Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

El cuento literario o la concentrada intensidad narrativa


Miguel Díez R.

Etimológicamente, cuento proviene del vocablo latino computum, cuenta o cálculo, que, por un fenómeno de traslación y deslizamiento semántico, pasó de la enumeración de objetos a la de hechos sucedidos, sucesos o acontecimientos fingidos; como dice E. Ánderson Ímbert, el cómputo se hizo cuento. De una manera muy sencilla y general, el cuento podría definirse como la narración de una acción ficticia, de carácter sencillo y breve extensión, hecha con fines morales o recreativos, de muy variadas tendencias a través de una rica tradición popular y literaria.

La palabra cuento se ha empleado en la literatura española con distintos significados que resumimos muy por encima, sin demasiadas precisiones. Las antiguas narraciones breves castellanas se denominaban fábulas, enxiemplos, apólogos, proverbios, etc. El término cuento aparece en el Renacimiento junto con la palabra novela, diminutivo del latín nova, en italiano nuova y novella, con el significado de breve noticia, pequeña historia.  Novela llegará a designar las narraciones “escritas” cortas y se empezará a emplear cuento  para las narraciones cortas de tono popular y carácter “oral”, y también para los chistes, anécdotas, refranes, etc. En épocas ya posteriores, la palabra novela se reservará definitivamente para las narraciones literarias extensas. En el Romanticismo, la denominación cuento se emplea para las narraciones, versificadas o en prosa, de carácter popular, legendario o fantásticas, aun cuando para estas últimas también se utilizan los términos leyenda, balada, etc. La situación actual es la siguiente: la narración corta se designa con dos términos diferenciados, cuento popular y cuento literario, y se reserva la denominación novela corta para la narración intermedia en cuanto a extensión entre cuento literario y novela

La diferencia entre el cuento popular y el literario es fácil de establecer. Frente a la tradición y transmisión oral, la anonimia, el carácter de bien de todos, la universalidad, las variantes, la simplicidad, esquematización y uniformidad del cuento popular, el cuento literario  presenta una marcada voluntad de estilo, o sea, una forma literaria cuidada y específica, esa y no otra -sin ninguna posibilidad de variantes o cambios-, creada por un autor con nombre y apellidos, enmarcado en un “aquí” y “ahora” concretos, que, mediante esa narración tan breve y en apariencia tan frágil, intenta transmitir lo que, con libre imaginación y consciente de su originalidad, ha querido fabular o ficcionar; es decir, las vivencias, los sentimiento y las ideas, la alegría y el dolor -“los gozos y las sombras”- del complejo mundo que habita.

Un narrador es alguien que mira el mundo y a los hombres, y carga con toda la memoria de ellos, para que nada del hombre se pierda. […] una especie de sabueso, que se recorre infierno, tierra y cielo para dar con un rastro de hombre, una historia de hombre, pero quizás es sobre todo alguien que recoge las confidencias de voces y personajes, y las cuenta (1).

Las diferencias entre cuento y novela -el género mayor de la narrativa moderna, el más complejo y el más importante- estriban en que aquel, como se explicará profusamente más adelante, actúa con rapidez, concentración e intensidad para expresar una instantánea de la realidad; al contrario que la novela que lo hace por acumulación y extensión al implicar la creación de un mundo completo. Como se verá en un texto posterior, Juan Bosch decía que la novela es extensa, el cuento intenso y Julio Cortázar opinaba que la novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía (2). En el cine aparecen multitud de escenarios, acciones, personajes, con variedad de planos, como en la novela. En cambio, la fotografía eterniza el instante de unos personajes en un escenario y tiempo únicos; y su belleza radica en la intensidad y en el acierto con que se capte ese instante. Pero hay que precisar que el cuento, esa instantánea de la realidad, a diferencia de la fotografía, siempre posee transcurso temporal, aunque resulte apenas perceptible. Y, desde luego, el cuento deberá presentar una marcada densidad significativa y una extremada concentración en su economía de hechos, personajes y palabras que impidan que el lector “se distraiga”. La acción de la novela se complica, al contrario, con mayor número de episodios y personajes, con mayor complejidad psicológica y de planos temporales, además de detalladas descripciones de ambientes, objetos y personas.

Una novela –cuanto más si es extensa- admite cualquier planteamiento, cualquier objetivo que se le ocurra al novelista. Tal es su amplitud, su diversidad, su “cosmopolitismo literario” podríamos decir. Debido a estas razones, en una novela es imposible esa perfección que puede lograrse en un cuento. Por su pequeñez espacio-temporal, este no sólo admite sino que exige precisión, armonía y exactitud. Lo principal en él es el suceso y adónde nos conduce. Suceso único y hermético, sin ningún intersticio que permita penetrar la menor partícula del mundo real o que no sea del presentado por el cuentista y que, simultáneamente, no permita la menor distracción del lector. Este se halla, de pronto, prisionero en una estrecha celda completamente oscura y tan desmantelada que no puede prestar atención más que a las mágicas palabras que a sus oídos o a su corazón le dicta o le sugiere ese mago invisible que se ha apoderado de él. ¡Y pobre del cuentista que tolere que la más insignificante ventana o mirilla o agujero en la pared distraiga a su prisionero, o que este se fugue de la celda! (3).

La diferencia principal, pues, entre narración larga y narración corta radica probablemente en que, en el género breve, el lector u oyente tiene la posibilidad de controlar con la memoria, de forma total o casi total, los elementos narrativos presentados -un cuento se recuerda entero o no se recuerda-, mientras que eso no puede producirse ni por asomo en el caso de la novela, que puede incluir vastas digresiones, elementos accesorios y redundantes, etc. Pero también se da una diferencia en la modalidad de la recepción: es posible -y diríamos que necesario, según se ha indicado- leer un cuento de una tirada; en cambio, leer una novela normalmente requiere, por su extensión, efectuar pausas (4).

Ahora bien, la diferencia del cuento y la novela no solamente se encuentra en sus dimensiones y en la eliminación de todo lo que se tenga por accesorio, sino también en el carácter de sus argumentos. En este sentido, y en contra de lo que a veces se dice, no es elogioso para un buen cuento afirmar de él que pueda convertirse en una buena novela, simplemente ampliándolo. En este caso, como se ha afirmado, es muy probable que estemos no ante un buen cuento, sino ante una novela frustrada.

Sin embargo, sí es verdad que el relato contemporáneo admite elementos procedentes de la literatura fantástica, de la ciencia-ficción, de la novela policial, y puede provocar de una manera tan satisfactoria como la novela variados sentimientos de admiración, suspense, miedo, angustia, comicidad, etc. Además los recursos de tratamiento del narrador, de los personajes, del tiempo, los modos de focalización, el uso de técnicas literarias: descripción, diálogo, monólogo, narración pura y simple, epístola, collage de textos ajenos, etc. hacen del género breve una materia narrativa tan elaborada como la novela, siempre que se conjugue con la tan insistida brevedad y siempre que -requisito indispensable- exista una historia de tal manera sustentada que el lector pueda captarla y contarla fácilmente en su totalidad sin los vericuetos y complejidades propios de la novela. Sólo queda, pues, como rasgo diferenciador entre ambos géneros, como venimos repitiendo, la menor extensión del cuento frente a la novela, su esencial unidad de impresión y, en definitiva, esa intensidad que le otorga la condensación que a veces acerca el relato al poema (5).

Se dice a menudo que el cuento es una novela en síntesis y que la novela requiere más aliento en el que la escribe. En realidad los dos géneros son dos cosas distintas; y es más difícil lograr un buen libro de cuentos que una novela buena. Comparar diez páginas de cuento con las doscientas cincuenta de una novela es una ligereza. Una novela de esa dimensión puede escribirse en dos meses; un libro de cuentos que sea bueno y que tenga doscientas cincuenta páginas, no se logra en tan corto tiempo. La diferencia fundamental entre un género y el otro está en la dirección: la novela es extensa; el cuento es intenso. El novelista crea caracteres y a menudo sucede que esos caracteres se le rebelan al autor y actúan conforme a sus propias naturalezas, de manera que con frecuencia una novela no termina como el novelista lo había planeado, sino como los personajes de la obra lo determinan con sus hechos. En el cuento, la situación es diferente; el cuento tiene que ser obra exclusiva del cuentista. Él es el padre y el dictador de sus Criaturas; no puede dejarlas libres ni tolerarles rebeliones (6).

Para terminar estas reflexiones sobre las relaciones entre cuento y novela, recordemos las irónicas palabras de William Faulkner: Todo novelista quiere escribir poesía, descubre que no puede y a continuación intenta el cuento, y al volver a fracasar, y sólo entonces, se pone a escribir novelas.

Existen otras narraciones que sin llegar a ser novelas tampoco son cuentos debido a su mayor extensión, a la inclusión de más detalles, más descripciones, más incidentes que  diluyen un tanto la unidad e intensidad, la reducción y concentración, al no centrarse tan absorbentemente en un único momento. Y, sin embargo, sí se trata de relatos que desarrollan una historia muy definida, desarrollada mediante un único hilo narrativo, de estructura nada compleja, centrada en muy pocos personajes y, generalmente, en un espacio y tiempo reducidos. Este tipo de narración actúa intensiva y no extensivamente, no se dispersa y mantiene tal unidad de efecto e impresión que golpea la sensibilidad del lector con la fuerza de una sola vibración emocional, aunque más prolongada que en el cuento. Este género narrativo se denomina nouvelle en francés; en inglés, long short story y, entre nosotros, recibe la denominación de novela corta. (7) El profesor Baquero Goyanes afirma que es lástima que para este tipo de narración no haya prevalecido el nombre de cuento largo al estar este género más vinculado al cuento que a la novela extensa. El cuento largo  es un relato cuyo tema, cuyo desarrollo, ha exigido más páginas que las normales de un cuento (8).

