Casa digital del escritor Luis López Nieves


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El Elfo Patata

[Cuento - Texto completo.]

Vladimir Nabokov

1.

En realidad se llamaba Frederic Dobson. A su amigo el prestidigitador, solía contarle en los siguientes términos la historia de su vida:

—No había nadie en Bristol que no conociera a Dobson, el sastre infantil. Yo soy su hijo, y estoy orgulloso de serlo por pura obstinación. Debes saber que bebía como una esponja. En algún momento en torno a 1900, unos meses antes de que yo naciera, mi querido padre, empapado en alcohol, armó uno de esos ángeles de cera, ya sabes cuáles, con traje de marinero y el primer pantalón largo… y luego se lo puso a mi madre en la cama. Fue un milagro que la pobre no abortara en aquel momento. Como imaginarás, todo esto lo sé de segunda mano, porque me lo han contado… ahora bien, si mis confidentes no me han mentido, en ese hecho banal radica la razón secreta de que yo sea…

Y al llegar a este punto, Fred Dobson alzaba sus manos diminutas en un gesto bienintencionado pero también triste. El prestidigitador se agachaba entonces y cogía en brazos a Fred como si fuera un niño pequeño, y, suspirando, lo colocaba en la parte superior de un armario, desde donde el pequeño enano achaparrado se encogía y empezaba a gimotear y a estornudar suavemente.

Tenía veinte años y no llegaba a los cuarenta kilos de peso, y solo superaba en unos centímetros al famoso enano suizo, Zimmermann (llamado Príncipe Baltasar). Como el amigo Zimmermann, Fred era bastante fornido, y de no ser por aquellas arrugas de su frente y por las incipientes patas de gallo de sus ojos, así como por una especie de tensión misteriosa que emanaba de su figura (como si se resistiera a crecer), nuestro enano bien pudiera haberse hecho pasar por un niño de ocho años de lo más encantador. Llevaba brillantina en el pelo, que tenía color de paja húmeda, y se lo peinaba liso hacia atrás, con raya en medio, que ocupaba exactamente la línea media de su cabeza, y se prolongaba con astucia hasta la coronilla. Fred caminaba con agilidad, tenía un porte apuesto y bailaba bastante bien, pero su primer manager consideró apropiado que el apelativo de «elfo» fuera acompañado de un epíteto cómico al observar la gran nariz que el enano había heredado de su travieso y pletórico padre.

El Elfo Patata, solo por su aspecto, despertaba una tormenta de aplausos y de risa a lo largo y ancho de Inglaterra, y también en las principales ciudades del continente. Se diferenciaba de la mayoría de los enanos en que tenía un carácter suave y amigable. Le cogió un cariño inmenso al minúsculo pony Copo de Nieve, sobre el que trotaba diligentemente en torno a la pista de un circo danés y, en Viena, conquistó el corazón de un gigante estúpido y taciturno oriundo de Omsk nada más verle, por el sencillo procedimiento de correr hasta él y pedirle, como un niño le pide a su aya, que le cogiera en brazos.

No acostumbraba a actuar en solitario. Por ejemplo, en Viena, se presentó junto con el gigante ruso y se limitó a pasear su diminuta figura en torno al gigante, vestido con sus pantalones de rayas, una elegante chaqueta, y un voluminoso rollo de música bajo el brazo. Él era el encargado de traerle al gigante su guitarra. El gigante se erguía como una estatua impresionante y cogía el instrumento como si fuera un autómata. Un largo chaqué que parecía de ébano, junto con unos tacones y una chistera en la que brillaban los reflejos de las columnas acrecentaban la estatura de este imponente siberiano de ciento sesenta kilos. Estiraba su mandíbula poderosa y empezaba a tocar, pulsando a duras penas las cuerdas con un solo dedo. Entre bastidores se quejaba de que padecía mareos, como una mujer. Fred se hizo muy amigo suyo e incluso derramó algunas lágrimas cuando tuvieron que separarse, porque se acostumbraba muy rápidamente a la gente. Su vida, como la de un caballo de circo, no dejaba de dar vueltas y más vueltas con la más plácida de las monotonías. Un día, en la oscuridad de los bastidores, se tropezó con un cubo de pintura y se deslizó dentro del mismo, y volvía este suceso una y otra vez, recordándolo siempre como un acontecimiento extraordinario.

Y de esta manera, el enano viajó por casi toda Europa y ahorró algo de dinero y cantó con una voz argentina como de castrato, y en los teatros de variedades alemanes la audiencia comía grandes bocadillos y nueces dulces y en los españoles, caramelos de violeta y también dulces. El mundo le resultaba invisible. En su memoria solo había un único abismo, siempre el mismo, que se reía ante su presencia y sus juegos, y después, cuando la actuación había terminado, el eco suave y ensoñador de la noche fría que al salir del teatro parece siempre de un profundo azul.

Al volver a Londres encontró una nueva pareja artística en la de Shock, el prestidigitador. Shock hablaba melodiosamente tenía unas manos delgadas, pálidas, virtualmente etéreas, y un mechón de pelo castaño que le cubría un ojo. Parecía más un poeta que un mago y demostraba sus habilidades con una especie de melancolía tierna y elegante, sin un ápice de esa charlatanería rebuscada característica de sus compañeros de profesión. El enano le ayudaba divertido y, al final de cada actuación, siempre acababa en el gallinero con una exclamación de alegría contenida, a pesar de que todo el mundo había sido testigo de cómo, un minuto antes, Shock lo había encerrado en una caja negra en mitad del escenario.

Todo esto ocurría en uno de esos teatros de Londres donde hay acróbatas que se elevan por los aires entre el temblor y el fulos trapecios y donde un tenor extranjero (un fracasado en su país) canta barcarolas, y donde hay un ventrílocuo con uniforme de marino, y ciclistas, y un inevitable payaso excéntrico que camina arrastrando los pies por la escena con un minúsculo sombrero y un chaleco que le llega hasta las rodillas.

 

2.

 

En los últimos tiempos, Fred se había vuelto melancólico estornudaba mucho, en silencio y con tristeza, como un perro de aguas japonés. Aunque no había experimentado durante meses deseo alguno por una mujer, el virginal enano se veía asaltado de vez lo por agudos ataques de solitaria angustia amorosa, que desaparecían tan pronto como llegaban y entonces, durante un tiempo, ignoraba los hombros desnudos que se mostraban blancos al otro a barrera de terciopelo de los palcos, y también a las pequeñas acróbatas o a la bailarina española cuyos muslos esbeltos se habían revelado por un momento cuando la rizada espuma rojo-anaranjada de los volantes de su traje se había alzado en remolino al compás de un giro particularmente vertiginoso.

—Lo que necesitas es una enana —dijo Shock pensativo, con un rápido gesto del pulgar y el índice sacaba una moneda de plata de la oreja del enano, cuyo bracito se alzó en una amplia como si se dispusiera a cazar una mosca.

