El decamerón
Novena Jornada - Narración novena
[Cuento - Texto completo.]
Giovanni BoccaccioNOVENA JORNADA – NARRACIÓN NOVENA
Dos jóvenes piden consejo a Salomón, el uno de cómo puede ser amado, el otro de cómo debe tratar a la mujer terca; al uno le responde que ame y al otro que vaya al puente de la Oca.
-Amables señoras, si con mente recta miramos el orden de las cosas, muy fácilmente conoceremos que toda la universal multitud de las mujeres está a los hombres sometida por la naturaleza y por las costumbres y por las leyes, y que según el discernimiento de éstos conviene que se rijan y gobiernen; y por ello, todas las que quieran tranquilidad, consuelo y reposo tener con los hombres a quienes pertenecen, deben ser con ellos humildes, pacientes y obedientes, además de honestas, lo que es especial tesoro de cada una. Y si en cuanto a esto las leyes, que al bien común miran en todas las cosas, no nos enseñasen (y el uso y la costumbre que queremos decir, cuyas fuerzas son grandísimas y dignas de ser reverenciadas) la naturaleza muy abiertamente lo muestra, que nos ha hecho en el cuerpo delicadas y blandas, en el ánimo tímidas y miedosas, en las mentes benignas y piadosas, y nos ha dado flacas las corporales fuerzas, las voces amables y los movimientos de los miembros suaves: cosas todas que testimonian que tenemos necesidad del gobierno ajeno. Y quien tiene necesidad de ser ayudado y gobernado, toda razón quiere que sea obediente y que esté sometido y reverencie a su ayudador y gobernador: ¿y quiénes nos ayudan y gobiernan a nosotras sino los hombres? Pues a los hombres debemos, sumamente honrándoles, someternos; y la que de esto se aparte estimo que sea dignísima no solamente de dura reprensión, sino también de áspero castigo.
Y a tal consideración, aunque ya la haya hecho otra vez, me ha traído hace poco Pampínea con lo que contó de la irritable mujer de Talano: a quien Dios mandó el castigo que su marido no había sabido darle; y por ello juzgo yo que son dignas (como ya dije) de duro y áspero castigo todas aquellas que se apartan de ser amables, benévolas y dóciles como lo quieren la naturaleza, la costumbre y las leyes. Por lo que me agrada contaros el consejo que dio Salomón, como útil medicina para curar a aquellas que están afectadas de este mal; el cual, ninguna que no sea merecedora de tal medicina, piense que se dice por ella, aunque los hombres acostumbren decir tal proverbio: «Espuelas pide el buen caballo y el malo, y la mujer buena y mala pide palo». Las cuales palabras, quien quisiera interpretarlas jocosamente, inmediatamente concedería que son ciertas de todas, pero aun queriendo interpretarlas moralmente, digo que habría que admitirlas. Son naturalmente las mujeres todas volubles e influenciables y por ello, para corregir la inquietud de quienes se dejan ir demasiado lejos de los límites impuestos, se necesita el bastón que las castigue, y para sustentar la virtud de las demás, que no se dejen resbalar, es necesario el bastón que las sostenga y las asuste. Pero dejando ahora el predicar, viendo a aquello que tengo en el ánimo decir, digo que:
Habiéndose ya extendido por todo el universo mundo la altísima fama de la maravillosa discreción de Salomón, y el liberalísimo uso que de ella hacía para quien quería conocerla por propia experiencia, muchos acudían a él por consejo en sus estrechísimas y arduas necesidades desde diversas partes del mundo; y entre los otros que a ello iba, se puso en camino un joven cuyo nombre era Melisso, muy noble y rico, de la ciudad de Layazo, de donde era él y donde vivía. Y cabalgando hacia Jerusalén, sucedió que, al salir de Antioquia, con otro joven llamado Josefo, el cual aquel mismo camino llevaba que él hacía, cabalgó durante algún tiempo; y como es la costumbre de los viajeros, comenzó a entrar con él en conversación.
Habiéndole dicho ya Josefo a Melisso cuál era su condición y de dónde venía, adónde iba y a qué le preguntó; al cual, dijo Josefo que iba a Salomón, para pedirle consejo de lo que debía hacer con su mujer, que era más que ninguna otra mujer terca y mala, a quien él ni con ruegos ni con halagos ni de ninguna otra manera podía sacar de su obstinación. Y luego, él por su parte, de dónde era y adónde iba y para qué le preguntó; al cual respondió Melisso:
-Yo soy de Layazo, y como tú tienes una desgracia yo tengo otra: yo soy un hombre rico y gasto lo mío en sentar a mi mesa y honrar a mis conciudadanos, y es cosa rara y extraña pensar que, a pesar de todo esto, no puedo encontrar a nadie que me quiera bien; y por ello voy donde vas tú, para pedir consejo de cómo pueda hacer que sea amado.
Caminaron, pues, juntos los dos compañeros y, llegados a Jerusalén, por mediación de uno de los barones de Salomón, fueron llevados ante él, al cual brevemente Melisso expuso su necesidad; a quien Salomón repuso:
-Ama.
Y dicho esto, prestamente Melisso fue obligado a salir de allí, y Josefo dijo aquello por lo que estaba allí, al cual Salomón, nada respondió sino:
-Ve al Puente de la Oca.
