Casa digital del escritor Luis López Nieves


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El diablo predicador

[Teatro - Texto completo.]

Luis de Belmonte Bermúdez


Personas que hablan en ella:
  • FELICIANO, galán
  • El GUARDIÁN de San Francisco
  • El GOBERNADOR de Luca
  • LUZBEL
  • OCTAVIA, dama
  • JUANA, criada
  • TEODORA
  • LUDOVICO
  • SAN MIGUEL
  • ASMODEO
  • Fray ANTOLÍN
  • Fray PEDRO
  • Fray NICOLÁS
  • ALBERTO, criado
  • CELIO, criado
  • Un NIÑO JESÚS
  • NUESTRA SEÑORA
  • Tres POBRES

 

JORNADA PRIMERA

 

Baja LUZBEL, en un dragón
LUZBEL:           ¡Ah, del oscuro reino del espanto,
               estancia del dolor, mansión del llanto,
               donde ya de otro daño sin recelo
               la desesperación es el consuelo!
               Abrid; y tú, de quien mi rabia fía  
               de esa noble y eterna monarquía
               el gobierno en mi ausencia,
               ven a mi voz.

Sale ASMODEO, por un escotillón
ASMODEO:                      Ya estoy en tu presencia;
               pero, ¿qué te ha obligado
               a que me llames?
LUZBEL:                           ¿No lo has penetrado?     
ASMODEO:       No, príncipe, si bien creo que es mucha
               la causa.
LUZBEL:                  La mayor.
ASMODEO:                           Pues, dilo.
LUZBEL:                                        Escucha.

                  Sobre este helado vestigio
               en cuya forma triforme
               di espanto en su Apocalipsi         
               al más venturoso joven,
               para saber los que el yugo
               de mi imperio reconocen,
               en término de dos días
               he dado la vuelta al orbe                         
               y, de diez partes, las nueve
               por las justas permisiones
               del Criador eterno yacen
               a mi obediencia conformes.
               Los bárbaros sacrificios                   
               me ofrecen, y adoraciones,
               en las mentidas estatuas
               de barro, de hierro y bronce.
               La morisma en su vil secta,
               y también otras naciones                   
               que en una verdad disfrazan
               mil diferentes errores,
               sin que a ninguna de tantas
               sus distantes horizontes
               la disculpe de que al Dios                        
               que todo lo hizo ignore,
               pues no hubo en toda la tierra
               clima tan ignoto donde
               no llegasen, explicadas
               por alguno de los doce                            
               discípulos las verdades
               de los cuatro historiadores;
               ni parte donde el cruzado
               leño, ya en llano o ya en monte,
               no quedara por testigo                            
               de su pertinacia torpe.
               Solamente algunas partes
               de la Europa se me oponen,
               adorando al Uno y Trino,
               y al Verbo por Dios y Hombre;                     
               pero, aunque en ellas hay muchos
               jardines de religiones
               cuya agradable fragrancia
               de sus penitentes flores,
               penetra el eternos alcázar                 
               para que a Dios desenoje
               de lo mucho que le ofenden
               los mismos que le conocen.
               Los que me dan más tormento
               son--¡ah, mi rabia me ahogue!--              
               esos hijos--sin nombrarle
               será fuerza que le nombre--
               de aquél por menor más grande,
               de aquél más rico por pobre,
               de aquel retrato de Dios                          
               humanado tan conforme
               que, si en un pesebre Cristo
               nació, Francisco, por orden
               también divina, un pesebre
               para oriente suyo escoge.                         
               Si tuvo, como maestro,
               doce discípulos, doce
               fueron los que de Francisco
               siguieron también el norte.
               Si el uno murió suspenso                   
               de un árbol, no hay quien ignore
               que otro de los de Francisco
               murió pendiente de un roble.
               Si de Jesús el sagrado
               culto, la lluvia de azotes                        
               le transformó en laberintos
               de sangrientos tornasoles,
               de la sangre de Francisco
               todas las habitaciones
               que tuvo parecen jaspes                           
               salpicadas de sus golpes.
               Si a Cristo la infame turba
               le tejieron de cambrones
               impía y regia diadema
               que le hierra y le corone,                        
               Francisco, en robusta zarza,
               sólo en los paños menores
               castigando pensamientos
               inculpable por veloces,
               revolcado entre sus puntas                        
               logró la zarza verdores
               de laurel que coronaron
               penitencias tan feroces.
               Si cinco puntas abrieron
               en aquel árbol triforme                    
               al cielo en su Autor divino
               siempre abiertas para el hombre,
               ¿no fue su retrato en ella
               Francisco, aunque yo lo llore,
               sino original traslado,                           
               pues en una unión acorde
               de manos, pies y costado
               con increíbles favores?
               De Dios mereció Francisco
               en una, cinco impresiones                         
               de penetrantes heridas,
               que al recibirlas entonces
               la dicha de su contacto
               le lisonjeó los dolores.
               Hasta otro Tomás curioso                   
               tuvo, que incrédulo toque
               la herida de su costado,
               a cuyo crüel informe
               un éxtasis doloroso
               le dejó a Francisco inmóvil;        
               de suerte que le juzgaron
               por tránsito sus menores.
               Los hijos pues de este humilde
               portento de perfecciones,
               con el fruto de su ejemplo                        
               son mis contrarios mayores.
               Que el Hacedor soberano
               castigara oposiciones
               de quien, siendo su criatura,
               pretendió de Criador nombre.               
               Vaya, que aun no fue el castigo
               a mi delito conforme,
               y no sólo no me ofende
               pero me añade blasones;
               que su sacrosanta madre                           
               pusiera en mi cuello indócil
               la planta, cuyo coturno
               de serafines compone.
               No me irritó; que si es reina,
               por infinitas razones                             
               de las nueve órdenes bellas
               tronos y dominaciones,
               puesto que perder no puedo
               mi ser angélico noble.
               Mi reina es y no me ultraja                       
               que su pie a mi cerviz dome.
               Sólo tengo por injuria
               que a tantas persecuciones
               estos míseros descalzos
               tantos vencimientos logren;                       
               que el ser tan flacos contrarios
               los que a mi poder se oponen
               de mi altivez acrecientan
               más las desesperaciones.
               Ellos al cielo conducen                           
               más almas que ese salobre
               piélago produce arenas,
               más que cuantas plumas torpes
               de tantos heresiarcas
               han conducido legiones                            
               de espíritus al infierno.
               Y no, Asmodeo, te asombre
               que si este mal no se ataja.
               Muy presto no ha de haber donde
               los remendados mendigos                           
               la bandera no enarbolen
               de aquél que, por su valiente
               humildad mereció el nombre
               de gran alférez de Cristo;
               Y que aquella silla goce                          
               que perdí cuando intentaron
               mis soberbias presunciones
               fijarla en el solio trino
               poniendo en arma su corte.
               Para esta empresa te llamo.                       
               No fácil te la propone
               mi ciencia porque después
               de la del celeste monte
               a ninguna tan difícil
               se arrojaron mis rencores;                        
               porque la regla que guardan,
               como sabes, estos hombres
               es la apostólica vida,
               y no por inspiraciones
               solamente institüida                         
               porque Dios mismo esta orden
               dictó a boca que Francisco
               fue su secretario entonces.
               El cual le dijo, piadoso
               para con sus posteriores:                         
               "¿Quién, Señor, guardará regla
               tan crüel que se compone
               de veinte y cinco preceptos
               sin glosa ni explicaciones
               con pena de mortal culpa                          
               siendo humano?"  Y respondióle:
               "Yo crïaré quien la guarde, 
               Francisco, no te congojes."
               Mas no le dijo que todos
               uniformemente acordes                             
               la guardarían; que fueran
               vanos nuestras pretensiones.
               Parte a España, y en Toledo
               que es hoy de sus poblaciones
               la mayor, siembra impiedades                      
               en los de mediano porte,
               y en los gremios, que éstos son  
               los que a estos frailes socorren,
               estorbando que en sus pechos
               la devoción fuerzas cobre;                 
               que son, en lo que aprenden
               tenaces los españoles.
               No en los ricos te embaraces;
               que más que tus persuasiones
               hará la ambición en ellos;          
               y, aunque vean dos mil pobres,
               no harán reparo ninguno;
               que, como nunca estos hombres
               ven de la necesidad
               la cara, no la conocen.                           
               Esto en general, que en todas
               las reglas hay excepciones.
               Yo en esta ciudad de Luca
               me quedo, donde disponen
               mis cautelas que estos frailes                    
               la conservación no logren
               de un convento que han fundado,
               haciendo en sus moradores
               que las limosnas conviertan
               en vergonzosos baldones;                          
               que ya casi persuadidos
               los tengo a que son mejores
               limosnas las que se hacen
               a quien con obligaciones
               lo pasan míseramente                       
               que a los que vienen con nombre
               de religiosos mendigos,
               sin que a la ciudad importe
               entre los demás que tengo 
               para que mi engaño apoyen.                 
               Hay aquí un rico avariento
               con quien fuera el que supone
               la parábola piadoso
               y liberal, cuyo nombre
               es Ludovico, y ya llega                           
               de Florencia su consorte,
               tan infeliz como hermosa
               y cuerda, pues antepone
               a su pasión la obediencia
               del padre que, siendo noble,                      
               con este ambicioso bruto
               la casó por verse pobre.
               Pero es devota de aquella
               de todos los pecadores
               abogada, que la libra                             
               de estas imaginaciones.
               Pero ya llega a su casa.
               Parte a España, que aunque invoquen
               en su ayuda estos mendigos
               las divinas protecciones,                         
               he de hacer que esta segunda
               nave de la iglesia choque
               en los escollos de impíos
               y rebeldes corazones,
               negándoles el sustento,                    
               o que en los bajíos toque
               de la natural flaqueza
               con que, por lo menos, logre
               que en su poca confïanza
               sin que el piloto lo estorbe,                     
               zozobre, si no se pierde
               o encalle, si no se rompe.
ASMODEO:       Príncipe de las tinieblas,
               a tus preceptos responde
               obedeciendo Asmodeo.                              
               Desde hoy estén a tu orden
               los espíritus impuros
               del español horizonte.
               Presto verás los del tosco
               sayal con fuerzas menores                         
               si Dios mismo en favor suyo
               su autoridad no interpone.

Sube ASMODEO en el mismo dragón que bajó LUZBEL
LUZBEL:           Estos frailes dejarán
               desamparado el convento
               por la falta de sustento                          
               si hoy limosna no les dan;
                  que con sólo un pan ayer
               que un pasajero les dio
               todo el convento comió;
               mas hoy no le han de tener;                       
                  que aunque el Guardián ha salido,
               viendo su necesidad,
               a pedir por la ciudad
               ninguno le ha socorrido.
                  Mas ésta la casa es                     
               de Ludovico, y por ella
               va entrando su esposa bella;
               pero llorará después
                  el haberse reducido
               de su padre a la obediencia;                      
               que su amante, de Florencia
               desesperado ha venido
                  siguiéndola.

Salen LUDOVICO, de camino, y CRIADOS, y por otra puerta OCTAVIA y JUANA
LUDOVICO:                         Conoció,      
               sin duda, las ansias mías
               vuestro padre, pues dos días               
               la dicha me anticipó;
                  aunque también he sentido
               el que no me haya avisado
               para que hubiera logrado
               el haberos recibido                               
                  con la ostentación forzosa
               diez millas de la ciudad.
OCTAVIA:       No quiero más vanidad,
               señor, que ser vuestra esposa;
                  y así no os quise obligar               
               a una fineza excusada.
JUANA:         (Es que ya viene informada       Aparte
               de lo que siente el gastar.)
LUDOVICO:         Muy bien habéis respondido.
JUANA:         (¡Qué presto se ha conformado!)   Aparte                                                    
OCTAVIA:       (Horror el verle me ha dado      Aparte
               ¡Qué desdichada he nacido!)

[Aparte las dos]
JUANA:            ¿Qué te parece?
OCTAVIA:                            No sé.
               Déjame; que estoy sin vida.
LUZBEL:        (La mujer está afligida          Aparte                                                    
               pero bien tiene de qué
                  porque es el hombre peor
               de todos cuantos encierra
               el ámbulo de la tierra.) 
LUDOVICO:      Tan ufano está mi amor                     
                  de poderos llamar mía
               que aún viéndolo no lo creo.
OCTAVIA:       Pues creed que mi deseo
               no esperó ver este día.

Sale un CRIADO
CRIADO:           Un florentín caballero                  
               que Feliciano se llama
               te quiere hablar.
LUDOVICO:                        ¿Feliciano
               en Luca?  Mucho me espanta.

Aparte las dos
JUANA:            Él te ha venido siguiendo.
OCTAVIA:       Esto sólo me faltaba.                      
LUDOVICO:      Pues, ¿qué espera?
CRIADO:                            Tu licencia.
LUDOVICO:      ¿Quién es dueño de mi casa
               y de mí pide licencia?

Sale FELICIANO
FELICIANO:     Prevención fuera excusada                  
               el pedirle; pero supe                             
               que ahora de llegar acaba
               vuestra esposa, y mi visita
               juzgué que os embarazara.
LUDOVICO:      Señor Feliciano, fuera
               de ser nuestra amistad tanta,                     
               caballeros tan ilustres
               honran siempre, no embarazan,
               y yo pienso que es mi esposa
               vuestra deuda.
FELICIANO:                    Y muy cercana;
               mas, como el padre la tuvo                        
               de todos tan recatada,
               nunca llegué a conocerla;
               que hasta que la vi casada
               siempre la tuve por otra.
LUDOVICO:      Pues es cosa bien extraña.                 
OCTAVIA:       La condición de mi padre,
               como sabéis, fue la causa.
FELICIANO:     Y vuestra mucha obediencia.
               Gocéis, Ludovico, a Octavia
               los años que yo deseo.                     
JUANA:         (Pues moriráse mañana.)      Aparte
LUZBEL:        (Tú harás que la goce poco   Aparte
               si María no la ampara.)
LUDOVICO:      ¿Y a qué ha sido la venida
               a Luca?  Que me alegrara                          
               de que fuera muy despacio.
FELICIANO:     Amigo, Luca es mi patria
               pero solamente vengo
               a vender de mi mediana
               hacienda lo que ha quedado                        
               y salir luego de Italia
               porque mi intento es servir
               al gran César de Alemania
               pues ya, de mis pretensiones
               murieron las esperanzas.                          
               De veinte años en Florencia
               entré, donde pleitaba
               de por vida un mayorazgo
               con asistencia del alma.
               Vióse el pleito sin citarme                
               y, aunque mi abogado estaba
               presente, en él tenía
               neciamente confïanza.
               Nada en mi defensa dijo
               porque la parte contraria                         
               selló con oro sus labios;
               que con sólo una palabra
               en que el hecho consistía
               vieran mi justicia clara,
               en fin, perdí el pleito.                   
LUDOVICO:                               Amigo,
               todo el oro lo contrasta.
               No hay cosa que lo resista.
LUZBEL:        (Yo he de hacer, cuando no caiga,  Aparte
               que tropiece en la sospecha.)
FELICIANO:     Que ésa es verdad asentada.                
               Se ha visto bien, Ludovico,
               en voz y en mi prima Octavia,
               pues por hombre poderoso
               gozáis la fénix de Italia.
LUDOVICO:      Decís bien.
OCTAVIA:                   Aunque el ser vos                     
               parte tan apasionada
               me aseguren de que son
               lisonjas vuestras palabras,
               si en la intención no me ofenden,
               en lo que suenan me agravian.                     
               Yo me casé por poderes
               sin ver, con quien me casaba.
               Claro está que no gustosa
               pero tampoco forzada;
               que no tienen albedrío                     
               mujeres nobles y honradas.
               Pero, si yo fuera mía,
               ni todo el oro de Arabia,
               creed, señor Feliciano,
               que a casarme me obligara                         
               con Ludovico, y decirle
               que fue su hacienda la causa
               cuando fuera verdad, fuera
               verdad poco cortesana.
FELICIANO:     Yo le he dicho lo que siento                      
               con llaneza, en confïanza
               de la amistad.
LUDOVICO:                     Yo sintiera
               que de otra suerte me hablaras.

[LUZBEL], acercándose a LUDOVICO [le habla al oído]
LUZBEL:        Mas de Octavia la respuesta,
               si bien se mostró enojada,                 
               parece que es disculparse.
LUDOVICO:      (Sin duda que quiso Octavia
               disculparse con su deudo
               por ser su nobleza tanta
               que se casó con un hombre                  
               que en la sangre no la iguala
               pues le dijo que, a ser suya,
               conmigo no se casara.
               Aunque también ser pudiera...
               Pero es ilusión.)