Cuando se trata de un tema tan sugerente como el de las relaciones entre cuento y poesía lírica, nunca se pretende mezclar dos géneros literarios bien distintos  o pensar que el cuento sea un tipo especial de lírica. Lo que se intenta es mostrar cómo el cuento literario se acerca al campo de la creación poética por su propia génesis, por el tono y, especialmente, por los efectos que su lectura puede provocar en el lector. La concentración e intensidad, la tensión y unidad de efecto de las que trataremos profusamente más adelante y a las que habría que añadir la iluminación o el deslumbramiento (9), son características propias del buen relato moderno que lo relacionan, como tantas veces se ha afirmado, con el poema lírico. Si en el buen poema se encuentra el grado límite de la expresión lírica, en el buen cuento se halla el de la expresión narrativa, incluso se ha llegado a definir el cuento como la lírica de la prosa. Tanto uno como otro exigen al autor una cuidadosa elección de cada palabra, una purificación llevada al límite, y los dos se concibe súbitamente, como un intenso fogonazo, ya que gracias a su brevedad pueden provocar, como también decía Poe, una exaltación del alma imposible de sostenerse por mucho tiempo, porque los momentos de alta excitación son necesariamente fugaces. Las emociones y sentimientos que un cuento despierta algunas veces en el lector pueden ser muy parecidos a los de la lectura de ciertos poemas; en palabras de Baquero Goyanes: un efecto entre deslumbrador y quemante. O, más explícitamente y según Raúl H.Castagnino:

Un cuento equivale a un poema. Se constituye por un acto de creación semejante, fundado en la palabra, en el arte verbal. Requiere también una motivación, profunda intención poética, tensión unitaria. Reclama, en el acto creador, la misma inmediatez del poema, intensidad y concentración. Extenderlo es diluirlo, es denunciar su andamiaje. Es transferirlo a otra especie: novela corta o novela (10).

Como observó Baquero Goyanes, antes del siglo XIX el cuento se manejaba sin plena consciencia de su importancia como género literario con personalidad propia. Era un género menor del que no se sospechaban las posibilidades de belleza y emoción que podía contener su brevedad. Hubo buenos cuentistas, individualmente considerados, con sello personal, pero fueron muy pocos, casos aislados que sorprendían como fugaces destellos. Lo que no había, desde luego, era una tradición cuentística, cuajada, en ebullición permanente, como la que comienza a existir en el siglo XIX. En palabras de Germán Bleiberg:

Es a partir de las postrimerías del Romanticismo cuando el cuento se destaca como individualidad literaria perfectamente encuadrada, dibujando, con pinceladas externas, ambientes, caracteres, episodios menos extensos en peripecias que intensos en emoción penetrante y aguda.(11).

Es, pues, en ese momento  cuando el cuento se convirtió en narración literaria autónoma, con carácter propio y de extensión breve. Lo cual no deja de ser curioso, pues siendo el más antiguo género narrativo fue el que, de manera definitiva, tomó forma literaria más tardíamente, como señalaba Juan Valera: Habiendo sido todo cuento al empezar las literaturas, y empezando el ingenio por componer cuentos, bien puede afirmarse que el cuento fue el último género literario que vino a escribirse (12).

Los grandes autores del siglo XIX, principalmente los que Horacio Quiroga mencionaba en el primer mandamiento de su “Decálogo del perfecto cuentista” (1927) (Cree en un maestro –Poe, Maupassant, Kipling ,Chéjov– como en Dios mismo) fueron quienes, con empeño artístico, crearon un subgénero narrativo, denominado cuento literario y lo convirtieron en expresión de intensos y personales mundos narrativos sobre temas muy diversos, pero henchido de  insospechadas posibilidades de belleza, emoción y grandeza. Lejos de este nuevo cuento quedan los apólogos y fábulas, los relatos tradicionales y los anónimos cuentos maravillosos con su ingenua y, en ocasiones, fantástica frescura infantil.

Además, los cuentos literarios funcionan independientemente y con plena autonomía, desligados de los bloques narrativos de las viejas colecciones tradicionales o los extensos compendios narrativos medievales y renacentistas engarzados mediante un hilo conductor, como sucede con las tres famosas colecciones del siglo XIV en las que los diversos relatos no funcionan individualmente, sino que están “rígidamente” trenzados por un hilo conductor que  en El Conde Lucanor (1335) de don Juan Manuel es la conversación entre el conde y su ayo-consejero Patronio; en El Decamerón (Decamerone, 1350-1365) de Giovanni Boccaccio la situación de aislamiento de los jóvenes florentinos debido a la peste que asola la ciudad y en Los cuentos de Canterbury (The Canterbury Tales, 1386) de Geoffrey Chaucer  la peregrinación al famoso monasterio inglés.

Quizás uno de los rasgos más característicos de estas últimas colecciones aludidas sea la despreocupación por la originalidad, ya que sus autores no eran creadores de historias en el sentido moderno,  sino que se limitaban a dar nueva forma a narraciones recogidas en repertorios anteriores  o bien a relatos de raigambre folklórica. Pero de ninguna manera se debe olvidar en muchos casos el acierto en el libre tratamiento de la materia narrativa, en el saber situar cada peripecia en el preciso instante que le corresponde, en la decidida voluntad de estilo y, especialmente, en el placer del puro contar. Los propósitos eran moralizantes, con una marcada intencionalidad didáctica teñida de entretenimiento, respondiendo así al viejo precepto latino del prodesse delectare, “enseñar deleitando”, pero sin desdeñar la intención satírica, desenfadada e incluso procaz.

La ampliación, el enriquecimiento y, sobre todo, la originalidad temática y el sello personal artístico, la diferencia entre el cuento concebido dentro de una colección y la posibilidad y pleno sentido del cuento autónomo distancian el relato moderno de aquellas viejas y entrañables historias a las que acabamos de referirnos. Además, el cuento literario se sacudirá enérgicamente la servidumbre de los referidos propósitos didáctico-moralizantes, satíricos o de pura diversión desenfadada, para dar paso a la omnímoda libertad creadora del autor moderno.

El cuento literario es un texto en prosa, narrativo y de ficción, alejado de todo propósito didáctico o moralizante,  tan breve que puede ser leído de un sentada en el decurso de no muchos minutos, centrado en un único tema, sin ninguna dispersión ni elementos accesorios, autónomo semántica y formalmente, y elaborado con la intención muy específica por parte del autor de conseguir, con concentrada intensidad, un efecto o impresión momentánea, impactante,  indivisa y satisfactoria en el destinatario que es el lector.

La limitación del cuento literario a un extensión corta, la necesidad de que provoque, con esa forma breve, esa señalada impresión indivisa sobre el lector, explican y exigen la primera característica esencial de este género narrativo: la síntesis o concentración, porque un buen cuento es el resultado de un minucioso trabajo de reducción, eliminación y depuración llevados al límite, hasta dejar la narración despojada de todo aquello que no sea rigurosamente necesario; proceso de síntesis, pues, desde el tema claramente delimitado y el núcleo argumental bien definido, para que sea fácilmente recordado y susceptible de ser “contado”. Los cuentos –dice José María Merino- no toleran elementos accesorios. Todos los materiales del cuento tienen una función principal: de ahí la difícil concisión a que obligan, que no está sólo en el empleo de las palabras, sino, sobre todo, en la previa selección de los motivos.

El cuentista trabaja en profundidad, verticalmente, sin digresiones ni amplificaciones, en lucha constante contra el tiempo y el espacio para ofrecernos, en una depuración estricta, aquellos elementos que sean realmente significativos. Lo importante es el argumento, el trozo de vida que va a desfilar ante nosotros sin dilaciones ni preámbulos (13).

Nos referimos, pues, a relatos de una gran economía lingüística, eliminada toda retórica o excesiva abundancia verbal; desnudos de descripciones prolijas, de diálogos extensos, de repeticiones innecesarias, de toda clase de “rellenos”, exordios, circunloquios, digresiones, ideas intermedias, personajes secundarios, etc., de tal manera que quede lo absolutamente necesario e insustituible y se cumpla así la afirmación de uno de los más importantes autores de cuentos del siglo XX y máximo exponente del “minimalismo” norteamericano, Raymond Carver: Todo tiene que ser importante y necesario en un relato, cada palabra, incluso cada signo de puntuación.

Y, por otra parte, la concentración exige la fijación en un conflicto preciso y determinado y la detención temporal en un solo momento, porque lo que se pretende es atrapar al lector desde el comienzo y llevarlo irremisiblemente al meollo narrativo, sin escapatoria posible.

Relacionado con lo anteriormente dicho, existe otra característica insoslayable del buen cuento, la tensión, que consiste en la imposibilidad de sustraerse a la atmósfera narrativa creada, sin que se le conceda al lector un momento de tregua o reposo. El buen cuento capta, desde la primera línea, la atención del lector y la mantiene sin decaimiento hasta el final, porque consigue construir un pequeño mundo en el que el lector se sumerge de tal modo que se olvida de todo cuanto le rodea.  Baquero Goyanes afirmaba que en la creación de un cuento sólo hay tensión y no tregua. Ahí radica precisamente el secreto de su poder de atracción sobre el lector (12); y Julio Cortázar, que definía el cuento como un relato en el que lo que interesa es una cierta tensión, una cierta capacidad de atrapar al lector y llevarlo de una manera que podemos calificar casi de fatal hacia una desembocadura, hacia un final, y que también decía que el cuento es una máquina literaria de crear interés, explicaba magistralmente esta característica a la que estamos refiriéndonos:

Quizá el rasgo diferencial más penetrante del cuento sea la tensión interna de la trama narrativa. De una manera que ninguna técnica podrá enseñar a proveer, el gran cuento breve condensa la obsesión de la alimaña, es una presencia alucinante que se instala desde las primeras frases para fascinar al lector, hacerle perder contacto con la desvaída realidad que le rodea, arrasarlo a una sumersión más intensa y avasalladora. De un cuento así se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y tantas de resignación (14).

Según el dominicano Juan Bosch:

El cuento debe comenzar interesando al lector. Una vez cogido en ese interés el lector está en manos del cuentista y éste no debe soltarlo más. A partir del principio, el cuentista debe ser implacable con el sujeto de su obra; lo conducirá sin piedad hacia el destino que previamente le ha trazado; no le permitirá el menor desvío (15).

Y el uruguayo Horacio Quiroga confiesa:

Luché porque el cuento tuviera una sola línea, trazada por una mano sin temblor desde el principio al fin. Ningún obstáculo, ningún adorno o digresión debía acudir a aflojar la tensión de su hilo. El cuento era, para el fin que le es intrínseco, una flecha que, cuidadosamente apuntada, parte del arco para ir a dar directamente en el blanco. Cuantas mariposas trataran de posarse sobre ella para adornar su vuelo, no conseguirían sino entorpecerlo (16).

