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El doctor Ox

[Cuento largo - Texto completo.]

Julio Verne

Capítulo I

De cómo es inútil buscar, aun en los mejores mapas, la pequeña población de Quiquendone

Si buscan en un mapa de Flandes, antiguo o moderno, la pequeña población de Quiquendone, es probable que no la encuentren. ¿Es acaso una ciudad desaparecida? No. ¿Es una ciudad futura? Tampoco. Hace, sin embargo, que existe, a pesar de las geografías, de ochocientos a novecientos años.

Y hasta cuenta dos mil trescientas noventa y tres almas, admitiendo un alma por habitante. Se encuentra situada a trece kilómetros y medio al Noroeste de Audenarde, y a quince kilómetros y cuarto al Suroeste de Brujas, en plena Flandes. El Vaar, pequeño afluente del Escala, pasa por debajo de sus tres puentes, cubiertos todavía por una antigua techumbre de la Edad Media, como en Tournai. Se admira allí un vetusto castillo, cuya primera piedra fue colocada en 1197 por el conde Balduino, futuro emperador de Constantinopla, y un apuntamiento con semiventanas góticas, coronadas por un rosario de almenas a las cuales domina un campanario de torrecillas que se eleva a trescientos cincuenta y siete pies sobre el suelo. Tienen sus campanas un repique de música de cinco octavas que suena todas las horas, verdadero piano aéreo que sobrepuja en fama al célebre campanario armónico de Brujas. Los extranjeros, si es que alguna vez han pasado por Quinquendone, no salen de esta curiosa población sin haber visitado la sala de los estatuders, adornada con el retrato de cuerpo entero de Guillermo de Nassau, por Brandon; el antecoro de la iglesia de San Maglori, obra maestra de la arquitectura del siglo XVI; el pozo de hierro forjado cuyo admirable ornato es debido al pintor—herrero Quintín Metsys; el sepulcro antiguamente erigido a María de Borgoña, hija de Carlos el Temerario, que descansa ahora en la iglesia de Nuestra Señora de Brujas, etc. Por último, la principal industria de Quinquendone es la fabricación de merengues y de alfeñiques, en grande escala. Es administrada de padre en hijo por la familia van Tricasse. ¡Y sin embargo, Quinquendone no figura en el mapa de Flandes! ¿Es olvido de los geógrafos u omisión voluntaria? No lo puedo decir, pero Quinquendone existe realmente con sus calles estrechas, su recinto fortificado, sus casas españolas, su mercado y su burgomaestre, y por más señas, ha sido reciente teatro de fenómenos sorprendentes, extraordinarios, tan inverosímiles como verídicos, y que van a ser fielmente consignados en la presente relación.

Ciertamente que nada hay de malo que decir ni pensar de los flamencos del Flandes occidental. Son honrados, sensatos, parsimoniosos, sociales, de buen humor, hospitalarios, tal vez algo pesados de habla y de entendimiento; pero esto no explica por qué una de las más interesantes poblaciones de su territorio no figura en la cartografía moderna.

Esta omisión es sensible seguramente. ¡Por fin, si la historia, o a falta de ésta las crónicas, o a falta de éstas la tradición del país, hicieran mención de Quiquendone! Más no; ni los atlas, ni las gulas, ni los itinerarios, hablan de ella. El mismo señor Joanne, el perspicaz investigador de villorrios, no dice una sola palabra de tal pueblo. Fácil es comprender cuánto debe de perjudicar este silencio al comercio y a la industria de Quiquendone, pero carece de industria y de comercio, y se pasa sin ello del mejor modo del mundo, bastándole sus caramelos y merengues que se consumen allí mismo, sin exportarse.

Sus habitantes no necesitan de nadie. Tienen apetitos muy limitados y su existencia es modestísima; son calmosos, moderados, fríos, flemáticos; en una palabra, flamencos, como los que todavía se encuentran entre el Escalda y el mar del Norte.

 

Capítulo II

En el que el burgomaestre van Tricasse y el consejero Niklausse se entretienen con los asuntos de la villa

—¿Lo cree usted así? —preguntó el burgomaestre.

—Así lo creo —respondió el consejero después de algunos minutos de silencio.

—Es que no debe obrarse a la ligera —repuso aquél.

—Ya hace diez años que nos ocupamos de tan grave asunto —replicó el consejero Niklausse—, y le declaro, mi buen van Tricasse, que todavía no me atrevo a adoptar una resolución.

—Comprendo sus vacilaciones —repuso el burgomaestre después de un largo cuarto de hora de meditación—, comprendo sus vacilaciones y participo de ellas. Haremos muy bien en no decidir nada antes de un examen más amplio de la cuestión.

—Cierto es —respondió Niklausse— que esa plaza de comisario civil es inútil en una población tan pacífica como Quiquendone.

—Nuestro predecesor —respondió van van Tricasse con tono grave—, nuestro predecesor nunca decía, ni se hubiera atrevido a decir, que una cosa era cierta. Toda afirmación está sujeta a desagradables enmiendas.

El consejero hizo con la cabeza una señal de asentimiento, y luego permaneció silencioso por media hora durante la cual el burgomaestre y el consejero no movieron siquiera un dedo, y transcurrido ese tiempo, Niklausse preguntó a van Tricasse si su predecesor, unos veinte años antes, no había tenido también el pensamiento de suprimir el empleo de comisario civil que gravaba todos los años el presupuesto de Quiquendone con la suma de mil trescientos setenta y cinco francos y algunos céntimos.

—En efecto —respondió el burgomaestre, llevando con majestuosa lentitud la mano a su limpia frente—, en efecto, pero aquel hombre digno se murió antes de haberse atrevido a tomar una determinación, ni respecto de eso, ni respecto de ninguna otra medida administrativa. Era todo un sabio. ¿Por qué no he de hacer lo mismo que él?

El consejero Niklausse hubiera sido incapaz de imaginar una razón que contradijera la opinión del burgomaestre.

—El hombre que se muere sin haberse decidido a nada en toda su vida —añadió gravemente van Tricasse—, está muy cerca de haber alcanzado la perfección en este mundo.

Dicho esto, el burgomaestre oprimió con la punta del dedo meñique un timbre de toque velado, que dejó oír un sonido menor que un suspiro, y casi al punto, unos pasos ligeros se deslizaron suavemente por las baldosas del corredor. Un ratoncillo no hubiera hecho menos ruido al corretear sobre una tupida moqueta.

Apareció una joven rubia de largas trenzas. Era Suzel van Tricasse, hija única del burgomaestre. Entregó a su padre, con la pipa henchida de tabaco, una escalfeta de latón, no pronunció una sola palabra y desapareció al punto sin que su salida hubiera producido más ruido que su entrada.

El honorable burgomaestre encendió el enorme hornillo de su instrumento, y no tardó en cubrirse con una nube de humo azulado, dejando al consejero Niklausse sumido en las más absortas reflexiones.

El aposento en que así departían esos dos notables personajes encargados de la administración de Quiquendone, era un gabinete ricamente adornado de esculturas en madera sombría. Una alta chimenea, vasto hogar en el cual se hubiera podido quemar una encina o asar una vaca ocupaba todo un lienzo del cuarto y daba frente a una ventana de enrejado, cuyos vidrios pintarrajeados tamizaban apaciblemente la claridad del día. En un cuadro antiguo aparecía sobre la chimenea el retrato de un personaje cualquiera, atribuido a Hemling, y que debía representar un antepasado de los van Tricasse, cuya genealogía se remonta auténticamente al siglo XIV, época en que los flamencos y Guy de Dampierre tuvieron que luchar con el emperador Rodolfo de Habsburgo.

Ese cuarto formaba parte de la casa del burgomaestre, una de las más agradables de Quiquendone. Construida con gusto flamenco y con todo lo improvisado, caprichoso, pintoresco y fantástico que encierra la arquitectura ojival, se la citaba entre los demás curiosos monumentos de la población. Un convento de cartujos o un establecimiento de sordomudos no hubieran sido más silenciosos que aquella habitación.

Allí no existía el ruido. No se andaba, sino que se procedía por deslizamiento; no se hablaba, sino que se susurraba. Y, sin embargo, no faltaban mujeres en la casa, que sin contar al burgomaestre, abrigaba a su mujer Brígida van Tricasse, a su hija Suzel van Tricasse y a su criada Lotche Janshen. Conviene citar también a la hermana del burgomaestre, la tía Hemancia, vieja solterona que aún respondía al nombre de Tatanemancia, que antiguamente le daba su sobrina Suzel cuando era niña. Pues bien, a pesar de todos estos elementos de discordia, ruido y charla, la casa del burgomaestre era tranquila como el desierto.

El burgomaestre era un personaje de cincuenta años, ni gordo ni flaco, ni bajo ni alto, ni viejo ni joven, ni subido de color ni pálido, ni alegre ni triste, ni contento ni aburrido, ni enérgico ni blando, ni engreído ni humilde, ni bueno ni malo, ni generoso ni avaro, ni valiente ni cobarde, ni mucho ni poco —ne quid nimis,— hombre moderado en todo; mas por la invariable lentitud de sus movimientos, por su mandíbula inferior algo colgante, su párpado superior inmutablemente levantado, su frente, lisa como una chapa de latón y sin ninguna arruga, sus músculos poco pronunciados, un fisonomista hubiera reconocido sin esfuerzo que el burgomaestre van Tricasse era la apatía personificada. Nunca, ni por la cólera ni por la pasión, habían acelerado las emociones los movimientos del corazón de aquel hombre, ni encendido su rostro; nunca sus pupilas se habían contraído bajo la influencia de un enfado, por pasajero que se pudiera suponer. Iba vestido invariablemente con buena ropa ni holgada ni estrecha, y que no conseguía deteriorar. Iba calzado con gruesos zapatos cuadrados, de triple suela y hebillas de plata, que por su duración desesperaban al zapatero. Iba cubierto con un estrecho sombrero que databa de la época en que Flandes quedó decididamente separada de Holanda, lo cual atribuía a ese venerable cubrecabezas una vida de cuarenta años. Pero, ¿qué quieren? Las pasiones son las que gastan el cuerpo, y nuestro burgomaestre, apático, indolente e indiferente, no se apasionaba por nada. Ni usaba ni se usaba, y por eso mismo era precisamente el hombre necesario para administrar la vida de Quiquendone y a sus tranquilos habitantes.

La población, en efecto, no era menos sosegada que la casa de van Tricasse en cuya pacífica morada esperaba el burgomaestre alcanzar los límites más lejanos de la existencia humana, después de ver a la buena Brígida van Tricasse, su mujer, precederle al sepulcro donde no hallaría descanso más profundo que el disfrutado por ella durante sesenta años en la tierra.

Esto merece explicación.

La familia van Tricasse bien pudiera llamarse con razón «la familia Jeannot», y veamos por qué: Todos saben que la navaja de este personaje típico es tan célebre como su propietario, y no menos perenne que él, gracias a esa doble operación incesantemente renovada, que consiste en poner mango nuevo cuando se gasta, y hoja nueva cuando ya no vale nada. Tal era la operación absolutamente idéntica, practicada desde tiempo inmemorial en la familia van Tricasse, y a la cual se había prestado la naturaleza con extraordinaria complacencia. Desde 1340 se había visto invariablemente a un van Tricasse, viudo, casarse con una van Tricasse más joven que él, la cual enviudando a su vez, se unía a otro van Tricasse más joven que ella, quien al enviudar, etc., sin solución de continuidad. Cada cual moría a su vez con una regularidad mecánica. Ahora bien, la digna Brígida van Tricasse llevaba ya su segundo marido, y a no faltar a sus deberes, debía preceder en el otro mundo a su esposo, diez años más joven que ella, para hacer lugar a otra van Tricasse. Y con esto contaba el honorable burgomaestre absolutamente, a fin de no romper las tradiciones de la familia.

Tal era aquella casa, pacífica y silenciosa, cuyas puertas no sonaban, cuyas vidrieras no retemblaban, cuyos suelos no crujían, cuyas chimeneas no zumbaban, cuyas veletas no rechinaban, cuyos muebles no crepitaban, cuyas cerraduras no cascabeleaban, y cuyos habitantes no hacían más ruido que su propia sombra. El divino Harpócrates la hubiera seguramente escogido para templo del silencio..

 

Capítulo III

Donde el comisario Passauf hace una entrada tan ruidosa como inesperada

Cuando la interesante conversación que más arriba hemos referido entre el consejero y el burgomaestre había comenzado, eran las tres menos cuarto de la tarde. A las tres y cuarenta y cinco minutos fue cuando van Tricasse encendió su ancha pipa que podía contener un cuarterón de tabaco y a las cinco y treinta y cinco minutos cuando acabó de fumar.

Durante todo este tiempo, ambos interlocutores no hablaron una sola palabra.

A las seis, el consejero, que siempre procedía por pretermisión, o aposiopesis, manifestó:

—¿Conque nos decidimos?

—A no decidir nada —replicó el burgomaestre.

—Creo, en suma, que tiene usted razón, van Tricasse.

—También lo creo, Niklausse. Tomaremos una resolución respecto del comisario civil cuando estemos mejor enterados; más tarde… No llevamos un mes apenas…

—Ni siquiera un año respondió Niklausse desdoblando su pañuelo del cual se servía, por otra parte, con perfecta discreción.

Se estableció otro silencio que duró todavía una hora larga, sin que nada turbase esta nueva parada en la conversación, ni aun la aparición del perro de la casa, el honrado Lento, que, no menos flemático que su amo, vino a dar con mucha suavidad una vuelta al aposento. ¡Digno perro! ¡Modelo para todos los de su especie! De cartón fuera, con ruedecillas en las patas, que no hubiera hecho menos ruido en su visita.

A eso de las ocho, después que Lotche trajo la lámpara antigua de vidrio deslustrado, el burgomaestre dijo al consejero:

—¿No tenemos otro asunto urgente que despachar, Niklausse?

—No, van Tricasse, ninguno que yo sepa.

—¿No me ha dicho, sin embargo —preguntó el burgomaestre— que la torre de la puerta de Audenarde amenaza ruina?

—En efecto —respondió el consejero—, y ciertamente que no me llevaría chasco si algún día aplastase a un transeúnte.

—¡Oh! Antes que suceda tal desgracia, espero que habremos tomado una decisión respecto de esa torre.

—Así lo espero, van Tricasse.

—Hay cuestiones más urgentes que resolver.

—Sin duda —respondió el consejero—; por ejemplo, la cuestión del mercado de cueros.

—¿Todavía sigue ardiendo? —preguntó el burgomaestre.

—Así sigue hace tres semanas.

