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El decamerón

Segunda jornada - Narración novena

[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

SEGUNDA JORNADA – NARRACIÓN NOVENA

Bernabó de Génova, engañado por Ambruogiuolo, pierde lo suyo y manda matar a su mujer, inocente; esta se salva y, en hábito de hombre, sirve al sultán; encuentra al engañador y conduce a Bernabó a Alejandría donde, castigado el engañador, volviendo a tomar hábito de mujer, con el marido y ricos vuelven a Génova .

 

Habiendo Elisa con su lastímera historia cumplido su deber, la reina Filomena, que hermosa y alta de estatura era, más que ninguna otra amable y sonriente de rostro, recogiéndose en sí misma dijo:

-El pacto hecho con Dioneo debe ser respetado y, así, no quedando más que él y yo por novelar, diré yo mi historia primero y él, como lo pidió por merced, será el último que la diga.

Y dicho esto, así comenzó:

Se suele decir frecuentemente entre la gente común el proverbio de que el burlador es a su vez burlado; lo que no parece que pueda demostrarse que es verdad mediante ninguna explicación sino por los casos que suceden. Y por ello, sin abandonar el asunto propuesto, me ha venido el deseo de demostraros al mismo tiempo que esto es tal como se dice; y no os será desagradable haberlo oído, para que de los engañadores os sepáis guardar.

Había en París, en un albergue, unos cuantos importantísimos mercaderes italianos, cuál por un asunto cuál por otro, según lo que es su costumbre; y habiendo cenado una noche todos alegremente, empezaron a hablar de distintas cosas, y pasando de una conversación en otra, llegaron a hablar de sus mujeres, a quienes en sus casas habían dejado; y bromeando comenzó a decir uno:

-Yo no sé lo que hará la mía, pero sí sé bien que, cuando aquí se me pone por delante alguna jovencilla que me plazca, dejo a un lado el amor que tengo a mi mujer y gozo de ella el placer que puedo.

Otro repuso:

-Y yo lo mismo hago, porque si creo que mi mujer alguna aventura tiene, la tiene, y si no lo creo, también la tiene; y por ello, lo que se hace que se haga: lo que el burro da contra la pared, eso recibe.

El tercero llegó, hablando, a la mismísima opinión: y, en breve, todos parecía que estuviesen de acuerdo en que las mujeres por ellos dejadas no perdían el tiempo. Uno solamente, que tenía por nombre Bernabó Lomellin de Génova, dijo lo contrario, afirmando que él, por especial gracia de Dios, tenía por esposa a la mujer más cumplida en todas aquellas virtudes que mujer o aun caballero, en gran parte, o doncella puede tener, que tal vez en Italia no hubiera otra igual: porque era hermosa de cuerpo y todavía bastante joven, y diestra y fuerte, y nada había que fuese propio de mujer, como bordar labores de seda y cosas semejantes, que no hiciese mejor que ninguna.

Además de esto no había escudero, o servidor si queremos llamarlo así, que pudiera encontrarse que mejor o más diestramente sirviese a la mesa de un señor de lo que ella servía, como que era muy cortés, muy sabía y discreta. Junto a esto, alabó que sabía montar a caballo, gobernar un halcón, leer y escribir y contar una historia mejor que si fuese un mercader; y de esto, luego de otras muchas alabanzas, llegó a lo que se hablaba allí, afirmando con juramento que ninguna más honesta ni más casta se podía encontrar que ella; por lo cual creía él que, si diez años o siempre estuviese fuera de casa, ella no se entendería con otro hombre en tales asuntos.

Había entre estos mercaderes que así hablaban un joven mercader llamado Ambruogiuolo de Piacenza, el cual a esta última alabanza que Bernabó había hecho de su mujer empezó a dar las mayores risotadas del mundo, y jactándose le preguntó si el emperador le había concedido aquel privilegio sobre todos los demás hombres. Bernabó, un tanto airadillo, dijo que no el emperador sino Dios, quien tenía algo más de poder que el emperador, le había concedido aquella gracia. Entonces dijo Ambruogiuolo:

-Bernabó, yo no dudo que no creas decir verdad, pero a lo que me parece, has mirado poco la naturaleza de las cosas, porque si la hubieses mirado, no te creo de tan torpe ingenio que no hubieses conocido en ella cosas que te harían hablar más cautamente sobre este asunto. Y para que no creas que nosotros, que muy libremente hemos hablado de nuestras mujeres, creamos tener otra mujer o hecha de otra manera que tú, sino que hemos hablado así movidos por una natural sagacidad, quiero hablar un poco contigo sobre esta materia. Siempre he entendido que el hombre es el animal más noble que fue creado por Dios entre los mortales, y luego la mujer; pero el hombre, tal como generalmente se cree y ve en las obras, es más perfecto y teniendo más perfección, sin falta debe tener mayor firmeza, y la tiene por lo que universalmente las mujeres son más volubles, y el porqué se podría por muchas razones naturales demostrar; que al presente entiendo dejar a un lado. Si el hombre, que es de mayor firmeza, no puede ser que no condescienda, no digamos a una que se lo ruegue, sino a no desear a alguna que a él le plazca, y además de desearla a hacer todo lo que pueda para poder estar con ella, y ello no una vez al mes sino mil al día le sucede, ¿qué esperas que una mujer, naturalmente voluble, pueda hacer ante los ruegos, las adulaciones y mil otras maneras que use un hombre entendido que la ame? ¿Crees que pueda contenerse? Ciertamente, aunque lo afirmes no creo que lo creas; y tú mismo dices que tu esposa es mujer y que es de carne y hueso como son las otras. Por lo que, si es así, aquellos mismos deseos deben ser los suyos y las mismas fuerzas que tienen las otras para resistir a los naturales apetitos; por lo que es posible, aunque sea honestísima, que haga lo que hacen las demás: y no es posible negar nada tan absolutamente ni afirmar su contrario como tú lo haces.

A lo que Bernabó repuso y dijo:

-Yo soy mercader y no filósofo, y como mercader responderé; y digo que sé que lo que dices les puede suceder a las necias, en las que no hay ningún pudor; pero que aquellas que sabias son tienen tanta solicitud por su honor que se hacen más fuertes que los hombres, que no se preocupan de él, para guardarlo, y de éstas es la mía.

Dijo entonces Ambruogiuolo:

-Verdaderamente si por cada vez que cediesen en tales asuntos les creciese un cuerno en la frente, que diese testimonio de lo que habían hecho, creo yo que pocas habría que cediesen, pero como el cuerno no nace, no se les nota a las que son discretas ni pisada ni huella, y la vergüenza y el deshonor no están sino en las cosas manifiestas; por lo que, cuando pueden ocultamente las hacen, o las dejan por necedad. Y ten esto por cierto; que sólo es casta la que no fue por nadie rogada, o si rogó ella, la que no fue escuchada. Y aunque yo conozca por naturales y diversas razones que las cosas son así, no hablaría tan cumplidamente como lo hago si no hubiese muchas veces y a muchas puesto a prueba; y te digo que si yo estuviese junto a esa tu santísima esposa, creo que en poco espacio de tiempo la llevaría a lo que ya he llevado a otras.

Bernabó, airado, repuso:

-El contender con palabras podría extenderse demasiado: tú dirías y yo diría, y al final no serviría de nada. Pero puesto que dices que todas son tan plegables y que tu ingenio es tanto, para que te asegures de la honestidad de mi mujer estoy dispuesto a que me corten la cabeza si jamás a algo que te plazca en tal asunto puedas conducirla; y si no puedes no quiero sino que pierdas mil florines de oro.

Ambruogiuolo, ya calentado sobre el asunto, repuso:

-Bernabó, no sé qué iba a hacer con tu sangre si te ganase; pero si quieres tener una prueba de lo que te he explicado, apuesta cinco mil florines de oro de los tuyos, que deben serte menos queridos que la cabeza, contra mil de los míos, y aunque no pongas ningún límite, quiero obligarme a ir a Génova y antes de tres meses luego de que me haya ido, haber hecho mi voluntad con tu mujer, y en señal de ello traer conmigo algunas de sus cosas más queridas, y tales y tantos indicios que tú mismo confieses que es verdad, a condición de que me des tu palabra de no venir a Génova antes de este límite ni escribirle nada sobre este asunto.

Bernabó dijo que le placía mucho; y aunque los otros mercaderes que allí estaban se ingeniasen en estorbar aquel hecho, conociendo que gran mal podía nacer de él, estaban sin embargo tan encendidos los ánimos de los dos mercaderes que, contra la voluntad de los otros, por buenos escritos con sus propias manos se comprometieron el uno con el otro. Y hecho el compromiso, Bernabó se quedó y Ambruogiuolo lo antes que pudo se vino a Génova.