Para el norteamericano E. Allan Poe, un buen cuento es una obra de ficción que trata de un solo incidente -del tipo que sea, material o espiritual-, que puede leerse sin interrupción, en una única sesión de lectura. Ha de ser original y llamativo, ha de excitar o impresionar al lector, dejando en él, cuando acaba el relato, un sentimiento de plena satisfacción. Porque la verdadera originalidad literaria se mide por ese efecto o impresión que la obra logra crear en el lector, más que por lo novedoso de la trama o por la expresión de ideas originales. Lo único que tiene que conseguir el autor es la unidad de efecto -el célebre efecto único– y para ello deberá moverse en una sola dirección desde la primera línea hasta el final y subordinar todos los aspectos del relato a la consecución de dicho efecto para producir en el lector la más plena satisfacción:

Un hábil artista literario ha construido un relato. Si es prudente, no habrá elaborado su pensamiento para ubicar los incidentes, sino que, después de concebir cierto efecto único y singular, inventará los incidentes, combinándolos de la manera que mejor le ayude a lograr el efecto preconcebido. Si su primera frase no tiende ya a la producción de dicho efecto, quiere decir que ha fracasado en el primer paso. No deberá haber una sola palabra en toda la composición cuya tendencia, directa o indirecta, no se aplique al designo preestablecido. Y con estos medios, con este cuidado y habilidad, se logra por fin una pintura que deja en la mente del contemplador un sentimiento de plena satisfacción (17).

En la estructura narrativa del cuento es muy importante el comienzo y el final de la breve historia. Las primeras palabras ya deben determinar el ritmo y la tensión del texto. No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres últimas (Horacio Quiroga) y como dice Juan Bosch:

Saber comenzar un cuento es tan importante como saber terminarlo. El cuentista serio estudia y practica sin descanso la entrada del cuento. Es en la primera frase donde está el hechizo de un buen cuento; ella determina el ritmo y la tensión de la pieza. Un cuento que comienza bien, casi siempre termina bien. El autor queda comprometido consigo mismo a mantener el nivel de su creación a la altura en que la inició. Hay una sola manera de empezar un cuento con acierto: despertando de golpe el interés del lector. […] Comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una digresión, sin una debilidad, sin un desvío; he ahí en pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento (18).

En cuanto al final del cuento, Alba Omil y Raúl A. Piérola dicen que el final debe cerrar herméticamente la estructura narrativa sin dejar resquicio para nuevas aperturas, para ninguna explicación posterior, so pena de destruirla (19) y Julio Ramón Ribeyro, en el décimo mandamiento de su “Decálogo para escribir un cuento”, afirma que el cuento debe conducir necesaria, inexorablemente, a un solo desenlace, por sorpresivo que sea. Si el lector no acepta el desenlace, es que el cuento ha fallado. Carlos Mastrángelo corrobora contundentemente  las anteriores opiniones:

“Hubiera deseado seguir leyendo”. Esta expresión de un lector, al finalizar una novela suele ser un elogio –y a veces grande- para el novelista. Pero esta misma expresión, al concluir un cuento es generalmente todo lo contrario para el cuentista. No tiene razón de ser. Significa que la narración carece de esa clausura hermética tan cara de la forma que nos ocupa. El momento culminante de un cuento coincide con su propia muerte, es decir, su terminación. Su punto final ha de ser precisamente eso: su punto final (20).

Generalmente, de los inolvidables relatos breves se dice que son “redondos” -Ana María Matute decía que redondos y jugosos como una naranja, y hondos y profundos como una navaja– cuando un final sorprendente y contundente corona la breve historia narrada como un resplandor cegador que deja al lector sin resuello, anonadado o como un escalofrío o un vértigo que nace de la sorpresa y de la tensión. El escritor gallego Rafael Dieste, en uno de los “aforismos” en los que concentra su teoría sobre el cuento, afirma: O remate é unha imaxen que fai estoupalo conto nas verbas derradeiras, dempóis de inzalo poderosamente (21). Es esta indudablemente una de las características que, con las anteriormente citadas, resplandecen en ese número de cuentos que todo buen lector atesora en su memoria. Tal es el caso de “El corazón delator” de Poe, “La pata de mono” de Jacobs, “El Horla” de Maupassant, “El suceso en el puente sobre el río Owl” de Bierce, “La Nochebuena de Encarnación Mendoza” de Bosch, “Continuidad de los parques” de Cortázar o “La tercera expedición” (Crónicas marcianas) de Bradbury… Son cuentos que atrapan poderosamente al lector, que le dejan sin resuello y de los que sale, tras el golpe final, confuso y anonadado, como si  despertara de un sueño milagroso.

Y, sin embargo, es conveniente hacer dos precisiones:

Esta estructura, tan meticulosamente cerrada que no permite una palabra de más, no se contradice con la apertura en cuanto a la significación, no tiene nada que ver con el poder expansivo del cuento; por el contrario, ambas están en estrecha relación. Como decía María Luisa Rosenblat, el cuento es una forma cerrada que recoge un infinito, porque un cuento es bueno cuando el lector puede seguir imaginando más y más cosas en él, cuando, escurridizo, siempre se escabulle y no permite ser constreñido a una única lectura totalizadora.

La segunda precisión es que el final cerrado hermética y sorprendentemente, que parece ser el objetivo supremo de la narración corta y que en verdad corona muchos de los mejores relatos, como los arriba citados, no es una condición imprescindible para que haya un buen cuento. Existen finales que dejan el cuento inconcluso, ambiguo o indefinido, como una suave línea recta que se interrumpe sin aviso, alejada del efecto final inesperado o espectacular, pero que se llena de las posibilidades sugerentes de lo que, a propósito, se deja abierto. El final queda en estos casos sustituido por muchas puertas abiertas a la fantasía y sugestión del lector, convertido así en recreador, al tener que completar el texto no acabado.

El final sorprendente no es una condición imprescindible en el buen cuento. Hay grandes cuentistas, como Antón Chejov, que apenas lo usaron. “A la deriva”, de Horacio Quiroga, no lo tiene, y es una pieza magistral. Un final sorprendente impuesto a la fuerza destruye otras buenas condiciones en un cuento. Ahora bien, el cuento debe tener su final natural como debe tener su principio (22).

A los ejemplos aducidos por Juan Bosch, podemos añadir el relato titulado “La siesta del martes” de Gabriel García Márquez. Se trata de un cuento de situación, de ambiente, de atmósfera más que de acción; en el que, aparentemente, apenas sucede nada y que, desde luego,  es uno de los ejemplos más evidentes de final abierto o inconcluso. Y, sin embargo, este cuento tan aparentemente simple y fragmentado ha sido unánimemente valorado como uno de los mejores de su autor, y es que, gracias a un artificio literario apenas perceptible, el nobel colombiano ha conseguido que esa mujer y esa niña, ese pueblo, ese sacerdote y esa siesta; en fin, todo ese “pequeño” mundo evocado, permanezcan y vivan eternamente en la memoria del buen lector, a pesar o tal vez precisamente por ese final abierto que seguramente tenía que ser “su final natural”.

Pero se puede dar un paso más. Existen incluso cuentos que, además de no tener final específico, parecen comenzar en cualquier punto, es decir, se presentan abiertos en ambos extremos. Es frecuente en la narrativa breve actual romper el patrón clásico que, según la vieja preceptiva aristotélica, diferenciaba claramente principio, medio y fin en la historia contada. En palabras de Horacio Quiroga: No es indispensable que el tema a contar constituya una historia con principio, medio y fin. Una situación trunca, un incidente, un simple momento sentimental, moral o espiritual, poseen elementos de sobra para realizar con ellos un cuento (23). Cualquier hecho, suceso o momento puede convertirse en un buen cuento gracias al talento, la sensibilidad y el dominio del lenguaje y de las técnicas narrativas del escritor, incluso una trama elemental puede resultar efectiva si el tratamiento es el adecuado. Nunca debe olvidarse la afirmación incontestable de Cortázar de que en literatura no hay temas buenos ni malos, hay solamente un buen o mal tratamiento del tema.

En definitiva, lo que estas consideraciones sugieren es que el cuento literario evoluciona en formas nuevas y cambiantes que muestran una rica pluralidad. Por una parte, encontramos, en la historia del género, esos títulos geniales y sobrecogedores a los que antes nos hemos referido; y, por otra, hay relatos breves, en apariencia más distendidos y menos efectistas, como pequeños trozos de vida corriente y mediocre, insignificantes crónicas de ambiciones frustradas, en situaciones amables o risueñas, levemente irónicas, o tristes y patéticas. Narraciones a primera vista sencillas que no alborotan nuestro interior como descargas eléctricas y de los que no salimos agotados como afirmaba Cortázar, pero sí con una pequeña sonrisa o una leve tristeza apenas esbozadas, y, en definitiva, con una sensación agridulce de humanidad compartida que va mucho más allá de la mínima anécdota reseñada, que nos perturba levemente y sí nos hace salir momentáneamente de nuestro pequeña vida cotidiana. Y esto es lo que sucede con muchos de los admirables relatos de Anton Chéjov, de Katherine Mansfield o de Raymond Carver, de quien recordamos la siguiente reflexión:

Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos -una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer- con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Nabokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo (24).

Como tampoco se deben olvidar las acertadas palabras de Borges:

Si una persona lee un cuento, lo lee de un modo distinto de su modo de leer cuando busca un artículo en una enciclopedia o cuando lee una novela, o cuando lee un poema. Los textos pueden no ser distintos pero cambian según el lector, según la expectativa. Quien lee un cuento sabe o espera leer algo que lo distraiga de su vida cotidiana, que lo haga entrar en un mundo, no diré fantástico —muy ambiciosa es la palabra— pero sí ligeramente distinto del mundo de las experiencias comunes (25).

Con todas las salvedades o precisiones que se quiera, la brevedad es la característica más importante del cuento, la verdaderamente esencial, porque es ella, en definitiva, la que determina, explica y procede de todas las demás. La situación narrativa única, es decir, la limitación en el relato a un solo hecho, el número restringido de personajes y situaciones, la concentración e intensidad (sólo lo breve puede ser intenso), la tensión, la unidad de impresión, el mismo efecto de deslumbramiento propio de todo buen cuento, el uso de las palabras justas, sin excesos retóricos y con una sintaxis directa, etc., guardan relación directa con la brevedad y ella es, en definitiva, la que diferencia el cuento literario de las otras formas narrativas más extensas. Como decía el escritor mexicano Edmundo Valadés, el cuento escapa a prefiguraciones teóricas: si acaso, se sabe que su única inmutable característica es la brevedad (26).

