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El enamorado de la señora Maigret

[Cuento - Texto completo.]

Georges Simenon

I

En casa de los Maigret, como en la mayor parte de las familias, había un cierto número de tradiciones que acababan por tomar tanta importancia como, para otras, los ritos de una religión.
Así, tras vivir años y años en la plaza Vosges, el comisario tenía la costumbre, en verano, desde que empezaba a subir la escalera que daba al patio, de desanudar su oscura corbata, lo que le daba tiempo de alcanzar el primer piso.

La escalera del inmueble, que como todos los de la plaza había sido antaño un suntuoso hotel particular, cesaba, en este instante, de elevarse con majestad a lo largo de una reja de hierro forjado y de paredes de falso mármol; se hacía estrecha y empinada, y Maigret, que resoplaba un poco, alcanzaba el segundo piso con el cuello abierto.

Le quedaba continuar por un corredor mal iluminado hasta su puerta, la tercera a la izquierda, y, cuando introducía la llave en la cerradura, con la chaqueta al brazo, lanzaba el tradicional «¡Soy yo!».

Y resoplaba, adivinaba por el olor lo que había para comer, entraba en el comedor, cuyo ventanal estaba abierto al espectáculo deslumbrante de la plaza en donde cantaban cuatro fuentes.

Era junio. El tiempo era particularmente cálido y toda la Policía Judicial únicamente se entretenía con las vacaciones. A veces, en plenos bulevares, se veían personas con la chaqueta al brazo y la cerveza corría a oleadas en todas las terrazas.

—¿Has visto a tu enamorado? —preguntaba el comisario, plantado ante la ventana y enjugándose la frente.

Nadie hubiera podido decir en aquel momento que venía, tras una estancia de horas, de aquella especie de laboratorio anticriminal que es la Policía Judicial, de inclinarse sobre los aspectos más sombríos y los más descorazonadores del alma humana.

Y fuera del trabajo cualquier nadería le divertía, sobre todo cuando se trataba de hacer rabiar a la muy ingenua señora Maigret. Desde hacía quince días, la broma clásica era la de preguntarle a esta noticias de su enamorado.

—¿Ha dado sus dos vueltecitas de circo alrededor de la plaza? ¿Siempre tan misterioso y distinguido? ¡Cuando pienso que sientes debilidad por los hombres distinguidos y que te has casado conmigo!

La señora Maigret iba y venía, ponía la mesa, pues no quería criada y se contentaba con una interina por las mañanas para el trabajo pesado. Seguía el juego.

—¡Yo no he dicho que sea distinguido!

—Pero me lo has descrito: sombrero gris perla, ribete, bigotillo levantado y probablemente teñido, bastón con empuñadura de marfil esculpido…

—¡Puedes reírte!… Un día u otro constatarás que tengo razón. Te digo que no es un hombre como los demás y que en su conducta esconde algo grave.

Desde la ventana, se seguían maquinalmente las idas y venidas de la plaza, bastante desierta por la mañana, pero donde, por la tarde, las mamás y las criadas del barrio se sentaban en los bancos vigilando los juegos de los niños.

Alrededor de la plaza, que con sus viejas verjas es una de las más clásicas de París, las casas son todas parecidas, con sus arcadas y sus techos de pizarra en pendiente acusada.

Al principio, la señora Maigret solo había prestado una atención fortuita al desconocido que difícilmente podía pasar inadvertido, porque todo en su aspecto y actitud se retrasaba veinte o treinta años, puesto que parecía un apuesto anciano como solo se encuentran en los dibujos de las historietas.

Era muy pronto. La hora en la que están abiertas las ventanas de las casas y en las que se veía, en los apartamentos, a las criadas afanándose en la limpieza.

—¡Se diría que busca algo! —había notado la señora Maigret.

Por la tarde había ido a casa de su hermana y al día siguiente, exactamente a la misma hora, volvía a encontrar a su desconocido que, con paso igual, daba la vuelta a la plaza, una vez, dos veces, y por fin desaparecía en dirección a la République.

—Seguramente un buen hombre al que le gustan las criadas y que viene a ver cómo sacuden las alfombras —había dicho Maigret cuando su mujer, hablando de unas cosas y de otras, había evocado a su apuesto anciano.

Ahora bien, aquella tarde se había quedado muy sorprendida al verlo, desde las tres, sentado en un banco, justo enfrente de su casa, inmóvil, con las dos manos sobre la empuñadura de su bastón.

A las cuatro todavía estaba allí. A las cinco seguía. Solo hacia las seis invariablemente se levantaba y se alejaba por la calle Tournelles, sin haber dirigido la palabra a nadie, sin haber desplegado siquiera el periódico.

—¿No lo encuentras raro, Maigret?

La señora Maigret siempre llamaba a su marido por el apellido.

—Ya te lo he dicho: seguramente tenía a su alrededor bonitas criadas…

Y al día siguiente, la señora Maigret volvía a la carga:

—Lo he observado bien, porque se ha quedado tres horas en el mismo banco, en el mismo sitio.

