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El decamerón

Tercera Jornada - Narración tercera

[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

TERCERA JORNADA – NARRACIÓN TERCERA

Bajo especie de confesión y de purísima conciencia una señora enamorada de un joven induce a un grave fraile, sin darse él cuenta, a hallar la manera de que el placer de ella tuviese entero cumplimiento.

 

Callaba ya Pampínea, y ya la osadía y la cautela del palafrenero había sido alabada por muchos de ellos, y semejantemente el buen juicio del rey, cuando la reina, volviéndose hacia Filomena, le ordenó continuar; por lo cual Filomena, graciosamente comenzó a, hablar así:

-Yo entiendo contaros una burla que fue muy justamente hecha por una hermosa señora a un grave fraile, que tanto más a todo seglar agrada cuanto que éstos (la mayoría estupidísimos y hombres de extrañas maneras y costumbres) se creen que más que los otros en todas las cosas valen y saben, cuando son de mucho menor valor, como quienes por vileza de ánimo, no teniendo inventiva para sustentarse como los demás hombres, se refugian donde puedan tener qué comer, como el puerco. La que, oh amables señoras, os contaré no sólo por obedecer la orden impuesta sino también para advertiros de que también los religiosos (a quienes nosotras, sobremanera crédulas, demasiada fe prestamos) pueden ser y son algunas veces, no ya por los hombres sino por algunas de nosotras, sagazmente burlados.

En nuestra ciudad, más llena de engaños que de amor o lealtad, no hace todavía muchos años, hubo una noble señora adornada de belleza y de costumbres, con alteza de ánimo y con sutiles agudezas tan dotada como la que más por la naturaleza, cuyo nombre (ni tampoco ninguno otro que pertenezca a la presente historia) aunque yo lo sepa, no entiendo descubrir porque todavía viven algunos que se llenarían por ello de indignación cuando con risa se debe hablar de ello.

Ésta, pues, viéndose nacida de alto linaje y casada con un artesano lanero porque era riquísimo, no pudiendo deponer el desdén de su ánimo según el cual estimaba que ningún hombre de baja condición, por riquísimo que fuese, era digno de mujer noble; y viéndole a él además, con todas sus riquezas, no ser capaz de nada sino de saber distinguir una mezcla o hacer urdir una tela o una hilandera disputar sobre lo hilado, se propuso no querer de ninguna manera sus abrazos sino cuando no pudiera negárselos, sino encontrar alguien a su gusto que le pareciese más digno de ellos que el lanero.

Y enamorose de un muy valeroso hombre y de mediana edad tanto que, el día que no lo veía no podía pasar la noche siguiente sin sentimiento; pero el hombre de pro, no dándose cuenta de aquello, nada se preocupaba, y ella, que muy cauta era, ni por embajada de ninguna mujer ni por carta osaba hacérselo saber, temiendo que podrían sobrevenir posibles peligros. Y dándose cuenta que aquél frecuentaba mucho a un religioso que, aunque fuera zopenco y obtuso, no dejaba de tener fama entre todos de hombre de mucha valía porque era de santísima vida, juzgó que aquél podía ser óptimo intermediario entre ella y su amante. Y habiendo pensado qué le convenía hacer, se fue a una hora oportuna a la iglesia donde él iba y, haciéndole llamar, dijo que cuando le placiera, con él quería confesarse.

