústica, una tabla sobre dos caballetes; un montículo de basura en un rincón oscuro y junto a la puerta me agaché a recoger un libro. Un libro sin tapas, con las páginas tan manoseadas que parecían alisadas en su propia mugre, si bien el lomo había sido primorosamente remendado con un hilo de algodón todavía limpio. Fue un hallazgo extraordinario. Su título era Investigación sobre algunos temas náuticos y estaba escrito por un tal Towser, o Towson —menudo nombre—, capitán de la Armada Real. El texto parecía en extremo tedioso, con diagramas ilustrativos e insufribles tablas de números. El ejemplar tenía sesenta años. Traté de manipular esta notable antigüedad con la mayor delicadeza posible, no se me fuera a desintegrar entre los dedos. En el libro Towson o Towser también indagaba concienzudamente en temas como el límite de la resistencia de las cadenas y los aparejos de los barcos. Una lectura poco emocionante, aunque a primera vista uno podía detectar en ella un propósito coherente, un interés honesto por la forma correcta de cumplir con un trabajo, cosas que hacían brillar estas humildes páginas, a pesar del paso de los años, con una luz que no tenía nada que ver con la mera profesionalidad. El sencillo marinero, con su perorata sobre cadenas y aparejos, me hizo olvidar la jungla y a sus peregrinos en medio de una deliciosa sensación de haber dado con algo inequívocamente real. El solo hecho de que ese libro estuviera allí me parecía maravilloso. Pero aún más asombrosas eran las notas escritas a lápiz en el margen, simples referencias al texto. ¡No podía creerlo! ¡Estaban escritas en clave! Sí, parecía una escritura cifrada. Imaginaos a un hombre que lleva consigo un libro de estas características hasta ese lugar perdido y, además de estudiarlo, ¡hace notas al margen escritas en clave! Era un misterio de lo más extravagante.
“Llevaba un rato vagamente molesto por un ruido alarmante. Cuando levanté la vista descubrí que la pila de leños había desaparecido y el administrador, ayudado por todos los peregrinos, me gritaba desde el río. Dejé caer el libro en mi bolsillo. Os aseguro que la falta de lecturas era para mí como verme privado del abrigo de una vieja y sólida amistad.
“Puse en marcha de nuevo el fatigado motor. ‘Debe de haber sido ese miserable tratante… el intruso’, comentó el administrador lanzando una mirada malévola hacia el lugar del que nos alejábamos. ‘Debe de ser inglés’, dije. ‘Eso no lo librará de meterse en un lío si no se anda con cuidado’, masculló el administrador con gesto sombrío. Yo le hice ver con fingido candor que en este mundo nadie está a salvo de meterse en líos.
“La corriente era más rápida ahora, el barco parecía estar en las últimas, la rueda de popa giraba ya sin fuerza y de pronto me vi escuchando en vilo cada pulsación de la hélice, pues a decir verdad esperaba que el desvencijado aparato se apagara en cualquier momento. Era como ser testigo de los últimos estertores vitales de un organismo. Y sin embargo, seguíamos avanzando. A veces elegía un árbol como referencia para medir nuestros progresos en el camino hacia Kurtz, pero invariablemente acababa perdiéndolo de vista antes de que pudiéramos alcanzarlo. Mantener la mirada fija durante tanto tiempo en un solo objeto sobrepasaba los límites de la paciencia humana. El administrador exhibía una maravillosa resignación. Yo me revolvía inquieto y me devanaba los sesos pensando si debía o no hablar abiertamente con Kurtz; pero antes de llegar a ninguna conclusión tuve la intuición de que mi silencio o mis palabras, es más, que todas mis acciones serían igualmente inútiles. ¿Qué importaba lo que alguien sabía o ignoraba? ¿Qué importaba quién era el administrador? A veces uno tiene esa clase de revelaciones. Los elementos esenciales de este asunto se encontraban muy adentro, bajo la superficie, más allá de mi alcance y de mi capacidad de incidencia.
“En la tarde del segundo día calculamos que nos hallábamos a unas ocho millas de la estación de Kurtz. Yo quería acelerar el paso, pero el administrador se puso muy serio y me dijo que la navegación en esa zona era tan peligrosa que lo más recomendable, dado que el sol ya estaba cayendo, sería detenernos y esperar hasta la mañana siguiente. Además señaló que si queríamos seguir el consejo de acercarnos con cautela, lo adecuado sería llegar durante el día y no al atardecer o en plena noche. Me pareció bastante sensato. Ocho millas significaban casi tres horas de caldera; también alcancé a divisar una serie de sospechosos rápidos al final de aquel trecho. No obstante, el retraso me aburría hasta límites inenarrables, cosa por lo demás bastante irracional, pues qué más daba pasar allí otra noche después de tantos meses. Dado que teníamos suficiente leña y la consigna era la cautela, detuve el barco en mitad del río. Aquel brazo del río era estrecho, recto, con altas pendientes en cada orilla como cortes de una vía férrea. Las tinieblas se deslizaron hasta nosotros mucho antes de que el sol se hubiera puesto. La corriente bajaba mansa y veloz, pero una sorda inmovilidad persistía en las orillas. Los árboles vivos, entrelazados por las plantas trepadoras y toda aquella maleza que crecía al pie de los troncos, parecían haberse convertido en piedra, desde la rama más fina hasta la hoja más liviana. No era un estado de somnolencia. Era algo sobrenatural, como un trance. No se escuchaba un solo ruido, nada, y uno solo podía mirar y mirar, aterrado, creyendo por momentos que nos habíamos quedado todos sordos. Por si fuera poco, la noche cayó repentinamente para dejarnos ciegos. A eso de las tres de la mañana un enorme pez saltó en el río y el estallido del agua me asustó como si hubieran disparado un arma. Al alba había una niebla inmaculada, muy tibia y viscosa, más cegadora que la oscuridad de la noche. Ni se movía, ni pasaba. Simplemente estaba allí, inmóvil alrededor de nosotros como una materia sólida. A las ocho o nueve, más o menos, se levantó como una persiana. Alcanzamos a entrever la gigantesca multitud de árboles, la inmensa maraña de la selva, coronada por la pequeña esfera incandescente del sol. Todo perfectamente inmóvil. Y a continuación la persiana blanca cayó de nuevo, suavemente, como deslizándose entre surcos engrasados. Ordené que bajaran el ancla, que ya habíamos empezado a levar. Antes de que la cadena dejara de correr con su traqueteo en sordina, un grito, un grito muy estridente, como de infinita angustia, se elevó lentamente en medio de la atmósfera opaca. Luego se apagó. Un clamor, una queja modulada con salvajes disonancias, llenó nuestros oídos. Lo inesperado de aquel ruido me puso los pelos de punta. Ignoro cómo habrá afectado a los demás: para mí fue como si la niebla misma se hubiera puesto a gritar. Aquel bramido tumultuoso y lúgubre parecía haberse levantado repentinamente desde todos los rincones a la vez. Aquello culminó en un apresurado rapto de chillidos intolerables que no tardaron en desaparecer, dejándonos paralizados en una amplia variedad de gestos imbéciles, obstinadamente atentos a ese silencio que era casi tétrico y exorbitante. ‘¡Por Dios, qué significa…!’, balbució a mi lado uno de los peregrinos —un hombrecito gordo con el pelo y los bigotes rojos, que llevaba unas botas con suela de caucho y las botamangas del pijama rosa metidas dentro de los calcetines—. Otros dos peregrinos se quedaron con la boca abierta durante un minuto entero; luego se precipitaron a la pequeña cabina de donde salieron desbocados, lanzando miradas de pánico por doquier, con los Winchester preparados para disparar. Pero lo único que podíamos ver era nuestro propio barco, sus contornos borrosos como si todo el armatoste estuviera a punto de disolverse y a su alrededor una delgada franja nebulosa del río que no tendría más de dos pies de ancho. Para nuestros ojos y oídos, el resto del mundo ya no estaba. En ninguna parte. Borrado, desaparecido, barrido sin que hubiera quedado ni el suspiro de una sombra.
“Fui hasta la proa y ordené que dejaran la cadena a media profundidad, de modo que pudiéramos levar el ancla en cualquier momento y poner en marcha el barco de inmediato si fuera necesario. ‘¿Nos van a atacar?’, murmuró una voz aterrada. ‘Con esta niebla nos van a masacrar a todos’, susurró otro. Los rostros se retorcían por la tensión y las manos temblaban ligeramente, los ojos ya no sabían parpadear. Era muy curioso ver el contraste de expresiones entre los hombres blancos y los negros de nuestra tripulación, que en esa parte del río eran tan extranjeros como nosotros, a pesar de que sus hogares estuvieran a solo ochocientas millas de allí. Los blancos, por supuesto terriblemente alterados, mostraban además un aspecto extraño de perplejidad provocada por el espeluznante aullido. Los otros tenían una expresión natural de concentración y alerta; pero sus rostros no parecían perturbados, incluso dos de ellos estaban sonriendo mientras tiraban del ancla. Varios de ellos intercambiaban frases cortas y guturales con las que parecían estar confirmando algo que les producía satisfacción. A mi lado estaba el jefe, un joven negro de espaldas anchas, envuelto en una sobria túnica azul oscuro con flecos, la nariz fiera y el pelo ingeniosamente peinado en bucles grasosos. ‘¡Ajá!’, dije, por puro compañerismo. ‘Atrápenlo’, espetó con los ojos inyectados en sangre, haciendo brillar por un segundo sus dientes afilados. ‘Atrápenlo. Es para nosotros’. ‘Para vosotros, ¿eh?’, dije. ‘¿Y qué pensáis hacer con él?’. ‘Comérnoslo’, respondió cortante y, apoyando el codo sobre la barandilla, miró hacia la niebla con una actitud digna y profundamente meditativa. Sin duda alguna me habría sentido horrorizado si no hubiera reparado entonces en el hecho de que él y sus colegas debían de estar hambrientos; que a lo largo del último mes su hambre no había hecho más que aumentar día tras día. Llevaban seis meses con nosotros (no creo que ninguno de ellos tuviera una noción clara del paso del tiempo, como la tenemos nosotros después de incontables eras; ellos aún pertenecían a los orígenes del tiempo, no contaban con una experiencia heredada que les enseñara lo que era eso) y, por supuesto, mientras hubiera un pedazo de papel que siguiera lo estipulado en alguna ley farsante o cosa similar redactada sobre la marcha, nadie siquiera se molestaba en pensar de qué vivirían estos hombres. Ciertamente habían traído consigo algo de carne podrida de hipopótamo, que en todo caso no les habría durado mucho, incluso si los peregrinos no hubieran arrojado una buena cantidad de ella por la borda en medio de la algarabía. Algo que podría parecer una arbitrariedad, pero, creedme, en realidad era un caso de legítima defensa. No se puede respirar el olor a hipopótamo muerto al despertar, al dormir, al comer y conservar al mismo tiempo los precarios anclajes que nos mantenían atados a nuestra existencia. Además, cada semana se les entregaban tres piezas de cable de cobre, cada una de nueve pulgadas de largo, con la idea de que intercambiaran el cobre por provisiones en los poblados ribereños. Os imaginaréis cómo funcionaba aquello. O bien no había poblados o los habitantes eran hostiles, o bien el administrador, que al igual que nosotros se alimentaba de conservas enlatadas (con un ocasional tropezón de carnero viejo), se negaba a que nos detuviéramos por algún recóndito motivo. Así que a menos que se comieran el cable o lo usaran como trampas para peces, no veo qué utilidad podía tener para ellos ese extravagante salario. Debo decir, eso sí, que recibían su paga con una regularidad digna de tan importante y honorable compañía comercial. Por lo demás, lo único que tenían para comer —aunque no lucía ni remotamente comestible— eran unos pocos bultitos de una sustancia similar a la masa medio cocida, de un color lavanda sucio, que envolvían en hojas y de vez en cuando se llevaban a la boca en porciones tan pequeñas que parecían hacerlo más por apariencia que con el serio propósito de alimentarse. Por qué, en nombre de todos los demonios gruñones del hambre, no se nos echaron encima —eran treinta contra cinco— y no se dieron un buen atracón de una buena vez, es algo que no deja de asombrarme siempre que lo pienso. Eran hombres poderosos, sin demasiada capacidad para sopesar las consecuencias de sus actos, hombres valientes, fuertes, incluso a pesar de que sus pieles estuvieran marchitas y sus músculos ya no fueran tan duros. Pude ver que una especie de inhibición, uno de esos secretos humanos que desafían toda probabilidad, había entrado en juego. Miré a estos hombres con un interés repentino y creciente, no porque creyera que podrían comerme en cualquier momento, sino porque debo confesaros que fue solo entonces cuando percibí, bajo esta nueva luz, el aspecto enfermizo de los peregrinos; y deseé, sí, lo deseé con todo mi ser, que mi semblante no fuera tan, ¿cómo decirlo?, tan poco apetitoso: un toque de fantástica vanidad que encajaba bien con la sensación de irrealidad que inundaba todos mis días por aquella época. Es posible también que tuviera un poco de fiebre. Uno no puede vivir tomándose el pulso todo el tiempo. A menudo sentía ‘una ligera fiebre’ o un ligero malestar de otro tipo: los rasguños traviesos de la vida salvaje, el juego preliminar antes de la carnicería que llegaría a su debido momento. Sí, los miré como haríamos con cualquier ser humano, con curiosidad acerca de las pulsiones, los motivos, capacidades, debilidades, que mostrarían en medio de una prueba de necesidad física inexorable. ¡Y se inhibían! ¿Pero qué clase de inhibición era ésa? ¿Lo hacían por superstición, por repudio, por paciencia, por miedo? ¿O acaso por alguna forma primitiva del honor? Ningún temor puede resistirse a la fuerza del hambre, ninguna paciencia puede doblegarla, el repudio sencillamente no existe donde medra el hambre. Y en cuanto a las supersticiones, creencias y lo que podríamos llamar principios, lo cierto es que pesaban menos que una hoja mecida por la brisa. ¿No conocéis el diabólico poder de la inanición prolongada? ¿Su exasperante tormento, sus negros pensamientos, su ferocidad sombría y acechante? Pues bien, yo sí. Priva a cualquier hombre de toda su fuerza innata para luchar contra el hambre como es debido. Es más fácil enfrentarse al luto, al deshonor y a la perdición de nuestra alma que aguantar hambre de manera prolongada. Triste, pero cierto. Y estos hombres no tenían razones terrenales de ningún tipo para mostrarse escrupulosos. ¡Inhibición! Habría esperado más de una hiena merodeando entre los cadáveres de un campo de batalla. Y sin embargo, ahí delante de mí estaban los hechos, los hechos deslumbrantes, ante mis ojos, como la espuma en las profundidades del mar, como el detalle de un enigma inefable, un misterio más grande —si uno se ponía a pensarlo— que la curiosa e inexplicable nota de desesperación y angustia en el clamor de aquel salvaje que nos había azotado desde la orilla, más allá de la blancura cegadora de la niebla.
“Dos peregrinos discutían en atropellados susurros sobre la orilla a la que debían permanecer atentos. ‘Izquierda’. ‘No, no, no, ¿cómo puedes decir eso? Derecha, derecha, claro’. ‘Esto es muy serio’, dijo la voz del administrador a mis espaldas, ‘me daría mucha pena si algo le ocurriera al señor Kurtz antes de que podamos llegar’. Lo miré a los ojos y no tuve la menor duda de que estaba siendo sincero. Era la clase de hombre que desea conservar las apariencias a toda costa. Ésa es su inhibición. Pero cuando masculló algo sobre la necesidad de seguir adelante cuanto antes, ni siquiera me molesté en responderle. Yo sabía, ambos sabíamos que era imposible. Si perdíamos anclaje con el fondo, quedaríamos totalmente suspendidos en el vacío. No podríamos saber hacia dónde estaríamos dirigiéndonos, si a favor o en contra de la corriente, o en diagonal, hasta que chocáramos con una de las dos orillas. Y aun así tampoco sabríamos en cuál estaríamos. Desde luego no ordené ningún movimiento. No estaba de humor para estrellar el barco. Imposible encontrar un sitio peor y más mortífero para naufragar. Podíamos ahogarnos de inmediato o no, pero era seguro que acabaríamos muriendo de una u otra manera. ‘Tiene usted mi autorización para correr todos los riesgos’, dijo después de un instante de silencio. ‘Me niego’, dije, cortante, que era justamente lo que él esperaba que respondiera, aunque es posible que mi tono lo haya sorprendido. ‘Muy bien, me pliego a su buen juicio. Usted es el capitán’, dijo con afectada cordialidad. Alcé los hombros por toda señal de gratitud y miré hacia la niebla. ¿Cuánto tiempo duraría? Era el panorama más desolador. Ir en busca del señor Kurtz, ávidos de marfil, a través de esa enmarañada selva repleta de peligros, era como tratar de llegar hasta un fabuloso castillo donde durmiera una princesa encantada. ‘¿Usted cree que quieran atacarnos?’, me preguntó el administrador en tono confidencial.