Aquella misma noche, cuando Fred, tras acabar su número y embutirse en su acostumbrado bombín y en su gabán estrecho, se disponía a marcharse a casa con paso vacilante, refunfuñando y sin resuello por un pasillo mal iluminado entre bastidores, se encontró con un repentino chasquido de luz y de alegría: una puerta se había abierto de par en par y dos voces le llamaban y le instaban a entrar dentro. Eran Zita y Arabella, dos hermanas acróbatas, ambas medio desnudas, morenas, de pelo negro, con almendrados ojos azules. El camerino era como un bazar atestado donde un desorden de farándula compitiera por compartir el aire con la fragancia de diferentes lociones. El tocador estaba atestado de bolas de maquillaje, peines, atomizadores de cristal, horquillas en una caja que había sido de bombones y lápices de labios.

Nada más entrar, Fred enmudeció, incapaz de oír nada, ante el parloteo y la cháchara de las chicas. Empezaron a tocar al enano por todas partes y a hacerle cosquillas y éste, arrebolado y morado de deseo, se dejaba arrullar como una pelota en los abrazos de aquellos brazos desnudos que le engañaban con sus tretas. Finalmente, cuando la traviesa Arabella lo apretó contra sí dejándose caer sobre el sofá, Fred perdió la cabeza y empezó a frotarse contra ella, resoplando y agarrándose a su cuello. Al tratar de liberarse de él, ella levantó el brazo y entonces Fred se deslizó por el hueco y pegó sus labios al seno caliente de su axila afeitada. La otra chica, muerta de risa, trataba en vano de arrastrarle por las piernas. En aquel preciso momento, la puerta se abrió de golpe y el socio francés de las dos acróbatas entró en la habitación con unas mallas ceñidas color mármol. Sin decir palabra, pero también sin manifestar rencor alguno, agarró al enano por la nuca (solo se oyó el chasquido del cuello de Fred al soltarse de la botonadura) lo levantó en el aire y lo echó de allí como si fuera un mono. La puerta se cerró de golpe. Shock, que pasaba en aquel momento por allí, vio de refilón el brazo de mármol y una pequeña figura negra con los pies retraídos que volaba por los aires.

Fred se hizo daño al caer y ahora yacía inmóvil en el pasillo. No es que estuviera aturdido, pero se había quedado fláccido todo él, con los ojos fijos en un punto perdido y los dientes castañeteando.

—Mala suerte, viejo —suspiró el prestidigitador, levantándole del suelo. Palpó con sus dedos translúcidos la frente del enano y añadió—: Ya te dije que no te entrometieras. Te está bien empleado. Lo que necesitas es una enana.

Fred, con los ojos hinchados, no dijo nada.

—Esta noche dormirás en mi casa —decidió Shock, y llevó al Elfo Patata hasta la salida.

 

3.

 

Pero también existía una señora Shock.

Era una dama de edad incierta, con ojos oscuros mancha dos de amarillo en torno al iris. Su cuerpo enjuto, su cutis de pergamino, su cabello negro sin vida, aquella costumbre suya de echar el humo por la nariz cuando fumaba, su estudiado descuido en su atuendo y en su cabello, no eran precisamente señuelos convenidos en el juego de seducción en el que caen prendidos los hombres, aunque parece fuera de dudas que el señor Shock los consideraba de su agrado a pesar de que, en realidad, no pareciera prestar atención a su mujer, ocupado siempre como estaba en inventar trucos secretos para su espectáculo, como un ser taimado e irreal que siempre estuviera pensando en otra cosa mientras mantenía una conversación trivial pero sin dejar de observar con avidez cuanto le rodeaba mientras se encontraba inmerso en sus fantasías astrales. Nora tenía que estar siempre alerta porque él nunca perdía la ocasión de idear algún engaño mínimo, inútil, pero sutilmente ingenioso. Por ejemplo, hubo una ocasión en que le sorprendió su glotonería: se lamía los labios llenos de salsa, chupaba los huesos del pollo hasta dejados pelados y seguía sirviéndose comida y más comida que se le amontonaba en el plato; luego, sin decir nada, se levantó y se fue, tras dedicar a su mujer una mirada afligida, y un poco más tarde, la doncella, ocultando su risa tonta tras las faldas del delantal, informó a Nora de que el señor Shock no había tocado la cena, y que la había dejado entera en tres cacerolas completamente nuevas debajo de la mesa.

Ella era la hija de un artista respetable que solo pintaba caballos, galgos y cazadores con sus casacas rojas. Antes de casarse había vivido en Chelsea, había admirado los atardeceres brumosos del Támesis, había tomado lecciones de dibujo, asistido a ridículas reuniones con la bohemia local, y fue precisamente en una de estas ocasiones cuando los ojos espectrales y grises de un hombre silencioso y delgado se fijaron en ella. Hablaba poco de sí mismo y nadie le conocía entonces. Algunos creían que era un compositor de poemas líricos. Ella se enamoró de él al instante. El poeta se comprometió distraído con ella y el primer día de casados le explicó, con una sonrisa triste, que no sabía escribir poesía y allí mismo y sin pensarlo más, en mitad de la conversación, transformó un viejo despertador en un cronómetro niquelado, y el cronómetro en un reloj de pulsera de oro, que desde aquel momento Nora llevó siempre en la muñeca. Entendió entonces que por muy prestidigitador que fuera Shock, no dejaba de ser, a su manera, un poeta: sin embargo, a lo que no se podía acostumbrar era al hecho de que le tuviera que demostrar su arte en todo momento, en cualquier tipo de circunstancia. Es difícil ser feliz cuando tu marido es un espejismo, un constante juego de manos estrafalario, un engaño a los cinco sentidos.

 

4.

 

Se entretenía perezosamente golpeando los dedos contra el cristal de un cuenco en el que unos cuantos peces de colores, que parecían recortados de una piel de naranja, respiraban al ritmo de los destellos de sus aletas, cuando la puerta se abrió silenciosa y apareció Shock (con el sombrero de seda ladeado y un mechón de su pelo castaño sobre la ceja) con una criatura diminuta enroscada en sus brazos.

—Mira lo que he traído —dijo el prestidigitador con un suspiro.

Nora pensó fugazmente: un niño. Perdido. Encontrado. Sus oscuros ojos se humedecieron.

—Tenemos que adoptarlo —añadió suavemente Shock, de morándose en la puerta.

Aquella cosa pequeña cobró vida de repente, murmuró algo, y empezó a gatear por la pechera almidonada del prestidigitador. Nora miró las botas minúsculas, sus polainas de pelo de camello, el hongo diminuto.

—A mí no se me engaña fácilmente —se rió en son de burla.

El prestidigitador le lanzó una mirada de reproche. Luego dejó a Fred en un sofá mullido y le cubrió con una manta.

—Blondiner le maltrató —explicó Shock, y no pudo evitar añadir—: Le golpeó con una pesa. En el estómago.

Y Nora, que tenía un corazón de oro como suele ocurrir con las mujeres que no tienen hijos, sintió una piedad muy especial que casi le llevó a romper a llorar. Empezó a cuidar al enano como una auténtica madre, le dio de comer, le hizo beber una copa de oporto, le frotó la frente con agua de colonia, le humedeció con ella las sienes y también el dorso infantil de sus orejas.

A la mañana siguiente Fred se levantó temprano, inspeccionó aquel cuarto desconocido, habló con los peces de colores y, tras estornudar un par de veces, se acomodó en el alféizar del mirador como si fuera un niño pequeño.