—¡Dilo, pues! ¡Tal vez era para contemplarte! Desde ese banco se debe de ver nuestro apartamento y ese señor está enamorado de ti…

—¡No digas estupideces!

—En primer lugar, se sirve de un bastón y a ti siempre te han gustado los hombres que andan con un bastón. Apostaría a que lleva monóculo.

—¿Por qué?

—¡Porque tienes debilidad por los hombres que llevan monóculo!

Reñían dulcemente, después de veinte años de matrimonio, saboreando la paz de su interior.

—Escucha…

»Miré atentamente a su alrededor. Había una criada, en efecto, justo enfrente, en una silla. Es una criada en la que ya me fijé en la frutería, en primer lugar porque es muy bonita y a continuación porque parece distinguida.»

—¡Ahí está! —dijo triunfalmente Maigret—. Tu distinguida criada está sentada frente al señor anciano. Y te habrás fijado en que a veces las mujeres se sientan sin prestar demasiada atención a las perspectivas que proporcionan y tu enamorado se ha pasado la tarde recreándose la vista.

—¡Solo piensas en eso!

—Tanto que todavía no he visto a tu hombre-misterio…

—¡Y qué culpa tengo yo si no viene a las horas que tú estás aquí!

Y Maigret, que estaba inmerso en tantos dramas, se recreaba con aquellas fáciles chanzas; nunca olvidaba pedir noticias de aquel que se había convertido, en su lenguaje, en enamorado de la señora Maigret.

—¡Puedes reírte tanto como quieras! Lo que no impide que haya algo en él, no sé qué, que me fascina y me da un poco de miedo. No sé cómo decirlo. Cuando se le mira, no se pueden apartar los ojos de él. Durante horas, es capaz de permanecer en su sitio sin hacer un movimiento y sus pupilas no se mueven bajo el monóculo.

—¿Has visto sus pupilas desde aquí?

La señora Maigret casi enrojeció, como cogida en una falta.

—Fui a verle de más cerca. Quería saber sobre todo si habías dicho la verdad. Pues bien, la criada rubia, que va siempre acompañada por dos niños, se comporta muy discretamente y no se puede decir nada.

—¿También ella permanece ahí toda la tarde?

—Llega hacia las tres, generalmente después del hombre. Siempre trae un trabajo de ganchillo. Se marchan poco más o menos a la vez. Durante horas se aplica a su labor sin levantar la cabeza, solo lo hace a veces para llamar a los niños que se alejan.

—¿No crees, querida, que hay en las plazas de París centenares de criadas que hacen ganchillo o media durante horas vigilando a los niños de sus señores?

—¡Es posible!

—¿Y montones de viejos rentistas que no tienen otra distracción que calentarse al sol mirando con más o menos concupiscencia a una persona agradable?

—Este no es viejo.

—Tú misma me has dicho que su bigote era teñido y que debía de llevar peluca.

—Sí, pero no es viejo.

—¿La misma edad que yo?

—O un poco más viejo o un poco más joven.

Y Maigret, fingiendo estar celoso, gruñía:

—Será preciso que un día de estos venga a mirar de cerca a tu enamorado.

Tampoco la señora Maigret pensaba en ello seriamente. De la misma manera se habían interesado durante un tiempo, por juego, por dos enamorados que se encontraban cada noche bajo las arcadas, con sus peleas y sus reconciliaciones, hasta el día en que la joven, que estaba de criada en casa del lechero, se había reunido, en el mismo sitio exactamente, con otro joven.

—¿Sabes, Maigret?

—¿Qué?

—He reflexionado. Me he preguntado si ese hombre no está ahí para espiar a alguien.

Los días pasaban y el sol se hacía cada vez más cálido; por la noche, el gentío era más numeroso en la plaza, formado por todos los pequeños artesanos de las calles vecinas que iban a tomar el fresco alrededor de las cuatro fuentes.

—Lo que me parece extraño es que por la mañana no se siente nunca. ¿Y por qué da la vuelta a la plaza dos veces como si esperase una señal?

—¿Qué hace tu bonita rubia en ese momento?

—No puedo verla. Está situada en una casa de la derecha y desde aquí no se ve nada de lo que allí ocurre. La encuentro en el mercado, en donde no habla con nadie, solo para decir a los vendedores lo que quiere. Nunca discute un precio, aunque se deja robar por lo menos un veinte por ciento. Tiene el aspecto de pensar siempre en otra cosa.

—Pues bien, cuando tenga que llevar a cabo una vigilancia delicada, te la encargaré a ti en lugar de a mis hombres.

—¡Búrlate! Ya se verá si un día u otro no…

Eran las ocho. Maigret ya había cenado, lo que era raro, porque de costumbre se veía retenido hasta bastante tarde en el Quai des Orfèvres¹.

*

En mangas de camisa, estaba acodado a la ventana, la pipa entre los dientes; miraba vagamente al cielo rosado, que el crepúsculo no tardaría en hacer desaparecer, y la plaza Vosges, llena de una muchedumbre lánguida a causa del prematuro verano.

Detrás, oía los ruidos que indicaban que la señora Maigret acababa de ordenar su vajilla y que no tardaría en venir junto a él con una tarea cualquiera.