“Yo no creía que fueran a hacerlo, por varias razones obvias. La niebla espesa era una de ellas. Si se hubieran apartado de la orilla en sus canoas, se habrían perdido ahí en medio, como nos habría ocurrido a nosotros si hubiéramos intentado movernos. También había supuesto que la selva en ambos márgenes debía de ser bastante impenetrable; y aun así, unos ojos habían conseguido vernos desde allí adentro. Los árboles de la orilla en efecto eran muy tupidos, pero la maleza que había detrás sin duda tenía que ser accesible. Por otro lado, durante la breve tregua de la niebla no había visto ninguna canoa, mucho menos en las inmediaciones del barco. Sin embargo, lo que hacía inconcebible la idea del ataque era la naturaleza de esos ruidos, de los gritos que habíamos oído. No tenían un carácter feroz, ni nada que hiciera presagiar una inminente acción hostil. Por inesperado, salvaje y violento que hubiera sido, aquel grito solo me había transmitido una irresistible impresión de desconsuelo. Por alguna razón, la aparición del barco había suscitado en esos salvajes una angustia sin límites. Les hice saber que el peligro, si podía hablarse de tal cosa, residía solo en la proximidad de una gran pasión humana a punto de desencadenarse. Incluso la extrema aflicción podía dar lugar en últimas a un estallido de violencia. Aunque por lo general solo derivara en indolencia…
“¡Tendríais que haber visto la cara de los peregrinos! No tuvieron agallas para sonreír, ni siquiera para desdeñar mis palabras. Aunque creo que pensaban que me había vuelto loco. Loco de miedo, supongo. Les di una verdadera charla. Queridos muchachos, no hay de qué preocuparse. ¿Mantener la vigilancia? Bueno, habréis pensado que estaba buscando algún resquicio en la niebla como un gato acecha a un ratón; por lo demás, nuestros ojos no habrían sido más útiles si hubiéramos estado enterrados debajo de una gigantesca bola de algodón. Y así nos sentíamos: asfixiados, acalorados, sofocados. Asimismo, todo cuanto había dicho, por extravagante que sonara, era absolutamente fiel a la verdad. Lo que más tarde describiríamos como un ataque no fue más que un intento de repulsa. Aquello estuvo muy lejos de ser una agresión. Ni siquiera se trató de una acción defensiva, en sentido estricto: lo hicieron bajo la presión de la angustia y fue en esencia un acto de pura protección.
“Se desató, diría yo, un par de horas después de que la niebla se hubiera disipado, y su inicio tuvo lugar en una zona ubicada a poco menos de dos millas de la estación de Kurtz. Acabábamos de virar a trompicones en un recodo cuando alcancé a ver un islote, un simple montículo de hierba de color verde muy intenso en mitad del río. No había nada parecido alrededor. Pero al avanzar un poco más, me di cuenta de que era el saliente de un gran banco de arena, o más bien de una larga cadena de bajíos que corría por el centro del río. Eran arenales descoloridos, a duras penas inundados, apenas visibles bajo la superficie tal como se aprecia el espinazo bajo la piel de un hombre. Según mis cálculos, podría pasar por la derecha o por la izquierda. Por supuesto, no sabía cuál de los dos canales sería el adecuado. Los bancos eran muy similares entre sí; la profundidad parecía la misma, pero dado que me habían dicho que la estación se encontraba en la margen oeste, naturalmente opté por esta dirección.
“Tan pronto entramos de lleno en el canal me di cuenta de que era mucho más estrecho de lo que había supuesto. A mano izquierda se extendía ininterrumpidamente el banco de arena y a la derecha teníamos una orilla escarpada cubierta por una tupida capa de maleza. Justo detrás, los troncos de los árboles se alzaban como filas de dientes. Gruesas ramas sobrevolaban el canal y en algunos trechos se interponían rigurosamente en medio de la corriente. La tarde estaba bien avanzada, la selva ya mostraba su semblante lúgubre y una franja amplia de sombra había caído sobre el agua. Sobre aquella sombra navegaba con esfuerzo el vapor, lentamente, como podréis imaginaros. Conduje el barco muy cerca de la orilla, donde el agua era más profunda, según me indicaba el palo de sonda.
“Uno de mis hambrientos y estoicos amigos iba sondeando en la proa, justo debajo de mí. Este vapor era prácticamente una gabarra con cubierta. En la superficie había dos pequeñas cabinas de teca, con puertas y ventanas. La caldera estaba en la cabina delantera y el cuarto de máquinas en la cabina de popa. Cubriéndolo todo había un techo liviano apoyado en unos soportes. La chimenea se proyectaba a través de ese tejado y, frente a ella, un pequeño compartimiento hecho de listones ligeros hacía las veces de cabina de mando. Esta cabina contenía un catre, dos sillas plegables, un rifle Martini-Henry cargado en una esquina, una mesa diminuta y el timón. Tenía una puerta amplia en la parte delantera y grandes postigos a ambos lados que, por supuesto, permanecían siempre abiertos. Me pasaba los días apertrechado ahí arriba en el extremo de la proa de aquel tejado, junto a la puerta. Por las noches dormía en el catre, o al menos lo intentaba. Un negro atlético perteneciente a alguna de las tribus costeras, educado por mi pobre predecesor, era el timonel. Lucía unos pendientes de cobre en las orejas, una túnica azul que le tapaba desde el pecho hasta los tobillos y actuaba como el amo del mundo. Era uno de los dementes más inestables que he conocido jamás. Si uno lo vigilaba, su fanfarronería al timón no conocía límites; pero en cuanto te perdía de vista, instantáneamente caía presa de una abyecta desidia y dejaba que ese destartalado vapor le ganara la partida en un minuto.
“Yo miraba con preocupación el palo de sondeo, que en cada intento sobresalía más y más del agua, cuando vi que el encargado abandonaba su labor repentinamente y se echaba a descansar en la cubierta, sin siquiera molestarse en subir a bordo el palo. Aun así, no lo soltaba y dejaba que el otro extremo se arrastrara por el agua. A su vez, el calderero, a quien también podía ver desde allí arriba, se acurrucó súbitamente delante de la caldera y agachó la cabeza. Yo estaba atónito. Luego tuve que volver la vista a toda prisa porque había un tronco flotando en la mitad del río. Palos, pequeños palos, volaban por todas partes: pasaban zumbando delante de mi nariz, caían a mis pies, acribillando las paredes de la cabina del piloto. Y entretanto, el río, la orilla, la selva, todo permanecía en silencio, perfectamente mudo. Solo se oía el traquetear de la rueda de popa y el repiqueteo de aquellos palos. Esquivamos el tronco como pudimos. ¡Flechas, por Júpiter! ¡Nos estaban disparando flechas! Entré a la cabina rápidamente para cerrar el postigo que daba a la orilla. El estúpido piloto, aferrado a las cabillas del timón, levantaba las rodillas y zapateaba contra el suelo, retorciendo la boca como un caballo al que le hubieran puesto el freno. ¡Maldita sea! Remontábamos el río a solo diez pies de la orilla. Para alcanzar el pesado batiente tuve que sacar medio cuerpo a través de la ventanilla y vi entre las hojas un rostro feroz que me miraba fijamente. Entonces, como si alguien hubiera descorrido un velo, distinguí de repente brazos desnudos, piernas, ojos brillantes en el profundo entrevero de sombras. La selva era un hervidero de extremidades humanas en movimiento y pieles brillantes del color del bronce. Las ramas se agitaban, se mecían y chasqueaban, las flechas salían volando desde ahí adentro, hasta que pude cerrar el batiente. ‘Mantén el rumbo’, le dije al timonel. Su cabeza estaba rígida, miraba hacia adelante pero tenía los ojos desorbitados, no dejaba de zapatear y de su boca salía un poco de espuma. ‘¡Cálmate!’, le grité, furioso. Pero fue como si le hubiera ordenado a un árbol no mecerse con el viento. Salí de la cabina. Abajo se oía un ir y venir de pasos sobre la cubierta de metal; exclamaciones confusas; un grito: ‘¿Podemos dar la vuelta?’. Alcancé a ver que la corriente tomaba forma de V más arriba. Imposible. ¿Otro obstáculo? Un estruendo de fusiles se desató a mis pies. Los peregrinos habían abierto fuego con sus Winchester, pero solo malgastaban la munición disparando contra la selva. Una sucia humareda se elevó hasta situarse por delante de nosotros. Solté una maldición. Ahora no podíamos ver ni la corriente ni el obstáculo. Me asomé a la puerta y un enjambre de flechas cayó sobre el barco. Quizás estaban envenenadas, pero no parecía que pudieran matar ni a un gato. La selva comenzó a aullar. Nuestros leñadores entonaron su propio grito de guerra. El sonido de un disparo a mis espaldas me dejó aturdido. Miré sobre mi hombro y la cabina aún estaba llena de ruido y humo cuando me abalancé sobre el timón. El estúpido negro lo había soltado para abrir el postigo y vaciar la munición del Martini-Henry, asomado a la enorme abertura con un gesto feroz. Tuve que ordenarle a gritos que volviera, mientras yo trataba de retomar el rumbo después del repentino desvío. No había espacio para dar la vuelta ni aunque hubiéramos querido y el obstáculo debía de estar muy cerca, en medio del humo denso; no podíamos perder un segundo, así que viré hacia la orilla, directamente hacia el banco de arena, donde sabía que el agua era más profunda.
“Pasamos muy despacio, rompiendo las ramas bajas de los árboles en un torbellino de palitos y hojas. Los disparos cesaron de repente, tal como había previsto que ocurriría cuando se les acabara la munición. Agaché la cabeza para evitar un fugaz zumbido que atravesó la cabina de un postigo al otro. Por detrás del trastornado piloto, que sacudía el rifle vacío y lanzaba gritos hacia la orilla, pude ver vagamente a algunos hombres que corrían agachados, saltaban, se deslizaban, sus formas definidas, por momentos incompletas, evanescentes. Algo grande apareció en el aire delante del postigo, el rifle cayó al suelo y el hombre retrocedió velozmente, me miró de una manera extraordinaria, profunda, familiar. Luego se desplomó. Su cabeza rebotó dos veces de costado contra el timón y el extremo de una especie de larga caña repiqueteó por el suelo derribando una de las sillas plegables. Parecía como si después de luchar por arrebatarle aquella cosa a alguien en la orilla hubiera perdido el equilibrio en medio del esfuerzo. El humo se había disipado, nos habíamos librado del obstáculo y al mirar hacia adelante pude ver que a otras cien yardas, más o menos, tendríamos espacio para maniobrar y apartarnos de la orilla; pero mis pies estaban tan tibios y húmedos que tuve que mirar al suelo. El hombre se había girado bocarriba y ahora me miraba directamente a los ojos, sujetando con ambas manos aquella caña. Era una lanza que, arrojada o clavada por alguno de los salvajes, se le había alojado en un costado, justo debajo de las costillas. Mis zapatos estaban empapados. Estancado al pie del timón se veía el charco de sangre oscura y resplandeciente. Los ojos del hombre brillaban con un fulgor sobrenatural. En ese momento se reanudaron los disparos de fusil. El hombre me miró con angustia, aferrado a la lanza como quien se aferra a un objeto preciado, como si temiera que yo pudiera arrebatársela. Tuve que hacer un esfuerzo para dejar de mirarlo y ocuparme del timón. Con una mano busqué sobre mi cabeza el cordón de la sirena y tiré de él varias veces produciendo un silbido tras otro. El tumulto de furia y gritos de guerra enmudeció por un instante. Luego, desde las profundidades de la selva, surgió un lamento tremulante y prolongado, un aullido de Terror funesto y pura desesperación que uno imaginaría solo concebible tras la pérdida de la última esperanza sobre la faz de la tierra. Reinaba la conmoción en la selva; la lluvia de flechas cesó, tronaron unos pocos disparos. Luego se hizo un silencio donde solo las pulsaciones lánguidas de la rueda de popa llegaron hasta mis oídos. Puse rumbo firme a estribor en momentos en que uno de los peregrinos, vestido con pijama rosa y muy acalorado, apareció en el umbral. ‘Me envía el administrador…’, empezó diciendo en tono oficial pero se interrumpió de inmediato: ‘¡Dios mío!’, exclamó al ver al hombre malherido.
“Los dos hombres blancos lo mirábamos y él a su vez nos envolvía con su mirada inquisitiva y lustrosa. Os aseguro que parecía estar a punto de hacernos una pregunta en algún lenguaje comprensible, pero al final murió sin pronunciar una sola palabra, sin moverse, sin retorcer un solo músculo. Solo en el último instante, como en respuesta a algún gesto invisible para nosotros, a un susurro que no podíamos oír, frunció el ceño y su negra máscara mortuoria asumió entonces una expresión inconcebiblemente sombría, ensimismada y amenazadora. ‘¿Puede ocuparse del timón?’, le pregunté con urgencia al agente, que me miró dubitativo. No obstante, lo agarré del brazo de tal modo que el peregrino entendió de inmediato que no tenía opción. En honor a la verdad, en el fondo estaba desesperado por cambiarme los zapatos y los calcetines. ‘Está muerto’, murmuró el agente, tremendamente impresionado. ‘No cabe duda’, dije yo tirando como loco de los cordones de mis zapatos. ‘Y supongo que igual suerte habrá corrido el señor Kurtz a estas alturas’.
“De momento ésa era la idea predominante. Tuve una sensación de decepción muy profunda, como si hubiera descubierto de repente que todo este tiempo había estado persiguiendo una cosa totalmente carente de sustancia. No me habría sentido más defraudado si hubiera hecho semejante viaje con el único propósito de entrevistarme con el señor Kurtz… Lancé a la cubierta uno de mis zapatos y entonces tomé conciencia de que eso era exactamente lo que había estado procurando: hablar con el señor Kurtz. Hice un extraño descubrimiento y es que, veréis, nunca me lo había imaginado haciendo otra cosa que charlar. En ningún momento me dije: ‘Ahora ya no podré conocerlo’ o ‘Ahora ya no podré estrechar su mano’, sino: ‘Jamás podré charlar con él’. El hombre era para mí una voz. Desde luego no quiero decir con ello que nunca lo hubiera asociado a algún tipo de actividad. ¿Acaso no me habían dicho en todos los tonos de la envidia y la admiración que Kurtz había conseguido reunir, intercambiar, arrebatar o robar más marfil que todos los demás agentes juntos? La cuestión era otra. Me refiero al hecho de que Kurtz fuera una criatura particularmente dotada y que entre todos sus talentos el más prominente, el que más concitaba una sensación de presencia real, era su habilidad para hablar, sus palabras: el don de la expresión, el más asombroso, el más iluminador, su cualidad más exaltada y la más repudiada, el perseverante manantial de luz o la corriente traicionera que fluye desde el corazón de unas tinieblas impenetrables.
“El otro zapato salió volando hasta las aguas del endiablado río. Pensé: ‘¡Por Júpiter! Se acabó. Llegamos tarde. Ha desaparecido: el don se ha desvanecido por culpa de una lanza, de una flecha, de un palo. Al final no podré escucharlo’. Y mi pena alcanzó una extravagante nota de emoción, tan intensa como la que podía percibir en el lastimero ulular de los salvajes en la jungla. No me habría sentido más desolado y triste si me hubieran usurpado una convicción o si hubiera perdido mi destino en la vida… ¿Se puede saber por qué resopláis de esta forma tan bestial? Tú, quien seas. ¿Te parece absurdo? Muy bien, absurdo. ¡Por Dios! Acaso un hombre nunca… venga, dadme un poco de tabaco…
Hubo una pausa de profunda quietud, luego se encendió un fósforo y el rostro enjuto de Marlow apareció, fatigoso y demacrado, las arrugas pesadas, los párpados caídos, el aspecto de atención concentrada. Y con cada vigorosa calada de la pipa, su cara parecía naufragar o surgir de la oscuridad entre el parpadeo regular de la diminuta llama. El fósforo se apagó.
