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El decamerón

Tercera Jornada - Narración sexta

[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

TERCERA JORNADA – NARRACIÓN SEXTA

Ricciardo Minútolo ama a la mujer de Filippello Sighinolfo, a la que advirtiendo celosa y diciéndole que Filippello al día siguiente va a reunirse con su mujer en unos baños, la hace ir allí y, creyendo que ha estado con el marido se encuentra con que con Ricciardo ha estado.

 

Nada más quedaba por decir a Elisa cuando, alabada la sagacidad de Acicalado, la reina impuso a Fiameta que procediese con una, y ella, toda sonriente, repuso:

-Señora, de buen grado.

Y comenzó:

Algo conviene salir de nuestra ciudad, que tanto como es copiosa en otras cosas lo es en ejemplos de toda clase, y como Elisa ha hecho, algo de las cosas que por el mundo han sucedido contar, y por ello, pasando a Nápoles, cómo una de estas beatas que se muestran tan esquivas al amor fue por el ingenio de su amante llevada a sentir los frutos del amor antes de que hubiese conocido las flores; lo que a un tiempo os recomendará cautela en las cosas que puedan sobreveniros y os deleitará con las sucedidas.

En Nápoles, ciudad antiquísima y tal vez tan deleitable, o más, que alguna otra en Italia, hubo un joven preclaro por la nobleza de su sangre y espléndido por sus muchas riquezas, cuyo nombre fue Ricciardo Minútolo, el cual, a pesar de que por mujer tenía a una hermosísima y graciosa joven, se enamoró de una que, según la opinión de todos, en mucho sobrepasaba en hermosura a todas las demás damas napolitanas, y era llamada Catella, mujer de un joven igualmente noble llamado Filippello Sighinolfo, al cual ella, honestísima, más que a nada amaba y tenía en aprecio. Amando, pues, Ricciardo Minútolo a esta Catella y poniendo en obra todas aquellas cosas por las cuales la gracia y el amor de una mujer deben poder conquistarse, y con todo ello no pudiendo llegar a nada de lo que deseaba, se desesperaba, y del amor no sabiendo o no pudiendo desenlazarse, ni sabía morir ni le aprovechaba vivir.

Y en tal disposición estando, sucedió que por las mujeres que eran sus parientes fue un día bastante alentado para que se deshiciese de tal amor, por el que en vano se cansaba, como fuera que Catella no tenía otro bien que Filippello, del que era tan celosa que los pájaros que por el aire volaban temía que se lo quitasen. Ricciardo, oídos los celos de Catella, súbitamente imaginó una manera de satisfacer sus deseos y comenzó a mostrarse desesperado del amor de Catella y a haberlo puesto en otra noble señora, y por amor suyo comenzó a mostrarse justando y contendiendo y a hacer todas aquellas cosas que por Catella solía hacer. Y no lo había hecho mucho tiempo cuando en el ánimo de todos los napolitanos, y también de Catella, estaba que ya no a Catella sino a esta segunda señora amaba sumamente, y tanto en esto perseveró que tan por cierto por todos era tenido ello que hasta Catella abandonó la esquivez que con él usaba por el amor que tenerla solía, y familiarmente, como vecino, al ir y al venir le saludaba como hacía a los otros.

Ahora, sucedió que, estando caluroso el tiempo, muchas compañías de damas y caballeros, según la costumbre de los napolitanos, fueron a recrearse a la orilla del mar y a almorzar allí y a cenar allí; sabiendo Ricciardo que Catella con su compañía había ido, también él con sus amigos fue, y en la compañía de las damas de Catella fue recibido, haciéndose primero rogar mucho, como si no estuviese muy deseoso de quedarse allí. Allí las señoras, y Catella con ellas, empezaron a gastarle bromas sobre su nuevo amor, en el que mostrándose muy inflamado, más les daba materia para hablar.

Al cabo, habiéndose ido una de las señoras acá y la otra allá, como se hace en aquellos lugares, habiéndose quedado Catella con pocas allí donde Ricciardo estaba, dejó caer Ricciardo mirándola a ella una alusión a cierto amor de Filippello su marido, por lo que ella sintió súbitos celos y por dentro comenzó toda a arder en deseos de saber lo que Ricciardo quería decir. Y luego de contenerse un poco, no pudiendo más contenerse, rogó a Ricciardo que, por el amor de la señora a quien él más amaba, le pluguiese aclararle lo que dicho había de Filippello. El cual le dijo:

-Me habéis conjurado por alguien por quien no os oso negar nada que me pidáis, y por ello estoy pronto a decíroslo, con que me prometáis que ni una palabra diréis a él ni a otro, sino cuando veáis por los hechos que es verdad lo que voy a contaros, que si lo queréis os enseñaré cómo podéis verlo.