Pero, ¿cuáles son los límites de la brevedad del cuento? Dejando aparte la afición desmedida de los anglosajones a cuantificar y calcular la extensión de la novela o el cuento “regular” o canónico (short story) por el número de palabras (27) o el tiempo consumido en su lectura, parece más acertado aludir –sin mayor concreción- a un texto cuya lectura se realice sin interrupción y en muy poco tiempo; es decir, que pueda leerse de una sentada (James Cooper Lawrence), en una sesión (Edgar Allan Poe) o de un tirón (Ánderson Ímbert). A este respecto, Luis Barrera Linares afirma:

El tiempo de lectura ideal de un cuento es aquel que, siendo siempre breve, nos permite captar el efecto que se haya propuesto su autor […] Si la finalidad del cuento está realmente dirigida a producir un efecto de intensidad, cuestión en la que coinciden casi todos los autores, entonces un cuento no debería extenderse demasiado, puesto que dejaría espacio para el desvío de tal objetivo en el receptor (28).

Al hilo de la brevedad de la que estamos hablando, permítasenos unas reflexiónes –seguramente “no políticamente correctas”- sobre un subgénero narrativo mínimo, muy de actualidad y muy extendido en el mundo hispánico.

Desde mediados del siglo XX, y siguiendo una dirección proveniente del Modernismo, las Vanguardias y la sociedad post-moderna -que, literariamente, se caracteriza por la voluntad transgresora de códigos discursivos, los juegos de transferencias genéricas, la irrupción de lo fragmentario, etc.- han ido apareciendo textos de una manifiesta brevedad que, para nosotros, con evidente indiscriminación, se refugian todos ellos bajo las alas protectoras y, tal vez, excesivamente generosas, de lo que se ha denominado cuento. Son textos tan breves que todo su cuerpo se extiende desde una sola línea hasta una página o página y media impresa (de composición tipográfica normal), máxima extensión concedida por la mayoría de los estudiosos y entusiastas de esta clase de textos.

En cuanto a su denominación genérica o subgenérica, no se ha llegado en español al consenso de un único término. A los sustantivos relatos, historias, narraciones, ficciones y, sobre todo, cuentos, se les suelen anteponer los prefijos mini o micro; y, según preferencias de antólogos, estudiosos, etc., se les añaden los adjetivos ultracortos; mínimos, minúsculos, diminutos, rápidos, instantáneos; microcósmicos; súbitos, el complemento en miniatura o bien se les aplican los diminutivos cuentitos, cuentículos o cuentines.

Aparte de su corta extensión, uno de los principales rasgos de este tipo de textos -hasta el punto de ser considerado esencial- es su naturaleza proteica y transgenérica, es decir, el carácter de hibridación, mestizaje o ambigüedad genérica, pues admiten tal variedad temática y de formas y estilos que se sitúan en una especie de “tierra de nadie” entre la narración y la lírica, entre el cuento propiamente dicho y la historia, entre la anécdota y el microensayo; y, en según que casos, próximos al poema en prosa, la estampa lírica o a la costumbrista, el diálogo dramático, la ocurrencia o el chiste, la noticia periodística, la frase ingeniosa o lapidaria, el aforismo, la sentencia, la paradoja, el epigrama o la alegoría. Es decir, se ha llegado a crear una especie de “cajón de sastre” en el que, en mezcla confusa y heterogénea, cabe cualquier modalidad, sin distinguir entre formas textuales diversas; y, sólo porque prevalece como rasgo más evidente la extremada brevedad, reciben el nombre de minicuentos o microrrelatos, las denominaciones más frecuentes entre las arriba apuntadas.

Estamos, pues, ante un ejemplo más de una de las características de la postmodernidad, la que tiende a borrar de un plumazo los géneros y mezclar las variadas formas de escritura en una literatura híbrida, trasgresora de los cánones de género -a veces, es verdad, demasiado rígidos y estrechos- establecidos por la tradición; cosa que, por otra parte, aunque parezca muy moderno, no lo es tanto, porque los libros de varia lección y las misceláneas tienen casi cinco siglos y el afán de difuminar y hasta borrar las fronteras genéricas es de inconfundible origen romántico.

Pues bien, nos parece necesario -“sin ninguna acritud”- poner un poco de claridad en esta situación comúnmente aceptada, pero que juzgamos confusa, y deslindar las fronteras entre los verdaderos cuentos y los tan diversos parientes próximos o advenedizos.

Para que un texto pueda denominarse cuento, han de darse unas características distintivas ineludibles. La primera es que, en él, haya narración, es decir, la forma elocutiva que coloquialmente denominamos “contar”; ello supone la enumeración libremente secuenciada de hechos que alguien ha realizado -o que a alguien le han sucedido- en un ámbito determinado, durante un tiempo y en un espacio (algo que alguien hace o a él le ocurre en un tiempo y en un lugar). Dicho de otra manera, el cuento es el desarrollo verbal de una historia argumentada -es decir, con inferencias de causa y efecto-, cuya trama, aunque muy comprimida, esté constituida por una acción, peripecia o incidente, porque no hay cuento ni verdadera narración si no hay suceso, y así, por ejemplo, un retrato estático de una persona o una descripción de un paisaje no es un cuento, como categóricamente se formula en el primer mandamiento del “Decálogo para escribir un cuento” de Julio Ramón Ribeyro: El cuento debe contar una historia. No hay cuento sin historia. El cuento se ha hecho para que el lector pueda a su vez contarlo.

Dicha historia ha de tener un protagonista o personaje principal no necesariamente humano ni individual e, incluso, a veces, no explícito o ni siquiera nombrado, pero siempre en relación con un medio determinado y con otros personajes, actantes o elementos activos, ya explícitos, ya implícitos en la propia textualidad. La historia, desde luego, puede estar contada en primera, tercera e, incluso, segunda persona. En los cuentos muy breves, todo ha de estar concentrado en un solo episodio narrativo, un solo ambiente, breve lapso de tiempo explícito, muy pocos personajes y, frecuentemente, la epifanía de un final sorprendente.

Pero este carácter narrativo, esencial en todo cuento, ha de ser precisado, puesto que también es propio de otros muchos textos o manifestaciones discursivas, como algunas anécdotas, noticias, crónicas, etc. Es necesario introducir otra categoría que, aplicada al cuento, reduzca y ajuste más el concepto de narración. Este nuevo ingrediente es la ficción: lo que se narra ha de ser invención del autor, concebida por él, original suya. Recordemos las palabras de Juan Rulfo:

Uno de los principios de la creación literaria es la invención, la imaginación. Somos mentirosos; todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación (29).

Esta ficción o invención “ficticia” se basa frecuentemente, como dice Rulfo,  en un hecho real recreado, porque la creación literaria nunca opera ex nihilo, al estar el autor, como todo ser humano, condicionado por la memoria de sus experiencias, conocimientos, lecturas, tradición literario-cultural, formación, gustos, vivencias, etc. Todo un complejo mundo interiorizado se desborda en la obra que el autor crea sin que, a veces, ni él mismo se dé cuenta, aunque sí es verdad que, en ocasiones, parece que el artista se sustentara únicamente en su imaginación, partiendo de cero, y la invención fuera absoluta, como sucede en las creaciones artísticas fantásticas, maravillosas u oníricas, pero, incluso en estos casos, la imaginación parte, en uno u otro grado y de una u otra manera, de la experiencia vital acumulada. Así lo corrobora Mario Vargas Llosa en uno de sus “Consejos a un joven novelista”:

En toda ficción, aun en la de la imaginación más libérrima, es posible rastrear un punto de partida, una semilla íntima, visceralmente ligada a una suma de vivencias de quien la fraguó. Me atrevo a sostener que no hay excepciones a esta regla y que, por lo tanto, la invención químicamente pura no existe en el dominio literario (30).

Lo que parece evidente, como ya se ha señalado, es que en la mayoría de las situaciones narrativas el autor sí se apoya en algún hecho real, en una experiencia propia o ajena o en un recuerdo que él filtra a través de sus palabras -lo literaturiza- y de esta manera se da siempre “un elemento añadido” que supone una modificación, transformación o adulteración de aquella realidad de la que partía. Así es como funciona el proceso normal de la creación artística literaria; proceso muy complejo en el que intervienen las vivencias, el conocimiento, la memoria, la sensibilidad, y, sobre todo, la imaginación, para crear una historia cuyo resultado final es el texto escrito. Y esa “mentira literaria” que el narrador ha creado, cuando es excelente, tiene la capacidad de encandilar de tal manera al lector que la vive intensamente mientras lee, aceptando las imaginaciones literarias como si fueran verdad y creyendo lo que se cuenta mientras dure la lectura.

En definitiva, el lector de un cuento siempre ha de ser consciente de que, por muy parecido que sea a la realidad, e incluso apoyado en un hecho vivido, oído, o leído, lo que está leyendo es algo que se ha fraguado y recreado en la imaginación del autor y que como tal hecho imaginario quiere transmitirlo. Esto no obsta para que todo cuento tenga que ser verdadero, pero no en el sentido de que la historia que en él se cuenta haya sucedido o corresponda a una realidad exterior (verdad histórica), sino, mejor, verosímil en cuanto que logrado, conseguido, plausible, creíble o, dicho de otra manera, coherente y satisfactorio para el lector, dadas la cohesión interna y la armonización de los elementos que lo integran, al conseguir el autor que los sucesos relatados sean “reales”, es decir, funcionen con total plenitud dentro de ese mundo real que es el creado por el texto. Ha de ser una invención, un supuesto que se lee -y, por tanto, se vive- como si fuera verdad. En caso contrario, resultaría falso en cuanto que fracasado, narrativamente considerado; y, desde luego, dicha falsedad se daría también si lo contado fuera un suceso real, una “verdad verdadera”, valga el juego de palabras.

La verdad de la novela depende de su propia capacidad de persuasión, de la fuerza comunicativa de su fantasía, de la habilidad de su magia. Toda buena novela dice la verdad, y toda mala novela miente. Porque “decir la verdad” para una novela significa hacer vivir al lector una ilusión, y “mentir” ser incapaz de lograr esa superchería (31).

El autor no tiene límite o tope en la creación del cuento. Como un pequeño dios, puede crear, imaginar, inventar y escribir las historias más maravillosas, fantásticas, terroríficas o, por el contrario, realistas, sencillas y cotidianas; puede situarlas en pasado, presente o futuro y en cualquier lugar; con personajes de todo tiempo, condición o edad; y, en fin, con la historia contada debe entretener, conmover, intrigar o sorprender, y, si todo ello junto, mejor.