Salen el GUARDIÁN, y fray ANTOLÍN, que es lego
GUARDIÁN:                          Deo gratias.    
ANTOLÍN:       Por siempre, pues callan todos.
LUDOVICO:      ¿Cómo se entran en mi casa
               sin llamar?  (Con estos frailes     Aparte
               tengo oposición extraña.)
GUARDIÁN:      Abierta estaba la puerta.                         
LUZBEL:        (Con éste no hago yo falta.      Aparte
               Voyme adonde más importe.)

Vase [LUZBEL]
JUANA:         Buen lance ha echado mi ama.
LUDOVICO:      Pues, ¿a qué entraron?
GUARDIÁN:                              Entramos...
ANTOLÍN:       (Por voto mío no entrara.)         Aparte
GUARDIÁN:      ...a darte el parabién...
LUDOVICO:                               Bueno.
GUARDIÁN:      ...a ti y a tu esposa Octavia,                    
               y a pedirle que hoy siquiera,
               porque el sustento nos falta,
               mandes que nos den limosna.
LUDOVICO:      Hoy está muy ocupada
               toda mi familia, padres.                          
               Váyanse, que me embarazan.
GUARDIÁN:      Pues en el día que tomas
               posesión tan deseada
               de ti, sobre ser tan rico
               como el que más en Italia,                 
               ¿no le darás a Dios algo
               o en hacimiento de gracias,
               o en albricias, cuando sabes
               que nuestros hermanos pasan
               necesidad tan extrema                             
               que aún nos ha faltado el agua?
LUDOVICO:      Yo he menester lo que tengo;
               y si el sustento les falta,
               ¿por qué la ciudad no dejan?
GUARDIÁN:      No es tan poco la constancia                      
               de los hijos de Francisco.
               Dios volverá por su causa
               moviendo los corazones
               y serenando borrascas
               que ha levantado el infierno                      
               en ti y en toda tu patria.
LUDOVICO:      Salgan de mi casa luego
               o saldrán por las ventanas.
               ¡Viven los cielos!
FELICIANO:                         Tenéos.
ANTOLÍN:       Vámonos, padre.
LUDOVICO:                     ¿Qué aguardan?         
               Váyanse presto.
JUANA:                        ¡Ay, señora!
               ¿Con éste has de vivir?
OCTAVIA:                               Juana,
               morir será lo más cierto
               pues nací tan desdichada.
LUDOVICO:      Trabajen para el sustento,                        
               o esperen que se le traiga
               el que instituyó la regla.
GUARDIÁN:      El demonio por ti habla.
ANTOLÍN:       No tal; que él no ha menester
               al demonio para nada.                             
LUDOVICO:      ¿Hay mayor atrevimiento?
FELICIANO:     Padres, por Dios, que se vayan.
LUDOVICO:      Matad esos vagamundos.
FELICIANO:     ¿Qué decís?
OCTAVIA:                    Esposo, basta.
ANTOLÍN:       ¡Por mi padre San Francisco                  
               que le ha de servir de vaina
               el que llegue a este cuchillo!
GUARDIÁN:      Hermano...
ANTOLÍN:                 Dios no me manda
               que me deje matar.
GUARDIÁN:                         Vamos,
               y tengamos confïanza;                        
               que Dios dijo a nuestro padre
               que jamás a su sagrada
               religión le faltaría
               el sustento.
ANTOLÍN:                      Pues ya tarda,
               padre mío.
GUARDIÁN:                  Tenga, hermano                        
               Antolín, fe y esperanza.
ANTOLÍN:       Fe y esperanza me sobran;
               la caridad me hace falta.

Vanse los dos
LUDOVICO:      No volvieran al convento
               si presentes no os hallarais                      
               vos, por vida de mi esposa.
JUANA:         Éste no es cristiano.
OCTAVIA:                              Calla.
FELICIANO:     En lástima se convierte
               ya de mis celos la rabia.

Sale un CRIADO
CRIADO:        Ya las mesas están puestas                 
               y los músicos aguardan.
LUDOVICO:      Entrad, porque honréis mi mesa.
FELICIANO:     (Por si puedo hablar a Octavia     Aparte
               lo acepto.)  Yo soy quien puede
               honrarse con merced tanta.                        
               Vamos.
OCTAVIA:              (Que se quede siento.)      Aparte
LUDOVICO:      (No creí que lo aceptara.)       Aparte
OCTAVIA:       (¡Ay, Feliciano!  ¡Qué presto
               de mí has tomado venganza!)

Vanse. Salen el GUARDIÁN, y fray ANTOLÍN con piedras en las manos
            
GUARDIÁN:         Deje las piedras.
ANTOLÍN:                           ¿Cómo que las deje?                                                            
               Y si sale un crïado de este hereje
               tras nosotros, verá con la presteza
               que un par de ellas le escondo en la cabeza.
GUARDIÁN:      La crueldad y la ira,
               fray Antolín, de este hombre no me admira  
               en tan protervo como impío pecho.
               Sólo me admira el huracán deshecho
               que el demonio en seis días solamente
               ha levantado en la piadosa gente
               que limosna nos daba;                             
               que, en fin, aunque no mucha nos bastaba.
ANTOLÍN:       Padre Guardián, mientras que da el aviso
               a nuestro general, será preciso
               los cálices vender.
GUARDIÁN:                          No querrá el cielo
               que llegue a tan notable desconsuelo              
               nuestra necesidad.
ANTOLÍN:                           ¡Qué gentil flema!
               Pues, ¿a qué ha de llegar si ya es la extrema?
               Mas estas piedras que convierta espero
               en pan un cierto amigo tabernero
               que hace su fe milagros cada día.          
GUARDIÁN:      (Sin duda, con el hambre desvaría.)   Aparte
ANTOLÍN:       Que hará pan de las piedras imagino
               quien sabe convertir el agua en vino.
GUARDIÁN:      Aquí vive Teodora.  Llame, hermano,
               a su puerta.

Llama y sale LUZBEL
LUZBEL:               (Esta vez llamará en vano.)    Aparte

Dentro como enfadada
TEODORA:       ¿Quién es?
ANTOLÍN:                  No tiene traza la Teodora
               de dar nada.
GUARDIÁN:                    Dos frailes son, señora,
               Franciscos.

Sale TEODORA [y habla LUZBEL aparte a ella]
LUZBEL:                       Tienes hijos y estás pobre.
TEODORA:       Padres, pidan limosna a quien le sobre;
               que yo tengo en mi casa                           
               muchos que sustentar y es muy escasa
               mi hacienda.
GUARDIÁN:                   Sí, será; mas ni un bocado
               de pan en toda la ciudad me han dado.
               Dánosle tú, por Dios, que en Él espero
               que le pague.
TEODORA:                     Mis hijos son primero.              
               Perdonen.
ANTOLÍN:                 La razón es concluyente.
GUARDIÁN:      ¡Oh, lo que sabe la infernal serpiente!
LUZBEL:        (De poco os admiráis; mas ya, inspirado     Aparte
               de mí, el gobernador viene irritado.
               Hacia esta parte conducirle espero.)              
ANTOLÍN:       De la serpiente querellarme quiero.
GUARDIÁN:      ¿A quién?
ANTOLÍN:                 A Dios; que es mucho atrevimiento
               el hacer que nos quiten el sustento.
               Las demás tentaciones,
               silicios, disciplinas y oraciones                 
               puedo vencer; pero no es para sufrida
               tentación que nos quite la comida;
               que el natural derecho es lo primero.
               Ayer nos dejó un pan de pasajero
               y antes que le soltara de las manos               
               todos a él nos fuimos como alanos;
               y el buen hombre, asustado y afligido,
               viéndose de los frailes embestido,
               juzgó su muerte cierta;
               y sacando los pies hacia la puerta                
               decía:  "Yo no he hecho mal ninguno,
               padres, ténganse allá.  ¿Tantos a uno?"

GUARDIÁN:         Padre, pues Dios lo permite,
               que esto nos conviene crea.
ANTOLÍN:       Yo lo creo en cuanto al alma;                     
               pero una hambre tan fiera,
               padre Guardián, mucho dudo
               que a mi cuerpo le convenga.
               Y si el demonio me embiste,
               quien no come no pelea.                           
GUARDIÁN:      Seráfico padre mío,
               ¿qué es esto?  En tan opulenta
               ciudad, tan cristiana y noble,
               ¿permitís vos que convierta
               contra vos, en vuestros hijos,                    
               del demonio la cautela
               tantos blandos corazones
               en duras rebeldes piedras?
               Bárbara gente, mirad
               que vuestros sentidos ciega                       
               el enemigo de toda
               la humana naturaleza.
               Dad limosna a San Francisco;
               que no hay empleo que tenga
               tan segura la ganancia,                           
               pues todo el cielo granjea.
               Dadle a Dios algo; que el pobre
               es su semejanza mesma.
               No le cerréis, ciudadanos,
               a la piedad las orejas.                           
ANTOLÍN:       ¿Mas que en vez de pan volvemos,
               padre, cargados de leña,
               si no calla?

Salen el GOBERNADOR y criados, y LUZBEL, detrás de él
LUZBEL:                      (No permitas     Aparte
               que ciudad que tú gobiernas
               alboroten estos frailes                           
               que ser humildes profesan.)
GOBERNADOR:    ¿Qué voces son éstas, padres?
               ¿Por qué la ciudad alteran?
GUARDIÁN:      Gobernador generoso,
               doy voces porque nos niegan                       
               la acostumbrada limosna
               con que el perecer es fuerza;
               que mi religión ni tiene
               ni pueda tener hacienda.
               Sólo la piedad cristiana                   
               es quien la ampara y sustenta;
               pero está en segura finca
               ya que ésta es la vez primera
               que faltó a frailes franciscos,
               ni en la villa más pequeña,         
               el sustento.
LUZBEL:                     (Si les falta       Aparte
               ¿por qué la ciudad no dejan?)
GOBERNADOR:    Pues si esta ciudad es, padre,
               tan mala que sólo en ella
               les ha faltado el sustento,                       
               el irse donde le tengan
               será el más prudente medio
               y el más fácil.
GUARDIÁN:                     Quien gobierna
               tan ilustre y quien
               la ley de Cristo profesa,                         
               ¿eso responde?  ¿Qué más
               un alarbe respondiera?
LUZBEL:        (¿Esto sufres?)                    Aparte
GOBERNADOR:                    Pues, ¿conmigo
               habla con tal desvergüenza?
               Bastantes pobres tenemos                          
               naturales de esta tierra
               que ya trabajar no pueden
               y es la obligación primera
               de la ciudad sustentarlos,
               y es limosna más acepta                    
               que en ellos.  Váyanse luego.
               Quítense de mi presencia;
               que, ¡vive Dios...!
GUARDIÁN:                          Los infieles
               el pobre sayal respetan
               de mi padre San Francisco;                        
               y pues que tú le desprecias,
               siendo cristiano, sin duda
               mueve el demonio tu lengua.
GOBERNADOR:    No mueve sino la tuya
               porque justamente pueda                           
               castigar tu atrevimiento.
               Pregonad luego que, pena
               de perdimiento de bienes
               nadie en la ciudad se atreva
               a dar limosna a estos hombres.

Vase [el GOBERNADOR] y los criados
ANTOLÍN:       Ella es gente tan perversa
               que está de más pregonarlo.
GUARDIÁN:      ¡Que tan bárbara fiereza
               quepa en un pecho cristiano!
               ¡Qué más Diocleciano hiciera?

Dentro
GOBERNADOR:    ¡Echadlos de aquí o matadlos!
ANTOLÍN:       Buena la hemos hecho.

Dentro
VOCES:                             ¡Mueran!
LUZBEL:        (No es eso lo que pretendo.)     Aparte
ANTOLÍN:       ¡Por Dios, que nos apedrean!
               Huyamos, padre, al convento                       
               pues que le tenemos cerca.
GUARDIÁN:      Gente sin fe, deteneos.
ANTOLÍN:       Corra; que en la diligencia
               consiste en salvar las vidas.

Dentro
VOCES:         ¡Mueran estos frailes, mueran!               
ANTOLÍN:       Aprisa, padre.
GUARDIÁN:                     Dios mío,
               ¿qué persecución es ésta?

Vanse los dos
LUZBEL:        Logré, a pesar de Francisco,
               mi intento.  Ya será fuerza
               que el convento desamparen.                       
               Pero, ¿qué resplandor ciega
               mi vista?

Aparecen el NIÑO JESÚS, cubierto el rostro con un velo, y SAN MIGUEL
SAN MIGUEL:                Infernal serpiente,    
               yo humillaré tu soberbia.
LUZBEL:        ¿Miguel?
SAN MIGUEL:              ¿Cómo imaginaste,
               no ignorando la promesa                           
               que hizo el Criador a Francisco,
               quitarle el sustento puedan
               de tu envidia los engaños?
LUZBEL:        Ninguno, con más certeza
               que yo, sabe que no puede                         
               faltar su palabra inmensa;
               mas faltar su confïanza
               puede, y ya su gran fineza,
               que ya, si aún no les falta,
               indecisa titubea;                                 
               pero mi triunfo no estriba
               en que estos hombres no tengan
               el alimento preciso
               sino en los que se le niegan.
SAN MIGUEL:    Pues tú mismo lo que has hecho             
               deshaz, para que obedezca
               Ludovico la ley santa.
LUZBEL:        ¿Yo contra mí mesmo?  ¡Pesia
               mi desdicha!
SAN MIGUEL:                  Y fabricar
               otro convento en que tenga,                       
               a pesar tuyo, Francisco
               más hijos de su obediencia.
LUZBEL:        Pues yo, ¿cómo?
SAN MIGUEL:                      No repliques.
               Lo mismo has de hacer que hiciera
               Francisco.  Ve a su convento,                     
               y a sus frailes con prudencia,
               el querer desampararle
               reprehende, y por tu cuenta
               corre desde hoy su alimento,
               y ha de ser para que puedan                       
               sustentar algunos pobres,
               como lo manda la regla
               que Dios dictó.  Parte luego,
               y hasta tener orden nueva,
               lo que te mando ejecuta                           
               sin que en nada retrocedas
               porque otra vez a Francisco
               en sus frailes no te atrevas.

Va subiendo la apariencia poco a poco mientras LUZBEL dice estos versos
LUZBEL:        Preciso es; mas permitidme
               que de tan crüel sentencia                   
               mis sentimientos apelen
               al alivio de la queja.
               Vos, ¿no le disteis al hombre
               porque a lo mejor atienda,
               dejando aparte los cinco                          
               sentidos, las tres potencias?
               ¿A la voluntad no basta
               su entendimiento por rienda?
               También al entendimiento,
               ¿su memoria no le acuerda                    
               la brevedad de la vida,
               que hay muerte, que hay gloria y pena?
               Si esto no basta, ¿no tiene
               celestial inteligencia
               que le auxilia por instantes?                     
               Bien ventajoso pelea
               que yo no tengo más armas
               que su natural flaqueza.
               Si éstas vuestra soberana,
               absoluta omnipotencia                             
               no solamente me quita
               tantas veces que use de ellas,
               sino hoy me manda que yo
               contra mí mismo las vuelva,
               ¿para qué son permisiones?            
               Sálvense todos, no tenga
               el hombre voluntad propia.
               Sólo se cumpla la vuestra;
               pero, ¿para qué me canso
               si el ejecutarlo es fuerza?                       
               Porque, a mi pesar, los hombres
               a obedeceros aprendan.

