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El decamerón

Tercera Jornada - Narración octava

[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

TERCERA JORNADA – NARRACIÓN OCTAVA

Ferondo, tomados ciertos polvos, es enterrado como muerto y por el abad, que su mujer se disfruta, hecho sacar de la tumba y puesto en prisión y persuadido de que está en el purgatorio, y luego, resucitado, como suyo cría a un hijo engendrado por el abad en su mujer.

 

Llegado el fin de la larga historia de Emilia, que a nadie había desagradado por su extensión, sino considerada por todos como narrada brevemente teniendo en cuenta la cantidad y la variedad de los casos contados en ella; la reina, a Laureta mostrando con un solo gesto su deseo, le dio ocasión de comenzar así:

-Carísimas señoras, se me pone delante como digna de ser contada una verdad que tiene, mucho más de lo que fue, aspecto de mentira, y me ha venido a la cabeza al oír contar que uno por otro fue llorado y sepultado. Contaré, pues, cómo un vivo fue sepultado por muerto y cómo después, resucitado y no vivo, él mismo y otros muchos creyeron que había salido de la tumba, siendo por ello venerado como santo quien más bien como culpable debía ser condenado.

Hubo, pues, en Toscana, una abadía (y todavía hay) situada, como vemos muchas, en un lugar no demasiado frecuentado por las gentes, de la que fue abad un monje que en todas las cosas era santísimo, salvo en los asuntos de mujeres, y éstos los sabía hacer tan cautamente que casi nadie no sólo no los conocía, sino que ni los sospechaba; por lo que santísimo y justo se pensaba que era en todo.

Ahora, sucedió que, habiendo hecho gran amistad con el abad un riquísimo villano que tenía por nombre Ferondo, hombre ignorante y obtuso fuera de toda ponderación (y no por otra cosa gustaba el abad de su trato sino por la diversión que a veces le causaba su simpleza), en esta amistad se apercibió el abad de que Ferondo tenía por esposa a una mujer hermosísima, de la que se enamoró tan ardientemente que en otra cosa no pensaba ni de día ni de noche; pero oyendo que, por muy simple y necio que fuese en todas las demás cosas, era sapientísimo en amar y proteger a esta su mujer, casi desesperaba. Pero, como muy astuto, domesticó tanto a Ferondo que éste con su mujer venían alguna vez a pasearse por el jardín de su abadía; y allí, con él, sobre la felicidad de la vida eterna y sobre las santísimas acciones de muchos hombres y mujeres ya muertos les hablaba con gran modestia, tanto que a la señora le dieron deseos de confesarse con él y le pidió licencia a Ferondo y la obtuvo. Venida, pues, a confesarse con el abad con grandísimo placer de éste y poniéndose a sus pies como si otra cosa viniese a decir, comenzó:

-Señor, si Dios me hubiese dado marido o no me lo hubiese dado, tal vez me sería más fácil con vuestra enseñanza entrar en el camino de que me habéis hablado, que lleva a otros a la vida eterna, pero yo, considerando quién sea Ferondo y su estulticia, me puedo considerar viuda y, sin embargo, soy casada en tanto que, viviendo él, otro marido no puedo tomar, y él, aun necio como es, es tan fuera de toda medida y sin ninguna razón tan celoso que por ello no puedo vivir con él más que en tribulación y en desgracia. Por la cual cosa, antes de venir a otra confesión, lo más humildemente que puedo os ruego que sobre esto queráis darme algún consejo, porque si desde ahora no empiezo a procurar ocasión de mi bien, confesarme o hacer alguna otra buena obra de poco me servirá.

Este discurso proporcionó gran placer al alma del abad, y le pareció que la fortuna hubiera abierto el camino a su mayor deseo; y dijo:

-Hija mía, creo que gran fastidio debe ser para una hermosa y delicada mujer como sois vos, tener por marido a un mentecato, pero mucho mayor creo que sea tener a un celoso; por lo que, teniendo vos uno y otro, fácilmente os creo lo que de vuestra tribulación me decís. Pero en ello, por decirlo en pocas palabras, no veo consejo ni remedio fuera de uno, que es que Ferondo se cure de estos celos. La medicina para curarlo sé yo muy bien cómo hacerla, siempre que vos tengáis la voluntad de guardar en secreto lo que voy a deciros.