Dicho lo cual, también Josefo fue sin demora alejado de la presencia del rey, y encontró a Melisso que estaba esperándole, y le dijo lo que le habían dado por respuesta. Los cuales, pensando en estas palabras y no pudiendo comprender su sentido ni sacar ningún fruto para sus necesidades, como si hubiesen sido burlados, se pusieron en camino para volver; y luego de que hubieron caminado algunas jornadas llegaron a un río sobre el cual había un hermoso puente; y porque una gran caravana de carga con mulas y con caballos estaba pasando tuvieron que esperar hasta tanto que hubiesen pasado. Y habiendo ya pasado casi todos, por acaso hubo un mulo que se espantó, como con frecuencia les sucedía, y no quería de ninguna manera pasar adelante; por la cual cosa, un mulero, cogiendo una estaca, primero con bastante suavidad comenzó a pegarle para que pasase. Pero el mulo, ora de esta parte del camino, ora de aquélla atravesándose, y a veces retrocediendo, de ninguna manera pasar quería; por la cual cosa el mulero, sobremanera airado, comenzó con la estaca a darle los mayores golpes del mundo, ora en la cabeza, ora en los flancos y ora en la grupa; pero todo era inútil. Por lo que Melisso y Josefo, que estaban mirando esta cosa, decían al mulero:
-¡Ah!, desdichado, ¿que haces?, ¿quieres matarlo?, ¿por qué no pruebas a conducirlo bien y tranquilamente? Irá antes que si lo golpeas como estás haciendo.
A quienes el mulero respondió:
-Vosotros conocéis a vuestros caballos y yo conozco mi mulo; dejadme hacerle lo que quiero.
Y dicho esto, comenzó a darle bastonazos, y tantos de una parte y tantos de otra le dio que el mulo pasó adelante, de manera que el mulero se salió con la suya. Estando, pues, los dos jóvenes a punto de seguir, preguntó Josefo a un buen hombre, que estaba sentado al empezar el puente, que cómo se llamaba aquello; al cual el buen hombre repuso:
-Señor, esto se llama el Puente de la Oca.
Lo que, como hubo oído Josefo, se acordó de las palabras de Salomón y le dijo a Melisso:
-Pues te digo, compañero, que los consejos que me ha dado Salomón podrían ser buenos y verdaderos porque muy claramente conozco que no sabía pegar a mi mujer: pero este mulero me ha enseñado lo que tengo que hacer.
De allí a algunos días llegados a Antioquia, retuvo Josefo a Melisso para que descansase algunos días con él; y siendo muy fríamente recibido por su mujer, le dijo que hiciese preparar la cena tal como Melisso le dijera; el cual, como vio que Josefo eso quería, se lo explicó. La mujer, tal como había hecho en el pasado, no como Melisso le había dicho, sino todo lo contrario hizo; lo que viendo Josefo, enojado, dijo:
-¿No se te ha dicho de qué manera debías hacer esta cena?
La mujer, respondiéndole orgullosamente, dijo:
-Pues ¿qué quiere decir esto? ¡Ah! ¡No cenes si no quieres cenar! Si se me dijo de otra manera a mí me ha parecido hacerlo así; si te place, que te plazca; si no, aguántate.
Maravillose Melisso de la respuesta de la mujer y mucho se la reprobó. Josefo, al oír esto, dijo:
-Mujer, sigues siendo lo que eras, pero créeme que te haré cambiar de maneras.
Y volviéndose a Melisso dijo:
-Amigo, pronto vamos a ver qué tal ha sido el consejo de Salomón; pero te ruego que no te sea duro verlo ni pensar que es broma lo que voy a hacer. Y para que no me lo impidas, acuérdate de la respuesta que nos dio el mulero cuando de su mulo nos daba compasión.
Al cual Melisso dijo:
-Yo estoy en tu casa, donde no entiendo separarme de lo que gustes.
Josefo, buscando un bastón redondo de una encina joven, se fue a su alcoba, adonde la mujer, que con cólera se había levantado de la mesa, se había ido rezongando, y cogiéndola por las trenzas la arrojó a sus pies y comenzó a golpearla fieramente con este bastón. La mujer empezó primero a gritar y después a amenazar; pero viendo que con todo Josefo no cejaba, toda dolorida comenzó a pedir merced por Dios para que no la matase, diciendo además que nunca dejaría de hacer su gusto. Josefo, a pesar de todo esto, no cesaba sino que con más furia una vez que la anterior o en el costado o en las ancas o en los hombros golpeándola fuertemente le andaba asentando las costuras, y no se quedó quieto hasta que se cansó; y en resumen, ningún hueso ni ninguna parte quedó en el cuerpo de la buena mujer que machacada no tuviese; y hecho esto, volviéndose con Melisso, dijo:
-Mañana veremos cómo resulta el consejo de «Vete al Puente de la Oca».
Y descansando un tanto y lavándose después las manos, con Melisso cenó y cuando fue hora se fueron a acostar. La pobrecita mujer con gran trabajo se levantó del suelo y se arrojó sobre la cama, donde descansando lo mejor que pudo, a la mañana siguiente, levantándose tempranísimo, hizo preguntar a Josefo que qué quería que hiciese para almorzar. Él, riéndose de aquello junto con Melisso, se lo explicó; y luego, cuando fue hora, al volver, óptimamente todas las cosas y según la orden dada encontraron hechas; por la cual cosa el primer consejo para sus males que habían oído sumamente alabaron. Y luego de algunos días, separándose Melisso de Josefo y volviendo a su casa, a uno que era un hombre sabio le dijo lo que Salomón le había dicho, el cual le dijo:
-Ningún consejo más verdadero ni mejor podía darte. Sabes bien que tú no amas a nadie, y los honores y los favores que haces los haces no por amor que tengas a nadie sino por pompa. Ama, pues, como Salomón te dijo, y serás amado.
Así pues, fue corregida la irascible mujer, y el joven, amando, fue amado.