A la señora le agradó lo que le pedía, y más creyó que era verdad, y le juró no decirlo nunca. Retirados, pues, aparte, para no ser oídos por los demás, Ricciardo comenzó a decirle así:

-Señora, si yo os amase como os amé, no osaría deciros nada que creyese que iba a doleros, pero porque aquel amor ha pasado me cuidaré menos de deciros la verdad de todo. No sé si Filippello alguna vez tomó a ultraje el amor que yo os tenía, o si ha tenido el pensamiento de que alguna vez fui amado por vos, pero haya sido esto o no, a mí nunca me demostró nada. Pero tal vez esperando el momento oportuno en que ha creído que yo menos sospechaba, muestra querer hacerme a mí lo que me temo que piensa que le haya hecho yo, es decir, querer tener a mi mujer para placer suyo, y a lo que me parece la ha solicitado desde hace no mucho tiempo hasta ahora con muchas embajadas, que todas he sabido por ella, y ella le ha dado respuesta según yo lo he ordenado. Pero esta mañana, antes de venir aquí, encontré con mi mujer en casa a una mujer en secreto conciliábulo, que enseguida me pareció que fuese lo que era; por lo que llamé a mi mujer y le pregunté qué quería aquélla. Me dijo: «Es ese aguijón de Filippello, al que con ese darle respuestas y esperanzas tú me has echado encima, y dice que del todo quiere saber lo que entiendo hacer, y que, si yo quisiera, haría que yo pudiera ir secretamente a una casa de baños de esta ciudad y con esto me ruega y me cansa, y si no fuese porque me has hecho, no sé por qué, tener estos tratos, me lo habría quitado de encima de tal manera que jamás habría puesto los ojos donde yo hubiera estado». Ahora me parece que ha ido demasiado lejos y que ya no se le puede sufrir más, y decíroslo para que conozcáis qué recompensa recibe vuestra fiel lealtad por la que yo estuve a punto de morir. Y para que no creáis que son cuentos y fábulas, sino que podáis, si os dan ganas de ello, abiertamente verlo y tocarlo, hice que mi mujer diese a aquella que esperaba esta respuesta: que estaba pronta a estar mañana hacia nona, cuando la gente duerme, en esa casa de baños, con lo que la mujer se fue contentísima. Ahora, no creo que creáis que iba a mandarla allí, pero si yo estuviese en vuestro lugar haría que él me encontrase allí en lugar de aquella con quien piensa encontrarse, y cuando hubiera estado un tanto con él, le haría ver con quién había estado, y el honor que le conviene se lo haría; y haciendo esto creo que se le pondría en tanta vergüenza que en el mismo punto la injuria que a vos y a mí quiere hacer sería vengada.

Catella, al oír esto, sin tener en consideración quién era quien se lo decía ni sus engaños, según la costumbre de los celosos, dio súbitamente fe a aquellas palabras, y ciertas cosas pasadas antes comenzó a encajar con este hecho; y encendiéndose con súbita ira, repuso que ciertamente ella haría aquello, que no era tan gran trabajo hacerlo y que ciertamente si él iba allí le haría pasar tal vergüenza que siempre que viera a alguna mujer después se le vendría a la memoria. Ricciardo, contento con esto y pareciéndole que su invento había sido bueno y daba resultado, con otras muchas palabras la confirmó en ello y acrecentó su credulidad, rogándole, no obstante, que no dijese jamás que se lo había dicho él; lo que ella le prometió por su honor.

A la mañana siguiente, Ricciardo se fue a una buena mujer que dirigía aquellos baños que le había dicho a Catella, y le dijo lo que entendía hacer, y le rogó que en aquello le ayudase cuanto pudiera. La buena mujer, que muy obligada le estaba, le dijo que lo haría de grado, y con él concertó lo que había de hacer o decir. Tenía ésta, en la casa donde estaban los baños, una alcoba muy oscura, como que en ella ninguna ventana por la que entrase la luz había. Aquélla, según las indicaciones de Ricciardo, preparó la buena mujer e hizo dentro una cama lo mejor que pudo, en la que Ricciardo, como lo había planeado, se metió y se puso a esperar a Catella.