—¡Absurdo! —gritó—. Esto es lo peor cuando uno intenta explicarle a… Aquí estáis todos tan contentos, sabiendo que os esperan dos domicilios en tierra, como viejos barcos doblemente anclados, con un carnicero a la vuelta de la esquina, un policía a la vuelta de la otra, excelentes provisiones y una temperatura normal, oídme bien, normal durante todo el año. Y me decís que es absurdo. ¡Absurdo! ¡Pues que así sea! ¡Absurdo! Queridos amigos, qué se puede esperar de un hombre que ha lanzado al agua un par de zapatos nuevos por simple y llano nerviosismo. Ahora pensadlo por un segundo: es sorprendente que no me hubiera puesto a llorar. Ya sabéis que por lo general me precio de mi fortaleza. Pero me dolía en el alma la sola idea de perderme el privilegio inestimable de escuchar al talentoso señor Kurtz. Por supuesto, me equivocaba. Ese privilegio estaba reservado para mí. Sin duda. Me hartaría de oírlo. Y estaba en lo cierto, por otro lado. Una voz. Aquel hombre era poco más que una voz. Y oí. Lo oí a él, oí en ella, en esa voz, otras voces: voces que eran poco más que voces. Y el recuerdo de esa época aún me asedia, impalpable, como la agónica vibración de un balbuciente, estúpido, atroz y sórdido salvaje, o de un simple idiota, privado de toda razón. Voces, voces… Incluso la propia muchacha… ahora…
Se quedó en silencio durante un buen rato.
—Logré conjurar el fantasma de sus méritos gracias a una mentira —prosiguió—. ¡Muchacha! ¿Acaso mencioné a una muchacha? Oh, no, ella no. Absolutamente. Ellas, las mujeres, digo, no tienen nada que ver con esto. O no deberían, al menos. Debemos ayudarlas a permanecer en su maravilloso mundo propio si no queremos que el nuestro sea aún peor. Oh, si no hubiera involucrado a la chica… Tendríais que haber visto el indolente cuerpo del señor Kurtz mientras decía: “Mi Prometida”. Entonces habríais percibido directamente hasta qué punto ella no tenía nada que ver. ¡Y el prominente hueso frontal del señor Kurtz! Dicen que en ocasiones el pelo sigue creciendo, pero este, cómo llamarlo, espécimen era impresionantemente calvo. La madre naturaleza le había dado una palmadita en la cabeza y lo había dejado como una bola; como una bola de marfil. Lo había acariciado y ¡zas! Sin un pelo. Lo había elegido, lo había amado, abrazado, se había metido en sus venas, consumido su carne y fundido con su alma mediante alguna inconcebible ceremonia de iniciación diabólica. Él era su favorito, su niño mimado. ¿Marfil? No faltaba más. Por toneladas, por pilas. El mugroso cobertizo rebosaba marfil. Uno pensaría que no quedaba un solo colmillo en todo el país, ni siquiera debajo de la tierra. “Casi todo fósil”, comentaría desdeñoso el administrador. Y aunque aquello no estuviera más fosilizado que yo mismo, ellos se referían así al marfil que se sacaba de debajo de la tierra. Al parecer los negros enterraban en ocasiones los colmillos. Pero evidentemente no habían conseguido enterrar este cargamento lo bastante profundo para evitar que el talentoso señor Kurtz cumpliera con su destino. Llenamos toda la bodega del barco y tuvimos que apilar un montón en la cubierta. Así él vio y disfrutó de ello mientras pudo, pues su aprecio por aquel favor de la naturaleza perduró en él hasta el último momento. Tendríais que haberlo oído cuando decía: “Mi marfil”. Oh, sí, yo lo oí muchas veces. “Mi prometida, mi marfil, mi estación, mi río, mi…”, todo le pertenecía. Retuve el aliento esperando que la selva prorrumpiera en una prodigiosa carcajada que haría estremecer a las estrellas fijas en su sitio. Todo, todo le pertenecía. Pero esto era lo de menos. Lo importante era saber a quién le pertenecía él, cuántos poderes de la oscuridad lo reclamaban como suyo. Ésa era la reflexión que te ponía todos los pelos de punta. Era imposible (tampoco hacía ningún bien) tratar de imaginarlo. Él había llegado a ocupar su elevado trono entre los demonios de aquella tierra. Quiero decir, literalmente. No os hacéis una idea. ¿Cómo podríais si bajo los pies tenéis siempre el pavimento sólido, si estáis rodeados de buenos vecinos listos a agasajaros o a saliros al paso, si cruzáis delicadamente entre el carnicero y el policía, entre el Terror sagrado del escándalo y los patíbulos y los manicomios? ¿Cómo podríais imaginar esa región particular de los tiempos primitivos donde los pies nos conducen sin traba alguna por el camino de la soledad, rotunda soledad, sin un solo policía, por el camino del silencio, rotundo silencio donde no se oyen las voces de advertencia de nuestros amables vecinos, ni el murmullo de la opinión pública? Todas estas pequeñas cosas hacen una gran diferencia. Cuando se desvanecen uno debe confiar en su propia fuerza innata, en su propia capacidad de convicción. Por supuesto, alguien podría ser lo bastante ingenuo para caer en desgracia; incluso demasiado indolente para saberse siquiera bajo el asedio de los poderes de la oscuridad. De acuerdo, ningún tonto negoció jamás su alma con el diablo: el tonto es demasiado tonto o el diablo demasiado diablo, no sé. También se puede ser una criatura tan atronadoramente exaltada como para no ver ni oír otra cosa que las visiones y sonidos celestiales. En ese caso la tierra no es más que un lugar de reposo. Ahora, si ser así resulta mejor o peor para uno es algo que no me atrevo a decir. Sin embargo, la mayoría de nosotros no somos ni de una forma ni de otra. La tierra es para nosotros un lugar donde vivir, un sitio donde debemos soportar visiones, sonidos y olores también, ¡por Júpiter! Respirar el olor a hipopótamo muerto, por así decirlo, sin contaminarse. Y es así, ¿lo entendéis?, es así como se obtiene la fuerza, la fe en tu habilidad para cavar discretos agujeros donde puedas enterrar la materia en cuestión; tu poder de devoción, no hacia ti mismo, sino hacia un oficio oscuro y extenuante. Y eso ya es lo bastante difícil. No creáis, sin embargo, que pretendo disculparme o siquiera ofrecer una explicación; intento darle forma, sobre todo para mí, al señor Kurtz, a la sombra del señor Kurtz. Aquel iniciado espectro venido de Ninguna Parte que me honró con sus asombrosas confidencias antes de desaparecer para siempre. Y ello gracias a que hablaba inglés, pues en parte el Kurtz original había sido educado en Inglaterra y, como él mismo tenía la bondad de decir, sus simpatías se hallaban en el lugar correcto. Su madre era mitad inglesa, su padre, mitad francés. Europa entera había colaborado en la fabricación del espíritu de Kurtz y al poco tiempo supe que, muy oportunamente, la Sociedad Internacional para la Erradicación de las Costumbres Salvajes le había encargado la elaboración de un informe que les serviría de guía para el futuro. Un informe que, por supuesto, Kurtz escribió. Yo lo he visto. Lo he leído. Era elocuente, vibrante de elocuencia, pero demasiado idealista, creo yo. ¡Diecisiete páginas de escritura apretada en las que había invertido sus escasos ratos libres! Aunque aquello debió de escribirlo antes de que su, llamémosla así, crisis nerviosa lo llevara a participar en ciertas danzas nocturnas que culminaban en inenarrables ritos, los cuales, según fui recopilando reticentemente de lo que se decía en ocasiones, se efectuaban en su honor. ¿Lo entendéis? En honor al propio Kurtz. Pero se trataba sin duda de una hermosa composición en prosa. No obstante, a la luz de la información posterior, el párrafo inicial me resulta algo aciago. Empezaba argumentando que nosotros, los blancos, gracias al estadio de desarrollo que habíamos alcanzado, debíamos “por fuerza aparecer bajo el aspecto de seres sobrenaturales; nos acercamos a ellos con el aura prodigiosa de una deidad”, y cosas por el estilo. “Con el mero ejercicio de nuestra voluntad podemos ejercer un poder benéfico prácticamente ilimitado”, etcétera, etcétera. De ahí en adelante me cautivó y me dejé llevar por la lectura. La argumentación era soberbia, aunque difícil de recordar, ya me entendéis. Me sugirió la imagen de una inmensidad exótica gobernada por una augusta benevolencia. Me hizo estremecer de entusiasmo. Tal era el poder desmedido de su elocuencia, de las palabras, de las nobles y fervorosas palabras. No había ninguna alusión práctica que interrumpiera el torrente mágico de las frases y, salvo una especie de nota al pie de la última página, garabateada evidentemente mucho después con mano temblorosa, podría entenderse como la exposición de un método. Era una anotación muy simple y al final de esa conmovedora arenga a favor de todos los sentimientos altruistas te quemaba, aterradora y luminosa, como el resplandor de un relámpago en medio de un cielo despejado: “¡Exterminad a todos los bárbaros!”. Lo curioso es que Kurtz parecía haber olvidado por completo ese valioso post scriptum, ya que tiempo después, al recuperar la cordura, me suplicaría repetidas veces que me ocupara de “mi panfleto” (así lo llamaba), seguro de que en el futuro ejercería una buena influencia sobre su carrera. Yo tenía pleno conocimiento de todas estas cosas y a la postre el informe quedaría a mi cuidado. Me he ocupado lo bastante de él para reclamar el derecho inalienable de arrojarlo, si así lo decido, a descansar para siempre en la papelera del progreso, entre todos los detritos y, si se me permite decirlo así, todos los gatos muertos de la civilización. Pero entonces, como podéis ver, no tengo elección. Kurtz no caerá en el olvido. Sea lo que fuese, desde luego no era un hombre común y corriente. Tenía el poder de encantar o aterrorizar a las almas rudimentarias e inducirlas a ejecutar un aquelarre en su honor; también podía llenar las pequeñas almas de los peregrinos de amargos recelos: al menos tenía un devoto amigo y había conquistado un alma de este mundo que no era ni rudimentaria ni ensimismada. No, no puedo olvidarlo, aunque no estoy preparado para afirmar que aquel sujeto valiera la vida que perdimos intentando llegar hasta él. Eché terriblemente de menos a mi difunto timonel. Lo eché de menos incluso mientras su cadáver aún yacía bajo el cobertizo del piloto. Tal vez os parezca extraño que me lamentara por un salvaje que no valía más que un grano de arena en medio de un Sáhara negro. Pues bien, sabed que aquel hombre había hecho algo: pilotar; durante meses lo había tenido a mis espaldas, como una ayuda, como un instrumento. Lo nuestro era una especie de sociedad. Él pilotaba para mí y yo cuidaba de él, me preocupaba por sus deficiencias; de modo que una especie de vínculo sutil se había creado entre nosotros, cosa de la cual solo me hice consciente una vez que el lazo se rompió inesperadamente. Y la íntima profundidad de esa mirada que me lanzara al recibir la herida permanece grabada hasta hoy en mi memoria, como el reclamo de un lejano parentesco afirmado en ese instante supremo.
“¡Pobre necio! Si tan solo se hubiera apartado de esa ventana. No tenía dominio, ningún dominio de su persona. Como Kurtz. Un árbol mecido por el viento. Tan pronto me hube puesto un par de zapatillas secas, lo arrastré fuera de la cabina después de sacarle la lanza del costado, una operación que, lo confieso, ejecuté con los ojos bien cerrados. Sus talones rebotaron en el pequeño escalón de la puerta; sus hombros quedaron aprisionados contra mi pecho. Lo abracé desde atrás desesperadamente. ¡Oh, cuánto pesaba! ¡Era muy pesado! Más pesado que cualquier hombre sobre la faz de la tierra. O eso debí imaginar entonces. Luego, sin otra alternativa, lo arrojé por la borda. La corriente lo atrapó como a una brizna de hierba y pude apreciar cómo el cuerpo rodaba dos veces sobre sí mismo antes de perderlo de vista para siempre. A esas alturas todos los peregrinos y el administrador se hallaban congregados en la cubierta alrededor de la cabina, cuchicheando nerviosamente como una familia de urracas; un murmullo escandalizado se dejó sentir ante mi despiadada prontitud. Para qué querían conservar aquel cuerpo en el barco es algo que no puedo ni imaginar. Quizás querían embalsamarlo. Aunque también oí otro rumor, bastante ominoso, en la cubierta de abajo. Mis amigos los leñadores también estaban escandalizados y con una razón más aparente —aunque admito que la razón en sí misma era por demás inadmisible—. ¡Y tanto! Pero yo había resuelto que mi difunto timonel solo fuera alimento para los peces. Había sido un timonel de tercera categoría mientras vivía, pero ahora que estaba muerto podría convertirse en una tentación de primera y era muy probable que desatara alguna disputa. Además yo estaba ansioso por hacerme con el timón, pues el hombre del pijama rosa estaba demostrando ser un caso perdido para el oficio.
“No bien terminó el sencillo funeral agarré el mando del barco. Íbamos a velocidad media, manteniendo el curso por la mitad del río y yo escuchaba las conversaciones a mi alrededor. Daban a Kurtz por perdido, no querían saber nada de la estación; según ellos, Kurtz estaba muerto y la estación, incendiada y etcétera, etcétera. El peregrino pelirrojo estaba fuera de sí y repetía que al menos el pobre Kurtz había sido vengado como era debido. ‘Seguro que hemos hecho una auténtica matanza ahí en la maleza, ¿eh? ¿Qué me decís? ¿Eh?’. Y se puso a bailar, el miserable y nimio colorado, sediento de sangre. ¡Y pensar que casi se había desmayado al ver al timonel muerto en la cabina! No pude evitar decirle: ‘En cualquier caso habéis producido una humareda gloriosa’. Había visto, por la forma en que las copas de los árboles crujían y volaban, que casi todos los disparos habían ido a parar muy alto. Es imposible atinarle a nada a menos que uno fije el blanco y dispare desde el hombro; pero estos tipos habían estado disparando desde la cadera y con los ojos cerrados. La retirada, propuse —y no me equivocaba—, había sido provocada por el estruendo de la sirena del vapor. Esto los hizo olvidarse de Kurtz y todos empezaron a aullar airadamente toda clase de protestas.
“El administrador se había arrimado al timón para murmurar en tono confidencial acerca de la necesidad de alejarnos lo máximo posible de aquella zona del río antes del anochecer a como diera lugar, cuando divisé a lo lejos un claro en la orilla y los contornos de lo que parecía una construcción. ‘¿Qué es eso?’, pregunté. El administrador aplaudió maravillado. ‘¡La estación!’, gritó. Me aproximé de inmediato, aunque sin aumentar la velocidad.
“A través de mi catalejo vi la pendiente de una colina con unos pocos árboles dispersos, totalmente despejada de maleza. Un largo y ruinoso edificio en la cima se encontraba medio hundido entre la hierba. Los grandes agujeros oscuros en el tejado puntiagudo se apreciaban desde lejos; la selva y los árboles componían el fondo de la imagen. No se veían empalizadas ni cercas de ningún tipo, aunque al parecer alguna vez las había habido, pues a un costado de la casa seguía en pie media docena de postes mal torneados, la parte superior ornamentada con bolas de madera tallada. Los alambres, o lo que quiera que hubiese entre medias, habían desaparecido. Por supuesto, la jungla lo rodeaba todo. La orilla del río estaba despejada y muy cerca del agua vi a un hombre blanco con un sombrero enorme que hacía señas persistentemente con todo el brazo. Al examinar el linde del bosque a un lado y otro de la estación, creí percibir ciertos movimientos. Formas humanas que se arrastraban aquí y allá. Navegué prudentemente a lo largo de unos metros, luego paré las máquinas y dejé que el barco se deslizara. El hombre de la orilla empezó a gritar, instándonos a desembarcar. ‘Hemos sido atacados’, contestó el administrador. ‘Lo sé, lo sé. Tranquilo’, gritó el otro despreocupadamente, como si nada. ‘Venid, no pasa nada. Me alegro de veros’.