A un tiempo se cubre la apariencia, vase LUZBEL, y salen el GUARDIÁN, fray ANTOLÍN, fray PEDRO, y fray NICOLÁS
 

ANTOLÍN:          A tanto extremo ha llegado.
GUARDIÁN:      Padre, ¿eso ha sucedido?
ANTOLÍN:       Milagro patente ha sido                           
               el haber vivos llegado.
NICOLÁS:          Jamás en tan grande aprieto
               convento nuestro se vio.
GUARDIÁN:      Limosna tal vez faltó
               mas perderles el respeto                          
                  con extremo semejante,
               tan a cara descubierta,
               no se ha visto.
ANTOLÍN:                      Hasta la puerta
               llegó el escuadrón volante
                  de muchachos, disparando                       
               piedras, y uno dijo:  "Ésta
               vaya del lego a la testa."
               Pero no se fue alabando
                  el mancebo, ¡voto a tal!,
               del intento aunque fue vano;                      
               que yo llevaba en la mano
               como un puño un pedernal,
                  y a darle las gracias fue.
GUARDIÁN:      Pero, ¿le hizo algún mal?
ANTOLÍN:                                 No.
               Las narices le aplastó.                    
GUARDIÁN:      ¿Qué dice, hermano?
ANTOLÍN:                           Sí, a fe.
GUARDIÁN:         Pero, ¿le hizo sangre?
ANTOLÍN:                                 Risa
               me da; pues, ¿no era forzoso?
GUARDIÁN:      ¡Jesús!  ¡Sangre en un religioso!
ANTOLÍN:       A bien que no soy de misa.                        
PEDRO:            Padre Guardián, ya nos vemos
               con tan gran necesidad
               que salir de esta ciudad
               luego es fuerza.  No esperemos
                  a que después no podamos.               
NICOLÁS:       El esperar a mañana,
               padre, es esperanza vana,
               y de la suerte que estamos,
                  otro día más pudiera
               con las vidas acabar.                             
GUARDIÁN:      A poderlo remediar
               con la mía, la perdiera
                  gustoso en esta ocasión
               por lo que se ha decir
               y porque lo ha de sentir                          
               toda nuestra religión.
ANTOLÍN:          Sólo por la fe la vida,
               padre, se debe perder;
               mas morir de no comer
               es necedad conocida.                              
                  Que al derecho natural
               ningún precepto prefiere;
               y el primero que yo viere
               con pan, por bien o por mal,
                  conmigo habrá de partir                 
               aunque un obispo le traiga.
               Y si no, caiga el que caiga.
GUARDIÁN:      ¿Eso un fraile ha de decir?

ANTOLÍN:          Y lo haré.
NICOLÁS:                     Padre Guardián,
               nuestro padre San Francisco                       
               manda que, si no quisieren
               en algún pueblo admitirnos,
               pasemos donde seamos
               con caridad recibidos;
               sin que prevenir pudiera                          
               que donde la ley de Cristo
               profesan nos maltrataran,
               ni que hubiera tan impío
               Gobernador que mandara,
               pena de bienes perdidos,                          
               que nadie nos dé limosna.
GUARDIÁN:      Padres, ya estoy convencido.
               En su custodia llevemos
               el Sacramento Divino
               descubierto hasta salir                           
               de la ciudad, que no fío
               de esta gente.  Las reliquias
               llevar también es preciso
               repartidas entre todos.
ANTOLÍN:       Y el hermano jumentillo                           
               las casullas y ornamentos
               llevará si es que está vivo
               porque ayer le hallé comiendo
               de su refectorio mismo
               la mesa.
GUARDIÁN:               Vamos.

Sale LUZBEL, vestido de fraile
LUZBEL:                          Deo gratias,      
               hermanos.  (¡Fiero castigo!)       Aparte
GUARDIÁN:      ¡Válgame Dios!  ¿Quién es, padre?
               Que de verle aquí me admiro.
ANTOLÍN:       ¿Por dónde ha entrado este fraile?
NICOLÁS:       Por la puerta no ha podido                        
               que yo la cerré.
LUZBEL:                         No hay puerta
               cerrada al poder divino.
               Él es quien, sin que pudiera
               excusarme, me ha traído
               desde tan ignoto clima,                           
               que el puesto donde yo asisto
               en mi vocación constante,
               el sol, general registro
               o le perdonó por pobre
               o dejó por escondido.                      
GUARDIÁN:      Dígame, ¿qué nombre tiene?
LUZBEL:        Mi nombre es y mi apellido
               fray Obediencia Forzado,
               de antes Querub...
ANTOLÍN:                          Vizcaíno
               debe de ser el tal fraile.                        
GUARDIÁN:      Parece varón divino.
ANTOLÍN:       Bien su palidez lo muestra.
LUZBEL:        Pues jamás tan encendido
               tuve el espíritu.
GUARDIÁN:                          Padre,
               díganos pues a qué vino;            
               que nos tienen recelosos
               sus palabras y el prodigio
               de entrar cerradas las puertas.
               (Algún engaño imagino        Aparte
               de nuestro común contrario.                
               ¡Temblando estoy!)
ANTOLÍN:                           Yo apercibo
               hisopo y agua bendita
               por si acaso es el maligno.
LUZBEL:        No temen, y esténme atentos.
               Orden traigo de Dios mismo                        
               a boca de reprehenderles
               la poca fe que han tenido
               los que siguen la bandera
               del gran alférez de Cristo.
               ¿La plaza que les entrega                    
               desamparan fugitivos?
               No ha dos días naturales
               que puso en contrario el sitio.
               ¿Cómo desmaya tan presto
               de vuestra esperanza el brío?              
               Los que debieran ser rocas,
               de corazones impíos
               a los embates, ¿qué oponen,
               siendo culpa lo indeciso,
               a riesgos amenazados,                             
               temores ejecutivos?
               Sabiendo que a nuestro padre
               prometió Dios que a sus hijos
               no faltaría el sustento,
               ¿incurren en un delito                       
               tan grande como el pensar
               que pueda lo que Dios dijo
               faltar?  (¡Que yo tal pronuncie!)    Aparte
               Crean...(¡Volcanes respiro!)       Aparte
               ...que cuando de todo el orbe                     
               cerraran a un tiempo mismo
               los vivientes racionales
               a la piedad los oídos,
               los ángeles les trajeran
               el sustento prometido                             
               de su Criador, o el demonio
               porque fuese más prodigio.
ANTOLÍN:       Con el fervor echa llama
               por los ojos.
GUARDIÁN:                     Padre mío,
               bien se ve que es envïado                    
               de Dios, pues tanto han podido
               sus palabras que mil vidas
               diera primero a los filos
               de la hambre, que dejar
               de mi padre San Francisco                         
               la casa.
PEDRO:                     No habrá ninguno
               de sus verdaderos hijos
               que no dé por Dios la vida.
NICOLÁS:       Y estarán todos corridos,
               padre, de haber intentado                         
               volver al espalda al peligro.
LUZBEL:        (Lo que fue natural miedo
               en mérito han convertido.
               ¡Qué presto a lo mejor vuelven
               los que de Dios asistidos                         
               están!)
ANTOLÍN:              Padre, ésta es pregunta.
               Estándome yo quedito,
               sin buscar algo que coma,
               ¿será padecer martirio
               por Dios el morir de hambre?                      
LUZBEL:        Juzgo que no; mas le afirmo
               que coma muy presto.
ANTOLÍN:                             Luego,
               fuera mejor, padre mío;
               que ya se cierra el gaznate.
LUZBEL:        Hermanos, con sacrificios                         
               satisfagan la amorosa
               queja del Autor Divino.
               De su alimento me encargo
               desde luego haciendo oficio
               de limosnero.  
ANTOLÍN:                      ¿Limosnas                     
               en esta ciudad?  Me río.
LUZBEL:        Presto saldrá de este engaño;
               que el hermano ha de ir conmigo.
ANTOLÍN:       Yo no me atrevo.
LUZBEL:                          No tema,
               fray Antolín.
ANTOLÍN:                      ¿Quien le dijo                
               mi nombre?
LUZBEL:                     Yo le conozco.
               Padre Guardián.  No dé indicio
               de temor.  Abra esas puertas.
GUARDIÁN:      (Éste es ángel.  No replico.)      Aparte
ANTOLÍN:       Alguna sarna se cura                              
               el padre; que el olorcillo
               es de azufre.
GUARDIÁN:                    (Mas ya el cielo      Aparte
               me da de quién es aviso.
               ¡Válgame Dios!)
LUZBEL:                          A los frailes
               anime; que están rendidos.                 
GUARDIÁN:      (Encubrir este portento             Aparte
               por los frailes es preciso.)
LUZBEL:        Váyanse al coro y no teman;
               que mientras yo les asisto,
               seguro estará de lobos                     
               este redil de Francisco.
GUARDIÁN:      (Sí, pues ya Dios en triaca      Aparte
               el veneno ha convertido.)

Vanse el GUARDIÁN, fray PEDRO y fray NICOLÁS, y quedan solos fray ANTOLÍN y LUZBEL
LUZBEL:        Tome las arguenas, padre,
               porque traiga lo preciso                          
               esta noche; que mañana
               se llevará el jumentillo.
ANTOLÍN:       Yo creo que volveremos
               al convento con lo mismo
               que llevamos.
LUZBEL:                       Tan cargado                        
               ha de volver, sin pedirlo,
               que ha de llegar al convento
               muy cansado.
ANTOLÍN:                     Y aun molido
               si me encuentran los muchachos.
LUZBEL:        No tema, pues va conmigo;                         
               que mientras les asistiere
               no hay que recelar peligros.
ANTOLÍN:       Pues, ¿por qué?
LUZBEL:                       Porque ya tiene
               su mayor contrario amigo.

 

FIN DE LA PRIMERA JORNADA


 

JORNADA SEGUNDA

 

Salen el GUARDIÁN, fray PEDRO, y fray NICOLÁS
PEDRO:            Él es varón prodigioso,          
               padre Guardián.  Sus portentos
               el ser humano desmienten. 
GUARDIÁN:      De muchos santos leemos,
               padre, portentos tan grandes
               y eran humanos.
NICOLÁS:                       Es cierto,                        
               y que podía Dios en éste
               obrar lo que en aquellos
               y más, si fuere servido.
PEDRO:         Claro está; pero no es eso
               lo que nos tiene confusos                         
               sino ignorar en qué reino
               o en qué provincia este santo
               tomó el hábito; porque esto
               ni él ha querido decirlo
               ni hemos podido saberlo                           
               con que juzgo que no es fraile.
GUARDIÁN:      (Ni aun quisiera parecerlo.)     Aparte
NICOLÁS:       Yo he pensado que es Elías
               porque manda con imperio
               notable y con aspereza.                           
GUARDIÁN:      (No asistiera en tan ameno       Aparte
               país.)
PEDRO:                 Yo creo que es ángel.
GUARDIÁN:      (Puede ser, pero no bueno.)      Aparte
PEDRO:         Porque sufrir cada día
               un trabajo tan inmenso                            
               como andar la ciudad toda
               y asistir en el convento,
               que labra con tanta priesa,
               trabajando y disponiendo
               y hallarse presente en casa                       
               cuando importa, siendo cuerpo
               humano, fuera imposible
               sin que tal vez por lo menos
               el cansancio le rindiera.
GUARDIÁN:      Sólo asegurarle puedo,                     
               padre, que Dios le ha envïado;
               no examinemos sus misterios.
               A fray Forzado obedezcan
               en todo, pues cuanto ha hecho
               y cuanto ha mandado es justo;                     
               que yo también le obedezco
               y soy su guardián.

Sale fray ANTOLÍN
ANTOLÍN:                           No hay parte
               segura de este hechicero.
               Dos gazapos me ha sacado
               que escondí en un agujero                  
               con una vara de hondo.
               Por mi mal vino al convento.
               Él ha dado en perseguirme.
GUARDIÁN:      Fray Antolín, pues, ¿tan presto
               se vuelve a casa?
ANTOLÍN:                         Sí, padre,               
               que dos veces el jumento
               y yo venimos cargados
               y es fuerza volverme luego;
               que quedan muchas limosnas 
               por traer.
GUARDIÁN:                   Gracias al cielo.                    
               ¿Dónde queda fray Forzado?
ANTOLÍN:       No sé; que sólo le veo
               cuando él quiere que le vea.
               En la obra del convento
               que labra está todo el día;         
               pero no deja por eso
               de entrar en más de mil casas.
               Él camina más que el viento
               y trabaja por cien hombres.
               En la fábrica un madero                    
               no le pudieron subir
               veinte hombres.  Llegó a este tiempo
               y asiéndolo por el cabo
               a no agacharse tan presto
               los que arriba le esperaban                       
               los birla y vienen al suelo.
GUARDIÁN:      Ésa, bien se ve que es fuerza    
               sobrenatural.
ANTOLÍN:                     A tiempos
               está que parece un ángel
               y otras veces en el cielo                         
               pone los ojos y brama
               como un toro, y yo sospecho
               que, aunque él disimula, tiene
               muchos males encubiertos,
               y sin duda que son llagas;                        
               que huele muy mal el siervo
               de Dios.
GUARDIÁN:               Calle; que ya viene.

Sale LUZBEL
LUZBEL:        Deo gratias.
GUARDIÁN:                   En la tierra y cielo
               se las den ángeles y hombres.
ANTOLÍN:       Temor me causa y respeto.                         
PEDRO:         Y a todos.
GUARDIÁN:                 Sea bien venido
               su caridad.
LUZBEL:                      Vaya luego
               fray Antolín a la casa
               de don César que allá dejo
               seis aves y unas conservas.                       
               Tráigalas y al enfermero
               las entregue.
ANTOLÍN:                     Voy volando.
               Venga conmigo, fray Pedro.

Vanse
GUARDIÁN:      ¿En qué estado tiene, padre,
               fray Obediencia, el convento                      
               que labra?
LUZBEL:                   Ya está acabado.
GUARDIÁN:      ¿De todo punto?
LUZBEL:                         El blanqueo
               le falta.
GUARDIÁN:                Que me ha admirado
               la brevedad le confieso.
LUZBEL:        Pues habiendo cinco meses                         
               que se abrieron los cimientos,
               me han parecido cien años.
               Más de mi parte no he puesto
               sino el hallarme presente
               a todos, buscar dinero                            
               y trazar la arquitectura;
               pero, si el Autor Eterno
               me lo hubiera permitido,
               en cinco días y en menos
               hiciera más que cien hombres               
               en cinco meses han hecho.
GUARDIÁN:      (No darme por entendido         Aparte
               será mejor.)  ¡Bien lo creo!
               Pero Dios no hace milagros
               sin necesidad de hacerlos.                        
LUZBEL:        El milagro yo le hiciera;
               que bastante poder tengo
               si Dios no me lo coartara.
GUARDIÁN:      Ya de quién es estoy cierto;
               no ha menester explicarse.                        
LUZBEL:        No lo ignoro.
GUARDIÁN:                     Y de que es menos
               su poder que el de mi padre
               San Francisco.
LUZBEL:                      El valimiento,
               padre Guardián, que su padre
               tiene con el Rey Eterno,                          
               es su poder, y que es grande
               por esa parte confieso;
               mas no es poder el poder
               que necesita del ruego.
GUARDIÁN:      Pues, ¿qué poder no procede           
               del de Dios?
LUZBEL:                       No argumentemos.
               Tenga humildad; que conmigo
               el que sabe más es lego. 
GUARDIÁN:      Eso nunca lo he dudado;
               mas no pudo, por lo menos,                        
               con cuanto puede y alcanza,
               lograr su mayor deseo.
LUZBEL:        ¿No?  Pues diga, padre, ¿en mí
               qué castiga Dios?
GUARDIÁN:                        Su intento.
LUZBEL:        Él es muy buen religioso,                  
               padre Guardián, pero necio.
               Cuando yo llegué, ¿no estaban
               cobardemente resueltos
               a dejar él y sus frailes
               desamparado el convento?                          
               Luego de parte suya
               logré mi intención, supuesto
               que, por mirarlos vencidos,
               se puso el Criador en medio.
               Déle gracias del prodigio                  
               que mira; pero creyendo
               que, a ser su constancia más,
               fuera mi castigo menos.
GUARDIÁN:      (Muy bien me ha mortificado.)      Aparte
LUZBEL:        Es preciso hacer lo mesmo                         
               que, vivo, hiciera Francisco.
               Mire si pesar tan fiero
               será mortificación
               mayor, sobre el vituperio
               de que el sayal de Francisco                      
               me disfrace, aunque supuesto.
GUARDIÁN:      Nunca se vio tan honrado
               desde que cayó del cielo.
LUZBEL:        La memoria le ha faltado
               con el desvanecimiento                            
               que le ha dado, pues se olvida
               de que su origen primero
               procede de polvo o barro.
GUARDIÁN:      No me olvido.  Bien me acuerdo
               de que Dios al primer hombre                      
               de aquel barro damasceno
               hizo con sus propias manos;
               y el ángel le costó menos
               cuidado, pues con un fiat...
LUZBEL:        Esa materia dejemos                               
               que ni es de aquí ni él la sabe;
               además de que no tengo
               permisión de responderle.
               ¿Cuándo quiere que empecemos,
               padre, la fundación nueva?                 
GUARDIÁN:      Si le parece, sea luego.
LUZBEL:        A mí me importa.  ¿Qué frailes
               la han de empezar?
GUARDIÁN:                         Yo no puedo
               nombrarlos.  A cargo suyo
               está elegir los sujetos                    
               y el número.  Por mi cuenta
               corre sólo el cumplimiento
               de todo lo que ordenare.
LUZBEL:        ¡Qué falso está!  Pero el tiempo
               llegará presto en que pase                 
               otra vez de extremo a extremo.
GUARDIÁN:      Dios querrá que tus astucias
               nos den más merecimientos.
LUZBEL:        Si Dios lo ha de hacer, no dudo
               que será fácil; mas ellos           
               ya sé yo cómo pelean.
GUARDIÁN:      Que soy de barro confieso.
LUZBEL:        Mire que ya sus ovejas
               entran a pacer, y pienso
               que al pastor esperan.  Vaya,                     
               y cuide de que, en comiendo,
               no se esparzan porque puede
               perderse alguna.
GUARDIÁN:                       Yo creo
               que es ociosa diligencia;
               mas él las guarde si hay riesgo,           
               pues Dios le ha traído a ser
               de sus ovejas el perro.