A la narración y a la ficción es necesario añadir aún otra característica que delimite todavía más el concepto de cuento, porque todos sabemos que existe multitud de textos narrativos y de ficción tan vulgares, insignificantes y pedestres que no merecen, ni de lejos, el nombre literario de cuento. Esta nueva y última característica es que ha de ser un texto artístico, lo cual dimana, en principio, de la voluntad y conciencia del autor de estar escribiendo un texto literario y, en definitiva, de su talento creador, de que sea o no un auténtico artista de la palabra escrita.

Además de la invención de una historia original y de la disposición o trama de sus elementos constituyentes,  una obra literaria ha de poseer una expresión adecuada a la ficción imaginada. En principio o como punto de partida, dicha expresión es necesariamente distinta -aunque no siempre distante- del uso común de la lengua.

El uso del amplio espectro de juegos lingüísticos como han sido siempre los clásicos recursos literarios – imágenes, símbolos, metáforas, símiles, metonimias, etc.- o, también, de un estilo directo, sencillo, poco ornamental pero efectivo, confiere, en su estructura superficial, el carácter artístico a la historia narrada y la convierten en un buen cuento. Sin olvidar nunca que la técnica literaria más brillante es la más transparente, la que se disfruta sin que apenas se sienta, la que hace olvidar al lector que está leyendo. Es la llamada “difícil sencillez o facilidad”-como la música de Mozart- que supone, además de una ardua preparación previa, un trabajo estilístico meticuloso y concienzudo, porque, en palabras de Carlos Mastrángelo al referirse a la prosa literaria narrativa, una nota desafinada puede pasar desapercibida en una orquesta (la novela), pero una simple disonancia suele resultar un desastre en un solista (el cuento).

Un texto escrito comienza a ser literario cuando, más allá del puro relato de sucesos o de la transmisión de datos, pretende una expresividad de carácter estético, para dar a la supuesta realidad referente una condición distinta, marcada por lo simbólico. En tal sentido, lo sustantivo en la creación literaria es el estilo, el modo de expresar por escrito lo que se pretende, a través del lenguaje. El lenguaje es materia esencial para elaborar la ficción literaria, sostenedor de sus capacidades expresivas y de su tono general (32). 

Por todo lo dicho y para resumir, distinguimos, pues, el cuento de cualquier otro texto mínimo como anécdotas, aforismos, chistes, ingeniosidades, transcripciones de diálogos, noticias, breves ensayos con elementos narrativos, poemas en prosa, estampas líricas  o cualquier variante escrita, que, por muy interesante, sorprendente o graciosa que sea, no puede confundirse u homologarse con el cuento. Esta es la acertada distinción que establecen algunos estudiosos entre los textos denominados con los términos hiperónimos de microtextos o también minificción en general y los llamados microrrelatos o minicuentos (33),  diferencia que existe, pues, entre una categoría transgenérica, verdaderamente mixta y proteica -abarcadora de un área mucho más amplia e indeterminada, pues trasciende las restricciones genéricas-, y, por otra parte, la forma literaria del cuento muy breve, o como dice Jaramillo Levi, “un cuento en chiquito”, que alude a un tipo de texto narrativo y de ficción en el que se narra -de la manera más breve, intensa y bella posibles y con las normas mínimas básicas del género clásico- una historia contada mediante cierta secuencia narrativa y determinados recursos estéticos afines, historia  que recibe la aquiescencia del buen lector.

Más aún. A las condiciones imprescindibles -y anteriormente comentadas- para que haya verdadero cuento, habría que añadir otra. Muchos de los minicuentos o microrrelatos recogidos en profusas antologías, aunque no se les pueda negar el carácter de ficción narrativa e incluso el acierto literario, manifiestan una tan extrema brevedad que solamente ocupan una  frase de una, dos o tres líneas, e incluso una sola palabra. Sinceramente nos parece excesivo y desproporcionado considerarlos auténticos cuentos, por muy mínimos que se les califique, dado el, a todas luces,  insuficiente desarrollo narrativo.

Este es el caso del famoso Dinosaurio de Augusto Monterroso –Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí– que ha sido considerado frecuentemente como ejemplo paradigmático de minicuento o microrrelato hispanoamericano, recogido en multitud de antologías e incluso  objeto de numerosos ensayos (34).  De él se ha llegado a afirmar que es “una obra maestra de la literatura”, “el relato más breve de la literatura universal” o, en palabras de Lauro Zavala, “uno de los textos más estudiados, citados, glosados y parodiados en la historia de la palabra escrita, a pesar de tener una extensión de exactamente siete palabras.”

Podríamos traer a colación otros pequeños textos tanto o más acertados que el famoso y tan citado de Monterroso y también, como el suyo, recogidos como minicuentos:

Mientras subía y subía, el globo lloraba al ver que se le escapaba el niño. (Miguel Saiz Álvarez)

Le escribió tantos versos, cuentos, canciones y hasta novelas que una noche, al buscar con ardor su cuerpo tibio, no encontró más que una hoja de papel entre las sábanas. (Mónica Lavín)

Pero no debe olvidarse que, ya en 1910, Ramón Gómez de la Serna acuñó la denominación de greguerías para un tipo de textos del que él es el más acertado y prolífico creador, como los  dos siguientes:

– Al agonizar el viejo marino, pidió que le acercasen un espejo para ver el mar por última vez.

– El portero no la vio entrar, pero la vio salir. (Era la muerte).

Aunque estas pequeñas e ingeniosas piezas, como en los casos citados y según hemos indicado, sean pequeños textos narrativos, incluso con un acertado toque poético o pincelada lírica, es decir, ficciones narrativas en síntesis, pensamos que carecen del necesario  desarrollo para que puedan considerarse cuentos. Evitemos, pues, la palabra cuento o relato y dejémoslas en lo que verdaderamente son, minificciones.

Si nos centramos en el caso de los que sí consideramos “verdaderos” minicuentos o microrrelatos –auténticos cuentos en el mejor sentido del término, es decir, pequeñas y acertadas muestras narrativas de fugaces pero intensas situaciones, realistas unas, otras fantásticas, pero siempre con notable carga simbólica-, hay quienes pretenden presentarlos como el gran hallazgo literario de estos tiempos, como si en la larga historia de la literatura no hubiera habido sorprendentes muestras de cuentos muy breves.

Auténticas miniaturas narrativas se encuentran intercaladas en textos sumerios y egipcios; en libros sagrados e históricos orientales -en los chinos, sobre todo- y, posteriormente, en las literaturas clásicas, como en Heródoto (s. V a.C.), Petronio (s. I d.C.), Luciano de Samosata (ca. 120-200 d.C.), etc. A esta sucinta enumeración habría que añadir las fábulas o apólogos, procedentes en gran parte de Esopo y de colecciones hindúes (p.ej., del Panchatantra, ss. IV a.C.-IV d.C.), los recogidos en Las mil y una noches o en recopilaciones de la cultura sufí, además de en los exempla medievales europeos, en los cuentecillos tradicionales de nuestros siglos áureos -recopilados por el hispanista francés Maxime Chevalier- y en hermosos cuentos tradicionales de muchos países. Entre ellos se hallan muchas narraciones diminutas con las que se podría formar una sorprendente antología de textos de intención y finalidad muy diversa, pero a los que se les podría denominar cuentos muy breves y que, sin duda, además de  evidenciar el acierto de lo artísticamente logrado, manifestarían el largo y magnífico devenir de un género narrativo brevísimo que, en absoluto, ha sido una creación de la posmodernidad.

Permítasenos a este respecto un breve excursus para probar con algunos ejemplos lo anteriormente afirmado:

El primer texto propuesto es una fábula, es decir una historia breve que transmite una enseñanza, explicitada generalmente en la moraleja final, como sucede en “El canoso y las dos amantes”, atribuida a Esopo.  En torno a este personaje todo son conjeturas. Se le sitúa en torno al año 550 a. C y se supone que fue un esclavo frigio, trasladado a Grecia, en donde consiguió la libertad. Se le ha llamado “el padre de la fábula” y a él se le atribuyen cientos de relatos cortos muy divertidos que funcionaban, según lo indicado, como alegorías morales y cuyos personajes eran con frecuencia animales con personalidad humana. Más que autor, Esopo pudo haber sido un recopilador, o incluso un cantor ambulante de pequeñas historias populares en las que  ya se cumplía la divisa clásica del prodesse delectare (“enseñar deleitando”); pero lo que sí es cierto es que su nombre ha pasado a la historia de la literatura como el punto de partida de una larga, fecunda e ininterrumpida tradición fabulística.

 


EL CANOSO Y LAS DOS AMANTES

Un hombre con canas tenía dos amantes, una joven y otra vieja. La de más edad, avergonzada de tener trato con uno más joven que ella, cuando estaba con él, no dejaba de arrancarle los pelos negros. La más joven, tratando de disimular que tenía un amante de mucha edad, le arrancaba los blancos. Y así, depilado por turno a manos de una y otra, se quedó calvo.


Así que lo que anda desacompasado es perjudicial

                                                                                        Esopo (¿Grecia, S. VI a. C.?)

Cayo Petronio Arbiter es una figura de la Literatura latina sobre la que se ha discutido apasionadamente desde hace largo tiempo. Lo que sabemos de él se debe sobre todo al historiador  romano Tácito que le llamó arbiter elegantiae (“árbitro de la elegancia”) y cuenta de él que fue un hombre dotado de grandes facultades y que su sentido de la elegancia, del buen gusto y el lujo lo convirtieron en organizador de muchos de los espectáculos que tenían lugar en la corte de Nerón.  Acusado de haber participado en una conjura contra el Emperador, se suicidó abriéndose las venas, no sin antes remitirle una relación detallada de todas y cada una de las tropelías que Nerón había cometido desde su subida al poder. Se le atribuye una novela satírica titulada el Satiricon de la que solamente se conservan algunos fragmentos en los que con una extarordinaria riqueza de léxico y un excelente dominio de la prosa latina se narran costumbres romanas de la época, algunas declaradamente obscenas.

