El doble
[Cuento - Texto completo.]
Alberto MoraviaAl cabo de un año que Ágata y yo llevamos haciendo el amor, advertí que poco a poco ella se iba poniendo fría y raleaba las citas. Fue como un fuego que se extingue: al principio uno no se da cuenta, después ve que todo es ceniza y tizones negros, y se hiela. Empezaron por ser cosas ligeras: medias palabras, silencios, miradas. Después, excusas: resfríos, compromisos, la madre que necesitaba su ayuda para los quehaceres domésticos, la escuela de dactilografía. Finalmente, falta de puntualidad y prisa: llegaba a las citas con una hora de atraso y se marchaba a los quince minutos. Entre tanto me hablaba en tono impaciente, como si lo que yo decía estuviera siempre de más; algunas veces hasta me pareció que se retraía al contacto de mis manos o de mis labios. Ahora, yo sufría, y me daba cuenta de que me trataba malísimo; pero seguía muy enamorado de ella, al punto de que el placer que experimentaba al principio oyéndola decir: “te quiero mucho”, acabé por experimentarlo con solo que ella me dijera entre dientes: “adiós, Gino”. Sin embargo una vez, encontrándonos en el piazzale Flaminio, me decidí y le dije bruscamente:
—Hablemos claramente: tú ya no sientes nada por mí.
¿Lo creerán ustedes? Se rió y me contestó:
—Eres duro, ¿eh…? Quería ver cuánto tiempo necesitarías… finalmente has comprendido.
Me quedé boquiabierto y sin aliento; después me di vuelta como un fantoche y me alejé. A los pocos pasos volví la cabeza: esperaba que me llamara. En cambio, se había subido a la vereda de la parada del tranvía y allí estaba, serena y tranquila. Me fui.
Ahora, viendo las cosas a la distancia, puedo reírme; pero entonces estaba enamorado y el amor me ofuscaba. Pasé días muy malos: comprendía que la amaba y quería dejar de amarla; y para dejar de amarla, me esforzaba por recordar sobre todo sus defectos: “Tiene las piernas muy torcidas y camina muy mal… tiene feas las manos… en relación con el cuerpo, tiene la cabeza grande… lo único bueno que tiene son los ojos y la boca; pero es pálida, o mejor dicho, de tez amarillenta, tiene el pelo encrespado y opaco y la nariz como el asa de un jarro, respingada y ancha en la base…” De nada servía: mientras pensaba así, advertía que aquellas piernas, aquellas manos, aquellos cabellos, aquella nariz me gustaban y que, acaso,me gustaba precisamente por su fealdad. Entonces pensaba: “Es mentirosa, ignorante, tiene el cerebro de pajarito, es vanidosa, codiciosa, casquivana…” Y enseguida descubría que esos defectos suyos los tenía muy metidos en mi sangre y excitaban mi fantasía. En resumen, más la criticaba, y más comprobaba que seguía amándola.
Resolví renunciar a verla por lo menos durante un mes, pensando —y en esto me equivocaba— que ella acabaría por buscarme. Pero no tuve la fuerza de cumplir mi propósito, y a la semana, una mañana temprano, entré en un bar del piazzale Flaminio y la llamé por teléfono. Contestó ella misma, y antes de que yo pudiera decirle nada, me pidió cita para aquella misma mañana. Salí del bar, crucé la plaza me acerqué al florista que tiene su puesto adosado a la muralla y compré un ramito de violetas. Daban las nueve, y la cita era para las diez. Con mi ramito de violetas en la mano, empecé a pasearme por la vereda de la parada, como si esperara el tranvía. El tranvía llegaba, la gente subía, después el tranvía volvía a ponerse en marcha y yo seguía en tierra. Al rato la vereda se llenaba otra vez de gente y yo volvía a fingir que esperaba el tranvía, entre gente nueva que no sabía que no esperaba el tranvía, sino a Ágata. Así, esperé toda la hora que debía esperar, después esperé diez minutos más, y al cabo tuve la seguridad de que no iba a venir. Diez minutos no eran gran cosa, tanto más tratándose de una mujer: pero yo sabía con toda certidumbre que no iba a venir, como se sabe ciertamente, a veces, aunque el tiempo esté hermoso, que va a estallar una tormenta; era una cosa que estaba en el aire. No iba a venir y, en efecto, no vino. Para estar completamente seguro esperé otra media hora, y después un cuarto de hora más, y después cinco minutos, y después conté hasta sesenta y esperé otros cinco minutos para completar dos horas. Al fin me dirigí a la fuente de la muralla y tiré las violetas al agua sucia de la pila. El florista esperó que me alejara y después fue y sacó el ramo.
Es sabido cómo suceden estas cosas: uno empieza por perder el paso; después de la primera tontería, comete otra, y luego otra más; y al fin ya no acierta en nada y todo le sale mal. Aquella misma tarde se me ocurrió que Ágata no hubiese comprendido el lugar de la cita y le telefoneé. Le pregunté, con amabilidad:
—¿Por qué no viniste, Ágata? Quizá yo no te había explicado bien el lugar.