Y quedándose allí algunos días y con mucha cautela informándose del nombre del barrio y de las costumbres de la señora, aquello y más oyó que le había oído a Bernabó; por lo que le pareció haber emprendido necia empresa. Pero sin embargo, habiendo conocido a una pobre mujer que mucho iba a su casa y a la que la señora quería mucho, no pudiéndola inducir a otra cosa, la corrompió con dineros y por ella, dentro de un arca construida para su propósito, se hizo llevar no solamente a la casa sino también a la alcoba de la noble señora: y allí, como si a alguna parte quisiese irse la buena mujer, según las órdenes dadas por Ambruogiuolo, le pidió que la guardase algunos días.

Quedándose, pues, el arca en la cámara y llegada la noche, cuando Ambruogiuolo pensó que la señora dormía, abriéndola con ciertos instrumentos que llevaba, salió a la alcoba silenciosamente, en la que había una luz encendida; por lo cual la situación de la cámara, las pinturas y todas las demás cosas notables que en ella había empezó a mirar y a guardar en su memoria. Luego, aproximándose a la cama y viendo que la señora y una muchachita que con ella estaba dormían profundamente, despacio la descubrió toda y vio que era tan hermosa desnuda como vestida, y ninguna señal para poder contarla le vio fuera de una que tenía en la teta izquierda, que era un lunar alrededor del cual había algunos pelillos rubios como el oro; y visto esto, calladamente la volvió a tapar, aunque, viéndola tan hermosa, las ganas le dieron de aventurar su vida y acostársele al lado.

Pero como había oído que era tan rigurosa y agreste en aquellos asuntos no se arriesgó y, quedándose la mayor parte de la noche por la alcoba a su gusto, una bolsa y una saya sacó de un cofre suyo, y unos anillos y un cinturón, y poniendo todo aquello en su arca, él también se metió en ella, y la cerró como estaba antes: y lo mismo hizo dos noches sin que la señora se diera cuenta de nada. Llegado el tercer día, según la orden dada, la buena mujer volvió por su arca, y se la llevó allí de donde la había traído; saliendo de la cual Ambruogiuolo y contentando a la mujer según le había prometido, lo antes que pudo con aquellas cosas se volvió a París antes del término que se había puesto.

Allí, llamando a los mercaderes que habían estado presentes a las palabras y a las apuestas, estando presente Bernabó dijo que había ganado la apuesta que había hecho, puesto que había logrado aquello de lo que se había gloriado: y de que ello era verdad, primeramente dibujó la forma de la alcoba y las pinturas que en ella había, y luego mostró las cosas de ella que se había llevado consigo, afirmando que se las había dado. Confesó Bernabó que tal era la cámara como decía y que, además, reconocía que aquellas cosas verdaderamente habían sido de su mujer; pero dijo que había podido por algunos de los criados de la casa saber las características de la alcoba y del mismo modo haber conseguido las cosas; por lo que, si no decía nada más, no le parecía que aquello bastase para darse por ganador. Por lo que Ambruogiuolo dijo:

-En verdad que esto debía bastar; pero como quieres que diga algo más, lo diré. Te digo que la señora Zinevra, tu mujer, tiene debajo de la teta izquierda un lunar grandecillo, alrededor del cual hay unos pelillos rubios como el oro.

Cuando Bernabó oyó esto, le pareció que le habían hundido un cuchillo en el corazón, tal dolor sintió, y con el rostro demudado, aún sin decir palabra, dio señales asaz manifiestas de ser verdad lo que Ambruogiuolo decía; y después de un poco dijo:

-Señores, lo que dice Ambruogiuolo es verdad, y por ello, habiendo ganado, que venga cuando le plazca y será pagado.

Y así fue al día siguiente Ambruogiuolo enteramente pagado: y Bernabó, saliendo de París, con crueles designios contra su mujer, hacia Génova se vino. Y acercándose allí, no quiso entrar en ella sino que se quedó a unas veinte millas en una de sus posesiones; y a un servidor suyo, de quien mucho se fiaba, con dos caballos y con sus cartas mandó a Génova, escribiéndole a la señora que había vuelto y que viniera a su encuentro: al cual servidor secretamente le ordenó que, cuando estuviese con la señora en el lugar que mejor le pareciese, sin falta la matase y volviese a donde estaba él.