Vase
LUZBEL:        Fuerza será, pues rabiando
               morder a ninguna puedo;
               mas de otra suerte algún día        
               yo y el pastor nos veremos.

Vase. Salen FELICIANO y JUANA
FELICIANO:        ¿Salió Ludovico ya?
JUANA:         Sí, mas te cansas en vano;
               que a no verte, Feliciano,
               resuelta mi ama está.                      
FELICIANO:        ¡Tanto rigor!
JUANA:                           No es rigor;
               que antes me ha dado a entender...
FELICIANO:     ¿Qué?
JUANA:               ...que el no quererte ver
               nace de tenerte amor;
                  que es virtuosa y honrada                      
               y dice que aun el más leve
               pensamiento excusar debe
               pues ya, en fin, está casada.
                  Su padre anduvo crüel.
FELICIANO:     Al fin ella fue vencida.                          
JUANA:         ¡Y mire a quién!  Mejor vida
               pasáramos en Argel.
                  No se ha visto hombre tan fiero
               si algún pobre se le llega,
               y más mientras más le ruega.        
               Sólo un fraile limosnera
                  de San Francisco porfía
               y le trae desesperado.
               Ni una limosna le ha dado
               pero él viene cada día              
                  y le ha querido matar;
               pero sólo con que el santo
               le mire, le pone espanto
               y no se atreve a llegar.
                  A un pobre ayer un crïado                 
               un poco de pan le dio,
               y al punto le despidió
               después de muy mal tratado.
                  Mi señora no ha tenido
               moneda de plata o cobre                           
               con que dar limosna a un pobre
               ni él lo hubiera consentido.
                  De esto está tan afligida
               mi ama y con tal temor
               que el verle la causa horror.                     
FELICIANO:     Juana, aunque doy por perdido
                  mi esperanza, le ha de hablar
               esta vez, quiera o no quiera;
               pero será la postrera.
JUANA:         Pues si lo quieres lograr,                        
                  a esa cuadra te retira;
               que sale y se ha de volver
               luego que te llegue a ver.
FELICIANO:     Bien dices.

Éntrase
OCTAVIA:                     ¡Qué mal lo mira
                  el padre que, solamente                        
               en su codicia fundado,
               a su hija la da estado!
               Que la mujer más prudente,
                  si a su esposo aborreciendo
               está y a otro tiene amor,                  
               bien podrá guardar su honor
               pero vivirá muriendo.
                  ¡Juana!
JUANA:                   ¿Que siempre has de estar
               hablando contigo?
OCTAVIA:                          Sí.
JUANA:         Feliciano ha estado aquí.                  
OCTAVIA:       No le vuelvas a nombrar,
                  si algún gusto quieres darme,
               mientras yo presente esté.
JUANA:         De aquí adelante lo haré.

Sale FELICIANO
FELICIANO:     ¿Qué?  ¿Ya te ofende el nombrarme?                                    
                  

OCTAVIA:          Sí, Feliciano, y el verte
               mucho más.  Vete al instante
               o iréme yo.
FELICIANO:                  Tente.
OCTAVIA:                            Suelta.
FELICIANO:     Vive Dios, que has de escucharme
               sola esta vez; que en mi vida                     
               volveré a verte ni hablarte.
OCTAVIA:       Di pues, y verás que en ti
               no hay razón para culparme.
FELICIANO:     Pues, ¿cómo negarme puedes
               que más de un mes me ocultaste             
               el intento, que sabías
               de tu interesado padre?
               Si amenazas ni violencias
               fueran disculpa bastante,
               aun eso no tienes, puesto                         
               que no intentó violentarte.
               ¿Qué disculpa tener puede
               una mujer de tu sangre
               de haber rompido palabra
               que tantas veces firmaste?                        
               No sólo no replicaron
               tus labios ni tu semblante,
               mas fue menester mentir
               para que te desposasen,
               pues dijiste que jamás                     
               palabra le diste a nadie;
               y en este papel postrero
               que eras mía confesaste.
               Certificaciones tuyas
               son éstas con que pagaste                  
               diez años que, en guerra vida
               de amor, seguí tu estandarte,
               haciendo mi fe la posta,
               todo este tiempo constante,
               las noches en tus ventanas,                       
               los días en tus umbrales.
               Mujeres tan nobles...
OCTAVIA:                              Tente;
               que, aunque a mi decoro falte,
               has de saber que tú fuiste
               la causa de mis pesares.                          
               Algunas sospechas tuve
               de que intentaba sacarme
               mi padre, mas no certezas
               de que pudiese avisarte;
               pero mi padre mismo,                              
               como a primo de mi madre,
               te dio parte de mi empleo
               y en él presente te hallaste.
               ¿Por qué dices que aquel día
               se vio el pleito sin citarte?                     
               ¿Ni que le perdiste, puesto
               que no quisiste ganarle?
               ¿Para qué con tantos ruegos,
               si no habían de importarte,
               me pediste, Feliciano,                            
               que mis papeles firmase?
               ¿No te escribí ese papel
               postrero tres días antes
               de aquel infelice día?
               Pues si tú estabas delante,                
               y era sobrado instrumento
               para que lo embarazases
               pues digo en él que soy tuya,
               ¿por qué no lo presentaste?
               Primero que el sí le diera                 
               de mi desdicha a mi padre
               delante de tanta gente
               dije, volviendo a mirarte:
               "Ya llegó el lance forzoso."
               ¿Por qué entonces no llegaste?        
               ¿Fuera justo, Feliciano,
               callando tú, que yo hablase?
               ¿Qué importó que me sirvieras,
               hecho estatua de mi calle,
               soldado de Amor diez años,                 
               si en la ocasión me faltaste?

Quítale el papel
               Este papel dice--¡suelta!--
               "No hay de qué sobresaltarte;
               que esposa tuya es Octavia."                      
               ¿Quién es quien puede quejarse?       
               A voluntad tuya puse
               el plazo.  ¿Quién fuera parte,
               confesando yo ser mío,
               para dejar de cobrarle?
               Yo hice, en fin, Feliciano                        
               cuanto pude de mi parte.
               Arbitrio en tu pleito fuiste;
               contra mí le sentenciaste.
               Por ti padezco la pena
               de cautiverio tan grande                          
               y pesado que mi vida
               será el precio del rescate
               y, puesto que la ofendida
               soy, y tú quien te vengaste,
               vete, y no vuelvas a verme;

Rasga el papel
               porque si en estos umbrales
               pones las plantas, haré,
               ¡vive el cielo! que te mate
               Ludovico, a quien tú propio
               me vendiste, no mi padre                          
               puesto que los dos fuimos,
               yo infeliz y tú cobarde.

Vase. [LUDOVICO está] al paño
LUDOVICO:      ¿Qué escucho?  ¡Válgame el cielo!
FELICIANO:     ¿Que a tu decoro mirase
               entonces culpas, Octavia?                         
JUANA:         ¡Gentil disculpa!  ¿Pensaste
               que era pleito de revista?
FELICIANO:     ¡Sin mí estoy!
JUANA:                        Vete; que es tarde
               y vendrá su esposo.

Dentro
LUDOVICO:      ¡Hola!
JUANA:                   Mejor será que te halle          
               solo.  Adiós.

Vase
FELICIANO:                     Vete; que yo
               tengo disculpa bastante.

Sale LUDOVICO
LUDOVICO:      (¡Loco estoy!  "Que los dos fuimos,     Aparte
               yo infeliz y tú cobarde.")
FELICIANO:     ¿Ludovico?
LUDOVICO:                   ¿Feliciano?                     
FELICIANO:     A veros en este instante
               entré; mas ya me volvía.
LUDOVICO:      Ved si tenéis qué mandarme.
FELICIANO:     La hacienda mía de campo
               quisiera que vos compraseis;                      
               pero esto se ha de tratar
               muy despacio y ahora es tarde.
LUDOVICO:      Yo iré a buscaros.
FELICIANO:                         Adiós.

Vase
LUDOVICO:      Vuestra vida el cielo guarde.
               (Para que yo te la quite.)          Aparte 
               Pero mi peligro es grande
               porque son muchos sus deudos,
               y son los más principales
               de la ciudad, con que es fuerza
               cuando con la vida escape,                        
               el perder toda mi hacienda.
               Y si él primero fue amante
               de Octavia, y es ella el pleito
               que perdió, no es tan culpable
               en Feliciano mi ofensa.                           
               Este papel, al entrarse,
               Octavia rompió.  ¡Qué ciego
               es amor!  Pero el juntarle
               para que leerle pueda
               sin mucho espacio no es fácil.             
               Letra es de mujer.  Sin duda
               es de Octavia.  En esta parte
               dice  "Feliciano mío."
               ¡Respirando estoy volcanes!
               Ya declinó mi fortuna.                     
               En éste dice "asustarte."
               En ésta "Tuya es Octavia."
               Primero verás, infame,
               tu muerte, ¡viven los cielos!

Vuelve a arrojar los pedazos. [Está JUANA] al paño
JUANA:         ¿Que los pedazos dejase?                     
               Mas no ha reparado en ellos;                      
               no sé cómo los levante.

Sale JUANA
LUDOVICO:      ¿Qué quieres?
JUANA:                        Ando buscando
               pedazos de papel.
LUDOVICO:                         (Tarde       Aparte
               lo previno.)  ¿Para qué?              
JUANA:         Estoy con un mal de madre
               y el humo de los papeles
               me le quita.
LUDOVICO:                     No es tan fácil
               para tu mal el remedio.
JUANA:         Éste no es mal; que es achaque.            
LUDOVICO:      Así lo entiendo.  ¿Qué esperas?
               Vete de aquí.
JUANA:                        Que me place.
               (¡Jesús, qué cara!  Del mundo    Aparte
               me fuera por no mirarle.)

Vase
LUDOVICO:         No me toca a mí matar                   
               a Feliciano en rigor.
               A Octavia entregué mi honor
               y de ella le he de cobrar
               primero que a ejecutar
               llegue su vil hermosura                           
               mi afrenta, porque es locura
               el creer que, enamorada
               y a su disgusto casada,
               puede haber mujer segura.     

                  Mis manos en su garganta                       
               podrán impedir que acudan
               a sus voces las crïadas,
               y ahogada...  Pero ya culpa
               mi cólera la tardanza.

Al irse, sale LUZBEL por la misma puerta y le detiene
LUZBEL:        Dale a San Francisco alguna                       
               limosna.  (¡Que yo impidiera     Aparte
               de Octavia la muerte injusta!
               Mas Dios lo manda.)
LUDOVICO:                           No sé
               cómo no temes mi furia,
               fraile, fantasma o demonio.                       
               Sin duda tu muerte buscas.
               ¿Qué me persigues si sabes
               ya, por experiencias muchas,
               que en mí no ha de hallar limosna
               tu religión ni ninguna?                    
               ¿Qué me quieres?
LUZBEL:                           Reducirte;
               que la Omnipotencia suma
               me lo manda y es forzoso
               que con sus órdenes cumpla.
               Y puesto que le obedece                           
               quien de los filos y puntas
               de la invencible guadaña
               no puede temer la furia,
               obedece tú.  No esperes
               que el término de tus culpas               
               llegue; que está ya muy cerca.
               Dale, Ludovico, alguna
               parte a Dios de las riquezas
               que en esas arcas ocultas
               para que por ese medio                            
               puedas aplacar su justa
               indignación, y piadoso
               sus auxilios te reduzcan
               a restituir.
LUDOVICO:                   Detente.
               Que me admiro de que sufra,                       
               ¡viven los cielos!, mi rabia
               tus descompuestas locuras.
               ¿Yo limosna?  Vete luego;
               que mi hacienda, poca o mucha,
               mi fortuna me la ha dado.                         
LUZBEL:        Ludovico, no hay fortuna
               ni es la que tu hacienda llamas
               absolutamente tuya.
               Y no sólo la adquirida
               con viles cambios y usuras                        
               oro es toda de quien la goza,
               sino la del que madruga
               para el trabajo a la aurora
               comiendo de lo que suda.
               Todos los que en esos campos,                     
               tal vez con piadosa lluvia,
               de la tierra, común madre,
               rompen las entrañas duras,
               y en sus senos animosos
               por depósito sepultan                      
               del antecedente agosto
               la rica mies grana y rubia,
               después de muchos afanes
               y esperanzas mal seguras,
               como a dueño de la tierra,                 
               su diezmo a Dios le tributan.
               Y él lo entrega a sus ministros
               con orden de que consuman
               en sí solo lo que basta,
               conforme el puesto que ocupan.                    
               Y como sus mayordomos
               en los pobres distribuyan
               lo demás, que Dios en ellos
               todas sus rentas vincula.
               Cuantos adquieren riquezas                        
               con lo que al pobre le usurpan,
               no verán de Dios la cara
               si no es que la restituyan
               como les fuere posible.
               Y esto ninguno lo duda                            
               pues, ¿Cómo tú de la hacienda
               dueño absoluto te juzgas
               siendo corneja vestida
               de tantas ajenas plumas?
               Imprudente almendro, advierte                     
               que según mis conjeturas
               será de infinitas plantas
               escarmiento tu locura.
LUDOVICO:      En tu vida he de vengar,
               hipócrita, mis injurias.                   
LUZBEL:        No te muevas, que no sabes
               quién soy.  Atento me escucha.
               Mira que en ti solamente
               no hay resquicio ni disculpa
               porque el común enemigo                    
               de todos tu bien procura,
               no sólo por oprimido,
               mas también porque, sin duda,
               le ha de quitar muchas almas
               el ejemplo de la tuya.                            
               Goza ocasión tan dichosa.
               Ni tus potencias perturba
               ningún espíritu impuro
               ni tus sentidos ofusca.
               Justicia y misericordia                           
               tu arrepentimiento, ayuda.
               Mira que de su justicia
               la divina espada empuña,
               y que su inmensa paciencia,
               que es la vaina que la oculta,                    
               se ha cansado ya.  ¿Qué aguardas?
               Mira que ya la desnuda.
               Mira que el brazo levanta.
               Mira que el golpe ejecuta.
LUDOVICO:      Ya me arrepiento.
LUZBEL:                          (¡Oh, pese      Aparte                                                   

               al infierno!)  Pues, ¿qué dudas?
               La caridad es la puerta
               del perdón.  Por ella busca
               la entrada.  Dame limosna.
LUDOVICO:      Eso no.
LUZBEL:                ¡Vil criatura,                       
               peor que Luzbel te juzgo!
               Pues si él pudiera, sin duda
               fuera su arrepentimiento
               tan grande como su culpa,
               y tú, pudiendo, no quieres.                
LUDOVICO:      Pues esta vez, aunque huyas
               te he de matar.
LUZBEL:                       No te acerques
               porque haré que se reduzca
               tu forma a menos que a tierra;
               que aun eso no has de ser nunca.                  
LUDOVICO:      ¡Hola, Alberto, Celio!  Este hombre
               me atemoriza y asusta.

Salen ALBERTO, CELIO, OCTAVIA y JUANA
CELIO:         Señor, ¿qué mandas?
OCTAVIA:                           ¿Qué es esto?
ALBERTO:       ¿Por qué das voces?
JUANA:                             Sin duda
               que ha sido el fraile la causa.                   
LUDOVICO:      ¡Que en mi casa no se cumpla
               lo que mando!  ¿No os he dicho
               que no dejéis entrar nunca
               a este fraile?
CELIO:                        Por la puerta
               no ha entrado.
ALBERTO:                      Es cierto.
JUANA:                                    Sin duda               
               que es santo.
OCTAVIA:                      Padre, por Dios,
               que excuse una desventura.
LUZBEL:        A estorbar la vuestra vine.
OCTAVIA:       ¿La mía?
LUZBEL:                 Sí.
OCTAVIA:                     Fuera injusta.
LUZBEL:        Ya sé que está inocente             
               mas los indicios os culpan.
OCTAVIA:       Pues, ¿qué haré?
LUZBEL:                         Yo nada os puedo
               aconsejar; que la fuga
               es confesaros culpada.
OCTAVIA:       Yo espero en la siempre pura                      
               madre de Dios que me ampare.
LUDOVICO:      Hombre, vete y no presumas
               que mi firme intento muden
               tus palabras importunas;
               que aunque fueran mis riquezas                    
               las de Creso y Midas juntas,
               no hallarás en mí limosna.
LUZBEL:        No hemos menester la tuya.
               Tú necesitas de darla
               que a mis frailes sobran muchas                   
               pues que con ellas sustentan
               trescientos pobres en Luca.
               Ya te dejo; pero mira
               no añadas culpas a culpas;
               que está inocente quien piensas            
               que tu deshonor procura.
               (¡Que mi soberbia impaciente    Aparte
               en tan infame coyunda
               oprima el Criador Eterno!
               ¡Oh nunca, Francisco, oh nunca               
               a humildad tan poderosa
               se opusieran mis astucias!)