“Su aspecto me recordaba algo que había visto antes. Algo gracioso que había visto no sé dónde. Mientras maniobraba para atracar en la orilla me preguntaba: ‘¿A quién me recuerda este hombre?’. De repente lo recordé. Parecía un arlequín. Su ropa estaba hecha de algún material que quizás fuera holanda cruda, pero estaba cubierto de parches, parches vistosos de color azul, rojo y amarillo. Parches por detrás, parches por delante, parches en los codos y las rodillas; una colorida faja alrededor de la chaqueta, bordes escarlata en los bajos de los pantalones. Y la luz del sol le daba un aspecto extremadamente alegre y prolijo, pues gracias a ella uno podía ver con cuánto esmero se habían hecho todos esos remiendos. Un rostro imberbe, infantil, muy limpio, ningún rasgo destacable, la nariz despellejada, ojillos azules, sonrisas y fruncimientos que se sucedían en ese rostro abierto como hacen la luz y las sombras en una planicie barrida por el viento. ‘¡Cuidado, capitán!’, gritó. ‘Anoche había un tronco atascado allí’. ¿Cómo? ¿Otro? Confieso que maldije de mala manera. Había estado a punto de romper mi maltrecho casco en el último instante de aquel encantador viaje. El arlequín de la orilla apuntó con su nariz en dirección a mí. ‘¿Es usted inglés?’, preguntó sonriendo. ‘¿Y usted?’, respondí con un grito desde el timón. La sonrisa se desvaneció y él negó con la cabeza como lamentando mi decepción. De inmediato recuperó el buen humor. ‘¡Es igual!’, exclamó animoso. ‘¿Llegamos a tiempo?’, pregunté. ‘Él está ahí arriba’, dijo sacudiendo la cabeza hacia la colina y adoptando de repente un aire lúgubre. Su rostro era como un cielo de otoño, nublado por un instante y luminoso al siguiente.
“Una vez que el administrador y su escolta de peregrinos armados hasta los dientes hubieron entrado al edificio, el arlequín subió a bordo. ‘Esto no me gusta nada. Los nativos siguen allí en el bosque’, dije. Él me aseguró muy serio que todo estaba en orden. ‘Son gente sencilla’, añadió. ‘En fin, me alegra que haya podido llegar. Me costó lo suyo mantenerlos apartados’. ‘Pero usted dijo que todo estaba en orden’, protesté. ‘Oh, ellos no representan ningún peligro’, dijo. Y como yo lo mirara perplejo se apresuró a corregirse: ‘O no exactamente’. Luego exclamó vivazmente: ‘¡Por Dios, su cabina necesita una buena limpieza!’. Y sin pararse a tomar aire me aconsejó que dejara suficiente vapor en la caldera para hacer sonar el silbato en caso de peligro. ‘Un buen estruendo le será más útil que todos sus rifles. Son gente sencilla’, repitió. Cambiaba de tema con tanta velocidad que conseguía abrumarme. Parecía deseoso de compensar un prolongado silencio y al final, riéndose, insinuó que así era. ‘¿Acaso no habla usted con el señor Kurtz?’, pregunté. ‘No se habla con un hombre así; se lo escucha’, dijo visiblemente exaltado. ‘Pero ahora…’. Sacudió el brazo y en un abrir y cerrar de ojos se lo vio sumido en un abatimiento profundo. Un instante después, con un salto, se recompuso y, estrechándome ambas manos, sacudiéndolas sin parar, parloteó: ‘Hermano marinero… honor… placer… encantado… me presento… ruso… hijo de un arcipreste… Gobierno de Tambov… ¿Cómo? ¡Tabaco! ¡Tabaco inglés! ¡El excelente tabaco inglés! A eso llamo yo camaradería. ¿Acaso puede haber un marinero que no fume?’.
“La pipa le infundió cierta calma y poco a poco me enteré de que se había escapado de la escuela para hacerse a la mar en un barco ruso; escapó de nuevo, trabajó durante un tiempo en barcos ingleses y ahora se había reconciliado con el arcipreste. Se encargó de dejarlo muy claro. ‘Pero cuando se es joven es preciso ver cosas, reunir experiencia, ideas, expandir la mente’. ‘¿Aquí?’, lo interrumpí. ‘¡Nunca se sabe! Aquí he conocido al señor Kurtz’, dijo, puerilmente solemne, en un tono de reproche. Me mordí la lengua. Al parecer había logrado convencer a una casa comercial holandesa en la costa para que le suministrara mercancías y provisiones y así había emprendido su viaje al interior con el corazón ligero y una idea de lo que le aguardaba no más precisa de la que tendría un bebé. Había estado vagando a solas por aquel río durante casi dos años, apartado de todo y de todos. ‘No soy tan joven como parece. Tengo veinticinco años’, dijo. ‘Al principio el viejo Van Shuyten me dijo que me fuera al demonio’, narró con evidente gozo, ‘pero me pegué a él y le insistí y le insistí, hasta que al final tuvo miedo de que yo le arrancara una de las patas traseras a su perro favorito y me dio unas cuantas baratijas y algunas armas y me dijo que no quería volver a verme nunca más. El viejo holandés, Van Shuyten. El año pasado le envié un pequeño cargamento de marfil, de modo que ya no podrá llamarme ladrón cuando regrese. Espero que lo haya recibido. El resto me importa un bledo. Había reunido algo de leña para usted. Aquella era mi vieja casa. ¿La vio usted?’.
“Le di el libro de Towson. Hizo ademán de darme un beso pero se contuvo. ‘Era el único libro que me quedaba y ya lo daba por perdido’, dijo, mirándolo extasiado. ‘Son muchos los accidentes que le aguardan a un hombre que viaja solo, ya sabe. Las canoas se estropean a veces. Y a veces hay que huir a toda prisa cuando la gente se enfada’. Entonces se puso a hojear el libro. ‘¿Usted escribió todas esas notas en ruso?’, le pregunté. Él asintió. ‘Pensaba que estaban escritas en algún código’, dije. Él sonrió y de inmediato se puso muy serio. ‘Tuve muchos problemas para mantener a raya a toda esta gente’, dijo. ‘¿Intentaron matarlo?’, pregunté. ‘¡Oh, no!’, exclamó, y luego recuperó la compostura. ‘¿Por qué los atacaron?’, quise saber. Él dudó un instante y a continuación, con gesto avergonzado, dijo: ‘Ellos no quieren que Kurtz se marche’. ‘¿De veras?’, dije intrigado. Él negó con la cabeza, en un gesto lleno de misterio y sabiduría. ‘De verdad’, dijo alzando la voz, ‘este hombre ha expandido mi mente’. Y abrió sus brazos todo cuanto pudo, mirándome con sus ojillos azules, perfectamente redondos.
III
—Lo miré, perdido en mi propia perplejidad. Ahí estaba ante mí, con su atuendo variopinto, como si se hubiera fugado de una troupe de mimos, entusiasta y fabuloso. Su misma existencia resultaba improbable, inexplicable y por completo maravillosa. Era un problema irresoluble. Imposible imaginar cómo había llegado a existir, cómo había conseguido llegar tan lejos, cómo se las había arreglado para sobrevivir, cómo era posible que no hubiera desaparecido. “Me adentré un poco más”, dijo, “luego un poco más y un poco más, hasta que llegué tan lejos que ya no sabía cómo volver. Es igual. Tengo tiempo de sobra. Sé cómo arreglármelas. Usted llévese a Kurtz rápido, muy rápido, por favor”. El aura de la juventud envolvía sus harapos multicolores, su indigencia, su soledad, la desolación esencial de sus vagabundeos inútiles. Durante meses, durante años, en realidad, su vida entera no había valido lo que se gana en un solo día y sin embargo ahí seguía, galante, irresponsablemente vivo, aparentemente indestructible solo por la virtud de sus escasos años y su audacia instintiva. Me vi inducido a algo parecido a la admiración. A la envidia. El glamour lo apremiaba, el glamour lo mantenía indemne. Ciertamente, de la vida salvaje no esperaba otra cosa que espacio para respirar y perseverar. Su necesidad era solo existir y continuar hacia adelante corriendo los riesgos más extremos y en medio de las máximas privaciones. Si alguna vez lo absolutamente puro, la falta de cálculo, el espíritu gratuito de la aventura habían gobernado a un ser humano, era allí, en aquel jovencito cubierto de parches. Casi envidié ese fuego tan claro y modesto que poseía. Un fuego que parecía haber consumido cualquier idea de identidad de un modo tan radical que, incluso mientras hablaba contigo, te olvidabas de que era él, ese mismo hombre que estaba ante tus ojos, quien había pasado por todas esas aventuras. Pese a ello no envidié su devoción por Kurtz. El muchacho ni siquiera había meditado al respecto. Fue algo que le vino dado y él lo aceptó con una especie de fatalismo entusiasta. Debo decir que, desde cualquier punto de vista, aquella me pareció la cosa más peligrosa a la que él se había enfrentado hasta entonces.
“Ambos se habían encontrado inexorablemente como dos barcos que, anclados el uno junto al otro, acaban rozándose de costado. Supongo que a Kurtz le agradaba tener público, pues en cierta ocasión en que acampaban en medio de la selva se habían pasado toda la noche hablando, aunque era más probable que hubiera sido Kurtz quien llevara la voz cantante. ‘Hablamos de todo’, dijo, bastante extasiado con el recuerdo. ‘Me olvidé hasta de dormir. Fue como si la noche entera hubiera durado apenas una hora. ¡De todo, hablamos de todo!… Incluso del amor’. ‘¡Ah!’, dije irónico, ‘¿así que les habló del amor?’. ‘No, no es lo que usted cree’, gritó él, casi apasionadamente. ‘Habló en general. Me hizo entender cosas… cosas’.
“Elevó los brazos al cielo. En ese momento nos hallábamos en la cubierta y el jefe de mis leñadores, que descansaba allí cerca, se giró para mirarlo con unos ojos brillantes y pesados. Miré a mi alrededor y no sé por qué pero os aseguro que nunca antes aquella tierra, ese río, esa selva, la misma bóveda resplandeciente del cielo, me habían parecido tan oscuros y desesperanzadores, tan impenetrables al raciocinio humano, tan implacables con la debilidad humana. ‘Y desde entonces, supongo, ha permanecido junto a él’, dije. Por el contrario, parecía que su relación se hallaba entonces muy deteriorada por varios motivos. Como él mismo me informó orgullosamente, había cuidado de la salud de Kurtz a lo largo de dos enfermedades (se refería a ello como quien habla de una hazaña peligrosa), pero por norma general Kurtz vagabundeaba a solas en lo profundo del bosque. ‘Muchas veces al venir a esta estación, me veía obligado a esperar y a esperar durante días a que apareciera’, dijo. ‘¡Ah, pero valía la pena esperarlo!… A veces’. ‘¿Y qué hacía él? ¿Explorar o algo así?’, pregunté. ‘¡Oh sí, claro!’. Así había descubierto muchos poblados, un lago también, aunque el chico no sabía dónde. Era peligroso preguntar demasiado. Sin embargo, la mayoría de sus expediciones habían sido para buscar marfil. ‘Pero en ese momento no tenía mercancías para intercambiar’, objeté. ‘En esa época todavía nos quedaba una buena cantidad de cartuchos’, respondió sin mirarme a los ojos. ‘Para hablar sin rodeos, saqueó toda la región’, dije. Él asintió: ‘¡Y mucho más, sin duda!’. Masculló algo acerca de unas aldeas alrededor del lago. ‘Kurtz consiguió que la tribu lo siguiera, ¿no es así?’, insinué. El joven vaciló un poco. ‘Lo adoraban’, dijo. El tono de estas palabras me pareció tan extraordinario que lo miré con cierta intriga. Me producía curiosidad ver la mezcla de ansiedad y renuencia con la que hablaba de Kurtz. Ese hombre ocupaba su vida entera, sus pensamientos, arrastraba sus emociones. ‘¿Qué se puede esperar?’, prorrumpió. ‘Él se acercó a ellos con el trueno y el relámpago, ya me entiende… y ellos nunca habían visto algo semejante… algo tan terrible. Porque él podía ser terrible, ¿sabe? No se puede juzgar al señor Kurtz como se haría con una persona común y corriente. ¡No, no, no! Ahora bien, solo para que se haga una idea, no me importa contárselo: un día estuvo a punto de dispararme… Pero no lo juzgo’. ‘¿Dispararle?’, exclamé. ‘¿Por qué?’. ‘Bueno, yo tenía una pequeña reserva de marfil que me había dado el jefe de una tribu cerca de mi casa. Yo solía cazar animales para ellos, ya sabe. El caso es que Kurtz quería que le diera el marfil. No atendía a razones. Declaró que me dispararía a menos que le entregara el marfil y a continuación debía esfumarme del país, pues tenía poder para hacerlo y así se le antojaba y no había nada sobre la faz de la tierra que pudiera impedirle matar a quien se le diera la gana. Y no mentía, no. Le entregué el marfil. ¡Qué más me daba! Pero no me marché. Oh, no, no. No podía dejarlo solo. Tuve que ser cauteloso, por supuesto, hasta que volvimos a amistarnos por un tiempo. Entonces tuvo su segunda recaída. A partir de ese momento tuve que alejarme de él; pero no me importó. Kurtz pasaba la mayor parte del tiempo viviendo en esas aldeas junto al lago. A veces, cuando bajaba al río, se acercaba a mí; otras veces era mejor andarse con cuidado. Este hombre sufría muchísimo. Odiaba todo esto y por alguna razón no podía marcharse. Cuando tuve ocasión, le rogué que intentara irse mientras hubiera tiempo. Me ofrecí a acompañarlo. Él decía que sí pero al final se quedaba; emprendía otra cacería de marfil, desaparecía durante semanas, se olvidaba de sí mismo entre esta gente, se olvidaba, ya sabe’. ‘¡Vaya!’, dije. ‘Está loco’. El joven protestó indignado. El señor Kurtz no podía estar loco. Si lo hubiera oído hablar, solo dos días atrás, no me habría atrevido a insinuar semejante cosa… Mientras el chico hablaba yo había agarrado mis binoculares para mirar hacia la orilla, barriendo los lindes del bosque a cada lado y en la parte posterior de la casa. Ser consciente de que había gente entre toda esa maleza, gente silenciosa, acechante —tanto como las ruinas de la casa en la colina— me llenaba de inquietud. Todas las señales en la faz de la naturaleza de este asombroso cuento, más que contarlo, me lo sugerían a través de desoladoras exclamaciones, completadas por gruñidos, con frases entrecortadas, con insinuaciones que culminaban en profundos suspiros. El bosque permanecía inmóvil, como una máscara; pesado, como la reja de una prisión, con su aire de conocimiento secreto, de paciente espera, de silencio irreprochable. El ruso me estaba explicando que había sido más tarde cuando Kurtz regresó al río acompañado de todos esos guerreros de la tribu del lago. Después de varios meses de ausencia —haciéndose adorar, supongo—, había vuelto inesperadamente con la clara intención de hacer una batida, bien en la margen opuesta o río abajo. Evidentemente, el apetito por obtener más marfil había sacado el máximo rendimiento de sus —¿cómo llamarlas?— aspiraciones menos materiales. Sin embargo, su salud había empeorado de un momento a otro. ‘Cuando oí decir que estaba postrado vine a verlo… me arriesgué’, dijo el ruso. ‘Oh, pero él es malo, muy malo’. Dirigí los binoculares hacia la casa. No había señales de vida allí, solo el tejado maltrecho, el largo muro de barro asomado por encima de la alta hierba, con tres pequeñas ventanas cuadradas, cada una de distinto tamaño; todo aquello parecía al alcance de mi mano. Entonces hice un movimiento brusco y uno de los postes restantes de la desaparecida cerca reapareció en mi campo de visión. Como os decía antes, me habían impresionado a la distancia ciertos intentos de ornamentación, cosa más bien notable en medio del ruinoso aspecto del lugar. Ahora que de pronto podía verlo todo más de cerca solo podía echar mi cabeza hacia atrás como sacudido por un golpe. Luego recorrí la distancia entre los postes lentamente con los binoculares y caí en cuenta de mi error. Aquellos remates redondos no eran ornamentales sino simbólicos. Eran expresivos y enigmáticos, sorprendentes y perturbadores. Alimento para el pensamiento y también para los buitres si hubiese habido alguno oteando desde el cielo, aunque en todo caso lo eran para esas hormigas lo bastante industriosas para trepar por el poste. Habrían resultado incluso más impresionantes, aquellas cabezas sobre las estacas, digo, si sus rostros no hubieran estado orientados hacia la casa. Solo una, la primera que pude reconocer, miraba en nuestra dirección. No estaba tan aterrado como quizás creáis. El movimiento de mi cabeza no había sido más que un gesto de sorpresa. Esperaba encontrarme con un pomo de madera o algo así, ya me entendéis. Regresé deliberadamente al primero de los postes que había visto… y allí estaba, negra, reseca, demacrada, con los párpados cerrados, una cabeza que parecía dormir al final de aquel palo y en cuyos labios marchitos y encogidos asomaba una estrecha hilera de dientes blancos con los que sonreía, sonreía sin freno por algún sueño jocoso e interminable, en medio de su eterna duermevela.