El fraile, viéndola y estimándola mujer de linaje, la escuchó de buena gana, y ella después de la confesión dijo:

-Padre mío, necesito recurrir a vos por ayuda y por consejo en lo que vais a oír. Yo sé, porque os lo he dicho, que conocéis a mis parientes y a mi marido, por el cual soy amada más que su vida, y ninguna cosa deseo que él, como hombre que es riquísimo y que puede bien hacerlo, no lo adquiera incontinenti; por las cuales cosas más que a mí misma le amo; y dejemos aparte que lo hiciese, pero si siquiera pensase alguna cosa que contra su honor o gusto fuera, ninguna mujer culpable sería más digna del fuego que yo. Ahora, uno de quien en verdad no sé el nombre, pero que me parece persona de bien, y si no estoy engañada os frecuenta mucho, apuesto y alto en la persona, vestido de paños oscuros muy honrados, tal vez no percatándose de que mi intención era tal como es, parece que me ha puesto sitio y no puedo asomarme a puerta ni ventana ni salir de casa sin que él incontinenti no se ponga delante; y me maravillo de que no esté aquí ahora; de lo que mucho me duele, porque tales maneras hacen con frecuencia a las damas honestas ser censuradas sin culpa. He tenido en el ánimo hacérselo decir alguna vez a mis hermanos, pero luego he pensado que los hombres hacen algunas veces las embajadas de manera que las respuestas que se siguen son malas, de lo que nacen palabras, y de las palabras se llega a las obras; por lo que, para que daño y escándalo no se provocasen de ello, me lo he callado, y deliberé decíroslo antes a vos que a otros, tanto porque me parece que su amigo sois como también porque a vos os está bien de tales cosas no ya a los amigos sino a los extraños reprender. Por lo que os ruego en nombre de Dios que le reprendáis y roguéis que no siga con estas costumbres. Hay bastantes mujeres que por ventura estarán dispuestas a estas cosas y les agradará ser miradas y deseadas por él, mientras a mí me es gravísima molestia, como que de ningún modo tengo el ánimo dispuesto a tal materia.

Y dicho esto, como si lagrimear quisiese, bajó la cabeza. El santo fraile comprendió en seguida que hablaba de aquel de quien verdaderamente hablaba, y alabando mucho a la señora por esta su buena disposición firmemente creyendo ser verdad lo que decía, le prometió actuar así y de tal manera que por aquel tal no sería molestada, y sabiendo que era muy rica, le alabó las obras de caridad y las limosnas, contándole sus necesidades. A lo que la señora dijo:

-Os lo ruego por Dios; y si lo negase, decidle con firmeza que soy yo quien os ha dicho esto y a vos me he dolido.

Y luego, hecha la confesión e impuesta la penitencia, acordándose de los encomios hechos por el fraile a las limosnas, llenándole ocultamente la mano de dineros, le rogó que dijese misas por el alma de sus muertos; y levantándose de junto a sus pies, se volvió a casa. A ver al santo fraile no después de mucho tiempo, como acostumbraba vino el hombre de pro; al cual, luego de que de una cosa y de otra hubieran hablado juntos durante algún tiempo, llevándole aparte, con modos muy corteses le reprendió la atención y las miradas que creía que dedicaba a aquella señora, tal como ella le había explicado. El hombre de pro se maravilló, como quien nunca la había mirado y rarísimas veces acostumbraba a pasar por delante de su casa, y empezó a querer excusarse; pero el fraile no le dejó hablar, sino que le dijo:

-Ahora, no finjas maravillarte ni gastes palabras en negarlo, porque no puedes; no he sabido estas cosas por los vecinos: ella misma, mucho quejándose de ti, me las ha dicho. Y si a ti estas chanzas ya no te están bien, de ella te digo esto: que, si jamás he encontrado alguna esquiva a estas tonterías, ella es; y por ello, por tu honor y por tu tranquilidad, te ruego que te retraigas y déjala estar en paz.

El hombre de pro, más agudo que el santo fraile, sin demasiada tardanza la argucia de la mujer comprendió, y mostrando avergonzarse un tanto, dijo que no se entrometería en aquello de allí en adelante; y separándose del fraile, de su casa fue a la de la señora, la cual siempre estaba asomada a una pequeña ventana por verlo si pasaba. Y viéndolo venir, tan alegre y tan graciosa se le mostró que él asaz bien pudo comprender que había la verdad entendido por las palabras del fraile; y de aquel día en adelante, asaz cautamente, con placer suyo y con grandísimo deleite y consuelo de la señora fingiendo que otro asunto fuese el motivo, continuó pasando por aquel barrio.