Vase
LUDOVICO:      (Éste sabe ya mi afrenta.      Aparte
               En la quinta, más oculta
               podrá estar su muerte en tanto             
               que pueda salir de Luca
               poniendo en salva mi hacienda.)

[Hablan aparte las dos]
JUANA:         Lo mejor será que huyas.
OCTAVIA:       ¿Eso dices, necia?
LUDOVICO:                          Octavia,
               este fraile me disgusta                           
               tanto que por unos días,
               por ver si en ella me busca,
               nos hemos de ir a la quinta.
               ¿Qué dices?
OCTAVIA:                    ¿Eso preguntas?
               ¿Qué puedo decir si sabes             
               que mi voluntad es tuya?
LUDOVICO:      Celio, haz poner la carroza.
               Tú, Alberto, para que suplas
               en los negocios mi ausencia,
               te quedarás.
ALBERTO:                    Pues tú gustas,               
               yo lo haré.
LUDOVICO:                    Vamos, Octavia.

[Hablan aparte las dos]
JUANA:         Mira que éste disimula
               su enojo para matarte.
OCTAVIA:       Mi inocencia me asegura.
LUDOVICO:      (Primero verás, infame,       Aparte                                           
        
               tu castigo que mi injuria.)

Vanse. Sale fray ANTOLÍN
ANTOLÍN:          El jumentillo mi maña
               envió con el donado
               y salga desafïado
               de mi hambre a la campaña.                 
                  Y esta vez la he de matar
               sin que la persecución
               de aqueste fraile Nerón
               de mí la pueda librar.
                  Cuanto yo escondo me quita,                    
               porque otro no puede ser,
               sin que me pueda valer
               la parte más exquisita.
                  Ningún regalo consigo
               que en manos suyas no caiga                       
               y me ha obligado a que traiga
               todos mis bienes conmigo.
                  Las mangas traigo rellenas.
               El peso, con la costumbre,
               no me dará pesadumbre                      
               y servirán de alacenas.
                  Mucho es que este fray Forzado
               con tal trabajo no enferme;
               porque ni come ni duerme
               que es espíritu he pensado.                
                  Porque lo que más asombra,
               yendo juntos por la calle,
               es cuando vuelvo a miralle
               que su cuerpo no hace sombra.
                  Otro convento fundando                         
               está ya, con prisa tanta,
               que todo el lugar se espanta;
               pero siempre regañando.
                  Dentro del pecho presumo
               que toma tabaco de hoja                           
               porque el aliento que arroja
               por las narices es humo.
                  Él me ha dado en perseguir
               y en no dejarme comer;
               mas hoy no le ha de valer                         
               porque él ha de presumir
                  que ya estoy en el convento
               y merendaré seguro.
               Ya estoy muy lejos del muro;
               en este altillo me siento,                        
                  que todo lo señorea
               porque si alguno pasare,
               primero que en mí repare,
               es fuerza que yo le vea.
                  Polla, empanada y pernil                       
               traigo; que es bueno imagino
               el pan, mas lo que es el vino
               puede arder en un candil.
                  A Heliogábalo me igualo
               y nunca el comer condeno                          
               si lo que se come es bueno
               porque todo es de regalo.
                  Yo, en fin, no tengo otro gozo;
               mi estómago es un abismo
               y cuanto como es lo mismo                         
               que si cayera en un pozo.
                  No ha de estar de manifiesto
               todo; conforme comiere
               saldrá, porque si viniere
               alguno, lo esconda presto.                        
                  Salga el pernil.

Sale LUZBEL
LUZBEL:                            ¡Qué crüel,
               Señor, os mostráis conmigo!
               ¿Yo amigo de mi enemigo?
               ¿Sirviendo al hombre Luzbel?
                  ¡Oh, pese a la pena mía!           
               ¿De Francisco sustituto
               es, oh Poder Absoluto,
               quien quiso dar luz al día?
                  ¡Basta tan fiero tormento!
               Y cuanto me habéis mandado,                
               Señor, está ejecutado;
               que de este rico avariento
                  la posterva obstinación
               sólo la podrá vencer
               vuestro absoluto poder.                           
               A estorbar la ejecución
                  de dar muerte a su mujer
               voy.  (Ya el lego se ha sentado
               a comer lo que ha ocultado
               de mí; mas no ha de comer                  
                  nada de lo que ha traído.
               De esta suerte haré que crea
               que no le he visto y me vea.)
ANTOLÍN:       ¡Pardiez, que no le ha valido
                  a fray...  ¡Válgame San Pablo!     
               ¿Cómo este fraile llega
               tan cerca sin verle yo?
               Santo es...mas no es sino diablo.

                  No me ha visto.

Guarda lo que estaba comiendo
LUZBEL:                           (Ya guardó     Aparte
               lo que a comer empezaba.)                         
ANTOLÍN:       Pues que no puedo escaparme.
               Preciso es llegar.  Deo gratias.
LUZBEL:        ¿Fray Antolín?
ANTOLÍN:                      Padre mío,
               ¿dónde va?
LUZBEL:                   Voy a la granja
               o quinta de Ludovico                              
               a impedir una desgracia;
               mas él, ¿a qué vino al campo?
ANTOLÍN:       Es que le médico me manda
               que ande todo lo que pueda
               y sea por tierra llana                            
               porque tengo humores gruesos.
LUZBEL:        Si en el comer se templara
               los humores consumiera.
               Seis frailes se sustentaran
               con lo que el padre Antolín                
               come.
ANTOLÍN:             No tengo otra falta.
LUZBEL:        De esa se originan muchas
               porque la regla relaja
               de su padre San Francisco.
               Y la devoción estraga                      
               también de sus bienhechores,
               viéndolo por las mañanas
               y aun por las tardes tomar
               chocolate en veinte casas.
ANTOLÍN:       Padre, lo que me dan tomo                         
               y esto mi regla lo manda.
LUZBEL:        Mas esto se entiende cuando
               con necesidad se halla.
ANTOLÍN:       Muchas veces he querido
               vencer de mi hambre el ansia;                     
               mas no he podido, que luego,
               con los regalos que sacan,
               me engaña el demonio.
LUZBEL:                               ¡Miente!
               Su flaqueza es quien le engaña.
               ¿Hale propuesto el demonio                   
               alguna vez, entre tantas,
               que la gula no es pecado?
ANTOLÍN:       No, pero gula se llama
               comer sin gana, y a mí
               jamás me faltó la gana.             
LUZBEL:        Su hambre y la sed que tienen
               los hidrópicos son falsas.
ANTOLÍN:       No tal; que cuanto yo como
               es salida por entrada.
LUZBEL:        ¿No come en refectorio                       
               de pan como de vianda
               la ración suya y la mía?
ANTOLÍN:       Sí, padre.
LUZBEL:                     Pues, ¿no le bastan?
ANTOLÍN:       Dos raciones son, hermano,
               para mí dos avellanas.                     
LUZBEL:        Que no reviente me admira.
ANTOLÍN:       Gracia ha tenido.
LUZBEL:                           Se engaña;
               que, a tener gracia, no hubiera
               perdido, hermano, mi patria.
ANTOLÍN:       ¿Su patria perdió por eso?            
LUZBEL:        Sí, porque perdí la gracia
               de mi rey y fue preciso,
               aunque a mi pesar, dejarla.
ANTOLÍN:       ¿Qué reino es ese?
LUZBEL:                            Está en clima
               tan remoto que argonauta                          
               ninguno le ha descubierto,
               y será noticia vana.
ANTOLÍN:       Pues, si no le han descubierto,
               ¿quién le trajo al padre?
LUZBEL:                                  ¿Cuántas
               veces he dicho a los padres                       
               que Dios?
ANTOLÍN:                 La boca me tapa.
               Allí vienen unos pobres.
LUZBEL:        ¡Ah, hermanos!
ANTOLÍN:                      ¿Por qué los llama?
               Déjelos; que andan buscando
               sitio para su matanza.                            
LUZBEL:        Lleguen, hermanos.
ANTOLÍN:                           Si aquí
               no podemos darles nada,
               ¿qué los quiere?
LUZBEL:                          Si tuviere
               necesidad, no faltara.

Salen tres POBRES
POBRE 1:       Nuestro santo limosnero                           
               es.
POBRE 2:             Padre mío.
POBRE 3:                          Bien haya
               quien por nuestro bien le trajo
               a Luca.
LUZBEL:                 (Y por mi desgracia.)     Aparte
               ¿Comieron en el convento?
POBRE 1:       Llegamos tarde.
ANTOLÍN:                        Eso es trampa;                   
               que a los tres, y yo presente,
               les dieron hoy su pitanza.
POBRE 1:       Pero tengo seis chiquillos
               y a mi mujer en la cama.
ANTOLÍN:       Si de esa suerte procrea,                         
               ¿quién a sustentarlos basta?
POBRE 2:       Pues yo tengo nueve, y nunca
               sale mi mujer de casa
               porque es manca y es tullida.
ANTOLÍN:       Nueve ha parido, ¿y es manca?                
               Váyanse con sus mujeres
               a una isla despoblada;
               que en poco tiempo pondrán
               un ejército en campaña.
POBRE 3:       Yo no tengo hijo ninguno;                         
               mas tengo un padre que pasa
               de noventa años.
ANTOLÍN:                          En vano
               refieren aquí sus plagas;
               vayan después al convento.
LUZBEL:        Mucho siento que no traiga,                       
               hermano, algún regalillo
               para la que está en la cama
               enferma.  Mírelo bien,
ANTOLÍN:       ¿Qué he de mirar?  ¿Es matraca?
LUZBEL:        Pues yo los llamé y es fuerza              
               que lleven algo...
ANTOLÍN:                           Pues haga
               que una docena de cuervos
               en los picos se lo traigan;
               que aquí no hay otro remedio.
LUZBEL:        Sí habrá.  Tengo confïanza     
               y a sus mangas eche, hermano,
               la bendición.
ANTOLÍN:                      (No hay humanas      Aparte
               diligencias contra este hombre.
               Él me vio comer.)
LUZBEL:                           ¿Qué aguarda?
ANTOLÍN:       Mejor será que eche el padre               
               la bendición a sus mangas
               y deje las manganetas.
LUZBEL:        No me replique palabra,
               porque haré...
ANTOLÍN:                      Ya le obedezco;
               pero de tan mala gana                             
               que no será de provecho.
LUZBEL:        La bendición ya está echada.
               Mire ahora lo que el cielo
               envía.
ANTOLÍN:                No envía nada.
               Güero salió este milagro.             
LUZBEL:        No gaste conmigo chanzas.
               Saque de la manga izquierda
               medio pernil, que ése basta
               para ese pobre y su padre.
ANTOLÍN:       Aquí no hay remedio.                       
POBRE 2:                           ¡[Extraña]        
               maravilla!
POBRE 3:                    Sí, por cierto.
LUZBEL:        Cocido está.
POBRE 1:                    ¡Cosa rara!
ANTOLÍN:       (Y aun digerido estuviera    Aparte
               si un instante se tardara
               el padre.)
LUZBEL:                     Déle a ese pobre.             
ANTOLÍN:       Mejor es que le reparta
               entre los tres.
LUZBEL:                        No le pido
               consejo.  Déle a Dios gracias,
               y tenga fe.
ANTOLÍN:                     (Los milagros    Aparte
               como éste se obran con mala.)              
LUZBEL:        Désele, pues.
POBRE 2:                      Venga.
ANTOLÍN:                               Tome.
               (Y mal provecho te haga.)      Aparte
LUZBEL:        Para este pobre que tiene
               a su mujer en la cama,
               saque una polla.
ANTOLÍN:                        Si hay polla                     
               que quede repuesta basta.
LUZBEL:        Ya le he dicho...
ANTOLÍN:                          No se enoje.
               (¡Los diablos lleven tu alma!)    Aparte
               Aquí está ya.  Tome.
POBRE 1:                             Y viene
               cocida y salpimentada.                            
ANTOLÍN:       (La salpimienta se vuelva       Aparte
               solimán.) 
LUZBEL:                    Una empanada
               que tiene dentro un gazapo
               y está en la derecha manga,
               saque al momento.
ANTOLÍN:                          Laus Deo.
               Tome.
POBRE 3:               Quien con Dios alcanza
               tanto, eternamente viva.
LUZBEL:        (Ésa es mi mayor desgracia.)     Aparte
               Saque un pan.
POBRE 1:                     Un pan es poco.
ANTOLÍN:       No hay más.
POBRE 1:                    Habrá sido mala               
               la cosecha, pues no envían
               más de un pan.
POBRE 2:                      Pan no nos falta.
POBRE 3:       Mucho nos dan, porque este año
               le abarató la abundancia.
ANTOLÍN:       Pues tierras hay que, aunque fuera                
               un pan cada gota de agua,
               lloviendo a pedir de boca
               el pan no se abaratara.
POBRE 1:       Padre, ¿habrá un trago de vino?
ANTOLÍN:       ¿Vino también?  ¡Calabaza!       
LUZBEL:        Pues saque una.
ANTOLÍN:                      Padre mío,
               advierta que es cargo de alma.
               Déjele para las misas;
               que es vino del cielo.
LUZBEL:                               En casa
               tienen de ese propio vino.                        
               ¿Qué espera?  La calabaza
               les dé.
ANTOLÍN:               Tomen; que mejor
               les diera calabazadas.
LUZBEL:        Ya se pueden ir.
POBRE 2:                         Primero
               nos deje besar sus plantas.                       
LUZBEL:        Apártense allá.
POBRE 3:                          No quiere
               que le agradezcamos nada.
LUZBEL:        Váyanse.
POBRE 2:                 Adiós, padre mío,
               (¡No vi aspereza tan santa!)

Vanse [los POBRES]
LUZBEL:        Diga, ¿parécelo justo                 
               hacer despensas las mangas
               de un hábito tan sagrado?
ANTOLÍN:       Padre...
LUZBEL:                  No me diga nada.
ANTOLÍN:       Por amor de Dios le pido
               que de esto se sepa nada                          
               ningún religioso, y déme
               su caridad mil patadas.
LUZBEL:        No lo sabrán, pero haré,
               si de enmendarse no trata,
               que el padre Guardián le envíe      
               sin el hábito a su casa
               o choza, donde comía
               después de estar con la azada
               trabajando todo el día,
               unos tasajos de cabra.                            
               En el refectorio coma
               cuanto le pidiera el ansia
               de su vil naturaleza;
               que hasta que la satisfaga
               le traerán lo que pidiere;                 
               mas no ha de tomar ni aun agua
               en otra parte.  Y advierta
               que no se me esconde nada.
ANTOLÍN:       Digo, padre fray Forzado,
               que haré todo lo que manda.                
LUZBEL:        Ya va llegando a la quinta
               Ludovico con Octavia.
ANTOLÍN:       ¿Desde aquí los ve?
LUZBEL:                            Mi vista
               mucho más lejos alcanza.
               Camine, Antolín, que allá           
               le aguardo.
ANTOLÍN:                   ¿Que allá me aguarda?
               Pues, ¿no iremos juntos?
LUZBEL:                                 No;
               que cuando del coche salgan
               es fuerza hallarme presente.
ANTOLÍN:       Pues si hay una legua larga,                      
               ¿cómo ha de llegar a tiempo?
LUZBEL:        A mí un instante me basta.

Vase
ANTOLÍN:       ¡Jesús mil veces!  El viento
               le llevó.  Ya no me espanta;
               que, sin haberle yo visto,                        
               tan cerca de mí llegara
               ni que por extenso viera
               cuanto traía en las mangas;
               mas pasarme todo un día
               comiendo una vez es chanza                        
               y, supuesto que no hay parte
               de su vista reservada,
               como me lo fueren dando
               lo esconderé en mis entrañas.

