El dominó amarillo (1900)
[Cuento - Texto completo.]
Manuel Mujica LainezLos cuatro carros de mudanza se detuvieron un instante en la plaza de San Isidro, frente a la iglesia gótica todavía inconclusa. Preguntaban los carreros por el camino que les conduciría a la quinta de Don Diego Ponce de León, y se lo señaló un pinche de la vecina casa de la señora de Anchorena. Mientras los enormes vehículos reanudaban la marcha penosa, haciendo rechinar el empedrado, la noticia se difundió por el pueblo, desfigurándose, agrandándose, hasta concretarse así: una caravana de carros cerrados herméticamente había atravesado San Isidro rumbo a la quinta de Ponce de León. Llevaba las decoraciones fantásticas que se utilizarían en el recibo de máscaras que Don Diego ofrecería el 25 de febrero, domingo de Carnaval.
Cuando llamaba a oración la campana vieja, que recuerda con sus letras perfiladas que el templo primitivo fue alzado por el capitán Acassuso, “gobernando la Silla Apostólica Clemente XI y el Imperio Felipe V”, los furgones cruzaron de regreso el pueblo crepuscular. Y los que tomaban el fresco en los Tres Ombúes, junto a lo de Beccar, o escuchaban en la plaza el corneteo minucioso de la “retreta”, suspendieron la conversación sobre la guerra bóer para comentar:
—El recibo del domingo será espléndido. ¡También, con la plata de Ponce de León!…
En su casa de la calle 25 de Mayo, detrás de la ventana de reja, Beatriz Amidei cosía su dominó amarillo con cintas negras. El padre hubiera querido que fuera amarillo y rojo, como el escudo de los Amidei, pero a la niña le parecía más bonita esta combinación. En tanto que ella continuaba el trabajo, el italiano le leía, como otras tardes, el poema del Florentino. Se enorgullecía de su parentesco con el Dante y recitaba los tercetos del “Paraíso” en que Cacciaguida, el antepasado ilustre, contaba al poeta cómo se enlazaba su linaje con el de Amidei, tan poderoso que sus querellas originaron la lucha de Gibelinos y Güelfos.
Con los ojos entrecerrados, el toscano miraba hacia la calle modesta de San Isidro y en su lugar veía los palacios de su Florencia natal. En uno de ellos, en la via Por Santa Maria, estaba el escudo de gules y oro de los Amidei. Guido Amidei se afanaba de proceder de una rama de esa misma casa: la rama más pobre, la más mínima, la más endeble, la más venida a menos, tan oscura que durante el último siglo solo figuraron en ella paisanos y empleados sin categoría, pero parte al fin del gran árbol histórico, como el poeta inmortal.
¡Ay!, por llamarse Guido Amidei (no Guido, como solía explicar a sus clientes, sino Güido) había abandonado la tierra en la que todo excitaba la impetuosa vanidad de su sangre, y se había trasladado a América, al extremo del mundo. Triunfaría aquí, y rico, honrado por los grandes, volvería a la ciudad maravillosa para comprar el palacio de sus mayores y vivir en él como debía, o dejaría que su derrota se diluyera en suelo extraño, lejos de tantos testigos de un pasado de suntuosidad memorable. Guido Amidei no se resignó a ser un Amidei de la rama que devoraban escondidos taladros desde hacía muchísimo tiempo. Nutrido desde su infancia por lecturas extravagantes que avivaron el fuego de su romanticismo, soñaba con guardias de armadura, con cofres henchidos de terciopelos y de collares conquistados al Turco, y con largas serenatas en los parques. Su padre le había enseñado el oficio sutil de restaurador de muebles de época. A Guido le parecía que puesto que el hecho de pertenecer a la rama menestral de la familia le obligaba a poseer un oficio, ese era el más poético de todos.
Cinco años habían transcurrido desde que se trasladó a Buenos Aires con Beatriz, su hija única. Poco tardó en advertir que la ansiada victoria no llegaría jamás. Vegetó amargamente entre ebanistas y anticuarios de escasas luces, remendando consolas, emparchando sillones, añadiendo sabias pátinas a la juventud de las maderas. De tanto andar con barnices, pinturas y colas, trabajando a veces hasta horas altas, terminó por enfermar. A los cuarenta y cinco años, el daño físico y la desilusión le doblegaban como si tuviera sesenta. Los médicos se repartieron sus flacos ahorros y le aconsejaron que se radicara en algún pueblo tranquilo. Eligió San Isidro por su cercanía de Buenos Aires y montó su pequeño taller en una casa de la calle 25 de Mayo. Allí seguía cumpliendo con los encargos de los comerciantes pórtenos, pero en realidad vivía en un trasmundo creado por su imaginación, por el cual transitaban los personajes heroicos de sus sueños.