—¿No hemos decidido en consejo dejarlo arder?

—Sí, van Tricasse, y eso a propuesta suya.

—¿No era el medio más seguro y sencillo de acabar con el incendio?

—Sin duda alguna.

—Pues bien, esperemos. ¿No hay más?

—No hay más —respondió el consejero, rascándose la frente, como para asegurarse de que no olvidaba algún asunto importante.

—¡Ah! —dijo el burgomaestre—. ¿No ha oído hablar también de un escape de agua que amenazaba inundar el barrio de Santiago?

—Efectivamente —respondió el consejero—. Y es de sentir que el escape no se haya declarado encima del mercado de cueros, porque hubiera naturalmente combatido el incendio, lo cual nos ahorraría los gastos de discusión.

—¿Qué quiere usted, Niklausse? No hay cosa que menos lógica tenga que los accidentes. No tienen enlace alguno entre sí y no es posible, como se quisiera, aprovechar el uno para atenuar el otro.

Esta aguda observación de van Tricasse exigió algún tiempo para que la saborease plenamente su interlocutor y amigo.

—Pero —repuso algunos instantes después el consejero Niklausse—, ni siquiera hablamos de nuestro gran negocio.

—¿Cuál? ¿Conque tenemos un gran negocio?

—¡Sin duda! Se trata del alumbrado de la población.

—¡Ah, sí! —respondió el burgomaestre—. Si mi memoria es fiel, me quiere usted hablar del alumbrado del doctor Ox.

—Precisamente.

—¿Y bien?

—La cosa marcha, Niklausse. Se está procediendo a la colocación de los tubos y la fábrica se encuentra del todo concluida.

—Quizá nos hemos precipitado mucho en ese negocio —dijo el consejero, torciendo la cabeza.

—Quizá; pero nos sirve de excusa que el doctor Ox hace todos los gastos del experimento y que no nos cuenta un céntimo.

—Esa es, en efecto, nuestra excusa. Además, es menester ir con el siglo. Si el experimento sale bien, Quiquendone será la primera población de Flandes que se alumbre con gas ox… ¿Cómo se llama ese gas?

—El gas oxhídrico.

—Vaya, pues, con el gas oxhídrico.

En aquel momento se abrió la puerta y Lotche vino a anunciar a su amo que la cena estaba lista.

El consejero Niklausse se levantó para despedirse de van Tricasse, a quien tantas decisiones adoptadas y tantos negocios tratados habían dado apetito. Después convinieron en reunir dentro de un plazo bastante largo el consejo de notables, a fin de resolver si se tomaría una medida provisional sobre la cuestión realmente urgente de la torre de Audenarde.

Los dos dignos administradores se dirigieron entonces hacia la puerta que daba a la calle, acompañando el uno al otro. El consejero, al llegar al último descansillo, encendió una pequeña linterna que debía guiarle por las calles oscuras de Quiquendone, no alumbradas todavía por el sistema del doctor Ox. La noche estaba oscura, era el mes de octubre, y una ligera neblina tendía su sombra sobre la población.

Los preparativos de la salida del consejero Niklausse exigieron un buen cuarto de hora, porque después de haber encendido la linterna, se calzó las almadreñas articuladas de becerro y se puso los espesos guantes de piel de carnero; después levantó el peludo cuello de su levita, abatió su visera sobre los ojos, aseguró en las manos el enorme paraguas de puño encorvado y se dispuso a salir.

En el momento en que Lotche, alumbrando a su amo, iba a retirar la barra de la puerta, estalló por fuera un ruido inesperado. ¡Sí! Por inverosímil que esto pareciera, un ruido, un verdadero ruido, tal como no lo había oído la villa desde la toma del torreón por los españoles en 1513, un espantoso ruido despertó los adormecidos ecos de la antigua casa van Tricasse. Llamaban a la puerta, virgen hasta entonces de todo brutal tocamiento. Se daban aldabonazos con un instrumento contundente que debía ser un palo nudoso o manejado por robusta mano. A los golpes se añadían gritos como llamando, y se oían claramente estas palabras:

—Señor van Tricasse, señor burgomaestre, abran, abran pronto.

El burgomaestre y el consejero, absolutamente atolondrados, se miraron sin decir palabra, porque lo que pasaba era superior a lo que su imaginación podía concebir. Si se hubiese disparado la vieja culebrina del castillo, que no funcionaba desde el año 1385, no quedarían más estropeados, permítasenos esta palabra y sea excusable su trivialidad, en gracia de su expresión.

Entretanto, los golpes, los gritos, los llamamientos redoblaban, y Lotche, recobrando su serenidad, se atrevió a hablar.

—¿Quién está ahí? —preguntó ella.

—Soy yo, yo, yo.

—¿Y quién es yo?

—El comisario Passauf.

¡El comisario Passauf! Aquel mismo cuyo cargo se trataba de suprimir hacía diez años. ¿Qué sucedía, pues? ¿Habían invadido los borgoñeses a Quinquendone como en el siglo XIV? Nada menos que un acontecimiento de esa especie se necesitaba para conmover hasta ese punto al comisario Passauf, que en nada cedía al mismo burgomaestre en cuanto a calmoso y flemático.

A una seña de van Tricasse, porque el buen señor no hubiera podido articular una sola palabra, el barrote se apartó y se abrió la puerta.

El comisario Passauf se precipitó en el recibimiento cual si fuera un huracán.

—¿Qué hay, señor comisario? —preguntó Lotche, valiente chica que no perdía la cabeza en las circunstancias más graves.

—¿Lo que hay? —dijo Passauf, cuyos ojos abultados expresaban una emoción real—. Hay, que vengo de casa del doctor Ox, donde había recepción y allí…

—¿Allí? —dijo el consejero.

Allí he sido testigo de un altercado tal que… señor burgomaestre, han hablado de política.

—¡Política! —repitió van Tricasse mesándose la peluca hasta erizarla.

—¡Política! —repuso el comisario Passauf—. Lo cual no ha sucedido quizá en cien años en Quiquendone. Entonces la discusión se acaloró. ¡El abogado Andrés Schut y el médico Domingo Custos han tenido tan violenta discusión que quizá se vean precisados a ir al terreno!

—¡Al terreno! —exclamó el consejero. ¡Un duelo en Quiquendone! ¿Pues qué se han dicho el abogado Schut y el médico Custos?

—Esto textualmente, «Señor abogado —ha dicho el médico a su adversario—, va usted un poco lejos me parece, y no piensa en modo alguno en medir sus palabras.»

El burgomaestre van Tricasse juntó las manos. El consejero palideció y dejó caer su linterna. El comisario movió la cabeza.

¡Una frase tan provocadora pronunciada por dos notables del país!

—Ese médico Custos —susurró van Tricasse— es decididamente hombre peligroso, cabeza exaltada; ¡vengan, señores!

Y con esto, el consejero Niklausse y el comisario entraron en la casa con el burgomaestre van Tricasse..

Capítulo IV

Donde el doctor Ox se revela como fisiólogo de primer orden y audaz experimentador

¿Quién es, pues, ese personaje conocido con el extraño nombre de doctor Ox?

Seguramente que un ser original, pero al propio tiempo un sabio audaz, un fisiólogo cuyos trabajos son conocidos y apreciados en toda la Europa científica, un rival afortunado de Davy, Dalton, Bostock, Menzies, Godwin, Vierordt, ingenios todos que han elevado la fisiología al primer puesto entre las ciencias modernas.

El doctor Ox era hombre medianamente grueso, de estatura regular, de edad de…, no lo podemos precisar, como tampoco su nacionalidad; pero importa poco. Basta saber que era un personaje extraño, de sangre caliente e impetuosa, verdadero excéntrico escapado de un tomo de Hoffmann y que formaba singular contraste con los habitantes de Quiquendone. Tenía imperturbable confianza en sus doctrinas y en sí mismo. Siempre sonriendo y marchando con la cabeza erguida fácil y libremente, de hombros bien marcados, las ventanas de la nariz bien abiertas, gran boca que absorbía el aire con fuertes aspiraciones, su persona era de complaciente aspecto. Revelaba mucha vida, muchísima; estaba bien equilibrado en todas las partes de su máquina, andaba bien, cual si tuviera azogue en las venas y cien agujas en los pies. Así es que nunca podía estarse quieto, deshaciéndose en palabras precipitadas y en ademanes superabundantes.

¿Era rico aquel doctor Ox que emprendía a sus expensas la instalación del alumbrado de una población entera?

Probablemente, puesto que se permitía semejantes gastos y es la única respuesta que podemos dar a tan indiscreta pregunta.

Cinco meses hacía que el doctor Ox había llegado a Quiquendone en compañía de su ayudante que respondía al nombre de Gedeón Igeno, grande, seco, flaco, todo altura, pero no menos vivo que su amo.

¿Y por qué había tomado el doctor Ox por su cuenta el alumbrado de la villa? ¿Por qué había escogido precisamente a los apacibles quiquendoneses, flamencos entre los flamencos, y quería dotarlos con los beneficios de un alumbrado excepcional? ¿No pretendería, bajo este pretexto, ensayar algún gran experimento fisiológico, operando in anima vili? En una palabra, ¿qué iba a intentar este ser original? No lo sabemos, puesto que el doctor Ox no tenía otro confidente que su ayudante Igeno, que le obedecía ciegamente.

En apariencia al menos, el doctor Ox se había comprometido a alumbrar la población, que bien lo necesitaba, sobre todo de noche, como decía con cierta gracia el comisario Passauf. Así es que ya se había instalado una fábrica para la producción del gas, los gasómetros estaban dispuestos para funcionar, y la tubería, circulando debajo del empedrado de las calles, debía muy pronto derramarse y abrirse en forma de mecheros2 por los edificios públicos y por las casas particulares de ciertos amigos del progreso.

En su calidad de burgomaestre, Tricasse, y en su calidad de consejero, Niklausse, y además otros notables habían creído deber autorizar en sus habitaciones la introducción del moderno alumbrado.

Si el lector no lo ha olvidado, durante la larga conversación del consejero y del burgomaestre se dijo que el alumbrado debía conseguirse no por la combustión del vulgar hidrógeno carbonado obtenido por la destilación del carbón mineral, sino por el empleo de un gas más moderno y veinte veces más brillante, el gas oxhídrico, que consiste en el oxígeno e hidrógeno mezclados.

Ahora bien, el doctor, químico hábil e ingeniero, sabía obtener ese gas en gran cantidad y barato, no empleando el manganato de sosa, según el procedimiento de Tessié de Motay, sino descomponiendo simplemente el agua ligeramente acidulada por medio de una pila con elementos nuevos e inventada por él. No se usaban sustancias costosas, ni platino, ni retortas, ni combustibles, ni aparatos delicados para producir aisladamente los dos gases. Una corriente eléctrica atravesaba unas vastas tinas de agua, y el elemento líquido se descomponía en sus dos partes constitutivas, el oxigeno y el hidrógeno. El oxígeno se iba por un lado, y el hidrógeno, en doble volumen que su asociado, se marchaba por otro.

Los dos se recogían en receptáculos separados; precaución importante, porque su mezcla hubiera producido una espantosa explosión encendiéndose. Y luego los tubos debían conducirlos separadamente a los diversos mecheros, dispuestos de modo que se precaviese esa explosión. Se produciría entonces una llama cuyo brillo rivalizaría con la luz eléctrica, que según los experimentos de Casselmann, es igual a la de mil ciento setenta y una bujías, ni una más ni una menos.

Cierto es que la villa de Quiquendone obtendría con esta generosa combinación un alumbrado espléndido, pero de esto era de lo que menos se preocupaban el doctor Ox y su preparador, como más adelante lo veremos.

Precisamente, al día siguiente al del que el comisario Passauf había aparecido ruidosamente en el gabinete del burgomaestre, Gedeón Igeno y el doctor Ox hablaban ambos en el laboratorio que les era común en el piso bajo del principal cuerpo de la fábrica.

—¿Y bien, Igeno, y bien? —exclamó el doctor Ox restregándose las manos—. ¡Ya los ha visto ayer, a esos buenos quiquendoneses de sangre fría que ocupan en cuanto a la viveza de pasiones el término medio entre las esponjas y las excrecencias coralígenas! ¡Los ha visto disputando y provocándose con la voz y el ademán! ¡Ya están metamorfoseados moral y químicamente! Y ahora no hacemos más que empezar. Espere para contemplarlos cuando los tratemos a altas dosis.

—En efecto, maestro —respondió Gedeón Igeno, rascándose su nariz aguileña con la punta del índice—, el experimento comienza bien y si yo no hubiese cerrado con prudencia la llave de salida, no sé lo que hubiera acontecido.

—Ya ha oído usted a ese abogado Schut y al médico Custos. La frase en sí misma no era maliciosa, pero en la boca de un quinquendonense vale todas las series de injurias que los héroes de Homero se echan a la cara antes de desenvainar. ¡Ah!, ¡qué flamencos! Ya verán qué haremos de ellos un día.

—Haremos de ellos unos ingratos —respondió Gedeón Igeno, con el tono de un hombre que aprecia la especie humana en su justo valor.

—¡Bah! Poco importa que lo agradezcan o no, con tal de que salga bien el experimento.

—Por otra parte —añadió el ayudante, sonriendo con malicia—, ¿no es de temer que al producir semejante excitación en su aparato respiratorio desorganicemos un poco los pulmones a esos honrados habitantes de Quiquendone?

—Peor para ellos. Esto se hace en interés de la ciencia. ¿Qué diría usted si los perros o las ranas se negasen a los experimentos de vivisección?

Es probable que si se consultase a las ranas y a los perros, estos animales harían algunas objeciones a las prácticas de los vivisectores; pero el doctor Ox creyó haber hallado un argumento irrefutable, porque exhaló un largo suspiro de satisfacción.

—En suma, tiene usted razón, maestro —respondió Gedeón Igeno con tono de convicción—. No podemos hallar cosa más a propósito que los habitantes de Quiquendone.

—Verdad es que no podíamos —dijo el doctor articulando cada sílaba.

—¿Les ha tomado el pulso a esos seres?

—Cien veces.

—¿Y cuál es el término medio de las pulsaciones observadas?

—Ni aun cincuenta por minuto. Fáciles comprenderlo. ¡Una población donde no ha habido en un siglo una sombra de discusión; donde los carreteros no blasfeman ni los cocheros se injurian, ni los caballos se desbocan, ni los perros muerden, ni los gatos arañan! ¡Una población donde el simple tribunal de policía descansa de un cabo al otro del año! ¡Una población donde nadie se apasiona por nada, ni por las artes ni por los negocios! ¡Una población donde los gendarmes se hallan en estado de mitos y en la cual no se ha formado sumario en cien años! ¡Una población, en fin, donde desde hace trescientos años no se ha dado un puñetazo ni un bofetón! Ya comprenderá usted, Igeno, que eso no puede durar más y que todo lo modificaremos.

