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El duque de Portland

[Cuento - Texto completo.]

Villiers de L’Isle Adam

En estos últimos años, a su vuelta de levante, Ricardo, duque de Portland, el joven lord célebre antaño en toda Inglaterra por sus fiestas nocturnas, sus victoriosos purasangre, su ciencia de boxeador, sus cacerías de zorros, sus castillos, su fabulosa fortuna, sus viajes de aventuras y sus amores, no se había dejado ver.

Una sola vez, al oscurecer, se había visto su secular carroza dorada atravesando Hyde-Park con las cortinillas cerradas, a plena carrera y rodeada de jinetes portando antorchas.

Después -reclusión tan brusca como extraña-, el Duque se había retirado a su casa solariega, haciéndose habitante solitario de aquel macizo castillo construido en viejas edades, en medio de sombríos jardines y campos con árboles, y situado en el cabo de Portland.

Por toda vecindad, un rojo fulgor que iluminaba día y noche, a través de la bruma, los pesados barcos que cabeceaban a lo lejos, cruzando sus penachos de humo en el horizonte.

Una especie de sendero en pendiente hacia el mar, una sinuosa galería excavada en las rocas y bordeada de pinos salvajes, que abre sus pesadas verjas doradas sobre la misma arena de la playa, sumergida a las horas de la marea alta.

Bajo el reinado de Enrique VI se forjaron leyendas de este castillo fortaleza, cuyo interior resplandecía de riquezas feudales.

En la plataforma que une las siete torres veían aún, esculpidos en piedra, entre las almenas, un grupo de arqueros y algunos caballeros del tiempo de las Cruzadas; todos en actitudes de combate.

En la noche, estas estatuas -cuyas figuras aparecen ahora borradas por las lluvias tempestuosas y los hielos de varios centenares de inviernos y las expresiones de sus rostros muchas veces cambiadas por los retoques del rayo-, ofrecen un vago aspecto que se presta a las más supersticiosas visiones. Y cuando, levantadas en masas multiformes por una tempestad, se estrellan las olas, en la oscuridad, contra el promontorio de Portland, a la imaginación del paseante perdido -ayudada por la iluminación de la luna entre las sombras graníticas-, se puede presentar, frente al castillo, algún antiguo asalto sostenido por una heroica guarnición de soldados fantasmas contra una legión de malos espíritus.

¿Qué significaba este aislamiento del despreocupado señor inglés? ¿Padecía alguna crisis? ¡Un corazón tan naturalmente alegre!… ¡Imposible! ¿Alguna mística influencia sufrida en su viaje por Oriente? Quizás. En la Corte se inquietaban por esta desaparición. Un mensaje de Westminster, de la propia Reina, había sido dirigido al lord invisible.

Acodada cerca de un candelabro, la reina Victoria estaba atareada aquella tarde de audiencia extraordinaria. A su lado, sentada en un taburete de marfil, una joven lectora, miss Elena H.

Llegó la respuesta, sellada en negro, de lord Portland.

La muchacha, habiendo abierto el pliego ducal, recorrió con sus ojos azules -sonrientes pedazos de cielo- las pocas líneas que contenía. Bruscamente, sin una palabra, con los ojos cerrados, la presentó a Su Majestad.

También la Reina leyó en silencio.

A las primeras palabras, su rostro, generalmente impasible, pareció ensombrecerse con extraña tristeza. Incluso se estremeció. Después, en silencio, aproximó el papel a las bujías encendidas. Inmediatamente dejó caer sobre las losas la carta que se consumía.

-Milords -dijo a los pares, agrupados a escasa distancia-, no volverán a ver a nuestro querido duque de Portland. Ya no acudirá más al Parlamento. Lo dispensaremos de ello mediante un privilegio. Su secreto debe ser respetado. No se preocupen más por él y que ninguno de sus huéspedes intente jamás dirigirle la palabra.

Después, despidiendo con un gesto al viejo correo del castillo:

-Le dirás al duque de Portland lo que acabas de ver y de oír -agregó lanzando una mirada a las cenizas negras de la carta.