“No estoy revelando ningún secreto comercial. De hecho, el administrador diría más tarde que los métodos del señor Kurtz habían echado a perder todo el distrito. No tengo ninguna opinión al respecto, pero quiero que entendáis claramente que no había nada particularmente lucrativo en el hecho de que esas cabezas estuvieran allí. Solo demostraban que el señor Kurtz carecía de límites en la gratificación de sus diversos apetitos, que había algo insaciable en su interior, una pequeña materia que, cuando la necesidad apremiaba, no se podía hallar bajo su magnífica elocuencia. Imposible saber si él era consciente de esta deficiencia suya. Creo que tuvo noción de la misma hacia el final, solo muy al final. Pero la jungla lo había capturado muy pronto y había llevado a cabo en él su terrible venganza por aquella fantástica invasión. Creo que le había susurrado cosas acerca de sí mismo que él no sabía, cosas de las que no tenía una concepción clara hasta que prestó oídos a esa inmensa soledad. Y el susurro demostró ser irresistible y fascinante. Retumbó con fuerza en su interior porque en el fondo estaba vacío… Dejé los binoculares a un lado y fue como si la cabeza que antes apareciera lo bastante cerca como para hablarle hubiera dado un brinco hasta una distancia inaccesible.
“El admirador del señor Kurtz lucía un poco decaído. Con voz atropellada y balbuciente me aseguró que no se había atrevido a quitar de allí esos —digámoslo así— símbolos. No tenía miedo de los nativos. Ellos no se sublevarían hasta que el señor Kurtz no lo ordenara. Su ascendencia era extraordinaria. Los campamentos de aquella gente rodeaban el lugar y los jefes venían cada día a entrevistarse con él. Se ponían de rodillas… ‘No quiero saber nada sobre las ceremonias que emplean para acercarse al señor Kurtz’, grité. Me invadió la curiosa sensación de que semejantes detalles me resultarían mucho más intolerables que las cabezas que se estaban secando en sus estacas frente a la ventana del señor Kurtz. Al fin y al cabo aquello no dejaba de ser solo un espectáculo salvaje, mientras que esto último fue como si me hubiera transportado fatalmente a una región sin luz poblada de sutiles horrores, donde el salvajismo puro y sencillo era un alivio efectivo, toda vez que se trataba de algo que tenía derecho a existir —como era evidente— a plena luz del día. El joven me miró sorprendido. Supongo que no se le había ocurrido siquiera que el señor Kurtz no fuera para mí un ídolo. Olvidaba que yo no había tenido ocasión de oír esos monólogos sobre, ¿qué era? Ah, sí, el amor, la justicia, el buen comportamiento y no sé qué más cosas. Si se trataba de arrodillarse delante del señor Kurtz, este joven había gateado como el más puro de los salvajes. Me dijo entonces que yo no tenía idea de las condiciones: que estas cabezas eran de los rebeldes. Mi carcajada lo dejó anonadado. ¡Rebeldes! ¿Qué nueva definición me quedaba por oír? Había oído hablar de enemigos, criminales, trabajadores… Éstos eran rebeldes. A mí esas sediciosas cabezas me parecían bastante mansas en sus palos. ‘Usted no se imagina cómo esta clase de vida puede poner a prueba a un hombre como él’, gritó el último discípulo de Kurtz. ‘¿Y a usted?’, dije. ‘¡Yo! ¡Yo soy solo un hombre sencillo! No tengo grandes ideas. No espero nada de nadie. Cómo osa compararme con…’. Sus sentimientos eran algo que excedía su capacidad para hablar y de repente se derrumbó. ‘No lo entiendo’, gimoteó. ‘He hecho todo lo posible para ayudarlo a sobrevivir y con eso es suficiente. No tengo influencia alguna en todo esto. No tengo ninguna habilidad. No ha habido una gota de medicina o un bocado de comida caducada durante meses en este lugar. Lo han abandonado de un modo vergonzoso. A un hombre como él, con semejantes ideas. ¡Es una vergüenza! ¡Una vergüenza! No… no he podido dormir desde hace diez noches…’.
“Su voz se fue perdiendo en la calma de la tarde. Las largas sombras de la selva se habían deslizado por la colina mientras hablábamos, más allá del cobertizo en ruinas, más allá de la hilera simbólica de postes; todo ello en medio de la penumbra, en momentos en que nosotros, más abajo, seguíamos rodeados de luz y el trecho del río junto al claro fulguraba con esplendor callado y deslumbrante, bajo un bamboleo siniestro y oscuro. En la orilla no se veía una sola alma. Los arbustos no chasqueaban.
“De repente, un grupo de hombres salió de detrás de la casa como si hubieran brotado de la tierra. En un solo cuerpo compacto atravesaron la hierba que les llegaba hasta el pecho, cargando una camilla improvisada. Al instante, en el vacío del paisaje, un grito se elevó con tanta estridencia que logró perforar el aire sereno como una flecha afilada que volara directamente al corazón de la tierra. Y como por obra de un encantamiento, ríos de seres humanos, seres humanos desnudos, con lanzas en las manos, con arcos, escudos, miradas amenazantes y gestos salvajes, se derramaron en el claro al pie del semblante pensativo y oscuro de la selva. Los arbustos se estremecieron, la hierba se contoneó durante un rato y luego todo se sumió en un silencio inmóvil y expectante.
“‘Si no dice las palabras correctas, estaremos perdidos’, me dijo el ruso al oído. El grupo que transportaba la camilla se detuvo también como petrificado, no muy lejos del barco. Vi que el hombre que iba en la camilla se incorporaba, bien erguido y con un brazo levantado por encima de los hombros de los porteadores. ‘Esperemos que este hombre, capaz de hablar tan bien sobre el amor en general, encuentre alguna razón particular que pueda salvarnos esta vez’, dijo. Me quejé amargamente del absurdo peligro que corríamos en esa situación, como si el hecho de hallarnos a merced de ese atroz espectro fuera una deshonrosa necesidad. No pude oír nada, pero a través de mis binoculares vi el delgado brazo extendido en un gesto de mando, el movimiento de la mandíbula inferior, los ojos de aquella aparición emitiendo un brillo oscuro desde el fondo de su huesuda cabeza, que no paraba de producir grotescas gesticulaciones. Kurtz… Kurtz… Eso significa ‘corto’ en alemán, ¿no es así? Pues bien, el nombre era tan acertado como todo lo demás en su vida. Y en su muerte. Daba la impresión de que medía al menos dos metros. La sábana con la que estaba cubierto había caído al suelo y su cuerpo surgía de ella penosamente, como de una mortaja. Pude ver cómo sobresalía la jaula de sus costillas, los huesos del brazo que tenía en alto. Era como si una imagen animada de la muerte tallada en marfil estuviera agitando su mano entre amenazas, delante de una muchedumbre inmóvil hecha de un bronce oscuro y fulgurante. Vi que abría mucho la boca, cosa que le daba un aspecto extrañamente voraz, como si quisiera tragarse todo el aire, toda la tierra, todos los hombres que tenía frente a él. Una voz profunda llegó hasta mí, muy tenue. Debía de estar gritando. De repente cayó de espaldas. La camilla se sacudió mientras los porteadores proseguían su camino y casi al mismo tiempo noté que la multitud de salvajes se dispersaba sin ningún movimiento perceptible de retirada, como si la selva que había expelido a estos seres los hubiera inhalado de golpe como se inhala el aliento en una profunda inspiración.
“Algunos peregrinos que iban por detrás de la camilla cargaban sus armas: dos pistolas, un rifle pesado y una carabina revólver ligera; eran los relámpagos de aquel Júpiter digno de lástima. El administrador se inclinó para murmurarle algo mientras caminaba junto a él. Lo depositaron en una de las pequeñas chozas —con espacio solo para una cama sencilla y un par de sillitas plegables de campamento, ya me entendéis—. Le habíamos traído la correspondencia atrasada y su cama estaba llena de sobres rotos y cartas abiertas. Su mano endeble se paseaba entre esos papeles. Me impresionó el fuego de sus ojos y la digna languidez de su expresión. No se debía tanto a la extenuación de la enfermedad. No parecía estar sufriendo. El espectro lucía satisfecho y relajado, como si de momento se hubiera saciado de todas las emociones.
“Arrugó una de las cartas y mirándome a los ojos dijo: ‘Un placer’. Alguien le había escrito hablándole de mí. Esas recomendaciones especiales aparecían nuevamente. El volumen del tono que emitió sin esfuerzo, casi sin molestarse en mover los labios, me dejó asombrado. ¡Esa voz! ¡Esa voz! Grave, profunda, vibrante, a pesar de que el hombre no parecía capaz de soltar ni un resuello. Y sin embargo tenía suficiente fuerza en su interior, una fuerza artificial sin duda, para acabar con todos nosotros, como vais a oír en un momento.
“El administrador apareció discretamente en la entrada; salí de inmediato y él cerró la cortina. El ruso, observado con curiosidad por los peregrinos, miraba hacia la orilla del río. Seguí la dirección de su mirada.
“Oscuras formas humanas se apreciaban a lo lejos, revoloteando confusamente contra el tenebroso linde de la selva; y junto al río, dos figuras de bronce apoyadas en sus lanzas reposaban a la luz del sol debajo de fantásticos tocados de pieles manchadas, belicosas e inmóviles en su reposo escultórico. Y de derecha a izquierda, a lo largo de la orilla iluminada, apareció la figura salvaje y portentosa de una mujer.
“Caminaba midiendo los pasos, envuelta en una túnica de rayas y flecos, surcando la tierra con talante orgulloso, entre el brillo y el suave tintineo de sus bárbaros ornamentos, la cabeza siempre en alto. Tenía un peinado en forma de yelmo, anillos de metal hasta las rodillas y brazaletes de alambre hasta el codo; una mancha carmesí en su mejilla cobriza, innumerables collares de cuentas de vidrio. Estrafalarias cosas, fetiches, amuletos de brujos que brillaban y se sacudían a cada paso. Todo lo que llevaba puesto debía de valer lo que varios colmillos de elefante. Era indomable y soberbia, de ojos bravos y magníficos. Había algo siniestro y majestuoso en su calculada forma de caminar. Y en la quietud que sobrevino de repente sobre aquella tierra desolada, la inmensa selva, el cuerpo colosal de la vida fecunda y misteriosa pareció reparar en ella pensativamente, como si hubiera descubierto la imagen de su propia alma tenebrosa y apasionada.
“Se acercó a cierta distancia del barco, se detuvo y nos encaró. La larga sombra de su cuerpo cayó sobre la orilla del río. Su rostro tenía el aspecto trágico y feroz de la congoja salvaje y del dolor mudo mezclados con el miedo a una decisión irresuelta, fatigosa. Se quedó mirándonos fijamente y, como la selva misma, con la expresión de quien medita algún inescrutable plan. Transcurrió un minuto entero y ella prosiguió su camino. Hubo un suave tintineo, un destello metálico, un balanceo de mantos y flecos y entonces se detuvo como si se le hubiera parado el corazón. El joven a mi lado soltó un gruñido. Los peregrinos murmuraron a mi espalda. Ella nos miró a todos como si su vida entera dependiera de la inquebrantable firmeza de su mirada. De repente abrió sus brazos desnudos y los elevó, rígidos, por encima de su cabeza, como si tuviera el incontrolable deseo de tocar el cielo; en ese mismo instante las veloces sombras se precipitaron sobre la faz de la tierra, esparciéndose por toda la orilla y envolviendo nuestro barco en un abrazo sombrío. Un silencio formidable pendía sobre toda la escena.
“Ella se alejó lentamente, caminando a lo largo de la orilla antes de introducirse en la maleza. Solo una vez sus ojos se volvieron a mirarnos como dos ascuas entre las tinieblas, antes de desaparecer.
“‘Si hubiera intentado subir a bordo creo de verdad que le habría disparado’, dijo nervioso el hombre de los parches. ‘Llevo dos semanas arriesgando mi vida día y noche para mantenerla lejos de la casa. Un día logró entrar y armó un escándalo por esos harapos miserables que encontré en la bodega para remendar mi ropa. Yo no fui muy decente que digamos. Debió de ser eso, pues estuvo hablando a los gritos con Kurtz durante una hora entera, señalándome de vez en cuando. No entiendo el dialecto de esta tribu. Por suerte para mí, Kurtz estaba demasiado enfermo aquel día para prestarle atención. De lo contrario habría habido algún desaguisado. No entiendo… no… Esto es demasiado para mí. Menos mal que todo ha terminado ya’.
“En ese momento oí la profunda voz de Kurtz detrás de la cortina. ‘¿Sálvame? ¡Salvad el marfil, querrás decir! No me vengas con ésas. ¡Sálvame! ¿Por qué tendría que salvarte a ti? Te estás interponiendo en mis planes. ¡Enfermo, enfermo! ¡No tanto como te gustaría creer! Pero no importa. Todavía puedo llevar a cabo mis ideas. Volveré. Te mostraré de lo que soy capaz. Tú y tus miserables nociones comerciales. ¡Estás interfiriendo en mis asuntos! Volveré… yo…’.
“El administrador salió. Me hizo el honor de tomarme del brazo para hablarme aparte. ‘Está muy mal, muy mal’, dijo. Consideró necesario lanzar un suspiro pero olvidó mostrarse consecuentemente afligido. ‘Hemos hecho todo lo que podíamos por él, ¿no es así? Pero de nada vale disimular los hechos: el señor Kurtz le ha hecho más mal que bien a la Compañía. No supo ver que el tiempo no era propicio para emprender acciones drásticas. La cautela, la cautela. Ése es mi lema. Debemos obrar con mucho cuidado. El distrito está cerrado para nosotros durante un tiempo. ¡Deplorable! El comercio de marfil se resentirá en términos generales. No niego que contemos con una cantidad notable de marfil, casi todo fósil. Debemos guardarlo a como dé lugar. Pero piense en lo precario de nuestra situación. ¿Y por qué, se preguntará usted? Porque el método es demencial’. ‘¿Demencial, lo llama usted?’, repliqué yo mirando hacia la orilla. ‘Sin duda’, exclamó, enardecido. ‘¿O cómo lo llamaría usted…?’.
“‘Yo no veo ningún método’, murmuré después de un rato. ‘Exactamente’, dijo exultante. ‘Yo lo había previsto. Esto demuestra una absoluta falta de juicio. Es mi deber comunicarlo en el sitio oportuno’. ‘Oh’, dije, ‘ese señor… ¿cómo se llamaba? El fabricante de ladrillos, redactará un informe legible para usted’. Por un momento se mostró confundido. Creo que nunca había respirado una atmósfera tan viciada, así que preferí pensar en Kurtz en busca de alivio. Sí, efectivamente, de alivio. ‘No obstante, creo que el señor Kurtz es un hombre notable’, dije con cierto énfasis. El administrador se sorprendió, me lanzó una mirada gélida y grave y dijo con voz queda: ‘Era un hombre notable’. Y se dio la vuelta. Mis momentos de gracia habían terminado. Me vi arrojado junto a Kurtz como partidario de unos métodos que no eran propicios para estos tiempos: ¡era un demente! ¡Ah, pero ya era algo tener al menos la opción de elegir mis propias pesadillas!