Beatriz Amidei florecía en el esplendor de los veinte años. Había conservado un dejo de la lengua toscana que era más bien una cadencia y que añadía a su conversación un encanto singular. Bella, con la belleza de su raza antigua, remozada por el aporte de sangres plebeyas pero nimbada por la remota nobleza de su origen, Beatriz atraía como los seres cuya complejidad esencial torna imposible su clasificación en los casilleros clásicos. Era una muchacha de tantas, inclinada bajo la mantilla en la iglesia sanisidrense, hasta que, cuando menos se esperaba, instintivamente, el brusco gesto con que echaba hacia atrás la cabeza, sacudiendo los aros, o la forma en que cruzaba los dedos finos, descubrían ante el espectador cautivantes zonas de misterio.
Casi nunca salía de su casa. Sentada junto a la ventana que abría a la calle, cosía labores para ayudar al mantenimiento de su vida opaca. Al lado, el padre rehacía la talla apolillada de un bargueño o agregaba años a una mesa. Y siempre andaban entre ellos aquellas sombras doradas que agitaban como alas las mangas de jirones policromos: Beatrice Portinari, Cavalcanti dei Cavalcanti, Farinata degli Uberti, unidas acaso a su genealogía, cuya ancestral persecución no había cesado en América.
Beatriz alzaba los ojos al paso de los coches que atronaban la calle. Allá iban los señores argentinos, en el lujo sonoro de los landós, de las victorias. Ella suspiraba y sentía en los dedos el dolor de los pinchazos. Guido Amidei volteaba una vez más los folios del libro vetusto y leía, hasta que la tos le detenía en mitad de un verso:
Taciti, soli, senza compagnia
n’andavam l’un dinanzi e l’altro dopo,
come’frati minor vanno per via.
El pensamiento de Beatriz huía de las escenas pavorosas y admirables cantadas por el Alighiero, hacia la vida que la circundaba. Ya no escuchaba los tercetos rítmicos. Dejábase acunar por su música, y a su compás veía al caballero de los trajes grises en el “break de chasse” tirado por los anglonormandos. Sabía que se llamaba Diego Ponce de León y que moraba en una quinta próxima, entre sus colecciones de arte, como un príncipe de Florencia. Y soñaba. Nada cuesta soñar, y en vez de seguir a su padre en la angustiosa búsqueda de un pasado de siglos, prefería escapar detrás del hombre maduro de ademán armonioso a cuyo paso las mujeres se apostaban en los balcones.
Hasta que las vecinas le refirieron que el 25 de febrero, domingo de Carnaval, habría en la quinta de Ponce de León un gran recibo de máscaras y que, cubierto el rostro por el antifaz, sería posible gozar de su hospitalidad famosa. Le costó bastante decidirse, pero las mismas vecinas la alentaron. Si su padre no quería acompañarla, irían juntas.
Aun en ese momento, mientras cosía el dominó negro y amarillo, Beatriz Amidei creía que lo único que la movía era la pasión italiana por los disfraces, y reía, mientras se probaba el traje rumoroso. Pero el recuerdo del caballero, destacándose como un antiguo retrato en el marco de sus colecciones, surgía de repente en el fondo del espejo y cortaba de un golpe su risa. Nadie, ni el propio espectro de Cacciaguida iracundo, podría impedir que fuera a la quinta la noche del 25 de febrero.
Así estaban, como dos niños extraviados en un bosque, la hija y el padre. Cada uno atisbaba una luz en lontananza: el uno hacia el sur, hacia el norte la otra.
Fumaban los compadritos en la esquina, vestidos de negro en el rigor del verano. Al rozar la reja de Beatriz, uno, con un jazmín en la oreja le cantó por lo bajo:
Mañana por la mañana
me voy a las Cinco Esquinas,
a tomar un mate amargo
de la mano de mi china.
Ella retrocedió, enojada. Por la calle de San Isidro desfilaban los carruajes de charoles y barnices de 1900 y los séquitos de antorchas del siglo XIII, con las armas de los Amidei bordadas en los jubones.
El 25 cayeron algunos chubascos por la tarde, pero la noche se anunció magnífica. Los que regresaban de Buenos Aires trajeron noticias de que el Carnaval era muy “chaucho”, a pesar de que se aseguraba que se habían gastado 200.000 pesos en serpentinas. El Intendente Bullrich había prohibido el juego de pomos y se pronosticaba que habría que suspender el corso oficial por la lluvia. Los negros candomberos, como siempre, daban escándalo, y las comisarías estaban atestadas de borrachos desde la mañana.