Tardes como aquella, sin un sucio asunto que dilucidar, sin un asesino que descubrir, sin un ladrón que vigilar, tardes en las que el pensamiento podía vagar por el rosado del cielo, eran raras y tal vez nunca Maigret había encontrado su pipa tan buena cuando, de repente, sin volverse, llamó:

—¡Henriette!

—¿Quieres algo?

—Ven a ver…

Con el mango de su pipa le señalaba un banco, justo enfrente de ellos. Sentado en una esquina del banco, un anciano de tipo vagabundo echaba un sueñecito. En la otra esquina…

—¡Es él! —declaró la señora Maigret.

Le parecía casi indecente que «su» paseante de la tarde hubiera alterado su horario y se encontrase a semejante hora en el banco.

—Se diría que está dormido —murmuró Maigret, volviendo a encender su pipa—. Si no tuviese que subir dos pisos, iría a ver de más cerca a tu enamorado para saber exactamente cómo es…

La señora Maigret volvió a su cocina. Maigret siguió la pelea de tres muchachos que acabaron rodando por el polvo, mientras otros daban vueltas a su alrededor montados en patinetes.

Ya había fumado su segunda pipa y Maigret seguía en su sitio, el desconocido también, mientras el vagabundo se había puesto pesadamente en marcha hacia los muelles del Sena. La señora Maigret se sentó con un trabajo de costura sobre las rodillas, trabajadora incapaz de permanecer una hora sin hacer nada.

—¿Todavía está ahí?

—Sí.

—¿No van a cerrar las verjas?

—Dentro de algunos minutos. El guarda empieza a enviar a los paseantes hacia las salidas.

Ahora bien, el guarda no se fijó en el desconocido. Este no se movió y tres de las puertas estaban ya cerradas. El guarda iba a meter la llave en la cerradura de la cuarta cuando Maigret, sin decir nada, cogió su chaqueta y bajó.

Desde lo alto, la señora Maigret lo vio discutir con el hombre de verde, que se tomaba muy en serio su oficio de vigilante de la plaza. El hombre, sin embargo, acabó por dejar entrar al comisario, quien fue directo hacia el desconocido del monóculo.

La señora Maigret se había levantado. Presentía que había pasado algo y dirigía a su marido un gesto que significaba: «¿Ya está?».

No hubiera podido precisar qué, pero desde hacía días y días esperaba un acontecimiento.

Maigret afirmaba con la cabeza, apostaba al guarda de la plaza cerca de la verja y subía a su casa.

—Mi cuello, mi corbata…

—¿Está muerto?

—¡Muerto y bien muerto! Desde hace dos horas por lo menos o mientras yo me fijaba.

—¿Crees que ha tenido un ataque?

Silencio de Maigret, que siempre tenía alguna dificultad para anudarse la corbata.

—¿Qué vas a hacer?

—¡Toma! ¡Empezar la investigación! Avisar al juzgado, al médico forense y a toda la lira…

Una aterciopelada oscuridad había caído sobre la plaza en la que se había intensificado el canto de las fuentes, de las cuales, la cuarta, siempre la misma, tenía un sonido más agreste que las demás.

Algunos instantes más tarde, Maigret entraba en el estanco de la calle Pas-de-la-Mule, efectuaba una serie de telefonazos y encontraba a un agente al que apostaba en lugar del vigilante de la plaza en la puerta de la verja.

La señora Maigret no quería bajar. Sabía que su marido tenía horror de verla mezclarse en sus asuntos. También comprendía que, por una vez, estaba tranquilo, porque nadie había notado la muerte del portador del monóculo, ni las idas y venidas del comisario. La plaza, además, estaba casi desierta. Únicamente los floristas de abajo estaban sentados ante su puerta y el vendedor de accesorios para coche, con larga bata gris, había ido a charlar con ellos.

Se extrañaron al ver a un primer coche detenerse ante la verja y penetrar en la plaza; acabaron por aproximarse cuando vieron a un segundo automóvil y a un señor solemne que debía de pertenecer a la policía. Por fin, cuando llegó la ambulancia, el grupo de curiosos era de unas cincuenta personas, pero nadie sospechaba la razón de aquella extraña concentración, porque los arbustos escondían la escena principal.

La señora Maigret no había encendido las lámparas: aquello le ocurría a menudo cuando estaba sola. Miraba a la plaza, veía abrirse las ventanas, pero no distinguía a la criada rubia y tan bonita.

La ambulancia se marchó en primer lugar, en dirección al Instituto Médico-Legal. Luego un coche con algunas personas… Maigret, en la acera, charló algunos instantes con unos señores antes de atravesar la calle y entrar en su casa.

—¿No enciendes? —preguntó gruñón, intentando ver algo en la oscuridad.

Ella giró el conmutador.

—Cierra la ventana… No hace calor…

Aquel no era el Maigret despreocupado de hacía un momento, sino el de la P. J. cuyos accesos de mal humor hacían temblar a los jóvenes inspectores.