La mujer dijo:

-Padre mío, no dudéis de ello, porque me dejaré antes morir que decir a nadie algo que vos me dijerais que no dijese, ¿pero cómo se podrá hacer?

Repuso el abad:

-Es necesario que muera, y así sucederá, y cuando haya sufrido tantos castigos que esté castigado de estos celos suyos, nosotros, con ciertas oraciones, rogaremos a Dios que lo devuelva a esta vida, y así lo hará.

-Pues -dijo la mujer-, ¿he de quedarme viuda?

-Sí -repuso el abad-, durante algún tiempo, que mucho debéis guardaros de que nadie se case con vos, porque a Dios le parecería mal, y al volver Ferondo tendríais que volver con él y sería más celoso que nunca.

La mujer dijo:

-Siempre que se cure de esta desgracia, que no tenga que estar yo siempre en prisión, estoy contenta; haced como gustéis.

Dijo entonces el abad:

-Así lo haré: pero ¿qué galardón tendré de vos por tal servicio?

-Padre mío -dijo la señora-, lo que deseéis si puedo hacerlo, pero ¿qué puede alguien como yo que sea apropiado a tal hombre como vos sois?

El abad le dijo:

-Señora, vos podéis hacer por mí no menos que lo que yo me empeño en hacer por vos porque así como me dispongo a hacer aquello que debe ser bien y consuelo vuestro, así podéis hacer vos lo que será salud y salvación de mi vida.

Dijo entonces la señora:

-Sí es así, estoy dispuesta.

-Pues -dijo el abad-, me daréis vuestro amor y me daréis el placer de teneros, porque por vos ardo y me consumo.

La mujer, al oír esto, toda pasmada, repuso:

-¡Ay, padre mío!, ¿qué es lo que me pedís? Yo creía que erais un santo: ¿y les cuadra a los santos requerir a las mujeres que les piden consejo a tales asuntos?

El abad le dijo:

-Alma mía bella, no os maravilléis, que por esto la santidad no disminuye, porque está en el alma y lo que yo os pido es un pecado del cuerpo. Pero sea como sea, tanta fuerza ha tenido vuestra atrayente belleza que Amor me obliga a hacer esto, y os digo que de vuestra hermosura más que otras mujeres podéis gloriaros al pensar que agrada a los santos, que están tan acostumbrados a las del cielo; y además de esto, aunque sea yo abad sigo siendo un hombre como los demás y, como veis, todavía no soy viejo. Y esto no debe seros penoso de hacer, sino que debéis desearlo porque mientras Ferondo esté en el purgatorio, yo os daré, haciéndoos compañía por la noche, el consuelo que debería daros él, y nadie se dará cuenta de ello, creyendo todos de mí aquello, y más, que vos creíais hace poco. No rehuséis la gracia que Dios os manda, que muchas son las que desean lo que vos podéis tener y tendréis, si como prudente seguís mi consejo. Además, tengo hermosas joyas valiosas, que entiendo no sean de otra persona sino vuestras. Haced, pues, dulce esperanza mía, lo que yo hago por vos de buen grado.

La mujer tenía el rostro inclinado, y no sabía cómo negárselo, y concedérselo no le parecía bien, por lo que el abad, viendo que le había escuchado y daba largas a la respuesta, pareciéndole haberla convencido a medias, con muchas otras palabras continuando las primeras, antes de que callase le había metido en la cabeza que aquello estaba bien hecho; por lo que dijo vergonzosamente que estaba dispuesta a lo que mandase, pero que antes de que Ferondo hubiese ido al purgatorio no podía ser. El abad contentísimo le dijo:

-Y haremos que allí vaya incontinenti; haced de manera que mañana o al día siguiente venga a estar aquí conmigo.