—¡Perfectamente! ¡Perfectamente! —replicó el ayudante entusiasmado. ¿Y el aire de ese pueblo, lo ha analizado?

—No he dejado de hacerlo. Setenta y nueve partes de nitrógeno y veintiuna partes de oxígeno, ácido carbónico y vapor acuoso en cantidad variable. Son las proporciones ordinarias.

—Bien, doctor, bien —respondió maese Igeno—. El experimento se hará en grande y será sin duda decisivo.

—Y si es decisiva —añadió el doctor Ox con voz de triunfo—, reformaremos el mundo.

 

Capítulo V

Donde el burgomaestre y el consejero van a hacer una visita al Doctor Ox, y lo que sigue

El consejero Niklausse y el burgomaestre van Tricasse supieron al fin lo que es una noche agitada. El grave acontecimiento ocurrido en casa del doctor Ox les causó un verdadero insomnio. ¿Qué consecuencia tendría la cosa? No podían imaginarlo. ¿Habría que adoptar alguna decisión? ¿Tendría que intervenir la autoridad municipal que ellos representaban? ¿Se publicarían edictos para que semejante escándalo no se renovase?

Estas dudas no podían menos que perturbar a tan blandas naturalezas. Por eso la víspera, antes de separarse, habían decidido volverse a ver al día siguiente.

Al día siguiente, pues, antes de comer, el burgomaestre van Tricasse se dirigió en persona a casa del consejero Niklausse, a quien encontró más tranquilizado. También él recobró la serenidad.

—¿No hay nada de nuevo? —preguntó van Tricasse.

—Nada de nuevo desde ayer —contestó Niklausse.

—¿Y el médico Domingo Custos?

—No he oído hablar de él ni más ni menos que del abogado Andrés Schut.

Después de una hora de conversación que ocuparía tres líneas y que es inútil referir, el consejero y el burgomaestre habían resuelto visitar al doctor Ox, a fin de obtener algunas aclaraciones, sin aparentarlo.

Tomada esta resolución contra sus hábitos, ambas notabilidades se decidieron a ejecutarla rápidamente. Abandonaron la casa y se dirigieron a la fábrica del doctor Ox, situada fuera de la población, cerca de la puerta de Audenarde, la que amenazaba ruina.

El burgomaestre y el canciller no se daban el brazo pero andaban, passibus oequis, con el paso lento y solemne, que no les hacía adelantar sino tres pulgadas apenas por segundo. Por lo demás, este era el paso mismo de sus administrados que desde memoria de hombre no habían visto a nadie correr por las calles de Quiquendone.

De vez en cuando, en una travesía sosegada y tranquila en la esquina de una calle pacífica las dos notabilidades se paraban para saludar a la gente.

—Buenos días, señor burgomaestre —decía uno.

—Buenos días, amigo mío —respondía van Tricasse.

—¿No hay nada nuevo, señor consejero? —preguntaba otro.

—Nada nuevo —respondía Niklausse.

Mas por ciertas cataduras atónitas y por ciertas miradas indagadoras, podía comprenderse que la reyerta de la víspera era conocida en la ciudad. Con sólo ver la dirección seguida por van Tricasse, el más obtuso de los quiquendoneses hubiera acertado que el burgomaestre iba a dar algún grave paso. El asunto de Custos y de Schut preocupaba todos los ánimos, pero nadie tomaba todavía partido por uno o por otro. El abogado y el médico eran, en suma, dos personas muy estimadas. El primero no había tenido ocasión nunca de informar en una ciudad donde los procuradores y alguaciles sólo existían por memoria, y, por consiguiente, no había perdido pleito alguno. En cuanto al segundo, era un práctico honroso que a ejemplo de sus colegas, curaba a los enfermos de todas sus enfermedades, menos de la que morían, hábito desagradable adquirido desgraciadamente por los miembros de todas las facultades en cualquier país que ejerzan su profesión.

Al llegar a la puerta de Audenarde, el consejero y el burgomaestre dieron prudentemente un ligero rodeo, a fin de no pasar por el radio de caída de la torre, y luego la consideraron con atención.

—Creo que se caerá —dijo van Tricasse.

—También lo creo —respondió Niklausse.

—A no ser que la apuntalen —añadió van Tricasse—. ¿Pero debe apuntalarse? Esa es la cuestión.

—Es, en efecto, la cuestión —respondió Niklausse.

Algunos instantes después se presentaban a la puerta de la fábrica.

—¿Está visible el doctor Ox? preguntaron.

El doctor Ox estaba siempre visible para las primeras autoridades de la villa, y éstas fueron introducidas en el gabinete del célebre fisiólogo. Tal vez los dos notables aguardaron una hora larga, antes que el doctor apareciese. Al menos hay fundamento para creerlo, porque el burgomaestre, lo cual no le había sucedido en toda su vida, manifestó cierta impaciencia, de la cual tampoco se sintió exento su compañero.

El doctor Ox entró por fin y se excusó por haber hecho esperar a los señores; pero había tenido que aprobar un plano de gasómetro, y que rectificar una ramificación de tubería…

Por lo demás, todo marchaba bien. Los conductos destinados al oxígeno estaban ya colocados. Antes de algunos meses, la población estaría dotada de un espléndido alumbrado. Las dos notabilidades podían ver ya los orificios de los tubos que daban sobre el gabinete del doctor.

Después de estas explicaciones, el doctor se informó del motivo que le proporcionaba la honra de recibir en su casa al burgomaestre y al consejero.

—Para verlo, doctor, para verlo —respondió van Tricasse—. Hace mucho tiempo que no habíamos tenido ese gusto. Salimos poco en nuestra villa de Quiquendone. Contamos nuestros pasos y nuestras andadas. Felices cuando nada viene a interrumpir nuestra uniformidad…

Niklausse miraba a su amigo. Este no había hablado nunca tanto, al menos sin tomarse tiempo ni espaciar sus frases con dilatadas pausas. Parecíale que van Tricasse se expresaba con cierta volubilidad que no le era natural. El mismo Niklausse sentía también como una irresistible comezón de hablar.

En cuanto al doctor Ox, miraba cuidadosamente al burgomaestre con cierta malicia.

Van Tricasse, que nunca discutía sino después de haberse instalado a sus anchas en un buen sillón, se había levantado esta vez. No sé qué sobreexcitación nerviosa, enteramente contraria a su temperatura, se había apoderado de él. Todavía no gesticulaba, pero esto no podía tardar. En cuanto al consejero, se rascaba las pantorrillas y respiraba a lentas, pero anchas, bocanadas. Su mirada se animaba poco a poco y estaba decidido a sostener contra todo, en caso necesario, a su leal amigo el burgomaestre.

Van Tricasse se había levantado, y después de dar algunos pasos, vino a colocarse de nuevo enfrente del doctor.

—¿Y dentro de cuántos meses —preguntó con tono algo acentuado—, dentro de cuántos meses dice usted que estarán sus trabajos concluidos?

—Dentro de tres o cuatro meses, señor burgomaestre.

—¡Tres o cuatro meses! Muy largo es eso —dijo van Tricasse.

—¡Demasiado largo! —añadió Niklausse, que, no pudiendo aguantar más en su sitio, se había levantado también.

—Necesitamos ese tiempo para acabar nuestra instalación —respondió el doctor—. Los obreros que hemos escogido en la población de Quiquendone no son muy activos.

—¡Cómo que no! —exclamó el burgomaestre, que tomaba, al parecer, esas palabras como una ofensa personal.

—No, señor burgomaestre —respondió al doctor Ox insistiendo—. Un obrero francés haría en un día el trabajo de diez de sus administrados. Ya lo sabe usted, son flamencos puros.

—¡Flamencos! —exclamó el consejero Niklausse, cuyos puños se crisparon. ¿Qué sentido quiere usted dar a esa palabra, caballero?

—El sentido… amable que todo el mundo le da —respondió, sonriendo, el doctor.

—¡Cuidado, caballero! —dijo el burgomaestre, recorriendo a grandes pasos el gabinete de uno a otro lado—, no me gustan esas insinuaciones. Los obreros de Quiquendone valen tanto como los de cualquiera otra ciudad del mundo, entiende, y no es a París ni a Londres a donde iremos a buscar modelos. En cuanto a los trabajos que le conciernen, le ruego que acelere su ejecución. Las calles están desempedradas para la colocación de los tubos, y ésa es una traba de la circulación. El comercio acabará por quejarse, y yo, administrador responsable, no quiero incurrir en reconvenciones harto legítimas.

¡El bravo burgomaestre! ¡Había hablado de comercio y de circulación, y estas palabras, a que no estaba acostumbrado, no le desollaban los labios! ¿Qué le pasaba, pues?

—Por otra parte —añadió Niklausse, la población no puede estar por más tiempo privada de luz.

—Sin embargo —dijo el doctor—, una población que lo espera hace ochocientos o novecientos años…

—Razón de más, caballero —repuso el burgomaestre acentuando las sílabas—. ¡Otro tiempo, otras costumbres! El progreso marcha y no queremos quedarnos atrás. Antes de un mes entenderemos que nuestras calles han de estar alumbradas, o bien pagará usted una indemnización considerable por cada día de retraso. ¿Qué sucedería si en medio de las tinieblas ocurriese alguna riña?

—Efectivamente —exclamó Niklausse—, basta una chispa para inflamar a un flamenco. Flamenco, flama.

—Y a propósito —dijo el burgomaestre a las palabras de su amigo, el comisario Passauf, jefe de la policía municipal, nos ha dado parte de que una discusión se había entablado anoche en sus salones, señor doctor. ¿Se ha equivocado al decir que se trataba de una discusión política?

—En efecto, señor burgomaestre —respondió el doctor, que reprimía, no sin pena, un suspiro de satisfacción.

—¿Y no hubo un altercado entre el médico Domingo Custós y el abogado Andrés Schut?

—Sí, señor consejero, pero las expresiones que se cruzaron no tenían nada de grave.

—¡Nada de grave! —exclamó el burgomaestre.

—¿Nada grave cuando un hombre dice a otro que no mide el alcance de sus palabras? Entonces, ¿con qué barro está usted amasado, caballero? ¿No sabe usted que en Quiquendone no se necesita más para acarrear consecuencias funestas? Y, caballero, si usted o cualquier otro se permitiese hablarme así…

—Y a mí —añadió el consejero Niklausse.

Y al pronunciar estas palabras, con tono amenazador, ambas notabilidades, cruzadas de brazos y con el pelo erizado, miraban de frente al doctor Ox, en disposición de jugarle una mala pasada, si un gesto, menos que un gesto, una mirada hubiera revelado en él la intención de contrariarles.

Pero el doctor no pestañeó.

—En todo caso, caballero —prosiguió el burgomaestre—, entiendo hacerle responsables de lo que pase en su casa. Garantizo la tranquilidad de la población y no quiero que se vea turbada. Los acontecimientos de anoche no se renovarán o cumpliré con mi deber, caballero. ¿Lo ha entendido? Pero responda, caballero.

Al hablar así, el burgomaestre, bajo el imperio de una sobreexcitación extraordinaria, elevaba la voz hasta el diapasón de la cólera. Estaba furioso aquel digno van Tricasse, y ciertamente que debieron oírle desde fuera. Por último, fuera de sí, y viendo que el doctor no respondía a sus provocaciones, dijo:

—Venga, Niklausse.

Y, cerrando la puerta con una violencia que conmovió la casa, el burgomaestre arrastró al consejero en pos de sí. Poco a poco, y después de andar unos veinte pasos por la campiña, los dignos notables se calmaron. Su marcha se amortiguó y su andar se modificó. El enrojecimiento de su rostro se apagó y de encarnado pasó a color de rosa. Y un cuarto de hora después de haber salido de la fábrica, van Tricasse decía con apacible tono al consejero Niklausse:

—¡Qué hombre tan amable es el doctor Ox! Le veré siempre con el mayor placer.

 

Capítulo VI

En donde Frantz Niklausse y Suzel van Tricasse forman algunos proyectos para el porvenir

Nuestros lectores saben que el burgomaestre tenía una hija, la señorita Suzel; mas por perspicaces que sean no han podido adivinar que el consejero Niklausse tenía un hijo, el señor Frantz. Y aun cuando lo hubiesen adivinado, nada les permitiría imaginar que Frantz fuese el novio de Suzel. Añadiremos que estos dos jóvenes estaban hechos el uno para el otro, y que se amaban como se ama en Quiquendone.

No debemos creer que los corazones jóvenes dejasen de palpitar en aquella población excepcional; sólo que latían con cierta lentitud. Se casaban como en cualquiera otra ciudad del mundo, pero se tomaban tiempo para ello. Los futuros, antes de enredarse en los terribles lazos, querían estudiarse, y los estudios duraban lo menos diez años, como en el colegio. Raras veces se recibía nadie antes de ese tiempo.

Sí. ¡diez años! ¡Durante diez años se cortejaban! ¿Es acaso demasiado cuando se trata de ligarse por toda la vida? ¿Se estudia diez años para ser ingeniero o médico, abogado o consejero de prefectura, y se pretende adquirir en menos tiempo los conocimientos necesarios para marido? Esto es inadmisible, y sea por temperamento o por razón, los quiquendoneses están, a nuestro parecer, en lo cierto al prolongar así sus estudios. Cuando en otras poblaciones libres y ardientes se ven efectuar los casamientos en pocos meses, hay que encogerse de hombros y darse prisa en enviar a los muchachos al colegio y a las muchachas a la enseñanza de Quiquendone.

No se citaba, en medio siglo, más que un matrimonio hecho en dos años y aún así por poco paró en mal. Frantz Niklausse quería, pues, a Suzel van Tricasse, pero apaciblemente, como se ama cuando se tienen diez años por delante para adquirir el objeto amado. Todas las semanas, una sola vez, y a la hora convenida, Frantz venía a buscar a Suzel y la conducía a la orilla del Vaar, cuidando de llevarse la caña de pescar, mientras que su amada no olvidada el cáñamo de tapicería, en el cual sus bonitos dedos casaban las flores más inverosímiles.

Conviene decir aquí que Frantz era un joven de veintidós años, en cuyo rostro apuntaba un ligero bozo de melocotón, y cuya voz apenas acababa de descender de una octava a otra.