La señora, oídas las palabras de Ricciardo y habiéndoles dado más fe de lo que merecían, llena de indignación, volvió por la noche a casa, adonde por acaso Filippello embebido en otro pensamiento también volvió y no le hizo tal vez la acogida que acostumbraba a hacerle. Lo que, viéndolo ella, tuvo mayores sospechas de las que tenía, diciéndose a sí misma: «En verdad, éste tiene el ánimo puesto en la mujer con quien mañana cree que va a darse placer y gusto, pero ciertamente esto no sucederá.»

Y con tal pensamiento, e imaginando qué debía decirle cuando hubiera estado con él, pasó toda la noche. Pero ¿a qué más? Venida nona, Catella tomó su compañía y sin mudar de propósito se fue a aquellos baños que Ricciardo le había enseñado; y encontrando allí a la buena mujer le preguntó si Filippello había estado allí aquel día. A lo que la buena mujer, adoctrinada por Ricciardo, dijo:

-¿Sois la señora que debe venir a hablar con él?

Respondió Catella:

-Sí soy.

-Pues -dijo la buena mujer-, andad con él.

Catella, que andaba buscando lo que no habría querido encontrar, haciéndose llevar a la alcoba donde estaba Ricciardo, con la cabeza cubierta entró en ella y cerró por dentro. Ricciardo, viéndola venir, alegre se puso en pie y recibiéndola en sus brazos dijo quedamente:

-¡Bien venida sea el alma mía!

Catella, para mostrar que era otra de la que era, lo abrazó y lo besó y le hizo grandes fiestas sin decir una palabra, temiendo que si hablaba fuese por él reconocida. La alcoba era oscurísima, con lo que cada una de las partes estaba contenta; y no por estar allí mucho tiempo cobraban los ojos mayor poder. Ricciardo la condujo a la cama y allí, sin hablar para que no pudiese distinguirse la voz, por grandísimo espacio con mayor placer y deleite de una de las partes que de la otra estuvieron; pero luego de que a Catella le pareció tiempo de dejar salir la concebida indignación, encendida por ardiente ira, comenzó a hablar así.

-¡Ay!, ¡qué mísera es la fortuna de las mujeres y que mal se emplea el amor de muchas en sus maridos! Yo, mísera de mí, hace ocho años ya que te amo más que a mi vida, y tú, corno lo he sentido, ardes todo y te consumes en el amor de una mujer extraña, hombre culpable y malvado. ¿Pues con quién te crees que has estado? Has estado con aquella que se ha acostado a tu lado durante ocho años; has estado con aquella a quien con falsas lisonjas has, tiempo ha, engañado mostrándole amor y estando enamorado de otra. Soy Catella, no soy la mujer de Ricciardo, traidor desleal: escucha a ver si reconoces mi voz, que soy ella; y se me hacen mil años hasta que a la luz estemos para avergonzarte como lo mereces, perro asqueroso y deshonrado. ¡Ah, mísera de mí!, ¿a quién le he dedicado tanto amor tantos años? A este perro desleal que, creyéndose tener en brazos a una mujer extraña, me ha hecho más caricias y ternuras en este poco tiempo que he estado aquí con él que en todo el restante que he sido suya. ¡Hoy has estado gallardo, perro renegado, cuando en casa sueles mostrarte tan débil y cansado y sin fuerza! Pero alabado sea Dios que tu huerto has labrado, no el de otro, como te creías. No me maravilla que esta noche no te me acercases; esperabas descargar la carga en otra parte y querías llegar muy fresco caballero a la batalla: ¡pero gracias a Dios y mi artimaña, el agua por fin ha bajado por donde debía! ¿Por qué no contestas, hombre culpable? ¡Por Dios que no sé por qué no te meto los dedos en los ojos y te los saco! Te creíste que muy ocultamente podías hacer esta traición. ¡Por Dios, tanto sabe uno como otro; no has podido: mejores sabuesos te he tenido detrás de lo que creías!