En su ventana, Beatriz Amidei dio los últimos toques al dominó y aplicó una randa del encaje de su madre al antifaz. Luego aguardó la noche. De la calle venía el rumor de las conversaciones mecidas por las pantallas. Los nombres bóers: Maggersfontein, Krüger, el general Koch, se mezclaban con el del jockey Olmos que había ganado tres carreras, dos de ellas poco descontadas, y con el de D. Bernardo de Irigoyen y sus perspectivas en la convención de radicales coalicionistas de La Plata.
Guido Amidei salmodiaba:
intramo a ritornar nel chiaro mondo…
Y Beatriz se decía que ella también retornaría al “chiaro mondo”, por unas horas, en la quinta de Ponce de León.
El recibo de Don Diego fue la mejor fiesta del Carnaval de 1900: mejor aun que el baile del Hotel La Delicia, en Adrogué, con su comida al aire libre bajo un techo de serpentinas y globos. Naturalmente, nadie podía competir con él en estas cosas. Los macizos de flores ubicados entre el follaje, las guirnaldas, las luces, las tiendas en las que se servía champagne y refrescos, todo evidenciaba el gusto de Ponce de León. Vino gente de Buenos Aires y de los pueblos vecinos. Desde antes de la medianoche los landós no cesaron de afluir. Traían el estruendo de las máscaras y el blanquinegro señorío de los hombres de frac. El aire se había alivianado con la lluvia.
Quienes acudieron con el propósito de echar una ojeada a la colección de Don Diego, salieron defraudados.
La casa estaba cerrada totalmente y el baile se desarrolló en las galerías y en el jardín. Era explicable que así fuera, pues las colecciones comprendían muchos objetos valiosos, fáciles de sustraer, y a la fiesta podía asistir quien quisiera al amparo del disfraz. Pero con todo la gente calculó que por lo menos las ventanas estarían abiertas y que a través de las rejas se podría atisbar los salones iluminados. No fue así. Dijérase que Don Diego deseaba que esa noche su parque gozara de todos los privilegios. Los postigos habían sido clausurados y nada se veía del interior. Hasta muy tarde rondaron por los corredores externos grupos de curiosos que espiaban hacia las salas por las mirillas o por el hueco de los cortinajes. Cuando creían haber hecho un hallazgo lo señalaban con vehemencia:
—¿Ves? Allá… a la derecha… esa mancha… debe ser la Venus de Capua… Y aquel reflejo… no… allí no… más atrás… quizá sean los esmaltes y los camafeos… Hay maravillas, te digo… ¡qué lástima que no se pueda entrar!
Diego Ponce de León iba y venía entre los corros. Se había echado sobre el frac un dominó violeta, con una elegancia a lo Prince de Sagan. Le divertía descubrir a sus amigas bajo los antifaces. Se había propuesto que esa noche nada enturbiara su buen humor. Los malos ratos quedarían para después.
Unas damas se le acercaron para rogarle que las dejara deslizarse con el mayor secreto hasta el interior de la casa. Se lo pedían aflautando las voces para que no las reconociera:
—Déjanos entrar, Diego, Dieguito, solo unos minutos. Queremos ver los cuadros del billar. Nos han contado que allí escondes el retrato de tu único amor.
Él reía y contestaba que las flores del jardín y los árboles y la estatua italiana, colorados por los fuegos de artificio, eran más hermosos que las baratijas, que el “bibelotaje” del caserón. Llamaba a un mozo y le hacía servir champagne, y antes de que reanudaran la súplica ya se había alejado en el aleteo del raso oscuro.
La orquesta multiplicaba los valses boston de Hilarión Moreno, las polkas, las mazurkas. “¡Adiós, adiós!, ¿no me conocés?”. Giraban las parejas en la alegría del Washington Post, del Pas des Patineurs. Y del follaje descendía una frescura deliciosa, entre el piar de los pájaros asustados.
Poco después de la una, Diego Ponce de León topó con la dama del dominó amarillo. Casi cayó sobre ella, al torcer un codo de la galería. Estaba apostada junto a una de las ventanas, mirando hacia el escritorio, pero por más esfuerzos que hacía no distinguía nada en el espesor de los visillos.
El señor se detuvo, intrigado. ¿Quién era esa mujer?
—Háblame, máscara —le dijo con su tono más acariciante—; si te reconozco no podrás negarme lo que te pida.