—¡Deja de coser! ¡Eres enervante! ¿No puedes estar un instante sin tener algo entre manos?

Cesó de coser. Él recorría el pequeño apartamento con las manos en la espalda, lanzando a veces a su mujer una extraña mirada.

—¿Por qué me has dicho que tan pronto te parecía joven como viejo?

—No lo sé… Es una impresión… ¿Por qué? ¿Qué edad tiene?

—En todo caso no llega a los treinta años.

—¿Qué es lo que dices?

—Te digo que tu buen hombre no es lo que parecía ser… Digo que bajo su peluca se escondían cabellos rubios, que su bigote era postizo y que llevaba una especie de corsé que le hacía aparecer encorvado como un apuesto anciano…

—Pero…

—No hay «peros» que valgan. Todavía me pregunto por qué milagro has llegado a olfatear este asunto…

La hacía casi responsable de lo que había pasado, de aquella velada ida al traste, del trabajo en perspectiva.

—Sabes lo que pasa, ¿no? Pues bien, tu enamorado ha sido asesinado, en ese banco.

—¡Eso no es posible! ¿Delante de todo el mundo?

—Delante de todo el mundo, sí, y sin duda precisamente en el momento que había más gente.

—¿Crees que esa criada…?

—Acabo de enviar la bala a un experto que me tiene que telefonear dentro de unos minutos.

—¿Cómo han podido hacer un disparo y…?

Maigret se encogió de hombros, esperó la llamada que, en efecto, no se hizo esperar.

—¡Hola!… Sí, también yo lo pensaba… Pero necesitaba su confirmación.

La señora Maigret estaba impaciente; pero él se tomaba expresamente todo su tiempo, gruñendo como si aquello no le importase:

—Carabina de aire comprimido de un modelo especial, extremadamente raro…

—No comprendo…

—Esto significa que el buen hombre ha sido asesinado desde lejos, por alguien, por ejemplo, emboscado en una de las ventanas que dan a la plaza y que ha podido tomarse tiempo para apuntar. Por otra parte, se trata de un tirador de primera, pues ha alcanzado exactamente el corazón y provocado la muerte instantánea.

Así, al sol, mientras la gente…

De repente, la señora Maigret se echó a llorar de nerviosismo, se excusó torpemente:

—Te pido perdón… Es más fuerte que yo… Me parece como si yo tuviese la culpa de algo. Es tonto, pero…

—Cuando estés repuesta, te escucharé como testigo.

—¿Yo? ¿Cómo testigo?

—¡Pardiez! Hasta el presente eres la única persona que puede darme una información útil, dado que tu curiosidad te ha impulsado a…

Y Maigret tuvo a bien, pero siempre como hablando para sí, darle algunas informaciones.

—El hombre no llevaba ningún papel. Los bolsillos casi vacíos, a excepción de algunos billetes de cien francos, unas cuantas monedas, una llave muy pequeña y una lima para las uñas. Pese a todo se va a intentar identificarlo.

—¡Treinta años! —repitió la señora Maigret.

¡Era desconcertante! Y ahora comprendía la impresión casi fascinante que podía despertar aquel hombre inmerso en las actitudes de un anciano como un personaje de cera.

—¿Estás preparada para responder?

—¡Te escucho!

—Te ruego que prestes atención a que te interrogo en el ejercicio de mis funciones y que mañana me veré obligado a redactar un atestado de este interrogatorio.

La señora Maigret sonrió, con una sonrisa pálida, porque estaba impresionada.

—¿Te fijaste en ese hombre hoy?

—Por la mañana no lo vi, porque fui al mercado. Por la tarde, estaba en su sitio.

—¿Y la criada rubia?

—También estaba —respondió la señora Maigret—, como de costumbre.

—¿Nunca los has sorprendido dirigiéndose la palabra?

—Hubiesen tenido que hablar a gritos porque estaban a ocho metros el uno del otro…

—¿Y permanecían así, inmóviles, toda la tarde?

—Salvo que la mujer hacía ganchillo…

—¿Siempre ganchillo? ¿Desde hace quince días?

—Sí…

—¿No viste de qué clase de ganchillo se trataba?

—No. Si hubiese sido de otra clase de labor me acordaría, pero…

—¿A qué hora se marchó la mujer?

—No lo sé. Estaba ocupada preparando la crema. Probablemente hacia las cinco, como de costumbre.

—Y, según el forense, la muerte se remonta hacia las cinco de la tarde, en efecto. Únicamente es una cuestión de minutos. ¿La mujer se marchó antes de las cinco o después de las cinco, antes de la muerte o después de la muerte? Me pregunto qué necesidad tenías tú, precisamente hoy, de hacer crema. ¡Si se espía a la gente, se hace hasta el final, concienzudamente!

—¿Crees que esa mujer…?

—¡No creo nada de nada! Solo sé que no tengo como base de mi investigación más que tus informaciones y que no son nada del otro mundo. ¿Sabes en qué casa trabaja esa criada rubia?

—Siempre entra en el 17 bis.

—¿Quién vive en el 17 bis?

—Tampoco lo sé. Gente que tiene un enorme coche norteamericano y un chófer de aspecto extranjero.