Ricciardo gozaba para sí mismo con estas palabras y, sin responder nada la abrazaba y la besaba y más que nunca le hacía grandes caricias. Por lo que ella, que seguía hablando, decía:

-Sí, te crees que ahora me halagas con tus caricias fingidas, perro fastidioso, y me quieres tranquilizar y consolar; estás equivocado: nunca me consolaré de esto hasta que no te haya puesto en vergüenza en presencia de cuantos parientes y amigos y vecinos tenemos. ¿Pues no soy yo, malvado, tan hermosa como lo sea la mujer de Ricciardo Minútolo?, ¿no soy igual en nobleza a ella? ¿No dices nada, perro sarnoso? ¿Qué tiene ella más que yo? Apártate, no me toques, que por hoy ya bastante has combatido. Bien sé que ya, puesto que sabes quién soy, lo que hicieses lo harías a la fuerza: pero así Dios me dé su gracia como te haré pasar carencia, y no sé por qué no mando por Ricciardo, que me ha amado más que a sí mismo y nunca pudo gloriarse de que lo mirase una vez; y no sé qué mal hubiera habido en hacerlo. Tú has creído tener aquí a su mujer y es como si la hubieras tenido, porque por ti no ha quedado; pues si yo lo tuviera a él no me lo podrías reprochar con razón.

Así, las palabras fueron muchas y la amargura de la señora grande; pero al final Ricciardo, pensando que si la dejaba irse con esta creencia a mucho mal podría dar lugar, deliberó descubrirse y sacarla del engaño en que estaba; y cogiéndola en brazos y apretándola bien, de modo que no pudiera irse, dijo:

-Alma mía dulce, no os enojéis; lo que con tan sólo amar no podía tener, Amor me ha enseñado a conseguir con engaño, y soy vuestro Ricciardo.

Lo que oyendo Catella, y conociéndolo en la voz, súbitamente quiso arrojarse de la cama, pero no pudo; entonces quiso gritar, pero Ricciardo le tapó la boca con una de las manos, y dijo:

-Señora, ya no puede ser que lo que ha sido no haya sido; aunque gritaseis durante todo el tiempo de vuestra vida, y si gritáis o de alguna manera hacéis que esto sea sabido alguna vez por alguien, sucederán dos cosas. La una será (que no poco debe importaros) que vuestro honor y vuestra fama se empañarán, porque aunque digáis que yo os he hecho venir aquí con engaños yo diré que no es verdad, sino que os he hecho venir aquí con dinero y presentes que os he prometido y que como no os los he dado tan cumplidamente como esperabais os habéis enojado, y por eso habláis y gritáis, y sabéis que la gente está más dispuesta a creer lo malo que lo bueno y me creerá antes a mí que a vos. Además de esto, se seguirá entre vuestro marido y yo una mortal enemistad y podrían ponerse las cosas de modo que o yo le matase a él antes o él a mí, por lo que nunca podríais estar después alegre ni contenta. Y por ello, corazón mío, no queráis en un mismo punto infamaros y poner en peligro y buscar pelea entre vuestro marido y yo. No sois la primera ni seréis la última que es engañada, y yo no os he engañado por quitaros nada vuestro sino por el excesivo amor que os tengo y estoy dispuesto siempre a teneros, y a ser vuestro humildísimo servidor. Y si hace mucho tiempo que yo y mis cosas y lo que puedo y valgo han sido vuestras y están a vuestro servicio, entiendo que lo sean más que nunca de aquí en adelante. Ahora, vos sois prudente en las otras cosas, y estoy cierto que también lo seréis en ésta.

Catella, mientras Ricciardo decía estas palabras, lloraba mucho, y aunque muy enojada estuviera y mucho se lamentase, no dejó de oír la razón en las verdaderas palabras de Ricciardo, que no conociese que era posible que sucediera lo que Ricciardo decía; por lo que dijo:

-Ricciardo, yo no sé cómo Dios me permitirá soportar la ofensa y el engaño que me has hecho. No quiero gritar aquí, donde mi simpleza y excesivos celos me han conducido, pero estate seguro de esto, de que no estaré nunca contenta si de un modo o de otro no me veo vengada de lo que me has hecho; por ello déjame, no me toques más; has tenido lo que has deseado y me has vejado cuanto te ha placido; tiempo es de que me dejes: déjame, te lo ruego.

Ricciardo, que se daba cuenta de que su ánimo estaba aún demasiado airado, se había propuesto no dejarla hasta conseguir que se calmara; por lo que, comenzando con dulcísimas palabras a ablandarla, tanto dijo, y tanto rogó y tanto juró que ella, vencida, hizo las paces con él, y con igual deseo de cada uno de ellos por gran espacio, después, con grandísimo deleite, se quedaron juntos.

Y conociendo entonces la señora cuánto más sabrosos eran los besos del amante que los del marido, transformada su dureza en dulce amor a Ricciardo, desde aquel día en adelante tiernísimamente lo amó y, prudentísimamente obrando, muchas veces gozaron de su amor. Que Dios nos haga gozar del nuestro.



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