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El decamerón

Sexta Jornada - Narración segunda

[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

SEXTA JORNADA – NARRACIÓN SEGUNDA

El panadero Cisti con una sola palabra hace arrepentirse a micer Géri Spina de una irreflexiva petición suya.

 

Mucho fue por todas las mujeres y los hombres alabado el decir de doña Oretta, al que mandó la reina que Pampínea siguiese; por lo que ella comenzó así:

-Hermosas señoras, no sé ver por mí misma qué tiene mayor culpa, si la naturaleza emparejando un alma noble con un cuerpo vil o la fortuna emparejando con un cuerpo dotado de alma noble un vil oficio, como en Cisti , nuestro conciudadano, y en muchos más hemos podido ver que sucedía; al cual Cisti, provisto de altísimo ánimo, la fortuna hizo panadero. Y ciertamente le echaría yo la culpa por igual a la naturaleza y a la fortuna si no supiese que la naturaleza es discretísima y que la fortuna tiene mil ojos aunque los tontos se la figuren ciega. Las cuales creo yo que, como muy previsoras, hacen lo que los mortales hacen muchas veces, cuando, inseguros del acontecer futuro, para una necesidad sus cosas más preciosas en los sitios más viles de sus casas, como menos sospechosos, sepultan, y de allí la sacan en las mayores necesidades, habiéndolas el vil lugar más seguramente conservado que lo habría hecho la hermosa cámara.

Y así los dos ministros del mundo con frecuencia sus más preciosas cosas esconden bajo la sombra de las artes reputadas más viles, para que al sacarlas de ellas cuando es necesario, más claro aparezca su esplendor. Lo cual, en cuán poca cosa el panadero Cisti lo demostró abriéndole los ojos de la inteligencia a micer Geri Spina (a quien, la contada historia de doña Oretta, que fue su mujer, me ha traído a la memoria) me place exponeros con una historia muy corta.

Digo, pues, que, habiendo el papa Bonifacio, junto al que micer Geri Spina tuvo grandísimo favor, mandado a Florencia a algunos nobles embajadores suyos por ciertas grandes necesidades suyas, habiéndose quedado ellos en casa de micer Geri, y tratando él con ellos los asuntos del Papa, sucedió que, cualquiera que fuese la razón, micer Geri con estos embajadores del Papa, todos a pie, casi todas las mañanas pasaban por delante de Santa María Ughi, donde el panadero Cisti tenía su horno y personalmente ejercía su arte. Al cual, aunque fortuna hubiera dado un oficio muy humilde, tanto en él le había sido benigna que se había hecho riquísimo, y sin querer nunca abandonarlo por otro, espléndidamente vivía, teniendo entre sus demás buenas cosas los mejores vinos blancos y tintos que se encontraban en Florencia o en sus alrededores. El cual, viendo todas las mañanas pasar por delante de su puerta a micer Geri y los embajadores del Papa, y siendo grande el calor, pensó que gran cortesía sería invitarles a beber su buen vino blanco; pero considerando su condición y la de micer Geri, no le parecía cosa decorosa atreverse a invitarlo sino que pensó en una manera que indujese a micer Geri a invitarse a sí mismo. Y teniendo un jubón blanquísimo puesto y un mandil limpísimo siempre por encima, que más bien le hacían parecer molinero que panadero, todas las mañanas a la hora que pensaba que micer Geri con los embajadores debían pasar, se hacía traer delante de su puerta un cubo nuevo rebosante de agua fresca y un pequeño jarro boloñés nuevo de su buen vino blanco y dos vasos que parecían de plata, tan claros eran; y sentándose, cuando pasaban (y después de que él una vez o dos había carraspeado), comenzaba a beber con tanto gusto este vino suyo que le habría dado ganas de beberlo a un muerto. La cual cosa habiendo micer Geri visto una o dos mañanas, dijo la tercera:

-¿Qué es eso, Cisti? ¿Está bueno?

Cisti, poniéndose prestamente en pie, repuso:

-Señor, sí; pero cuánto no podría haceros comprender si no lo probáis.

Micer Geri, quien o por el tiempo que hacía o por haberse cansado más de lo acostumbrado o tal vez por el gusto con que veía beber a Cisti, sentía sed, volviéndose a los embajadores les dijo sonriendo:

-Señores, bueno será que probemos el vino de este hombre honrado; tal vez sea tal que no nos arrepintamos.

Y junto con ellos se acercó a Cisti. El cual, haciendo inmediatamente sacar un buen banco fuera de la tahona, les rogó que se sentasen, y a sus criados que ya para lavar los vasos se adelantaban dijo:

-Compañeros, apartaos y dejadme hacer a mí este servicio, que no sé peor escanciar que hornear; ¡y no esperéis probar una gota!

Y dicho esto, lavando él mismo cuatro vasos buenos y nuevos, y haciendo traer un pequeño jarro de su buen vino, diligentemente dio de beber a micer Geri y sus compañeros. A quienes el vino pareció el mejor que habían bebido en mucho tiempo; por lo que, alabándolo mucho, mientras los embajadores estuvieron allí, casi todas las mañanas fue con ellos a beber micer Geri. Habiendo terminado sus asuntos y debiendo partir, micer Geri les hizo dar un magnífico convite, al que invitó a una parte de los más honorables ciudadanos, e hizo invitar a Cisti, el cual de ninguna manera quiso ir. Mandó entonces micer Geri a uno de sus servidores que fuese por una botella del vino de Cisti, y de él diese medio vaso por persona la primera vez que sirviese.

El servidor, tal vez enfadado porque nunca había podido probar el vino, cogió un gran frasco; el cual al verlo Cisti dijo:

-Hijo, micer Geri no te envía a mí.

Lo que afirmando muchas veces el servidor y no pudiendo obtener otra respuesta, volvió a micer Geri y se lo dijo así, micer Geri le dijo:

-Vuelve allí y dile que de verdad te mando yo, y si otra vez te contesta lo mismo pregúntale que adónde te mando.

El servidor, volviendo, le dijo:

-Cisti, es verdad que micer Geri me manda otra vez a ti.

Cisti le respondió:

-Seguro, hijo, que no.

-Entonces -dijo el servidor-, ¿a quién manda?

Respondió Cisti:

-Al Arno.

Lo que contando el servidor a micer Geri, enseguida le abrió los ojos de la inteligencia, y dijo al servidor:

-Déjame ver qué frasco le llevas.

Y viéndolo, dijo:

-Cisti dice bien.

E insultándole, le hizo llevar un frasco apropiado; viendo el cual, Cisti dijo:

-Ahora sé bien que te manda a mí.

Y alegremente se lo llenó.

Y luego, aquel mismo día, haciendo llenar un barrilejo de un vino igual y haciéndolo llevar despacito a casa de micer Geri, se fue detrás y al encontrarse con él le dijo:

-Señor, no querría que creyeseis que el gran frasco de esta mañana me había espantado; pero pareciéndome que os habíais olvidado de lo que yo os he mostrado estos días con mis pequeños jarritos, es decir, que éste no es vino para criados, quise recordároslo esta mañana. Pero como no entiendo ser guardián de él, os he traído todo: haced con él lo que gustéis.

Micer Geri recibió el apreciadísimo regalo de Cisti y le dio las gracias que creyó que convenían, y siempre luego lo tuvo en gran estima y fue su amigo.



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