Una niebla mágica en retirada bañaba los grises tejados de Londres. En algún lugar, en la distancia, se abrió una ventana, uno de cuyos paños atrapó el estallido de un rayo de sol. La bocina de un automóvil cantó en la frescura y ternura del amanecer.

Los pensamientos de Fred volvían una y otra vez al día anterior. Los acentos jocosos de las volatineras se mezclaban de forma extraña con el tacto de las frías manos perfumadas de la señora Shock. Primero le habían maltratado, luego le habían acariciado; y, recordad: era un enano muy afectuoso, muy ardiente. Su imaginación se quedó prendida en la posibilidad de rescatar a Nora algún día de las garras de un hombre fuerte, brutal, parecido a aquel francés de blancas mallas ajustadas. Sin motivación aparente se acordó entonces de una enana de quince años con la que había trabajado en tiempos. Era una cosilla enferma, malhumorada, de nariz afilada. Ante los espectadores aparecían como una pareja próxima a casarse y, temblando de asco, no le quedó otro remedio que bailar un tango íntimo con ella.

Y de nuevo sonó un claxon solitario para después alejarse en la distancia. La luz del sol comenzaba a penetrar la niebla que cubría el amable desierto londinense.

Hacia las siete y media el piso empezó a dar signos de vida. Con una sonrisa abstraída Shock se fue a una misión desconocida. Del comedor llegaba hasta él el delicioso olor de huevos con beicon. Apareció la señora Shock con un kimono bordado de girasoles y el pelo arreglado de cualquier manera.

Después del desayuno le ofreció a Fred un cigarrillo perfumado cuya boquilla parecía un pétalo rojo y, entrecerrando los ojos; hizo que le contara cosas de su vida. En momentos narrativos como aquél, la fina voz de Fred se hacía ligeramente más profunda: hablaba despacio, eligiendo bien sus palabras y, por raro que parezca, aquella inesperada dignidad en su dicción le sentaba bien. Con la cabeza inclinada, solemne y tenso aunque conservando cierta elasticidad aun dentro de su envaramiento, se sentó a los pies de Nora. Ella se reclinó en el diván de terciopelo, apoyándose en los brazos que dejaban así ver sus codos desnudos. El enano acabó de contar su historia y luego se quedó callado aunque sin dejar de dar vueltas una y otra vez a la palma de su diminuta mano, como si quisiera continuar hablando. Su chaqueta negra, rostro inclinado, naricilla carnosa, pelo leonado, y aquella raya en medio que atravesaba su cabeza conmovieron vagamente el corazón de Nora. Mientras le miraba desde la altura de sus ojos trataba de imaginarse que no era un enano adulto el que tenía a sus pies sino su hijito inexistente a punto de contarle cómo se habían burlado de él sus compañeros de escuela. Nora extendió la mano y le acarició levemente la cabeza —y en ese momento, gracias a una enigmática asociación mental, surgió en ella algo distinto, una visión extraña, curiosamente vengativa.

Al sentir aquellos dedos ligeros sobre su cabeza, Fred se quedó inmóvil al principio, pero luego empezó a lamerse los labios en un silencio de delirio. Sus ojos, mirando de soslayo, no podían separar su mirada del pompón verde de la zapatilla de la señora Shock. Y de pronto, de una forma absurda y embriagadora, todo se puso en movimiento.

 

5.

 

En aquel día azul de humo, en aquel sol de agosto, Londres estaba particularmente hermoso. El cielo tierno y festivo se reflejaba en la lisura extensa del asfalto, los brillantes buzones de correos relucían en rojo por las esquinas, a través del tapiz verde del parque los coches centelleaban y rodaban con un zumbido sordo. La ciudad entera hervía y respiraba en aquella plácida calidez y había que descender bajo tierra, hasta los andenes del metro, para encontrar una zona de frescura.

Cada día del año es un regalo que se concede tan solo a un solo hombre, al más feliz; el resto de la gente utiliza el día para gozar del solo para reñir con la lluvia, sin saber, no obstante, a quién pertenece en realidad aquel día; y a su afortunado propietario le divierte y le place la ignorancia de los otros. Una persona no puede saber de antemano cuál será el día que le corresponda, qué trivialidad permanecerá en su memoria para siempre: el reflejo del rayo de sol al caer sobre un muro junto a una extensión de agua o el remolino de la hoja del arce al caer, y a menudo lo que sucede es que solo reconoce su día de forma retrospectiva, mucho tiempo después de haber arrancado, arrugado y abandonado bajo la mesa la hoja del calendario con la fecha olvidada.

La providencia le concedió a Fred Dobson, un enano con polainas grises color de ratón, el día festivo de agosto de 1920 que comenzó con un bocinazo melodioso y el destello de una ventana que se abría en la distancia. Los niños que volvían de paseo les contaban a sus padres maravillados que habían visto a un enano con bombín, pantalones a rayas, un bastón en una mano y un par de guantes de cabritilla en la otra.

Después de despedirse de Nora con un beso ardiente (ella esperaba visita), el Elfo Patata salió a la calle, amplia e inundada de sol y en ese preciso momento supo que la ciudad entera había sido creada para él y solo para él. Un alegre taxista bajó con un chasquido la bandera metálica del taxímetro; la calle empezó a deslizarse ante él y Fred no paraba de arrullarse y reírse entre dientes, mientras luchaba por no resbalarse del todo en la piel del asiento del taxi.

Se bajó en la entrada de Hyde Park y, sin prestar ninguna atención a las miradas de curiosidad que su persona provocaba, se puso a caminar mesuradamente por delante de las sillas plegables verdes, por delante del estanque y los grandes macizos de rododendros, oscurecidos a la sombra de los olmos y tilos, sobre un césped tan brillante y mullido como un tapiz de billar. Los jinetes pasaban cabalgando, trotando ligeros sobre sus monturas, con un crujido de sus pantalones de montar, mientras que las cabezas ágiles de sus corceles se alzaban al paso y las espuelas chocaban; y los lujosos automóviles negros, con un relumbre mareante de los radios de sus ruedas, avanzaban con sosiego a través del amplio encaje de la sombra violeta.

El enano caminaba, inhalando cálidas bocanadas de gasolina y también el aroma del follaje que parecía pudrirse con la sobreabundancia de savia verde, y daba vueltas a su bastón y apretaba los labios como si estuviera a punto de ponerse a silbar, tan grande era el sentimiento de ligereza y liberación que le poseía. Su amante le había despedido con una ternura tan apresurada, se había reído tan nerviosa, que se dio cuenta de cuánto temía que su anciano padre, que siempre almorzaba con ella, empezara a sospechar algo si llegaba a encontrar a un caballero extraño en la casa.

Aquel día le vieron por todas partes: en el parque, donde un ama rosada con un gorro almidonado se ofreció por alguna extraña razón a llevarle en el carrito que empujaba, y también en las salas de un gran museo; y en la escalera mecánica que ascendía lentamente desde las cavernosas profundidades en las que soplaban vientos eléctricos entre brillantes carteles; y en una tienda elegante donde solo se vendían pañuelos de seda para caballeros; y en la cresta de un autobús, adonde le subieron unas manos amables.

