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El desengaño amado

[Cuento - Texto completo.]

María de Zayas

En la imperial ciudad de Toledo, silla de reyes, y corona de sus reinos, como lo publica su hermosa fundación, agradable sitio, nobles caballeros y hermosas damas, hubo no ha muchos años un caballero cuyo nombre será don Fernando.

Nació de padres nobles y medianamente ricos, y él por sí tan galán, alentado y valiente que si no desluciera estas gracias de naturaleza con ser mucho más inclinado a travesuras y vicios que a virtudes, pudiera ser adorno, alabanza y grandeza de su patria. Desde su tierna niñez procuraron sus padres criarle e instruirle con las costumbres que requieren los ilustres nacimientos para que lleven adelante la nobleza que heredaron de sus pasados; mas estos virtuosos estilos eran tan pesados para don Fernando, como quien en todo seguía su traviesa inclinación, sin vencerse en nada; y más que al mejor tiempo le faltó su padre, con que don Fernando tuvo lugar de dar más rienda a sus vicios.

Gastó en esto alguna parte de su patrimonio, falta que se veía mucho, como no era de los más abundantes de su tierra. En medio de estos vicios y distraimiento de nuestro caballero, le sujetó amor a la hermosura, donaire y discreción de una dama que vivía en Toledo medianamente rica y sin comparación hermosa, cuyo nombre será doña Juana. Sus padres, habiendo pasado de esta a mejor vida, la habían dejado encomendada a solo su valor, que en Toledo no tenían deudos, por ser forasteros.

Era doña Juana de veinte años, edad peligrosa para la perdición de una mujer, por estar entonces la bella vanidad y locura aconsejadas con la voluntad, causa por que no escuchando a la razón ni al entendimiento, se dejen cautivar de deseos livianos. Dejábase doña Juana servir y galantear de algunos caballeros mozos, pareciéndole tener por esta parte más seguro su casamiento.

De esta dama se aficionó don Fernando con grandes veras; solicitole la voluntad con papeles, músicas y presentes, balas que asestan luego los hombres para rendir las flacas fuerzas de las mujeres.

Miraba bien doña Juana a don Fernando y no le pesaba verse querida de un caballero tan galán y tan noble, pareciéndole que si le pudiese obligar a ser su marido, sería felicísimamente venturosa, puesto que no ignoraba sus travesuras, y decía, como dicen algunas (dicen mal), que eran cosas de mozos; porque el que no tiene asiento a los principios poco queda que aguardar a los fines.

Era don Fernando astuto y conocía que no se había de rendir doña Juana menos que casándose, y así daba muestras de desearlo, diciéndolo a quien le parecía que se lo diría, en particular a las criadas, las veces que hallaba ocasión de hablarlas.

La dama era asimismo cuerda, y para amartelarle más se hacía de temer, obligándole con desdenes a enamorarse más, pareciéndole que no hay tal cebo para la voluntad como las asperezas, las cuales sentía don Fernando sobre manera, o porque si al principio empezó de burlas ya la quería de veras, o por haber puesto la mira en rendirla; y le debía de parecer que perdía de su punto si no vencía su desdén, y más conociendo de su talle ser poderoso para rendir cualquiera belleza.

Una noche del verano con otros amigos le trajo amor, como otras, a su calle, les pidió que cantasen, y obedeciendo los músicos cantaron:

De dos premios que ha querido
Dar amor a un desdichado,
Mayor que ser olvidado
Es el ser aborrecido;
Que el que olvida, aquel olvido
En amor puede volver;
Mas quien llega a aborrecer,
Cuando se venga a acordar,
Será para maltratar,
Que no para bien querer.
El olvido es privación
De la memoria importuna,
Consiste en mala fortuna;
Pero no es mala intención:
Mas quien ciego de pasión,
Contra la ley natural,
Aborrece en caso igual,
Más que olvido es el desdén,
Pues sobre no querer bien,
Está deseando mal.
Y si en fin aborrecer
Es agraviar, bien se infiere,
Que el que ingrato aborreciere,
Está cerca de ofender:
Y si hay quien quiera querer
Ser antes aborrecido,
Tome por suyo el partido;
Que si me han de maltratar,
Por no verme despreciar
Quiero anegarme en olvido.

No cantó don Fernando con tan poco acierto estas décimas, si bien dichas sin propósito, pues hasta entonces no podía juzgar de la voluntad de su dama si se inclinaba a quererle, si a aborrecerle, que no hallasen lugar en su pecho sus gracias, que a caer sobre menos travesuras lucieran mucho. Mas ya determinada a favorecerle, se dejó ver, que hasta entonces había oído la música encubierta, y dio a entender con palabras que había estimado sus versos, asistiendo al balcón mientras se cantaron.

Y con el favor que doña Juana hizo a don Fernando aquella noche, se partió el más contento que imaginar se puede, pareciéndole que para ser el primero no había negociado mal respecto del desdén con que siempre le había tratado; y continuando sus paseos y perseverando en su amor, acrecentando los regalos, vino a granjear de suerte la voluntad de la dama que ya era la enamorada y perdida, y don Fernando el que se dejaba amar y servir (condición de hombre amado y ventura de mujer rendida), porque aunque don Fernando quería bien a doña Juana, no de suerte que se rematase ni dejase por su amistad las demás ocasiones.

Venció don Fernando y rindiose doña Juana, y no es maravilla, pues se vio obligar con la palabra que le dio de ser su esposo, oro con que los hombres disimulan la píldora amarga de sus engaños.

Vivía la madre de don Fernando, y este fue el inconveniente que puso para no casarse luego, diciendo que temía disgustarla y que por no acabarla del todo a fuerza de disgustos era necesario disimular hasta mejor ocasión.

Creyole doña Juana y de esta suerte sufría con gusto las excusas que le daba, pareciéndole que ya lo más estaba granjeado, que era la voluntad de don Fernando, con la cual se aseguraba de cuantos temores se le ofrecían mientras la fortuna se inclinaba a favorecerla, o porque ya no podía vivir sin su amante, que era lo más cierto.

En esta amistad pasaron seis meses, dándola don Fernando cuanto había menester y sustentándole la casa como pudiera la de su misma mujer, porque con tal intento era admitido.

En este tiempo que doña Juana amaba tan rendida, y don Fernando amaba como poseedor, y ya la posesión le daba enfado, sucedió que una amiga de doña Juana, mujer de más de cuarenta y ocho años, si bien muy agraciada y gallarda y que aún no tenía perdida la belleza que en la mocedad había alcanzado, animándolo todo con grandísima cantidad de hacienda que tenía y había granjeado en Roma, Italia y otras tierras que había corrido, siendo calificada en todas ellas por grandísima hechicera, aunque esta habilidad no era conocida de todos, porque jamás la ejercitaba en favor de nadie sino en el suyo, por cuya causa también doña Juana la ignoraba, si bien por las semejanzas no tenía entera satisfacción de Lucrecia, que ese era el nombre de esta buena señora, porque era natural de Roma, mas tan ladina y españolizada como si fuera nacida y criada en Castilla.

