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El decamerón

Décima Jornada - Narración primera

[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

DÉCIMA JORNADA – NARRACIÓN PRIMERA

Un caballero sirve al rey de España; le parece estar mal recompensado, por lo que el rey, con una prueba evidentísima, le muestra que no es culpa suya, sino de su mala fortuna, recompensándole luego generosamente.

 

Como grandísima gracia, honorables señoras, debo reputar que nuestro rey me haya encargado en primer lugar hablar sobre la magnificencia, la cual, como el sol es hermosura y ornamento del cielo, es claridad y luz de cualquier otra virtud. Contaré, pues, sobre todo una novelita a mi parecer asaz donosa, cuyo recuerdo (con certeza) no podrá ser sino útil.

-Debéis, pues, saber que entre los demás valerosos caballeros que desde hace mucho tiempo hasta ahora ha habido en nuestra ciudad, fue uno, y tal vez el mejor, micer Ruggeri de los Figiovanni; el cual siendo rico y de gran ánimo, y viendo que, considerada la cualidad del vivir y de las costumbres de Toscana, él, quedándose en ella, poco o nada podría demostrar su valor, tomó el partido de irse un tiempo junto a Alfonso, rey de España, la fama de cuyo valor sobrepasaba a la de cualquier otro señor de aquellos tiempos; y muy honradamente equipado de armas y de caballos y de compañía se fue a él en España y graciosamente fue recibido por el rey.

Allí, pues, viviendo micer Ruggeri y espléndidamente viviendo y en hechos de armas haciendo maravillosas cosas, muy pronto se hizo conocer como valeroso. Y habiendo estado allí ya algún tiempo observando mucho las maneras del rey, le pareció que éste, ora a uno, ora a otro daba castillos y ciudades y baronías muy poco discretamente, como dándolas a quien no era digno; y porque a él, que entre los que lo eran se consideraba, nada le era dado, juzgó que mucho disminuía aquello su fama; por lo que deliberó irse de allí y pidió licencia al rey.

El rey se la concedió y le dio una de las mejores mulas que nunca se hubieron cabalgado, y la más hermosa, la cual, por el largo camino que tenía que hacer, fue muy estimada por micer Ruggeri. Después de esto, encomendó el rey a un discreto servidor suyo que, de la manera que mejor le pareciese, se ingeniase en cabalgar la primera jornada con micer Ruggeri de guisa que no pareciese mandado por el rey, y todo lo que dijese de él lo conservara en la memoria de manera que pudiera decírselo luego, y a la mañana siguiente le mandase que volviera a donde estaba el rey. El servidor, estando al cuidado, al salir micer Ruggeri de la ciudad, muy hábilmente se fue acompañándole, diciéndole que venía hacia Italia. Cabalgando, pues, micer Ruggeri en la mula que le había dado el rey, y con aquél de una cosa y de otra hablando, acercándose la hora de tercia, dijo:

-Creo que estaría bien que llevásemos a estercolar a estas bestias.

Y, entrando en un establo, todas menos la mula estercolaron; por lo que, siguiendo adelante, estando siempre el servidor atento a las palabras del caballero, llegaron a un río, y abrevando allí a sus bestias, la mula estercoló en el río. Lo que viendo micer Ruggeri, dijo:

-¡Bah!, desdichado te haga Dios, animal, que eres como el señor que te ha dado a mí.

El servidor se fijó en estas palabras, y como en otras muchas se había fijado caminando todo el día con él, ninguna otra que no fuese en suma alabanza del rey le oyó decir, por lo que a la mañana siguiente, montando a caballo y queriendo cabalgar hacia Toscana, el servidor le dio la orden del rey, por lo que micer Ruggeri incontinenti se volvió atrás. Y habiendo ya sabido el rey lo que había dicho de la mula, haciéndole llamar le preguntó que por qué le había comparado con su mula, o mejor a la mula con él. Micer Ruggeri, con abierto gesto le dijo:

-Señor mío, os asemejáis a ella porque, así como vos hacéis dones a quien no conviene y a quien conviene no los hacéis, así ella donde convenía no estercoló y donde no convenía, sí.

Entonces dijo el rey:

-Micer Ruggeri, el no haberos hecho dones como los he hecho a muchos que en comparación de vos nada son, no ha sucedido porque yo no os haya tenido por valerosísimo caballero y digno de todo gran don; sino por vuestra fortuna, que no me lo ha permitido, en lo que ella ha pecado y yo no. Y que digo verdad os lo mostraré manifiestamente.

A quien Ruggeri repuso:

-Señor mío, yo no me enojo por no haber recibido dones de vos, porque no los deseaba para ser más rico, sino porque vos no habéis testimoniado con nada la estima de mi valor, sin embargo, tengo la vuestra por buena excusa y por honrada, y estoy dispuesto a ver lo que os plazca, aunque os crea sin ninguna prueba.

Lo llevó, entonces, el rey a una gran sala donde, como había ordenado antes, había dos grandes cofres cerrados, y en presencia de muchos le dijo:

-Micer Ruggeri, en uno de estos cofres está mi corona, el cetro real y el orbe y muchos buenos cinturones míos, broches, anillos y otras preciosas joyas que tengo; el otro está lleno de tierra. Coged uno, pues, y el que cojáis será vuestro y podréis ver quién ha sido ingrato hacia vuestro valor, si yo o vuestra fortuna.

Micer Ruggeri, puesto que vio que así agradaba al rey, cogió uno, el cual mandó el rey que fuese abierto, y se encontró que estaba lleno de tierra; con lo que el rey, riéndose, dijo:

-Bien podéis ver, micer Ruggeri, que es verdad lo que os digo de vuestra fortuna; pero en verdad vuestro valor merece que me oponga a sus fuerzas. Yo sé que no tenéis la intención de haceros español, y por ello no quiero daros aquí ni castillo ni ciudad, pero el cofre que la fortuna os quitó, aquél a despecho de ella quiero que sea vuestro, para que a vuestra tierra podáis llevároslo y de vuestro valor con el testimonio de mis dones podáis gloriaros con vuestros conciudadanos.

Micer Ruggeri, cogiéndolo, y dadas al rey aquellas gracias que a tamaño don correspondían, con él, contento, se volvió a Toscana.



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