Llegado, pues, el servidor a Génova y entregadas las cartas y hecha su embajada, fue por la señora con gran fiesta recibido; y ella a la mañana siguiente, montando con el servidor a caballo, hacia su posesión se puso en camino; y caminando juntos y hablando de diversas cosas, llegaron a un valle muy profundo y solitario y rodeado por altas rocas y árboles; el cual, pareciéndole al servidor un lugar donde podía con seguridad cumplir el mandato de su señor, sacando fuera el cuchillo y cogiendo a la señora por el brazo dijo:

-Señora, encomendad vuestra alma a Dios, que, sin proseguir adelante, es necesario que muráis.

La señora, viendo el cuchillo y oyendo las palabras, toda espantada, dijo:

-¡Merced, por Dios! Antes de que me mates dime en qué te he ofendido para que debas matarme.

-Señora -dijo el servidor-, a mí no me habéis ofendido en nada: pero en qué hayáis ofendido a vuestro marido no lo sé, sino que él me mandó que, sin teneros ninguna misericordia, en este camino os matase: y si no lo hiciera me amenazó con hacerme colgar. Sabéis bien qué obligado le estoy y que a cualquier cosa que él me ordene no puedo decirle que no: sabe Dios que por vos siento compasión, pero no puedo hacer otra cosa.

A lo que la señora, llorando, dijo:

-¡Ay, merced por Dios!, no quieras convertirte en homicida de quien no te ofendió por servir a otro. Dios, que todo lo sabe, sabe que no hice nunca nada por lo cual deba recibir tal pago de mi marido. Pero dejemos ahora esto; puedes, si quieres, a la vez agradar a Dios, a tu señor y a mí de esta manera: que cojas estas ropas mías, y dame solamente tu jubón y una capa, y con ellas vuelve a tu señor y el mío y dile que me has matado; y te juro por la salvación que me hayas dado que me alejaré y me iré a algún lugar donde nunca ni a ti ni a él en estas comarcas llegará noticia de mí.

El servidor, que contra su gusto la mataba, fácilmente se compadeció; por lo que, tomando sus paños y dándole un juboncillo suyo y una capa con capuchón, y dejándole algunos dineros que ella tenía, rogándole que de aquellas comarcas se alejase, la dejó en el valle a pie y se fue a donde su señor, al que dijo que no solamente su orden había sido cumplida sino que el cuerpo de ella muerto había arrojado a algunos lobos. Bernabó, luego de algún tiempo, se volvió a Génova y, cuando se supo lo que había hecho, muy recriminado fue.

La señora, quedándose sola y desconsolada, al venir la noche, disimulándose lo mejor que pudo fue a una aldehuela vecina de allí, y allí, comprándole a una vieja lo que necesitaba, arregló el jubón a su medida, y lo acortó, y se hizo con su camisa un par de calzas y cortándose los cabellos y disfrazándose toda de marinero, hacia el mar se fue, donde por ventura encontró a un noble catalán cuyo nombre era señer en Cararh, que de una nave suya, que estaba algo alejada de allí, había bajado a Alba a refrescarse en una fuente; con el cual, entrando en conversación, se contrató por servidor, y subió con él a la nave, haciéndose llamar Sicurán de Finale. Allí, con mejores paños vestido con atavío de gentilhombre, lo empezó a servir tan bien y tan capazmente que sobremanera le agradó.

Sucedió a no mucho tiempo de entonces que este catalán con su carga navegó a Alejandría y llevó al sultán ciertos halcones peregrinos, y se los regaló; y habiéndole el sultán invitado a comer alguna vez y vistas las maneras de Sicurán que siempre a atenderle iba, y agradándole, se lo pidió al catalán, y éste, aunque duro le pareció, se lo dejó. Sicurán en poco tiempo no menos la gracia y el amor del sultán conquistó, con su esmero, que lo había hecho con los del catalán; por lo que con el paso del tiempo sucedió que, debiéndose hacer en cierta época del año una gran reunión de mercaderes cristianos y sarracenos, a manera de feria, en Acre, que estaba bajo la señoría del sultán, y para que los mercaderes y las mercancías seguras estuvieran, siempre había acostumbrado el sultán a mandar allí, además de sus otros oficiales, algunos de sus dignatarios con gente que atendiese a la guardia; para cuya necesidad, llegado el tiempo, deliberó mandar a Sicurán, el cual ya sabía la lengua óptimamente, y así lo hizo.

Venido, pues, Sicurán a Acre como señor y capitán de la guardia de los mercaderes y las mercancías, y desempeñando allí bien y solícitamente lo que pertenecía a su oficio, y andando dando vueltas vigilando, y viendo a muchos mercaderes sicilianos y pisanos y genoveses y venecianos y otros italianos, con ellos de buen grado se entretenía, recordando su tierra.