“En realidad yo había elegido el bando de la selva, no el del señor Kurtz que, no me cuesta admitirlo, era para mí tan útil como si estuviera enterrado. Y de momento yo mismo tenía la impresión de estar enterrado en una enorme tumba llena de secretos inenarrables. Sentía un peso intolerable oprimiéndome el pecho, el olor de la tierra húmeda, la presencia invisible de la victoriosa corrupción, la oscuridad de una noche impenetrable… El ruso me tocó el hombro. Lo oí murmurar y maldecir algo así como que ‘El hermano marinero… no pudo ocultar… lo que sabía sobre asuntos que afectarían a la reputación del señor Kurtz’. Esperé unos instantes. Para él, evidentemente, el señor Kurtz no estaba enterrado en una tumba. Sospecho que para él, Kurtz era uno de los inmortales. ‘¡Muy bien!’, dije por fin, ‘Hable. Resulta que, en cierto modo, soy amigo del señor Kurtz’.
“Declaró con gran solemnidad que, si no hubiéramos tenido ‘la misma profesión’, él se habría guardado todo aquel asunto sin importar las consecuencias. Sospechaba que había una clara animadversión hacia él de parte de esos hombres blancos que… ‘Tiene toda la razón’, le dije, recordando cierta conversación que había llegado a mis oídos. ‘El administrador cree que a usted deberían ahorcarlo’. Me divirtió el hecho de que se mostrara tan preocupado por la noticia. ‘Habría sido mejor quitarme de en medio discretamente’, dijo muy serio. ‘Ya no puedo hacer nada más por el señor Kurtz y seguramente no tardarán en hallar una excusa. ¿Cómo podría detenerlos? Hay un puesto militar a unos trescientas millas de aquí’. ‘Bah, créame lo que le voy a decir’, contesté, ‘quizás tendrá más suerte si tiene amigos entre estos salvajes’. ‘Tengo montones de ellos’, dijo. ‘Son gente sencilla… y yo no quiero que nada… usted sabe’. Se quedó un instante en silencio, mordiéndose los labios y prosiguió: ‘No quiero que nada malo les pase a estos blancos, pero por supuesto yo pensaba en la reputación del señor Kurtz… aunque usted es un camarada marinero y yo…’. ‘Está bien’, dije. ‘La reputación del señor Kurtz está a salvo conmigo’. Pero en el fondo no sabía qué tan fiables eran mis palabras.
“Bajando la voz, me informó de que la orden de atacar el barco había venido del propio Kurtz. ‘A veces odiaba la idea de que se lo llevaran de aquí. Y entonces de nuevo… Pero yo no entiendo de estas cosas. Soy un hombre simple. Él solo pretendía espantarlos, que se dieran por vencidos y lo creyeran muerto. No pude impedírselo. Oh, este último mes ha sido nefasto para mí’. ‘Entiendo’, dije, ‘pero ahora Kurtz se encuentra bien’. ‘Mhhh, sí…’, masculló él, al parecer no muy convencido. ‘Gracias’, dije. ‘Me mantendré alerta’. ‘Pero callado, ¿eh?’, me apremió él, angustiado. ‘Sería terrible para su reputación si alguien aquí…’. Juré absoluta discreción en tono muy grave. ‘Tengo una canoa y tres compañeros negros esperando no muy lejos de aquí. Me voy. ¿Podría dejarme unos pocos cartuchos Martini-Henry?’. Podía y se los di con el debido sigilo. Con un guiño se hizo con un buen puñado de mi tabaco. ‘De marinero a marinero. Ya me entiende. Buen tabaco inglés’. A la entrada de la cabina del piloto se dio la vuelta: ‘¿No tiene un par de zapatos de sobra?’, preguntó, levantando una pierna. ‘Mire’, dijo. Las suelas estaban atadas con cuerdas a sus pies a modo de sandalias. Saqué un viejo par y él lo miró abrumado antes de metérselo debajo del sobaco izquierdo. Uno de sus bolsillos (rojo brillante) estaba repleto de cartuchos, en el otro (azul oscuro) sobresalía el libro de Towson, Investigación sobre algunos temas y etcétera, etcétera. Parecía considerarse inmejorablemente equipado para volver a hacerle frente a la vida salvaje. ‘Ah, nunca, nunca volveré a conocer a un hombre como él. Tendría que haberlo oído recitar poemas… sus propios poemas también, según me dijo. ¡Poemas!’. El recuerdo lo hizo entornar los ojos de puro deleite. ‘¡Oh, sí! ¡Me ayudó a expandir mi mente!’. ‘Adiós’, le dije. Me estrechó la mano y se desvaneció en la noche. A veces me pregunto si realmente llegué a verlo alguna vez, si acaso habrá sido posible conocer a semejante fenómeno…
“Cuando desperté, poco después de la medianoche, su advertencia me asaltó con la insinuación de algún peligro que allí, en medio de la oscuridad estrellada, me pareció lo bastante real para hacerme levantar de la cama con la intención de echar un vistazo por los alrededores. En la colina ardía una hoguera enorme que iluminaba intermitentemente una esquina ruinosa de la casa. Uno de los agentes custodiaba el marfil en compañía de un piquete de unos pocos negros, armados para tal efecto. Pero adentro, en lo profundo de la selva, llamaradas rojas que se agitaban, que parecían hundirse y luego renacer del suelo entre confusas siluetas colosales de intensa negrura, delataban la posición exacta del campamento donde los adoradores de Kurtz llevaban a cabo su inquietante vigilia. El monótono golpe de un gran tambor llenaba el aire de golpes sordos y de una prolongada vibración. El ronroneo continuo de decenas de hombres que cantaban algún extraño encantamiento surgía del muro negro y uniforme de la jungla como el zumbido de las abejas de un panal, y ejercía un raro efecto narcótico sobre mis sentidos medio adormilados. Creo que llegué a quedarme dormido apoyado en la barandilla, hasta que un abrupto estallido de gritos, la sobrecogedora explosión de un frenesí misterioso y reprimido, me despertó maravillado, atónito. El escándalo cesó de inmediato y el murmullo continuó provocando un efecto de silencio audible y sedante. Miré casualmente en el interior de la cabaña. Una luz ardía dentro, pero el señor Kurtz no se encontraba allí.
“Creo que habría soltado un grito si hubiera creído lo que estaba viendo. Solo que en un principio no di crédito: aquello parecía del todo imposible. El hecho es que me vi completamente enervado por un Terror puro y homogéneo, un Terror abstracto, absoluto, desconectado de cualquier forma identificable de peligro físico. Lo que hizo de esta emoción algo tan avasallador fue —¿cómo podía definirlo?— la conmoción moral que sentí, como si algo del todo monstruoso, intolerable al pensamiento y detestable al espíritu, se hubiera arrojado sobre mí inesperadamente. Esto duró apenas una fracción de segundo; luego la habitual sensación de peligro letal y cotidiano, la posibilidad de un ataque repentino, de una masacre o algo similar que percibí como inminente, me resultó francamente amable, reconfortante. Me tranquilizó, de hecho, tanto así que no di ninguna alarma.
“Enfundado en su chaquetón, un agente dormía sobre una silla en la cubierta, a unos pocos pasos de mí. Los gritos no lo habían despertado. Roncaba suavemente. Lo dejé descansar en paz y bajé a tierra. No traicioné al señor Kurtz. Estaba claro que nunca podría traicionarlo. Estaba escrito que sería fiel a esta pesadilla que yo mismo había elegido. Estaba ansioso por tratar a solas con aquel espectro. Y hasta el día de hoy, no sé por qué, había guardado con celo la peculiar oscuridad de esa experiencia.
“Tan pronto salté a la orilla vi un sendero. Un sendero ancho a través de la hierba. Recuerdo la satisfacción con la que me dije a mí mismo: ‘No puede caminar. Solo anda en cuatro patas. Lo tengo, es mío’. La hierba estaba húmeda de rocío. Caminé rápidamente apretando los puños. Supongo que tenía el vago propósito de sorprenderlo allí donde estuviera para darle una azotaina, no lo sé. A veces tenía ideas verdaderamente estúpidas. La vieja tejedora con el gato se interpuso en mi memoria como la imagen menos apropiada para surgir en el extremo opuesto de este asunto. Vi una fila de peregrinos desperdiciando plomo en el aire con sus Winchester apoyados en las caderas. Se me ocurrió que nunca podría regresar al barco y me imaginé a mí mismo viviendo solo y desarmado en la jungla hasta una edad avanzada. Esa clase de tonterías, ya me entendéis. Y recuerdo haber confundido el golpe del tambor con el latido de mi corazón y me sentí contento con su serena regularidad.
“De todos modos, continué por aquel camino. Luego me detuve a escuchar. La noche era muy clara: un espacio azul oscuro salpicado de rocío y luz estelar, donde las cosas negras reposaban en absoluta quietud. Me pareció detectar algún movimiento unos metros más adelante. Aquella noche me sentía extrañamente seguro de todo. Acabé por salirme del sendero y correr en un amplio semicírculo (creo de veras que riéndome de mí mismo) para encarar aquel revoloteo, aquella agitación que había visto —si es que en efecto había visto algo—. Estaba sitiando a Kurtz como en un juego de niños.
“Acabé encontrándolo y, si no me hubiera oído llegar, habría tropezado con él. Por suerte se levantó a tiempo. Se puso de pie, inestable, alto, pálido, borroso como un vapor exhalado por la tierra y me hizo una venia sutil, silenciosa, etérea, mientras, a mis espaldas, las hogueras se elevaban entre los árboles y el murmullo de muchas voces brotaba de la jungla. Lo había eludido astutamente. Pero cuando al fin pude encararlo fue como si hubiera recuperado la cordura y me hice consciente del riesgo que corría. La cosa no estaba saldada ni mucho menos. ¿Qué pasaría si él empezaba a gritar? Pese a que apenas podía levantarse, su voz seguía colmada de vigor. ‘Váyase… escóndase’, dijo, con ese tono profundo. Fue horrible. Miré hacia atrás. Estábamos a solo treinta yardas del fuego más cercano. Una figura negra se levantó, caminó sobre sus largas piernas, sacudiendo ambos brazos, a través del resplandor. Tenía cuernos, cuernos de antílope, creo, a manera de tocado. Debía de ser un hechicero, un brujo, sin duda: me pareció bastante amenazador. ‘¿Sabe lo que está haciendo?’, susurré. ‘Perfectamente’, contestó, elevando la voz solo para pronunciar esa palabra, que a mí me sonó remota y, pese a ello, alta y clara como una llamada emitida a través de un megáfono. ‘Si se forma un alboroto estaremos perdidos’, pensé para mis adentros. Era evidente que esto no se iba a resolver a puñetazos, incluso sin tener en cuenta mi aversión natural a golpear a aquel Espectro; a esta cosa errante y atormentada. ‘Se va a perder’, dije. ‘Se va a perder del todo’. A veces uno tiene esos golpes de inspiración, ya sabéis. Dije las palabras correctas, aunque de hecho Kurtz no pudiera estar más irremediablemente perdido que en ese mismo momento, cuando estábamos sentando las bases de nuestra intimidad, unas bases hechas para durar y durar, incluso hasta el final. Incluso más allá.
“‘Tenía grandes planes’, masculló indeciso. ‘Sí’, dije yo, ‘pero si intenta gritar voy a machacarle la cabeza con…’. No había ni un palo ni una piedra a mano. ‘Voy a ahorcarlo’, me corregí. ‘Estaba en el umbral de las grandes cosas’, imploró con voz anhelante, en un tono tan lastimero que me heló la sangre. ‘Y ahora por culpa de este estúpido bribón…’. ‘Su éxito en Europa está garantizado de todas maneras’, dije con firmeza. No quería verme obligado a ahorcarlo, como os podréis imaginar, cosa que por lo demás habría sido de escasa utilidad para cualquier propósito práctico. Traté de romper el conjuro, el pesado y mudo conjuro de lo salvaje que parecía haberlo arrastrado a su implacable seno, despertando en él olvidados y brutales instintos, con el recuerdo saciado de unas pasiones monstruosas. Yo estaba convencido de que era eso y nada más lo que lo había atraído hasta el linde del bosque, hasta la maleza, hasta el resplandor de las hogueras, la llamada de los tambores, el arrullo de los extraños encantamientos; eso y nada más que eso había cautivado su alma ingobernable más allá de los límites de las aspiraciones permisibles. Y no os equivoquéis, el Terror de aquella situación no residía en la posibilidad de recibir un golpe en la cabeza —aunque yo sentía un vívido temor hacia ese peligro también—, sino en el hecho de que estaba tratando con un ser al que no se podía apelar en nombre de nada, por elevado o ruin que fuera. Como hacían los negros, tenía que invocarlo a él, a él mismo, a su increíble y exaltada degradación. No había nada por encima o por debajo de él y yo lo sabía. Se había expulsado a sí mismo del mundo terrenal. ¡Maldito sea! Había roto en mil pedazos la propia tierra. Estaba solo y al hallarme frente a él no sabía si pisaba tierra o si flotaba en el aire. Os he estado contando lo que decíamos, os he repetido las frases que pronunciamos, ¿pero de qué ha servido? No son más que las frases normales y cotidianas, los sonidos familiares, vagos que intercambiamos cada día de nuestras vidas. ¿Y qué hay con ello? Para mí, aquellas frases ocultaban las aterradoras insinuaciones de unas palabras oídas en sueños, de frases pronunciadas en pesadillas. ¡Un alma, si alguien ha luchado alguna vez contra un alma, ese soy yo! Y tampoco se puede decir que estaba discutiendo con un lunático. Me creáis o no, su inteligencia era perfectamente clara; concentrada, todo hay que decirlo, sobre sí misma con una espeluznante intensidad. Pero era clara. Y en ello residía mi única oportunidad, exceptuando, por supuesto, la posibilidad de matarlo allí, en ese momento, lo cual no era del todo una buena idea, por cuenta del inevitable alboroto. Pero su alma estaba enferma. Al hallarse a solas en medio de la vida salvaje, su alma había tenido ocasión de mirar en su interior y, ¡por todos los cielos, creedme!, había enloquecido. Y ahora yo, pagando por mis pecados, supongo, tendría que soportar el martirio de tener que mirar en su interior por mí mismo. Ninguna forma de elocuencia habría podido ser tan corrosiva respecto a nuestra fe en la humanidad como su última descarga de sinceridad. Luchaba contra sí mismo también, pude verlo, pude oírlo. Vi el inconcebible misterio de un alma que no conocía restricciones, ni fe, ni temor, pese a lo cual no dejaba de luchar ciegamente contra sí misma. Logré conservar la cordura; pero cuando al fin pude recostarlo en su camilla, me limpié el sudor de la frente mientras mis piernas temblaban como si hubiera tenido que cargar media tonelada a mis espaldas por aquella pendiente. Sin embargo, apenas le había dado algo de apoyo, con su brazo huesudo aferrado alrededor de mi cuello. Y lo cierto es que no era mucho más pesado que un niño.
“Al mediodía siguiente, a la hora de nuestra partida, la multitud —de cuya presencia tras la cortina de árboles había conservado una aguda conciencia en todo momento— se esparció por todo el claro y cubrió la pendiente con una masa cobriza de cuerpos desnudos, agitados, vibrantes. Remonté un poco la corriente, luego giré río abajo y dos mil ojos siguieron las evoluciones de aquel demonio fluvial que chapoteaba y sacudía ferozmente el agua con su terrible cola, exhalando humo negro en el aire. Delante de la primera fila, tres hombres embadurnados de tierra roja de la cabeza a los pies, iban y venían a lo largo de la orilla, pavoneándose inquietos. Cuando nos acercamos de nuevo al margen miraron hacia el río, zapatearon contra el suelo, menearon sus cabezas cornudas y contonearon sus cuerpos de color escarlata; sacudieron un puñado de plumas negras en dirección al feroz demonio fluvial, un cuero raído del que pendía una cola y algo que parecía una calabaza seca, a la vez que gritaban periódicamente largas cadenas de palabras asombrosas que no sonaban como lenguaje humano alguno; y los profundos murmullos de la multitud, que se entrecortaban repentinamente, eran como las respuestas de una satánica letanía.
“Habíamos llevado a Kurtz a la cabina del piloto, donde había más aire. Echado en el catre, se asomaba a través del postigo abierto. Había un remolino en la masa de cuerpos humanos y la mujer con el peinado de yelmo y las mejillas cobrizas corrió hasta el último trozo de orilla frente a la corriente. Extendió las manos, gritó algo y toda aquella muchedumbre salvaje repitió el alarido en un rugiente coro de oraciones articuladas, veloces y ansiosas.