Y al cabo de un rato empezó a cansarse, todo aquel brillo y movimiento le abrumaban, aquellos ojos sonrientes que se le quedaban mirando le ponían nervioso, y pensó que debía meditar cuidadosamente aquella hermosa sensación de libertad, de orgullo y de felicidad que le acompañaba.

Cuando finalmente un Fred hambriento entró en el conocido restaurante donde se reunían todo tipo de artistas de variedades y donde su presencia no hubiera podido extrañar a nadie y cuando se detuvo a mirar a toda aquella gente, al viejo payaso aburrido que ya estaba borracho, al francés, un enemigo de antaño que ahora le saludó amistosamente, el señor Dobson se dio cuenta con absoluta lucidez de que no iba a aparecer nunca más en escena.

El lugar estaba algo oscuro, no había suficientes lámparas encendidas en su interior y en la calle no había ya luz bastante para alumbrarlo. El viejo payaso, que parecía más bien un banquero arruinado, y el acróbata, que tenía un aspecto bastante vulgar vestido de paisano, jugaban en silencio al dominó. La bailarina española, que llevaba un sombrero en forma de rueda que proyectaba una sombra azulada sobre su rostro, estaba sola en un rincón sentada a una mesa con las piernas cruzadas. Había media docena de personas que Fred no conocía; examinó sus rasgos que años de maquillaje habían difuminado; mientras tanto el camarero le trajo un cojín para que llegara a la mesa, cambió el mantel y puso la mesa rápidamente.

Y de repente, en la profundidad oscura del restaurante, Fred avistó el perfil delicado del prestidigitador, que hablaba a media voz con un hombre gordo del tipo americano. Fred no había pensado en que pudiera toparse con Shock —que nunca frecuentaba las tabernas—, en aquel lugar, y, a decir verdad, había olvidado por completo su existencia. Ahora sentía tanta lástima por el pobre mago que decidió ocultarlo todo en un principio pero entonces pensó que Nora era incapaz de engañar a nadie y que probablemente se lo contaría a su marido aquella misma noche («Me he enamorado del señor Dobson… Te voy a dejar») y que debería evitarle una confesión difícil y desagradable porque, ¿no era él su caballero andante, no estaba él orgulloso de su amor, no estaba, por tanto, justificado que causara dolor a su marido, independientemente de la piedad que le inspirara?

El camarero le trajo una ración de pastel de riñones y una botella de cerveza. También encendió más luces. Aquí y allá, sobre el terciopelo polvoriento, había unas flores de cristal que se encendían y el enano observó desde lejos cómo un rayo dorado destacaba el mechón castaño del prestidigitador, y vio también cómo las luces y las sombras se alternaban sobre sus dedos transparentes. Su interlocutor se levantó, agarrándose al cinturón de su pantalón y riéndose obsequiosamente, y Shock le acompañó al guardarropa. El americano gordo se puso un sombrero de ala ancha, estrechó la etérea mano de Shock y, sin dejar de subirse los pantalones, se dirigió hacia la salida. Por un momento se pudo apreciar una cuña de luz detenida, mientras que las lámparas del restaurante lucían más y más amarillas. La puerta se cerró de un portazo.

—¡Shock! —llamó el enano, meneando sus pequeños pies bajo la mesa.

Shock se acercó. Mientras se acercaba, sacó pensativo un puro encendido del bolsillo superior de su chaqueta, lo chupó, emitió una bocanada de humo y lo devolvió a su lugar. Nadie supo cómo lo había hecho.

—Shock —dijo el enano cuya nariz se había enrojecido a causa de la cerveza—. Tengo que hablar contigo. Es muy importante.

El prestidigitador se sentó a la mesa con Fred y apoyó los codos sobre la misma.

—¿Cómo está tu cabeza hoy? ¿Te duele? —preguntó con indiferencia.

Fred se limpió los labios con la servilleta; no sabía cómo empezar, temiendo todavía causarle demasiada angustia a su amigo.

—A propósito —dijo Shock—, hoy actúo contigo por última vez. Ese tipo me va a llevar a América. Las cosas marchan bastante bien.

—Te quería decir… —y el enano, haciendo migas con el pan, luchaba por encontrar las palabras adecuadas—. En realidad es que… Sé valiente, Shock. Amo a tu mujer. Esta mañana, después de que te fueras, ella y yo, nosotros dos, quiero decir, ella…

—El único problema es que me mareo en barco —decía pensativo el prestidigitador—, y se tarda una semana en llegar a Bastan. En una ocasión fui en barco hasta la India. Al acabar me sentía como si todo yo estuviera dormido, como cuando una pierna se te queda dormida.

Fred, de color púrpura, no hacía sino pasar el puño por el mantel. El prestidigitador se reía entre dientes de sus propios pensamientos, hasta que llegado el momento los interrumpió para preguntar:

—¿No me ibas a decir algo, amigo mío?

El enano se quedó mirando sus fantasmales ojos y negó con la cabeza confundido.

—No, no, no era nada… No se puede hablar contigo.

Shock alargó la mano —sin duda iba a sacar una moneda de la oreja de Fred—, pero por primera vez en largos años de magia maestra, la moneda, que los dedos no habían agarrado con la suficiente firmeza, se cayó al suelo. La cogió y se levantó.

—Yo no voy a comer aquí —dijo, examinando con curiosidad la coronilla del enano—. No me gusta este lugar.

Silencioso y taciturno, Fred comía su manzana asada.

El prestidigitador se marchó discretamente. El restaurante se fue quedando vacío. A la lánguida bailarina española del gran sombrero se la llevó un joven tímido de ojos azules, exquisitamente vestido.

Bueno, pues si no quiere escuchar, entonces yo no tengo ninguna obligación, pensaba el enano; suspiró aliviado y decidió que, después de todo, Nora le podría explicar mejor las cosas. Luego pidió recado de escribir y se dispuso a redactar una carta. Acababa así:

 

Ahora comprenderás por qué no puedo seguir viviendo como hasta ahora. ¿Qué sentirías sabiendo que todas las noches, las masas vulgares se parten de risa al ver a tu elegido? Voy a romper mi contrato y mañana me iré de aquí. Recibirás otra carta mía tan pronto como encuentre un agujero apacible donde tras tu divorcio, podamos amamos, mi querida Nora.

 

Y así terminó el día veloz que le fue concedido a un enano de polainas grises como un ratón.

 

6.

 

Oscurecía cautelosamente sobre Londres. Los ruidos de la calle se confundían en una suave nota de timbre hueco, como si alguien hubiera cesado de tocar pero hubiera olvidado levantar el pie del pedal del piano. Las hojas negras de los limeros del parque se estampaban contra el cielo transparente como ases de espadas. Al llegar a un recodo o a un rincón abrupto o también entre las fúnebres siluetas de unas torres gemelas, se revelaba, como una visión, un poniente en llamas.