Esta pues, como era muy familiar en casa de doña Juana, con quien se daba por amiga, se enamoró de don Fernando, tanto como puede considerar quien sabe lo que es voluntad favorecida del trato, pues no era este el primer lance que en este particular Lucrecia había tenido.

Procuró que su amante supiese su amor, continuando las visitas a doña Juana y el mirar tierno a don Fernando, del cual no era entendida, porque le parecía que ya Lucrecia no estaba en edad para tratar de galantería ni amores.

Ella, que ya amaba a rienda suelta, viendo el poco cuidado de don Fernando y el mucho de doña Juana, que sin sospecha de su traición era estorbo de su deseo, porque como amaba no se apartaba de la causa de su amor, se determinó la astuta Lucrecia a escribir un papel, del cual prevenida hasta hallar ocasión, aguardó tiempo, lugar y ventura, que hallándole, se le dio, el cual decía así:

«Disparate fuera el mío, señor don Fernando, si pretendiera apartaros del amor de doña Juana, entendiendo que no había de ser vuestra mujer; mas viendo en vuestras acciones y en los entretenimientos que traéis que no se extiende vuestra voluntad más que a gozar de su hermosura, he determinado descubriros mi afición: yo os amo desde el día que os vi, que un amor tan determinado como el mío no es menester decirle por rodeos; hacienda tengo con que regalaros; de esta y de mí seréis dueño: con que os digo cuanto sé y quiero.

Lucrecia.»

Leyó don Fernando el papel, y como era vario de condición, aceptó el partido que le hacía acudiendo desde el mismo día a su casa, no dejando por esto de ir a la de doña Juana, disfrazando sus visitas para con Lucrecia, que le quisiera quitar de todo punto de ellas con sus obligaciones.

Doña Juana, que por las faltas que hacía su amante y haber visto en Lucrecia acciones de serlo, y también en verla retirada de su casa, sospechando lo mismo que era, dio en seguirle y escudriñar la causa: a pocos lances descubrió toda la celada y supo con la frecuencia que Lucrecia le daba hacienda para que gastase y destruyese: tuvo sobre esto la dama con su ingrato dueño muchos disgustos, mas todos sirvieron de hacerse más pesada, más enfadosa y menos querida; porque don Fernando no dejaba de hacer su gusto ni la pobre señora de atormentarse, la cual viendo que no servían los enojos más que de perderle, tomó por partido el disimular hasta ver si conseguía su amor el fin que deseaba, que no vivía sin don Fernando, cuya tibieza le traía sin juicio.

Lucrecia se valía de más eficaces remedios, porque acontecía estar el pobre caballero en casa de doña Juana, y sacarle de ella, ya vestido, ya desnudo, como lo hallaba el engaño de sus hechizos.

Viendo en fin doña Juana cuán de caída iban sus cosas, quiso hacerle guerra con las mismas armas, pues las de su hermosura ya podían tan poco: y andando inquiriendo quién le ayudaría en esta ocasión, no faltó una amiga que le dio noticia de un estudiante que residía en la famosa villa de Alcalá, tan ladino en esta facultad que solo en oírle se prometió dichoso fin.

Y para que los terceros no dilatasen su suerte, quiso ser ella la mensajera de sí misma; para lo cual (fingiendo haber hecho una promesa), alcanzada la licencia de don Fernando, que no le fue muy dificultoso alcanzar, para hacer una novena al glorioso san Diego en su santo sepulcro, se metió en un coche y fue a buscar lo que le pareció que sería su remedio, con cartas de la persona que le dio nuevas del estudiante; del cual, como llegó a Alcalá y a su casa, fue recibida con mucho agrado, porque con las cartas le puso en las manos veinte escudos.

Contole sus penas la afligida señora, pidiéndole su remedio: a lo cual respondió el estudiante que, cuanto a lo primero, era menester saber si se casaría con ella, y que después entraría el apremiarle a que lo hiciese; y para esto le dio dos sortijas de unas piedras verdes y la dijo que se volviese a Toledo, y que aquellos anillos los llevase guardados y que no los pusiese hasta que don Fernando la fuese a ver, y en viéndole entrar los pusiese en los dedos, las piedras a las palmas, y tomándole las suyas le tratase de su casamiento; y que advirtiese en la respuesta que le daba, que él sería con ella dentro de ocho días y le diría lo que había de hacer en esto; mas que le advertía que se quitase luego los anillos y los guardase como los ojos, porque los estimaba en más que un millón.

Con esto, dejándole memoria de su casa y nombre, para que no errase cuando la fuese a buscar, la más contenta del mundo se volvió a Toledo.

Así como llegó avisó a don Fernando de su venida, el cual recibió esta nueva con más muestras de pesar que gusto, si bien el estar cargado de obligaciones le obligó a disimular su tibieza, y así fue luego a verla por no darle ocasión para que tuviese quejas.

Pues viendo doña Juana lo que le ofrecía su fortuna, y poniéndose luego sus anillos, conforme a la orden que tenía, tomó las manos a don Fernando y entre millares de caricias le empezó a decir que cuándo había de ser el día en que pudiese ella gozarle en servicio de Dios. A esto respondió don Fernando que si pensara no dar disgusto a su madre aquella misma noche la hiciera suya; mas que el tiempo haría lo que le parecía que estaba tan imposible.

Con esta respuesta, y quedarse allí aquella noche, le pareció a doña Juana que ya estaba la fortuna de su parte y que don Fernando era ya su marido: quitose sus sortijas y dióselas a la criada que las guardase. La fregona, que las vio tan lindas y lucidas, púsoselas en las manos, sacó agua del pozo, fregó y otro día las llevó al río, dando pavonada con estas, no solo este mas todos los otros que faltaban hasta venir el estudiante, quitándolas solo para ir delante de su señora porque no las viera.

Al cabo de este tiempo vino el estudiante a Toledo y fue bien recibido de doña Juana, la cual, después de haberle regalado, le volvió sus sortijas y le dijo lo que don Fernando había respondido. El estudiante, agradecido a todo, se partió otro día, dejándole dicho que él miraría con atención su negocio y la avisaría qué fin había de tener.

Mas apenas salió el miserable una legua de Toledo cuando los demonios que estaban en las sortijas se le pusieron delante y derribándole de la mula le maltrataron, dándole muchos golpes, tantos, que poco le faltaba para rendir la vida. Decíanle en medio de la fuga:

—Bellaco, traidor, que nos entregaste a una mujer que nos puso en poder de su criada, que no ha dejado río ni plaza donde no nos ha traído, sacando agua, fregando con nosotros: de todo esto eres tú el que tienes la culpa, y así serás el que lo has de pagar. ¿Qué respuesta piensas darle? ¿Piensas que se ha de casar con ella? No por cierto, porque juntos como están acá están ardiendo en los infiernos, y de esa suerte acabarán sin que ni tú ni ella cumpláis vuestro deseo.