—¿Eso es todo lo que sabes? Pues bien, serías un buen policía, te entrego mi carnet. Un enorme coche norteamericano y un chófer que…

Aquello no era más que una comedia que se representaba a sí mismo en los momentos embarazosos, y su cólera terminaba con una sonrisa bondadosa.

—¿Sabes, mi vieja, que si no hubieses estado interesada en los manejos de tu enamorado, yo estaría en un bonito apuro ahora? No digo que la situación sea brillante, ni que la investigación irá sobre ruedas, pero por lo menos hay una base, por ligera que sea.

—¿La hermosa rubia?

—¡La hermosa rubia, como dices! Esto me hace pensar…

Se precipitó hacia el teléfono y avisó a un inspector, al que puso de guardia ante el 17 bis recomendándole que si salía una joven rubia no la perdiese de vista a ningún precio.

—Y ahora, a la cama. Ya habrá tiempo mañana por la mañana…

Se dormía cuando la tímida voz de su mujer se arriesgó:

—¿No crees que tal vez sería prudente…?

—¡No, no y no! —gritó incorporándose a medias en la cama—. ¡Y no porque hayas tenido una inspiración vas a empezar a darme consejos! En primer lugar, es hora de dormir…

La hora en que la luna bañaba de plata los techos de pizarra de la plaza Vosges y en la que las cuatro fuentes continuaban una especie de música de cámara, con la cuarta que siempre se retrasaba y que estaba como desacompasada.

II

Cuando Maigret, con el rostro lleno de jabón de afeitar, los tirantes colgando sobre los muslos, se asomó a la ventana con vistas a la plaza Vosges, vio que había un grupo de personas alrededor del banco en el que, la víspera por la noche, se había descubierto un cadáver.

La florista, mejor informada que las demás puesto que había asistido desde lejos a la llegada de la policía, daba explicaciones volubles e, incluso a distancia, se comprendía por sus categóricas actitudes que estaba segura de sus opiniones.

Todo el barrio se iba congregando y los transeúntes que, un poco antes, corrían para llegar a la hora al taller o al despacho, de repente tenían tiempo de detenerse puesto que se trataba de un crimen.

—¿Conoces a esa mujer? —preguntó el comisario señalando con la punta de su navaja de afeitar a una mujer bastante joven a la que un traje de chaqueta inglés muy elegante y muy claro, adecuado para los paseos por el Bois de Boulogne, distinguía de los demás.

—No la he visto nunca. Por lo menos no creo…

Aquello no significaba nada. Los primeros pisos de las plaza Vosges están habitados por grandes burgueses y por gentes de mundo. Lo que no impedía que una mujer de la clase que Maigret examinaba con mal humor se pasease raramente a las ocho de la mañana, a menos que sea para pasear a su perro.

—¡Ahí está! Esta mañana harás una compra copiosa. Irás a todas las tiendas. Escucharás lo que se dice e intentarás informarte sobre tu criada rubia y sus señores.

—¡Esta vez no me tratarás de comadre! —se burló la señora Maigret—. ¿Cuándo piensas volver?

—¿Qué sé yo?

Porque, si él había dormido, no por eso la investigación se había detenido y esperaba encontrar al llegar al Quai des Orfèvres bases sólidas para sus investigaciones.

Así, a las once, el doctor Hébrard, el famoso médico forense que asistía de frac a una «première» de la Comedia Francesa, había recibido un mensaje. Se había quedado hasta el último acto, había ido a felicitar a su camerino a una actriz de la cual era amigo y un cuarto de hora más tarde, en el Instituto Médico-Legal, que no es otro que la nueva «morgue», uno de sus ayudantes le pasaba su blusa de trabajo mientras un ordenanza sacaba de uno de los numerosos armarios que tapizan las paredes el cuerpo helado del desconocido de la plaza Vosges.

A la misma hora, bajo los techos del Palacio de Justicia, allá donde los archivos contienen la ficha de todos los criminales de Francia y la de la mayor parte de los criminales del mundo, dos hombres con blusa gris comparaban pacientemente huellas digitales.

No lejos de ellos, separados por una escalera de caracol, los especialistas de guardia en el laboratorio empezaban su minucioso trabajo sobre un cierto número de objetos: un traje oscuro, de corte antiguo, zapatos con polainas, un bastón de junco con empuñadura de marfil esculpida, una peluca, un monóculo y un mechón de cabellos rubios cortados de la cabeza del muerto.

Cuando Maigret, después de haber estrechado la mano de sus colegas y haber tenido una corta entrevista con el jefe, penetró en su despacho, que olía a pipa fría a pesar de la ventana abierta, lo esperaban tres informes bien alineados sobre su escritorio, en carpetas de diferentes colores.

El informe del doctor Hébrard en primer lugar: la víctima había sucumbido casi inmediatamente después de haber recibido la bala y esta había sido disparada desde más de veinte metros, tal vez a cien, con un arma de pequeño calibre, pero dando a los proyectiles gran fuerza de penetración.

Edad probable: veintiocho años.