En cuanto a Suzel, era rubia y sonrosada. Contaba diecisiete años, y no desdeñaba el pescar con caña. ¡Singular ocupación, sin embargo, que obliga a luchar en astucia con un barbito! Pero a Frantz le gustaba esto, y semejante pasatiempo cuadraba bien con su carácter. Paciente cuanto se puede serlo, complaciéndose en seguir con meditabunda vista el tapón de corcho que se mecía al hilo del agua, sabía esperar, y cuando después de una sesión de seis horas un modesto barbo, compadeciéndose de él, consentía en dejarse pescar, era feliz, aunque sabía contener su emoción.

Aquel día los dos futuros, puede decirse que los dos prometidos, estaban sentados sobre la verde orilla. El límpido Vaar murmuraba a algunos pies debajo de ellos. Suzel impelía indolentemente su aguja por entre el cañamazo.

Frantz arrastraba automáticamente su sedal de izquierda a derecha, y luego le dejaba seguir la corriente de derecha a izquierda. Los barbitos trazaban en el agua redondeles caprichosos que se entrecruzaban alrededor del corcho, mientras que el anzuelo se paseaba vacío por las capas más inferiores.

De vez en cuando decía sin levantar siquiera los ojos sobre la niña:

—Creo que pica.

—¿Lo crees, Frantz? —respondía Suzel, que, abandonando un momento su labor, seguía con vista conmovida el cordel de su prometido.

—Pero no —añadía Frantz—. Había creído sentir un pequeño movimiento. Me he equivocado.

—Ya picará, Frantz —replicaba Suzel con pura y dulce voz—. Pero no olvide de tirar a tiempo. Siempre se retarda algunos segundos y el pececillo los aprovecha para escapar.

—¿Quiere usted tomar la caña, Suzel?

—Con mucho gusto, Frantz.

—Entonces deme el cañamazo. Veremos si soy más diestro con la aguja que con el anzuelo.

Y la joven tomaba la caña con trémula mano, mientras que el mozo hacía pasar la aguja por las mallas del cañamazo. Y durante horas enteras cruzaban así tiernas palabras, y sus corazones palpitaban cuando el corcho se estremecía sobre el agua. ¡Ah!, no olvidarán nunca aquellos encantadores momentos, en que, sentados el uno junto al otro, escuchaban el susurro de las aguas. Aquel día el sol estaba ya muy inclinado sobre el horizonte, y a pesar de los talentos combinados de Suzel y Frantz, nada había mordido. Los barbitos no se habían mostrado apiadados y se reían de los jóvenes, que eran demasiado buenos para guardarles rencor por eso.

—Seremos más afortunados otra vez, Frantz —dijo Suzel, cuando el joven pescador hincó su anzuelo, siempre virgen, en la planchuela de pino.

—Debemos esperarlo Suzel —respondió Frantz.

Y, después, caminando ambos uno junto a otro, emprendieron la vuelta a casa, sin cruzar una sola palabra, tan mudos como sus sombras, que se prolongaban delante de ellos. Suzel se veía grande, muy grande, bajo los oblicuos rayos del sol poniente. Frantz parecía flaco, muy flaco como el largo cordel que tenía en la mano.

Llegaron a casa del burgomaestre. Unas verdes matas de hierbas adornaban las relucientes losas, y se hubieran guardado muy bien de arrancarlas, porque sirviendo de mullido a la calle, apagaban el ruido de los pasos.

En el momento en que iba a abrirse la puerta, Frantz creyó deber decir a su prometida;

—Ya lo sabe usted, Suzel, el gran día se acerca.

—Se acerca, en efecto, Frantz —respondió la niña entornando sus párpados.

—Sí —dijo Frantz—, dentro de cinco o seis años.

—Hasta la vista, Frantz —dijo Suzel.

—Hasta la vista, Suzel —respondió el joven Frantz.

Y después que la puerta se cerró, el joven tomó con paso igual y sosegado el camino de la casa del consejero Niklausse.

 

Capítulo VII

Donde los andante se convierten en allegro, y los allegro en vivace

La emoción causada por el incidente del abogado Schut y del médico Custos se había apaciguado, y el asunto no tuvo consecuencias. Podía, pues, esperarse que Quiquendone volvería a su apatía habitual, momentáneamente turbada por un acontecimiento inexplicable.

Entretanto, la colección de las tuberías destinadas a conducir el gas oxhídrico por los principales edificios de la población, se verificaba rápidamente. Los conductos y las ramificaciones se deslizaban poco a poco bajo el empedrado de Quiquendone. Pero los mecheros faltaban todavía, porque siendo su ejecución muy delicada, había sido necesario fabricarlos en el extranjero. El doctor Ox se multiplicaba; su ayudante Igeno y él no perdían un solo instante, dando prisa a los obreros, terminando los delicados órganos del gasómetro, alimentando día y noche las gigantescas pilas que descomponían el agua bajo la influencia de una poderosa corriente eléctrica. ¡Sí! El doctor fabricaba ya su gas, aunque la canalización no se hallaba terminada todavía lo cual, entre nosotros, hubiera parecido muy singular. Pero antes de poco tiempo, podía esperarse al menos, antes de poco, que el doctor Ox inauguraría en el teatro de la población los esplendores de su nuevo alumbrado.

Porque Quinquendone poseía un teatro, hermoso edificio a fe mía, cuya disposición interior y exterior recordaba todos los estilos. Era a la vez bizantino, románico, gótico, del renacimiento, con puertas de medio punto, ojivas, rosetones flamígeros, cimbalillos fantásticos, en una palabra, modelo de todos los géneros, mitad Partenón, mitad Gran Café de París, lo cual no debe causar extrañeza, porque, comenzado en tiempo del burgomaestre Ludwig van Tricasse, en 1175, no se terminó hasta 1837, bajo el burgomaestre Natalis van Tricasse. Se habían empleado setecientos años en construirlo, y se había conformado sucesivamente con la moda arquitectónica de todas las épocas.

¡No importa! Era un hermoso edificio, cuyas pilastras romanas y bóvedas bizantinas no discreparían del alumbrado de gas oxhídrico.

Se representaba algo de todo en el teatro de Quiquendone, y especialmente la ópera seria y cómica; pero hay que decir que los compositores no hubieran podido reconocer sus obras, de tan cambiados como estaban los “movimientos”.

En efecto, como nada se hacía aprisa en Quiquendone, las obras tenían que adaptarse al temperamento de los quiquendonenses. Aunque las puertas del teatro se abrían habitualmente a las cuatro y se cerraban a las diez, no había ejemplo de que durante esas seis horas se hubiesen representado más de dos actos. Roberto el Diablo, Los Hugonotes o Guillermo Tell ocupaban ordinariamente tres noches, de tan lenta como era la ejecución de estas óperas. Los vivace, en el teatro de Quiquendone, se convertían en verdaderos adagios. Los allegros se arrastraban larga, larguísimamente.

Las semifusas no valían las mínimas de cualquier otro país. Las tiradas más rápidas, ejecutadas según el gusto de los quiquendonenses, tomaban el andar de un himno de canto llano. Los indolentes trinos se prolongaban y acompasaban para no herir los oídos de los dilettanti.

Para decirlo, tomo como ejemplo el aire rápido de Fígaro que, a su entrada en el primer acto del Barbero de Sevilla, se llevaba al número treinta y tres del metrónomo y duraba cincuenta y ocho minutos, cuando el actor era muy vivaracho. Como es fácil colegirlo, los artistas que venían de fuera tenían que conformarse con esa moda, pero como les pagaban bien no se quejaban y obedecían fielmente la batuta del director de orquesta, que no marcaba nunca en los allegros más de ocho compases por minuto.

¡Pero, en cambio, qué de aplausos llovían sobre aquellos artistas que encantaban, sin fatigarlos nunca, a los espectadores de Quiquendone! Todas las manos daban una contra otra en intervalos bastantes separados, lo cual traducían los periódicos por “aplausos frenéticos”, y si una o dos veces el salón, entusiasmado, no se hundía bajo los bravos, es porque en el siglo duodécimo no se ahorraba en los cimientos ni el mortero ni la piedra.

Por otra parte, para no exaltar las entusiastas naturalezas de los flamencos, el teatro sólo trabajaba una vez por semana, lo cual permitía a los actores estudiar con más profundidad sus papeles, y a los espectadores digerir por más tiempo las bellezas de las obras maestras del arte dramático.

Hacía mucho tiempo que las cosas marchaban así. Los artistas extranjeros tenían la costumbre de contratarse con el empresario de Quiquendone, cuando querían descansar de sus fatigas en otros teatros, y no parecía que nada debía modificar este inveterado hábito, cuando, quince días después del suceso Schut—Custos, un incidente inesperado vino a perturbar de nuevo la población.

Era sábado, día de ópera. No se trataba aún, como pudiera creerse, de inaugurar el nuevo alumbrado. No; los tubos bien llegaban hasta la sala, mas por el motivo arriba indicado, los mecheros no estaban todavía colocados y las bujías de la araña seguían proyectando su apacible luz sobre los espectadores que llenaban el teatro. Se habían abierto las puertas al público a la una de la tarde, y a las tres el salón estaba a medio llenar. Durante un momento había habido una cola que se desarrollaba hasta la extremidad de la plaza de San Ernulfo, delante de la tienda del farmacéutico José Liefrinck. Esta concurrencia permitía presagiar una buena representación.

—¿Irá esta noche al teatro? —había preguntado por la mañana el consejero al burgomaestre.

—No faltaré —había respondido van Tricasse—, y llevaré a mi mujer, a nuestra hija Suzel y a nuestra querida Tatanemancia, que se vuelven locas por la buena música.

—¿Vendrá la señorita Suzel? —dijo el consejero.

—Sin duda, Niklausse.

—Entonces mi hijo Frantz será uno de los primeros que acudirán —respondió Niklausse.

—¡Joven impulsivo, Niklausse! —repuso doctoralmente el burgomaestre—. ¡Cabeza atolondrada! Es necesario vigilar a ese muchacho.

—Ama, van Tricasse, ama a vuestra hermosa Suzel.

—Pues bien, Niklausse, se casará con ella. Una vez convenidos en ese matrimonio, ¿qué puede pedir más?

—No pide nada, van Tricasse, no reclama nada ese querido hijo. Pero, en fin, y no quiero decir más, no será el último en pedir su boleto en la taquilla.

—¡Ah! ¡Viva y ardiente juventud! —replicó el burgomaestre, sonriendo al recuerdo de su pasado—. ¡Así hemos sido nosotros, mi digno consejero! ¡También nosotros hemos amado! ¡También hemos cortejado en nuestros tiempos! Hasta la tarde, pues, hasta la tarde. A propósito, ¿sabe usted que ese Fioravanti es un gran artista? ¡Por eso la acogida que ha tenido entre nosotros! ¡No olvidará en mucho tiempo los aplausos de Quiquendone!

Se trataba, en efecto, del célebre tenor Fioravanti, que por su talento de cantante, su método perfecto, su voz simpática, provocaba entre los aficionados de la población un verdadero entusiasmo.

Tres semanas hacía que Fioravanti había obtenido, en Los Hugonotes, un éxito inmenso. El primer acto, interpretado a gusto de los quiquendonenses, había ocupado una representación entera de la primera semana del mes. Otra función de la segunda semana, prolongada con andante infinitos, había valido al celebre artista una verdadera ovación. El triunfo se había acrecentado con el tercer acto de la obra maestra de Meyerbeer. Pero era en el cuarto donde esperaban ver a Fioravanti, y precisamente aquella tarde iba a ser cantado ante un público impaciente. ¡Ah! ¡Aquel dúo de Raúl y Valentina, aquel himno de amor a dos voces, tan suspirado, aquel momento en que se multiplican los crescendo, los stringendo, los sforzando, los piu crescendo, todo cantado lenta, compendiosa, interminablemente! ¡Oh! ¡Qué encanto!

Así que a las cuatro el teatro estaba lleno. Los palcos, la orquesta, el patio, estaban atestados. En primer término se hallaban el burgomaestre van Tricasse, la señorita van Tricasse, la señora de van Tricasse y la amable Tatanemancia, con gorro verde manzana; después, no lejos, el consejero Niklausse y su familia, sin olvidar al enamorado Frantz. Se veían también las familias del médico Custos, del abogado Schut, de Honorato Syntax, el gran juez, y a Soutman (Norberto), el director de la compañía de seguros, así como al grueso banquero Collaert, loco por la música alemana, algo cantante él también, al preceptor Rupp, al director de la Academia, Jerónimo Resh, al comisario civil y a otras muchas notabilidades de la población que no pueden enumerarse sin abusar de la paciencia del lector.

Ordinariamente, esperando que el telón se levantase, los quiquendonenses tenían la costumbre de permanecer callados, leyendo los unos su periódico, cruzando otros algunas palabras en voz baja, yendo éstos a su asiento sin ruido ni atropelladamente, dirigiendo aquéllos una mirada semiapagada a las amables beldades que guarnecían las galerías.

Pero aquella noche, un observador hubiera reconocido que aún antes de alzarse el telón reinaba en el teatro una animación inusitada. Se estaban moviendo personas que nunca se agitaban. Los abanicos de las damas oscilaban con una rapidez anormal. Un aire más vivo parecía haber invadido todos los pechos y se respiraba con más holgura. Algunas miradas brillaban, puede decirse, tanto como las llamas de la lucerna, y parecían derramar un resplandor insólito.

Ciertamente que se veía más claro que de costumbre, aunque el alumbrado era el mismo. ¡Ah! ¡Si los nuevos aparatos del doctor Ox hubiesen funcionado! Pero no funcionaban todavía.

Por último, la orquesta está completa en su puesto. El primer violín pasa por entre los atriles para dar un modesto la a sus colegas. Los instrumentos de cuerda, los de viento y los de percusión están acordes. El maestro de orquesta no aguarda más que la campanilla para marcar el primer compás.

La campanilla suena y comienza el cuarto acto. El allegro apassionato de entrada se toca, según costumbre, con una grave lentitud que hubiera hecho dar un brinco al ilustre Meyerbeer, y cuya majestad toda sólo aprecian los diletantes quiquendonenses.

Pero muy pronto el director de orquesta comienza a perder el dominio sobre los ejecutantes. Le cuesta algún trabajo contenerlos, a ellos, tan obedientes y tan calmosos de ordinario. Los instrumentos de viento manifiestan tendencia a acelerar los movimientos, y hay que frenarlos con mano firme, porque adelantándose sobre los de cuerda producirían, desde el punto de vista armónico, un efecto desagradable. El mismo bajo, tocado por el hijo del farmacéutico José Liefrink, joven de muy buena educación, propende a acalorarse.