Y diciendo esto le dejaron ya por muerto hasta otro día por la mañana que unos panaderos que venían a Toledo le hallaron ya casi espirando, y movidos de compasión le pusieron en una mula y le trajeron a la ciudad, y pusieron en la plaza para ver si lo conocía alguna persona, porque el pobre no estaba para decir quién era ni dónde lo habían de llevar.

Acertó en este tiempo a ir la criada de doña Juana a comprar de comer y al punto le conoció, con cuyas nuevas fue luego a su señora, que en oyéndolo tomó su manto y se fue a la plaza, y como le conoció, le mandó llevar a su casa para hacerle algunos remedios.

Hízolo así, y acostándole en su cama y llamando los médicos, le hicieron tal cura que mediante ella fue Dios servido que volviese en sí. El cual, en el tiempo que duró su mal, contó a doña Juana la causa de él y la respuesta que los demonios le habían dado de su negocio.

Causó en la dama tal temor el decirle que estaba en el infierno como en el mundo que bastó para irla desapasionando de su amor, y desapasionada miró su peligro y así procuró remediarle, tomando otro camino diferente del que hasta allí había llevado.

Sanó el estudiante de su enfermedad, y antes de partirse a su tierra le pidió doña Juana que, pues su saber era tanto, que le ayudase a su remedio. A lo cual el mozo agradecido le prometió hacer cuanto en su mano fuese.

Es pues el caso que al tiempo que don Fernando se enamoró de ella, la servía y galanteaba un caballero genovés, hijo de un hombre muy rico que asistió en la corte, que con sus tratos y correspondencias en toda Italia había alcanzado con grandes riquezas el título de caballero para sus hijos. Era segundo, y su padre tenía otro mayor y dos hijas, la una casada en Toledo y la otra monja.

Pues este mancebo, cuyo nombre era Octavio, que por gozar de la vista de doña Juana lo más del tiempo asistía en la ciudad con sus hermanas, y su padre lo tenía por bien, respecto del gusto que ellas tenían con su vista; como a los principios, por no haber entrado don Fernando en la pretensión, se había visto más favorecido; y después que doña Juana cautivó su voluntad, le empezase a dar de mano, y Octavio supiese que él era la causa de no mirarle bien su dama, determinó de quitarle de en medio; y así, una noche que don Fernando con otros amigos estaba en la calle de doña Juana, salió a ellos con otros que le ayudaron y tuvieron unas crueles cuchilladas, de las cuales salieron de una y otra parte algunos heridos.

Octavio desafió a don Fernando, el cual ya en este tiempo gozaba a doña Juana con palabra de esposo: pues como la dama supo el desafío, temerosa de perder a don Fernando, escribió un papel a Octavio diciéndole que el mayor extremo de amor que podía hacer con ella era guardar la vida de su esposo más que la suya misma, porque hiciese cuenta que la suya no se sustentaba sino con ella, y otras razones tan discretas y sentidas, de que el enamorado Octavio recibió tanta pasión que le costó muchos días de enfermedad.

Y para guardar más enteramente el gusto y orden de doña Juana, después de responder a su papel mil ternezas y lástimas, le dio también palabra de guardarle, como vería por la obra, y esta misma tarde, vestido de camino, dijo a doña Juana viéndola en un balcón, casi con lágrimas en los ojos:

—Ingrata mía, basilisco hermoso de mi vida, adiós para siempre.

Y dejando con esto a Toledo se fue a Génova, donde estuvo algunos días, y de allí se pasó a servir al rey en el reino de Nápoles.

Pues como doña Juana, dando crédito a lo que el estudiante le decía y pareciéndole que si Octavio volviera a España sería el que le estaría más a propósito para ser su marido, así, dando cuenta al estudiante de esto, le pidió, obligándole con las dádivas, a que le hiciese venir con sus conjuros y enredos.

El estudiante, escarmentado de la pasada burla, la respondió que él no había de hacer en eso más de decirle lo que había de hacer para que consiguiese su deseo, y que dentro de un mes volvería a Toledo y que conforme le sucediese, le pagaría.

Diole con esto un papel y ordenole que todas las noches se encerrase en su aposento e hiciese lo que decía; con esto se volvió a Alcalá, dejando a la dama instruida en lo que había de hacer, la cual, por no perder tiempo, desde esta misma noche empezó a ejercer su obra.

Tres serían pasadas, cuando (o que las palabras del papel tuviesen la fuerza que el estudiante había dicho, o que Dios, que es lo más cierto, quiso con esta ocasión ganar para sí a doña Juana) estando haciendo su conjuro con la mayor fuerza que sus deseos la obligaban, sintiendo ruido en la puerta, puso los ojos en la parte donde sonó el rumor y vio entrar por ella cargado de cadenas y cercado de llamas de fuego a Octavio, el cual la dijo con espantosa voz:

—¿Qué me quieres, doña Juana? ¿No basta haber sido mi tormento en vida, sino en muerte? Cánsate ya de la mala vida en que estás, teme a Dios y la cuenta que has de dar de tus pecados y distraimientos, y déjame a mí que estoy en las mayores penas que puede pensar una miserable alma que aguarda en tan grandes dolores la misericordia de Dios; porque quiero que sepas que, dentro de un año que salí de esta ciudad, fue mi muerte saliendo de una casa de juego, y quiso Dios que no fuese eterna. Y no pienses que he venido a decirte esto por la fuerza de tus conjuros, sino por particular providencia y voluntad de Dios que me mandó que viniese a avisarte que si no miras por ti, ¡ay de tu alma!

Diciendo esto, volvió a sus gemidos y quejas, arrastrando sus cadenas, y se salió de la sala, dejando a doña Juana llena de temor y penas, no de haber visto a Octavio sino de haberle oído tales razones, teniéndolas por avisos del cielo, pareciéndole que no estaba lejos su muerte, pues tales cosas le sucedían.

Considerando pues esto, y dando voces a sus criadas, se dejó caer en el suelo, vencida de un cruel desmayo; entraron a los gritos, no solo las criadas mas las vecinas, y aplicándole algunos remedios tornó en sí para de nuevo volver a su desmayo, porque apenas se le quitaba uno cuando le volvía otro, y de esta suerte, ya sin juicio, ya con él, pasó la noche sin atreverse las que estaban con ella a dejarla.

Vino en estas confusiones el día sin que doña Juana tuviese más alivio, aunque a pura fuerza la habían desnudado y metido en la cama; y como era de día, vino don Fernando tan admirado de su mal cuanto lastimado de él; y sentándose sobre su cama, le preguntó la causa y asimismo qué era lo que sentía.

