El decamerón
Décima Jornada - Narración quinta
[Cuento - Texto completo.]
Giovanni BoccaccioDÉCIMA JORNADA – NARRACIÓN QUINTA
Doña Dianora pide a micer Ansaldo un jardín de enero bello como en mayo, micer Ansaldo, comprometiéndose con un nigromante, se lo da; el marido le concede que haga lo que guste micer Ansaldo el cual, oída la liberalidad del marido, la libra de la promesa y el nigromante, sin querer nada de lo suyo, libra de la suya a micer Ansaldo.
-Blandas señoras, nadie dirá con razón que micer Gentile no obró con magnificencia; pero decir que no se pueda con más tal vez no demuestre que se puede más: lo que pienso contaros con una novelita mía.
En el Friuli, lugar, aunque frío alegre con bellas montañas, muchos ríos y claras fuentes, hay una ciudad llamada Udine en la que vivió una hermosa y noble señora llamada doña Dianora y mujer de un gran hombre rico llamado Gilberto, muy amable y de buena índole; y mereció esta señora por su valor ser sumamente amada por un noble y gran barón que tenía por nombre micer Ansaldo Gradense, hombre de alta condición y en las armas y en la cortesía conocido en todas partes. El cual, ardientemente amándola y haciendo todas las cosas que podía para ser amado por ella, y a ello con frecuencia solicitándola con sus embajadas, en vano se cansaba. Y siendo a la señora penosas las solicitaciones del caballero y viendo que, aunque le negase todo lo que él pedía, no por ello dejaba él de amarla ni de solicitarla, con una extraña y a su juicio imposible petición pensó que podría quitárselo de encima; y a una mujer que a ella venía muchas veces de parte de él, dijo un día así:
-Buena mujer, tú me has afirmado muchas veces que micer Ansaldo me ama sobre todas las cosas y maravillosos dones me has ofrecido de su parte; los cuales quiero que se quede con ellos porque por ellos nunca a amarle y a complacerle me llevará. Y si pudiese estar segura de que me ama tanto como decís, sin falta me dejaría ir a amarle y a hacer lo que él quisiese; y por ello, si quisiera asegurarme de ello con algo que voy a pedirle, estaría dispuesta a lo que me ordenase.
Dijo la buena mujer:
-¿Qué es, señora, lo que deseáis que haga?
Repuso la señora:
-Lo que deseo es esto: quiero, en el próximo mes de enero, cerca de esta ciudad, un jardín lleno de verdes hierbas, de flores y de frondosos árboles, no de otra manera hecho que si fuese en mayo; lo cual, si no lo hace, ni a ti ni a nadie envíe más a mí porque, si más me solicitase, tal como yo hasta ahora lo he tenido oculto a mi marido y a mis parientes, así, quejándome a ellos me ingeniaría en quitármelo de encima.
El caballero, oída la petición, y la promesa de su señora, aunque muy difícil cosa y casi imposible de hacer le pareciese, y conociendo que no por otra cosa le había pedido la dama aquello, sino para que abandonase toda esperanza, se propuso, sin embargo, intentar todo aquello que pudiese, y por muchas partes del mundo anduvo mirando si a alguien encontraba que ayuda o consejo le diese; y llegó a dar con uno que, si le pagaba bien, le prometía hacerlo con artes nigrománticas. Con el cual micer Ansaldo, concertándose por una grandísima cantidad de dinero, alegre esperó el tiempo que le habían ordenado; y venido el cual, siendo grandísimos los fríos y todas las cosas llenas de nieve y de hielo, el valeroso hombre en un hermosísimo prado cercano a la ciudad con sus artes hizo de tal manera, la noche a la cual seguía el primer día de enero, que por la mañana apareció, según los que lo veían testimoniaban, uno de los más hermosos jardines que nunca hubo visto nadie, con hierbas y con árboles y con frutos de todas clases.
El cual, como micer Ansaldo, contentísimo, hubo visto, haciendo coger frutos de los más hermosos que había y flores de las más bellas, ocultamente los hizo llevar a su señora, e invitarla a ver el jardín por ella pedido para que por él pudiese conocer que la amaba y recordase la promesa que le había hecho y con juramento sellado, y como mujer leal procurase luego cumplirla.
La señora, vistos las flores y los frutos, y ya habiendo oído hablar a muchos del maravilloso jardín, comenzó a arrepentirse de su promesa; pero con todo su arrepentimiento, como deseosa de ver cosas extrañas, con muchas otras damas de la ciudad fue a ver el jardín, y no sin maravilla alabándolo mucho, más triste que mujer alguna volvió a casa, pensando en aquello a que estaba obligada por ello. Y fue tanto el dolor que, no pudiéndolo esconder bien dentro de sí, hizo que, apareciendo fuera, su marido se diese cuenta; y quiso de todas las maneras que ella le dijese la razón. La señora, por vergüenza, lo calló largo tiempo; por último, obligada, ordenadamente le manifestó todo.
