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El decamerón

Séptima Jornada - Narración tercera

[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

SÉPTIMA JORNADA – NARRACIÓN TERCERA

Fray Rinaldo se acuesta con su comadre, lo encuentra el marido con ella en la alcoba y le hacen creer que estaba conjurando las lombrices del ahijado.

 

No pudo Filostrato hablar tan oscuro de las yeguas partias que las sagaces señoras no le entendiesen y no se riesen algo, aunque fingiendo reírse de otra cosa. Pero luego de que el rey conoció que su historia había terminado, ordenó a Elisa que ella hablara; la cual, dispuesta a obedecer, comenzó:

-Amables señoras, el conjuro del espantajo de Emilia me ha traído a la memoria una historia de otro conjuro que, aunque no sea tan buena como fue aquélla, porque no se me ocurre ahora otra sobre nuestro asunto, la contaré.

Debéis saber que en Siena hubo en tiempos pasados un joven muy galanteador y de honrada familia que tuvo por nombre Rinaldo; y amando sumamente a una vecina suya y muy hermosa señora y mujer de un hombre rico, y esperando (si pudiera encontrar el modo de hablarle sin sospechas) conseguir de ella todo lo que deseaba, no viendo ninguno y estando la señora grávida, pensó en convertirse en su compadre; y haciendo amistad con su marido, del modo que más conveniente le pareció se lo dijo, y así se hizo. Habiéndose, pues, Rinaldo convertido en compadre de doña Agnesa y teniendo alguna ocasión más pintada para poder hablarle, le hizo conocer con palabras aquella parte de su intención que ella mucho antes había conocido en las expresiones de sus ojos; pero poco le valió, sin embargo, aunque no desagradara a la señora haberlo oído. Sucedió no mucho después que, fuera cual fuese la razón, Rinaldo se hizo fraile y, encontrara como encontrase aquel pasto, perseveró en ello; y sucedió que un poco, en el tiempo en que se hizo fraile, había dejado de lado el amor que tenía a su comadre y algunas otras vanidades, pero con el paso del tiempo, sin dejar los hábitos las recuperó y comenzó a deleitarse en aparentar y en vestir con buenos paños y en ser en todas sus cosas galante y adornado, y en hacer canciones y sonetos y baladas, y a cantar, y en una gran cantidad de otras cosas semejantes a éstas.

Pero ¿qué estoy yo diciendo del fray Rinaldo de que hablamos? ¿Quiénes son los que no hacen lo mismo? ¡Ay, vituperio del perdido mundo! No se avergüenzan de aparecer gordos, de aparecer con el rostro encarnado, de aparecer refinados en los vestidos y en todas sus cosas, y no como palomas sino como gallos hinchados con la cresta levantada encopetados proceden; y lo que es peor, dejemos el que tengan sus celdas llenas de tarros colmados de electuario y de ungüentos, de cajas de varios dulces llenas, de ampollas y de redomitas con aguas destiladas y con aceites, de frascos con malvasía y con vino griego y con otros desbordantes, hasta el punto de que no celdas de frailes sino tiendas de especieros o de drogueros parecen mayormente a los que las ven; no se avergüenzan ellos de que los demás sepan que son golosos, y se creen que los demás no saben y conocen que los muchos ayunos, las comidas ordinarias y escasas y el vivir sobriamente haga a los hombres magros y delgados y la mayoría de las veces sanos; y si a pesar de todo los hacen enfermos, al menos no enferman de gota, para la que se suele dar como medicamento la castidad y todas las demás cosas apropiadas a la vida de un modesto fraile. Y se creen que los demás no conocen que además de la vida austera, las vigilias largas, el orar y el disciplinarse deben hacer a los hombres pálidos y afligidos, y que ni Santo Domingo ni San Francisco, sin tener cuatro capas cada uno, no de lanilla teñida ni de otros paños señoriles, sino hechos con lana gruesa y de natural color, para protegerse del frío y no para aparentar se vestían. ¡Que Dios los ayude como necesitan las almas de los simples que los alimentan!