A lo cual la hermosa doña Juana (siendo mares de llanto sus ojos) le contó cuanto le había sucedido, así con el estudiante como con Octavio, sin que faltase un punto en nada, dando fin a su plática con estas razones:

—Yo, señor don Fernando, no tengo más de una alma, y esa perdida, no sé qué me queda más que perder: los avisos del cielo ya pasan de uno, no será razón aguardar a cuando no haya remedio: yo conozco de vuestras tibiezas, no solo que no os casaréis conmigo, mas que la palabra que me disteis no fue más de por traerme a vuestra voluntad; dos años ha que me entretenéis con ella sin que haya más novedad mañana que hoy: yo estoy determinada de acabar mi vida en religión, que según los preludios que tengo no durará mucho, y no penséis que por estar defraudada de ser vuestra mujer escojo este estado, que os doy mi palabra que aunque con gusto vuestro y de vuestra madre quisiérades que lo fuera, no aceptara tal, porque desde el punto que Octavio me dijo que mirase por mi alma, propuse de ser esposa de Dios y no vuestra; así lo he prometido, y lo que solo quiero de vos es que, atento a las obligaciones que me tenéis, supuesto que mi hacienda es tan corta que no bastará a darme el dote y lo demás que es necesario, me ayudéis con lo que faltare y negociéis mi entrada en la Concepción, que este sagrado elijo para librarme de los trabajos de este mundo.

Calló doña Juana, dejando a los oyentes admirados y a don Fernando tan contento que diera la misma vida en albricias (tal le tenían los embustes de Lucrecia), y abrazando a doña Juana y alabando su intento, y prometiendo hacer en eso mil finezas, se partió a dar orden en su entrada en el convento, la cual se concertó en mil ducados, que los dio don Fernando con mucha liberalidad, con los demás gastos de ajuar y propinas; porque otros mil que hizo doña Juana de su hacienda los puso en renta para sus niñerías, y pagando a sus criadas y dándoles sus vestidos y camisas que repartió con ellas junto con las demás cosas de la casa, antes de ocho días se halló con el hábito de religiosa, la más contenta que en su vida estuvo, pareciéndole que había hallado refugio adonde salvarse, y que escapando del infierno se hallaba en el cielo.

Libre ya don Fernando de esta carga, acudió a casa de Lucrecia con más puntualidad, y ella, viéndole tan suyo y que ya estaba libre de doña Juana, no apretaba tanto la fuerza de sus embustes, pareciéndole que bastaba lo hecho para tenerle asido con su amistad, con lo cual don Fernando tuvo lugar de acudir a las casas de juego, donde jugaba y gastaba largo.

De esta suerte se halló en poco tiempo con muchos ducados de deuda, pareciéndole que con la muerte de su madre se remediaría todo, creyendo que según su edad no duraría mucho. La cual, sabiendo que ya estaba libre de doña Juana, cuyos sucesos no se le encubrían, trató de casarle, creyendo que esto sería parte para sosegarle.

Con el parecer de don Fernando, que, como he dicho, no estaba tan apretado de los hechizos de Lucrecia, viendo que ya no tenía a quién temer, puso la mira en una dama de las hermosas que en aquella sazón se hallaban en Toledo, cuyas virtudes corrían parejas con su entendimiento y belleza.

Esta señora, cuyo nombre es doña Clara, era hija de un mercader que con su trato calificaba su riqueza, por llegar con él no solo a toda España sino pasar a Italia y a las Indias. No tenía más hijos que a doña Clara, y para ella, según decían, gran cantidad de dinero, si bien en eso había más engaño que verdad, porque el tal mercader se había perdido, aunque para casar su hija conforme su merecimiento disimulaba su pérdida.

En esta señora, como digo, puso la madre de don Fernando los ojos, y en ella los tenía asimismo puestos un hijo de un título, y no menos que el heredero y mayorazgo, no con intento de casarse sino perdido por su belleza, y ella le favorecía, que ni en Toledo alcanzaba fama de liviana ni tampoco la tenía de cruel. Dejábase pasear y dar músicas, estimar y engrandecer su belleza, mas jamás dio lugar a otro atrevimiento, aunque el marqués (que por este título nos entenderemos) facilitara en más su virtud que su riqueza.

Puso en fin la madre de don Fernando terceros nobles y muy cuerdos para el casamiento de su hijo, y fue tal su suerte que no tuvo mucha dificultad en alcanzarlo del padre de la dama; y ella, como no estimaba al marqués en nada, por conocer su intento, dio luego el sí, con que hechos los conciertos, precediendo las necesarias diligencias, se desposó con don Fernando, dándole luego el padre de presente seis mil ducados en dinero, porque lo demás dijo estar empleado: y que pues no tenía más hijos que a doña Clara, cosa forzosa era ser todo para ella. Contentose don Fernando, por tapar con este dinero sus trampas y trapazas, entrando en poder del lobo la cordera, que así lo podemos decir.

Dentro de un mes de casada doña Clara, vio su padre que era imposible cumplir la promesa que le había hecho a su hija, y juntando lo más que pudo después de los seis mil ducados que dio, se ausentó de Toledo y se fue a Sevilla donde se embarcó para las Indias, dejando por esta causa metida a su hija en dos mil millares de disgustos; porque como don Fernando se había casado con ella por solo el interés y los seis mil ducados se habían ido en galas y cosas de casa, y pagar las deudas en que sus vicios le habían puesto, a dos días sin dinero salió a plaza su poco amor, y fue trocando el que había mostrado, que era poco, en desabrimiento y odio declarado, pagando la pobre señora el engaño de su padre; si bien la madre de don Fernando, viendo su inocencia y virtud, volvía por ella y le servía de escudo.

Supo Lucrecia el casamiento de don Fernando a tiempo que no lo pudo estorbar, y por estar ya hecho y por vengarse, usando de sus endiabladas artes, dio con él en la cama, atormentándole de manera que siempre le hacía estar en un ay, sin que en más de seis meses que le duró la enfermedad se pudiese entender de dónde le procedía ni le sirviesen los continuos remedios que se hacían.

Hasta que, viendo esta Circe que el tenerle así más servía de perderle que de vengarse, dejó de atormentarle, con lo que don Fernando empezó a mejorar: mas mudando la traidora de intento, encaminó sus cosas a que aborreciese a su mujer, y fue de suerte que, estando ya bueno, tornó a su acostumbrada vida, pasando lo más del tiempo con Lucrecia.

El marqués, desesperado de ver a doña Clara casada, también había pagado con su salud su pena, y ya mejor de sus males, aunque no de su amor, tornó de nuevo a servir y solicitar a doña Clara, y ella a negarle de suerte sus favores que ni aun verla era posible, con cuyos desdenes se aumentaba más su fuego.

En este tiempo murió la madre de don Fernando, perdiendo en ella doña Clara su escudo y defensa y don Fernando el freno que tenía para tratarla tan ásperamente como de allí adelante hizo, porque se pasaban los días y las noches sin ir a su casa, ni aun a verla, lo cual sentía la pobre señora con tanto extremo que no había consuelo para ella, y más cuando supo la causa que traía a su marido sin juicio.

