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El decamerón

Octava Jornada - Narración segunda

[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

OCTAVA JORNADA – NARRACIÓN SEGUNDA

El cura de Varlungo se acuesta con doña Belcolor, le deja en prenda un tabardo, y pidiéndole un mortero, se lo devuelve y le manda a pedir el tabardo dejado en prenda; se lo devuelve la buena mujer con unas palabras de doble sentido.

 

Alababan por igual los hombres y las señoras lo que Gulfardo hecho había a la ansiosa milanesa, cuando la reina, a Pánfilo volviéndose, sonriendo le ordenó que siguiese; por la cual cosa Pánfilo comenzó:

-Hermosas señoras, se me ocurre contar una historieta contra aquellos que continuamente nos ofenden sin poder por nosotros ser ofendidos de la misma manera; es decir, contra los curas, los cuales contra nuestras mujeres han predicado una cruzada, y les parece no de otra manera haber ganado la indulgencia plenaria cuando a una pueden humillar bajo ellos que si de Alejandría hubieran traído a Aviñón al sultán maniatado. Lo que los desdichados seglares no les pueden hacer a ellos, aunque en sus madres, sus hermanas, sus amigas y sus hijas (con no menos ardor que ellos asaltan a sus mujeres) venguen sus iras. Y por ello entiendo contaros un amartelamiento campesino, más propio de risa por la conclusión que largo en palabras, del cual también podréis recoger como fruto que a los curas no hay que creerles siempre en todo.

Digo, pues, que en Varlungo, pueblo asaz cercano de aquí, como todas vosotras o sabe o puede haber oído, hubo un valeroso sacerdote (y gallardo en su persona) al servicio de las damas que, aunque leer no supiese mucho, sin embargo, con mucho bueno y santo palabreo, los domingos al pie del olmo recreaba a sus parroquianos; y mejor visitaba a sus mujeres (cuando ellos se iban a alguna parte) que ningún otro cura que hubiera habido allí, llevándoles cosas de la fiesta y agua bendita y a veces algún cabo de vela a su casa, dándoles su bendición.

Ahora sucedió que, entre las demás parroquianas suyas que primero le habían gustado, una sobre todas le gustó que tenía por nombre doña Belcolor, mujer de un labrador que se llamaba Bentivegna del Mazzo, la cual en verdad era una agradable y fresca rusticaza, morenota y maciza y más apropiada para poder moler que ninguna otra; y además de ello era la que mejor sabía tocar el címbalo y cantar El agua va por el barranco y conducir el corro y el saltarelo, cuando se terciaba, de todas las vecinas que tuviese, con un bueno y elegante moquero en la mano. Por las cuales cosas, el señor cura se encaprichó por ella tanto que andaba delirante y todo el día andaba correteando para poder verla; y cuando el domingo por la mañana la sentía en la iglesia, decía un kyrie y un Sanctus esforzándose bien en mostrarse un gran maestro de canto, que parecía un asno que rebuznase mientras que, cuando no la veía allí, salía del lance con bastante facilidad; pero lo sabía hacer tan bien que Bentivegna del Mazzo no se apercibía, ni aún ninguna vecina que ella tuviese.

Y para poder gozar más del trato de doña Belcolor, de cuando en cuando le mandaba obsequios, y una vez le mandaba un manojillo de ajos frescos, que tenía los más hermosos del barrio en un huerto suyo que labraba con sus manos, y otra vez una canastilla de habas, y ahora un manojillo de cebollas de mayo o de escalonias; y cuando le parecía oportuno mirándola con rostro adusto, con blandura la reprendía, y ella un tanto salvaje, fingiendo no darse cuenta, se iba a otra parte desdeñosamente; por lo que el señor cura no podía venir al asunto. Ahora, sucedió un día que, andando el cura en pleno mediodía de un lado a otro por el barrio, sin ir a ningún sitio, se encontró con Bentivegna del Mazzo con un burro muy cargado, y dirigiéndole la palabra, le preguntó dónde iba. A quien Bentivegna repuso:

-A fe mía, sire, que en verdad voy hasta la ciudad para un trasunto mío, y le llevo estas cosas a sir Bonacotti de Cinestreto, que mi ayuda para no sé qué me ha mandado a pedir para una comparación del parentorio, por su pericolator el juez del dificio.