El “Epitafio de una perra de caza”, un texto atribuido a Petronio aunque no perteneciente al Satiricón,  es un hermoso y conmovedor relato lírico-narrativo en primera persona, estructurado en dos partes: en la primera, la perra de caza describe sus cualidades y su vida gozosa en la compañía de sus amos. En la segunda, con intensa y dramática brevedad, notifica su muerte al dar a luz a sus hijos y, en contraste con la primera parte, su situación actual bajo la tierra, cubierta con un estrecho mármol, cuyo epitafio son sus propias palabras.

El texto  de la perra Conca grabado en el mármol de su tumba nos trae a la memoria las palabras que el poeta inglés George Gordon, Lord Byron (1788-1824) puso como epitafio a su querido perro Boatswain de raza Terranova, ,.: “Aquí reposan los restos de una criatura que fue bella sin vanidad, fuerte sin insolencia, valiente sin ferocidad y tuvo todas las virtudes del hombre y ninguno de sus defectos. Estos elogios, que serían alabanzas inmerecidas de estar escritas sobre cenizas humanas, son apenas un justo tributo a la memoria de Boatswain, un perro nacido en Newfoundland [Canadá] en mayo de 1803 y muerto en Newstead Abbey [ la mansión familiar de Lord Byron, en Nottinghamshire, Inglaterra ] el 18 de noviembre de 1808”.

EPITAFIO DE UNA PERRA DE CAZA

La Galia me vio nacer, la Conca me dio el nombre de su fecundo manantial, nombre que yo merecía por mi belleza. Sabía correr, sin ningún temor, a través de los más espesos bosques, y perseguir por las colinas al erizado jabalí. Nunca las sólidas ataduras cautivaron mi libertad; nunca mi cuerpo, blanco como la nieve, fue marcado por la huella de los golpes. Descansaba cómodamente en el regazo de mi dueño o de mi dueña y mi cuerpo fatigado dormía en un lecho que me habían preparado amorosamente. Aunque sin el don de la palabra, sabía hacerme comprender mejor que ningún otro de mis semejantes; y, sin embargo, ninguna persona temió mis ladridos.

¡Madre desdichada! La muerte me alcanzó al dar a luz a mis hijos. Y, ahora, un estrecho mármol cubre la tierra en donde descanso.

Petronio (Escritor latino de principios del S. I,  muerto el año 66)

El tercer texto es  un cuento brevísimo y muy antiguo en el que la imaginación, la síntesis y eficacia narrativa, la concentración e intensidad expresiva y el sorprendente final producen un fuerte impacto que supera a muchos y buenos minicuentos modernos. Se trata del viejo apólogo sobre la inexorabilidad de la muerte, hoy conocido como “El gesto de la Muerte” -aunque también por otros títulos-,  muy difundido en el s. XX a partir de la famosa versión del francés Jean Cocteau (en Le Grand Écart, 1923), pero cuyo origen se remonta embrionariamente al Talmud de Babilonia (s. VI), y posteriormente recreado en dos importantes versiones sufíes (ss. IX y XIII):

EL GESTO DE LA MUERTE

Un joven jardinero persa dice a su príncipe:

-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.

El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:

-Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?

-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán.

Las mil y un noches es una amplia colección de cuentos populares árabes  del Oriente Medio medieval, aunque muchos de ellos originarios de la India, Persia y otros países. En  su mayoría eran relatados por narradores ambulantes y fueron recogidos en diversos manuscritos desde el siglo IX hasta  llegar a una recopilación, con la estructura general que hoy se conoce, realizada en Egipto, tal vez a mediados del siglo XIV o XV. Pero realmente este maravilloso libro no fue conocido, valorado y difundido hasta el siglo XVIII, gracias a la publicación realizada en doce volúmenes por el arabista francés Antoine Galland y titulada Les mille et une nuits. Contes árabes, traduits en français (1704-1717). Galland tradujo el citado manuscrito egipcio, pero expurgó los pasajes más violentos y eróticos y añadió relatos procedentes de otras fuentes escritas, además de  narraciones orales recogidas por él.

La gama de cuentos es muy variada: fábulas de animales, historias de magia y narraciones maravillosas, increíbles aventuras de navegantes, cuentos de bandidos, etc. Entre ellos destacan breves apólogos como el siguiente. Un  relato casi todo él  desarrollado mediante un intenso y dramático diálogo y en el que, una vez más, se muestra la inexorabilidad de la muerte, que no acepta dilación ni vuelta atrás para rectificar los pecados cometidos.

EL ÁNGEL DE LA MUERTE Y EL REY DE ISRAEL

Se cuenta de un rey de Israel que fue un tirano. Cierto día, mientras estaba sentado en el trono de su reino, vio que entraba un hombre por la puerta de palacio; tenía la pinta de un pordiosero y un semblante aterrador. Indignado por su aparición, asustado por el aspecto, el Rey se puso en pie de un salto y preguntó:

-¿Quién eres? ¿Quién te ha permitido entrar? ¿Quién te ha mandado venir a mi casa?

-Me lo ha mandado el Dueño de la casa. A mí no me anuncian los chambelanes ni necesito permiso para presentarme ante reyes ni me asusta la autoridad de los sultanes ni sus numerosos soldados. Yo soy aquel que no respeta a los tiranos. Nadie puede escapar a mi abrazo; soy el destructor de las dulzuras, el separador de los amigos.

El rey cayó por el suelo al oír estas palabras y un estremecimiento recorrió todo su cuerpo, quedándose sin sentido. Al volver en sí, dijo:

-¡Tú eres el Ángel de la Muerte!

-Sí.

-¡Te ruego, por Dios, que me concedas el aplazamiento de un día tan sólo para que pueda pedir perdón por mis culpas, buscar la absolución de mi Señor y devolver a sus legítimos dueños las riquezas que encierra mi tesoro; así no tendré que pasar las angustias del juicio ni el dolor del castigo!

-¡Ay! ¡Ay! No tienes medio de hacerlo. ¿Cómo te he de conceder un día si los días de tu vida están contados, si tus respiros están inventariados, si tu plazo de vida está predeterminado y registrado?

-¡Concédeme una hora!

-La hora también está en la cuenta. Ha transcurrido mientras tú te mantenías en la ignorancia y no te dabas cuenta. Has terminado ya con tus respiros: sólo te queda uno.

-¿Quién estará conmigo mientras sea llevado a la tumba?

-Únicamente tus obras.

-¡No tengo buenas obras!

-Pues entonces, no cabe duda de que tu morada estará en el fuego, de que en el porvenir te espera la cólera del Todopoderoso.

A continuación le arrebató el alma y el rey se cayó del trono al suelo.

Los clamores de sus súbditos se oyeron; se elevaron voces, gritos y llantos; si hubieran sabido lo que le preparaba la ira de su Señor, los lamentos y sollozos aún hubieran sido mayores y más y más fuertes los llantos.

Cuento anónimo de Las mil y una noches.

 

Terminamos con dos ejemplos de cuentos anónimos, cuya extensión apenas cubre la media página. El primero es un cuento chino; una sencilla y sabia historia,  perteneciente a una de las más fecundas y ricas tradiciones del cuento popular. El segundo es un relato-apólogo  japonés, perteneciente a la rama Zen del budismo, que rezuma una sutil ironía contra el puritanismo o la hipocresía religiosa.

EL ESPEJO

Un campesino chino se fue a la ciudad para vender su arroz. Su joven mujer le dijo:


-Por favor, tráeme un peine.


En la ciudad, el campesino vendió el arroz y bebió con unos compañeros. En el momento de regresar se acordó de su mujer. Le había pedido algo, pero ¿qué era? No podía recordarlo. Así que compró un espejo en una tienda para mujeres y regresó al pueblo.


Entregó el espejo a su mujer y marchó a trabajar sus campos. Ella se miró en el espejo y se echó a llorar. Su madre que la vio llorando, le preguntó la razón de aquellas lágrimas. La joven mujer le dio el espejo diciéndole:

-Mi marido ha traído a otra mujer.


La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija:


-No tienes de qué preocuparte, es muy vieja.

Cuento anónimo chino

LOS DOS MONJES Y LA HERMOSA MUCHACHA


Dos monjes, Tanzán y Ekido, viajaban juntos por un camino embarrado. Llovía a cántaros y sin parar. Al llegar a un cruce se encontraron con una preciosa muchacha vestida con un kimono y un ceñidor de seda, incapaz de vadear el camino.


-Vamos, muchacha -dijo Tanzán sin más. Y, levantándola en sus brazos sobre el barro, la pasó al otro lado.


Ekido no dijo ni una sola palabra, hasta que, ya de noche, llegaron al monasterio. Entonces no pudo resistir más.


-Los monjes como nosotros -le dijo a Tanzán- no deben acercarse a las mujeres, sobre todo si son bellas jovencitas. Es peligroso. ¿Por qué lo hiciste?


-Yo la dejé allí -contestó Tanzán-. ¿Es que tú todavía la llevas?

Cuento anónimo japonés

 

¿Cuál es entonces la extensión mínima de un texto narrativo para estar seguros de que nos hallamos ante un cuento? Es muy difícil precisarla o cuantificarla. Es el lector inteligente y avezado quien sabrá distinguir, gracias a su competencia literaria, entre una narración breve y condensada que es un cuento y otros textos que deben quedar en lo que verdaderamente son, acertadas e ingeniosas frases pero que nunca pueden enmarcarse  en la categoría de un subgénero narrativo de muy antigua raigambre y dotado de una forma genérica y estética definida y uniforme dentro de su variedad. Pero sí pensamos que, como en el caso de los viejos textos anteriormente aducidos, en media o una página, más o menos, puede haber un verdadero y hermoso cuento, lo que corroboramos con los siguientes ejemplos modernos, tras cuya lectura ningún  lector avisado dudará de su categoría de verdaderos cuentos y de su acierto literario:

LA MONTAÑA

El niño empezó a trepar por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en la butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sonriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del niño una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie.

-¡Papá, papá! -llamó a punto de llorar.

Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería caminar y no podía.

-¡Papá, papá!

El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña.

Enrique ANDERSON IMBERT (Argentina, 1910-2000)


GÉNESIS

Con la última guerra atómica, la humanidad y la civilización desaparecieron. Toda la tierra fue como un desierto calcinado. En cierta región de Oriente sobrevivió un niño, hijo del piloto de una nave espacial. El niño se alimentaba de hierbas y dormía en una caverna. Durante mucho tiempo, aturdido por el horror del desastre, sólo sabía llorar y clamar por su padre. Después sus recuerdos se oscurecieron, se disgregaron, se volvieron arbitrarios y cambiantes como un sueño; su horror se transformó en un vago miedo. A ratos recordaba la figura de su padre, que le sonreía o lo amonestaba, o ascendía a su nave espacial, envuelta en fuego y en ruido, y se perdía entre las nubes. Entonces, loco de soledad, caía de rodillas y le rogaba que volviese.