“‘¿Comprende lo que dicen?’, pregunté.
“Me ignoró y continuó mirando hacia fuera con ojos anhelantes y una expresión donde se revolvían la congoja y el odio. No contestó de inmediato, pero capté una sonrisa, algo inefable que apareció en sus labios incoloros y a continuación se retorció convulsivamente en su gesto: ‘¿Que si comprendo?’, dijo lentamente, jadeando, como si una fuerza sobrenatural le estuviera arrancando las palabras de adentro.
“Tiré del cordón de la sirena porque los peregrinos en la cubierta ya estaban sacando sus rifles con ganas de armar jolgorio. Ante el repentino bocinazo hubo un movimiento de abyecto pánico a través de aquella tupida masa de cuerpos. ‘¡No, no! ¡Los va a espantar!’, gritó alguien en la cubierta desconsoladamente. Tiré de la cuerda una y otra vez. La masa se dispersó y todos huyeron, dieron brincos, se agacharon, rodaron para esquivar el Terror aéreo del retumbo. Los tres tipos pintados de rojo habían caído de bruces en la orilla, como si les hubieran disparado. Solo la bárbara y soberbia mujer se mantuvo impasible y luego abrió los brazos desnudos en un ademán trágico al ver que nos alejábamos por la iridiscente oscuridad del río.
“Entonces la pandilla imbécil de la cubierta empezó con su pequeña diversión y ya no pude ver nada más por culpa del humo de los disparos.
“La corriente marrón bajaba rauda proveniente del corazón de las tinieblas y nos arrastraba rumbo al mar, doblando la velocidad con la que habíamos remontado el río. La vida de Kurtz también fluía rápidamente en torbellinos y torbellinos que desde su corazón desembocaban en el mar del tiempo inexorable. El administrador parecía muy tranquilo, ya sin preocupaciones vitales, nos miraba con una expresión comprensiva y satisfecha: el ‘asunto’ había salido casi mejor de lo esperado. Vi que se acercaba el momento en que yo quedaría como único miembro del partido del ‘método demencial’. Los peregrinos me miraban con desaprobación. Me encontraba, por así decirlo, en el bando de los muertos. Es extraño comprobar con cuánta naturalidad acepté esa fraternidad imprevista, esa elección de la pesadilla que se me había impuesto en la tierra tenebrosa invadida por estos fantasmas crueles y avariciosos.
“Kurtz habló. ¡Esa voz, esa voz! Resonó profundamente hasta el último momento. Sobrevivió a su fuerza para ocultar en los orondos pliegues de su elocuencia la estéril oscuridad de su corazón. ¡Oh, cuánto luchó! ¡Cuánto lucho! Ahora los desiertos de su cerebro cansado sufrían el acoso de imágenes sombrías, imágenes de riqueza y fama que se revolvían obsequiosamente alrededor de su inextinguible don para la expresión noble y elevada. Mi prometida, mi estación, mi carrera, mis ideas. Ésos eran los temas de sus ocasionales disertaciones de elevados sentimientos. La sombra del Kurtz original frecuentaba el lecho de vacío espantajo, cuyo destino era ser enterrado cuanto antes en el lodo primigenio. Pero el amor diabólico y el odio sobrenatural de los misterios en los que había penetrado luchaban por el dominio de aquella alma saciada de emociones primitivas, ávida de una gloria embustera, de una distinción fraudulenta, de todas las apariencias del éxito y el poder.
“En ocasiones se mostraba arrogante e infantil. Quería que los reyes salieran a recibirlo a las estaciones de tren cuando regresara de su fantasmal Tierra de Nadie, donde habría acometido alguna gran empresa. ‘Si les demuestras que tienes algo verdaderamente rentable ya no habrá límites al reconocimiento de tus capacidades’, decía. ‘Desde luego hay que tener cuidado con la elección de las causas. Deben ser causas altruistas, siempre’. Extensos trechos del río que eran como un solo y único trecho, monótonos recodos casi idénticos desfilaban ante el vapor con su multitud de árboles centenarios que vigilaban pacientemente aquel mugriento pedazo de otro mundo, el antecesor que anuncia el cambio, la conquista, el comercio, las masacres, las bendiciones. Yo miraba hacia adelante, pilotando. ‘Cierre el postigo’, dijo Kurtz de repente un día, ‘ya no puedo soportarlo’. Cerré. Se hizo un silencio. ‘¡Pero no te librarás de que te arranque el corazón!’, le gritó a la jungla ya invisible.
“Como era de esperarse tuvimos una avería y hubo que detenerse en la punta de una isla para hacer reparaciones. Este retraso fue la primera cosa que hizo tambalear la desconfianza de Kurtz. Una mañana me entregó un mazo de papeles y una fotografía, todo atado con el cordón de un zapato. ‘Guárdeme esto, por favor’, dijo. ‘Ese imbécil’, refiriéndose al administrador, ‘es capaz de esculcar entre mis cosas cuando no estoy atento’. Esa misma tarde volví a ver a Kurtz. Estaba echado bocarriba con los ojos cerrados y mientras me retiraba discretamente lo oí murmurar: ‘Vive bien, muere, muere…’. Me quedé esperando, pero no dijo nada más. ¿Acaso estaba ensayando algún discurso entre sueños o se trataba de un fragmento o una frase de algún artículo de periódico? Había estado escribiendo para la prensa y tenía el propósito de volver a hacerlo. ‘Para desarrollar mis ideas. Es un deber’, decía.
“La suya era una oscuridad impenetrable. Lo miré como se mira a un hombre que yace en el fondo de un precipicio donde nunca llega la luz del sol. Pero no tenía demasiado tiempo para dedicarle pues estaba ayudando al maquinista a desmontar los cilindros agujereados, a enderezar los tubos doblados y demás tareas de ese tipo. Vivía en un desorden infernal de óxido, limaduras, tuercas, pernos, llaves, martillos, barrenos… cosas que yo detestaba porque no me llevo bien con ellas. Me encontraba al frente de la pequeña fragua que por fortuna llevábamos a bordo; trabajaba sin descanso con mi montón de chatarra, salvo cuando tenía escalofríos demasiado intensos y no podía ponerme en pie.
“Una noche cuando entraba a la cabina con una vela me asombró oírlo decir con voz un poco trémula: ‘Estoy tumbado aquí, en medio de la oscuridad, esperando a la muerte’. La luz de la vela estaba a un palmo de su rostro. Me obligué a murmurar: ‘Bah, tonterías’, y me acerqué al borde de su lecho como cautivado.
“El cambio que tuvo lugar en sus rasgos es algo que nunca he visto y espero no volver a ver. Oh, no era clemencia, era fascinación lo que sentía. Fue como si se hubiera roto un velo. Entonces vi en ese rostro de marfil la expresión de un orgullo tenebroso, de un poder implacable, de un pavoroso Terror; una desesperación intensa e irreversible. ¿Acaso estaba reviviendo su vida en cada detalle de deseo, tentación y derrota durante ese momento supremo de conocimiento pleno? Sollozó ante alguna imagen, ante alguna visión. Sollozó dos veces con un grito que no fue más que un suspiro… ‘¡El horror! ¡El horror!’.
“Apagué la vela y salí de la cabina. Los peregrinos estaban cenando en el comedor y yo me senté en el lado opuesto al del administrador, que me lanzó una mirada inquisidora, eficazmente ignorada por mí. Se reclinó, sereno, con esa sonrisa peculiar con la que sellaba los abismos insondables de su mezquindad. Una lluvia incesante de diminutas moscas revoloteaba ante la lámpara, sobre el mantel, sobre nuestras manos y rostros. De repente, el ayudante del administrador asomó su insolente cabeza negra a través de la puerta y dijo en un tono de cáustico desdén: ‘El señó Kurtz… murió’.
“Todos los peregrinos corrieron a verlo. Yo me quedé en la mesa y terminé de comer. Creo que aquello fue considerado como un gesto de brutal indiferencia. Sin embargo, apenas probé bocado. Había una lámpara allí, una luz, ya me entendéis. Y en cambio afuera la oscuridad era algo bestial, bestial. No quise volver a acercarme al notable hombre que había dictado sentencia sobre las aventuras de su alma en esta tierra. La voz ya no estaba. ¿Qué otra cosa quedaba? Aunque desde luego puedo dar fe de que al día siguiente los peregrinos enterraron algo en un agujero lleno de lodo.
“Y luego estuvieron a punto de enterrarme a mí.
“No obstante, como veis, no llegué a acompañar a Kurtz en ese momento. Ciertamente, no. Tuve que quedarme allí para soñar la pesadilla hasta el final y demostrarle mi lealtad a Kurtz una vez más. Destino. ¡Mi destino! Qué cosa irrisoria, la vida: ese misterioso mecanismo que sigue una lógica implacable con fines fútiles. Lo más que se puede esperar de ella es un poco de conocimiento acerca de uno mismo —cosa que llega siempre demasiado tarde—, un brote de remordimientos inextinguibles. He luchado contra la muerte. Es el combate menos emocionante que se pueda imaginar. Tiene lugar en una grisura impalpable, con nada bajo los pies, con nada alrededor, sin espectadores, sin clamores, sin gloria, sin el poderoso deseo de obtener la victoria, sin el terrible miedo a la derrota, en una atmósfera mórbida de tibio escepticismo, sin mucha convicción sobre tus propios derechos y aún menos sobre los de tu adversario. Si ésa es la forma de la sabiduría postrera, entonces la vida es un acertijo más complicado de lo que algunos pensamos. Estaba a escasos segundos de mi última oportunidad para pronunciarme y me di cuenta con humillación de que probablemente no tendría nada que decir. Ésta es la razón por la que afirmo que Kurtz era un hombre extraordinario. Tenía algo que decir. Y lo dijo. Dado que yo mismo me había asomado al borde del abismo, comprendía mejor el significado de su mirada, que no podía ver la llama de la vela pero era lo bastante amplia para abarcar el universo entero, capaz de penetrar hasta el fondo de todos los corazones que laten en la oscuridad. Había hecho su recuento. Había dado su veredicto. ‘¡El horror!’. Un hombre extraordinario, sin duda. Después de todo, aquélla era la expresión de algún tipo de creencia; tenía candor, convicción, había una nota vibrante de rebeldía en aquel susurro, el aspecto pavoroso de una verdad entrevista… la extraña combinación entre el deseo y el odio. Y no es mi propia angustia lo que mejor recuerdo —una visión gris y sin forma, rellena de dolor físico y un desprecio indolente por la evanescencia de todas las cosas—, ni siquiera el dolor mismo. ¡No! Es su angustia la que pareciera yo haber vivido en carne propia. Cierto, él había dado ese último paseo, había traspasado el borde mientras me había permitido desandar mis pasos vacilantes. Y quizás en eso residía toda la diferencia; quizás toda la sabiduría, toda la verdad y toda la sinceridad se encuentran comprimidas en ese instante exiguo en que ambos atravesamos el umbral de lo invisible. ¡Quizás! Prefiero creer que mi resumen no habría sido una palabra de desdén y de indolencia. Fue mucho mejor su grito… mucho mejor. Una afirmación, una victoria moral cobrada a cambio de incontables derrotas, de abominables Terrores, de abominables placeres. ¡Pero fue una victoria! Es por ello que le guardé fidelidad a Kurtz hasta el final e incluso más tarde, cuando volví a oír, tiempo después, no su voz, sino el eco de su apabullante elocuencia en un alma tan translúcidamente pura como el cristal de roca.
“No, no me enterraron, aunque hay un lapso de tiempo que recuerdo borrosamente, con estremecido pasmo, como el viaje a través de un mundo inconcebible donde no había lugar para la esperanza y el deseo. Me vi de nuevo en la ciudad sepulcral, ante la ofensiva imagen de la gente que pululaba por las calles tratando de birlar un poco de dinero de sus prójimos, de devorar la famosa cocina, de tragar su malsana cerveza, de soñar sus insignificantes y estúpidos sueños. Esas personas se entrometieron en mis pensamientos. Eran intrusos cuyo conocimiento de la vida era para mí una simulación irritante, porque estaba seguro de que no tendrían modo de saber las cosas que yo ahora sabía. Sus modales, que eran simplemente los modales de individuos ordinarios atareados en sus asuntos a fin de asegurar su perfecto bienestar, me resultaban tan ofensivos como un vejatorio alarde de locura ante un peligro que se es incapaz de comprender. No tenía un interés particular en ilustrarlos, pero tenía ciertas dificultades a la hora de evitar reírme de sus caras, llenas de presunción y estupidez. Me atrevo a decir que no me encontraba muy sano en esos días. Daba tumbos por las calles —tenía varios asuntos por resolver allí—, sonriendo amargamente delante de personas perfectamente respetables. Admito que mi conducta era inexcusable, pero por aquel entonces mi temperatura rara vez era normal. El propósito de mi querida tía de ‘restablecer mis fuerzas’ me parecía del todo inadecuado. No eran mis fuerzas lo que necesitaba restablecer; era mi imaginación la que pedía consuelo. Conservaba el mazo de papeles que me había dado Kurtz, sin saber exactamente qué hacer con él. Su madre había muerto recientemente bajo los cuidados, según oí decir, de la prometida de Kurtz. Un hombre prolijo, bien afeitado, con ademanes oficiales y anteojos con marco dorado, me llamó un día y me hizo algunas preguntas, en un principio enrevesadas, luego delicadamente capciosas, sobre lo que él se complacía en llamar ‘ciertos documentos’. No me tomó por sorpresa porque ya había tenido dos discusiones con el administrador al respecto. Yo me había negado a entregarle un solo pedazo de papel de aquel mazo y asumí la misma actitud con el hombre de gafas. Al final se puso amenazador y, muy enardecido, adujo que la Compañía tenía todo el derecho de acceder a la más insignificante de las informaciones sobre sus ‘territorios’. Y añadió: ‘El conocimiento del señor Kurtz sobre las regiones inexploradas tiene por fuerza que haber sido vasto y peculiar, dadas sus grandes capacidades y las deplorables circunstancias en las que se vio obligado a vivir: por tanto…’. Le aseguré que el conocimiento del señor Kurtz, si bien vasto, no trataba sobre asuntos comerciales o administrativos. Entonces él invocó el interés científico. Sería una pérdida incalculable si esto y lo otro y etcétera, etcétera. Le ofrecí el informe sobre la ‘Supresión de las costumbres salvajes’, con el post scriptum debidamente eliminado. Lo recibió acucioso pero acabó resoplando con aire de desprecio. ‘Esto no es lo que esperábamos recibir’, declaró. ‘No espere nada más’, dije. ‘Solo hay correspondencia privada’. Se marchó amenazando con recurrir a procedimientos legales y ya no lo volví a ver más. Pero otro caballero, que se presentó como un primo del señor Kurtz, apareció dos días después, ansioso por oír todos los detalles sobre los últimos momentos de su querido pariente. Casualmente me dio a entender que Kurtz había sido, por encima de todo, un gran músico. ‘En ello residía la clave de su inmenso éxito’, dijo el hombre, que era organista, creo, y el pelo gris y lacio le caía sobre el cuello grasiento del abrigo. No tuve motivos para dudar de sus afirmaciones. Y hasta el día de hoy soy incapaz de decir cuál era la profesión de Kurtz, si es que tenía alguna, ni cuál era el mayor de sus talentos. Suponía que era un pintor que escribía para los periódicos, o un periodista que sabía pintar. Ni siquiera su primo (que estuvo tomando rapé durante nuestra entrevista) pudo decirlo con exactitud. Para él era un genio universal, cosa en la que yo estaba de acuerdo con el viejo caballero, que a continuación se sonó la nariz en un enorme pañuelo de algodón y se retiró con senil agitación, llevándose algunas cartas familiares y memorandas sin importancia. Por último apareció un periodista, ávido de informarse sobre el destino de ‘su querido colega’. Este visitante me contó que el ámbito apropiado para Kurtz tendría que haber sido la política ‘del lado popular’. Tenía cejas pobladas y rectas, el pelo hirsuto muy corto, un monóculo atado a un ribete ancho y, una vez que tomó confianza, opinó que en realidad Kurtz no era buen escritor. ‘Pero, ¡demonios, cómo hablaba! Era capaz de electrificar al público. Tenía fe, ¿me entiende usted? Tenía la fe. Podía convencerse a sí mismo de cualquier cosa. Cualquier cosa. Habría sido un espléndido líder de algún partido extremista’. ‘¿De qué partido?’, pregunté. ‘De cualquiera’, respondió el otro. ‘Era un… un… extremista, ¿no lo cree usted?’. Asentí. Luego, en un repentino arranque de curiosidad, me preguntó si yo sabía ‘qué lo había inducido a viajar a ese lugar’. ‘Lo sé’, dije y le entregué el informe para que lo publicara, si le parecía adecuado. Lo revisó por encima, farfullando entre dientes todo el tiempo, juzgó que ‘le serviría’ y se marchó con su botín.