Shock tenía la costumbre de ir a casa a cenar y a cambiarse y, ya con el chaqué puesto, dirigirse directamente en coche al teatro. Aquella noche Nora le esperaba impacientísima, temblando con un júbilo maligno. ¡Qué contenta estaba de tener un secreto que solo ella conocía! No era la imagen del enano la que ocupaba su mente, ya la había alejado de sí. El enano era un gusano repugnante.

Oyó la cerradura de la puerta de entrada que se abría con su chasquido delicado. Como suele ocurrir cuando se ha engañado a una persona, el rostro de Shock le pareció desconocido, nuevo, como si fuera el de un extraño. Él la saludó con una inclinación de cabeza, sin hablar, como con vergüenza, bajando los ojos con un gesto de tristeza. Ocupó su lugar en la mesa enfrente de ella sin decir palabra. Nora se puso a examinar su traje gris claro que le hacía parecer todavía más delgado, todavía más escurridizo. Sus ojos se encendían en un triunfo cálido; la comisura de la boca le temblaba malevolente.

—¿Y cómo está tu enano? —le preguntó, complaciéndose en el tono fortuito de su pregunta—. Pensé que te lo traerías contigo.

—No lo he visto hoy —contestó Shock, disponiéndose a comer. Y justo en ese momento se le ocurrió una idea… tomó un frasco, lo destapó con un chirrido cuidadoso y vertió su contenido sobre un vaso lleno de vino.

Nora esperó irritada a que el vino se volviera de color azul brillante, o transparente como el agua, pero el clarete no cambió de tono. Shock vio la mirada de su mujer y sonrió levemente.

—Es para la digestión, son solo unas gotas —murmuró.

Una sombra se rizó sobre su rostro.

—Mientes, como de costumbre —dijo Nora—. Tienes un estómago a prueba de bombas.

El prestidigitador se rió suavemente. Luego se aclaró la garganta como si estuviera en el escenario y se bebió el vaso de un trago.

—Sigue comiendo —dijo Nora—. Se va a quedar frío.

Con frío placer pensó, «¡Ah, si lo supieras!». Nunca lo sabrás. ¡Te tengo en mi poder!

El prestidigitador comía en silencio. De repente, hizo una mueca, retiró su plato a un lado y empezó a hablar. Como de costumbre, no la miraba directamente sino como por encima, y hablaba con tono suave y melodioso. Le describió su día, le contó que había visitado al rey en Windsor, donde había sido invitado a entretener a los pequeños duques que llevaban chaquetas de terciopelo y cuellos de encaje. Contó todo esto con toques bien vivos, imitando a la gente que había visto, alzando la cabeza ligeramente como en una actitud altiva y parpadeando.

—Saqué una bandada entera de palomas de mi joroba —dijo Shock.

Sí y también el enano tenía las palmas de las manos todas pegajosas y te lo estás inventando todo, reflexionaba Nora como entre paréntesis.

—Esas palomas, sabes, se pusieron a volar en torno a la reina. Ella trataba de ahuyentarlas sin dejar de sonreír y sin perder la compostura.

Shock se levantó, se tambaleó, se apoyó ligeramente con dos dedos en el borde de la mesa, y dijo, como si quisiera dar por finalizada la historia:

«No me encuentro bien, Nora. Eso que he bebido era veneno. No deberías haberme sido infiel».

La garganta se le hinchó en espasmos convulsivos y, llevándose un pañuelo a los labios, salió del comedor. Nora se levantó de un salto; las cuentas de ámbar de su largo collar se enredaron con el cuchillo de postre que descansaba sobre el plato y se lo llevaron por delante.

«Está montando otro de sus números», pensó amargamente. «Me quiere asustar, me quiere atormentar. No, buen hombre, esta vez no te va a servir de nada. ¡Ya verás!»

¡Qué fastidio que Shock hubiera descubierto su secreto! Pero por lo menos ahora tendría la oportunidad de revelarle todos sus sentimientos, de gritarle que lo odiaba, que lo despreciaba con toda su furia, que no era una persona sino un fantasma de goma, que no aguantaba ya vivir con él ni un minuto más, que…

El prestidigitador estaba sentado en la cama, acurrucado y castañeteando angustiado, pero consiguió esbozar una débil sonrisa cuando Nora entró en tromba en la habitación.

—Así que pensabas que te iba a creer —dijo, sin aliento—. ¡No, esto es lo último! Yo también sé engañar. Me repeles, eres el hazmerreír de todo el mundo con tus trucos fallidos…

Shock, sonriendo inútilmente todavía, intentó levantarse de la cama. El pie rozó contra la alfombra. Nora se puso a pensar qué otra cosa se le ocurría para insultarle.

—No lo hagas —dijo Shock a duras penas—. Si he hecho algo que… por favor, perdóname…

En su frente se destacaba, tensa, una vena. Se encogió todavía más, empezó a hacer ruidos con la garganta, el mechón de su pelo, todo húmedo, empezó a moverse, y el pañuelo que se apretaba contra los labios se empapó de bilis y de sangre.

—¡Deja de tratar de engañarme haciendo el idiota! —gritó Nora y dio un golpe tremendo con el pie.

Él consiguió enderezarse. Tenía el rostro pálido como la cera. Tiró el pañuelo hecho trizas a un rincón.

—Espera, Nora… No entiendes… Éste es, de verdad, mi último truco… No haré ninguno más.

Y de nuevo un espasmo le quebró el rostro sudoroso, terrible. Se tambaleó, se cayó en la cama y apoyó la cabeza en la almohada. Ella se le acercó, se le quedó mirando, frunciendo el ceño. Shock yacía tumbado con los ojos cerrados y los dientes firmes le crujían. Cuando se inclinó sobre él, sus párpados temblaron, la miró vagamente, sin reconocer a su esposa, pero de repente la reconoció y sus ojos relampaguearon con una húmeda luz de dolor y ternura.

En aquel instante Nora, supo que le quería más que a nada en el mundo. Se vio repentinamente abrumada por la piedad y también por el horror. Empezó a dar vueltas por la habitación, echó agua en un vaso, lo dejó en el lavabo, volvió corriendo hasta su marido que había alzado la cabeza y se llevaba la punta de las sábanas a los labios, temblando con todo el cuerpo mientras vomitaba, mirando sin ver con ojos vacíos ya velados por la muerte. Entonces Nora, en un gesto animal, corrió al cuarto de aliado, al teléfono y, con él en la mano, durante un buen rato no hizo sino marcar números equivocados, mientras sollozaba sin aliento y volvía a marcar y a equivocarse golpeando el teléfono una y otra vez contra la mesa; finalmente, cuando por fin respondió la voz del médico al otro lado del teléfono, Nora gritó que su marido se había envenenado, que se estaba muriendo: y al decido inundó el auricular con una tormenta de lágrimas, tras lo cual, dejándolo de cualquier manera, volvió corriendo al dormitorio.

El prestidigitador, impecable y lustroso, con un chaleco blanco y unos pantalones negros impecablemente planchados, estaba frente al espejo de cuerpo entero anudándose cuidadosamente la corbata. Vio a Nora en el espejo y, sin darse la vuelta, le hizo un guiño distraído sin dejar de silbar suavemente y de anudar con sus dedos transparentes las puntas negras de su corbata de lazo negra.

 

7.