El cura, contento, dijo:

-Haces bien, hijo; vete con mi bendición y vuelve pronto; y si vieses por casualidad a Lapuccio o Naldino, no se te vaya de la cabeza decirles que me traigan aquellas correas para los mayales.

Bentivegna dijo que lo haría; y viniéndose hacia Florencia, pensó el cura que era el momento de ir a la Belcolor y de probar fortuna; y echándose al camino, no paró hasta que estuvo en su casa, y entrando adentro, dijo:

-Dios os guarde; ¿quién vive?

Belcolor, que había subido al desván, al oírlo dijo:

-Oh, sire, sed bienvenido; ¿qué hacéis por ahí con este calor?

El cura repuso:

-Así Dios me guarde, que me vengo a estar un rato contigo, porque me he encontrado con tu hombre que se iba a la ciudad.

Belcolor, bajando, se sentó y comenzó a escoger simientes de unas coles que su marido había cogido poco hacía. El cura comenzó a decirle:

-Bien, Belcolor, ¿vas a hacerme siempre morir de esta manera?

Belcolor comenzó a reírse y a decir:

-¿Qué os hago?

Dijo el cura:

-No me haces nada, pero no me dejas hacerte lo que yo querría y Dios mandó.

Dijo Belcolor:

-Ah, vaya, vaya: ¿pues los curas hacen tales cosas?

El cura repuso:

-Mejores las hacemos que los demás hombres, ¿pues por qué no? Y te digo más, que nosotros hacemos mucho mejor trabajo; ¿y sabes por qué? Porque molemos sólo cuando el caz está colmado. Pero, en verdad, muy para tu provecho, si te estás quieta y me dejas hacer.

Dijo Belcolor:

-¿Y qué provecho iba yo a sacar de ahí, que sois todos más avaros que el demontre?

Entonces dijo el cura:

-No lo sé; tú pide, ¿quieres un par de escarpines, o quieres una cinta del pelo o quieres un buen cinturón de estambre?, o lo que quieras.

Dijo Belcolor:

-¡Basta, hermano! Esas cosas las tengo; pero si me amáis tanto, ¿por qué no me prestáis un servicio y yo haré lo que queráis?

Entonces dijo el cura:

-Di lo que quieras y lo haré de buena gana.

Belcolor dijo entonces:

-Tengo que ir a Florencia el sábado a entregar una lana que he hilado y a llevar a arreglar el telar; y si me prestáis cinco liras, que sé que las tenéis, recogeré en el usurero mi saya color púrpura y el cinturón de fiesta que traje de dote, que veis que no puedo ir de romería ni a ningún lugar porque no lo tengo; y luego siempre haré lo que queráis.

Repuso el cura:

-Así Dios me dé salud como que no las llevo encima; pero créeme que, antes que llegue el sábado, haré que las tengas de muy buena gana.

-Sí -dijo Belcolor-, todos prometéis mucho y luego no lo mantenéis: ¿creéis que vais a hacerme como le hicisteis a Biliuzza, que se fue con el dominus vobiscum? Por Dios que no lo haréis, que ella es una mujer perdida a cuenta de ello; ¡si no las tenéis, idos a buscarlas!

-¡Ah! -dijo el cura-, no me hagas ahora ir hasta casa, que ves que tengo tan derecha la suerte y hasta que no hay nadie, y tal vez cuando volviese habría aquí alguien que lo impediría; y no sé cuándo va a ponérseme tan bien como ahora.

Y ella dijo:

-Basta: si queréis ir, iros; si no, aguantaos.

El cura, viendo que no estaba dispuesta a hacer nada que él quisiera sino salvum me fac y él lo quería hacer sine custodia, dijo:

-Mira, tú no me crees que te las traiga; para que me creas te dejaré en prenda este tabardo mío de paño turqués.