Ella se volvió. Temblaron sus pestañas en los cortes almendrados del antifaz. Luego escapó por el corredor lleno de gente, hacia el jardín. Diego la siguió, sorteando las parejas de bailarines. La conocía. Sin duda tenía que conocerla. Valoraba la esbeltez de su talle, la finura de su pie pequeño en el revuelo de las faldas. Le sorprendía esa fuga que aguijoneaba su curiosidad. En uno de los senderos bajo la magnolia, unos amigos del Círculo de Armas, que acababan de llegar, quisieron rodearle, pero solo permaneció entre ellos unos segundos y les esquivó. La máscara iba hacia la glorieta japonesa que Diego había hecho construir frente al río dos lustros atrás. Los hombres la piropeaban. Uno, más audaz, quiso tomarle la mano, pero la muchacha —porque era, evidentemente, una muchacha, y muy joven— se desasió y continuó andando. Dos o tres veces dobló la cabeza, para ver si Diego la seguía. Huía de él.
La alcanzó en el frágil paseo que circundaba el quiosco con su barandilla, entre faroles de seda y de bambú. Oía su agitada respiración. Para calmarla, Diego suavizó el timbre:
—¿De qué tienes miedo? —le preguntó—. ¿Quién eres? ¡Ah!… ya sé… ya sé… eres una señora que ha venido sin su marido… ¿Y qué te importa? Tu marido no lo sabrá. Te juro que no lo sabrá. Háblame una vez, solo una vez.
—No —respondió Beatriz Amidei—. Es inútil que busque. No me conoce.
Diego aguzó el oído: ¿quién era?, ¿quién era? Una extranjera, con seguridad, pero ¿de dónde?
El quiosco estaba milagrosamente vacío. Acaso las parejas no se arriesgaban a introducirse en la diminuta habitación que la hiedra tornaba demasiado íntima.
—Ven —susurró Ponce de León—, conversemos.
Se sentaron en un banco rústico. Delante, el río semejaba, de tan perfecto, una postal azul y plateada. A la distancia, en el barrio de los pescadores, el Carnaval orillero vociferaba su algarabía de guitarras y murgas.
Desde el corredor de la quinta, la brisa trajo los ecos de un vals de Waldteufeld.
Ella volvió a hablar y Diego advirtió que era italiana. Le respondió en ese idioma, porque tenía la coquetería de poseerlo bien. Al azar, aludió a Florencia.
—Allí he nacido —dijo Beatriz.
Lo que en Ponce de León había de “estético”, se conmovió. Había visitado la ciudad única por primera vez en 1889. Tenía la cabeza densa de Ruskin y de prerrafaelistas.
—Pareces salida de un cuadro italiano, con tu traje amarillo y negro. ¿No me dejarás que te vea la cara?
—No. Es mejor así. Hablemos.
Y hablaron… hablaron… Ella, sin revelarle cómo ni cuándo, le confió que le había visto pasar a menudo en el “break de chasse”.
A Diego le ganaba el encanto de la desconocida, que era también el encanto de las viejas ciudades con “palazzi” y con puentes roídos, con sociedades refinadas cuyos balcones abren sobre campiñas de cipreses y de acueductos.
—No es cierto. Estás inventando. No me has visto antes.
—Sí… sí…
Para prueba le contaba que el día anterior él había guiado su coche llevando un chaleco verdemar con botones dorados.
La intriga de Ponce de León creció con el detalle. Era verdad que esa mañana había estrenado esa prenda extravagante que el Duque de York, hijo mayor del Príncipe de Gales, había puesto a la moda.
Y hablaron… hablaron… Hablaron de arte, de los temas que más seducían a Diego. La hija del ebanista toscano había aprendido cosas curiosas junto a él.
—Pero ¿quién eres?
Beatriz Amidei rio a su vez:
—Solo puedo decirle que mis antepasados han sido evocados por el Dante, en el “Paraíso”… pero no vaya usted a creer que soy una duquesa o una viajera rica… soy una pobre muchacha…
¡Qué romántico era todo esto, qué estupendamente romántico, hecho de medida para entusiasmar a los cuarenta y siete años de un hombre como Ponce de León!
—Bailemos —le propuso.
Bailaron en el paseo del quiosco, a la apagada cadencia de un vals de Metra. Diego aprisionó la cintura estrecha, fugaz. El perfume de la juventud le enloquecía. Perdió la cabeza.
—Quítate el antifaz. Te daré lo que quieras si te lo quitas.
—Bueno, si me muestra sus colecciones, me lo quitaré.
El caballero se paró en seco, antes de que cesara el postrer compás.
—No. No puedo hacerlo hoy. He prometido que la casa estaría cerrada hoy para todo el mundo. Es un capricho, pero debo cumplirlo.