 

Drowse, una ciudad diminuta en el norte de Inglaterra, parecía en verdad tan soñolienta que uno podía llegar a sospechar que estaba perdida entre aquellos campos brumosos de suaves colinas, en los que se había quedado dormida para siempre. Tenía una oficina de correos, una tienda de bicicletas, dos o tres estancos de tabaco con carteles rojos y azules, una vieja iglesia gris rodeada de tumbas sobre las que se extendía soñolienta la sombra de un enorme castaño. La calle principal estaba bordeada a ambos lados por setas, jardincillos, y casitas de ladrillo ceñidas por hileras diagonales de hiedra.

Una de ellas la había alquilado un cierto señor F. R. Dobson a quien nadie conocía excepto su patrona y el médico local, y a éste no le gustaba cotillear. Su patrona, una mujer grande y adusta, que había trabajado con anterioridad en un manicomio, respondía a las preguntas casuales de los vecinos explicándoles que Dobson era un anciano paralítico, destinado a vegetar en silencio tras las cortinas. Nada tiene de extraño pues que los vecinos le olvidaran el mismo año en el que llegó a Drowse: se convirtió en una presencia inadvertida que los vecinos daban por supuesta como al obispo desconocido cuya efigie de piedra llevaba años en su nicho sobre la portada de la iglesia. Se pensaba que el anciano misterioso tenía un nieto —un silencioso niño rubio que a veces, al anochecer, solía llegar a la casita de Dobson con pasos breves y tímidos. Sin embargo, esto ocurría tan pocas veces que nadie podía asegurar con certeza que fuera siempre el mismo niño, y ni que decir tiene que el crepúsculo en Drowse era particularmente azulado y turbio, de fronteras difuminadas.

Así a los perezosos y nada curiosos habitantes de Drowse se les pasó por alto el detalle de que el supuesto nieto del supuesto paralítico no crecía al compás de los años y que su rubio pelo no era sino una peluca admirablemente hecha; porque el Elfo Patata empezó a quedarse calvo al comenzar su nueva existencia y muy pronto su cabeza estuvo tan lisa y brillante que invitaba a que la mano se posara sobre aquel globo terráqueo. En otros aspectos no había cambiado demasiado: su estómago quizás había crecido, y en su nariz ahora más carnosa y deslucida habían aparecido unas venas color púrpura que cubría con polvos de maquillaje cuando se vestía de niño pequeño. Lo que es más, Ann y también su médico sabían que los ataques cardíacos que el enano sufría no presagiaban nada bueno.

Vivía apacible y discretamente en sus tres habitaciones, se había hecho socio de una biblioteca de la que sacaba unos tres o cuatro libros (fundamentalmente novelas) a la semana, había comprado un gato negro de ojos amarillos porque le tenía un miedo mortal a los ratones (que saltaban y corrían detrás del armario como si fueran diminutas bolas de lana), comía mucho, especialmente dulces (a veces incluso saltaba de la cama en mitad de la noche y se arrastraba por el suelo helado como un fantasma diminuto y destemplado en su largo camisón, para alcanzar, como un niño pequeño, las galletas de chocolate de la despensa) y cada vez se acordaba menos de su aventura amorosa y de los días espantosos que pasó al llegar a Drowse.

Sin embargo, en su mesa de trabajo, entre finas facturas dobladas cuidadosamente, seguía conservando una hoja de papel color de melocotón con una filigrana en forma de dragón, emborronada en letra picuda y apenas legible. Esto es lo que decía:

 

Querido Señor Dobson,

Recibí su primera carta, así como la segunda, en la que me pide que acuda a D. Todo ello, mucho me temo, ha sido un terrible error. Por favor trate de olvidarse y de perdonarme. Mañana mi marido y yo partimos para Estados Unidos y probablemente no volveremos en algún tiempo. De verdad que no sé qué más decirle, mi pobre Fred.

 

Fue en ese momento cuando tuvo su primera angina de pecho. Desde entonces se le quedaron los ojos fijos en una mansa mirada de extrañeza ante el mundo. Y en los días siguientes anduvo sin parar de un cuarto al otro, tragándose las lágrimas y haciendo gestos ante su mismo rostro con mano temblorosa.

Ahora, sin embargo, Fred había comenzado a olvidar. Se había aficionado a aquella comodidad que nunca antes había conocido —a la película azul de las llamas sobre los carbones de la chimenea, a la de los pequeños jarrones polvorientos colocados en sus estanterías redondas, al grabado entre las dos estanterías: un perro San Bernardo, entero con su barril, confortando a un montañero en una roca desolada. Muy pocas veces se acordaba de su vida pasada. Solo en sueños veía a veces cómo un cielo estrellado cobraba vida con el temblor de trapecios múltiples mientras le aplaudían al verle meterse en un baúl negro: a través de sus paredes distinguía la suave voz cantarina de Shock pero no conseguía encontrar la trampa en el suelo del escenario y acababa sofocado en aquella oscuridad pegajosa, mientras que la voz del prestidigitador se volvía más y más triste y más y más remota hasta que desaparecía en la distancia, y entonces Fred se levantaba con un gemido en su espaciosa cama, en su habitación recoleta y oscura, con su leve aroma de violetas, jadeando y apretando su puño infantil contra su corazón vacilante, a la luz empañada de la persiana de la ventana.

En el transcurso de los años, el anhelo por el amor de una mujer fue debilitándose progresivamente, como si Nora le hubiera ido secando todo aquel ardor que en tiempos le había atormentado. Es cierto que en ocasiones, en ciertas veladas de primavera, el enano, después de ponerse los pantalones cortos y la peluca rubia, abandonaba la casa para embutirse en la oscuridad crepuscular y allí, escondiéndose en algún camino entre los campos, se detenía repentinamente al contemplar con angustia una borrosa pareja de amantes trabados el uno en los brazos del otro junto a un seto, bajo la protección de las zarzas en flor. Ahora, incluso aquello había dejado de sucederle; había cesado por completo de mirar al mundo. Solo de vez en cuando el médico, un hombre de pelo blanco con penetrantes ojos negros, venía a jugar una partida de ajedrez, y, al otro lado del tablero, consideraba con placer científico aquellas suaves manos diminutas, aquel rostro pequeño de bulldog, cuyo ceño prominente se fruncía cuando el enano se ponía a pensar en la próxima jugada.

 

8.

 

Transcurrieron ocho años. Llegó un domingo, y ocurrió en la mañana de aquel domingo. La mesa, dispuesta para el desayuno, esperaba la presencia de Fred, con el chocolate humeando en su jarra cubierta con su funda de tela, conformando el aspecto y las formas de un loro. El verde soleado de los manzanos se filtraba a través de los cristales de la ventana. Ann, con toda su corpulencia, se encontraba entretenida quitándole el polvo a la pequeña pianola en la que el enano se sentaba de tanto en tanto a tocar unos valses siempre vacilantes. Unas moscas se habían aposentado en el tarro de mermelada de naranja y se frotaban las patas delanteras.