Entretanto la tierra se cubrió nuevamente de vegetación; las plantas se cargaron de flores; los árboles, de frutos. El niño, convertido en un muchacho, comenzó a explorar el país. Un día, vio un ave. Otro día vio un lobo. Otro día, inesperadamente, se halló frente a una joven de su edad que, lo mismo que él, había sobrevivido a los estragos de la guerra atómica.

-¿Cómo te llamas? -le preguntó.

-Eva -contestó la joven-. ¿Y tú?

-Adán.

Marco DENEVI, (Argentina, 1922-1998)


LA TRISTEZA

El profe me ha dado una nota para mi madre. La he leído. Dice que necesita hablar con ella porque yo estoy mal. Se la he puesto en la mesilla, debajo del tazón lleno de leche que le dejé por la mañana. He metido en el microondas la tortilla congelada que compré en el supermercado y me he comido la mitad. La otra mitad la puse en un plato en la mesilla, al lado del tazón de leche. Mi madre sigue igual, con los ojos rojos que miran sin ver y el pelo, que ya no brilla, desparramado sobre la almohada. Huele a sudor la habitación, pero cuando abrí la persiana ella me gritó. Dice que si no se ve el sol es como si no corriesen los días, pero eso no es cierto. Yo sé que los días corren porque la lavadora está llena de ropa sucia y en el lavavajillas no cabe nada más, pero sobre todo lo sé por la tristeza que está encima de los muebles. La tristeza es un polvo blanco que lo llena todo. Al principio es divertida. Se puede escribir sobre ella, “tonto el que lo lea”, pero, al día siguiente, las palabras no se ven porque hay más tristeza sobre ellas. El profesor dice que estoy mal porque en clase me distraigo y es que no puedo dejar de pensar que un día ese polvo blanco cubrirá del todo a mi madre y lo hará conmigo. Y cuando mi padre vuelva, la tristeza habrá borrado el “te quiero” que le escribo cada noche sobre la mesa del comedor.

Rosario BARROS PEÑA (España, 1935)


AMORES

Cuando Amparo me dijo que no me quería, después de seis meses de tenaz noviazgo, me recluí en casa de mi tía Eredia por espacio de tres meses.

El amor de Luisina, un año más tarde, vino a curar aquella herida que seguía sin cerrarse. Fue un tiempo corto, eso sí, de felicidad e ilusiones. Entender la decisión de Luisina de abandonar el mundo para profesar en las Esclavas me costó una úlcera de duodeno. A mi natural melancolía se unió esa tristeza sin fondo que ni los auxilios espirituales logran paliar.

Irene llegó a mi vida en un baile de verano al que mi amigo Aurelio me llevó como quien dice a punta de pistola. Que dos años más tarde aquella tierna seductora se fuese precisamente con Aurelio, yugulando a un tiempo amor y amistad, fue lo que provocó, en el abismo de la desgracia sentimental, mi hospitalización.

Antonia era una enfermera compadecida que me sacó a flote usando todos los atributos que una mujer puede poseer. El amor del enfermo es un amor sudoroso y lleno de pesares, más frágil que ninguno. Cuando una tarde vi a Antonia y al doctor Simarro besándose en el jardín me metí para el cuerpo un tubo de aspirinas. Gracias como siempre a mi tía Eredia, culminé tras la crisis la desolada convalecencia y, cuando definitivamente me sentí repuesto, comencé a considerar la posibilidad de retirarme del mundo, habida cuenta de que mis convicciones religiosas se habían fortalecido.

Fue entonces cuando me escribió Amparo reclamando mi perdón y reconociendo la interpretación errónea que había hecho de su amor por mí. Nos casamos en seguida y todo iba bien hasta que Luisina, que colgó los hábitos, volvió para recuperar mi amor e Irene y Antonia, bastante desgraciadas en sus respectivos derroteros sentimentales, regresaron para restablecer aquella fidelidad herida, convencidas, cada una por razones distintas, de que el único amor verdadero era el mío.

Mi tía Eredia anda la mujer muy preocupada, y yo, como dice mi amigo Gonzalo, sobrellevo con astucia y aplomo desconocidos mi destino, trabajando en tantos frentes a la vez. Y me voy convenciendo de que existe una rara justicia amorosa que nos hace cobrar los abandonos, aunque su aplicación puede acabar resultando perjudicial para la salud.

Luis Mateo Díez (España, 1942)

VENGANZA

Empezó con un ligero y tal vez accidental roce de dedos en los senos de ella. Luego un abrazo y el mirarse sorprendidos. ¿Por qué ellos? ¿Qué oscuro designio los obligaba a reconocerse de pronto? Después largas noches y soleados días en inacabable y frenética fiebre.

Cuando a ella se le notaron los síntomas del embarazo, el padre enfurecido gritó: “Venganza”. Buscó la escopeta, llamó a su hijo y se la entregó diciéndole:

-Lavarás con sangre la afrenta al honor de tu hermana.

Él ensilló el caballo moro y se marchó del pueblo, escopeta al hombro. En sus ojos no brillaba la sed de venganza, pero sí la tristeza del nunca regresar.

Ednodio QUINTERO (Venezuela, 1947)

PATERNIDAD RESPONSABLE

Era tu padre. Estaba igual, más joven incluso que antes de su muerte, y te miraba sonriente, parado al otro lado de la calle, con ese gesto que solía poner cuando eras niño y te iba a recoger a la salida del colegio cada tarde. Lógicamente, te quedaste perplejo, incapaz de entender qué sucedía, y no reparaste ni en que el disco se ponía rojo de repente ni en que derrapaba en la curva un autobús y se iba contra ti incontrolado. Fue tremendo. Ya en el suelo, inmóvil y medio atragantado de sangre, volviste de nuevo los ojos hacia él y comprendiste. Era, siempre lo había sido, un buen padre, y te alegró ver que había venido una vez más a recogerte.

Carlos ALFARO GUTIÉRREZ (España ,1947)


INSTANTÁNEA, HARVEY CEDARS: 1948

Mi madre se toca la frente y deja en sombra sus ojos verdes. La boca es rosada, el pelo rubio como el trigo. Está bronceada. Es la mujer más bonita de la playa, aunque es la única que no lo reconoce nunca. Se envuelve el esbelto cuerpo con un albornoz y hace una mueca, porque cree que sus caderas son como una campana. Aún ahora está calculando y esperando oír el chasquido del cierre de la máquina de fotos.

Los brazos de mi padre la sujetan fuertemente por los hombros. Es musculoso y con el estómago plano como una sartén. Mira hacia adelante y aparenta estar con mi madre, pero está ya en Florida, edificando nuevas ciudades, drenando manglares muertos llenos de arena. Se imagina construyendo, construyendo. Estará sano. Tendrá buena suerte. Y, en años futuros, como sus compañeros del ejército, se habrá vuelto blando y afeminado, todo se le volverá duro trabajo, pero la gente recordará su nombre.

Los hombros se tocan. La postura dice: así es como se supone que deben ser las parejas jóvenes. Observénlos, son felices. Pero la cabeza de mi madre está ladeada. ¿Qué está mirando? ¿Mira al jugador de tenis que está junto a la ducha, al aire libre, el de las manos suaves, el que le enseñó a olvidar las cosas?, ¿o quizá ya oye el disparo del revólver que mi padre apretará contra su sien veinte años después?

Paul LISICKY (Estados Unidos, 1959)
Traducción de Mª Teresa Díez Taboada


EL PROYECTO

El niño se inclinó sobre su proyecto escolar, una pequeña bola de arcilla que había modelado cuidadosamente. Encerrado en su habitación durante días, la sometió al calor, rodeándola de móviles luminarias, le aplicó descargas eléctricas, separó la materia sólida de la líquida, hizo llover sobre ella esporas sementíferas y la envolvió en una gasa verdemar de humedad. El niño, con orgullo de artífice, contempló a un mismo tiempo la perfección del conjunto y la armonía de cada uno de sus pormenores, las innumerables especies, los distintos frutos, la frescura de las frondas y la tibieza de los manglares, el oro y el viento, los corales y los truenos, los efímeros juegos de luz y sombra, la conjunción de sonidos, colores y aromas que aleteaban sobre la superficie de la bola de arcilla. Contra toda lógica, procesos azarosos comenzaron por escindir átomos imprevistos y el hálito de la vida, desbocado, se extendió desmesuradamente. Primero fue un prurito irregular, luego una llaga, después un manchón denso y repulsivo sobre los carpelos de tierra. El hormigueo de seres vivientes bullía como el torrente sanguíneo de un embrión, hedía como la secreción de una pústula que nadie consigue cerrar. Se multiplicaron la confusión y el ruido, y diminutas columnas de humo se elevaban desde su corteza. Todo era demasiado prolijo y sin sentido. Al niño le había llevado seis días crear aquel mundo y ahora, una vez más en este curso, se exponía al descrédito ante su Maestro y sus Compañeros. Y vio que esto no era bueno. Decidió entonces aplastarlo entre las manos, haciéndolo desaparecer con manifiesto desprecio en el vacío del cosmos: descansaría el séptimo día y comenzaría de nuevo.

Ángel  Olgoso  (España, 1961)

Para terminar, una reflexión final nos lleva a detenernos brevemente en la necesaria  interconexión entre el autor y el lector del cuento, porque el destino de un cuento, como si fuera una flecha, es producir un impacto en el lector. Cuando más cerca del corazón del lector se clave, mejor será el cuento. Para ese efecto, el texto debe ser sensible: debe tener la capacidad de mostrar un mundo, de ser un espejo en el que el lector vea y se vea. (Mempo Giardinelli). Para que se produzca este impacto es también necesaria, por parte del lector, una concentración y participación especialmente activa.