Vase. Salen FELICIANO y CELIO
            
CELIO:            Si dices que te ha avisado                     
               Juana de que receloso
               está ese hombre, ¿no es forzoso
               creer lo que ha recelado
                  si en su quinta estás primero
               que él llegue?
FELICIANO:                    O es cierto o no                   
               lo que Juana me avisó.
               Si es cierto, por caballero,
                  por primo suyo y amante
               a Octavia debo librar.
CELIO:         ¿Y quién te ha de asegurar            
               de si es cierto?
FELICIANO:                       Su semblante;
                  que si es cierto que ha sabido
               con verdad lo que ha pasado,
               yo soy el que le ha agraviado;
               que Octavia no le ha ofendido.                    
                  Y viéndome solo aquí,
               puesto que tiene valor,
               o yo lograré mi amor
               o él se vengará de mí.
                  Con los caballos espera,                       
               de esos robles encubierto.
CELIO:         ¿Por qué, si quedó Roberto
               con ellos?
FELICIANO:                   Porque pudiera,
                  si estamos dos, encubrir
               su intención, si es que la tiene;          
               mas ya la carroza viene.
               Sin duda quieren salir
                  de ella porque se ha parado.
               Vete.
CELIO:                 Acechando estaré
               y si importase, saldré;                    
               pero ten mucho cuidado
                  que es fiero.
FELICIANO:                        Él lo da a entender;
               pero de esto mismo infiero
               lo contrario; que no es fiero
               quien lo quiere parecer;                          
                  mas ganaré por la mano
               si al verme muda el color.
CELIO:         El plomo lo hará mejor.

Sale LUZBEL
LUZBEL:        ¿Adónde vais, Feliciano?
FELICIANO:        Padre...
CELIO:                       ¿Por dónde ha venido    
               el santo?
FELICIANO:               (Admirado estoy       Aparte
               y turbado.)  Padre, voy...
LUZBEL:        Ya sé lo que os ha traído.
                  Y no es justo que me espante
               querer en esta ocasión                     
               cumplir con la obligación
               de caballero y amante;
                  pero no paséis de aquí.
               Volveos por la arboleda
               sin que Ludovico pueda                            
               veros, y dejadme a mí;
                  que vos podréis en rigor,
               si os ayudare la suerte
               de Octavia excusar la muerte,
               mas no quitándola el honor;                
                  pues quien aquí me ha envïado,
               vida y honor le dará
               y a su esposo templará.
               Bien podéis ir confïado.
FELICIANO:        Advierta su caridad                            
               que este hombre le ha de perder
               el respeto, y puede ser
               que le arroje su maldad
                  a otro mayor desvarío.
LUZBEL:        Trayendo yo, Feliciano,                           
               orden de Dios, no hay humano
               poder que resista el mío.
CELIO:            Presto; que el coche han dejado.
FELICIANO:     Ya le obedezco gustoso,
               varón santo.
CELIO:                       ¡Prodigioso!                   
               En fin, de Dios envïado.

Vanse
LUDOVICO:         Señor, si por tantos modos
               podéis vos librar del riesgo
               a esta mujer, y también
               reducir a ese protervo,                           
               rebelde, avariento monstruo
               sólo con el querer vuestro,
               pues redujo la codicia
               del publicano Mateo,
               ¿por qué a mí me lo mandáis                                              
               sabiendo vos que no puedo?    
               Pero ya los dos se acercan
               y Octavia, aunque con recelo,
               viene animosa, fïada
               del justo devoto afecto                           
               que a la siempre virgen pura
               tiene.  Que la ampare creo;
               que inocencia y fe aseguran
               que es ya divino el empleo.
               Mas ya llegan.

Salen LUDOVICO y OCTAVIA
OCTAVIA:                         ¿Para qué,          
               cuando tan cerca tenemos
               la quinta, el coche dejamos?
LUDOVICO:      Pero eso mismo le dejo.
LUZBEL:        (Por causarle más espanto         Aparte
               hasta que quiera su intento                       
               ejecutar, no ha de verme,
               y entonces me pondré en medio.)
LUDOVICO:      Que sólo te traje, Octavia
               para dejar satisfecho
               mi agravio en tu infame vida.                     
OCTAVIA:       Tú te agravias en creerlo,
               porque yo no te he ofendido
               ni aun con solo el pensamiento;
               que si le hubiera tenido,
               bastante lugar y tiempo                           
               tuve de ponerme en salvo;
               pues de tu falso recelo
               me envió el cielo el aviso
               con el padre limosnero
               de San Francisco.
LUDOVICO:                         Pues ya                        
               ni ese mágico ni el cielo
               de mí han de poder librarte.
OCTAVIA:       Escucha.
LUZBEL:                  Tente, blasfemo;
               que si permisión tuviera
               de quien por fuerza obedezco,                     
               yo solo te convirtiera
               en cenizas con mi aliento.
LUDOVICO:      Tus descompuestas palabras
               confirman que tus portentos
               son en virtud del demonio;                        
               pero lograré mi intento,
               a tu pesar, con su muerte.
LUZBEL:        La tuya verás muy presto
               si no le pides perdón
               a Dios, y repartes luego                          
               en los pobres tus tesoros,
               pues tienen más parte en ellos
               que tú.
LUDOVICO:                ¡De cólera rabio!
               Encantador, embustero,
               ¿dónde te escondes?
OCTAVIA:                           ¡Señora,          
               pues vos sabéis que no tengo
               culpa, libradme de este hombre!
LUZBEL:        Advierte, pecador ciego
               que está tu fin muy cercano.
LUDOVICO:      Sombra o fantástico cuerpo,                
               si amenazas, ¿por qué huyes?
               Mas vengaré por lo menos
               en esta mujer mi agravio.

[Le mata a OCTAVIA con su espada]
LUZBEL:        Detente.
OCTAVIA:                 Sin culpa muero.
               ¡Virgen, dadme vuestro amparo!

Cae como muerta
LUDOVICO:      ¡Muere, infame!

Vase
LUZBEL:                             Pues, Eterno
               Señor, ¿cómo me impedís
               que con impulso violento
               guarde de Octavia la vida,
               pues de otra suerte no puedo?                     
               Ya dejándola por muerta,
               vuelve a la carroza el fiero
               homicida.

Sale fray ANTOLÍN
ANTOLÍN:                    Padre mío,
               ¿qué ha sucedido, que huyendo
               va Ludovico?
LUZBEL:                       Su vista                           
               le informará del suceso.
               ¿No ve a Octavia en ese campo?
ANTOLÍN:       ¡Jesús!  Pues, ¿no llegó a tiempo
               de impedirlo?
LUZBEL:                       A tiempo vine,
               mas sin duda fue decreto                          
               soberano.
ANTOLÍN:                 ¿No la absuelve?
LUZBEL:        Ya expiró; pero ¿qué es esto?
ANTOLÍN:       ¿De qué se ha quedado absorto?
LUZBEL:        Confuso estoy.
ANTOLÍN:                      Vamos presto,
               y llevémosla a la quinta.                  
LUZBEL:        (Algunos de sus portentos        Aparte
               quiere obrar Dios con Octavia.)
ANTOLÍN:       ¿A qué aguarda?  Vamos presto.
LUZBEL:        Que ni al infierno ha bajado
               el alma, ni subió al cielo,                
               ni ha entrado en el purgatorio,
               y naturalmente ha muerto.
ANTOLÍN:       Pues hace tantos prodigios
               por cosas que importan menos,
               a esta dama resucite,                             
               pues a sus ojos la han muerto;
               que es milagro obligatorio.
               (Ahora sabré de cierto          Aparte
               si éste es santo o es demonio;
               mas orando está.)

Baja en la tramoya que mejor parezca, una niña que haga la Virgen, acompañada de ángeles y llega hasta OCTAVIA y tócala con las manos
LUZBEL:                            (Ya veo       Aparte   
               de mi duda el desengaño;
               que, haciendo la tierra cielo,
               cercada de querubines,
               baja la madre del Verbo,
               la ocasión de mi delito,                   
               la causa de mi destierro.
               ¿Que sola una devoción
               que os tiene--¡de mí blasfemo!--
               a tanto extremo os obligue?
               Pues, ¿quién no es devoto vuestro     
               de cuantos a Dios conocen                    
               si no es yo, porque no puedo?)
ANTOLÍN:       (Con Dios, sin duda, está hablando;     Aparte
               que hace visaje y gestos
               como suelen las beatas.)                          
LUZBEL:        (¡Oh, reniego de mí mesmo!     Aparte

Póstrase
               Postraréme a pesar mío
               pues a la opresión que tengo
               me añade el Criador que sea
               testigo de mi tormento.)                          
ANTOLÍN:       Padre, padre, ¿con quién habla?
               ¡Jesús mil veces!  El fuego
               que arroja me ha chamuscado.
               Si acaso no es diablo, es cierto
               que es alma del purgatorio.                       
LUZBEL:        (Ya llega al cadáver yerto.
               Ya con sus divinas manos
               la toca, y a un mismo tiempo
               el alma a su mortal cárcel
               vuelve, y el vital aliento.                       
               Ya vuelve a ocupar su trono
               y ya su guardia, tendiendo
               las cuchillas de las alas,

Tocan, y vuelve a subir en la misma tramoya
               cortan con su Reina el viento.)
               Levante del suelo a Octavia,                      
               hermano.
ANTOLÍN:                 Solo no puedo;
               que pesa mucho un difunto.
LUZBEL:        Viva está.
ANTOLÍN:                    Como mi abuelo.
LUZBEL:        Haga lo que le digo
               sin replicar.
ANTOLÍN:                      Mas, ¿qué veo?         
               ¡Voto a tal, que se revuelve!

Salen FELICIANO y CELIO
FELICIANO:     Si tú le viste corriendo
               y solo, muerta es Octavia;
               pero aunque la oculte el centro
               de la tierra...
LUZBEL:                          Feliciano,                      
               reportaos.
FELICIANO:                  De vos me quejo
               más que del vil Ludovico.
OCTAVIA:       ¡Qué soberano consuelo!
               Mas, ¿qué es lo que estoy mirando?
ANTOLÍN:       Pues aquí no hay embeleco                  
               santo es a macha-martillo.
FELICIANO:     ¿Octavia mía?
LUZBEL:                       Teneos,
               Feliciano.
OCTAVIA:                   Padre mío,
               déjeme que bese el suelo
               que pisa.
LUZBEL:                  Apartad, señora;                 
               que la que es Reina del Cielo
               os dio la vida.
OCTAVIA:                      Y también
               su intercesión.
LUZBEL:                        (Esto siento        Aparte
               más que todas mis desdichas.)
OCTAVIA:       Que salgáis de Luca os ruego,              
               Feliciano.
FELICIANO:                Y aun de Italia
               toda salir os prometo
               si os volvéis con vuestro padre.
LUZBEL:        Hay mucho que hacer primero
               que de su ausencia se trate;                      
               quede este caso secreto
               por dos días, que conviene.
               Vos, Feliciano, volveos
               a la ciudad; que yo a Octavia
               pondré donde esté sin riesgo.       
FELICIANO:     Preciso es que obedezca;
               pero, ¿no sabré primero
               lo que ha pasado?
LUZBEL:                            Mañana
               que lo sepáis os prometo.
               Idos y llevad sabido                              
               que ha importado este suceso
               mucho a vuestro amor.
FELICIANO:                           Alegre
               con esta esperanza vuelvo.

Vase
LUZBEL:        Venid conmigo, señora;
               que esta noche por lo menos                       
               en casa de una devota
               nuestra quedaréis; que luego
               dispondrá lo que gustare.   
OCTAVIA:       Yo, padre mío, no tengo
               que disponer; mi albedrío                  
               a la elección suya dejo.
LUZBEL:        Vamos; que por el camino
               sabrá quién del suyo es dueño.
OCTAVIA:       Vamos.

Vase
LUZBEL:                  Antolín, camine.
ANTOLÍN :      Padre, de hambre no veo;                          
               por pan me llego a la quinta.
LUZBEL:        Camine; que en el convento
               comerá.
ANTOLÍN:                Padre, una legua
               es para mí mucho trecho
               y el estómago se afila.                    
LUZBEL:        Pues para que coma luego,
               yo haré que solo de un salto
               a la puerta del convento
               se ponga.
ANTOLÍN:                 Téngase, padre.
LUZBEL:        Mire si quiere...
ANTOLÍN:                           No quiero.                    
               Ya se me quitó la hambre.
LUZBEL:        Pues ande, y tenga por cierto
               que es mi poder más que humano.
ANTOLÍN:       Pues, ¿por qué me advierte de esto?
LUZBEL:        Porque me ha de hallar muy cerca                  
               cuando me juzgue muy lejos.
               Camine.
ANTOLÍN:                  Vuelvo a mi duda,
               porque no hay santo soberbio.

Vanse

FIN DE LA SEGUNDA JORNADA

 


JORNADA TERCERA

 

Salen OCTAVIA y JUANA
JUANA:            Admirada estoy, señora,
               de tu suceso.
OCTAVIA:                      Mi muerte,                         
               como te he dicho, fue un sueño
               tan gustoso que no puede,
               Juana, explicarte mi lengua
               tal gloria, siendo tan breve;
               pero el santo limosnero,                          
               que a todo se halló presente
               por inspiración divina,
               me informó de que la siempre
               virgen y madre, cercada
               de paraninfos celestes,                           
               en mi cuerpo, ya cadáver
               vio clara y distintamente
               poner sus sagradas manos.

Sale FELICIANO
FELICIANO:     Y a mí de la misma suerte                  
               me lo ha dicho.
OCTAVIA:                      Pues, ¿qué es esto?    
               ¿Cómo a entrar aquí te atreves?
FELICIANO:     ¿Cómo?  El dueño de esta casa
               me dio licencia de verte
               por tu deudo.
OCTAVIA:                      Mas no sabe
               que tú, Feliciano, eres                    
               quien me has puesto en el estado
               que estoy, y si no te vuelves,
               dejaré luego esta casa.
FELICIANO:     Ya cesó el inconveniente
               que tuvo el poder hablarte                        
               puesto que esposo no tienes.
OCTAVIA:       Aunque el padre fray Forzado
               me asegura que la muerte
               dirimió ya el casamiento,
               y a dejarme se prefiere                           
               libre sin estorbo alguno,
               no quiero yo que lo intente;
               que, aunque tanto le aborrezco,
               como satisfecho quede
               de mi inocencia y su engaño                
               Ludovico, he de volverme
               con él a vivir muriendo.
FELICIANO:     ¿Qué es volver?
JUANA:                        ¡Jesús mil veces!
               Pues, ¿con hombre tan sin alma,
               y tan sin Dios que no tiene                       
               seña alguna de cristiano,
               volverte, señora, quieres?
OCTAVIA:       Esto es forzoso.  Ya voy.
FELICIANO:     Primero que tú lo intentes,
               le he de quemar en su casa.                       
JUANA:         Bien pudiera, por hereje.
FELICIANO:     Con un hombre que la vida
               te quitó sin ofenderte;
               ¡vive Dios...!
OCTAVIA:                      Indicios tuvo
               para juzgar evidente                              
               su agravio; mas suponiendo
               que ya con él no volviese,
               nada conseguir pudieras
               con eso, porque aunque quede
               de mi voluntad el dueño                    
               y casarme resolviese
               contigo, ya no es posible.
FELICIANO:     Pues, ¿quién impedirlo puede?
OCTAVIA:       Tú, pues ocasión has dado
               de que con razón sospeche                  
               toda la ciudad que tuvo
               causa para darme muerte
               mi esposo, puesto que es fuerza
               que yo en el pleito confiese
               toda la verdad del caso,                          
               y que, aunque estoy inocente,
               pudo juzgarme culpada
               Ludovico, sin que fuese
               temeridad el creerlo.
FELICIANO:     ¿Y cómo desmentir quieres             
               esa sospecha?
OCTAVIA:                      Con solo
               no ser tuya se desmiente.
JUANA:         Señora, una vez creído
               maldito el remedio tiene.
OCTAVIA:       Sí, tendrá.
FELICIANO:                 Cualquiera es vano,                   
               porque, si preciso fuese,
               bien sabes que, si rompiste
               un papel, me quedan veinte
               y que están todos firmados.
OCTAVIA:       Y cuando no lo estuviesen,                        
               no los negara; mas ya
               de nada servirte puede
               presentarlos, pues es cierto
               que todos esos papeles
               proscribieron desde el día                 
               que, hallándote tú presente,
               mi infelice casamiento
               consentiste, pues no tienes
               que alegar causa ninguna
               que impedírtelo pudiese.                   
FELICIANO:     Causa tuve, y la más justa.
OCTAVIA:       Cuando infinitas tuvieses,
               no te valiera ninguna
               ya en el estado presente
               porque, cuando el juez el pleito                  
               en favor tuyo sentencie,
               apelaré a un monasterio
               porque satisfecho quede
               Ludovico de que nunca
               tuve intención de ofenderle.               
FELICIANO:     Oye, espera.
OCTAVIA:                     No me obligues
               a que dé voces; que el verte
               me causa horror.
JUANA:                           Es mentira.
FELICIANO:     No dudo que me aborreces.
OCTAVIA:       Necio fueras en dudarlo,                          
               pues tantas causas me mueven.
FELICIANO:     Escucha.
OCTAVIA:                Suelta.