Fred entró en la habitación, todavía algo adormilado y con las arrugas del sueño en su porte y hábito, calzando unas zapatillas de fieltro y embutido en una minúscula bata negra estampada con ranas amarillas. Tomó asiento desperezando los ojos y acariciándose la calva. Ann se fue a la iglesia. Fred abrió la sección ilustrada del periódico dominical y sin dejar de hacer muecas con los labios, que fruncía y estiraba a ritmo alterno, se dispuso a leer con detenimiento toda suerte de sucesos, tales como los premios concedidos en el último certamen canino, las piruetas de una bailarina rusa que se doblaba hasta figurar la lánguida agonía de un cisne, los embustes y peripecias de aquel financiero que había conseguido embaucar y engañar a medio mundo… Bajo la mesa, la gata arqueaba el lomo y se agazapaba en caricias contra su tobillo desnudo. Acabó el desayuno; se levantó bostezando: había pasado muy mala noche, el corazón le había dolido más que nunca, y ahora, a pesar de que tenía los pies helados, le daba una enorme pereza vestirse. Se trasladó hasta el sillón que había junto al mirador y se acurrucó en él. Se quedó allí sin pensar en nada mientras que, a sus pies, la gata negra arqueaba el lomo y se estiraba abriendo sus minúsculas fauces rosas.

Sonó el timbre de la puerta.

El doctor Knight, pensó Fred con indiferencia. Recordó que Ann había salido y fue en persona a abrir la puerta.

El sol se filtró a raudales. Una dama alta, vestida completamente de negro, se erguía solitaria en el umbral. Fred retrocedió, mascullando incoherencias entre dientes y manoseando torpemente los pliegues de su bata. Retrocedió a toda prisa hacia el interior de la casa y en su camino sin darse cuenta perdió una zapatilla, ya que su única obsesión en aquel momento era que quienquiera que fuera aquella visita no notara su naturaleza de enano. Se detuvo, jadeante, en mitad del cuarto de estar. ¡Oh, por qué no se le había ocurrido sin más cerrar de un portazo! ¿Y quién demonios podía ser, quién podría tener interés en venir a visitarle? Un error, sin duda.

Y en aquel momento percibió nítidamente el ruido de unos pasos que se acercaban hasta él. Se refugió en el dormitorio: pensó en encerrarse allí dentro pero no tenía llave. La zapatilla perdida permanecía solitaria sobre la alfombra del vestíbulo.

—Es una situación espantosa —pensó Fred, ya sin aliento, y se dispuso a escuchar.

El ruido de los pasos se hacía más cercano, ya sonaban en el cuarto de estar. El enano emitió un leve gemido y se dirigió al ropero, buscando un buen lugar donde esconderse.

Una voz, que le resultaba conocida, pronunció su nombre al tiempo que se abría la puerta del dormitorio:

—Fred, ¿por qué me tienes miedo?

El enano, descalzo, de negro, la calva un puro tejido de sudor, se quedó parado junto al ropero, su mano detenida en el pomo de la cerradura. Recordó entonces con la máxima precisión los peces naranjo-dorados en su pecera de cristal.

Ella había envejecido mal. Tenía sombras oliváceas bajo los ojos. Los pelillos negros del bozo se destacaban más nítidos que antes: y su sombrero negro así como los pliegues de su vestido, también negro, emanaban un poso de polvo y de aflicción.

—No esperaba… nunca pensé que… —empezó a balbucear Fred mientras alzaba con cautela la mirada hasta ella.

Nora lo tomó de los hombros y lo volvió hacia la luz, y con mirada triste e impaciente examinó su rostro. El enano, confuso y un punto azorado, pestañeó, lamentándose de que le hubieran sorprendido con la cabeza descubierta y sin peluca y al mismo tiempo maravillado ante la emoción que descubría en Nora. Había dejado de pensar en ella hacía tanto tiempo que ahora no sentía sino tristeza y sorpresa. Nora, sin aflojar su abrazo, cerró los ojos. Luego, apartó levemente al enano de su lado y se volvió hacia la ventana.

Fred se aclaró la garganta y dijo:

—Te he perdido la pista por completo. Dime ¿cómo está Shock?

—Sigue con sus trucos de siempre —contestó Nora como ausente—. Hace poco que hemos regresado a Inglaterra.

Sin quitarse el sombrero se sentó junto a la ventana sin dejar de mirarle con una intensidad que tenía algo de extraño.

—Eso quiere decir que Shock… —se apresuró a continuar Fred, incómodo ante la intensidad de su mirada.

—Sigue como siempre —dijo Nora, que sin aminorar el brillo de sus ojos, fijos en el enano, procedió a quitarse unos guantes de un negro brillante que luego estrujó en un revoltijo que mostraba el blanco de su interior.

—«¿Será que me vuelve a querer de nuevo?» —se preguntó de repente el enano.

La pecera, el aroma de la colonia, los pompones verdes de sus zapatillas hicieron una brusca irrupción en su mente.

Nora se levantó. El rebujo negro de los guantes de deslizó al suelo.

—El jardín no es muy grande, pero tiene manzanos —dijo Fred mientras seguía preguntándose en su interior:

«¿Acaso habrá habido algún momento en el que yo…? Tiene la piel un tanto cetrina y apagada. Y además, bigote. ¿Pero por qué está tan callada?».

—Apenas salgo, sin embargo —dijo, balanceándose levemente en la silla y tocándose las rodillas.

—Fred, ¿no sabes por qué estoy aquí?

Ella se levantó y se le acercó hasta tocarle. Fred, con una sonrisa de apenada disculpa, trató de escaparse, y al hacerla acabó resbalándose de la silla.

Y fue entonces cuando ella le dijo con una voz inmensamente dulce:

—Lo cierto es que tuve un hijo tuyo.

El enano se quedó helado, la mirada perdida en un cajoncillo minúsculo de cristal cuadrado que resplandecía en el lateral de un jarrón azul oscuro. Una tímida sonrisa de extrañeza se encendió en las comisuras de su boca y luego se extendió hasta encender sus mejillas con un rubor púrpura.

—Mi hijo…

Y de repente lo entendió todo, el sentido completo de la vida, de su larga angustia, de aquella ventanita que relucía en el jarrón de cristal.

Alzó la vista con lentitud. Nora estaba sentada de lado en, una silla y se estremecía en sollozos violentos. La cabeza de cristal del prendedor de su sombrero resplandecía como una lágrima. El gato, ronroneando tiernamente, se frotaba contra sus piernas.

Corrió hasta ella y recordó una novela que acababa de leer.

—No tienes por qué temer —dijo el señor Dobson—, no tienes por qué temer que vaya a apartarlo de ti. ¡Soy tan feliz!

Ella le miró a través de un velo de lágrimas. Iba a empezar a explicarle algo cuando tragó saliva… Vio entonces el resplandor que emanaba del semblante del enano…, y no tuvo valor para explicar nada.

Se apresuró a recoger del suelo el rebujo de sus guantes.

—Bueno, ahora ya lo sabes. Es todo. Me tengo que ir.

De repente Fred se vio herido por la saeta de un pensamiento amargo. Una profunda vergüenza se abrió paso entre su trémula alegría. Preguntó, manoseando al hacerla la borla de su bata:

—Y… y… ¿cómo es? No será…

—No, todo lo contrario —contestó Nora rápidamente—. Un chico bien grande, alto, como todos los chicos —y de nuevo rompió a llorar. Fred bajó los ojos.

