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El crítico de arte

[Cuento - Texto completo.]

Dino Buzzati

En la sala DCXXII de la Bienal el conocido crítico Paolo Malusardi se detuvo perplejo. Era una exposición individual de Leo Squittinna, unos treinta cuadros aparentemente iguales, formados por una retícula de líneas perpendiculares tipo Mondrian, solo que en este caso el fondo era de colores vivos y en el enrejado, por así decirlo, los trazos horizontales, mucho más gruesos que los verticales, se espesaban aquí y allá, lo que daba una sensación de pulsación, de apretón, de calambre, como cuando en las digestiones difíciles hay algo que se atasca en el estómago y duele, hasta que el buen funcionamiento de las vísceras lo disuelve.

Con el rabillo del ojo, el crítico se aseguró de que no tenía testigos. Sí, estaba completamente solo. Esa tarde tórrida los visitantes habían sido pocos, y esos pocos ya se retiraban. En breve cerrarían.

¿Squittinna? El crítico rebuscó en su memoria. Lo había conocido en Roma hacía tres años, si no se equivocaba. Pero por entonces el pintor aún pintaba cosas: figuras humanas, paisajes, jarrones y peras, de acuerdo con la putrefacta tradición. No recordaba nada más.

Buscó en el catálogo. La lista de los cuadros expuestos tenía una breve introducción de un tal Ermanno Lais. Echó un vistazo: el rollo de siempre. Squittinna, Squittinna, repitió por lo bajo. El nombre le recordaba algo reciente. Pero era un recuerdo huidizo. Ah, sí. Dos días antes le había hablado de él Tamburini, un hombre bajito y jorobado que no se perdía ninguna exposición importante, un maníaco que desfogaba sus frustraciones a la sombra de los pintores, un pelmazo insoportable y muy temido. Pero infalible, dada su larga y desinteresada experiencia, cuando se trataba de percibir o, mejor dicho, presentir un fenómeno al que las revistas, dos años después, dedicarían páginas enteras en color con el aval de la crítica oficial. Pues bien, el tal Tamburini, auténtico hurón de las bellas artes, dos noches antes, en una mesa del Florian, había lanzado una larga perorata, sin que los presentes le prestasen atención, precisamente a favor de Squittinna, la única gran revelación, sostenía, de la Bienal veneciana, la única personalidad que “sobresalía del pantano —palabras textuales— del conformismo no figurativo”.

Squittinna, Squittinna, extraño nombre. El crítico repasó mentalmente un centenar largo de artículos de sus colegas publicados hasta entonces sobre la exposición. Ninguno había dedicado más de dos o tres renglones a Squittinna. Squittinna había pasado inadvertido. Así que era terreno virgen. Para él, ya crítico de primera fila, podía ser una ocasión excelente.

Miró con más atención. La verdad es que esas geometrías desnudas, lo que se decía conmoverle, no le conmovían lo más mínimo. Es más, le traían sin cuidado. Pero podían ser el principio de algo. A lo mejor el destino le tenía reservada la envidiable misión de revelar a un gran artista nuevo.

Volvió a mirar los cuadros. ¿Podía correr el riesgo —se preguntó— de pronunciarse a favor de Squittinna? ¿Le podría reprochar algún colega el haber cometido una gaffe escandalosa? Decididamente, no. Esos lienzos eran tan esenciales, tan desnudos, distaban tanto de cualquier intento de agradar a los sentidos vulgares, que si un crítico los elogiaba estaría fuera de peligro. Por no hablar de la posibilidad —¿por qué descartarla a priori?— de que allí hubiera realmente un genio que acabaría dando mucho que hablar y llenando de cuatricromías varios volúmenes de Skira.

Animado por estos pensamientos, ante la perspectiva de escribir un artículo que haría palidecer de envidia a sus colegas por haber dejado escapar una presa tan apetitosa, hizo un ligero examen de conciencia. ¿Qué se podía decir de Squittinna? En determinadas (y raras) condiciones favorables, el crítico por lo menos lograba ser sincero consigo mismo. Y se contestó. “Podría decir que Squittinna es un pintor abstracto. Que sus cuadros no quieren representar nada. Que su lenguaje es un puro juego geométrico de espacios cuadriláteros y líneas que los cierran. Y que espera hacerse perdonar el manifiesto plagio de Mondrian con una innovación divertida: hacer más gruesas las líneas horizontales y más finas las verticales y variar dicho grosor para obtener un curioso efecto, como si la superficie del cuadro no fuese nunca plana sino ondulada. En suma, un trompe l’oeil abstracto…”.

“Caramba, qué ocurrencia tan magnífica”, se dijo a sí mismo el crítico, “va a resultar que no eres del todo idiota”. Pero entonces sintió un escalofrío, como alguien que paseando despreocupadamente de pronto se da cuenta de que está al borde de un precipicio. Si hubiese volcado esas ideas en un papel, sin más, tal como le habían venido a la mente, ¿qué habrían dicho de él en el mundillo, en las mesas del Florian, en la calle Margutta, en la Dirección General de Bellas Artes, en los cafés de la calle Brera? Sonrió al pensarlo. No, no, gracias a Dios conocía bien el oficio. Hay un lenguaje adecuado para cada cosa, y él era muy ducho en el lenguaje que se refiere a la pintura. Si acaso, solo Poltergeister podía medirse con él. En el candelero de la vanguardia crítica, él, Malusardi, era quizá el más visible de todos, el más temido.

