La niña,
con los ojos dichosos,
iba -rodeada
de luz, su sombra por las viñas-
a la mar.
Le cantaban los labios,
su corazón pequeño le batía.
Los aires de las olas
volaban su cabello.
Un hombre, tras las dunas,
sentado estaba,
al acecho del mar.
Reconocía la miseria humana
en el gemido de las olas,
la condición reclusa de los vivos
aullando de dolor,
de soledad, ante un destino ciego.
Absorto las veía
llegar del horizonte, eran
el profundo cansancio del tiempo.
Oyó, sobre la arena,
el rumor de unos pies
detenidos.
Ladeó la cabeza, pesadamente
volvió los ojos:
la sombría visión que imaginara
viró con él, todavía prendida,
con esfuerzo.
y el joven vio que el rostro
de la niña
envejecía misteriosamente.
Con ojos abrasados
miró hacia el mar: las aguas
eran fragor, ruina.
Y humillado vio un cielo
que, sin aves, estallaba de luz.
Dentro le dolía una sombra
muy vasta y fría.
Sintió en la frente un fuego:
con tristeza se supo
de un linaje de esclavos.
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