Pero la señora después de algún tiempo, ya convencida de que le gustaba tanto como él a ella, deseosa de inflamarlo más y asegurarle del amor que le tenía, buscando el lugar y el momento, al santo fraile volvió, y echándosele a los pies en la iglesia, empezó a llorar. El fraile, viendo esto, le preguntó compasivamente que qué novedad traía. La señora repuso:

-Padre mío, las noticias que traigo no son sino de aquel maldito de Dios amigo vuestro de quien me he quejado a vos hace unos días, porque creo que haya nacido para irritarme grandemente y para hacerme hacer algo por lo que nunca podré ya estar contenta ni me atreveré a ponerme aquí a vuestros pies.

-¡Cómo! -dijo el fraile-, ¿no ha dejado de molestarte?

-Cierto que no -dijo la señora-, pues desde que me quejé a vos de ello, como por despecho, habiendo tomado sin duda a mal que me haya quejado a vos, por una vez que pasaba, creo que después ha pasado siete por allí. Y quisiera Dios que el pasar y el mirarme le hubiera bastado; pero ha sido tan atrevido y tan descarado que hasta ayer me mandó a una mujer a casa con noticias suyas y con sus vanidades, y como si yo no tuviese escarcelas o cintos me mandó una escarcela y un cinto, lo que he tomado y tomo tan a mal que creo que si no hubiera pensado en el escándalo, y también por vuestro amor, habría armado un zipizape; pero al fin me he serenado y no he querido hacer ni decir nada sin hacéroslo saber antes. Y además de esto, habiendo ya devuelto la escarcela y el cinto a la mujercilla que los había traído, para que se los devolviese, y habiéndola despedido de malos modos, temiendo que se fuera a quedar con ellos y le dijera que yo los había aceptado, como entiendo que hacen algunas veces, la volví a llamar y llena de enojo se los quité de la mano y os los he traído a vos, para que se los deis y le digáis que no tengo necesidad de sus cosas, porque, por merced de Dios, y de mi marido, tengo tantas escarcelas y tantos cintos que podría enterrarle con ellos. Y luego de esto, como ante su padre me excuso ante vos de que si no se corrige, lo diré a mi marido y a mis hermanos, y que suceda lo que sea; que más quiero que él reciba injurias si debe recibirlas que ser difamada por su culpa; ¡y hermano, así está ello!

Y dicho esto, siempre llorando fuertemente, se sacó de debajo de la saya una preciosísima y rica escarcela con un valioso y elegante cintillo y se la echó al fraile en el regazo; el cual, totalmente creyendo lo que la señora le decía, airado desmesuradamente lo tomó y dijo:

-Hija, si de estas cosas te enojas no me maravillo ni te reprendo por ello; sino que mucho te alabo que sigas en esto mis consejos. Yo le reprendí el otro día, y él mal ha cumplido lo que me prometió; por lo que, entre aquello y esto que acaba de hacer entiendo tirarle de las orejas de tal manera que no te moleste más; y tú, con la bendición de Dios, no te dejes vencer tanto por la ira que vayas a decírselo a alguno de los tuyos, que podría seguirse de ello mucho mal. Y no pienses que de esto te va a venir ninguna calumnia, que yo seré siempre, ante Dios y ante los hombres, firmísimo testigo de tu honestidad.

La señora fingió consolarse un tanto, y dejando esta conversación, como quien su avaricia y la de los demás conocía, dijo:

-Señor, estas noches se me han aparecido mucho mis padres en sueños y me parece que están en grandísimas penas y lo que piden es limosnas, especialmente mi mamá, que me parece tan afligida e infeliz que es una lástima verla; creo que esté pasando grandísimos sufrimientos al verme en esta tribulación a causa de ese enemigo de Dios, y por ello querría que me dijeseis por sus almas las cuarenta misas gregorianas y vuestras oraciones, a fin de que Dios los saque de aquel fuego atormentador.