No ignoraba el marqués lo que doña Clara pasaba, mas era tanta su virtud y recogimiento que jamás podía alcanzar de ella ni que recibiese un papel ni una joya, con ser su necesidad bien grande; porque las deudas de don Fernando, los juegos y el poco acudir a granjear su hacienda, la fue acabando de suerte que no había quedado nada, tanto que ya se atrevía a sus joyas y vestidos, sustentando dos niñas, que en el discurso de cuatro años que había que estaba casada tenía, y una criada con el trabajo de sus manos, porque don Fernando no acudía a nada: y con todo no pudieron alcanzar de ella sus amigas ni su criada que recibiese algunos regalos que el marqués le enviaba con ellas; antes a cuanto acerca de esto le decían daba por respuesta que la mujer que recibía cerca estaba de pagar.

Pasando todo este tiempo, la justicia, de oficio, como era público el amancebamiento de don Fernando y Lucrecia, dio en buscarle, siguiéndole a él los pasos. No faltó quien dio de esto aviso a Lucrecia, la cual no tuvo otro remedio sino poner tierra en medio; y tomando su hacienda, acompañada de su don Fernando, que ya había perdido de todo punto la memoria de su mujer e hijas, se fue a Sevilla, adonde vivían juntos, haciendo vida como si fueran marido y mujer.

Sintió doña Clara este trabajo como era razón, tanto que fue milagro no perder la vida si no la guardara Dios para mayores extremos de virtud, la cual estuvo sin saber de su marido más de año y medio, pasando tantas necesidades que llegó a no tener criada, sino puesta en traje humilde, además de trabajar de día y de noche para sustentarse a sí y sus dos niñas, se vio obligada a ir ella misma a llevar y traer la labor a una tienda.

Sucedió en este tiempo hallarse velando una noche para acabar un poco de labor que se había de llevar a la mañana, y forzada del amor, del dolor, de la tristeza y soledad, o lo más cierto, por no dejarse vencer del sueño, cantó así:

Fugitivo pajarillo
Que por el aire te vas,
Inconstante a mis finezas,
Ingrato a mi voluntad:
Si estuvieras por la tuya
Prendado, no hay que dudar,
Que una prisión tan suave
Pudiera cansar jamás.
Nunca presumí ignorancias,
Porque de saber amar,
Supe conocer tu amor,
Agradecido no más.
Jamás se engaña quien ama,
Aunque se deja engañar,
Que amor también en su corte
Razones de estado da.
¿Qué puede hacer el que adora,
Aunque sepa que le dan
Disimulado el veneno,
Sino beber y callar?
Dejé engañar mis temores,
Aunque conocí mi mal;
Pero como tú fingías,
Te cansaste de engañar.
Tan remontado te miro,
Tan tibio y tan desleal,
Que aunque el reclamo te llama,
No lo quieres escuchar.
Escucha, pájaro libre,
Las ternezas con que está
Llamándote en tono triste,
Oye las voces que da.
Pajarillo lisonjero,
Vuelve, vuelve, ¿dónde vas?
A la jaula de mi pecho,
Ten de mis penas piedad.
Cuando me miras cautivo,
Pretendes tu libertad,
Paga prisión con prisión,
Y así perfecto serás.
En lágrimas de mis ojos,
Que son por tu causa un mar,
Hallarás tierno bebida,
Sin que te pueda faltar.
Mi corazón por comida,
Por cárcel mi libertad,
Y por lazos estos brazos,
Que ya aguardando te están.
Huyes sin oír mis quejas,
Plega a Dios que donde vas,
Como me tratas te traten,
Sin que te quieran jamás.
Que yo llorando mi engaño
La vida pienso acabar,
Sintiendo en tus sinrazones,
Mi muerte y tu libertad.
Esto dijo a un pajarillo,
Que de su prisión se va,
Un pecho de amor herido,
Una firmeza leal.
Y al fin de sus tristes quejas,
Instrumento sin templar,
Cantó a su pájaro libre,
Que fugitivo se va:
Pájaro libre, tú te perderás,
Que el regalo que dejas no le hallarás.

Era baja la sala en que estaba doña Clara y correspondía una reja a la calle, a la cual estaba escuchando don Sancho, que este es el nombre del marqués su amante: pues como oyese las quejas, y en un corazón que ama es aumentar su pena oír la pena de otros, tan enternecido como amante, porque le tocaban en el alma los pesares de doña Clara, llamó a la reja, a cuyo ruido la dama alterada preguntó quién era.

—Yo soy, hermosa Clara —dijo don Sancho—, yo soy, escúchame una palabra: ¿quién quieres que sea, o quién te parece que podía ser sino el que te adora, y estimando tus desdenes por regalados favores, anima con esperanzas su vida?

—No sé de qué las podéis tener, señor don Sancho —dijo doña Clara—, ni quién os las da, pues después que me casé no he dado lugar ni a vuestros deseos ni a quién los ha solicitado, para que vivan animados; y si os fiais en la cortesía con que antes de tener marido me dejé servir de vos, advertid que aquella fue galantería de doncella, que sin ofensa de su honor pudo, ya que no amar, dejarse amar. Yo tengo dueño; justo o injusto, el cielo me lo dio; mientras no me lo quitare le he de guardar la fe que prometí; supuesto esto, si me queréis, la mayor prueba que haré de este amor será que excuséis lo que la vecindad puede decir de un hombre poderoso y galán como vos, pasear las puertas de una mujer moza y sin marido, y mas no ignorando la ciudad mi necesidad, pues creerán que habéis comprado con ella mi honor.

—Esto quiero yo remediar, hermosa Clara —dijo don Sancho—, sin otro interés que el haber sido el remedio de vuestros trabajos. Servíos de recibir mil escudos, y no me hagáis otro favor que yo os doy palabra, como quien soy, de no cansaros más.

—No hay deudas, señor don Sancho —respondió doña Clara—, que mejor se paguen que las de la voluntad, efecto de ella es vuestra largueza; yo ni me tengo de fiar de mí misma ni obligarme a lo que nunca he de poder pagar. Yo tengo marido, él mirará por mí y por sus hijas, y si no lo hiciere, con morir, ni yo puedo hacer más, ni él me puede pedir mayor fineza.

Con esto cerró la ventana, dejando a don Sancho más amante y más perdido, sin que dejase por esto de perseverar en su amor ni ella en su virtud.

Año y medio había pasado desde que don Fernando se ausentó de Toledo sin que se supiese dónde estaba, hasta que viniendo a Toledo unos caballeros que habían ido a Sevilla a ciertos negocios, dijeron a doña Clara cómo le habían visto en aquella ciudad: nuevas de tanta estima para doña Clara que no hay ponderación que lo diga, y desde este punto se determinó de ir a ponérsele delante y ver si le podía obligar a que volviese a su casa.