Una hora después, en la habitación del hotel, con el catálogo de la Bienal delante y una botella de agua mineral, fumando un cigarrillo tras otro, escribía:

“… a quien —se refería a Squittinna— sería sumamente osado no reconocer, aun bajo el voluntario peso de unos vínculos estilísticos inevitables y harto evidentes, una intensificación, por no decir una vocación irrefrenable por los ascetismos formales que, sin rechazar las sugerencias de la causalidad dialéctica, pretenden corroborar una estricta medida del acto representativo, o mejor dicho evocativo, cual perentoria imposición rítmica con arreglo a un repertorio de prefiguraciones filtradas…”.

¿Y cómo expresar con un mínimo de decoro esotérico el vulgar concepto de trompe l’oeil? Pues así, por ejemplo:

“Pero aquí precisamente se establece cómo la mecánica mondrianiana solo se aviene en el límite de un tránsito de noción a conciencia de la realidad, donde la segunda estará representada en su prontitud fenoménica más exigente, sí, pero merced a un abstraerse puntual, se ampliará en una subrogación operacional de un alcance más vasto e impracticable…”.

Lo releyó dos veces, meneó la cabeza, borró “vocación irrefrenable”, añadió, después de “corroborar”, la precisión “con inusitada riqueza de significados”, lo volvió a leer dos veces más, volvió a menear la cabeza, descolgó el teléfono, pidió que le pusieran con el bar, encargó un whisky doble y se arrellanó en la butaca, absorto en pensamientos tortuosos. No estaba satisfecho, tal vez el whisky le proporcionara la anhelada inspiración.

Se la proporcionó. En un abrir y cerrar de ojos. Porque si —fue la pregunta que se hizo de pronto a sí mismo— de la poesía hermética había germinado casi por necesidad una crítica hermética, ¿acaso no era pertinente que de lo abstracto naciera una crítica abstracta? Casi se estremeció al pensar en las consecuencias de una concepción tan audaz. Un verdadero hallazgo. Muy sencillo y sin embargo difícil, como todas las cosas sencillas. Tanto es así que nadie había reparado en ello. Y él sería el iniciador. Ahora solo le quedaba trasladar a la hoja escrita una técnica adoptada hasta entonces en el lienzo. Con cierta vacilación al principio, como quien prueba un mecanismo desconocido, luego con más aplomo, a medida que iban sucediéndose las palabras, y al final con imperioso orgullo, escribió:

“… a quien —Squittinna— entretanto porque en el contrapunto de una estrategia testimonial, se descubre el nexo de redención del consunto servil relacionamiento realidad-realidad entre los postulados aditivos. Síntoma explícito de un hacerse. Y el inquieto sumirse en un momento fatal por tanto, del que los módulos consumarían la apariencia de una sustancia eficiente, tan avisada y sensible como para consumar los términos en supervivencia peculiar de poesía”.

Se detuvo, jadeante, febril. Releyó ansiosamente. No, todavía no. La inercia de las viejas costumbres le hacía retroceder a un lenguaje demasiado habitual. Había que romper las últimas cadenas para conquistar una libertad sustancial. Se lanzó con frenesí.

“El pintor”, escribió, dominado por un raptus imperioso, “de del con el aflorizo ganolsi concienciamos la simialejarse. ¡Recusia estemésica! Otronó se memoraría el porsuyo estiese en corisadicón helibutorro. Ziano que pregunnice el cualitar rumeléptico de sabirespo señoró. Y estonfío tecio y molde igualitarían en Squittinna el trilismo cernosti de ancomacona percusí. Tambrón tambrón, quilera debrésimos, guiéndola namicadis cos tufro fulcrosos, cuantano, sol gicla de nogiques los metaciones, gosibarras, que mós llevanpo si su predomioranza-belusmético, rifé comenzando por rerar la bifecta posea o pisca. Veré qui…”.

Ya era de noche cuando paró a descansar. Se sentía agotado y destrozado, como si le hubieran dado una paliza. Pero feliz. Quince hojas de apretada escritura estaban esparcidas a su alrededor. Las recogió. Las releyó mientras apuraba el último whisky del fondo del vaso. Al final improvisó una danza de victoria. ¡Demonios, eso sí que era genio!

 

 

Recostada cómodamente en el sofá, Fabrizia Smith-Lombrassa, una chica la mar de moderna o, dicho de un modo más fino, “muy puesta”, leía ávidamente el ensayo crítico. De repente se echó a reír.

—Fíjate, fíjate, Diomeda, qué maravilla —dijo dirigiéndose a su amiga—, fíjate cómo Malusardi les canta las cuarenta a esos pobres figurativos… ¡Rifé comenzando por rerar la bifecta posea o pisca!

Las dos rieron con ganas.

—Es divertido, ya lo creo —aprobó Diomeda—. Ah, Malusardi, le adoro. ¡Es formidable!

*FIN*


“Il critico d’arte”,
Sessanta racconti, 1958


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