Y dicho esto, le puso en la mano un florín. El santo fraile lo tomó alegremente, y con buenas palabras y con muchos ejemplos alentó su devoción y dándole su bendición la dejó irse. Y cuando se fue la señora, no dándose cuenta que le había tomado el pelo, mandó por su amigo; el cual, venido y viéndole airado, se apercibió incontinenti de que había noticias de la mujer, y esperó a ver qué decía el fraile. El cual, repitiéndole las palabras que le había dicho otras veces y hablándole ahora insultantemente y enojado, le reprendió mucho por lo que le había dicho la señora que había hecho. El hombre de pro, que todavía no veía adónde el fraile quería llegar, negaba con bastante blandura que le hubiera mandado la escarcela y el cinto, para que el padre no lo creyese, si por acaso la mujer se la hubiera dado. Pero el padre, muy enfadado, dijo:

-¿Cómo puedes negarlo, mal hombre? Ahí lo tienes, que ella misma llorando me lo ha traído: ¡mira a ver si lo conoces!

El hombre de pro, haciendo como que se avergonzaba mucho, dijo:

-Claro que lo conozco, y os confieso que he hecho mal; y os juro que, pues que en esa disposición la veo, que nunca más oiréis una palabra de esto.

Ahora, las palabras fueron muchas: al final, el borrego del fraile le dio la escarcela y el cintillo a su amigo, y luego de mucho haberle adoctrinado y rogado que no se ocupase más de aquellas cosas, y habiéndoselo él prometido, le dio licencia. El hombre de pro, contentísimo de la certeza que tener le parecía del amor de la mujer y del hermoso presente, cuando se separó del fraile se fue a un lugar de donde cautamente hizo a su señora ver que tenía la una y la otra cosa; de lo que la señora estuvo muy contenta, y más aún porque le parecía que su invención iba de bien en mejor. Y no esperando nada más ya, sino a que su marido se fuese a cualquier parte, para finalizar su obra, sucedió que, por alguna razón, no mucho después de esto tuvo el marido que ir hasta Génova. Y en cuanto se hubo montado a caballo por la mañana y puesto en camino, se fue la señora a donde el santo fraile, y luego de muchas quejumbres, llorando, le dijo:

-Padre mío, ahora sí os digo que no puedo aguantar más; pero porque el otro día os prometí que no haría nada que antes no os dijese, he venido a excusarme con vos; y para que creáis que tengo razón en llorar y quejarme, quiero deciros lo que vuestro amigo, o diablo del infierno, me hizo esta mañana poco antes de maitines. No sé qué mala suerte le hizo saber que mi marido se fue ayer por la mañana a Génova; pero esta mañana, a la hora que os he dicho, entró en un jardín mío y por un árbol subió hasta la ventana de mi cámara, que da sobre el jardín; y ya había abierto la ventana y quería entrar en la cámara cuando yo, despertándome, me levanté de repente y me había dispuesto a gritar, y habría gritado a no ser que él, que todavía dentro no estaba, me pidió merced por Dios y por vos, diciéndome quién era; con lo que, al oírlo, por amor vuestro me callé, y desnuda como nací corrí a cerrarle la ventana en la cara, y él en mala hora creo que se fue, porque no lo sentí más. Ahora, si esto es cosa que pueda aguantarse, decídmelo; en cuanto a mí, no entiendo soportarle más pues por amor de vos ya le he sufrido demasiadas.

El fraile al oír esto se sintió lo más irritado del mundo y no sabía qué decir sino que muchas veces le preguntó si había visto bien que fuese él y no otro. A lo que la señora repuso:

-¡Alabado sea Dios, si no voy a distinguirle a él de cualquiera otro! Digo que vi que fue él, y aunque lo negase él, no se lo creáis.