Y andando buscando dónde dejar sus niñas mientras hacía este camino, doña Juana, que ya profesa y con muy buena renta, la más contenta del mundo, no ignoraba estos sucesos, y dando gracias a Dios porque no había sido ella la desdichada, estaba en su convento haciendo vida de una santa, supo la necesidad de doña Clara, y como buscaba dónde dejar las niñas, que en aquel tiempo tenía la una cuatro años, y la otra cinco, la envió a llamar, y después de decirle quién era, por si no lo sabía, y las mercedes que el cielo la había hecho en traerla a tal estado, lo que le pesaba de sus trabajos y en lo que estimaba la virtud y prudencia con que los llevaba, le dijo como estaba informada que quería ir a Sevilla y que buscaba quién le tuviese sus hijas, que se las trajese, que ella las recibiría por suyas y como a tales, en siendo de edad, las daría el dote para que fuesen religiosas en su compañía, y que creyese que esto no lo hacía por amor que tuviese a su padre sino por lástima que la tenía.

Agradeció doña Clara la merced que le hacía, y por no dilatar más su camino, el poco aparato de casa que le había quedado, como era una cama y otras cosillas, llevó con sus hijas a doña Juana, la cual tenía ya licencia del arzobispo para recibirlas.

Y al tiempo que abrió la portería para que entrasen, apretando entre los brazos a doña Clara con los ojos llenos de lágrimas, la metió en las manos un bolsillo con cuatrocientos reales en plata. Y despidiéndose de ella, esta misma tarde se puso en camino en un carro que iba a Sevilla, dejando a doña Juana muy contenta con sus nuevas hijas.

Llegó doña Clara a Sevilla; y como iba a ciegas, sin saber en qué parte había de hallar a don Fernando, y siendo la ciudad tan grande y teniendo tanta gente, fue de suerte que en tres meses que estuvo en ella no pudo saber nuevas de tal hombre.

En este tiempo se le acabó el dinero que llevaba, porque pagó en Toledo algunas deudas que tenía y no le quedaron sino cien reales. Pues viéndose morir (como dicen) de hambre, ya desahuciada de no hallar remedio, y volver a Toledo era lo mismo, determinó quedarse en Sevilla hasta ver si hallaba a don Fernando: para esto procuró una casa donde servir, y encomendándolo a algunas personas, particularmente en la iglesia, le dijo una señora que ella le daría una donde se hallaría muy bien para acompañar a una señora ya mayor; si bien temía que, por tener el marido mozo y ser ella de tan buena cara, no se habían de concertar. Doña Clara, con una vergüenza honesta, le suplicó le dijese la casa, que probaría suerte.

Diole la señora las señas y un recado para la tal señora que era su amiga; con las cuales doña Clara se fue a la casa, que era junto a la iglesia mayor, y entrando en ella la vio toda muy bien aderezada (señal clara de ser los dueños ricos), y como hallase la puerta abierta, se entró sin llamar hasta la sala del estrado, donde en uno muy rico vio sentada a Lucrecia, la amiga de su marido, que luego la conoció por haberla visto una vez en Toledo, y junto a ella don Fernando, desnudo por ser verano, con una guitarra cantando este romance, que por no impedirle no quiso dar su recado, admirada de lo que veía y más de ver que no la habían conocido:

Ya por el balcón de oriente,
El alba muestra sus rizos,
Vertiendo la copa hermosa
Sobre los campos floridos.
Ya borda las bellas flores
De aljofarado rocío,
De cuya envidia las fuentes
Vierten sus cristales limpios.
Ya llama el querido hermano,
Que está alumbrando a los indios,
Y en la carroza dorada
Siembra claveles y lirios.
Ya retozan por las peñas
Los pequeños corderillos,
A la música divina
Que entonan los pajarillos.
Ya mirándose los cielos
En los bulliciosos ríos,
Vuelven los blancos cristales
De turquesados zafiros.
Ya es el invierno verano,
Y primavera el estío,
Hermosos cielos los valles,
Y los campos paraísos.
Porque su frescura pisan
De Anarda los pies divinos,
Dulce prisión de las almas,
De la vista basilisco.
Siguiendo viene sus pasos
Un gallardo pastorcillo,
Que por ser Narciso en gala,
Será su nombre Narciso.
Por quien Venus olvidada
Ya de su Adonis querido,
Solo por verle bajara
De sus estrados divinos.
Y por quien Salmacis bella,
Tomara por buen partido,
En su amada compañía
Ser eterno hermafrodito.
Engañando los recelos
De un sospechoso marido,
Saltó Anarda de su aldea,
A verse con su Narciso.
Llegando a una clara fuente,
Que adornan sauces y mirtos,
Agradables se reciben,
Amándose agradecidos.
Enternecidos se sientan
Junto aquel árbol divino,
Triunfo del señor de Delo,
Y de su dama castigo.
Y sedientos de favores
En este agradable sitio,
Beben de su aliento el néctar
En conchas de coral fino.
Al campo cerró las puertas
El rapaz de Venus hijo,
Que poner puertas al campo
Solo pudiera Cupido.
Lo demás que sucedió
Vieron los altos alisos,
Haciendo sus hojas ojos,
Y sus cogollos oídos.

Como acabó de cantar don Fernando, Lucrecia preguntó a doña Clara si buscaba alguna cosa; a lo cual respondió que la señora doña Lorenza su amiga la enviaba para que su merced viese si valía algo para el efecto que buscaba de criada.

A esto puso don Fernando los ojos en ella, que ya Lucrecia la había mandado sentar en frente de él, mas aunque hizo esta acción, no la conoció más que si en su vida no la hubiera visto, de lo cual doña Clara estaba admirada y daba entre sí gracias de haber por tal modo hallado lo que tan caro le costaba el buscarlo, sintiendo en el alma el verle tan desacordado y fuera de sí, conociendo como discreta la causa de que procedía tal efecto, que eran los hechizos de aquella Circe que tenía delante.

Preguntole Lucrecia, agradada de su cara y honestidad, que de dónde era.

—De Toledo soy —respondió doña Clara.

—¿Pues quién os trajo a esta tierra? —replicó Lucrecia.

—Señora —dijo doña Clara—, aunque soy de Toledo, no vivía en él sino en Madrid: vine con unos señores que iban a las Indias, y al tiempo de embarcarse caí muy mala y no pude menos de quedarme, con harto sentimiento suyo; en cuya enfermedad, que me ha durado tres meses, he gastado cuanto tenía y me dejaron; y viéndome con tan poco remedio, pregunté hoy a la señora doña Lorenza, que por suerte la vi en la iglesia, si quería una criada para acompañar, como en esta tierra se usa, y su merced me encaminó aquí, y así, si usted no ha recibido ya quien la sirva, crea de mí que sabré dar gusto, porque soy mujer noble y honrada, y me he visto en mi casa con algún descanso.