Tras estas palabras misteriosas, la Reina se había levantado para retirarse a sus habitaciones. Sin embargo, al ver a su lectora que se había quedado inmóvil y como dormida, con la mejilla apoyada en su brazo joven y blanco, sobre el muaré purpúreo de la mesa, la Reina, sorprendida aún, murmuró dulcemente:

-¿Me sigues, Elena?

Como la muchacha persistiera en su actitud, todos los presentes corrieron hacia ella.

Sin que palidez alguna revelara su emoción -¿cómo iba a palidecer una flor de lis?-, se había desvanecido.

Un año después de las palabras pronunciadas por Su Majestad -durante una tormentosa noche de otoño- los navíos que pasaban a algunas leguas del cabo Portland vieron el castillo iluminado.

¡Oh, no era la primera de las fiestas nocturnas ofrecidas a comienzos de cada estación del año por el lord ausente!

Y daban que hablar, pues su sombría excentricidad alcanzaban lo fantástico y el Duque no asistía jamás a ellas.

No era en las habitaciones del castillo donde se daban las fiestas. Nadie había vuelto a entrar allí; el mismo lord Ricardo, que habitaba un solitario un torreón, parecía haberlas olvidado.

Desde su vuelta, había mandado cubrir, con inmensos espejos de Venecia, los muros y las bóvedas de los vastos subterráneos de su mansión. El suelo estaba ahora enlosado de mármoles y de brillantes mosaicos. Cortinas de trama vertical, entreabiertas por franjas de cadeneta, separaban una serie de salas maravillosas, donde bajo magníficas balaustradas de oro iluminadas, aparecía un conjunto de muebles orientales con arabescos preciosos, en medio de vegetaciones tropicales fuentes de agua perfumada sobre pórfido y hermosas estatuas.

Allí, con la amable invitación del castellano de Portland, que “lamentaba estar siempre ausente”, se reunía una multitud elegante, lo más escogido de la joven aristocracia inglesa, los más seductores artistas y las más bellas despreocupadas de la gentry.

Lord Ricardo estaba representado por uno de sus amigos de antes. Y comenzaba entonces una noche principescamente libre.

Sólo, en el sitio de honor del festín, el sillón del joven lord quedaba vacío, y el escudo ducal del respaldo siempre aparecía velado por un amplio crespón de duelo.

Las miradas, muy pronto encendidas por la embriaguez, se volvían gustosamente a presencias más encantadoras.

¡Así, a medianoche, se ahogaban bajo tierra, en Portland, en maravillosas salas, entre aromas de flores exóticas, las risas, el tintineo de las copas, las canciones ebrias y la música!

Pero si a aquella hora se hubiera levantado de la mesa alguno de los convidados y, para respirar el aire del mar, se hubiese aventurado al exterior, en la oscuridad, por la playa, entre las ráfagas de desolados vientos, quizás hubiera percibido un espectáculo capaz de turbar su humor optimista, al menos para el resto de la noche.

En efecto, frecuentemente y a aquella misma hora, por las vueltas del sendero que conducía hacia el mar, un caballero envuelto en amplia capa, cubierto el rostro por una máscara de seda negra a la que estaba adaptada una capucha circular que ocultaba toda la cabeza, se encaminaba, la lumbre de un cigarro en la mano enguantada, hacia la playa. Como en fantasmagoría de gusto anticuado, le precedían dos servidores de cabellos blancos; a algunos pasos, le seguían otros dos con humeantes antorchas rojizas.

Delante de ellos caminaba un niño, también con librea de duelo, y este paje agitaba una vez por minuto el corto batir de una campana, para advertir a lo lejos que se apartaran del camino del paseante. Y el aspecto de este pequeño grupo producía una impresión tan glacial como si fuera el cortejo de un condenado.

Se abría ante ese hombre la verja de la ribera; la escolta lo dejaba solo y avanzaba entonces hacia el borde del agua. Allí, como perdido en una pensativa desesperación, embriagándose en la desolación del espacio, permanecía taciturno, semejante a los espectros de piedra de la plataforma, bajo el viento, la lluvia y los relámpagos, ante el mugir del océano. Tras una hora de meditación, el tétrico personaje, acompañado siempre de las antorchas y precedido del sonar de la campana, volvía por el sendero hacia la torre. Y, frecuentemente, vacilando, se agarraba a las asperezas de las rocas.

