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El decamerón

Novena Jornada - Narración sexta

[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

NOVENA JORNADA – NARRACIÓN SEXTA

Dos jóvenes se albergan en la casa de uno con cuya hija uno va acostarse, y su mujer, sin advertirlo, se acuesta con el otro; el que estaba con la hija se acuesta con su padre y le cuenta todo, creyendo hablar con su compañero; hacen mucho alboroto, la mujer, apercibiéndose, se mete en la cama de la hija y, consiguientemente, con algunas palabras pacifica a todos.

 

Calandrino, que otras veces había hecho reír a la compañía, lo mismo lo hizo esta vez: y después de que las damas dejaran de hablar de sus cosas, la reina ordenó a Pánfilo que hablase, el cual dijo:

-Loables señoras, el nombre de la Niccolosa amada por Calandrino me ha traído a la memoria una historia de otra Niccolosa, la cual me place contaros porque en ella veréis cómo una súbita inspiración de una buena mujer evitó un gran escándalo.

En la llanura del Muñone hubo, no ha mucho tiempo, un hombre bueno que a los viandantes daba, por dinero, de comer y beber; y aunque era una persona pobre y tenía una casa pequeña, alguna vez, en caso de gran necesidad, no a todas las personas sino a algún conocido albergaba; ahora bien, tenía éste una mujer que era asaz hermosa hembra, de la cual tenía dos hijos: y el uno era una jovencita hermosa y agradable, de edad de quince o de dieciséis años, que todavía no tenía marido; el otro era un niño pequeñito que todavía no tenía un año, al que la misma madre amamantaba.

A la joven le había echado los ojos encima un jovenzuelo apuesto y placentero y hombre noble de nuestra ciudad, el cual mucho andaba por el barrio y fogosamente la amaba; y ella, que de ser amada por un joven tal como aquel mucho se gloriaba, mientras en retenerlo en su amor con placenteros gestos se esforzaba, de él igualmente se enamoró; y muchas veces con gusto de cada una de las partes hubiera tenido efecto aquel amor si Pinuccio, que así se llamaba el joven, no hubiera sentido disgusto en causar la deshonra de la joven y de él. Pero de día en día multiplicándose su ardor, le vino el deseo a Pinuccio de reunirse con ella, y le vino al pensamiento encontrar el modo de albergarse en casa de su padre, pensando, como quien la disposición de la casa de la joven sabía, que si aquello hiciera, podría ocurrir que estuviese con ella sin que nadie se apercibiese; y en cuanto le vino al ánimo, sin dilación lo puso en obra. Él, junto con un fiel amigo llamado Adriano, que este amor conocía, cogiendo un día al caer la noche dos rocines de alquiler y poniéndoles encima dos valijas, tal vez llenas de paja, salieron de Florencia, y dando una vuelta, cabalgando, a la llanura del Muñone llegaron siendo ya de noche; y entonces, como si volviesen de Romaña, dándose la vuelta, hacia las casas se vinieron y a la del buen hombre llamaron; el cual, como quien muy bien conocía a los dos, abrió la puerta prontamente. Al que Pinuccio dijo:

-Mira, tienes que darnos albergue esta noche: pensábamos poder entrar en Florencia, y no hemos podido apurarnos tanto que a tal hora como es hayamos llegado.

A quien el posadero repuso:

-Pinuccio, bien sabes qué comodidad tengo para albergar a hombres tales como sois vosotros; pero como esta hora os ha alcanzado aquí y no hay tiempo para que podáis ir a otro sitio, os daré albergue de buena gana como pueda.

Echando pie a tierra, pues, los dos jóvenes, y entrando en el albergue, primeramente acomodaron sus rocines y luego, habiendo ellos llevado la cena consigo, cenaron con el huésped.

Ahora no tenía el huésped sino una alcobita muy pequeña en la cual había tres camitas puestas como mejor el huésped había sabido; y no había, con todo ello, quedado más espacio (estando dos a uno de los lados de la alcoba y la tercera contra el otro) que se pudiese hacer allí nada sino moverse muy estrechamente. De estas tres camas, hizo el hombre preparar para los dos compañeros la menos mala, y los hizo acostar; luego, después de algún tanto, no durmiendo ninguno de ellos aunque fingiesen dormir, hizo el huésped acostarse a su hija en una de las dos que quedaban y en la otra se metió él y su mujer, la cual, junto a la cama donde dormía puso la cuna en la que tenía a su hijo pequeñito.

Y estando las cosas de esta guisa dispuestas, y habiendo Pinuccio visto todo, después de algún tiempo, pareciéndole que todos estaban dormidos, levantándose sin ruido, se fue a la camita donde la joven amada por él estaba echada, y se le echó al lado; por la cual, aunque medrosamente lo hiciese, fue alegremente acogido, y con ella, tomando el placer que más había deseado, se estuvo.