Sale TEODORA
TEODORA:                         ¿Qué es esto?
OCTAVIA:       No es nada; pero no dejes
               entrar aquí a Feliciano.
TEODORA:       ¿Por qué, siendo tu pariente          
               y a quien le toca tu amparo?
OCTAVIA:       Ni de él puedo yo valerme,
               ni quiero.
TEODORA:                  Pues, ¿de quién pudo
               saber en tiempo tan breve
               mi casa y que en ella estabas?                    
               Que yo juzgué que viniese
               llamado de ti por Juana.

Sale fray ANTOLÍN, alborotado
ANTOLÍN:       Mucho ha sido defenderme
               de tantos.
JUANA:                    ¿Qué es eso, padre
               fray Antolín?
TEODORA:                      ¿De qué viene          
               tan alborotado?
ANTOLÍN:                          Hermana,
               ha dado en pensar la gente
               que soy santo desde el punto
               que fray Forzado, mi jefe,
               hizo un milagro a mi costa,                       
               y he menester esconderme
               por unos días.  Ahora,
               cogiéndome de repente
               con cuchillos y tijeras
               me embistieron más de veinte.              
               El hábito me quisieron
               cortar, y por defenderle,
               en muslos, piernas y brazos
               he sacado seis piquetes
               de la refriega.
FELICIANO:                    Pues, ¿cómo            
               con prodigios tan patentes,
               no se le llegan al padre
               fray Forzado?
ANTOLÍN:                      No se atreven
               porque los atemoriza
               con la vista solamente,                           
               tanto que todos se apartan.
               No ha habido santo como éste.
               Sólo porque no le toquen,
               no permite que le besen
               la manga; pero yo creo                            
               que el hábito es aparente
               y aun el cuerpo.
OCTAVIA:                         ¿Y hoy le ha visto?
ANTOLÍN:       No quisiera que él me viese.
FELICIANO:     Él fue, Octavia, quien me dijo
               adonde estabas.
OCTAVIA:                      No puede                           
               fray Forzado haberte dicho
               que es justo hablarme ni verme;
               que haberte dicho la casa
               sería porque supieses,
               como tu intención ignora,                  
               que estoy en parte decente,
               no para que en ella entraras.
FELICIANO:     Confieso que razón tienes;
               pero ya entré y has de oírme.
JUANA:         Poco en escucharle pierdes.                       
OCTAVIA:       Di; pero en vano te cansas.

Hablan los dos [aparte]
JUANA:         No digas lo que no sientes.
TEODORA:       Y el padre fray Antolín,
               de nuestro santo, ¿qué siente?
ANTOLÍN:       Que me tasa la comida,                            
               que aunque, sin otro relieves,
               mi ración como y la suya,
               porque él ni come ni bebe,
               me quedo como en ayunas;
               que mi estómago no enciende                
               lumbre para dos raciones;
               y cierto que es cosa fuerte
               quitarle a un hombre el sustento.
               Y no debo obedecerle
               contra el natural derecho                         
               porque yo corporalmente
               por veinte frailes trabajo
               y es fuerza comer por veinte.
TEODORA:       Pues un pollo le he guardado
               grandecito, con que almuerce,                     
               salpimentado, y un bollo
               que yo amasé con aceite,
               como de libra, y también
               media azumbre de clarete.
ANTOLÍN:       Yo necesidad tenía                         
               y bien grande ciertamente;
               pero este santo es demonio.
TEODORA:       Pues aquí no hay que temerle;
               que yo cerraré la puerta.
ANTOLÍN:       Aunque la calafatee,                              
               no estoy seguro de este hombre;
               mas los vahidos me tienen
               sin vista; tráigalo, hermana,
               y venga lo que viniere.

Vase TEODORA
               Que un pollo con un bollito                       
               de una libra no me puede
               dañar, y es parva materia.
               Lejos quedó.  Cuando llegue,
               ya me habré desayunado.
OCTAVIA:       Un imposible pretendes.                           
FELICIANO:     Ésa es venganza.
OCTAVIA:                         Te engañas.

Salen TEODORA y LUZBEL [. Cada uno por su puerta]
TEODORA:       Aquí está tome.
LUZBEL:                        (No puede        Aparte
               este lego reprimirse;
               pero yo haré que escarmiente.)
ANTOLÍN:       Ya era mancebito el pollo                         
               en verdad.
TEODORA:                   De cuatro meses;
               para gallo lo guardaba.
ANTOLÍN:       Pues si gallinas no tiene
               ¿para qué gallo quería?
TEODORA:       Para que en casa le hubiese.                      
ANTOLÍN:       Crïe gallinas; que gallo
               no le faltará, si quiere.
TEODORA:       Deje las chanzas, y come
               por si acaso...
ANTOLÍN:                      Yo soy breve.
               En cuatro o cinco bocado                          
               despacharé.
LUZBEL:                     (Si pudieres.)       Aparte

Áselo de los gaznates
ANTOLÍN:       ¡Que me ahogo, que me ahogo!
TEODORA:       ¿Qué es eso, hermano?
FELICIANO:                            ¿Qué tiene
               fray Antolín?
OCTAVIA:                      ¿Qué le ha dado?
ANTOLÍN:       ¡Que me mata!  ¡Suelte, suelte!         
FELICIANO:     ¿Quién le ha de soltar?
LUZBEL:                                Deo gratias.
               ¿Qué es esto?
TEODORA:                     A buen tiempo viene
               su caridad porque al padre
               le ha dado un mal de repente.
LUZBEL:        Apártense; que no es nada.                 
ANTOLÍN:       (¡Qué disimulado viene!           Aparte
               ¿Éste es santo?  Lleve el diablo
               el alma que lo creyere.)
LUZBEL:        ¿Qué ha sido?
ANTOLÍN:                      Buena pregunta;
               que con dos hierros ardientes                     
               me apretaron los gaznates.
LUZBEL:        Pues yo presumí que fuese,
               padre, alguna apoplejía;
               mas para después se quede.
               Señor Feliciano, ¿vos,                
               en esta casa?
OCTAVIA:                      Pretende
               que todo el lugar confirme
               lo que es fuerza que sospeche.
LUZBEL:        Bien excusarlo pudierais;
               pero, de cualquiera suerte,                       
               no quedará en vuestro honor
               el escrúpulo más leve.
               Idos, señor Feliciano;
               que por ahora conviene
               no darle disgusto a Octavia.                      
FELICIANO:     En todo he de obedecerte,
               padre, por muchas razones;
               mas mire que solamente
               por hoy le di la palabra
               de que estar seguro puede                         
               ese hombre.
LUZBEL:                     Sí; que mañana
               no habrá para qué se arriesgue.
FELICIANO:     ¿Cómo?
LUZBEL:               Nada me pregunte.
               puesto que el plazo es tan breve.                 
FELICIANO:     Adiós, Octavia.
OCTAVIA:                       Él te guarde.              
FELICIANO:     Siendo tuyo...
OCTAVIA:                      No lo esperes.
JUANA:         (Ella es quien más lo desea.)       Aparte

[Habla LUZBEL] a FELICIANO
LUZBEL:        Id seguro; que no puede
               dejar de ser vuestra, Octavia.
FELICIANO:     Vida mi esperanza tiene,                          
               padre, en confïanza suya.
               (¡Prodigioso santo es éste!)    Aparte

Vase
LUZBEL:        (¡Que estos por santo me tengan      Aparte
               a mayor rabia me mueve
               que la opresión que padezco!)              
               Ya, señora Octavia, puede
               disponer de su persona
               como mejor le estuviere.
OCTAVIA:       Pues, padre, el intento mío,
               aunque a mi pasión le pese,                
               es padecer, mientras viva,
               con Ludovico si él quiere.
JUANA:         (También tiene nuestro padre       Aparte
               su poquito de alcahuete.)
OCTAVIA:       Pagar en algo lo mucho                            
               que debo a Dios y a la siempre
               virgen...
LUZBEL:                  Basta, no prosigas.
               (Auxilio, sin duda, es éste
               que la guarda, que la asiste,
               y aconseja que lo intente                         
               sólo para que merezca,
               sin que a ejecutarlo llegue,
               puesto que ya Ludovico
               su fin tan cercano tiene.
               Quitarla el merecimiento                          
               que en solicitarlo adquiere
               fácil fuera; mas no puedo,
               pues por tormento más fuerte,
               lo mismo he de hacer que hiciera
               Francisco.)
OCTAVIA:                   ¿Qué se suspende?         
               Si su caridad acaso
               juzga que no me conviene,
               yo haré lo que me mandare.
LUZBEL:        El propósito que tiene,
               siento que debo aprobarla;                        
               y también que le fomente.
               Y, puesto que está resuelta,
               vamos; que el tiempo se pierde.
OCTAVIA:       Pues, ¿quién le ha de hablar?
LUZBEL:                                      Vos misma.
OCTAVIA:       ¿Yo, padre?
LUZBEL:                      Nada recele;                        
               que cuida Dios mucho, Octavia,
               del que sus pasiones vence.
               Sólo al desprecio se arriesga
               de ese hombre; mas le conviene
               para su merecimiento                              
               que le perdone y le ruegue
               que otra vez la dé la mano.
               (Que si ofenderla quisiere,      Aparte
               orden tengo de que impida
               su impulso violentamente.)                        
OCTAVIA:       Yo he de obedercerte en todo,
               cuanto me mande.
LUZBEL:                          (Bien puede,    Aparte
               por ahora.)
JUANA:                      ¿Iráste sola?
LUZBEL:        Segura va, no la deje.
JUANA:         Vamos; pero si te quedas                          
               con él, adiós para siempre;
               que yo a Florencia me vuelvo.
OCTAVIA:       Poco sentirá el perderte
               quien deja lo que más quiso
               por lo que más aborrece.                   
               Danos los mantos, Teodora.
TEODORA:       Notable corazón tienes.

Vanse las tres
ANTOLÍN:       Ahora entra el diablo y dice...
LUZBEL:        ¿Cómo, si experiencias tiene
               de que nada se me oculta,                         
               no hay orden de que se enmiende
               habiéndolo yo mandado
               por obediencia mil veces
               que en el refectorio coma
               y beba cuanto quisiere,                           
               y no en otra parte alguna?
               No es fraile quien no obedece;
               mas yo haré que, como a bruto,
               el castigo le sujete
               y en una celda encerrado                          
               a comer poco se enseñe.
ANTOLÍN:       Padre, como desde anoche
               ni aun tripas mi cuerpo tiene,
               con vahidos y desmayos,
               dando por esas paredes,                           
               entré aquí a desayunarme.
LUZBEL:        ¿Desayuno le parece,
               padre, un bollo de una libra
               y un pollo de cuatro meses?
               ¿Por eso gasta palabras                      
               ociosas, como indecentes?
               Que si un áspero silicio
               sobre sus carnes trajese,
               y comiera lo bastante
               para vivir solamente,                             
               no estuviera para chanzas.
               Sígame.
ANTOLÍN:               ¿Dónde me quiere
               llevar?
LUZBEL:                  Donde inobediencias
               purgue.
ANTOLÍN:                 Yo me haré dos fuentes,
               padre, por amor de Dios.                          
               Le pido que no me encierre,
               y por aquella que puso
               sobre la infernal serpiente...
LUZBEL:        Yo lo haré.  Calle.
ANTOLÍN:                           Ya callo.
LUZBEL:        Pero advierta que no puede                        
               quedarse sin penitencia.
               Dígame, ¿cuál le parece
               que cumplirá?
ANTOLÍN:                      Cien azotes,
               como otro no me los pegue.
LUZBEL:        Otra penitencia quiero                            
               darte yo mucho más leve.
               Venga conmigo a la casa,
               hermano, de este rebelde
               Ludovico.
ANTOLÍN:                 ¿Que aún porfía
               en pensar que ha de poderle                       
               reducir?
LUZBEL:                  Sí; pero sepa
               que el postrero día es éste
               y hemos de hacer el esfuerzo
               mayor que posible fuere.
ANTOLÍN:       ¿Y hemos de ir, padre?   
LUZBEL:                                Sí;                
               que puede ser que aprovechen
               más cuatro palabras suyas
               que cuanto yo le dijere
               y esta penitencia sola
               le doy.
ANTOLÍN:                Yo lo haré; mas déme       
               licencia de que un cuchillo
               de monte en la manga lleve
               de tres palmos.
LUZBEL:                       ¿Eso dices?
ANTOLÍN:       Pues, ¿con qué he de defenderme
               si me embiste con palabras                        
               malas y nada corteses?
LUZBEL:        Yo, hermano, le sustituyo
               mi poder.  De mí se queje
               si al instante que le diga
               que se tenga, se muriere                          
               aunque esté muy irritado.
ANTOLÍN:       Pues, vamos; que de esta suerte
               yo le pondré como un trapo.
               (Por si éste engañarme quiere,     Aparte
               me prevendré de guijarros.)                
               ¡Ah, padre!
LUZBEL:                      ¿Qué dices?
ANTOLÍN:                                  Que entre
               en la penitencia todo,
               y por esta vez dispense,
               para que me dé osadía
               en dos tragos de clarete.                         
LUZBEL:        Vaya.
ANTOLÍN:              (¡No quedará gota!)          Aparte

Vase
LUZBEL:        ¡Que en esto Luzbel se emplee!
               En buen estado, Crïador
               de Cielo y Tierra, me tienen
               Miguel vuestro capitán                     
               y Francisco vuestro alférez.

Vase. Salen LUDOVICO, CELIO, ALBERTO y CRIADOS
            
LUDOVICO:         ¿Qué el cuerpo no habéis hallado
               de esta mujer?
ALBERTO:                      No, señor.
LUDOVICO:      Ese fraile encantador
               de secreto la ha enterrado.                       
ALBERTO:          Claro está, pues se halló allí,
               que luego la llevaría
               y sepulcro la daría.
               Y te ha estado bien a ti
                  porque ya en Luca estuviera                    
               público, y teniendo aviso
               a prenderte era preciso
               que el Gobernador viniera
                  aunque es tu amigo el mayor.
LUDOVICO:      Ya yo le tengo avisado                            
               y de la causa informado.
ALBERTO:       (¡Qué gentil gobernador!)        Aparte
LUDOVICO:         De ésta y cualquier pretensión
               de mi parte tengo al juez,
               y me pesa que otra vez                            
               no pueda mi indignación
                  matarla; pero esta mano
               me acabará de vengar;
               porque no me he de ausentar
               sin dar muerte a Feliciano.                       
                  Ni aun después pienso ausentarme;
               que en estando averiguada
               mi razón, muy poco o nada
               me ha de costar el librarme.
                  Sólo retirarme quiero                   
               por no ver a este embaidor,
               hechicero, estafador
               con capa de limosnero.
ALBERTO:          Llamando están  [....-ido,
               ..........................                        
               ..........................]
LUDOVICO:      [........] Ve advertido
                  de que no dejes entrar
               sino al que a comprar viniere
               los géneros que no hubiere                 
               en Luca, que han de pagar,
                  sobre la falta, el deseo
               o los buscarán en vano;
               que si la mitad no gano,
               ¿para qué mi hacienda empleo?         
ALBERTO:          (Lo mismo hace con el trigo.)     Aparte
LUDOVICO:      Avísame de quién es
               antes de entrada le des.
ALBERTO:       Claro está

Vase
CELIO:                       (Grande castigo        Aparte
                  le ha de dar a este hombre el cielo.           
               No hay seña en él de cristiano.)
LUDOVICO:      (El matar a Feliciano                Aparte
               me causa mucho desvelo;
                  que por agora ha de andar
               con cuidado y prevención.

Sale ALBERTO
ALBERTO:       Señor, dos mujeres son
               las que te quieren hablar;
                  y la una, aunque tapada,
               de bizarro parecer.
LUDOVICO:      No me vendrán a traer.                     
CELIO:         Tampoco a pedirle nada             
                  vendrán.
LUDOVICO:                   Pues, ¿de qué lo infieres?
CELIO:         De que ya desengañados
               están y aún escarmentados,
               los pobres y los mujeres.                         
LUDOVICO:         Entren pues, y cierra luego.
ALBERTO:       Buscar quiero a quién servir.

