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El decamerón

Novena Jornada - Narración octava

[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

NOVENA JORNADA – NARRACIÓN OCTAVA

Biondello hace una burla a Ciacco con un almuerzo, de la que Ciacco sagazmente se venga haciéndolo golpear concienzudamente.

 

Universalmente todos los de la alegre compañía dijeron que lo que Talano había visto durmiendo no había sido un sueño sino una visión, si es que exactamente, sin faltar nada, había sucedido. Pero, callándose todos, ordenó la reina a Laureta que siguiese; la cual dijo:

-Como estos, sapientísimas señoras, que hoy antes de mí han hablado, casi todos han sido movidos a hablar por alguna cosa antes dicha, así me mueve a mí la severa venganza (contada ayer por Pampínea) que tomó el escolar, a hablar de una muy dura para quien la sufrió, aunque no fuese tan cruel, y por ello digo que:

Viviendo en Florencia uno llamado por todos Ciacco, hombre glotoncísimo más que ninguno que haya existido, y no pudiendo sus posibilidades sostener los gastos que su glotonería requería, siendo por otra parte muy cortés y todo lleno de buenos y placenteros decires ingeniosos, se dedicó a ser no propiamente bufón sino motejador, y a tratar a quienes eran ricos y se deleitaban comiendo cosas buenas; y con éstos a almorzar y a cenar, aunque no fuese siempre invitado, iba muy frecuentemente.

Había semejantemente en aquellos tiempos en Florencia uno que se llamaba Biondello, pequeño de persona, muy cortés y más limpio que una patena, con su gorrete en la cabeza, con su melenita rubia y sin un solo cabello descolocado, el cual el mismo oficio que Ciacco tenía; el cual, habiendo ido una mañana de cuaresma allá donde se vende el pescado y comprado dos gordísimas lampreas para micer Vieri de los Cerchi , fue visto por Ciacco, que, acercándose a Biondello dijo:

-¿Qué significa esto?

A quien Biondello repuso:

-Ayer tarde le mandaron otras tres mucho más hermosas que éstas son y un esturión a micer Corso Donati, y no bastándole para poder dar de comer a algunos gentileshombres, me ha mandado a comprar estas otras dos: ¿no vas a venir tú?

Repuso Ciacco:

-Bien sabes que sí.

Y cuando le pareció oportuno, a casa de micer Corso se fue, y lo encontró con algunos vecinos suyos, que todavía no había ido a almorzar; a quien, siendo preguntado por él que qué andaba haciendo, repuso:

-Señor, vengo a almorzar con vos y vuestra compañía.

A quien micer Corso dijo:

-Eres bien venido, y como ya es hora, vámonos.

Sentándose, pues, a la mesa, primero comieron garbanzos y atún en salmuera, y luego peces del Arno fritos, y nada más. Ciacco, apercibiéndose del engaño de Biondello y no poco enojado, se propuso hacérselo pagar; y no pasaron muchos días sin que se encontrase con él, que ya había hecho reír a muchos con aquella burla. Biondello, al verlo, le saludó, y riéndose le preguntó que qué tal habían estado las lampreas de micer Corso; a lo que respondiendo Ciacco, dijo:

-Antes de que pasen ocho días lo sabrás mucho mejor que yo.

Y sin dar tregua al asunto, separándose de Biondello, ajustó el precio con un truhán y, dándole un botellón de vidrio, lo llevó a la lonja de los Cavicciuli y le mostró en ella a un caballero llamado Filippo Argenti, hombre grande y nervudo y fuerte, irritable, iracundo y colérico más que ningún otro, y le dijo:

-Te acercas a él con este frasco en la mano y le dices así: «Señor, me manda Biondello y me manda para rogaros que os plazca enrojecerle este frasco con vuestro buen vino tinto, que se quiere divertir un rato con sus compinches». Y estate bien atento para que no te ponga las manos encima, porque lo sentirías y habrías estropeado mis asuntos.