Y dicho esto, habiéndole puesto ocultamente en la mano un bellísimo anillo, la despidió. La mujer, alegre con el regalo y esperando tener otros, volviendo con sus compañeras, maravillosas cosas empezó a decir sobre la santidad del abad. De allí a pocos días se fue Ferondo a la abadía, y en cuanto lo vio el abad pensó en mandarlo al purgatorio; y encontrados unos polvos de maravillosa virtud que en tierras de Levante había obtenido de un gran príncipe que afirmaba que solía usarlos el Viejo de la Montaña cuando quería mandar a alguien (haciéndole dormir) a su paraíso o traerlo de allí, y que, en mayor o menor cantidad dados, sin ninguna lesión hacían de tal manera dormir más o menos a quien los tomaba que, mientras duraba su poder no se habría dicho que tenía vida, y habiendo tomado de ellos cuantos fuesen suficientes para hacer dormir tres días, en un vaso de vino todavía un poco turbio, en su celda, sin que Ferondo se diese cuenta, se los dio a beber; y con él lo llevó al claustro y con otros de sus monjes empezaron a reírse de él y de sus tonterías.

Lo que no duró mucho porque, obrando los polvos, se le subió a éste un sueño tan súbito y fiero a la cabeza que estando todavía en pie se durmió, y cayó dormido. El abad, mostrándose perturbado por el accidente, haciéndolo desceñir y haciendo traer agua fría y echándosela en la cara, y haciéndole aplicar muchos otros remedios como si de alguna flatulencia de estómago o de otra cosa que tomado hubiera quisiera recuperarle la desmayada vida y el sentido, viendo el abad y los monjes que con todo aquello no recobraba el sentido, tomándole el pulso y no encontrándolo, todos tuvieron por cierto que estuviese muerto; por lo que, mandándolo a decir a la mujer y a sus parientes, todos los cuales aquí vinieron prontamente, y habiéndolo la mujer con sus parientes llorado un tanto, vestido como estaba lo hizo el abad poner en una sepultura.

La mujer volvió a su casa, y de un pequeño muchachito que tenía de él dijo que no entendía separarse nunca; y así quedándose en casa, el hijo la riqueza que había sido de Ferondo empezó a administrar. El abad, con un monje boloñés de quien mucho se fiaba y que aquel día había venido aquí desde Bolonia, levantándose por la noche calladamente, a Ferondo sacaron de la sepultura y a un subterráneo, en el que ninguna luz entraba y que para prisión de los monjes que cometiesen faltas había sido hecho, lo llevaron y, quitándole sus vestidos, vistiéndole a guisa de monje, sobre un haz de paja lo pusieron, y lo dejaron hasta que recobrase el sentido.

Entretanto, el monje boloñés, por el abad informado de lo que tenía que hacer, sin saber de ello nadie más, se puso a esperar que Ferondo volviese en sí. El abad, al día siguiente, con algunos de sus monjes a modo de hacer una visita, se fue a casa de la mujer, a la cual de negro vestida y atribulada encontró, y consolándola algún tanto, en voz baja le pidió que cumpliera su promesa. La mujer, viéndose libre y sin el empacho de Ferondo ni de nadie, habiéndole visto en el dedo otro hermoso anillo, dijo que estaba pronta y acordó con él que la noche siguiente fuese.

Por lo que, llegada la noche, el abad, disfrazado con las ropas de Ferondo y acompañado por su monje, fue, y con ella hasta la mañana, con grandísimo deleite y placer, se acostó, y luego se volvió a la abadía, haciendo aquel camino asaz frecuentemente para dicho servicio; y siendo encontrado por algunos al ir o al venir, se creyó que era Ferondo que andaba por aquel barrio haciendo penitencia, y sobre ello muchas historias entre la gente vulgar de la villa nacieron, y hasta a la mujer, que bien sabía lo que pasaba, se las contaron muchas veces.

El monje boloñés, vuelto en sí Ferondo y hallándose allí sin saber dónde estaba, entrando dentro, dando una voz horrible, con algunas varas en la mano, cogiéndolo, le dio una gran paliza. Ferondo, llorando y gritando, no hacía otra cosa que preguntar:

-¿Dónde estoy?

El monje le repuso:

-Estás en el purgatorio.