Ahora, sucedió una vez que, habiendo él un día descabalgado en un depósito de mercaderes venecianos, vio entre otras joyas una bolsa y un cinturón que enseguida reconoció como que habían sido suyos, y se maravilló; pero sin hacer ningún gesto, amablemente preguntó de quién eran y si se vendían. Había venido allí Ambruogiuolo de Piacenza con muchas mercancías en una nave de venecianos; el cual, al oír que el capitán de la guardia preguntaba de quién eran, dio unos pasos adelante y, riendo, dijo:

-Micer, las cosas son mías, y no las vendo, pero si os agradan os las daré con gusto.

Sicurán, viéndole reír, sospechó que le hubiese reconocido en algún gesto; pero, poniendo serio rostro, dijo:

-Te ríes tal vez porque me ves a mí, hombre de armas, andar preguntando sobre estas cosas femeninas.

Dijo Ambruogiuolo:

-Micer, no me río de eso sino que me río del modo en que las conseguí.

A lo que Sicurán dijo:

-¡Ah, así Dios te dé buena ventura, si no te desagrada, di cómo las conseguiste!

-Micer -dijo Ambruogiuolo-, me las dio con alguna otra cosa una noble señora de Génova llamada señora Zinevra, mujer de Bernabó Lomellin, una noche que me acosté con ella, y me rogó que por su amor las guardase. Ahora, me río porque me he acordado de la necedad de Bernabó, que fue de tanta locura que apostó cinco mil florines de oro contra mil a que su mujer no se rendía a mi voluntad; lo que hice yo y vencí la apuesta; y él, a quien más por su brutalidad debía castigarse que a ella por haber hecho lo que todas las mujeres hacen, volviendo de París a Génova, según lo he oído, la hizo matar.

Sicurán, al oír esto, pronto comprendió cuál había sido la razón de la ira de Bernabó contra ella y claramente conoció que éste era el causante de todo su mal; y determinó en su interior no dejarlo seguir impune. Hizo ver, pues, Sicurán haber gustado mucho de esta historia y arteramente trabó con él una estrecha familiaridad, tanto que, por sus consejos, Ambruogiuolo, terminada la feria, con él y con todas sus cosas se fue a Alejandría, donde Sicurán le hizo hacer un depósito y le entregó bastantes de sus dineros; por lo que él, viéndose sacar gran provecho, se quedaba de buena gana.

Sicurán, preocupado por demostrar su inocencia a Bernabó, no descansó hasta que, con ayuda de algunos grandes mercaderes genoveses que en Alejandría estaban, encontrando raras razones, le hizo venir; y estando éste en asaz pobre estado, por algún amigo suyo le hizo recibir ocultamente hasta el momento que le pareciese oportuno para hacer lo que hacer entendía.

Había ya Sicurán hecho contar a Ambruogiuolo la historia delante del sultán, y hecho que el sultán gustase de ella; pero luego que vio aquí a Bernabó, pensando que no había que dar largas a la tarea, buscando el momento oportuno, pidió al sultán que llamase a Ambruogiuolo y a Bernabó, y que en presencia de Bernabó, si no podía hacerse fácilmente, con severidad se arrancase a Ambruogiuolo la verdad de cómo había sido aquello de lo que él se jactaba de la mujer de Bernabó.

Por la cual cosa, Ambruogiuolo y Bernabó venidos, el sultán en presencia de muchos, con severo rostro, a Ambruogiuolo mandó que dijese la verdad de cómo había ganado a Bernabó cinco mil florines de oro; y estaba presente allí Sicurán, en el que Ambruogiuolo más confiaba, y él con rostro mucho más airado le amenazaba con gravísimos tormentos si no la decía. Por lo que Ambruogiuolo, espantado por una parte y otra, y obligado, en presencia de Bernabó y de muchos otros, no esperando más castigo que la devolución de los cinco mil florines de oro y de las cosas, claramente cómo había sido el asunto todo lo contó. Y habiéndolo contado Ambruogiuolo, Sicurán, como delegado del sultán en aquello, volviéndose a Bernabó dijo:

-¿Y tú, qué le hiciste por esta mentira a tu mujer?