Dada la ausencia de deformaciones profesionales, era verosímil pensar que el hombre nunca se había dedicado a un trabajo manual seguido. Por contra, había practicado mucho los deportes y en particular el remo y el boxeo.

Perfecta salud. Notable robustez. Una cicatriz en el hombro izquierdo indicaba que el joven había recibido, alrededor de tres años antes, una bala de revólver que había chocado con el omoplato.

Por fin, un cierto asiento en la extremidad de los dedos dejaba suponer que el desconocido debía de hacer importantes trabajos de dactilografía.

Maigret leía lentamente, fumando su pipa a pequeñas bocanadas, interrumpiéndose a veces para ver correr al Sena en el deslumbramiento matinal del sol. Otras veces, escribía una palabra o dos que él solo podía comprender en su cuadernillo de notas, el cual era célebre tanto por su vulgaridad como porque desde hacía años se servía de él y había anotaciones en todos los sentidos, las unas sobre las otras, y había que preguntarse cómo podía encontrarlas.

El informe del laboratorio no era mucho más sensacional.

Las ropas habían sido llevadas por otras personas antes de pertenecer a su último propietario y todo indicaba que este las había conseguido en el Temple o en casa de cualquier chamarilero. El mismo origen para el bastón y los zapatos con polainas. La peluca, de bastante buena calidad, era vulgar, de un modelo que se puede encontrar en cualquier sitio.

Por fin, el examen de los polvos encontrados en las ropas permitían descubrir bastante cantidad de harina muy fina, no de harina pura, sino de harina todavía mezclada con deshechos.

Monóculo: de cristal plano, sin ninguna utilidad para la vista.

¡En los archivos nada! Ninguna ficha tenía huellas digitales correspondientes a la víctima.

Maigret permaneció algunos minutos pensativo, acodado en su escritorio, ¿invadido tal vez por cierta pereza? El asunto no se presentaba ni bien ni mal, más bien mal, sin embargo, porque el azar, por lo general bastante generoso, no aportaba la más mínima colaboración.

Por fin, se levantó, se puso el sombrero, se aproximó al ujier de guardia en el pasillo.

—Si me llaman, volveré dentro de una hora más o menos.

Estaba demasiado cerca de la plaza Vosges para tomar un taxi, se dirigió a pie, bordeando el Sena, y distinguió, en la frutería de la calle Tournelles, a la señora Maigret en animada conversación con tres o cuatro comadres.

Volvió la cabeza para esconder una sonrisa y prosiguió su camino…

*

En el tiempo en que Maigret debutaba en la policía, uno de sus jefes, que se había entusiasmado con los métodos científicos, entonces nuevos, tenía la costumbre de repetirle:

—¡Cuidado, joven! ¡No tanta imaginación! ¡Uno no se hace policía con ideas, sino con hechos!

Lo que no había impedido continuar a Maigret y procurarse un triunfo bastante bonito.

Así, ahora que llegaba a la plaza Vosges, se preocupaba menos de los detalles técnicos contenidos en los informes de la mañana que de lo que hubiera llamado de buen grado «el ambiente del crimen». Intentaba imaginar a la víctima, no muerta como la había visto, sino viva: aquel muchacho de veintiocho años, rubio, fuerte, musculoso, elegante sin duda, poniéndose cada mañana aquella ropa de anciano, aquella ropa tal vez comprada en el rastro, bajo la cual no llevaba ni la ropa interior.

Y tras dar dos vueltas a la plaza se alejó por la calle Turenne.

¿A dónde iba? ¿Qué hacía hasta las tres de la tarde? ¿Mantenía su aspecto de héroe de comedia de Labiche o se cambiaba en algún local vecino?

¿Cómo podía permanecer inmóvil durante tres horas, en un banco, sin abrir la boca, sin hacer un gesto, fijándose en un punto del espacio?

¿Desde cuándo duraba aquel manejo?

Por fin, por la noche ¿dónde iba el desconocido? ¿Cuál era su vida privada? ¿A quién veía? ¿A quién hablaba? ¿A quién confiaba el secreto de su personalidad? ¿Por qué aquella harina y aquellos restos en sus ropas? Aquello indicaba un molino y no una panadería. ¿Qué iba a hacer a un molino?

Maigret, olvidando pararse ante el 17 bis, tenía que volver sobre sus pasos, penetraba en el portal y preguntaba a la portera. Esta no parpadeó cuando le enseñó su placa de policía.

—¿Qué es lo que quiere?

—Desearía saber cuál de sus inquilinos tiene una criada bastante bonita, rubia, elegante…

Ella lo interrumpió, ya segura:

—¿La señorita Rita?

—Tal vez. Cada tarde saca a pasear a dos niños a la plaza.

—Los niños de sus señores, el señor y la señora Krofta, que viven en el primer piso desde hace más de quince años… Incluso están aquí antes que yo… El señor Krofta se ocupa de importación y exportación. Debe de tener las oficinas en la calle 4 de septiembre.

—¿Está en casa?

—Acaba de salir, pero la señora debe estar arriba…

—¿Y Rita?