-¿Cómo? -dijo Ferondo-. ¿Es que me he muerto?

Dijo el monje:

-Ciertamente.

Por lo que Ferondo por sí mismo y por su mujer y por su hijo empezó a llorar, diciendo las más extrañas cosas del mundo. El monje le llevó algo de comer y de beber, lo que viendo Ferondo dijo:

-¿Así que los muertos comen?

Dijo el monje:

-Si, y esto que te traigo es lo que la mujer que fue tuya mandó esta mañana a la iglesia para hacer decir misas por tu alma, lo que Dios quiere que te sea ofrecido.

Dijo entonces Ferondo:

-¡Dómine, bendícela! Yo mucho la quería antes que muriese, tanto que la tenía toda la noche en brazos y no hacía más que besarla, y también otra cosa hacía cuando me daba la gana.

Y luego, teniendo mucha hambre, comenzó a comer y a beber, y no pareciéndole el vino muy bueno, dijo:

-¡Dómine, házselo pagar, que no le dio al cura del vino de la cuba de junto al muro!

Pero luego que hubo comido, el monje lo cogió de nuevo y con las mismas varas le dio una gran paliza. Ferondo, habiendo gritado mucho, dijo:

-¡Ah!, ¿por qué me haces esto?

Dijo el monje:

-Porque así ha mandado Dios Nuestro Señor que cada día te sea hecho dos veces.

-¿Y por qué razón? -dijo Ferondo.

Dijo el monje:

-Porque fuiste celoso teniendo por esposa a la mejor mujer que hubiera en tu ciudad.

-¡Ay! -dijo Ferondo-, dices verdad, y la más dulce; era más melosa que el caramelo, pero no sabía yo que Dios Nuestro Señor tuviera a mal que el hombre fuese celoso, porque no lo habría sido.

Dijo el monje:

-De eso debías haberte dado cuenta mientras estabas allí, y enmendarte, y si sucede que alguna vez allí vuelvas, haz que tengas tan presente lo que ahora te hago que nunca seas celoso.

Dijo Ferondo:

-¿Pues vuelve alguna vez quien se muere?

Dijo el monje:

-Sí, quien Dios quiere.

-¡Oh! -dijo Ferondo-, si alguna vez vuelvo, seré el mejor marido del mundo; no le pegaré nunca, nunca le diré injurias sino por causa del vino que ha mandado esta mañana: y tampoco ha mandado vela ninguna, y he tenido que comer a oscuras.

Dijo el monje:

-Sí lo hizo, pero se consumieron en las misas.

-¡Oh! -dijo Ferondo-, será verdad, y ten por seguro que si allí vuelvo la dejaré hacer lo que quiera. Pero dime: ¿quién eres tú que me haces esto?

Dijo el monje:

-También estoy muerto, y fui de Cerdeña, y porque alabé mucho a un señor mío el ser celoso me ha condenado Dios a esta pena, a que tenga que darte de comer y de beber y estas palizas hasta que Dios disponga otra cosa de ti y de mí.

Dijo Ferondo:

-¿No hay aquí nadie más que nosotros dos?

Dijo el monje:

-Sí, millones, pero tú no los puedes ver ni oír, ni ellos a ti.

Dijo entonces Ferondo:

-¿Pues a qué distancia estamos de nuestra tierra?

-¡Ojojú! -dijo el monje-, estamos a millas de más bien-la-cagueremos

-¡Recontra, eso es mucho! -dijo Ferondo-, y a lo que me parece debemos estar fuera del mundo, de tan lejos.

Ahora, en tales conversaciones y otras semejantes, con comida y con palizas, fue tenido Ferondo cerca de diez meses, en los cuales con mucha frecuencia el abad muy felizmente visitó a su hermosa mujer y con ella se dio la mejor vida del mundo. Pero como suceden las desgracias, la mujer quedó preñada, y dándose cuenta enseguida lo dijo al abad; por lo que a los dos les pareció que sin demora Ferondo tenía que ser traído del purgatorio a la vida y volver con ella, y decir ella que estaba grávida de él. El abad, pues, la noche siguiente hizo con una voz fingida llamar a Ferondo en su prisión y decirle:

-Ferondo, consuélate, que place a Dios que vuelvas al mundo; adonde, vuelto, tendrás un hijo de tu mujer, al que llamarás Benedetto porque por las oraciones de tu santo abad y de tu mujer y por amor de San Benito te concede esta gracia.