Entretanto, Valentina ha principiado su recitado:

Estoy sola, mi casa…

pero se acelera. El maestro de orquesta y todos los músicos la siguen, quizá inconscientemente, en su cantabile, que debería ser medido con pausa, como un doce por dieciocho que es.

Cuando Raúl aparece en la puerta del fondo, desde el momento en que Valentina le sale al encuentro, hasta al de esconderle en el cuarto de al lado, no se pasa un cuarto de hora, cuando antes, según la tradición del teatro de Quiquendone, ese recitado de treinta y siete compases duraba hasta treinta y siete minutos.

Saint Bris, Nevers, Cavannes y los señores católicos, han entrado en escena con alguna precipitación quizá.

Allegro pomposo ha marcado el compositor en la partitura. La orquesta y los señores andan efectivamente allegro, pero de ningún modo pomposo, y en el tutti, en esa página magistral de la conjuración y de la bendición de puñales, no se modera ya el allegro reglamentario. Cantores y músicos corren fogosamente. El director de orquesta ya no piensa en contenerlos. Por otra parte, el público no reclama, sino que, al contrario, se ve también arrastrado a un movimiento que responde a las aspiraciones del alma:

De incesantes disturbios y de una guerra impía.
¿Quiere usted librar como yo, la patria mía?

Esto se promete y se jura. Apenas tiene Nevers el tiempo de protestar y de cantar que «entre sus abuelos cuenta soldados y no asesinos». Le prenden. Los alguaciles y corchetes llegan y juran rápidamente «herir a todos a la vez». Saint Bris recorre como un verdadero dos por cuatro callejero el recitado que llama a los católicos a la venganza. Los tres frailes, llevando canastillos con fajas blancas, se precipitan por la puerta del fondo de la habitación de Nevers, sin tener presente la exigencia de la escena que les recomienda adelantarse lentamente. Ya todos los asistentes han sacado sus espadas y sus puñales, los tres monjes echan su bendición en un abrir y cerrar de ojos. Las sopranos, los tenores y bajos atacan con gritos encarnizados el allegro furioso, y de un seis por ocho dramático hacen un seis por ocho de rigodón.

Y luego salen aullando el canto de la cita a medianoche:

A medianoche
¡No hay ruido!
¡Dios lo quiera!

A medianoche

En aquel momento el público está de pie. Todos se agitan en los palcos, en las lunetas y en las galerías. Parece que todos los espectadores van a arrojarse a la escena con el burgomaestre van Tricasse a la cabeza, a fin de reunirse con los conjurados y aniquilar a los hugonotes, de cuyas opiniones, sin embargo, participan. Aplauden, llaman a la escena y aclaman. Tatanemancia agita con mano febril su gorro verde manzana. Las lámparas del salón despiden un brillo ardiente.

Raúl, en vez de levantar lentamente la colgadura, la rasga con ademán soberbio y se encuentra frente a frente con Valentina.

Por último, ya ha llegado el gran dúo que se canta allegro vivace. Raúl no aguarda las preguntas de Valentina, ni Valentina las respuestas de Raúl. El pasaje adorable:

El peligro se acerca

Y el tiempo vuela…

se convierte en uno de esos rápidos dos por cuatro que tanta fama han dado a Offenbach cuando hace bailar a los conjurados. El andante amoroso:

¡Tú lo has dicho!

¡Sí, tú me amas!

ya no es más que un vivace furioso y el violonchelo de la orquesta no se ocupa en imitar las inflexiones de voz del cantor, como lo indica la partitura del maestro. En vano Raúl exclama:

¡Sigue hablando y prolonga

Del corazón el inefable sueño!

Valentina no puede prolongar, y se ve que a aquél le devora un fuego insólito. Cada si y cada do que lanza fuera del alcance natural ostentan un brillo tremendo. Se agita, gesticula y está abrasado.

Se oye la campana que resuena, pero ¡qué campana! El campanero no se duerme. Es un toque a rebato espantoso que lucha con ímpetu con los furores de la orquesta.

Por último, el movimiento que va a terminar tan magnífico acto:

¡No más amor sublime!

¡Oh pesar que me oprime!

que el compositor indica allegro con moto, se lleva con un prestissimo desenfrenado, asemejándose a un tren que corre.

Vuelve la campana a sonar. Valentina cae desmayada y Raúl se tira por la ventana.

Ya era tiempo. La orquesta, realmente embriagada, no hubiera podido proseguir. La batuta del director ya no es más que un pedazo destrozado sobre la concha del apuntador. Las cuerdas de los violines están rotas y los mangos retorcidos. En su furor, el timbalero ha reventado los timbales. El contrabajo está montado sobre su instrumento sonoro. El primer clarinete se ha tragado la boquilla de su instrumento, y el segundo oboe mastica entre sus dientes la lengüeta de caña. La corredera del trombón está falseada, y, por último, el desgraciado trompa no puede retirar la mano, que ha hundido demasiado en el pabellón de su instrumento.

¿Y el público? El público, jadeante, inflamado, gesticula y aúlla. Todos los rostros están rojos, como si un incendio hubiera abrasado los cuerpos por dentro. La gente se aglomera y amontona para salir, los hombres sin sombrero, las mujeres sin manto. Se atropellan en los corredores, se estrellan en las puertas, disputan y se pegan. Ya no hay autoridades. Ya no hay burgomaestre. Todos son iguales ante la excitación infernal…

Y algunos instantes después, cuando cada cual está en la calle, todos recobran su calma acostumbrada y entran pacíficamente en sus casas con el recuerdo confuso de lo que han experimentado.

El cuarto acto de Los Hugonotes, que duraba otras veces seis horas, principiado aquella tarde a las cuatro y media, estaba terminado a las cinco menos doce. ¡Había durado dieciocho minutos!

 

Capítulo VIII

En que el antiguo y solemne vals alemán se vuelve torbellino

Pero si los espectadores, después de salir del teatro, recobraron su calma acostumbrada; si se dirigieron pacíficamente a sus casas, sin conservar más que una especie de atolondramiento pasajero, no habían dejado de sufrir una exaltación extraordinaria; y anonadados, rendidos, como si hubieran cometido algún exceso en la comida, cayeron pesadamente en sus camas.

Al día siguiente tuvieron todos una especie de recuerdo de lo ocurrido la víspera. En efecto, al uno le faltaba el sombrero, perdido en la zambra, al otro un faldón de la levita rasgado en la pelea, a esta su fino zapato de rusel, a aquella su manto de los días señalados. Volvió la memoria a aquellos honrados ciudadanos y con la memoria cierto pudor de su incalificable efervescencia. Les aparecía todo como una orgía de la cual hubieran sido héroes inconscientes.

Ni lo mencionaban ni querían pensar en ello. Pero el personaje más aturdido de la población era el burgomaestre van Tricasse. Cuando al día siguiente se despertó, no pudo hallar su peluca. Lotche la había buscado por todas partes. Nada. La peluca se había quedado en el campo de batalla. En cuanto a hacerla reclamar por Juan Mistrol, el trompeta juramentado de la villa, no. Valía más sacrificarla que exhibirse a la vergüenza, teniendo la honra de ser el primer magistrado de la población.

El digno van Tricasse meditaba, tendido bajo sus mantas, molido el cuerpo, pesada la cabeza, tumefacta la lengua, ardiente el pecho. No sentía gana alguna de levantarse, al contrario, y su cerebro trabajó aquella mañana más que en cuarenta años.

El honorable magistrado coordinaba en su mente todos los incidentes de tan inexplicable representación. Los comparaba con los hechos acaecidos en casa del doctor Ox y buscaba las razones de esta singular excitabilidad que por dos veces acababa de declararse entre sus más recomendables administrados.

¿Pero qué ocurre? —decía para sí—. ¿Qué vértigo es ese que se ha apoderado de mi pacífica villa de Quiquendone? ¿Es que vamos a volvernos locos y habrá que convertir la población en un vasto manicomio? ¿Por qué, en fin, ayer estábamos todos allí, notables, consejeros, jueces, abogados, médicos, académicos, y todos, si la memoria me es fiel, hemos pasado por ese acceso de furiosa demencia? ¿Pero qué había pues, en aquella música infernal? Es inexplicable. Sin embargo, yo no había comido ni bebido nada que pudiera producir en mí semejante excitación. No. Ayer en la comida, una tajada de ternera muy hecha, alguna cucharada de espinacas con azúcar, huevos batidos y dos vasos de cerveza floja cortada con agua pura, eso no puede subirse a la cabeza. No. Algo hay que no puedo explicarme, y como, en suma, soy responsable de los actos de mis administrados, mandaré instruir indagatoria.

Pero la indagatoria, decretada por el consejo municipal, no produjo resultado alguno. Si los hechos eran patentes, la búsqueda de los magistrados no dio con sus causas. Por otro lado, la calma se había restablecido en los ánimos y con la calma vino el olvido de los excesos. Los periódicos de la localidad se abstuvieron de hablar de ello, y la reseña de la representación, que apareció en el Memorial de Quiquendone, no hizo alusión alguna al desenfrenado entusiasmo de la concurrencia entera.

Pero si, entretanto, la población volvió a su habitual apatía, si tornó a ser, al menos en apariencia, flamenca como antes, se experimentaba que en el fondo el carácter y temperamento de sus habitantes se iba poco a poco modificando. Hubiera podido decirse con verdad, según la expresión del médico Domingo Custos, que les nacían los nervios.

Expliquémonos, sin embargo. Este cambio indudable, por nadie contradicho, sólo se presentaba con ciertas condiciones. Cuando los quiquendonenses iban por la calle, al aire libre, por las plazas y a lo largo del Vaar, seguían siendo aquellas buenas gentes frías y metódicas, de antiguo conocidas. Asimismo, cuando se confinaban en su morada, unos trabajando de manos y otros de cabeza, ni los unos hacían nada, ni los otros discurrían en lo más mínimo. Su vida privada era silenciosa, fuerte, vegetativa como siempre. Ni había reyertas ni reconvenciones en las familias, ni aceleración de palpitaciones en el corazón, ni excitación alguna de la medula encefálica. El promedio de las pulsaciones seguía siendo el de los buenos tiempos, de cincuenta a cincuenta y dos por minuto.

Pero, fenómeno absolutamente inexplicable; que hubiera dejado burlada la sagacidad de los fisiólogos más ingeniosos de la época, si los habitantes de Quiquendone no se modificaban en su vida privada, se transformaban visiblemente por el contrario en la vida común, con motivo de las relaciones que entre los individuos se establecen.

Así es que si se reunían en un edificio público, ya no andaba la cosa bien, como decía el comisario Passauf. En la Bolsa, en el Ayuntamiento, en el anfiteatro de la Academia, en las sesiones del consejo, en las reuniones de los doctos, se producía una especie de revivificación o sobreexcitación singular que se apoderaba de los asistentes. Al cabo de una hora las relaciones ya eran agrias. A las dos horas la discusión degeneraba en disputa. Las cabezas se calentaban y se acudía a las personalidades. En la iglesia misma, durante el sermón, los fieles no podían oír con sangre fría al ministro Stabel, que, agitándose en el púlpito, los amonestaba con más severidad que de costumbre. En fin, este estado de cosas trajo nuevos altercados, ¡ay!, más graves que el del médico Custos con el abogado Schut, y si no necesitaron nunca la intervención de la autoridad fue porque los pendencieros, una vez en su casa, hallaban allí con la calma el olvido de las ofensas hechas y recibidas.

Sin embargo, esa particularidad no había podido llamar la atención de unos entendimientos absolutamente impropios para reconocer lo que pasaba en ellos. Sólo un personaje de la población, aquel mismo cuyo cargo pensaba el consejo en suprimir, el comisario Miguel Passauf, había observado que la excitación, nula en las casas particulares, se revelaba pronto en los edificios públicos, y discurría no sin cierta ansiedad sobre lo que acontecería si algún día se propagase ese frenesí por las habitaciones, y si la epidemia, así la llamaba, se esparcía por las calles de Quiquendone. Entonces ya no habría olvido de injurias, ni intermitencias de delirio, sino una excitación permanente que lanzaría indudablemente a los quiquendonenses unos contra otros.

—¿Y qué sucedería? —decía para sí, con espanto, el comisario Passauf—. ¿Cómo contener tan salvajes furores? ¿Cómo tener a raya los temperamentos aguijoneados? Entonces mi cargo ya no será una sinecura, y habría precisión de que el consejo duplique mi sueldo, a no ser que tenga que ser yo mismo preso por infracción y perturbación del orden público.

Ahora bien estos justísimos temores no tardaron en realizarse. De la Bolsa, del templo, del teatro, de la casa municipal, de la Academia, del mercado, el mal invadió las casas particulares, y esto menos de quince días después de la terrible representación de Los Hugonotes.

Los primeros síntomas de la epidemia se declararon en casa del banquero Collaert.

Este rico personaje daba un baile, o al menos un sarao a las notabilidades de la población. Había emitido, algunos meses antes, un empréstito de treinta mil francos, que se suscribió en sus tres cuartas partes, y satisfecho de este éxito financiero había abierto sus salones y dado una fiesta a sus compatriotas.

Sabido es lo que son esas reuniones flamencas, puras y tranquilas, en las cuales hacen todo el gasto la cerveza y los jarabes. Algunas conversaciones sobre el tiempo que hace, el aspecto de la cosecha, el buen estado de los jardines, el entretenimiento de las flores y, sobre todo, de los tulipanes; de cuando en cuando una danza lenta y acompasada como un minué; a veces un vals, pero uno de esos valses alemanes que no dan más de vuelta y media por minuto y durante los cuales los que bailan se hallan tan lejos uno de otro como los brazos lo permiten, tales eran las circunstancias ordinarias de los bailes a que concurría la alta sociedad de Quiquendone. Se había intentado aclimatar la polka después de ponerla a cuatro tiempos, pero las parejas siempre se quedaban atrás de la orquesta, por lento que fuese el compás, de modo que hubo necesidad de renunciar a ella.

Aquellas reuniones pacíficas en que los donceles y doncellas hallaban un placer virtuoso y moderado, nunca habían producido escándalos funestos. ¿Por qué, entonces, aquella noche, en casa del banquero Collaert, los jarabes parecieron transformarse en vinos licorosos, en champaña chispeante y en incendiario ponche? ¿Por qué a mitad de la fiesta se apoderó de todos los convidados una especie de inexplicable embriaguez? ¿Por qué se convirtió el minué en tarantela? ¿Por qué los músicos de la orquesta apresuraron la medida? ¿Por qué las bujías alumbraron como en el teatro con brillo insólito? ¿Qué corriente eléctrica era la que invadía los salones del banquero? ¿De dónde provino que las parejas se acercaron, que las manos se estrecharon con más convulsivo apretón y que los caballeros en sus solos se distinguieron por algunos pasos atrevidos, durante aquella pastorela antes tan grave, tan solemne, tan modesta?