Dijo el truhán:

-¿Tengo que decir algo más?

Dijo Ciacco:

-No, vete; y cuando le hayas dicho eso, vuelve aquí con el frasco, que yo te pagaré. Echándose a andar, pues, el truhán, le dio la embajada a micer Filippo. Micer Filippo, al oírle, como quien poco aguante tenía, pensando que Biondello, a quien conocía, se burlaba de él, todo colorado el rostro, diciendo:

-¿Qué «enrojecedme» y qué «compinches» son ésos, que Dios os confunda a ti y a él?

Se puso en pie y extendió el brazo para golpear al truhán; pero el truhán, como quien estaba atento, fue rápido y salió huyendo, y por otro camino volvió a donde Ciacco, que todo había visto, y le dijo lo que micer Filippo había dicho. Ciacco, contento, pagó al truhán, y no descansó hasta encontrar a Biondello; al cual dijo:

-¿Has ido últimamente por la lonja de los Cavicciuli?

Repuso Biondello:

-No, nada; ¿por qué me lo preguntas?

Dijo Ciacco:

-Porque puedo decirte que micer Filippo te está buscando; no sé qué es lo que quiere.

Dijo entonces Biondello:

-Bien, voy hacia allí y hablaré con él.

Al irse Biondello, Ciacco se fue detrás a ver cómo iba el asunto. Micer Filippo, no habiendo podido alcanzar al truhán, se había quedado fieramente airado y se recomía por dentro al no poder dar a las palabras del pícaro otro significado sino que Biondello, a instancias de quien fuese, se burlaba de él; y mientras estaba él reconcomiéndose, he aquí que Biondello llega. Al que, en cuanto vio, saliéndole al encuentro, le dio en la cara un gran puñetazo.

-¡Ay!, señor -dijo Biondello-, ¿qué es esto?

Micer Filippo, cogiéndolo por los pelos y arrancándole el gorrete de la cabeza y arrojándole el capucho por tierra, y sin dejar de darle grandes golpes, decía:

-Traidor, bien verás lo que es esto; ¿de qué «enrojecedme» y de qué «compinches» mandas que me hablen a mí? ¿Te parezco un muchachito a quien se le gastan bromas?

Y así diciendo, con los puños que tenía como de hierro, le destrozó toda la cara y no le dejó en la cabeza pelo que estuviese bien colocado, y revolcándolo por el fango, le rasgó todas las ropas que llevaba encima; y tanto se aplicaba a ello que ni una vez desde el principio pudo Biondello decir palabra ni preguntarle por qué le hacía esto; bien había oído lo del «enrojecedme» y los «compinches», pero no sabía lo que quería decir.

Por fin, habiéndole bien golpeado micer Filippo y habiendo mucha gente alrededor, con el mayor trabajo del mundo se lo arrancaron de las manos, tan desgreñado y desastrado como estaba, y le dijeron por qué micer Filippo había hecho aquello, reprendiéndole por haber mandado a decirle aquello, y diciéndole que a aquellas alturas debía conocer a micer Filippo y que no era hombre para gastarle bromas.

Biondello, llorando, se excusaba y decía que nunca había mandado a pedirle vino a micer Filippo; y luego que un poco se hubo compuesto, triste y dolorido se volvió a casa, pensando que aquello había sido obra de Ciacco. Y después de que tras muchos días, desaparecidos los cardenales del rostro, comenzó a salir de casa, sucedió que lo encontró Ciacco, y riéndose le preguntó:

-Biondello, ¿qué tal te pareció el vino de micer Filippo?

Repuso Biondello:

-¡Así debían haberte parecido a ti las lampreas de micer Corso!

Entonces dijo Ciacco:

-Ahora depende de ti: siempre que quieras hacerme comer tan bien como me hiciste, te daré de beber tan bien como te he dado.

Biondello, que sabía que contra Ciacco más podía tener mala voluntad que malas obras, rogó a Dios que le diese su paz, y de allí en adelante se guardó de burlarse de él.



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