Ferondo, al oír esto, se puso muy alegre, y dijo:

-Mucho me place: Dios bendiga a Nuestro Señor y al abad y a San Benito y a mi mujer quesosa melosa sabrosa.

El abad, habiéndole hecho dar en el vino que le mandaba tantos polvos de aquellos que le hicieran dormir unas cuatro horas, volviéndole a poner sus vestidos, junto con su monje silenciosamente lo volvieron a la sepultura donde había sido enterrado. Por la mañana al hacerse de día, Ferondo volvió en sí y vio por alguna rendija de la sepultura luz, lo que no veía hacía diez meses, por lo que pareciéndole estar vivo, empezó a gritar:

-¡Abridme, abridme! -y a golpear él mismo con la cabeza contra la tapa del sepulcro, tan fuerte que removiéndola, porque con poco se removía, empezaba a abrirse cuando los monjes, que habían rezado maitines, corrieron allí y conocieron la voz de Ferondo y lo vieron ya salir del sepulcro, por lo que, espantados todos ante la extrañeza del hecho, comenzaron a huir y se fueron al abad. El cual, haciendo semblante de levantarse de la oración, dijo:

-Hijos, no temáis; tomad la cruz y el agua bendita y venid detrás de mi, y veamos lo que el poder de Dios nos quiere mostrar -y así lo hizo.

Estaba Ferondo tan pálido como quien ha estado tanto tiempo sin ver el cielo, fuera del ataúd; el cual, al ver al abad, corrió a sus pies y le dijo:

-Padre mío, vuestras oraciones, según me ha sido revelado, y las de San Benito y las de mi mujer me han sacado de las penas del purgatorio y traído a la vida de nuevo; por lo que os ruego a Dios que tengáis buenos días y buenas calendas , hoy y siempre.

El abad dijo:

-Alabado sea el poder de Dios. Ve, pues, hijo, pues que Dios aquí te ha devuelto, y consuela a tu mujer, que siempre, desde que te fuiste, ha estado llorando, y sé de aquí en adelante amigo y servidor de Dios.

Dijo Ferondo:

-Señor, así ha sido dicho; dejadme hacer a mí, que en cuanto la encuentre, tanto la besaré cuanto la quiero.

El abad, quedándose con sus monjes, mostró sentir por esta cosa una gran admiración e hizo cantar devotamente el miserere. Ferondo tornó a su villa, donde, quien lo veía huía de él como suele hacerse de las cosas horribles, pero él, llamándole, afirmaba que había resucitado. La mujer también tenía miedo de él, pero después de que la gente fue tomando confianza con él, y, viendo que estaba vivo, le preguntaban sobre muchas cosas; convertido en sabio, a todos respondía y daba noticias de las almas de sus parientes, y hacía por sí mismo las más bellas fábulas del mundo sobre los hechos del purgatorio, y delante de todo el pueblo contó la revelación que había sido hecha por boca de Arañuelo Grabiel antes de que resucitase.

Por la cual cosa, volviéndose a casa con la mujer y entrado en posesión de sus bienes, la preñó a su parecer, y sucedió por ventura que llegado el tiempo oportuno en opinión de los tontos, que creen que la mujer lleva a los hijos precisamente nueve meses, la mujer parió un hijo varón, que fue llamado Benedetto Ferondo. La vuelta de Ferondo y sus palabras, al creer casi todo el mundo que había resucitado, acrecentaron sin límites la fama de la santidad del abad; y Ferondo, que por sus celos había recibido muchas palizas, según la promesa que el abad había hecho a la mujer, dejó de ser celoso de allí en adelante, con lo que, contenta la mujer, honestamente como solía con él vivió aunque, cuando convenientemente podía, de buen grado se encontraba con el santo abad que bien y diligentemente en sus mayores necesidades la había servido.



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