Agradose Lucrecia con tanto extremo de Clara, viendo su honestidad y cordura, que sin reparar la una ni la otra en el concierto, ni más demandas ni respuestas, se quedó en casa, contenta por una parte, y por la otra, como era razón que estuviese quien veía lo mismo que venía a buscar, tan fuera de sí que sin conocerla hacía delante de sus ojos regalos y favores a una mujer que no los merecía.

Entregole Lucrecia a su nueva criada las llaves de todo, dándole el cargo del regalo de su señor y el gobierno de dos esclavas que tenía: solo un aposento que estaba en un desván no le dejó ver, porque reservó solo a su persona la entrada en él, guardando la llave, sin que ninguna persona entrase con ella cuando iba a él, con tanto cuidado que, aunque Clara procuraba ver lo que allí había, no le fue posible; bien es verdad que siempre estaba con sospecha de que era aquel aposento la oficina de los embustes con que tenía a don Fernando tan ciego que no sabía de sí ni cuidaba de más que de querer y regalar a su Lucrecia, haciendo con ella muy buen casado, tanto que con la mitad se diera Clara por muy contenta y pagada.

En esta vida pasó más de un año, siendo muy querida de sus amos, escribiendo cada ordinario a doña Juana los sucesos de su vida, y ella animándola con sus cartas y consuelos para que no desmayase ni lo dejase hasta ver el fin.

Al cabo de este tiempo cayó Lucrecia en la cama de una muy grave enfermedad, con tanto sentimiento de don Fernando que parecía que perdía su juicio. Pues como las calenturas fuesen tan fuertes que no la diesen lugar a levantarse poco ni mucho, al cabo de tres o cuatro días que estaba en la cama llamó a Clara y con mucha terneza la dijo estas palabras:

—Amiga Clara, un año ha que estás conmigo; el tratamiento que te he hecho más ha sido de hija que de criada, y si yo vivo, de hoy adelante será mejor, y en caso que muera, yo te dejaré con qué vivas: estas son obligaciones, y más en ti que eres agradecida, bien serán parte para que me guardes un secreto que te quiero decir: toma, hija, esta llave, y ve al desván donde está un aposento que ya le habrás visto; entrando en él, hallarás un arca grande de estas antiguas, en esta un gallo; échale de comer, porque allí en el mismo aposento hallarás trigo: y mira, hija mía, que no le quites los anteojos que tiene puestos, porque me va en ello la vida; antes te pido que si de este mal muriere, antes que tu señor ni nadie lo vea, hagas un hoyo en el corral, y así como está con sus anteojos y cadena con que está atado le entierres, y con él el costal de trigo que está en el mismo aposento; que este es el bien que me has de hacer y pagar.

Oyó Clara con atención las razones de su ama y en un punto revolvió en su imaginación mil pensamientos, y todos paraban en un mismo intento. Y porque Lucrecia no concibiese alguna malicia de su silencio, le respondió agradeciéndole la merced que le hacía de fiar en ella un secreto tan importante y de tanto peso, prometiendo de hacer con puntualidad lo que mandaba; y tomando la llave, con todo cuidado y con toda diligencia se fue a ver su gallo.

Subió al desván y abriendo el aposento entró en él, y llegando cerca del arca, como considerase a lo que iba, y la fama que Lucrecia tenía en Toledo, la cubrió un sudor frío y un miedo tan grande y tan temeroso que casi estuvo para volverse; mas cobrando ánimo y esforzándose lo mejor que pudo, abrió el arca, y así como la abrió, vio un gallo con una cadena asida de una argolla que tenía a la garganta, y en otra que estaba asida al arca y asimismo preso, y a los pies tenía unos grillos, y luego tenía puestos unos anteojos, al modo de los de caballo, que le tenían privada la vista.

Quedose Clara viendo todas estas cosas tan absorta y embelesada que no sabía lo que le había sucedido; por una parte se reía y por otra se hacía cruces, y sospechando si acaso en aquel gallo estaban hechos los hechizos de su marido, a cuya causa estaba tan ciego que no la conocía, como lo más cierto es desear las mujeres lo mismo que les privan, le dio deseo de quitarle los anteojos, y apenas lo pensó cuando lo hizo, y habiéndoselos quitado, le puso la comida, y cerrando como estaba de primero, se volvió adonde su ama la aguardaba, que como la vio le dijo:

—¿Amiga mía, diste de comer al gallo? ¿Quitástele los anteojos?

—No, señora —respondió Clara—, ¿quién me metía a mí en hacer lo que usted no me mandó? —añadiendo a esto que creyese que la servía con mucho gusto, y así hacía lo que mandaba con el mismo.

Llegose en esto la hora de comer y vino don Fernando a su casa, y después de haber preguntado a Lucrecia cómo se sentía, se sentó a la mesa, que estaba cerca de la cama; metieron las esclavas la comida, porque Clara estaba en la cocina poniéndola en orden y enviando los platos a la mesa, hasta que al fin de ella salió donde estaban sus amos, y apenas puso don Fernando los ojos en ella cuando la conoció, y con admiración la dijo:

—¿Qué haces aquí, doña Clara? ¿Cómo viniste? ¿Quién te dijo dónde yo estaba? ¿Qué hábito es este? ¿Dónde están mis hijas? Porque, o yo sueño o tú eres mi mujer, a quien por ser yo desordenado dejé en Toledo pobre y desventurada.

A esto respondió doña Clara:

—Buen descuido es tuyo, esposo mío, pues al cabo de un año que estoy en tu casa sirviéndote como una miserable esclava, sujeta a los engaños de esta Circe que está en esta cama, sales con preguntarme qué hago aquí.

—¡Ay traidora! —dijo a esta sazón Lucrecia—, y cómo le quitaste los anteojos al gallo; pues no pienses que has de gozar de don Fernando, ni te han de valer nada tus sutilezas.

Y diciendo esto saltó de la cama con más ánimo del que parecía tener cuando estaba en ella, y sacando de un escritorio una figura de hombre, hecha de cera, con un alfiler grande que tenía en el mismo escritorio se lo pasó por la cabeza abajo hasta esconderse en el cuerpo, y se fue a la chimenea y la echó en medio del fuego, y luego llegando a la mesa y tomando un cuchillo, con la mayor crueldad que se puede pensar, se lo metió a sí misma por el corazón, cayendo junto a la mesa muerta. Fue todo esto hecho con tanta presteza que ni don Fernando, ni doña Clara, ni las esclavas la pudieron socorrer.

Alzaron todos las voces, dando gritos, a cuyo rumor se llegó mucha gente, entre todos la justicia, y asiendo de don Fernando y de los demás empezaron a hacer información, tomando su confesión a las esclavas, las cuales declararon lo que habían visto y oído a don Fernando, diciendo cómo Lucrecia era su amiga y lo que con ella le había pasado desde el día en que la conocía hasta aquel punto.