“En definitiva me quedé solo con un escueto fajo de cartas y el retrato de la mujer, que me pareció hermosa. Quiero decir, tenía una hermosa expresión en el rostro. Sé que es posible obligar a la luz del sol a mentir también, aunque sentía que ninguna manipulación o pose podrían haber producido la delicada sombra de la sinceridad que irradiaban esos rasgos. Parecía alguien dispuesto a escuchar sin prejuicios, sin suspicacias, sin egoísmos. Decidí que iría personalmente a devolverle su retrato y las cartas. ¿Curiosidad? Sí, claro. Y también otros sentimientos, tal vez. Todo lo que alguna vez le perteneciera a Kurtz se me había escapado de las manos: su alma, su cuerpo, su estación, sus planes, su marfil, su carrera. Solo quedaban su recuerdo y su prometida; y yo quería dejar también esto último en manos del pasado, de alguna manera, a fin de librarme personalmente de todo cuanto quedaba de él en mí y entregarlo al olvido, que es la última palabra de nuestro destino común. No me estoy defendiendo. No tengo una clara percepción de lo que realmente quería en ese momento. Quizás se tratara de un impulso de lealtad inconsciente o del cumplimiento de una de esas irónicas necesidades que acechan tras las vicisitudes de la existencia humana. No lo sé. No sabría decirlo. Pero lo hice.
“Yo creía que su recuerdo era como los otros recuerdos de los muertos que se acumulan a lo largo de la vida de todo hombre; una vaga impresión en el cerebro de las sombras que habían caído sobre él en su paso fugaz y postrero. Pero al hallarme delante de la alta y ponderosa puerta, entre grandes casas de una calle tranquila y decorosa que recordaba el prolijo sendero de un cementerio, vi surgir la imagen de Kurtz en la camilla, abriendo su boca vorazmente como si quisiera comerse toda la tierra, a la humanidad entera. Fue como si lo tuviera ante mí, más vivo que nunca, una sombra insaciable hecha de espléndidas apariencias, de espeluznantes realidades: una sombra más oscura que las tinieblas de la noche, envuelta noblemente en los pliegues de una portentosa elocuencia. La visión pareció entrar a la casa junto a mí —la camilla, los fantasmales porteadores, la salvaje multitud de obedientes adoradores, el resplandor en la jungla, el brillo de la superficie del río entre los recodos tenebrosos, el golpe del tambor, regular y sordo como el latido de un corazón, el corazón de unas tinieblas imperiales—. Fue un momento de triunfo para la selva, una avalancha invasora y vengativa que, me pareció entonces, tendría que mantener a raya por mí mismo en aras de la salvación de otra alma. Y el recuerdo de lo que le había oído decir allá lejos, con las formas cornudas revolviéndose a mis espaldas, entre el brillo de las hogueras que ardían en los pacientes bosques, esas frases entrecortadas volvieron a mi memoria, las oí de nuevo con toda su ominosa y aterradora simplicidad. Recordé sus abyectas súplicas, sus abyectas amenazas, el tamaño colosal de sus viles deseos, la crueldad, el tormento, la angustia tempestuosa de su alma. Y más tarde me pareció estar viendo su talante sosegado y lánguido, como aquel día en que dijo: ‘Este lote de marfil ahora me pertenece solo a mí. La Compañía no lo ha pagado. Yo mismo lo recogí a costa de un gran riesgo personal. Me temo, sin embargo, que intentarán reclamarlo como propio, ¿eh? Es un caso difícil. ¿Qué cree que debería hacer? ¿Resistir? ¿Ah? Solo quiero que se haga justicia…’. Solo quería que se hiciera justicia, solo justicia. Toqué el timbre delante de una puerta de caoba en la planta baja y mientras esperaba sentí que Kurtz me miraba desde detrás de la ventana; me miraba con esa inmensa y amplia mirada suya que parecía abarcar, condenar y aborrecer todo el universo. Incluso creí oír aquel grito sofocado: ‘¡El horror! ¡El horror!’.
“La tarde estaba cayendo. Tuve que esperar en un salón con tres grandes ventanales que iban del techo al suelo y eran como tres columnas luminosas y cortinadas. Las doradas patas torneadas y los espaldares del mobiliario brillaban en sutiles curvas. La enorme chimenea de mármol irradiaba una blancura fría y monumental. Un piano de cola reposaba imponente en un rincón, lanzando a la sala oscuros brillos desde las superficies planas como un sarcófago negro y lustroso. Una puerta se abrió. Yo me levanté.
“Ella se acercó, vestida de negro, con el rostro pálido, flotando hacia mí en la penumbra. Estaba de luto. Había pasado más de un año desde la muerte de Kurtz, más de un año desde que llegaran las noticias, pero ella parecía como si estuviera resignada a recordar y a guardar luto para el resto de su vida. Me agarró las dos manos y murmuró: ‘Me dijeron que vendría’. Noté que no era muy joven, quiero decir, que no era una chica. Poseía una madurez que la capacitaba para la fidelidad, para la fe y el sufrimiento. El salón parecía haberse oscurecido, como si toda la triste luz de la tarde nublada se hubiera refugiado en el rostro de esa mujer. Su pelo rubio, su semblante pálido, su ceño puro, parecían estar rodeados de un halo ceniciento desde el cual me miraba con sus ojos oscuros. Unos ojos que transmitían inocencia, profundidad, seguridad y confianza. Ostentaba su talante acongojado con cierto orgullo, como si dijera: yo, solo yo sé guardarle luto como se merece. Pero en un momento, cuando no habíamos terminado de saludarnos, una expresión de fatal desolación cruzó por su rostro de tal manera que me di cuenta de que era una de esas criaturas que no se prestan como juguetes del Tiempo. Pues para ella era como si él hubiera muerto el día anterior. ¡Y por Júpiter! La impresión fue tan intensa que yo mismo sentí que acababa de morir, no el día anterior, no. ¡En ese mismo instante! Pude verlos juntos en aquel momento: la muerte de Kurtz y la pena de ella. Pude ver su pena en el mismo instante de la muerte de Kurtz. ¿Me entendéis? Los vi juntos. Los oí a la vez. Ella había dicho con un gran suspiro: ‘He sobrevivido’; mientras mis oídos oían claramente, mezclados con sus desesperados lamentos, aquel susurro conciso de eterna condenación. Me pregunté qué hacía allí, con una sensación de pánico en mi corazón como si hubiera penetrado en un lugar lleno de misterios absurdos y crueles, no aptos para ser contemplados por ningún ser humano. Ella me condujo a una silla. Nos sentamos. Apoyé el fajo de cartas suavemente sobre la pequeña mesa de centro y ella posó su mano sobre él… ‘Usted lo conocía bien’, susurró, al cabo de un momento de acongojado silencio.
“‘La intimidad crece rápidamente en aquel lugar’, dije. ‘Lo conocí todo lo que es posible conocer a otro hombre’.
“‘Y usted lo admiraba’, dijo. ‘Es imposible conocerlo y no admirarlo, ¿no es así?’.
“‘Era un hombre notable’, contesté, incómodo. Entonces, ante la cautivadora quietud de su mirada, que parecía aguardar más palabras de mi boca, proseguí: ‘Era imposible no…’.
“‘No amarlo’, me interrumpió enérgicamente, obligándome a guardar un silencio consternado. ‘¡Es cierto! ¡Es cierto! ¡Máxime cuando uno ha llegado a conocerlo como yo lo hice! Me gané su noble confianza. Yo lo conocía mejor que nadie’.
“‘Usted lo conocía mejor que nadie’, repetí. Y quizás era cierto. Pero con cada palabra que decíamos el salón se iba oscureciendo más y más y solo su frente, despejada y clara, seguía iluminada por la inextinguible luz de la fe y el amor.
“‘Usted era su amigo’, continuó. ‘Su amigo’, repitió elevando un poco la voz. ‘Debe de haber sido su amigo para que él le haya entregado esto y le haya pedido que me lo trajera. Siento que puedo hablar con usted abiertamente. ¡Oh! ¡Y debo hablar! Quiero que usted, usted, que escuchó sus últimas palabras, sepa que he sido digna de él… no lo digo por orgullo… ¡Sí! Estoy orgullosa de saber que yo lo entendía mejor que nadie más sobre la faz de la tierra. Él mismo me lo dijo. Y desde que su madre murió no tengo a nadie que… a nadie para, para…’.
“Yo escuchaba. La oscuridad se acentuaba. Ni siquiera estaba seguro de si él me había entregado el fajo correcto. Sospecho más bien que quería que cuidara de otro mazo de papeles que, tras su muerte, vi al administrador examinando bajo la lámpara. Y la chica hablaba, aliviando su dolor en la certeza de mi simpatía; hablaba como beben los hombres sedientos. Había oído decir que su compromiso con Kurtz no estaba bien visto por la familia de ella. Porque él no era lo bastante rico o algo así. Y en efecto no sé si Kurtz no habrá sido pobre toda su vida. Él mismo me había dado motivos para deducir que fue su impaciencia por aquella pobreza relativa lo que lo llevó a viajar a ese lugar remoto.
“‘… imposible no ser su amigo después de oírlo hablar aunque fuera una sola vez’, decía ella. ‘Atraía a la gente porque sabía sacar lo mejor de todos’. Me miró intensamente. ‘Es el don de los grandes hombres’, continuó, y el sonido de su voz parecía venir acompañado por todos esos sonidos llenos de misterio, desolación y pena que alguna vez oyera: el rumor del río, el farfullar de los árboles mecidos por el viento, los murmullos de las muchedumbres salvajes, el tenue ciclo de palabras incomprensibles pronunciadas a lo lejos, el susurro de una voz que hablaba desde el otro lado del umbral de la oscuridad eterna. ‘¡Pero usted lo escuchó! ¡Usted lo sabe!’, gritó.
“‘Sí, lo sé’, dije, con algo parecido a la desesperación en mi corazón pero inclinando mi cabeza ante la fe que ella demostraba, delante de aquella grandiosa y esperanzadora ilusión que alumbraba con una luz sobrenatural en medio de la oscuridad, en esa triunfante oscuridad de la que yo habría sido incapaz de defenderla —de la cual habría preferido no tener que defenderme a mí mismo.
“‘Qué pérdida para mí. Para nosotros’, se corrigió con conmovedora generosidad; luego añadió en un susurro: ‘Para el mundo’. Con las últimas luces del crepúsculo pude ver el brillo de sus ojos llenos de lágrimas; lágrimas que no caían.
“‘He sido muy feliz, muy afortunada, estoy orgullosa’, prosiguió. ‘Demasiado afortunada. Demasiado feliz por un tiempo breve. Y ahora seré infeliz… para el resto de mi vida’.
“Ella se levantó; su pelo rubio pareció capturar toda la luz restante en un destello dorado. Yo también me levanté.
“‘Y de todo esto’, dijo, apesadumbrada, ‘de todo su compromiso y de su grandeza, de su espíritu generoso, de su noble corazón, nada queda… nada salvo un recuerdo. Usted y yo…’.
“‘Siempre lo recordaremos’, me apresuré a decir.
“‘¡No!’, gritó. ‘Es imposible que todo esto se pierda, que semejante vida deba ser sacrificada para que no quede nada… salvo el dolor. Usted conoce los grandes planes que tenía. Yo también. Quizás no los entendía. Pero otros estaban al tanto de ellos. Algo debe quedar. Sus palabras, al menos, no han muerto’.
“‘Sus palabras perdurarán para siempre’, dije.
“‘Y su ejemplo’, susurró para sí misma. ‘Era un ejemplo para muchos hombres, su bondad brillaba en cada acto. Sus enseñanzas…’.
“‘Cierto’, dije. ‘Sus enseñanzas también, sí. Me olvidaba de eso’.
“‘Pero yo no. No puedo, no puedo creerlo. Todavía no me hago a la idea de que no volveré a verlo nunca, de que nadie volverá a verlo nunca, nunca, nunca’.
“Hizo un gesto como si tratara de atrapar una figura evanescente, la silueta negra de los brazos y los puños cerrados, pálidos, contra el estrecho y moribundo resplandor de la ventana. ¡Nunca volveré a verlo! Lo vi con suficiente claridad en su debido momento. Seguiré viendo a ese fantasma elocuente mientras viva y seguiré viéndola a ella también, ese Espectro trágico y familiar, cuyo gesto recordaba a otro espectro, también trágico, engalanado de inútiles fetiches, estirando sus brazos cobrizos sobre los destellos de la corriente infernal, la corriente de la oscuridad. De repente dijo en voz muy baja: ‘Murió como vivió’.
“‘Su final’, añadí yo con una furia sorda que se revolvía en mi interior, ‘fue digno de su vida en todos los sentidos’.
“‘Y yo no estuve allí para acompañarlo’, murmuró. Mi furia cedió ante un sentimiento de infinita piedad.
“‘Se hizo todo lo posible…’, mascullé.
“‘Ah, pero yo creía en él más que en nada en la tierra, más que en su propia madre, más que… que en sí mismo. ¡Me necesitaba! ¡A mí! Habría guardado como un tesoro cada suspiro, cada palabra, cada gesto, cada mirada’.
“Sentí un golpe de frío en el pecho. ‘No’, dije, sin poder apenas contenerme.
“‘Perdóneme. Yo, yo he sufrido tanto tiempo en silencio, en silencio… Usted estuvo allí con él… hasta el final, ¿no es así? Pienso en su soledad. No hubo nadie cerca que pudiera comprenderlo como yo lo habría hecho. Quizás nadie que escuchara…’.
“‘Yo estuve allí hasta el último instante’, dije con voz trémula. ‘Oí sus últimas palabras…’. Me interrumpí, aterrado.
“‘Repítamelas’, dijo con el corazón destrozado. ‘Quiero… quiero… algo, algo que conservar para el resto de mi vida’.
“Estuve a punto de gritarle: ‘¿Acaso no las oye?’. Las tinieblas las repetían en un susurro que persistía a nuestro alrededor, en un susurro que parecía hincharse amenazadoramente como el primer soplo de un torbellino. ‘¡El horror! ¡El horror!’.
“‘Sus últimas palabras… para que se queden conmigo’, murmuró. ‘¿No comprende usted cuánto lo amaba? Lo amaba. ¡Lo amaba!’.
“Recobré la compostura y hablé lentamente.
“‘Las últimas palabras que pronunció fueron… su nombre’.
“Oí un leve suspiro y entonces mi corazón se paró en seco, se detuvo del todo con el exultante y aterrador grito, un grito de inconcebible triunfo e inefable dolor. ‘¡Lo sabía! ¡Estaba segura!’. Ella lo sabía. Estaba segura. La oí sollozar. Se había cubierto el rostro con las manos. Me pareció que la casa se derrumbaría antes de que yo pudiera escapar, como si el cielo se fuera a desplomar sobre mi cabeza. Pero nada de eso ocurrió. El cielo no se cae por semejantes minucias. ¿Se habría caído, me pregunté, si hubiera tratado a Kurtz como se merecía? ¿Acaso no había dicho él mismo que solo quería que se hiciera justicia? Pero no pude. No pude decírselo. Aquello habría sido demasiado tenebroso, absolutamente tenebroso…
Marlow dejó de hablar y se sentó aparte, etéreo y silencioso, con la pose de un Buda en plena meditación. Durante unos minutos nadie se movió.
—Hemos perdido el primer reflujo —dijo de repente el director. Levanté la vista. El mar estaba obturado por una muralla de nubes negras y el río sereno que conducía a los confines del mundo pasaba sombrío bajo el cielo encapotado. Se diría que fluía rumbo al corazón de una inmensa oscuridad.
*FIN*