A lo que Bernabó repuso:

-Yo, llevado de la ira por la pérdida de mis dineros y de la vergüenza por el deshonor que me parecía haber recibido de mi mujer, hice que un servidor mío la matara, y según lo que él me contó, pronto fue devorada por muchos lobos.

Dichas todas estas cosas en presencia del sultán y por él oídas y entendidas todas, no sabiendo él todavía a dónde Sicurán (que esto le había pedido y ordenado) quisiese llegar, le dijo Sicurán:

-Señor mío, asaz claramente podéis conocer cuánto aquella buena señora pueda gloriarse del amante y del marido; porque el amante en un punto la priva del honor manchando con mentiras su fama y aparta de ella al marido; y el marido, más crédulo de las falsedades ajenas que de la verdad que él por larga experiencia podía conocer, la hace matar y comer por los lobos y además de esto, es tanto el cariño y el amor que el amigo y el marido le tienen que, estando largo tiempo con ella, ninguno la conoce. Pero porque vos óptimamente conocéis lo que cada uno de éstos ha merecido, si queréis por una especial gracia, concederme que castiguéis al engañador y perdonéis al engañado, la haré que venga ante vuestra presencia.

El sultán, dispuesto en este asunto a complacer a Sicurán en todo, dijo que le placía y que hiciese venir a la mujer. Se maravillaba mucho Bernabó, que firmemente la creía muerta; y Ambruogiuolo, ya adivino de su mal, de más tenía miedo que de pagar dineros y no sabía si esperar o si temer más que la señora viniese, pero con gran maravilla su venida esperaba. Hecha, pues, la concesión por el sultán a Sicurán, éste, llorando y arrojándose de rodillas ante el sultán, en un punto abandonó la masculina voz y el querer parecer varón, y dijo:

-Señor mío, yo soy la mísera y desventurada Zinevra, que seis años llevo rodando disfrazada de hombre por el mundo, por este traidor Ambruogiuolo falsamente y criminalmente infamada, y por este cruel e inicuo hombre entregada a la muerte a manos de su criado y a ser comida por los lobos.

Y rasgándose los vestidos y mostrando el pecho, que era mujer al sultán y a todos los demás hizo evidente; volviéndose luego a Ambruogiuolo, preguntándole con injurias cuándo, según se jactaba, se había acostado con ella. El cual, ya reconociéndola y mudo de vergüenza, no decía nada. El sultán, que siempre por hombre la había tenido, viendo y oyendo esto, tanto se maravilló que más creía ser sueño que verdad aquello que oía y veía. Pero después que el asombro pasó, conociendo la verdad, con suma alabanza la vida y la constancia y las costumbres y la virtud de Zinevra, hasta entonces llamada Sicurán, loó. Y haciéndole traer riquísimas vestiduras femeninas y damas que le hicieran compañía según la petición hecha por ella, a Bernabó perdonó la merecida muerte; el cual, reconociéndola, a los pies se le arrojó llorando y le pidió perdón, lo que ella, aunque mal fuese digno de él, benignamente le concedió, y le hizo levantarse tiernamente abrazándolo como a su marido.

El sultán después mandó que incontinenti Ambruogiuolo en algún lugar de la ciudad fuese atado al sol a un palo y untado de miel, y que de allí nunca, hasta que por sí mismo cayese, fuese quitado; y así se hizo. Después de esto, mandó que lo que había sido de Ambruogiuolo fuese dado a la señora, que no era tan poco que no valiera más de diez mil doblas: y él, haciendo preparar una hermosísima fiesta, en ella a Bernabó como a marido de la señora Zinevra, y a la señora Zinevra como valerosísima mujer honró, y le dio, tanto en joyas como en vajilla de oro y de plata como en dineros, tanto que valió más de otras diez mil doblas.

Y haciendo preparar un barco para ellos, luego que terminó la fiesta que les hacía, les dio licencia para poder volver a Génova si quisieran; adonde riquísimos y con gran alegría volvieron, y con sumo honor fueron recibidos y especialmente la señora Zinevra, a quien todos creían muerta; y siempre de gran virtud y en mucho, mientras vivió, fue reputada.

Ambruogiuolo, el mismo día que fue atado al palo y untado de miel, con grandísima angustia suya por las moscas y por las avispas y por los tábanos, en los que aquel país es muy abundante, fue no solamente muerto sino devorado hasta los huesos; los que, blancos y colgando de sus tendones, por mucho tiempo después, sin ser movidos de allí, de su maldad fueron testimonio a cualquiera que los veía. Y así el burlador fue burlado.



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