—Me gustaría verlo —y al punto se corrigió feliz—: ¡Oh, ya entiendo! No debe saber que soy como soy. Pero a lo mejor lo podrías arreglar de forma que yo…

—Sí, claro que sí, no faltaría más —dijo Nora apresuradamente, y con un tono casi cortante mientras cruzaba el vestíbulo—: Sí, ya lo arreglaremos de alguna forma. Pero ahora me tengo que ir. Hay unos veinte minutos andando hasta la estación.

Volvió el rostro en la puerta de la calle y, por última vez, ávida y tristemente, examinó los rasgos de Fred. La luz del sol temblaba sobre su calva, y las orejas eran un puro tono rosa translúcido. El pobre no se enteraba de nada en su sorpresa y felicidad. Y cuando se hubo ido, Fred se quedó inmóvil durante un largo rato en el hall de entrada como si tuviera miedo de que el corazón se le fuera a rebosar al menor movimiento de imprudencia. Trataba una y otra vez de imaginarse a su hijo sin conseguir otra imagen que la suya propia, bajo la apariencia y vestido de un escolar con una peluca rubia. Y al transferir su propia forma y aspecto a su hijo dejó de sentirse como un enano.

Se vio a sí mismo entrando en una casa, en un hotel, en un restaurante para conocer a su hijo. Acarició con la imaginación el pelo rubio del chico en un rapto de conmovedor orgullo paterno… y luego, con su hijo y con Nora (¡qué estúpida había sido al pensar que él pudiera tener la mínima intención de quitárselo!), se vio a sí mismo paseando por una calle y entonces…

Fred se dio una palmada en el muslo. ¡Se había olvidado de preguntarle la dirección a Nora!

Y en ese punto el tempo se aceleró a un ritmo absurdo y enloquecido. Corrió a su dormitorio y empezó enfebrecido a vestirse a toda prisa. Se puso lo mejor que tenía, una camisa cara almidonada a todo lujo, prácticamente nueva, unos pantalones con rayita fina, una chaqueta hecha en Resartre de París hacía muchos años, y conforme se iba vistiendo, no cesaba en sus intentos de sofocar una irresistible risa apagada ni de romperse las uñas en los resquicios de los ajustados cajones de su cómoda y hasta tuvo que sentarse un par de veces para que su agitado corazón henchido y a punto de estallar descansara; pero tras las pausas volvía de nuevo a saltar por el cuarto buscando el sombrero hongo que llevaba años sin ponerse hasta que finalmente, cuando se detuvo fugazmente a consultar el espejo en su trajín, pudo avistar la imagen de un majestuoso caballero maduro, elegantemente vestido de etiqueta, tras lo cual bajó corriendo las escaleras hasta el porche, deslumbrado por una idea nueva que se le acababa de ocurrir: ¡hacer el viaje de vuelta con Nora —a quien, con toda seguridad, alcanzaría en su camino a la estación— para ver a su hijo aquella misma noche!

Una ancha carretera polvorienta llevaba directamente a la estación. Los domingos solía estar más o menos desierta, pero de repente y contra todo pronóstico apareció en un recodo un muchacho con un bate de cricket. Fue el primero que reconoció al enano. Sorprendido ante tamaña visión empezó a dar muestras de regocijo y burla palmeteando y agitando su gorra de vivos colores al compás de los pasos de Fred mientras observaba el dorso de su figura que se alejaba y el destello del chasquido de sus polainas color gris rata.

Y en aquel preciso momento, aparecieron, Dios sabe de dónde, una turba de chavales boquiabiertos que empezaron a seguir al enano con cierto sigilo preñado de asombro. Él caminaba cada vez más deprisa, mirando el reloj de tanto en tanto sin dejar de reír entre dientes presa de gran excitación. El sol le hacía sentirse un poco mareado. Mientras tanto, el número de chavales fue aumentando y los transeúntes que, por azar, pasaban por allí se detenían a mirar asombrados. En algún lugar lejano se dejaron oír las campanadas de una iglesia: la aletargada ciudad volvía a la vida cuando, de repente, estalló en una risotada incontenible, largo tiempo contenida.

El Elfo Patata, incapaz de dominar su impaciencia, cambió el paso y adoptó una especie de trote. Uno de los chavales se precipitó a su paso hasta enfrentársele tratando de verle la cara: otro gritó algo con voz hosca y grosera. Fred, haciendo muecas para defenderse del polvo, siguió corriendo, y, de repente, se imaginó que todos aquellos chicos que se apelmazaban en enjambre a su paso eran hijos suyos, hechos y derechos, alegres, saludables, y sonrió con una expresión de perplejidad, sin cesar en su trote, cada vez más cansado y jadeante, tratando de olvidar el corazón que le estallaba en el pecho de quemazón, como un martillo pilón inmisericorde.

Un ciclista, que pedaleaba junto al enano en una bicicleta cuyas ruedas lanzaban destellos y chispas al rodar, se llevó el puño a la boca a la manera de un megáfono, como si estuviera animando a un corredor en el último tramo de su carrera. Las mujeres salían de sus casas y se quedaban de pie en los porches, riéndose abiertamente mientras comentaban unas con otras y señalaban con el dedo —protegiendo con la mano su mirada del sol— la figura del enano que corría a pleno mediodía. Todos los perros de la ciudad se despertaron. Los parroquianos de la iglesia, agobiados y sofocados allí dentro, oyeron —a su pesar los ladridos, los gritos de ánimo y el jalear de la gente mientras que el grupo que seguía al enano se iba haciendo más numeroso y tupido en el transcurso del camino. La gente pensaba que se trataba de una colosal maniobra publicitaria, el reclamo de un circo o quizá el rodaje de una película.

Fred empezaba a tener dificultades en su marcha, tropezaba y notaba un cosquilleo musical en los oídos, la botonadura del cuello se le clavaba en la garganta, no podía respirar. Los gritos de júbilo, la risa, el ejército de pasos que le seguía, todo aquello le ensordecía. Pero por fin, a través de una niebla de sudor, consiguió atisbar el vestido negro. Ella caminaba lentamente a lo largo de una pared de ladrillos en un torrente de sol. Se volvió a mirar el espectáculo y se detuvo. El enano entonces la alcanzó y se agarró a los pliegues de su falda.

Con una sonrisa de felicidad alzó los ojos hasta ella, intentando hablar sin conseguido; en su lugar alzó las cejas sorprendido y se desplomó a cámara lenta en la acera. Al momento le rodeó con estrépito el clamor de la gente que como hormigas se apretaron en tropel junto a su cuerpo. Alguien, al darse cuenta de que aquello no era ninguna broma, se inclinó ante el enano y luego silbó levemente y se quitó el sombrero. Nora contemplaba indiferente el cuerpecillo diminuto de Fred que parecía un guante negro todo arrebujado. Alguien la empujó. Una mano la cogió del hombro.

—¡Suélteme! —dijo Nora con voz inexpresiva—. Yo no sé nada. Mi hijo murió hace unos días.

*FIN*


“Картофельный ельфъ”,
Rul’, 1929


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