El cuento perfecto,  afirma Carlos Mastrángelo, es concluido simultáneamente por el lector y el autor. Si acontece lo contrario es porque algo fracasa, como sucede cuando el autor apresura o dilata excesivamente  el final, rompiendo el ritmo del lector y del cuento mismo. Este ajuste entre el escritor y su lector ha de comenzar en la primera línea y terminar en la última, porque deben marchar unidos durante todo el camino, a un ritmo cada vez más acelerado y hacia una meta a la que deben llegar al mismo tiempo. Cuando no se produce este sincronismo, el fallo suele estar en el autor que es quien debe guiar y servir al lector y no a la inversa, porque no se puede olvidar que esta suerte de identificación entre creador y lector es el resultado de un tema original y de una forma, un estilo también original que atrapan al lector en una  especie tal de encantamiento que incluso le hacen olvidar que está leyendo, lográndose así el grado máximo de sincronismo entre el emisor y el receptor (35).

Como conclusión, puede afirmarse que todos los buenos cuentos que en el mundo han sido y serán, los viejos y los nuevos, los populares y los literarios, responden en su insoslayable brevedad a una misma e innata necesidad humana de contar y de oír historias. La imaginación, la fantasía, la curiosidad, la atracción y el temor por lo maravilloso y misterioso son capacidades del hombre en todo tiempo y lugar, como también la necesidad de distracción, de evasión, de soñar despiertos y de poder evadirse de la propia vida y adueñarse de otras que la imaginación y la memoria del autor crea con absoluta libertad. Todos los cuentos sirven para dar salida y colmar en parte dichas capacidades y necesidades; y por eso todos los grandes cuentos del mundo vienen a ser formas de un solo y único cuento:

Desde las remotas edades del hombre, y a través de las más hondas convulsiones literarias, el concepto de cuento no ha variado. Cuando el de los otros géneros sufría según las modas del momento, el cuento permaneció firme en su esencia integral. Y mientras la lengua humana sea nuestro preferido vehículo de expresión, el hombre contará siempre, por ser el cuento la forma natural, normal e irreemplazable de contar. Constreñido en su enérgica brevedad, el cuento es y no puede ser otra cosa que lo que todos, cultos e ignorantes, entendemos por tal.

Los cuentos chinos y persas, los grecolatinos, los árabes de Las Mil y una Noches, los del Renacimiento italiano, los de Perrault, de Hoffmann, de Poe, de Merimée, de Bret Harte, de Verga, de Chéjov, de Kipling, todos ellos son una sola y misma cosa en su realización. Pueden diferenciarse unos de otros como el sol y la luna, pero el concepto, el coraje para contar, la intensidad, la brevedad, son los mismos en todos los cuentistas de todas las edades. (36)

FIN


Notas

(1) José JIMÉNEZ LOZANO y Gurutze GALPARSORO Una estancia holandesa. Conversación, Barcelona, Anthropos, 1998, pág. 11.

(2) Vid. “Algunos aspectos del cuento”(1963), Revista Casa de las Américas, La Habana, año II, Núms. 15-16, noviembre 1962-febrero1963. En La casilla de los Morelli, Barcelona, Tusquets, 1973, pág. 137.

(3) MASTRÁNGELO. Carlos: El cuento argentino. Contribución al conocimiento de su historia. Teoría y práctica. En PACHECO, Carlos y BARRERA LINARES, Luis, Del cuento y sus alrededores, Venezuela, Monte Ávila, 1993, pág. 111.

(4) Vid. BRIOSCHI, F., y DI GIROLANO, C.: Introducción al estudio de la literatura, trad. Carlos Vaíllo. Barcelona, Ariel, 1988, pág. 203.

(5) Vid. MAURO CASTELLARÍN, Teresita: “El arte de contar. En torno del relato breve”, en Estudios de Filología y su didáctica, II, Madrid, Publicación Pablo Montesino 1992, pág.107.

 (6) BOSCH, Juan: “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos”(1967), en Cuentos escritos en el exilio, Santo Domingo, Amigo del Hogar, 1978, págs. 11-12.

(7) En Francia cuando un cuento excede de las veinte-treinta páginas, recibe el nombre de nouvelle. No así en español que para poder hablar de novela corta se exigen algunas (¿)  páginas más.

(8) Qué es la novela. Qué es el cuento, Universidad de Murcia, 1988, págs. 126-127.

(9)  J. Ferrer-Vidal decía que un cuento –si es un verdadero cuento- es algo así como el cometa de un niño, una pequeña maravilla, un destello breve y luminoso.

10) Cuento.artefacto y artificio del cuento, Buenos Aires, Nova, 1977, pág. 61.

(11) Diccionario de Literatura Española, Madrid, Revista de Occidente, 1972, pág. 273.

(12)  Obras Completas, I, Madrid, Aguilar, 1958, pág.1046.

 (13) PAREDES NÚÑEZ, Juan: Algunos aspectos del cuento (Contribución al estudio de su estructura). Granada, Campus Universitario de Cartuja. Servicio de publicaciones, 1986, pág.27.

 (13) Qué es la novela. Qué es el cuento, Universidad de Murcia, 1988, pág. 150.

(14)  “Del cuento breve y sus alrededores”, en último round, México, Siglo XXI, 1969, pág. 109.

 (15) “Apunte sobre el arte de escribir cuentos”, en Cuentos escritos en el exilio, Santo Domingo, Amigo del Hogar, 1978, pág. 13.

(16) “Ante el tribunal” (1930), en Sobre literatura, Montevideo, Arca, 1970, pág. 137.

(17) En la reseña del libro de Nathaniel Hawthorne Twce-Tod Tales (Boston, 1842. Vid. Ensatyos  Críticos, trad. Julio Cortázar, Madrid, Alianza Editorial, 1987, págs.. 135-136.

(18) “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos” (1967), en Cuentos escritos en el exilio, Santo Domingo, Amigos del Hogar, 1987, pág. 14.

(19) Claves para el cuento, Buenos Aires, Plus Ultra, 1981, pág. 14)

(20) El cuento argentino. Contribución al conocimiento de su Historia, Teoría y Práctica. En Carlos Pacheco y Luis barrera Linares, Del cuento y sus alrededores, Venezuela, Monte Ávila, 1993, pág. 116.

(21) “El final es una imagen que hace estallar el cuento en las palabras últimas, después de henchirlo poderosamente” (De los  archivos del trasgo, Madrid, Espasa Calpe, 1989, pág. 44.)

(22) “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos” (1967), en Cuentos escritos en el exilio, Santo Domingo, Amigo del Hogar, 1978, págs. 12-13.

(23) “la retórica del cuento” (1925). En Los desterrados y otros textos, ed. Jorge Lafforgue, Madrid, Castalia, 1990, pág. 411.

(24) “On Writing”, Fires: Essays, Poems, Stories (1983), New York, Vintage Books 1989, pág. 25. Véase, “Escribir un cuento”, https://ciudadseva.com/texto/escribir-un-cuento

(25) De una charla informal -1989-  grabada y recogida en diversos diarios y revistas hispanoamericanas. Vid. “El cuento y yo”,  en Carlos Pacheco y Luis Barrera Linares, Del cuento y sus alrededores. Aproximaciones a una teoría del cuento, Caracas, Monte Ávila, 1993, pág. 440.

(26) Citado por Mempo Giardinello en “Estructura y morfología del cuento”. Así se escribe un cuento, Madrid,  Suma de Letras, 2003, pág. 55.

(27) Aunque existe notables variaciones en estas sorprendentes propuestas del número de palabras de las obras narrativas, como media los críticos norteamericanos aseguran que una novela debe contener un mínimo de 30.000 a 50.000 palabras, el cuento muy corto de 100 a 2.000 y el cuento normal de 2.000 a 30.000.

(28) “Apuntes para una teoría del cuento”. En Carlos Pacheco y Luis Barrera Linares, Del cuento y sus alrededores. Aproximaciones a una teoría del cuento, Caracas, Monte Ávila, 1993, págs. 35 y 36.

(29) “El desafío de la creación”, en ZAVALA, Lauro (ed.), Teorías del cuento, III. Poéticas de la brevedad, México, UNAM, 1996, Pág. 30.

(30) https://ciudadseva.com/texto/consejos-a-un-joven-novelista/

(31) VARGAS LLOSA, Mario, La verdad de las mentiras (1990), Barcelona, Alfaguara, 2005, pág. 20.

(32)  MERINO, José María: “Escribir narrativa”, en Ficción continua. Barcelona, Seix Barral, 2004, pág. 158.

(33) David LAGMANOVICH distingue entre microtexto, minificción y microrrelato. Según él, la primera denominación, muy indeterminada y generalizadora, se caracteriza únicamente por su brevedad; la segunda añade a la brevedad el componente ya literario de ficción, aunque no de narración.: “[Solamente] cuando un microtexto es ficcional, y cuando la consiguiente minificción es esencialmente narrativa, estamos en presencia de un microrrelato”. (El microrrelato. Teoría e historia, Palencia, Menoscuarto, 2006, págs. 23-27.

(34) Por ejemplo, en un ensayo sistemático y erudito, titulado “Viaje al centro de un dinosaurio” (Cuento y figura. La ficción en México, Universidad Autónoma de Tlaxcala, 1999, págs, 107-120), el investigador mexicano José Luis Martínez Morales analiza detenidamente la función semántica y morfosintáctica de cada una de las siete palabras del texto de Monterroso.

(35) (El cuento argentino. Contribución al conocimiento de su Historia, Teoría y Práctica, En Carlos Pacheco y Luis Barrera Linares, Del cuento y sus alrededores, Venezuela, Monte Ávila, 1993, págs. 114-115)

(36) (QUIROGA, Horacio: “La retórica del cuento”, en Los desterrados y otros textos, Madrid, Castalia, 1990, pág. 412)


Miguel Díez R. (mikdiez@gmail.com), profesor de Lengua y Literatura Españolas de Enseñanza Secundaria. Además de manuales de Literatura Española y de Comentarios de Textos Literarios, ha publicado la edición de Jardín umbrío de Ramón del Valle-Inclán (Madrid, Espasa-Calpe, 1993), Antología del cuento literario (1985; Madrid, Alhambra-Longman, 2005) y Antología de cuentos e historias mínimas (2002; Madrid, Espasa-Calpe, 2008). En colaboración con su mujer, Paz Díez Taboada, ha publicado Antología de la poesía española del siglo XX (1991; Madrid, Istmo, 2005), La memoria de los cuentos (Madrid, Espasa-Calpe, 1998, reeditado recientemente en la misma editorial y colección con el título de Relatos populares del mundo) y Antología comentada de la poesía lírica española (2005; Madrid, Cátedra, 2006).



Más Historia y teoría de Miguel Díez R.