Así pues, vuelto fray Rinaldo a sus primeros apetitos, comenzó a visitar con mucha frecuencia a su comadre; y habiendo crecido su arrogancia, con más instancias que antes lo hacía comenzó a solicitarle lo que deseaba de ella.

La buena señora, viéndose solicitar mucho y pareciéndole tal vez fray Rinaldo más guapo de lo que solía, siendo un día muy importunada por él, recurrió a lo mismo que todas aquellas que tienen deseos de conceder lo que se les pide, y dijo:

-¿Cómo, fray Rinaldo, y es que los frailes hacen esas cosas?

A quien el fraile contestó:

-Señora, cuando yo me quite este hábito, que me lo quito muy fácilmente, os pareceré un hombre hecho como los otros, y no un fraile.

La señora se rió y dijo:

-¡Ay, triste de mí! Sois compadre mío, ¿cómo podría ser esto? Estaría demasiado mal, y he oído muchas veces que es un pecado demasiado grande; y en verdad que si no lo fuese haría lo que quisierais.

A quien fray Rinaldo dijo:

-Sois tonta si lo dejáis por eso. No digo que no sea pecado, pero otros mayores perdona Dios a quienes se arrepienten. Pero decidme: ¿quién es más pariente de vuestro hijo, yo que lo sostuve en el bautismo o vuestro marido que lo engendró?

La señora repuso:

-Más pariente suyo es mi marido.

-Decís verdad -dijo el fraile-. ¿Y vuestro marido no se acuesta con vos?

-Claro que sí -repuso la señora.

-Pues -dijo el fraile- y yo, que soy menos pariente de vuestro hijo que vuestro marido, tanto debo poder acostarme con vos como vuestro marido.

La señora, que no sabia lógica y de pequeño empujón necesitaba, o creyó o hizo como que creía que el fraile decía verdad; y respondió:

-¿Quién sabría contestar a vuestras palabras?

Y luego, no obstante el compadrazgo, se dejó llevar a hacer su gusto; y no comenzaron una sola vez sino que con la tapadera del compadrazgo teniendo más facilidad porque la sospecha era menor, muchas y muchas veces estuvieron juntos. Pero entre las demás sucedió una que, habiendo fray Rinaldo venido a casa de la señora y viendo que allí no había nadie sino una criadita de la señora, asaz hermosa y agradable, mandando a su compañero con ella al aposento de las palomas a enseñarle el padrenuestro, él con la señora, que de la mano llevaba a su hijito, se metieron en la alcoba y, cerrando por dentro, sobre un diván que en ella había comenzaron a juguetear; y estando de esta guisa sucedió que volvió el compadre, y sin que nadie lo sintiese se fue a la puerta de la alcoba, y dio golpes y llamó a la mujer. Doña Agnesa, oyendo esto, dijo:

-Muerta soy, que aquí está mi marido, ahora se dará cuenta de cuál es la razón de nuestro trato.

Estaba fray Rinaldo desnudo, esto es sin hábito y sin escapulario, en camiseta; el cual esto oyendo, dijo tristemente:

-Decís verdad; si yo estuviese vestido alguna manera encontraría; pero si le abrís y me encuentra así no podrá encontrarse ninguna excusa.

La señora, por una inspiración súbita ayudada, dijo:

-Pues vestíos; y cuando estéis vestido coged en brazos a vuestro ahijado y escuchad bien lo que voy a decirle, para que vuestras palabras estén de acuerdo con las mías; y dejadme hacer a mí.

El buen hombre no había dejado de llamar cuando la mujer repuso:

-Ya voy.