La mañana que había precedido a esta fiesta, la joven lectora de la Reina, siempre en gran duelo desde el primer mensaje, rezaba en el oratorio de Su Majestad cuando le fue entregado un billete escrito por uno de los secretarios del Duque.

Sólo contenía estas dos palabras, que leyó con un estremecimiento: “Esta noche”.

Esta fue la de su arribada a Portland en una de las embarcaciones reales. Una forma juvenil y femenina, con sombrío manto, descendió sola. La visión, tras de orientarse por la playa nocturna, se apresuró corriendo hacia las antorchas, hasta el sonido de campana que traía el viento.

En la arena, apoyado en una piedra y agitado a cada momento por un temblor mortal, el hombre de la máscara misteriosa estaba tendido sobre su capa.

-¡Desgraciado! -exclamó en un sollozo, y ocultando el rostro con las manos, la joven aparición, cuando llegó a su lado.

-¡Adiós! -respondió él.

Se escuchaban a lo lejos canciones y risas, procedentes de los subterráneos de la mansión feudal, cuya iluminación se reflejaba ondulada en el agua.

-Eres libre -agregó él, dejando caer su cabeza en la piedra.

-¡Y tú estás liberado! -respondió la blanca aparición, elevando una pequeña cruz de oro hacia los cielos plenos de estrellas, ante la mirada del hombre silencioso.

Después de un gran silencio, y como ella permaneciera así ante él, inmóvil, con los ojos cerrados:

-¡Hasta luego, Elena! -murmuró. Cuando, tras una hora de espera, se aproximaron los servidores, vieron a la muchacha de rodillas sobre la arena y rezando, cerca de su dueño.

-El duque de Portland ha muerto -les dijo.

Y, apoyándose en el hombro de uno de los viejos, volvió a la embarcación que la había traído.

Tres días después se leía esta noticia en el Diario de la Corte: “Miss Elena H…, la prometida del duque de Portland, convertida a la religión ortodoxa, ha tomado ayer el hábito de las Carmelitas de L…”

¿Cuál era el secreto por el cual el potente lord acababa de morir?

Un día, en sus lejanos viajes por Oriente, habiéndose alejado de su caravana por los alrededores de Antioquía, el joven Duque, charlando con los guías del país, oyó hablar de un mendigo ante el cual todo el mundo se alejaba con horror y que vivía solo, en medio de unas ruinas.

Se le ocurrió la idea de visitar a este hombre, pues nadie escapa a su destino.

Ahora bien; ese Lázaro fúnebre era el último depositario de la gran lepra, de la lepra seca y sin remedio, del mal inexorable del cual sólo Dios podía resucitar.

Solo, pues, Portland, a pesar de los ruegos de sus aterrados guías, se atrevió a desafiar el contagio en la especie de caverna donde respiraba aquel paria de la Humanidad.

Y allí, por una fanfarronada de gran gentilhombre, intrépido hasta la locura, dándole un puñado de oro a ese agonizante miserable, el pálido señor le había dado la mano.

En el mismo instante pasó una nube por sus ojos. Al oscurecer, sintiéndose perdido, abandonó la ciudad y las tierras del interior, para ganar el mar e intentar una curación en su castillo o morir en él.

Pero, ante los terribles progresos que se declararon durante la travesía, el Duque comprendió que no podía conservar otra esperanza que la de una rápida muerte.

¡Todo había terminado! ¡Adiós, juventud, brillo de un nombre ilustre, prometida amada, posteridad de la raza! ¡Adiós, fuerzas, alegrías, fortuna incalculable, belleza, porvenir! Todas las esperanzas se habían sepultado en el hueco de aquella mano terrible. El lord había heredado del mendigo. Un segundo de arrogancia -un momento demasiado noble, más bien- había arrebatado esta existencia luminosa y llevado al secreto de una muerte desesperada…

Así pereció el duque Ricardo de Portland, el último leproso del mundo.



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