¡Ay! ¿Cuál seria el Edipo que pudiera responder a tan insolubles preguntas? El comisario Passauf, presente en la función, veía muy bien que la borrasca venía, más no podía dominarla sin huir, sintiendo como una embriaguez que le subía al cerebro. Todas sus facultades físicas e impulsivas de la pasión se desarrollaban y se le vio diferentes veces echarse sobre los dulces y desvalijar los platos, como si hubiera salido de una larga dieta.

Entretanto, la animación del baile se aumentaba. Un largo murmullo, como un zumbido sordo, se exhalaba de todos los pechos. Se bailaba de veras, agitándose los pies con creciente frenesí. Los rostros se encendían cual si fueran caras de Sileno. Los ojos brillaban como carbunclos. La fermentación general llegaba a todo su colmo.

Y cuando la orquesta entonó el vals de Freyschütz, cuando este vals tan alemán y de movimiento tan lento fue atacado con desenfrenado brazo por los músicos, ¡ay!, ya no fue un vals sino un torbellino insensato, una rotación vertiginosa, un giro digno de ser conducido por algún Mefistófeles, que llevase el compás con un tizón ardiendo. Después un galop, un galop infernal, durante una hora, sin poder desviarlo ni suspenderlo, desatado en revueltas por entre salas, salones, antecámaras y escaleras, desde el sótano hasta el desván de la opulenta mansión, arrastró a los mozos y doncellas, padres, madres, individuos de toda edad, de todo peso y de todo sexo, y al grueso banquero Collaert y a la señora de Collaert, y a los consejeros y magistrados y al gran Juez, y a Niklausse y a la señora van Tricasse, y al burgomaestre van Tricasse y al mismo comisario Passauf, quien jamás pudo acordarse de quién fue su pareja aquella noche.

Pero «ella» no lo olvidó. Y desde aquel día, «ella» vio en sueños al avasallador comisario. ¡Y «ella» era la amable Tatanemancia!

 

Capítulo IX

Donde el doctor Ox y su ayudante Igeno cruzan algunas palabras

—¿Y bien, Igeno?

—Pues bien, maestro, todo está dispuesto. La colocación de los tubos se halla completamente terminada.

—¡Por fin! Ahora vamos a proceder en grande y sobre las masas.

 

Capítulo X

En el cual se verá que la epidemia invade la población entera y el efecto que produce

Durante los meses que siguieron, el mal, en vez de disiparse, no hizo más que extenderse. De las casas particulares, pasó a las calles. La población de Quiquendone no era ya la misma.

Y, fenómeno más extraño aún que los observados hasta entonces, no solamente el reino animal, sino también el vegetal, estaban sometidos a esa influencia. Según el curso ordinario de las cosas, las epidemias son especiales. Las que atacan al hombre no se ceban en los animales, las que persiguen a éstos dejan libres a los vegetales. Jamás se ha visto a un caballo atacado de viruela, ni a un hombre de la peste bovina, así como los carneros no pescan la enfermedad de las patatas. Pero en Quiquendone todas las leyes de la naturaleza parecían trastornadas. No tan sólo se habían modificado el temperamento, el carácter y las ideas de los quiquendoneses, sino que los animales domésticos, perros o gatos, bueyes o caballos, asnos o cabras, sufrían aquella influencia epidémica, como si su medio habitual se hubiera cambiado. Las mismas plantas se emancipaban, si se quiere perdonarnos esta expresión.

En efecto, en los jardines, en las huertas, en los vergeles, se manifestaban síntomas sumamente curiosos. Las plantas enredaderas trepaban con más audacia. Los arbustos se tornaban árboles. Las semillas apenas sembradas ostentaban su verde brote y en igual transcurso de tiempo alcanzaban en pulgadas lo que antes y en las circunstancias más favorables crecían en líneas. Los espárragos llegaban a dos pies de altura; las alcachofas se hacían tan gruesas como melones, y éstos como calabazones, los cuales llegaban al tamaño de la campana mayor, que contaba nueve pies de diámetro. Las berzas se tornaban arbustos y las setas en paraguas.

Las frutas no tardaron en seguir el ejemplo de las verduras. Se necesitaban dos personas para comer una fresa y cuatro para una pera. Los racimos de uva eran todos iguales al pintado tan admirablemente por Poussin en su «Regreso de los enviados a la Tierra Prometida».

Lo mismo acontecía con las flores, las dilatadas violetas esparcían por el aire penetrantes perfumes; las rosas exageradas brillaban con los colores más vivos; las lilas formaban en pocos días impenetrables selvas; geranios, margaritas, dalias, camelias y magnolias invadiendo los paseos, se ahogaban las unas con las otras. Y los tulipanes, esas queridas liliáceas que son la delicia de los flamencos, causaron a los aficionados intensas emociones. El digno van Bistrom por poco cayó un día boca arriba al ver en su jardín una simple Tulipa gesneriana enorme, monstruosa, gigantesca, cuyo cáliz servía de nido a toda una familia de pitirrojos.

La población entera acudió para ver aquella flor fenomenal y le dio el nombre de Tulipa quiquendonia.

Mas, ¡ay!, si aquellas plantas, si aquellas frutas, si aquellas flores crecían a la vista, si todos los vegetales afectaban tomar proporciones gigantescas, si la viveza de sus colores y de los perfumes embriagaba la vista y el olfato, en cambio, se marchitaban muy aprisa. Aquel aire que absorbían las quemaba rápidamente y no tardaban en perecer agostadas, mustias y abrasadas.

Tal fue la suerte del famoso tulipán, que se marchitó después de algunos días de esplendor.

Pronto sucedió lo mismo con los animales domésticos, desde el perro de la casa, hasta el cerdo de la porquera, desde el canario enjaulado hasta el pavo del corral. Conviene decir que estos animales, en época ordinaria, eran tan flemáticos como sus amos. Perros o gatos vegetaban más bien que vivían, no descubriéndose en ellos nunca ni un estremecimiento de placer, ni un movimiento de cólera. Los rabos estaban tan quietos como si fuesen de bronce. Desde tiempo inmemorial no se citaba ni mordedura ni arañazo. En cuanto a los perros rabiosos eran tenidos por bestias imaginarias, dignas de figurar entre los grifos y otros en la casa de fieras del Apocalipsis.

Mas durante aquellos sucesos cuyos menores accidentes tratamos de reproducir, ¡qué cambio! Perros y gatos comenzaron a enseñar dientes y zarpas, y hubo necesidad de algunas ejecuciones a consecuencia de ataques reiterados. Por vez primera se vio que un caballo se desbocaba por las calles de Quiquendone, que un buey acometía a uno de sus congéneres, que un asno se caía patas arriba en la plaza de San Ernulfo dando rebuznos que ya no tenían nada de animal, y que un carnero defendía valientemente contra la cuchilla del carnicero, las costillas que llevaba dentro.

El burgomaestre van Tricasse tuvo que promulgar edictos de policía concernientes a los animales domésticos, que, atacados de frenesí, daban poca seguridad a las calles de Quiquendone.

¡Pero ay! Si locos estaban los animales, no se mostraban más cuerdos los hombres. Ninguna edad fue respetada por el azote.

Los niños se hicieron muy pronto insoportables, ellos, antes tan fáciles de criar, y, por la vez primera, el gran juez Honorato Syntax tuvo que dar azotes a su tierna primogénita.

En el colegio hubo una especie de motín, y los diccionarios trazaron deplorables trayectorias en las clases. Ya no podía tenerse a los alumnos encerrados, y, por otra parte, la sobreexcitación llegaba hasta los profesores mismos, que los abrumaban de castigos.

¡Otro fenómeno! Todos los quiquendonenses, tan sobrios hasta entonces y que hacían de las natillas y merengues su alimento principal, cometían verdaderos excesos de comida y bebida. Su régimen ordinario no bastaba. Cada estómago se cambiaba en sumidero, y era preciso llenarlo por los medios más enérgicos. El consumo se triplicó, y en vez de tres comidas se hacían seis. Hubo, por consiguiente, numerosas indigestiones. El consejero NIiklausse no podía nunca acabar de saciar su hambre, ni el burgomaestre van Tricasse apagar de una vez su sed no saliendo ya de una especie de semiembriaguez encarnizada.

En fin, los síntomas más alarmantes se manifestaron y multiplicaron de día en día.

Se encontraron borrachos por las calles, y entre ellos, con frecuencia, notabilidades.

Las gastralgias dieron enorme ocupación al médico Domingo Custos, así como las neuritis y neuroflogosis, lo cual demostraba hasta qué grado de irritabilidad habían llegado los nervios de la población.

Hubo reyertas y altercados diarios en las calles, antes desiertas, de Quiquendone, hoy tan frecuentadas porque nadie se podía estar quieto en su casa.

Fue necesario crear una policía nueva para contener a los perturbadores del orden público.

Se instaló una prevención en el ayuntamiento, y se vio poblada día y noche. El comisario Passauf ya no podía más.

Se arregló un matrimonio en menos de dos meses, lo cual jamás se había visto. El hijo del preceptor Rupp se casó con la hija de la bella Agustina de Rovere, y esto nada más que cincuenta y siete días después de haberle pedido su mano.

Se decidieron otros casamientos que antiguamente hubieran estado en proyecto años enteros. El burgomaestre no se reponía de su asombro, y estaba viendo que su hija, la linda Suzel, se le iba a escapar de las manos.

En cuanto a la apreciable Tatanemancia, se había atrevido a pensar en el comisario Passauf, como esperanza de un enlace que le parecía reunir todos los elementos de felicidad, ¡fortuna, honra y juventud!

En fin, hubo, para colmo de abominación, un duelo. ¡Sí! ¡Un duelo! ¡Un desafío a pistola de arzón a setenta y cinco pasos y balas libres! ¿Y entre quienes? No lo creerán nuestros lectores.

Entre Frantz Niklausse, el apacible pescador, y el hijo del opulento banquero, el joven Simón Collaert.

Y la causa de este duelo era la hija del burgomaestre, hacia quien se sentía Simón perdido de amor, y que no quería ceder a las pretensiones de un rival audaz.

 

Capítulo XI

Donde los quiquendonenses toman una resolución heróica

Ya vemos en cuán deplorable estado se encontraba la población de Quiquendone. Las fuerzas fermentaban. No se conocían ni reconocían unos a otros. Las gentes más pacíficas se tornaron pendencieras. Cuidado con mirarlas de reojo, porque pronto hubieran sido necesarios los padrinos. Algunos se dejaron crecer el bigote, y los más revoltosos se los retorcieron a modo de gancho.

En semejantes circunstancias, la administración de la villa y el mantenimiento del orden en calles y edificios públicos ofrecían gran dificultad, porque los servicios no se habían organizado para tal estado de cosas. El burgomaestre, aquel digno van Tricasse, a quien hemos conocido tan apacible, tan apocado, tan incapaz de adoptar decisiones, no cesaba de estar encolerizado. Su casa retumbaba con los estallidos de su voz. Dictaba veinte bandos al día, reconvenía a sus agentes y estaba siempre dispuesto a ejecutar por sí mismo los actos de su administración.

¡Ah! ¡Qué transformación! Amable y tranquila casa del burgomaestre, buena habitación flamenca, ¿dónde estaba su tranquila calma? ¡Qué escenas domésticas ocurrían ahora! La señora de van Tricasse se había vuelto adusta, caprichosa y gruñona. Su marido lograba cubrir su voz gritando más que ella, pero no podía hacerla callar. El humor irascible de la buena señora se descargaba sobre cuanto se le ponía delante. Nada iba bien. El servicio no se hacía. Para todo se tardaba. Acusaba a Lotche y aun a su cuñada Tatanemancia, quien con no menos malhumor le respondía agriamente. Era natural que el señor van Tricasse defendiera a su criada Lotche, como sucede en muchas familias. De aquí la exasperación permanente en la señora del burgomaestre, reprimendas y discusiones.

—Pero, ¿qué es lo que tenemos? —exclamaba el desgraciado burgomaestre—. ¿Cuál es ese fuego que nos devora? ¿Estamos acaso poseídos del demonio? ¡Ah! Señora van Tricasse, acabará por hacerme morir antes que usted, faltando así a las tradiciones de familia.

Porque el lector no habrá olvidado esa extraña particularidad de tener que enviudar el señor van Tricasse y volver a casarse para no romper el encadenamiento de las conveniencias.

Esta disposición de los ánimos produjo efectos bastante curiosos que importaba conocer. Aquella sobreexcitación, cuya causa todavía desconocemos, ocasionó aceleraciones fisiológicas que nadie hubiera esperado. Brotaron de la multitud talentos hasta entonces ignorados. Se revelaron nuevas aptitudes. Aparecieron hombres lo mismo en la política que en las letras. Se formaron oradores en medio de las más arduas controversias, y en todas las cuestiones inflamaron a un auditorio perfectamente dispuesto, por lo demás, a inflamarse. De las sesiones del consejo, el movimiento se transmitió a las reuniones públicas, fundándose un club en Quiquendone, mientras que veinte periódicos, entre ellos El Vigía de Quiquendone, El Imparcial de Quiquendone, El Radical de Quiquendone, El Extremado de Quiquendone, escritos con encarnizamiento, suscitaban las más graves cuestiones sociales.

¿Pero a propósito de qué?, se dirá. A propósito de todo y de nada; a propósito de la torre de Audenarde, y que los unos querían derribar y otros enderezar; a propósito de los bandos de policía que promulgaba el consejo, y a los cuales pretendían resistir las malas cabezas; a propósito del aseo, de los arroyos y de las alcantarillas. ¡Y, por fin, si los fogosos oradores no la hubieran emprendido más que con la administración interior de la ciudad! Mas no; arrastrados por la corriente, debían ir más allá, y si la Providencia no intervenía, arrastrar, impelar, precipitar a sus semejantes en los azares de la guerra.

En efecto, hacía ochocientos o novecientos años que Quiquendone se había reservado un casus belli de suprema calidad, pero lo guardaba precisamente como una reliquia y había probabilidades de que ya no sirviese para nada.

He aquí cómo se había producido ese casus belli.

Se ignora generalmente que Quiquendone está cerca, en aquel buen rincón de Flandes, de la pequeña población de Virgamen. Los territorios de ambos concejos confinan uno con otro.