Y levantándose, con buen gesto se fue a la puerta de la alcoba y, abriéndola, dijo:

-Marido mío, te digo que fray Rinaldo nuestro compadre ha venido y que Dios lo mandó porque seguro que si no hubiese venido habríamos perdido hoy a nuestro niño.

Cuando el estúpido santurrón oyó esto, todo se pasmó, y dijo:

-¿Cómo?

-Oh, marido mío -dijo la mujer-, le vino antes de improviso un desmayo que me creí que estaba muerto, y no sabía qué hacerme ni qué decirme, si no llega a aparecer entonces fray Rinaldo nuestro compadre y, cogiéndolo en brazos, dijo: «Comadre, esto son lombrices que tiene en el cuerpo que se le están acercando al corazón y lo matarían con seguridad; pero no temáis, que yo las conjuraré y las haré morir a todas y antes de que yo me vaya de aquí veréis al niño tan sano como nunca lo habéis visto». Y porque te necesitábamos para decir ciertas oraciones y la criada no pudo encontrarte se las mandó decir a su compañero en el lugar más alto de la casa, y él y yo nos entramos aquí dentro; y porque nadie más que la madre del niño puede estar presente a tal servicio, para que otros no nos molestasen aquí nos encerramos; y ahora lo tiene él en brazos, y creo que no espera sino a que su compañero haya terminado de decir las oraciones, y estará terminando, porque el niño ya ha vuelto en sí del todo.

El santurrón, creyendo estas cosas, tanto el cariño por su hijo lo conmovió que no se le vino a la cabeza el engaño urdido por la mujer, sino que dando un gran suspiro dijo:

-Quiero ir a verle.

Dijo la mujer:

-No vayas, que estropearías lo que se ha hecho; espérate, quiero ver si puedes entrar y te llamaré.

Fray Rinaldo, que todo había oído y se había vestido a toda prisa y había cogido al niño en brazos, cuando hubo dispuesto las cosas a su modo llamó:

-Comadre, ¿no es el compadre a quien oigo ahí?

Repuso el santurrón:

-Señor, sí.

-Pues -dijo fray Rinaldo-, venid aquí.

El santurrón allá fue y fray Rinaldo le dijo:

-Tomad a vuestro hijo, salvado por la gracia de Dios, cuando he creído poco ha, que no lo veríais vivo al anochecer; y bien haríais en hacer poner una figura de cera de su tamaño a la gloria de Dios delante de la estatua del señor San Ambrosio, por los méritos del cual Dios os ha hecho esta gracia.

El niño, al ver a su padre, corrió hacia él y le hizo fiestas como hacen los niños pequeños; el cual, cogiéndolo en brazos, llorando no de otra manera que si lo sacase de la fosa, comenzó a besarlo y a darle gracias a su compadre que se lo había curado.

El compañero de fray Rinaldo, que no un padrenuestro sino más de cuatro había enseñado a la criadita, y le había dado una bolsa de hilo blanco que le había dado a él una monja, y la había hecho devota suya, habiendo oído al santurrón llamar a la alcoba de la mujer, calladamente había venido a un sitio desde donde pudiera ver y oír lo que allí pasaba.

Y viendo la cosa en buenos términos, se vino abajo, y entrando en la alcoba dijo:

-Fray Rinaldo, las cuatro oraciones que me mandasteis las he dicho todas.

A quien fray Rinaldo dijo:

-Hermano mío, tienes buena madera y has hecho bien. En cuanto a mí, cuando mi compadre llegó no había dicho sino dos, pero Nuestro Señor por tu trabajo y el mío nos ha concedido la gracia de que el niño sea curado.

El santurrón hizo traer buen vino y dulces, e hizo honor a su compadre y a su compañero con lo que ellos tenían necesidad más que de otra cosa; luego, saliendo de casa junto con ellos, los encomendó a Dios, y sin ninguna dilación haciendo hacer la imagen de cera, la mandó colgar con las otras delante de la figura de San Ambrosio, pero no de la de aquel de Milán.



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