Vase
CELIO:         Hoy me pienso despedir.
LUDOVICO:      Con grande desasosiego
                  estoy.
CELIO:                   (No hay en la ciudad      Aparte 
               quien, en oyendo su nombre,
               no diga que tan mal hombre
               no le tiene el mundo entero.)

Vuelven a salir el CRIADO, OCTAVIA y JUANA, tapadas, y detrás LUZBEL y fray ANTOLÍN
ALBERTO:                                      Entrad.
JUANA:            Yo estoy temblando de miedo.
OCTAVIA:       Mi arrojo ha sido terrible.                       
ANTOLÍN:       Sin duda estoy invisible.
               ¡Qué linda cosa!
LUZBEL:                          Hable quedo.
LUDOVICO:         ¿Qué me tenéis que mandar?
OCTAVIA:       Turbada estoy, ¡ay de mí!
               ¿Si entró fray Forzado?
LUZBEL:                                Sí.                
OCTAVIA:       A solas os quiero hablar.
                  (Ya más animosa estoy.)        Aparte
LUDOVICO:      Idos.

Vanse los CRIADOS
                        Ya decir podéis
               quién sois y lo que queréis
               pues ya estoy solo.
OCTAVIA:                           Yo soy.

Descúbrese
LUDOVICO:      ¿Qué miro?  ¿Sombra yo?  ¡Válgame el cielo!
               ¡Fantástica visión!
OCTAVIA:                           Pierde el recelo.
               No soy visión, no temas.
LUDOVICO:                               Susto ha sido
               que ni medroso estoy ni arrepentido
               de verte muerta.  Si a pedir me vienes            
               que haga bien por tu alma, padre tienes,
               a él le toca, y también al falso amigo
               que en mi agravio fue cómplice contigo.
OCTAVIA:       Viva estoy.  No te vengo a pedir nada;
               que, aunque la vida me quitó tu espada,    
               me la volvió la virgen siempre pura
               en cuya confïanza fui segura
               contigo ayer, por la inocencia mía
               y a quien me encomendé cuando moría.
               Clara y distintamente                             
               afirma que lo vio fray Obediente
               Forzado, a quien confieso, agradecida,
               que por su intercesión me dio la vida.
               La crueldad te perdono
               por la sospecha tuya y para abono                 
               de que no te ofendía
               ni aun la imaginación de parte mía,
               aunque ya el nudo fuerte
               que ató la iglesia desató la muerte,
            
                  otra vez...
LUDOVICO:                     Cierra los labios                  
               y vuelve al pecho la voz;
               que aun antes de pronunciada
               me enfurece tu intención.
               Contigo murió mi afrenta
               y mi enemigo mayor.                               
               Sólo para que viviera
               por tu vida intercedió.
               ¿Qué disculpa puedes darme
               si escucharon la traición
               de tu boca mis oídos;                      
               si en el papel que rompió,
               la queja que de tu amante
               tenías, en un renglón
               partido vieron mis ojos
               firmando mi deshonor?                             
               ¿Cómo, vil mujer, te atreves
               --¡Ciego de cólera estoy!--
               a pronunciar que otra vez
               vuelva a ser tu esposo yo?
               Vete o tomará mi agravio                   
               otra vez satisfacción,
               y en esa infame crïada
               que ayer de mí se escapó
               por testigo de mi agravio...
OCTAVIA:       Tu necia imaginación                       
               te ha mentido.
JUANA:                        No mintiera
               si hubiera podido yo.
LUDOVICO:      Quítate de mi presencia,
               y si estás libre tu amor
               logre su infame deseo                             
               con quien primero que yo
               te tuvo en sus brazos.
OCTAVIA:                               Miente
               tu infame lengua; que el sol
               no llegó a tocar la mano
               que mi desdicha te dio.                           
               Y aunque a ser mía otra vez
               he vuelto en esta ocasión,
               casarme con Feliciano
               no le está bien a mi honor.
LUDOVICO:      Ni al mío que vuelvas viva.                
LUZBEL:        No tema.
ANTOLÍN:                 El caso llegó.
LUDOVICO:      Que no ha de poder Francisco
               porque de su religión
               soy contrario, conseguir
               que viva sin honra yo;                            
               que a su pesar...
JUANA:                           ¡Celio, Alberto!
ANTOLÍN:       ¿Llego?
LUZBEL:                 Sí.

Al querer [LUDOVICO] sacar la daga, se pone en medio fray ANTOLÍN
ANTOLÍN:                      Téngase a Dios,
               que es justicia de justicia.
JUANA:         Como un mármol se quedó.
LUZBEL:        En esa iglesia me espere;                         
               que ya con todo cumplió.
JUANA:         Presto.
LUZBEL:                No hay que apresurarse.
JUANA:         ¡Lindamente sucedió!
OCTAVIA:       Jamás me vi tan gustosa.

Vanse las dos
ANTOLÍN:       ¿Qué mira?  Ya se atufó.       
LUDOVICO:      Pues, ¿cómo tú...
ANTOLÍN:                           ¿Cómo?  Sí.
LUDOVICO:      ...no has temido?
ANTOLÍN:                           Como no;
               que el poder que fray Forzado
               tiene, en mí sustituyó.
               Estése quedito, y oiga                     
               con paciencia y atención
               mis elocuentes palabras.
               (Éste, lo mismo que yo,          Aparte
               sabe de letras sagradas.)
LUDOVICO:      Soñando sin duda estoy.                    
ANTOLÍN:       Dé limosna a San Francisco.
               Cíñase con su cordón
               que él le meterá en cintura
               su estomagado rencor.
               Si no, con su escapulario                         
               que como estomaticón
               le desbalague o componga,
               como dijo Agamenón.
               Mire que son sus doblones
               los cabellos de Absalón                    
               y que el demonio por ellos
               le ha de asir.  Deje que el sol
               los vea, pues son sus hijos.
               Dé limosnas a trompón
               para los pobres que Él hizo.               
               Funde un hospital o dos
               y case veinte doncellas;
               que ya por él no lo son.
               Haga todo lo que digo
               luego al punto; que si no,                        
               se irá tan derecho al cielo
               como el que de allá cayó
               y se lo ahorrará de misas
               de sepultura y clamor;
               que, según su santa vida                   
               y buena disposición,
               no tendrá sobre su entierro
               la parroquia un sí ni un no.
LUDOVICO:      ¡Lego vil!
ANTOLÍN:                    Téngase, digo;
               que soy yo mucho peor                             
               que fray Forzado.
LUDOVICO:                         Mi rabia
               es ya desesperación.
ANTOLÍN:       Vomite todos los yerros
               que se avestruz ambición
               se ha tragado, y descalabre                       
               con ellos a un confesor
               con un guijarro como éste.

Saca de la manga un guijarro
               (No es mala la prevención         Aparte
               por si me embiste de golpe.)
               El gran cardenal doctor                           
               se sacudía los huesos
               porque la carne voló
               como el cútis o pellejo
               que el desierto le dejó
               pergamino, aunque arrugado,                       
               sonaba como un tambor.
LUZBEL:        No diga más desatinos.
               Aparte.
LUDOVICO:               Un frío sudor
               se ha esparcido por mi venas.
ANTOLÍN:       ¿Por qué no me le dejó?        
LUZBEL:        Calle, que es un loco.  Vaya
               y diga al Guardián que yo
               en esta casa le espero.
               No se detenga.
ANTOLÍN:                      Ya voy;
               mas su caridad advierta                           
               que es mía la conversión
               de este hombre, que ya le dejo
               más blando que un algodón.

Vase
LUDOVICO:      Mágico, demonio o santo,
               que en mi determinación                    
               todo es uno, ¿qué te importa
               que yo me condene o no?
LUZBEL:        Siendo santo, me importare
               mucho dar un alma a Dios;
               mas siendo demonio, nada,                         
               que ni tu condenación
               me está mejor.  El salvarte
               me pudiera estar peor
               muchas veces, Ludovico,
               sin poderlo excusar yo.                           
               Te he dicho que te enmendases
               y que advirtiese tu error
               que el término de tus culpas
               se acercaba.  Ya llegó.
               Suplica de la sentencia.                          
               Pide espera.
LUDOVICO:                     El corazón
               se quiere salir del pecho.
LUZBEL:        ¿Qué aguardas?  Pídele a Dios
               con ansias que te dé tiempo.
LUDOVICO:      No pueden tener perdón                     
               mis culpas.
LUZBEL:                      No desconfíes;
               que ésa es la culpa mayor
               que cometen los mortales.
               Ponle por intercesor
               a Francisco, y porque empiece                     
               a ser tu amigo desde hoy
               y en su amparo te reciba,
               dale limosna.
LUDOVICO:                    ¡Eso no!
LUZBEL:        Mira que después de aquella
               poderosa intercesión                       
               de la siempre virgen madre,
               no hay otra alguna mayor
               para el Juez Divino.  Mira
               que, por ser su opuesto yo,
               me ha dado el mayor castigo                       
               que caber pudo en quien soy.
               Pídele pues que interceda
               por ti, que puede con Dios
               tanto, que es de sus devotos
               raro el que se condenó.                    
               Él hará que te dé tiempo.
               Pídele su protección
               y a granjearle comienza.
               Dale limosna.
LUDOVICO:                    ¡Eso no!
               En llegando a dar limosna                         
               a Francisco, olvido a Dios.
LUZBEL:        Pues mira que sólo tienes...
LUDOVICO:      No has de causarme temor.
LUZBEL:        ...un breve instante de vida.
LUDOVICO:      Eso acredita que son                              
               engaños tus persuasiones.
               Jamás me sentí mejor.
LUZBEL:        Señor, ¿ya es tiempo?

Dentro
SAN MIGUEL:                           Sí.
LUZBEL:        Rebelde, vil pecador,
               racional, fiero retrato                           
               mío, por opuesto a Dios,
               tu castigo llegó.  Baja
               adonde en llama feroz,
               que ni fulmina ni alumbre,
               seas eterno carbón.                        
LUDOVICO:      ¡Ay de mí!

Húndese
LUZBEL:                    ¡Y ay de cuantos
               son ricos con el sudor
               de los pobres!  Ya Luzbel
               vuestras órdenes cumplió.
               Crïador de cielo y tierra,                   
               ya tiene la fundación
               principio de ese convento
               que mi obediencia labró,
               ya en Luca con extremo
               general la devoción                        
               con estos frailes.  ¿Qué falta
               para que deje, señor,
               este sayal, que aborrezco
               tanto como le amáis vos?

Baja en una tramoya SAN MIGUEL
SAN MIGUEL:    Luzbel, para que sacudas                          
               el yugo de tu opresión,
               falta que a los pobres vuelvas
               lo que a los pobres quitó
               ese miserable bruto.
LUZBEL:        Pues, ¿cómo he de poder yo?           
SAN MIGUEL:    No repliques, que bien puedes,
               pues Dios te da permisión;
               y mira que solamente
               persigas la religión
               de Francisco en lo que a todas                    
               pero en su alimento no.

Vuela. [Sube SAN MIGUEL en la tramoya]
LUZBEL:        En lo que más les importa
               podré vengarme.  Astarot,
               del infeliz Ludovico
               toma luego forma y voz                            
               para ejecutar el orden
               que tengo del Hacedor
               Eterno.

Vuelve a subir por donde se hundió el mismo LUDOVICO
LUDOVICO:               Ya obedecido
               estás.
LUZBEL:                Miguel me ordenó
               que, primero que sacuda                           
               el yugo de mi opresión,
               vuelva a los pobres de Luca
               todo cuanto les quitó
               el mísero Ludovico;
               y porque el Gobernador                            
               no lo impida...
LUDOVICO:                     Ya te entiendo;
               vamos a la ejecución.
LUZBEL:        Pues, por la ciudad a un tiempo
               lo publique una legión
               de las muchas de quien eres                       
               capitán porque a tu voz
               acuda el pueblo.
LUDOVICO:                         Bien dices.
LUZBEL:        Entra, y desde ese balcón
               llámalos.

Éntrase LUDOVICO
LUDOVICO:                Pueblo de Luca,
               ya mi crueldad se trocó                    
               en lástima.  Venid todos,
               pobres llegad, que otro soy.

Salen ALBERTO y CELIO
LUZBEL:        Ya se juntan.
ALBERTO:                      Padre mío,
               ¿qué es aquesto?
LUZBEL:                          Obra de Dios.
               Quiere repartir su hacienda.                      
CELIO:         Pues advierta que a los dos
               nos debe muchas raciones.
LUZBEL:        Yo os daré satisfacción.

Vase
ALBERTO:       Todo el pueblo se ha juntado.
CELIO:         Ya viene el Gobernador.

Sale el GOBERNADOR, y criados
GOBERNADOR:    ¿Qué es esto?  ¿Quién ha causado
               tan grande alboroto?
LUDOVICO:                             Yo.
GOBERNADOR:    Pues, qué intentáis?
LUDOVICO:                          Que a los pobres
               vuelvo lo que mi rigor
               los ha usurpado.
GOBERNADOR:                      Mas, ¿cómo          
               entre tanta confusión
               de gente será posible?
LUDOVICO:      ¿No lo veis?

Mira dentro [el GOBERNADOR]
GOBERNADOR:                   ¡Válgame Dios!
               Fray Forzado lo reparte 
               solo.
LUDOVICO:            (Con una legión             Aparte                                           
        
               de espíritus que le asiste.)

Salen el GUARDIÁN, y fray ANTOLÍN
ANTOLÍN:       Yo fui quien le convirtió.
GUARDIÁN:      Calle; que no es Ludovico
               el que mira.
ANTOLÍN:                     ¿Cómo no?
               Pues, ¿estoy yo ciego, padre?                
GOBERNADOR:    ¡Oh, padre Guardián!
GUARDIÁN:                            Señor.
GOBERNADOR:    ¿Qué dice de una mudanza
               tan rara?

Salen LUZBEL, FELICIANO, OCTAVIA y JUANA
FELICIANO:                  ¡Sin vida estoy!
LUZBEL:        No tema; que Octavia es suya.
GOBERNADOR:    Señora, a buena ocasión             
               venís.
OCTAVIA:               (La desdicha mía          Aparte
               esta mudanza causó.)
LUZBEL:        Ya tengo, padre Guardián

Llegándose a él
               de dejarlos permisión.
GUARDIÁN:      Pues di quién eres y vete                  
               sin que les causes horror;
               que a todo el pueblo mañana
               referiré el caso yo.
GOBERNADOR:    Ludovico, mi señora
               Octavia...
LUZBEL:                     Gobernador,                          
               no prosigas; que ni es éste
               Ludovico, ni soy yo
               el que habéis pensado.
GOBERNADOR:                          ¿Cómo?

Quitándose el hábito [LUZBEL]
LUZBEL:        Aunque está sin bendición,
               quitarme el hábito es fuerza               
               que de disfraz me sirvió.
               Primero que os desengañe
               escuchadme sin temor.
               Al infeliz Ludovico
               vivo la tierra tragó                       
               y porque tú no pudieras
               impedir la ejecución
               de restituír su hacienda,
               su misma forma tomó,
               con orden mía, este impuro                 
               espíritu.  Luzbel soy.
               De limosnero he servido
               por mandamiento de Dios
               a los hijos de Francisco
               en pena de que fui yo                             
               de negarles el sustento
               esta ciudad, el autor.
               El Guardián, que está presente,
               a quien Dios le reveló
               a todo el pueblo mañana                    
               referirá en su sermón
               el suceso más despacio.
               Ya entre tus hijos y yo,
               Francisco, cesó la tregua.
               Ya vuelvo a ser tu mayor                          
               contrario.  Mira por ellos;
               que si en su alimento no,
               en perturbar su virtud
               se ha de vengar mi rencor.

Húndese
GOBERNADOR:    ¡Raro prodigio!
FELICIANO:                      ¡Espantoso!                 
GUARDIÁN:      De todo testigo soy.
OCTAVIA:       No estoy en mí, de asustada.
JUANA:         ¡Buen santo!
ANTOLÍN:                    ¡Que fuese yo
               compañero del demonio!
GUARDIÁN:      Sí, mas como santo obró.            
FELICIANO:     Ya no hay estorbo que impida
               Octavia mi pretensión.
OCTAVIA:       Deja que pierda primero
               de esta desdicha el horror
               que en fin fue mi esposo.                         
GOBERNADOR:                              Es justo.               
FELICIANO:     No puedo negarlo yo.
ANTOLÍN:       En las jornadas del cielo
               hallará sin distinción
               este caso el que lo dude.
               Merezca, si os agradó,                     
               por extraño y verdadero,
               ya que no aplauso, perdón.

 

FIN DE LA TERCERA JORNADA

FIN DE LA COMEDIA

 



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