Ella me contestó sin vacilación:
—Me lo habías explicado perfectamente.
—¿Por qué, entonces, no viniste?
—Porque no se me dio la gana.
Otra vez me quedé sin palabra; colgué lentamente el tubo y me fui.
Otro se hubiera rendido ante la evidencia. Pero yo la amaba y deseaba que ella me amara, al punto que si me hubiera dado una puñalada, habría podido creer que no era la puñalada definitiva o, sin más, que me la hubiese dado por amor y no por odio. Claro que el amor no me hacía ver lo que no existía; pero me daba la esperanza de que, entre tantas especies de amor como hay, también figurara la de ella: o sea, el amor de una mujer que no acude a citas, que responde mal, que desprecia y no se le importa nada de uno. Así, al día siguiente, volví a telefonearle. Esta vez mandó al aparato a su hermanita para decirme que no estaba en casa; pero el teléfono, según yo sabía, estaba en el comedor, y oí perfectamente su voz mientras le pasaba el encargo a la hermanita. Entonces perdí completamente el juicio y empecé a telefonear a todas horas: durante las comidas, a la mañana temprano, a la noche tarde: nunca estaba en casa. Cuando iba a entrar a la cabina telefónica, casi sentía nauseas; pero discaba de todos modos aquel maldito número. A fuerza de llamados telefónicos, y de esperas entre uno y otro, mi vida se convirtió en una verdadera miseria: yo lo comprendía, pero no podía hacerle nada, y seguía hundiéndome cada vez más en el pantano. Por último, desesperado, decidí apostarme una mañana temprano cerca de su casa. Esperé un par de horas, avergonzado, porque allí no había parada de tranvía, y al fin ella apareció en el portón, me vio y volvió a entrar. Pasaron dos horas más: olí algo, exploré y vi que la casa tenía dos entradas. Renuncié al sistema.
Estaba tan desesperado, que hasta el hecho de encontrar trabajo tras varios meses de desocupación me dejó indiferente. He nacido para ser actor, todo mundo lo reconoce; pero un defecto de pronunciación por el cual me como las palabras y se me ensalivan los labios me condena a no ser nunca más que un comparsa. Pero esta vez, mi comparsa era: era doble. En una película estúpida y barata, yo tenía que reemplazar al actor joven en los momentos en que se ponía de espaldas. El actor a quien tenía que reemplazar era exactamente igual a mí: igual estatura, igual pelo, igual hombros, igual manera de caminar. Pero a él la palabras no se le ahogaban en saliva, y por eso cobraba un millón por la película, en tanto que yo cobraba unos pocos miles. Doble; como si dijera muñeco, fantoche, sosía ocasional.
Estando en el estudio, royéndome el alma y aburriéndome, lo más del tiempo sin hacer nada, en un rincón oscuro al margen de la luz e los reflectores, se me ocurrió una treta para volver a ver a Ágata. Yo sabía que ella, como todo el mundo, soñaba con el cine, esperando quién sabe por qué, llegar a ser actriz. Solo que a ella ni para comparsa la querían; en mi opinión, no tenía condiciones. Pensé que si le arrojaba el anzuelo del cine, iba a morder sin ninguna duda. El director era un tipo áspero, solo le interesaba ganar dinero y no le hacía favores a nadie. Pero su ayudante, al que conocía desde hacía largo tiempo, era un muchacho simpático, y tenía mi edad. Me le acerqué en el restaurante del estudio y le pedí el favor. Se rió, me palmeó el hombro y me dijo que contara con él.
Ágata, naturalmente, había enviado a los productores de la película fotografías en distintas poses, su dirección, su número de teléfono. El día establecido, temprano, el ayudante del director mandó telefonearle para que se presentara en el espacio de dos horas, pues la necesitaban. El cine es una fuerza más fuerte que cualquier fuerza; si un rey la invitaba a presentarse en palacio, puede ser que Ágata pensara si debía o no debía ir; pero bastaba que el portero de la casa productora le dijera que pasara por el estudio para que acudiera a cualquier hora. Aquella mañana me aposté en la antesala, entre los comparsas y los trabajadores cinematográficos que esperaban; y, en efecto, a la hora convenida, apareció. No la veía desde hacía dos meses, y en el primer instante me costó reconocerla. Sus cabellos, que antes eras castaños y los llevaba sueltos, ahora eran rojos y estaban recogidos formando rodete en lo alto de la cabeza, de modo que le dejaban descubiertos el cuello y las orejas. Se había depilado tan encarnizadamente las cejas que parecía tener los ojos hinchados. Sus labios dibujaban una mueca enigmática. Desgraciadamente, no había podido enderezarse la nariz respingona. Me llamó la atención su indumentaria: un sacón ancho, rojo fuego, nuevo, de cuello levantado hacia la nuca, y una falda negra, derecha. En la solapa llevaba un “clip” de metal amarillo en forma de bajel con sus velas desplegadas; tenía debajo del brazo una cartera que parecía de serpiente: acaso era verdadera serpiente, y quién sabe cuántos sacrificios le había costado. Entró con un aire muy digno, con lentitud y superioridad: como no queriendo ensuciarse en aquella antesala llena de gente que, sin embargo, era igual a ella. Se acercó al ujier y le dijo no sé qué en voz baja. El ujier, como verdadero patán que era, le contestó sin levantar los ojos del periódico que estaba leyendo.