Al decir doña Clara su dicho, dijo que no había de decir palabra si no era delante del asistente; y que importaba para la declaración de aquel caso no ir ella a su presencia, sino que viniese el asistente a aquella casa.

Fueron a darle cuenta de todo y decirle lo que aquella mujer decía, y como lo supo, vino luego acompañado de los más principales señores de Sevilla, que sabiendo el caso, todos le seguían; en presencia de los cuales dijo doña Clara quién era y lo que le había sucedido con don Fernando y con la maldita Lucrecia, sin dejarse palabra por decir.

Y haciendo traer allí el arca en que estaba el gallo, abrió ella misma con la llave que estaba debajo de la almohada de Lucrecia, donde todos pudieron ver al pobre gallo con sus grillos y cadenas, y los anteojos que doña Clara le había quitado allí junto a él.

El asistente, admirado, tomó él mismo los anteojos y se los puso al gallo: al punto don Fernando quedó como primero, sin conocer a Clara más que si en su vida la hubiera visto; antes viendo a Lucrecia en el suelo, bañada en sangre, y el cuchillo atravesado por el corazón, se fue a ella y tomándola en sus brazos decía y hacía mil lástimas, pidiendo justicia de quien tal crueldad había hecho.

Tornó el asistente a quitar al gallo los anteojos, y luego don Fernando volvió a cobrar su entero juicio. Tres o cuatro veces se hizo esta prueba y tantas sucedió lo mismo, con que el asistente acabó de caer en la cuenta y creyó ser verdad lo que todos decían. Mandó echar fuera la gente y cerrar la puerta de la casa, y mirando cofres y escritorios, hasta los más apartados rincones y agujeros, hallaron en el escritorio de Lucrecia mil invenciones y embelecos que causaron temor y admiración, con que Lucrecia parecía a los ojos de don Fernando gallarda y hermosa.

En fin, satisfecho de la verdad, si bien por ver si las esclavas eran parte en aquellas cosas, las puso en la cárcel; dieron a don Fernando y doña Clara por libres, confiscando la hacienda para el rey, y públicamente quemaron todas aquellas cosas, el gallo y lo demás, con el cuerpo de la miserable Lucrecia, cuya alma pagaba ya en el infierno sus delitos y mala vida, siendo la muerte muy parecida a ella.

Acabados de quemar los hechizos, enfermó don Fernando, yéndose poco a poco consumiendo y acabando. Vendió doña Clara un vestido y algunas cosillas que había granjeado en casa de Lucrecia: con esto y lo que por orden de la justicia se le dio en pago de lo que había servido, se metieron en un coche ella y don Fernando, que ya estaba muy enfermo, y dieron la vuelta a Toledo, creyendo que con ser su natural, con los aires en que había nacido cobraría salud, según decían los médicos; mas fue cosa sin remedio, porque como llegó a Toledo cayó en la cama, donde a pocos días murió, habiendo dado muchas muestras de arrepentimiento.

Sintió doña Clara su pérdida con tanto extremo que casi no había consuelo para ella, y estuvo bien poco de seguir el mismo camino, porque aunque le tenía enfermo y estaba con tanta necesidad, quisiera que viviera muchos años, ayudándola a este sentimiento el ver lo que don Fernando la quería y el poco tiempo que le duró la vida.

Hallose sobre todo esto sin más remedio que el de Dios para enterrarle; ni se atrevía a ir con esta necesidad a doña Juana, considerando que harto hacía en tenerle y sustentarle sus hijas. Determinose pues a vender su pobre cama, aunque no tuviese después en qué dormir; mas no estaba a este tiempo Dios olvidado de la virtud y sufrimiento de doña Clara, y así, ordenando que don Sancho, que todo el tiempo que ella había estado fuera de Toledo había estado en su estado (que ya le había heredado por muerte de su padre, sin haberse querido casar, aunque se le habían ofrecido muchas ocasiones, conforme a quien era), supiese por cartas de un criado, que en Toledo estaba casado, lo que pasaba, y deseoso de volver a ver al querido dueño de su alma, amante firme y no fundado en el apetito, vino a la ciudad y entró en ella el día en que estaba doña Clara en esta desdicha, y como supiese lo que pasaba, no pudo sufrir el enamorado mozo tal cosa; y así se entró por las puertas de la dama, y después de haberla dado el pésame breve y amorosamente, ordenó el entierro de don Fernando con la mayor grandeza que pudo, llevándole con tanto acompañamiento como si fuera su padre, acompañándole él mismo y a su imitación los caballeros de Toledo.

Dada sepultura al cuerpo y vuelto con toda aquella ilustre compañía a la pobre casa de doña Clara, en presencia de todos la dijo estas palabras:

—Hermosa Clara, yo he cumplido con lo que a caridad debo, dando sepultura al cuerpo de tu difunto esposo: la voluntad con que lo he hecho bien sabes tú y sabe esta ciudad que no ha sido fomentada más que con mis deseos, por no haber jamás alargado los tuyos a más que a un agradecimiento honesto, y esto fue antes que tuvieses dueño; que en teniéndole, ni aun tu vista merecí, no habiéndome faltado a mí diligencias, mas todas sin provecho respecto de tu virtud, de la cual si antes me enamoraba tu hermosura, hoy me hallo más enamorado.

Ya no tengo padre que me impida, ni tú ocasión para que no seas mía; justo es que pagues este amor y deudas en que estás a mi firmeza con un solo sí que te pido; y yo a ti asimismo, pues no solo yo, sino todos los hombres del mundo, deben portarse de este modo con las mujeres que a fuerza de virtudes granjean la voluntad de los que las desean. No dilates mi gloria ni te quites el premio que mereces: tus hijas tendrán padre en mí, y tú un esclavo que toda la vida adore tu hermosura.

No tuvo otra respuesta que dar doña Clara a don Sancho sino echarse a sus pies, diciendo que era su esclava y que por tal la tuviese. Con esto los que habían venido a dar los pésames, dieron las enhorabuenas.

Siguiéronse las órdenes de la iglesia en amonestaciones y lo demás, estando doña Clara mientras pasaban en casa del corregidor, que era deudo de don Sancho, donde cumplido el tiempo se desposaron, alcanzando don Sancho licencia del rey para hacer su casamiento, que todo sucedió como quien tenía al cielo de su parte, deseoso de premiar la virtud de doña Clara.

Hiciéronse en fin las bodas, dotando don Sancho a las hijas de doña Clara, que quisieron quedarse monjas con doña Juana, cuya discreta elección dio motivo a esta maravilla para darle nombre de Desengañado amado, que no es poca cordura que quien ama se desengañe.

Doña Clara vivió muchos años con su don Sancho, de quien tuvo hermosos hijos, que sucedieron en el estado de su padre, siendo por su virtud la más querida y regalada que se puede imaginar, porque de esta suerte premia el cielo la virtud.

*FIN*


Novelas amorosas y ejemplares 1637


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