Ahora bien, en 1185, algún tiempo antes de la partida del conde Balduino para las Cruzadas, una vaca de Virgamen, no la de un habitante, sino una vaca del concejo, fíjese bien la atención en ello, se fue a pastar al territorio de Quiquendone. Apenas había el desgraciado animal rozado la hierba con su lengua; pero el delito, el abuso quedó debidamente consignado por el sumario que se formó verbalmente, porque en aquella época los magistrados comenzaban apenas a saber escribir.

—Nos vengaremos cuando sea ocasión —dijo simplemente van Tricasse, el trigésimo segundo predecesor del burgomaestre actual—, y los virgamenses nada perderán por esperar.

Los virgamenses estaban prevenidos. Aguardaron, pensando, no sin razón, que el recuerdo de la injuria se debilitaría con el tiempo; y, en efecto, durante algunos siglos vivieron en buenas relaciones con sus semejantes de Quiquendone.

Pero no contaban con la nueva huésped, o, por mejor decir, con esa extraña epidemia que, cambiando radicalmente el carácter de sus vecinos, despertó en los corazones la adormecida venganza.

En el club de la calle de Mostrelet fue donde el fogoso abogado Schut, lanzando bruscamente la cuestión a la faz de sus oyentes, los apasionó empleando las expresiones y metáforas de costumbre en estas circunstancias. Recordó el delito y el agravio hecho a Quiquendone, y para el cual un pueblo celoso de sus derechos no podía admitir prescripción. Mostró la injuria siempre viva, la llaga siempre sangrienta; habló de ciertos encogimientos de hombros peculiares de los habitantes de Virgamen, y que indicaban el desprecio en que tenían a los de Quiquendone; suplicó a sus compatriotas que, inconscientemente quizá, habían sufrido durante tantos siglos el mortal ultraje; rogó a los hijos de la vieja ciudad que ya no tuviesen otro objetivo que el de obtener una reparación solemne. En fin, hizo un llamamiento a todas las fuerzas vivas de la nación.

El entusiasmo con que estas palabras, tan nuevas para los oídos quiquendonenses, fueron acogidas, se siente, pero no se explica. Todos los oyentes se levantaron, y con los brazos extendidos pedían la guerra a voz en grito. Nunca había obtenido el abogado Schut tan notable triunfo, y es necesario confesar que fue brillantísimo.

El burgomaestre, el consejero, todos los notables que asistían a esa memorable sesión, hubieran inútilmente querido resistir al arrebato popular. Por otra parte, ni deseos tenían de ello, y si no más, al menos tan alto como los otros gritaban:.

—¡A la frontera! ¡A la frontera!

Y como la frontera no estaba más que a tres kilómetros de los muros de Quiquendone, los virgamenses corrían verdadero peligro, puesto que podían ser invadidos antes de haber tenido tiempo de prepararse.

Entretanto, el honorable farmacéutico José Liefrink, que era el único en conservar su sangre fría en tan graves circunstancias, quiso hacer comprender que se carecía de fusiles, cañones y generales.

Le respondieron, no sin algunas invectivas, que esos generales, cañones y fusiles, se improvisarían; que el derecho y el amor patrio bastaban para hacer a un pueblo irresistible.

Sobre esto mismo el burgomaestre tomó la palabra, y en una improvisación sublime, increpó a esas gentes pusilámines que disfrazan el miedo bajo el velo de la prudencia, velo que él rasgaba con patriótica mano.

En aquel momento se hubiera creído que el salón se iba a hundir bajo los aplausos.

Se pidió la votación.

Se procedió por aclamación, y los gritos redoblaron.

—¡A Virgamen! ¡A Virgamen!

El burgomaestre se comprometió a poner los ejércitos en movimiento, y en nombre de la villa prometió al futuro vencedor los honores del triunfo, como lo verificaban los romanos.

Entretanto, el farmacéutico José Liefrink, que era algo testarudo, y que no se daba por vencido, aunque ya lo estaba realmente, quiso presentar todavía una observación. Hizo recordar que en Roma no se concedía el triunfo a los generales vencedores sino después de haber matado a cinco mil enemigos.

—¡Y qué!, ¡Y qué! —gritó delirante la concurrencia.

—Es que la población de Virgamen no asciende más que a tres mil quinientos setenta y cinco habitantes, y, por consiguiente, sería difícil, a no ser que se matase muchas veces a la misma persona…

Pero no dejaron que el desgraciado argumentador concluyese y le echaron del salón, confuso y completamente molido.

—Ciudadanos —dijo entonces el tendero de comestibles Pulmacher, que generalmente vendía especias al por menor—, ciudadanos, a pesar de lo dicho por ese cobarde boticario, me comprometo yo a matar cinco mil virgamenses, si quieren aceptar mis servicios…

—¡Cinco mil quinientos! —gritó un patriota más resuelto.

—¡Seis mil seiscientos! —repuso el tendero.

—¡Siete mil! —gritó el confitero de la calle de Hemling, Juan Orbideck, que estaba haciendo su fortuna con los merengues.

—¡Rematado! —exclamó el burgomaestre van Tricasse, viendo que nadie pujaba más.

Y fue de este modo que el confitero Juan Orbideck se hizo general en jefe de las tropas de Quiquendone.

 

Capítulo XII

En el cual el ayudante Igeno emite una opinión razonable que el doctor Ox rechaza con viveza

—¡Y bien, maestro! —decía al día siguiente el ayudante Igeno, echando cubos de ácido sulfúrico en la tina de sus enormes pilas.

—¡Y bien! —respondió el doctor Ox—. ¿No tenía yo razón? ¡Ve usted en qué consiste, no tan sólo el desarrollo físico de toda una nación, sino también su moralidad, su dignidad, sus talentos, su sentido político! ¡No es más que una cuestión de moléculas…!

—Sin duda, pero…

—¿Pero qué?

—¿No le parece que las cosas han llegado muy lejos y que no conviene excitar a esa pobre gente más de lo necesario?

—¡No! ¡No! —exclamó el doctor—. ¡No! Iré hasta el fin.

—Como guste, maestro; pero el experimento me parece concluyente, y creo que ya es tiempo de…

—¿De qué?

—De cerrar la llave.

—¡Cómo! —gritó el doctor Ox—. ¡Si hace usted semejante cosa lo estrangulo!

 

Capítulo XIII

Donde se prueba una vez más que desde un lugar elevado se dominan todas las pequeñeces humanas

—¿Conque dice usted…? —preguntó el burgomaestre van Tricasse al consejero Niklausse.

—Digo que esta guerra es necesaria —respondió el consejero con tono firme—, y que ya ha llegado el tiempo de vengar nuestra injuria.

—Pues bien, yo le repito —dijo con acritud el burgomaestre—, le repito que si la población de Quiquendone no se aprovecha de esta ocasión para reivindicar sus derechos, será indigna de su nombre.

—¡Y yo le sostengo que debemos reunir sin tardanza nuestras huestes y llevarlas adelante!

—¿De veras, de veras? ¿Y es a mí a quien usted habla así?

—A usted mismo, señor burgomaestre, y tiene que oír la verdad por dura que le parezca.

—Usted es quien tendrá que escucharla, señor consejero, porque mejor saldrá de mi boca que de la suya. Sí, señor, sí. Toda tardanza sería deshonrosa. Hace novecientos años que la ciudad de Quiquendone aguarda el momento de tomar su desquite, y por más que diga, y le convenga o no, marcharemos contra el enemigo.

—¡Ah! ¿Lo toma usted por ses lado? —respondió irritado el consejero Niklausse—. Pues bien, marcharemos sin usted, si no le place ir.

—El puesto del burgomaestre está en primera fila.

—Y el de un consejero también.

—Me está insultando al contrariar todas mis voluntades —exclamó el burgomaestre, cuyos puños tenían la tendencia de cambiarse en proyectiles de percusión.

—Y también me insulta usted al dudar de mi patriotismo —dijo Niklausse, poniéndose también en guardia.

—Le digo, caballero, que el ejército quiquendonense se pondrá en marcha antes de dos días.

—Y le repito, caballero, que no pasarán cuarenta y ocho horas antes que marchemos sobre el enemigo.

Fácil es observar que ambos sostenían exactamente la misma idea. Ambos querían la batalla, pero su excitación los inclinaba a disputar. Niklausse no escuchaba a van Tricasse ni éste a aquél. No hubiera sido más violento el altercado aun cuando opinando los dos en sentido contrario quisiera el uno la guerra y el otro la paz. Se lanzaban miradas de furor. Por el movimiento acelerado de su corazón, por su cara encendida, por sus pupilas contraídas, por el temblor de sus músculos, por su voz, en la cual había hasta rugidos, se comprendía que estaban dispuestos a lanzarse uno sobre otro.

Pero sonó el reloj de la torre, deteniendo esto a los adversarios en el momento en que iban a irse a las manos.

—Ya es la hora —exclamó el burgomaestre.

—¿Qué hora? —preguntó el consejero.

—La de ir a la torre de las campanas.

—Es verdad, y que lo tome usted a bien o a mal, iré, caballero.

—Yo también.

—Salgamos.

—Salgamos.

Estas últimas palabras podían suponer que iba a tener lugar un encuentro y que los adversarios se dirigían al terreno del desafío, pero no hubo nada de eso. Se había convenido que el burgomaestre y el consejero, que eran las dos principales autoridades, acudieran a la casa municipal para subir a la torre y examinar el campo, a fin de tomar las mejores disposiciones estratégicas que pudieran asegurar la marcha de sus tropas.

Aunque los dos estaban de acuerdo sobre esto, no cesaron de discutir por el camino con la más vituperable vivacidad. Se oyeron sus gritos resonar en la calle; pero como todos los transeúntes estaban subidos al mismo diapasón, su acaloramiento parecía natural y no se les hacía caso. En estas circunstancias un hombre tranquilo hubiera parecido un monstruo.

El burgomaestre y el consejero se hallaban en el paroxismo del furor cuando llegaron al pórtico de la casa municipal. Ya no estaban encarnados, sino pálidos. Aquella espantosa discusión había producido en sus vísceras algunos movimientos espasmódicos, y sabido es que la palidez denota el último límite de la cólera.

Al pie de la estrecha escalera de la torre, hubo una verdadera explosión. ¿Quién había de pasar primero? ¿Quién treparía antes los escalones de tal escalera de caracol? La verdad nos obliga a decir que hubo atropello y que el consejero Niklausse, olvidando todo lo que debía a su superior, al magistrado supremo de la población, dio un violento empellón a van Tricasse y se lanzó el primero por la oscura vía.

Ambos subieron, primero a gatas dirigiéndose epitetos malsonantes. Era de temer que ocurriese un desenlace terrible en lo alto de la torre que se alzaba a trescientos cincuenta y siete pies sobre el empedrado.

Pero los dos enemigos se cansaron pronto, y al cabo de un minuto, en el octogésimo escalón ya no subían sino con pesadez, respirando ruidosamente.

Pero entonces, sería esto una consecuencia de su fatiga, si la cólera no decayó, se tradujo al menos por una sucesión de calificativos inconvenientes. Se callaban, y cosa extraña, parecía que su exaltación disminuía a medida que subían, verificándose en su espíritu una especie de aplacamiento y descendiendo los hervores de su cerebro como los de una cafetera que se aparta del fuego. ¿Por qué?

No podemos responder, pero la verdad es que cuando llegaron a cierto descansillo a doscientos setenta y seis pies sobre el nivel de su población, los dos adversarios se sentaron y ya más sosegados se miraron sin rencor.

—¡Qué alto es esto! —exclamó el burgomaestre pasándose el pañuelo por su rubicunda faz.

—¡Muy alto! —respondió el consejero—. Ya sabe usted que estamos catorce pies más arriba que la torre de San Miguel de Hamburgo.

—Ya lo sé —respondió el burgomaestre, con un acento de vanidad perdonable a la primera autoridad de Quiquendone.

Al cabo de unos instantes, los dos notables continuaban su marcha ascensional, dirigiendo una mirada curiosa a través de las aspilleras abiertas en la pared de la torre. El burgomaestre había pasado a la cabeza de la caravana sin que el consejero pusiera reparo alguno. Aconteció que a los trescientos cuarenta escalones, van Tricasse estaba completamente derrengado y Niklausse tuvo la amabilidad de empujarle suavemente por detrás. El burgomaestre aceptó este auxilio y cuando llegó a la plataforma de la torre dijo con agasajo:

—Gracias, Niklausse, ya le corresponderé.

Poco antes eran dos fieras dispuestas a despedazarse al comenzar a subir, y ahora dos amigos al llegar a lo alto de la torre.

El tiempo era magnífico. Corría el mes de mayo y el sol había absorbido todos los vapores. ¡Qué atmósfera tan pura y tan limpia! La mirada podía abarcar los objetos más diminutos en un espacio considerable. A algunas millas se divisaban los muros de Virgamen resplandecientes de blancura, sus tejados rojos y campanarios salpicados de luz. ¡Y esa población era la predestinada a todos los horrores del saqueo y del incendio!

El burgomaestre y el consejero se habían sentado uno junto a otro, sobre un pequeño banco de piedra, como dos buenas personas cuyas almas se confunden en estrecha simpatía. Mientras alentaban para descansar, contemplaban las cercanías y después de algunos momentos de silencio, el burgomaestre exclamó:

—¡Qué bello es esto!

—¡Oh! ¡Es admirable! —respondió el consejero—. ¿No le parece, amigo van Tricasse, que la humanidad está más bien destinada a residir en estas alturas que a arrastrarse por la corteza de la tierra?

—Pienso como usted, honrado Niklausse. Aquí se percibe mejor el sentimiento que se desprende de la naturaleza. Se aspira por todos los sentidos. En estas alturas es donde los filósofos deberían formarse y aquí es donde los sabios deberían vivir alejados de las miserias mundanas.

—¿Damos la vuelta a la plataforma? —preguntó el consejero.

—Demos la vuelta a la plataforma —respondió el burgomaestre.

Y los dos amigos, del brazo y haciendo largos descansos entre sus preguntas y respuestas, examinaron todos los puntos del horizonte.

—Hace por lo menos diecisiete años que no había subido a esta torre —dijo van Tricasse.

—No creo haber subido nunca —respondió el consejero Niklausse—, y lo siento porque éste es un espectáculo sublime. Vea ese bonito río cómo serpentea entre los árboles.

—¡Y más lejos las alturas de Santa Hermandad! ¡Qué maravillosamente cierran el horizonte! Vea aquel grupo de árboles verdes que la naturaleza ha dispuesto tan pintorescamente. ¡Ah!, ¡la naturaleza, la naturaleza, Niklausse! ¿Puede jamás competir con ella la mano del hombre?