—Tome asiento por aquí… ya llegará su turno.
Ella se volvió y me vio. En aquel momento la admiré: me saludó desde lejos y se fue a sentar en el rincón opuesto al mío, como si solo nos conociéramos de vista.
Sin embargo, me causaba pena, viendo cómo se había vestido, preparado y acicalado, y qué aires se daba a causa del falso llamamiento de la casa productora. Comprendí que era una crueldad atraerla con semejante pretexto; sin embargo, no podía menos que alegrarme: al fin me daba el gusto de volver a verla. Así esperamos largo rato en la antesala atestada de gente que se paseaba de un lado a otro, charlando y fumando. de cuando en cuando, ella abría la cartera y se miraba en el espejo, se retocaba el peinado, se pintaba los labios, se empolvaba la nariz. Tenía las piernas cruzadas y, estando sentada, hasta podían parecer hermosas. No me miró ni una sola vez, a pesar de que yo tenía mi vista clavada en ella.
Al fin llegó su turno; entró en la oficina del ayudante del director, y permaneció dentro un par de minutos. Salió siempre con su aire soberbio. El pacto era que el ayudante observara las fotografías y le dijera: “Señorita, puede que pronto la necesitemos… prepárese, una de estas mañanas la llamaremos”. Nada más. Pero para ella era bastante: y he aquí que en su fantasía ya se veía transformada en estrella.
Me levanté y la seguí por el corredor largo y pelado. Caminaba sin prisa, erguida y digna, con sus hermosas piernas torcidas; vaciló un instante en un cruce de corredores, luego tomó hacia la salida. Los estudios están en las afueras, al margen de una avenida entre el campo y la ciudad: a un lado, el descampado, lleno de sol aquella mañana de octubre; al otro lado, edificios populares, altos como torres, llenos de ventanas y de ropa tendida. Ella caminaba despacio a lo largo de los edificios, y no me costó alcanzarla.
—Ágata —llamé.
Me miró y luego pronunció entre dientes, casi sin mirarme:
—Adiós, Gino.
Dije, todo de una vez, como un solo lamento:
—¿Por qué no quieres verme, Ágata?… Yo te quiero locamente… ¿por qué tú no me quieres?… Ágata, ¿quieres que nos veamos?
—Ya me estás viendo —contestó ella, encogiéndose de hombros.
—¿Quieres que nos casemos, Ágata? —le dije.
—Ni lo pienses —me contestó, sin dejar de caminar.
—¿Por qué?
Por toda contestación, me preguntó a su vez:
—¿De qué trabajas ahora?
—Trabajo de doble, pero…
—¿Por qué te empecinas en querer ser actor? —siguió diciendo ella, con malignidad—. ¿Acaso no sabes que no estás hecho de la madera de los actores?… Haces de doble y pretendes que yo me case contigo… ¿Es que me crees tan estúpida?
—Ágata… —exclamé desesperado; y quise cogerla de un brazo. Ella se libró con una violencia que me ofendió. Perdí la cabeza y grité:
—¡Mejor doble que nada!… ¿Qué te crees? ¿Que esta mañana te han llamado en serio?… Yo te hice llamar por el ayudante, nada más que para verte… Tú, querida mía, nunca podrás hacer nada de cine… no sirves ni para hacer rumores de fondo.
En seguida me arrepentí de haber hablado, pero ya era tarde. Por su actitud comprendí que me creía; y también comprendí que, con mis palabras, acababa de destruir toa esperanza de reconquistarla. No dijo nada, no se detuvo, no mudó de color, no me miró: siguió caminando despacio, tranquila, apretando la cartera debajo del brazo. La seguí, arrepentido, suplicándole que me perdonara; pero esta vez ella hizo como si yo no existiera. Siguió derecho, sin prisa, por la calle desierta, entre el descampado y las viviendas populares. Al fin, viendo que no me hacía caso alguno, me detuve en medio de la vereda, y permanecí allí viéndola alejarse. El desengaño debió haber sido terrible para ella; pero no lo dejaba traslucir sino en el modo de caminar. Antes caminaba satisfecha, pavoneándose; ahora caminaba melancólicamente. Se comprendía por la manera en que movía las piernas y ladeaba la cabeza. Me causó pena, y de pronto creí que nunca la había amado. Abrí la boca como para llamarla: “Ágata”; pero en aquel preciso instante ella dobló y desapareció. Y yo me quedé abriendo la boca en la primera “a” de Ágata, ante la calle desierta.
*FIN*