Belcolor levantó la vista y dijo:

-Así este tabardo, ¿y qué vale?

Dijo el cura:

-¿Cómo qué vale? Quiero que sepas que es de dulleta y hasta de trelleta, y hay en nuestro pueblo quien lo tiene por de cuadralleta; y no hace todavía quince días que me costó en Lotto el revendedor mis buenas siete liras, y me ahorré unas cinco liras por lo que me dijo Buglietto del Erta que sabes que es tan entendido en estos paños turqueses.

-¡Ah!, ¿es así? -dijo Belcolor-, así me ayude Dios como que nunca lo hubiese pensado; pero dádmelo como primicias.

El señor cura, que tenía la ballesta cargada, quitándose el tabardo se lo dio; y ella que lo hubo guardado, dijo:

-Sire, idos a aquella cabaña, que allí nunca entra nadie.

Y así hicieron; y allí el cura, dándole los más dulces besazos del mundo y haciéndola pariente de Dios Nuestro Señor, con ella un gran rato se solazó; luego, yéndose en sotana, que parecía que viniese de oficiar en unas bodas, se volvió a sagrado. Allí, pensando que cuantos cabos de vela recogía en todo el año de oferta no valían la mitad de cinco liras, le pareció haber hecho mal, y se arrepintió de haber dejado el tabardo y comenzó a pensar en qué modo podía recuperarlo sin costos. Y porque era un tanto maliciosillo, pensó muy bien qué debía hacer para recuperarlo, y lo hizo; porque al día siguiente, que era fiesta, mandó a un muchacho de un vecino suyo a casa de esta doña Belcolor y le pidió que le pluguiera prestarle su mortero de piedra, porque almorzaba con él Binguccio del Poggio y Nuto Buglietti, y que quería hacer una salsa. Belcolor se lo mandó; y cuando llegó la hora de almorzar, el cura mandó averiguar cuándo se ponían a la mesa Bentivegna del Mazzo y Belcolor, y llamado su monaguillo, le dijo:

-Coge aquel mortero y devuélvelo a Belcolor, y dile: «Dice el sire que os lo agradece mucho, y que le devolváis el tabardo que el muchachito os dejó en prenda».

El monaguillo fue a casa de Belcolor con el mortero y la encontró con Bentivegna a la mesa almorzando, y dejando allí encima el mortero, dio el recado del cura. Belcolor, al oírse pedir el tabardo quiso contestar; pero Bentivegna, con mal gesto, dijo:

-¿Desde cuándo le tomas nada en prenda al sire? Voto a Cristo que me vienen ganas de darte un gran pescozón; ve y devuélveselo pronto, mala fiebre te dé, y cuida que de nada que quiera alguna vez, aunque quisiese nuestro burro, no ya otra cosa, le digas que no.

Belcolor se levantó barbotando y, yendo al arcón, sacó de allí el tabardo y se lo dio al monaguillo, y dijo:

-Dirás esto al sire de mi parte: «Belcolor dice que promete a Dios que no machacaréis más salsas en su mortero, que no le habéis hecho ningún honor con esto».

El monaguillo se fue con el tabardo y dio el recado al sire; al que el cura, riendo, dijo:

-Le dirás cuando la veas que, si no me presta el mortero yo no le prestaré el mazo; vaya lo uno por lo otro.

Bentivegna creyó que la mujer había dicho aquellas palabras porque él la había reprendido, y no se preocupó por ello; pero Belcolor, que había quedado burlada, se encolerizó con el cura y le negó la palabra hasta la vendimia; después, habiéndola amenazado el cura con hacerla ir a la boca del mayor de los Luciferes, por puro miedo, con el mosto y con las castañas se reconcilió con él, y muchas veces luego estuvieron juntos de juerga; y a cambio de las cinco liras le hizo el cura poner un pergamino nuevo al címbalo y le colgó de él un cascabelillo, y ella se contentó.



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