Beatriz Amidei tuvo un gesto en el que afloró la gracia de veinte generaciones graciosas, la gracia del Renacimiento de Simonetta Vespucci y del XVIII de Tiepolo.
—¿Acaso soy yo todo el mundo?
—No me pidas eso. Déjame verte… Mira, tú supondrás que soy un viejo loco, pues acabo de conocerte (y en verdad no te conozco), pero sin embargo te juro que hasta ahora no he hallado una mujer como tú… Te quiero, máscara, te quiero…
Sus propias palabras le embriagaban. El champagne, el baile, esa misteriosa mujer florentina… ¿qué pasaba por el ánimo del solterón, qué inesperada sensación le sobrecogía la noche del Carnaval de 1900? Y todo el tiempo, los valses… Parecía que los árboles iban a danzar abrazados a las enredaderas… Fin de siglo… fin de siglo… y esa peregrina mujer a quien había aguardado hasta entonces, para quien había reunido sus tesoros frágiles, y que se le presentaba de repente, con su acento toscano, sus ojos verdes y su dominó negro y amarillo, en la noche más romántica de su vida de solterón…
—Vamos entonces —tornó a decir la extranjera—, vamos a ver las colecciones…
¡Ay! Tenerla allí, guardarla allí como dentro de un invernáculo, en medio de sus tanagras y de sus estampas chinas…
—No puedo. Hoy no. Hoy no puedo.
Una “farandole” de enmascarados corría por el parque. Iban los pierrots, los arlequines, los “condes”, las pastoras, ondulando entre los troncos, sobre el césped que pintaba el rocío. Cantaban la Cavalleria Rusticana que habían popularizado los organillos callejeros. Algunos titubeaban por la bebida. El alba flotaba sobre el río como una escuadra de navíos con las velas de gasa rosa. La ronda ascendió hasta la glorieta y envolvió a los enamorados. Beatriz Amidei aprovechó la confusión para escapar.
—¡Adiós! —le gritó todavía—, no jure en vano… Es tan poco lo que le pido… ¿Cómo puedo creerle?
Las últimas máscaras abandonaron la quinta a las seis. Los criados que Don Diego había alquilado para su fiesta también se fueron. Ponce de León vagó aún media hora entre los pisoteados canteros y las sillas derribadas. La telaraña de serpentinas prolongaba su tejido entre los árboles y la casona, como si quisiera sofocarlos con su red. En el suelo había caretas rotas y trompetas de cartón que no volverían a sonar.
Diego se estremeció en el frío de la madrugada. Sacó una llave del bolsillo, la introdujo en la cerradura de la puerta principal y entró en su casa.
Una luz pálida filtraba por las persianas y las cortinas. Su débil resplandor mostraba la desnudez de los aposentos. Diego los recorrió caminando lentamente, agobiado como un anciano. En las paredes, grandes manchas rectangulares y redondas señalaban el sitio que habían ocupado los cuadros: los anónimos de la escuela holandesa, el Lefebvre, el Bouguereau, el retrato de la dama de lila, por Eduardo Sívori, el de Teresa Rey de Montalvo por Goulu, los Charles Jacque… Los muebles indicaban su ausencia en el rayado piso: aquí había estado, probablemente, una alacena; aquí, un arcón. No había nada en el comedor, ni en el billar, ni en la biblioteca, ni en las dos salas. Hacía una semana que los inmóviles habitantes de la casa de Ponce de León —los que le habían dado tanto prestigio— habían partido para Buenos Aires, encerrados en los furgones traqueteantes. Dentro de una quincena, Román Bravo los remataría en su local de la calle San Martín. Se aventarían los sillones y los grabados, los óleos y los cubiertos de “vermeil”, los libros, las porcelanas y las arañas de veinticuatro bujías, para pagar las deudas de Don Diego. Al dar su recibo de máscaras, el señor se había despedido del mundo, de su mundo, con una pirueta final.
Llegó a su cuarto, encendió la lámpara y bebió un vaso de agua. Solo quedaba allí lo imprescindible, como en un dormitorio de hotel. El género rojo que tapizaba la habitación le pareció amarillo; negros le parecieron los recuadros de madera blanca. Amarillo y negro, amarillo y negro, todo era amarillo y negro ese amanecer; amarillo y negro como el “break de chasse” que no le pertenecía ya, amarillo como el dinero perdido y negro como su futuro sin luz; amarillo y negro como el amor posible, salvador, que se le había escurrido entre las manos. Mientras se lavaba los dientes se vio la faz en el espejo, la faz negra y amarilla. Y comprendió que estaba llorando.
*FIN*