Y estando así Pinuccio con la joven, sucedió que un gato hizo caer ciertas cosas, que la mujer, despertándose, oyó; por lo que levantándose, temiendo que fuese otra cosa, así en la oscuridad como estaba, se fue allí adonde había oído el ruido. Adriano, que en aquello no tenía el ánimo, por acaso por alguna necesidad natural se levantó y yendo a satisfacerla se tropezó con la cuna puesta por la mujer, y no pudiendo sin levantarla pasar delante, cogiéndola, la levantó del lugar donde estaba y la puso junto al lado de la cama donde él dormía; y cumplido aquello por lo que se había levantado, volviéndose, sin preocuparse de la cuna, en la cama se metió. La mujer, habiendo buscado y encontrado que aquello que había caído al suelo no era la tal cosa, no se preocupó de encender ninguna luz para verlo mejor sino que, habiendo gritado al gato, a la alcobita se volvió, y a tientas se fue derechamente a la cama donde dormía su marido; pero no encontrando allí la cuna, se dijo:

-¡Ay, desdichada de mí! Mira lo que hacía: a fe que me iba derechamente a la cama de mis huéspedes.

Y yendo un poco más allá y encontrando la cuna, en la cama junto a la cual estaba, junto a Adriano se acostó creyendo acostarse con su marido. Adriano, que todavía no se había dormido, al sentir esto la recibió bien y alegremente; y sin decir palabra tensó la ballesta y la descargó de un solo golpe con gran placer de la mujer. Y estando así, temiendo Pinuccio que el sueño le sorprendiese con su joven, habiendo el placer logrado que deseaba, para volverse a dormir a su cama se levantó de su lado y, yendo a ella, encontrando la cuna, creyó que era aquélla la del huésped; por lo que, avanzando un poco más, se acostó con el huésped, que con la llegada de Pinuccio se despertó. Pinuccio, creyendo estar al lado de Adriano, dijo:

-¡Bien te digo que nunca hubo cosa tan dulce como Niccolosa! Por el cuerpo de Cristo, he tenido con ella el mayor placer que nunca un hombre tuvo con mujer; y te digo que he bajado seis veces a la villa desde que me fui de aquí.

El huésped, oyendo estas noticias y no gustándole demasiado, se dijo primero: «¿Qué diablos hace éste aquí?».

Después, más airado que prudente, dijo:

-Pinuccio, la tuya ha sido una villanía y no sé por qué tienes que hacerme esto; pero por el cuerpo de Cristo me la vas a pagar.

Pinuccio, que no era el joven más sabio del mundo, al darse cuenta de su error no corrió a enmendarlo como mejor hubiera podido sino que dijo:

-¿Qué te voy a pagar? ¿Qué podrías hacerme?

La mujer del huésped, que con su marido creía estar dijo a Adriano:

-¡Ay, mira a nuestros huéspedes que están riñendo por no sé qué!

Adriano, riendo, repuso:

-Déjalos en paz y que Dios los confunda: bebieron demasiado anoche.

La mujer, pareciéndole haber oído a su marido gritar y oyendo a Adriano, incontinenti conoció dónde había estado y con quién; por lo cual, como discreta, sin decir palabra, súbitamente se levantó, y cogiendo la cuna de su hijito, como ninguna luz se viese en la alcoba, por conjetura la llevó junto a la cama donde dormía su hija y con ella se acostó; y, como despertándose con el barullo del marido, le llamó y le preguntó qué riña se traía con Pinuccio. El marido respondió:

-¿No le oyes lo que dice que ha hecho esta noche con Niccolosa?

La mujer dijo:

-Miente con toda la boca, que con Niccolosa no se ha acostado; que yo me he acostado aquí en el momento en que no he podido dormir ya; y tú eres un animal por creerle. Bebéis tanto por la noche que luego soñáis y vais de acá para allá sin enteraros y os parece que hacéis algo grande; ¡gran lástima es que no os rompáis el cuello! ¿Pero qué hace ahí ese Pinuccio? ¿Por qué no se está en su cama?

Por otra parte, Adriano, viendo que la mujer discretamente su deshonra y la de su hija tapaba, dijo:

-Pinuccio, te lo he dicho cien veces que no vayas dando vueltas, que este vicio tuyo de levantarte dormido y contar las fábulas que sueñas te va a traer alguna vez una desgracia; ¡vuélvete aquí, así Dios te dé mala noche!

El huésped, oyendo lo que decía su mujer y lo que decía Adriano, comenzó a creer demasiado bien que Pinuccio estaba soñando; por lo que, cogiéndolo por los hombros, comenzó a menearlo y a llamarlo, diciendo:

-Pinuccio, despiértate; vuélvete a tu cama.

Pinuccio, habiendo oído lo que se había dicho, comenzó, a guisa de quien soñase, a entrar en otros desatinos; de lo que el huésped se reía con las mayores ganas del mundo. Al final, sintiendo que lo meneaban, hizo semblante de despertarse, y llamando a Adriano dijo:

-¿Es ya de día, que me llamas?

Adriano dijo:

-Sí, ven aquí.

Él, fingiendo y mostrándose muy somnoliento, por fin se levantó de junto a su huésped y se volvió a la cama con Adriano; y venido el día y levantándose el huésped, comenzó a reírse y a burlarse de él y de sus sueños. Y así, de una broma en otra, preparando los dos jóvenes sus rocines y poniendo sobre ellos sus valijas y habiendo bebido con el huésped, montando de nuevo a caballo se vinieron a Florencia, no menos contentos del modo en que la cosa había sucedido que de los efectos de la cosa. Y luego después, encontrando otros modos, Pinuccio se encontró con Niccolosa, la cual afirmaba a su madre que éste verdaderamente había soñado; por la cual cosa la mujer, acordándose de los abrazos de Adriano, a sí misma se decía que era la única en haber velado.



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