—No lo sé. No la he visto esta mañana. Claro que como he estado limpiando la escalera…

Algunos instantes más tarde, Maigret llamaba al primer piso repetidas veces; aunque oyó ruido dentro del apartamento, pasó un buen rato sin que le abriesen la puerta. Llamó de nuevo. Por fin la puerta se entreabrió. Vio a una mujer bastante joven que intentaba esconder el cuerpo, porque apenas estaba vestida con una bata azul pálido.

—¿Qué desea?

—Hablar con el señor o la señora Krofta… Soy comisario de la Policía Judicial.

Se resignó a abrir, cruzándose la bata, y Maigret penetró en un magnífico apartamento, de estancias amplias y altas de techo, con muebles de buen gusto y con figuras de valor.

—Excúseme por recibirlo así, pero estoy sola con los niños. ¿Cómo es que ya está aquí? Hace apenas un cuarto de hora que se ha marchado mi marido…

Era extranjera, como lo indicaba su acento y un encanto muy de Europa Central. Maigret ya había reconocido en ella a la mujer en la que había reparado por la mañana, con traje de chaqueta claro, escuchando a las comadres en medio de la plaza Vosges.

—¿Me esperaba? —murmuró intentando disimular su extrañeza.

—A usted o a otro. Pero confieso que ignoraba que la policía fuese tan rápida. ¿Supongo que mi marido va a volver?

—Lo ignoro.

—¿No lo ha visto?

—No.

—Pero ¿entonces…?

Evidentemente había una equivocación y Maigret, que con ello no podía más que sacar cualquier información, no hacía absolutamente nada por disiparla.

La mujer, por su parte, tal vez para ganar el tiempo necesario para reflexionar, balbuceaba:

—¿Me permite un segundo? Los niños están en el cuarto de baño y me pregunto… si no hacen tonterías.

Se alejó con paso flexible; era verdaderamente hermosa, tanto de cuerpo como de rostro, con, además de la gracia, una cierta majestad.

Se oía cómo en el cuarto de baño intercambiaba algunas palabras a media voz con los niños; luego volvió, con una ligera sonrisa de acogida en los labios.

—Perdóneme si no lo he hecho sentar… Me hubiera gustado que mi marido estuviese aquí porque él conoce mejor el valor de las joyas, puesto que las compró él.

¿De qué joyas se trataba? ¿Y qué significaba aquella nueva historia y la ligera angustia de la mujer que esperaba con impaciencia la llegada de su marido?

Se hubiera dicho que tenía miedo de hablar, que intentaba llevar la conversación sobre un tema nada comprometedor.

Maigret, que se daba cuenta, parecía ayudarla y la miraba con un aire lo más neutro posible, haciendo lo que él llamaba su «cabeza de buen juicio».

—Se leen sin cesar los relatos de robos en los periódicos, pero, cosa curiosa, no se imagina que puede ocurrirle a uno. Ayer por la noche, no tenía ninguna sospecha. Sin embargo, esta mañana…

—¿Cuándo volvió? —insinuó Maigret.

—¿Cómo sabe que salí?

—Porque la he visto.

—¿Ya estaba en el barrio?

—Estoy en él todo el año, porque soy uno de sus vecinos.

Ella se turbó. Se preguntó evidentemente lo que escondían aquellas palabras misteriosas en su simplicidad.

—Salí, en efecto, como me ocurre a menudo, para tomar el aire antes de ocuparme de arreglar a los niños. Por eso me encuentra sin vestir. Al entrar, me puse en ropa interior y…

No pudo contener un suspiro de alivio. Se habían detenido pasos en el descansillo. Una llave giraba en la cerradura.

—Mi marido… —murmuró.

Y llamó:

—¡Boris! Ven aquí. Hay alguien que te espera.

A fe que el hombre también era de buena presencia, de más edad que ella, alrededor de cuarenta y cinco años, elegante, cuidado, húngaro o checo, pensó Maigret, pero hablando un francés perfecto, verdaderamente escogido.

—El comisario ha llegado antes que tú y yo le decía que no tardarías en volver.

Boris Krofta examinaba a Maigret con una atención pulida que escondía más o menos su desconfianza.

—Le pido perdón… —murmuró—. Pero… No comprendo el hecho…

—Comisario Maigret, de la Policía Judicial.

—Es curioso. ¿Es conmigo con quien quiere hablar?

—Al señor de una tal Rita que paseaba a dos niños cada tarde por la plaza Vosges.

—Sí… Pero… ¿no me va decir que ya la ha encontrado y ha recuperado las joyas? Sé que debo parecerle raro. La coincidencia es tan curiosa que intento explicármela. Piense que vuelvo en este instante de la comisaría de policía del barrio a donde he ido a poner una denuncia contra Rita. Cuando vuelvo, lo encuentro aquí y me declara…

Había nerviosismo en sus gestos. Su mujer no soñaba en dejar a los dos hombres solos y examinaba curiosamente al comisario.

—¿A santo de qué la ha denunciado?