Dijo entonces el fraile:

-Hija mía, no hay más que hablar, que esto ha sido demasiado atrevimiento y una cosa demasiado mal hecha, e hiciste lo que debías al echarlo de allí como hiciste. Pero te ruego, puesto que Dios te libró del deshonor, que, así como has seguido mi consejo dos veces seguidas, lo hagas esta vez, es decir, que sin quejarte de ello a ninguno de tus parientes me dejes hacer a mí, y ver si puedo ponerle freno a ese demonio desenfrenado que yo creía que era un santo; y si puedo llegar a apartarle de esta bestialidad, bien; y si no pudiera, desde ahora te doy permiso y mi bendición para que hagas lo que en tu ánimo juzgues por bueno.

-Pues bien -dijo la señora-, por esta vez no quiero enfadaros ni desobedeceros, pero haced de manera que se guarde de molestarme más, y os prometo no volver a venir más por este asunto.

Y sin decir más, como enojada, se fue de donde el fraile. Y apenas había salido de la iglesia la señora, cuando el hombre de pro llegó, y fue llamado por el fraile; y llevándole aparte, le dijo los mayores insultos que nunca se han dicho a un hombre, desleal y perjuro y traidor llamándolo. Éste, que ya otras dos veces había visto lo que querían decir los reproches de este fraile, escuchándole con atención e ingeniándose con respuestas perplejas en hacerle hablar, primeramente le dijo:

-¿A qué viene este enojo, señor mío? ¿He crucificado a Cristo?

A lo que el fraile repuso:

-¡Mirad el desvergonzado, oíd lo que dice! Habla ni más ni menos como si hubieran pasado un año o dos y el tiempo le hubiera hecho olvidar sus ignominias y deshonestidad. ¿En los instantes que han pasado desde los maitines de esta mañana se te han ido de la cabeza las injurias que has hecho al prójimo? ¿Dónde has estado poco antes del amanecer?

Respondió el hombre de pro:

-No sé dónde he estado; muy pronto os llega el recadero.

-Es la verdad -dijo el fraile- que el recadero ha venido: pienso que creíste que porque el marido no estaba la noble señora iba a abrirte sus brazos incontinenti. ¡Ah, qué lindo, qué hombre honrado! ¡Se ha hecho caminante nocturno, abridor de jardines y escalador de árboles! ¿Crees que con tu osadía vas a vencer la santidad de esta mujer que de noche te le subes a las ventanas por los árboles? Nada hay en el mundo que la desagrade tanto como tú; y tú no cejas. En verdad, dejemos que ella te lo ha demostrado muchas veces, pero también con mis correcciones te has enmendado mucho. Pero voy a decirte una cosa: hasta ahora, no por el amor que te tenga, sino a instancias de mis ruegos ha callado lo que le has hecho; pero no va a callarse más: le he dado permiso para que, si la desagradas en algo más, haga lo que le parezca. ¿Y qué harás si se lo dice a sus hermanos?

El hombre de pro, habiendo comprendido suficientemente lo que le convenía, como mejor supo y pudo, con muchas promesas tranquilizó al fraile; y despidiéndose de él, al llegar maitines de la noche siguiente, entrando en el jardín y subiendo por el árbol y hallando la ventana abierta, se metió en la alcoba, y lo más pronto que pudo se echó en los brazos de su hermosa señora. La cual, con grandísimo deseo habiéndolo esperado, alegremente le recibió diciendo:

-Gracias sean dadas al señor fraile que tan bien te enseñó el modo de venir.

Y después, tomando placer el uno del otro, hablando y riéndose mucho de la simplicidad del bruto fraile, injuriando los copos de lana y los peines y las cardenchas, juntos se solazaron con deleite. Y poniendo en orden sus asuntos, de tal manera hicieron que, sin tener que recurrir de nuevo al señor fraile, muchas otras noches con igual contento se reunieron; al que pido a Dios por su santa misericordia que me lleve pronto a mí y a todas las almas cristianas que lo deseen.



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