—Esto es encantador, mi excelente amigo. Repare en aquellos rebaños pastando en las verdes praderas, aquellos bueyes, aquellas vacas, aquellas ovejas…

—¡Y aquellos labradores que van al campo! Parecen pastores de la Arcadia y no les falta más que la zampoña.

—Y sobre todo esa fértil campiña, el hermoso cielo azul, no turbado por nube alguna. ¡Ah!, Niklausse aquí nos volveremos poetas. No comprendo cómo San Simeón el Estilita no fue uno de los más grandes poetas del mundo.

—Tal vez porque su columna no fuese bastante alta —respondió el consejero con apacible sonrisa.

En aquel momento, las campanas armónicas se pusieron en movimiento soltando a los aires sus melodiosos sonidos. Los dos amigos se quedaron estáticos, y después el burgomaestre dijo con voz sosegada:

—Pero, amigo Niklausse, ¿qué hemos venido a hacer en lo alto de esta torre? En suma, nos estamos dejando llevar de nuestros ensueños…

—Hemos venido —respondió Niklausse—, a respirar este aire puro no viciado por las flaquezas humanas.

—¿Pues entonces bajamos ya, amigo Niklausse?

—Bajemos, amigo van Tricasse.

Las dos notabilidades dirigieron la postrer mirada al espléndido panorama que se desarrollaba a su vista, y, después, pasando primero el burgomaestre, comenzó a bajar con paso lento y mesurado. El consejero le seguía algunos escalones detrás. Ambos llegaron al descansillo donde se habían detenido al subir. Ya sus mejillas principiaban a teñirse de púrpura. Se pararon un instante y prosiguieron su interrumpido descenso.

Al cabo de un minuto, van Tricasse suplicó a Niklausse que moderase el paso, porque lo tenía sobre los talones y esto le molestaba.

Aquello debió causarle más daño todavía que una simple molestia, porque veinte escalones más abajo mandó al consejero que se detuviese para poder tomar alguna delantera.

El consejero respondió que no tenía ganas de quedarse con una pierna al aire esperando la buena voluntad del burgomaestre, y prosiguió bajando.

Van Tricasse respondió con una palabra bastante dura.

El consejero replicó con una alusión ofensiva sobre la edad del burgomaestre, destinado por sus tradiciones de familia a segundas nupcias.

El burgomaestre bajó veinte escalones más, previniendo a Niklausse que las cosas no quedarían así.

Niklausse contestó que él iba a pasar delante, y como la escalera era estrecha, hubo colisión entre los dos notables, que se encontraban entonces en profunda oscuridad.

Las palabras de estúpido y de mal educado fueron las más blandas que se cruzaron.

—Ya veremos, so animal —gritaba el burgomaestre, ya veremos qué papel hará usted en esa guerra y en qué puesto se encontrará.

—En el que preceda al suyo, so imbécil —respondía Niklausse.

Después dieron otros gritos y parecía que los cuerpos rodaban juntos.

¿Qué pasó? ¿Por qué aquellas disposiciones tan rápidamente mudadas? ¿Por qué los corderos de la plataforma se convirtieron en tigres doscientos pies más abajo?

Sea lo que fuere, el guarda de la torre, al oír semejante alboroto, fue a abrir la puerta inferior precisamente en el momento en que los adversarios, aporreados, y saltándoseles los ojos de las órbitas, se arrancaban recíprocamente el pelo, que estaba formado, afortunadamente, por una peluca.

—¡Me dará usted una satisfacción! —exclamó el hurgomaestre, poniendo el puño debajo de las narices de su adversario.

—¡Cuando quiera! —aulló el consejero Niklausse, imprimiendo a su pie derecho una amenazante oscilación.

El guarda, que también se había exasperado sin saber por qué, consideró esta escena como natural. Yo no sé qué impulso personal le inclinaba a tomar parte en la contienda, pero se contuvo y se fue a propalar por todo el barrio que iba a haber un lance entre el burgomaestre van Tricasse y el consejero Niklausse.

 

Capítulo XIV

Donde las cosas han llegado a tal extremo que los habitantes de Quiquendone, los lectores y hasta el autor, reclaman un desenlace inmediato

Este último incidente demuestra el grado de exaltación en que se hallaba el pueblo quiquendonense. ¡Haber llegado a tal violencia los dos más antiguos y más pacíficos amigos de la población! ¡Y esto sólo algunos minutos después que su antigua simpatía, su amable carácter y su temperamento contemplativo acababan de recobrar su imperio sobre lo alto de la torre!

Al saber lo que ocurría, no pudo el doctor Ox contener su gozo. Se resistía a las observaciones de su ayudante que veía el mal giro que iban tomando las cosas. Por otro lado, ambos participaban de la exaltación general, y aunque menos excitados que el resto de la población, llegaron a reñir lo mismo que el burgomaestre con el consejero.

Por lo demás, preciso es decir que la cuestión dominante había hecho aplazar todos los lances personales para después de terminada la guerra con los de Virgamen. Nadie tenía el derecho de verter su sangre inútilmente cuando pertenecía hasta la última gota a la patria en peligro.

En efecto, las circunstancias eran graves y no era posible retroceder.

El burgomaestre van Tricasse, a pesar del ardor guerrero que le animaba, no había creído deber atacar a su enemigo sin prevenirle. Por consiguiente, había encargado al guardabosque Hottering que intimase a los virgamenses a que le diesen una reparación por el desafuero cometido en 1185 sobre el territorio quiquendonense.

Las autoridades de Virgamen no adivinaron al principio de lo que se trataba, y el guardabosque, a pesar de su carácter oficial, fue descortésmente despedido.

Van Tricasse envió entonces a uno de los ayudantes del general confitero, el ciudadano Hildeberto Shumman, fabricante de caramelos, hombre muy firme y enérgico que llevara a los habitantes de Virgamen la minuta del acta levantada en 1185 por orden del burgomaestre van Tricasse.

Las autoridades de Virgamen prorrumpieron en carcajadas e hicieron con el ayudante exactamente lo mismo que con el guardabosque.

El burgomaestre reunió entonces todas las notabilidades de la población, se redactó admirable y vigorosamente una carta en forma de ultimátum en la cual se formulaba el casus belli y se dio a la ciudad culpable el tiempo de veinticuatro horas para reparar el ultraje inferido a Quiquendone.

La carta partió y volvió dos horas después, rasgada en trozos que constituían otros tantos insultos nuevos. Los virgamenses conocían de muy antaño la longanimidad de los quiquendonenses y se burlaban de ellos, de su reclamación, de sus casus belli y de su ultimátum.

Ya no quedaba, pues, más remedio que apelar a la suerte de las armas, invocar el dios de las batallas y según el procedimiento prusiano arrojarse sobre los virgamenses antes que estuvieran preparados.

Esto fue lo que decidió el consejo en una sesión solemne, en que los gritos, las invectivas, los ademanes de amenaza se cruzaron con violencia sin ejemplo. Una asamblea de locos, una reunión de poseídos, un club de endemoniados no hubieran ofrecido un tumulto mayor.

Conocida la declaración de guerra, el general Juan Orbideck reunió sus tropas, en número de dos mil trescientos noventa y tres combatientes entre una población de dos mil trescientas noventa y tres almas, Mujeres, chiquillos y ancianos se reunieron con los hombres útiles. Todo objeto cortante y contundente, se convirtió en arma. Se requisaron los fusiles de la casas y se encontraron cinco, dos de ellos sin gatillo, que se repartieron a la vanguardia.

La artillería se componía de la vieja culebrina del castillo, tomada en 1339 en el ataque de Quesnoy, una de las primeras bocas de fuego que menciona la historia y que llevaba cinco siglos sin usarse. Pero no había proyectiles que meter en ella, por fortuna para los sirvientes de tal pieza; pero aun así era invento que podía imponer al enemigo. En cuanto a las armas blancas, se habían sacado del museo de antigüedades hachas de piedra, alabardas, mazas de armas, franciscas, frámeas, guisarmas, partesanas, espadones, etcétera, y también de esos arsenales conocidos con el nombre de cocinas. Pero el valor, el derecho, el odio al extranjero, el deseo de venganza debían suplir a los mecanismos más perfeccionados y remplazar, al menos así lo esperaban, las ametralladoras modernas y los cañones que se cargan por la culata.

Se pasó revista. Ni un ciudadano faltó a la lista. El general Ordibeck, poco firme en su caballo, que era animal malicioso, se cayó tres veces al frente del ejército, pero se levantó sin herida, lo cual se consideró como favorable augurio. El burgomaestre, el consejero, el comisario civil, el gran juez, el preceptor, el banquero, el rector, en fin, todas las notabilidades, marchaban a la cabeza. Ni madres, ni hermanas, ni hijas vertían una sola lágrima. Al contrario, incitaban a sus padres, hermanos y maridos al combate y los seguían formando la retaguardia, a las órdenes de la valerosa van Tricasse.

La trompeta del pregonero Juan Mistrol resonó; el ejército se puso en movimiento, salió de la plaza, y dando gritos feroces se dirigió hacia la puerta de Audenarde.

Cuando la cabeza de la columna iba a salir de los muros de la población, un hombre se precipitó delante de ella, exclamando:

—¡Deténganse! ¡Deténganse, locos! ¡Suspendan su ataque! Déjenme cerrar la llave. No están ansiosos de sangre. Son unos buenos ciudadanos pacíficos y tranquilos. Si están enardecidos, la culpa la tiene mi amo, el doctor Ox. Es un experimento. Con pretexto de alumbrarlos con gas oxhídrico, ha saturado…

El ayudante estaba fuera de sí, pero no pudo acabar. En el mismo momento en que el secreto del doctor iba a escapársele, el mismo Ox, poseído de un furor indefinible, se arrojó sobre el desgraciado Igeno y le cerró la boca a puñetazos.

Aquello fue una batalla. El burgomaestre, el consejero, los notables que se habían detenido a la vista de Igeno, arrebatados a su vez por la exasperación, se arrojaron sobre los dos extranjeros, sin querer escuchar ni al uno ni al otro. El doctor Ox y su ayudante, sacudidos, aporreados, iban a ser conducidos a la Comisaría por orden de van Tricasse, cuando…

 

Capítulo XV

Donde estalla el desenlace

…cuando retumbó una formidable explosión. Toda la atmósfera que rodeaba a Quiquendone pareció como inflamada. Una llama de intensidad y viveza fenomenales, brotó cual meteoro, hasta las alturas del cielo. Si hubiese sido de noche, este incendio se hubiera visto en diez leguas a la redonda.

Todo el ejército de Quiquendone cayó a tierra como una fila de naipes… Por fortuna, no hubo víctima alguna…, algunos rasguños y chichones y nada más. El confitero, que por casualidad no se cayó del caballo, salió con el plumero tostado, sin más avería ni herida alguna.

¿Qué es lo que había ocurrido?

Una cosa muy sencilla, como se supo luego: la fábrica de gas acababa de volar. Probablemente se había cometido alguna imprudencia durante la ausencia del doctor y de su ayudante. No se sabe cómo ni por qué se había establecido una comunicación entre el depósito de oxígeno y el receptáculo de hidrógeno. De la mezcla no controlada de ambos gases había resultado un combinado explosivo que el fuego prendió por descuido.

Esto lo trastornó todo…, pero cuando el ejército se levantó, el doctor Ox y el ayudante Igeno habían desaparecido.

 

Capítulo XVI

Donde el lector inteligente ve que todo lo había acertado a pesar de las precauciones del autor

Después de la explosión, Quiquendone había vuelto a ser la población pacífica, flemática y alemana que antes era.

Después de la explosión, que no causó una emoción muy profunda, cada cual, sin saber por qué, emprendió el camino de su casa, yendo el burgomaestre apoyado en el brazo del consejero, el abogado Schut en el del médico Custos, Frantz Niklausse en el de su rival Simón Collaert, todos tranquilos, sin ruido, sin conciencia de lo que había pasado y olvidando el desquite contra Virgamen. El general había vuelto a sus confites y el edecán a sus barritas de caramelo.

Todo había vuelto a la calma, todo había recobrado su vida habitual, hombres y animales, bestias y plantas, y hasta la misma torre de la puerta de Audenarde, que la explosión (esas explosiones son a veces bien extrañas) había enderezado.

Y desde entonces no volvió a hablarse una palabra más alta que otra, ni hubo más disensiones en la población de Quiquendone. ¡No más política, no más clubs, no más pleitos, ni más agentes de orden público! El destino del comisario Passauf, volvió a ser una sinecura, y si no le rebajaron el sueldo fue porque el burgomaestre y el consejero, no pudieron atreverse a adoptar una resolución. Por otra parte, seguía siendo objeto sin pensarlo de los ensueños de la inconsolable Tatanemancia.

En cuanto al rival de Frantz, abandonó generosamente su amada Suzel a su prometido, que se apresuró a casarse con ella, cinco o seis años después de estos sucesos.

Y en cuanto a la señora van Tricasse, murió diez años más tarde, y después de los plazos de ordenanza, el burgomaestre se casó con la señorita van Tricasse, su prima.

 

Capítulo XVII

Donde se explica la teoría del doctor Ox

¿Qué es lo que había hecho ese misterioso doctor Ox? Un experimento fantástico y nada más.

Después de haber establecido sus tuberías de gas, había saturado de oxígeno puro, sin mezcla alguna de nitrógeno, los edificios públicos, luego las casas particulares y, por último, las calles de Quiquendone.

Ese gas, que carece de olor y de sabor, esparcido en alta dosis por la atmósfera, produce, después de aspirado, perturbaciones. Cuando se vive en un ambiente saturado de oxígeno, se sienten excitaciones y enardecimiento.

Al entrar después en la atmósfera ordinaria se recobran las facultades habituales, como aconteció con el consejero y el burgomaestre cuando, llegados a lo alto de la torre, se encontraron con aire ordinario, porque el oxígeno, como más pesado, se mantiene en las capas inferiores.

Pero también viviendo con tales condiciones, respirando el gas que transforma fisiológicamente, no tan sólo el cuerpo sino el alma, se muere pronto, como los insensatos que hacen excesos en la vida.

Fue, pues, una fortuna para los quiquendonenses, que la explosión providencial diese fin al peligroso experimento, destruyendo la fábrica del doctor Ox.

En resumen, y para concluir, la virtud, el valor, el talento, el ingenio, la imaginación, todas esas cualidades o facultades, ¿serían tan sólo una cuestión de oxígeno?

Tal es la teoría del doctor Ox, pero hay el derecho de no admitirla, y por nuestra cuenta la rechazamos desde todos los puntos de vista, a pesar del fantástico experimento de que fue teatro la honorable villa de Quiquendone.

*FIN*


“Une fantaisie du docteur Ox”,
Musée des familles, 1872


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