Gilberto, primeramente, oyendo aquello se enfureció mucho; luego, considerando la pura intención de la señora, arrojando fuera de sí la ira, con más discreción, dijo:
-Dianora, no es de prudente ni de honesta mujer escuchar ninguna embajada de las de tal clase, ni negociar bajo ninguna condición la castidad con nadie. Las palabras recibidas en el corazón por los oídos tienen mayor fuerza que muchos juzgan y casi todo les es posible a los amantes. Mal hiciste, pues, primero al escuchar y luego al hacer un trato; pero como conozco la pureza de tu intención, para liberarte de los lazos de la promesa hecha, te concederé lo que tal vez ningún otro haría, induciéndome a ello también el miedo al nigromante, al cual tal vez micer Ansaldo, si le burlases, podría pedir nuestro daño. Quiero que vayas a él y, si de alguna manera puedes, te ingenies en hacer que, conservando tu honestidad, seas liberada de esta promesa; pero si de otro modo no pudiera ser, por esta vez, el cuerpo, pero no el ánimo, concédele.
La mujer, oyendo al marido, lloraba y negaba que tal gracia quisiese de él. A Gilberto, por mucho que su mujer se negase, plugo que fuese así, por lo que, venida la siguiente mañana, al salir la aurora, sin demasiado adornarse, con dos de sus servidores delante y con una camarera detrás, se fue la señora a casa de micer Ansaldo. El cual, al oír que su señora había venido a verle, se maravilló fuertemente, y levantándose y haciendo llamar al nigromante, le dijo:
-Quiero que veas qué gran bien me ha hecho conseguir tu arte.
Y saliendo a su encuentro, sin entregarse a ningún desordenado apetito con reverencia la recibió honestamente, y en una hermosa cámara con un gran fuego entraron todos; y haciéndola sentar, dijo:
-Señora, os ruego, si el largo amor que os he tenido merece algún galardón, que no os moleste decirme la verdadera razón que a tal hora os ha hecho venir y con tal compañía.
La señora, vergonzosa y casi con las lágrimas en los ojos, repuso:
-Señor, ni amor que os tenga ni palabra dada me traen aquí, sino la orden de mi marido, el cual, teniendo más respeto a los trabajos de vuestro amor que a su honra y la mía, me ha hecho venir aquí, y por orden suya estoy dispuesta por esta vez a hacer lo que os agrade.
Micer Ansaldo, si primero se maravilló, oyendo a la señora mucho más comenzó a maravillarse, y conmovido por la liberalidad de Gilberto, su ardor en compasión comenzó a cambiar y dijo:
-Señora, no plazca a Dios, puesto que así es como vos decís, que sea yo quien manche el honor de quien tiene compasión de mi amor; y por ello, el estar aquí vos, cuanto os plazca, no será sino como si fueseis mi hermana, y, cuando sea de vuestro agrado, libremente podéis iros, a condición de que a vuestro marido, por tanta cortesía como ha sido la suya, deis las gracias que creáis convenientes, teniéndome a mí siempre en el porvenir por amigo y por servidor.
La señora, oyendo estas palabras, más contenta que nunca, dijo:
-Nada podía hacerme creer, teniendo en consideración vuestras costumbres, que otra cosa debiera seguirse de mi venida sino lo que veo que hacéis; por lo que os estaré siempre obligada.
Y despidiéndose, honrosamente acompañada volvió con Gilberto y le contó lo que sucedido le había; de lo que se siguió una estrechísima y leal amistad entre él y micer Ansaldo. El nigromante, a quien micer Ansaldo se aprestaba a dar la prometida recompensa, vista la liberalidad de Gilberto para con micer Ansaldo y la de micer Ansaldo con la señora, dijo:
-No quiera Dios que, después de haber visto a Gilberto ser liberal con su honra y a vos con vuestro amor, no sea yo también liberal con mi recompensa; y por ello, sabiendo que os corresponde a vos, entiendo que sea vuestra.
El caballero se avergonzó y se ingenió todo lo que pudo en hacérsela tomar toda o en parte; pero luego de cansarse en vano, habiendo el nigromante hecho desaparecer su jardín después del tercer día y queriendo irse, le dejó irse con Dios; y apagado en el corazón el concupiscente amor, por la mujer quedó encendido en honesto afecto.
¿Qué diremos aquí, amorosas señoras? ¿Antepondremos la casi muerta señora y el amor entibiecido por la débil esperanza a esta liberal conducta de micer Ansaldo, que más ardientemente que nunca amaba y de más esperanza encendido que nunca estaba teniendo en sus manos la presa tan perseguida? Necia cosa me parecería creer que aquella liberalidad pudiera compararse a esta.