—Con respecto a un robo de joyas. Esta muchacha desapareció ayer, sin avisarnos. Pensé que había huido con un enamorado y me prometí poner esta mañana un anuncio en el periódico. Ayer por la noche no salimos. Esta mañana, mientras mi mujer había salido, de repente tuve la idea de mirar en su joyero. Fue entonces cuando comprendí por qué había huido Rita, porque el joyero estaba vacío.

—¿Y qué hora era cuando hizo ese descubrimiento?

—Apenas las nueve de la mañana. Estaba en pijama. El tiempo de vestirme y me precipité a la comisaría.

—Entretanto, ¿volvió su mujer?

—Eso es… Mientras me vestía… Lo que sigo sin comprender es que usted haya venido esta mañana…

—¡Simple coincidencia! —murmuró Maigret con un tono de buen chico.

—Sin embargo, me gustaría estar al corriente… ¿Usted sabía, esta mañana, que las joyas habían sido robadas?

Gesto evasivo de Maigret, que no significaba nada y que tuvo el don de aumentar el nerviosismo de Boris.

—Por lo menos me hará el favor de decir el motivo de su visita. No creo que sea una de las costumbres de la policía francesa entrar en casa de las personas, sentarse y…

—¡Y escuchar lo que se dice! —acabó Maigret—. Confieso que no estoy aquí por nada. Desde que estoy aquí usted me habla del robo de unas joyas, que no me interesa, mientras que yo he venido por un crimen…

—¿Un crimen? —exclamó la mujer.

—¿Ignora que ayer se cometió un crimen en la plaza Vosges?

Vio cómo reflexionaba, acordarse de que Maigret le había dicho ser vecino y, mientras que hubiera podido decir que no, murmuró sonriendo:

—He oído hablar vagamente de algo, esta mañana, al atravesar la plaza… Las comadres estaban reunidas…

—No veo en qué… —intervino el marido.

—… ¿En qué le interesa este asunto? Hasta el presente también lo ignoro, pero estoy convencido de que un día u otro lo sabremos. ¿A qué hora desapareció Rita ayer por la tarde?

—Un poco después de las cinco —respondió Boris Krofta bajo la sombra de una vacilación—. ¿No es cierto, Olga?

—Exacto. Volví a las cinco con los niños. Subí a su habitación y no la oí bajar. Hacia las seis, subí, porque empezaba a extrañarme que no preparase la cena… y la habitación estaba vacía…

—¿Quiere usted mostrármela?

—Mi marido lo acompañará. Me es difícil con esta ropa…

Maigret ya conocía la casa, puesto que era igual que la suya. Tras el segundo piso, la escalera se estrechaba y oscurecía aún más y se acabó por alcanzar los desvanes. Krofta abrió el tercero.

—Es aquí… He dejado la llave en la cerradura…

—¡Su mujer acaba de decirme que fue ella la que subió!

—Exacto. Pero, a continuación, yo subí a mi vez…

La puerta abierta dejó ver una habitación de criada que hubiera sido banal, con su cama de hierro, su armario y su tocador, sin la vista de la plaza Vosges que se dominaba desde la lumbrera de la buhardilla.

Al lado del armario había una maleta de un modelo corriente. En el armario, vestidos y ropa interior…

—¿Su criada se ha marchado sin sus maletas?

—Supongo que ha preferido llevarse las joyas, que valen unos doscientos mil francos…

Maigret palpaba con sus gruesos dedos un sombrerillo verde, luego cogía otro, que tenía una cinta amarilla.

—¿Puede decirme cuántos sombreros tenía su criada?

—Lo ignoro… Tal vez pueda informarle mi mujer, pero lo dudo…

—¿Desde cuándo estaba a su servicio?

—Seis meses…

—¿La encontró por medio de un anuncio?

—Por una oficina de empleos, que nos habían recomendado mucho… Su servicio, por otra parte, era impecable…

—¿No tiene más criadas?

—Mi mujer se preocupa ella misma del cuidado de los niños, lo que explica que con una criada sea suficiente… Además, vivimos gran parte del año en la Costa Azul, en donde tenemos un jardinero y su mujer que se cuidan de las tareas de la casa…

Maigret experimentó la necesidad de sonarse, a pesar de la estación; luego dejó caer su pañuelo y lo recogió.

—Es curioso… —farfulló incorporándose.

Luego, mirando a su interlocutor de pies a cabeza, abrió la boca y la volvió a cerrar.

—¿Quería decir algo?

—Quería hacerle otra pregunta. Pero es tan indiscreta que la juzgará fuera de lugar…

—¡Se lo ruego!

—¿Insiste? Pues bien, quería preguntarle por si acaso si, siendo su criada muy bonita, no había tenido con ella otras relaciones que las de señor y criada… Pregunta completamente maquinal, como ve, y a la cual le permito no responder…

Cosa curiosa, Krofta reflexionaba, de repente mucho más preocupado que antes. Se tomaba su tiempo para responder, lanzaba una lenta mirada circular a su alrededor y suspiraba por fin:

—¿Mi respuesta debe ser oficial?

—Existen todas las probabilidades de que nunca sea pregunta.

—En ese caso prefiero confesarle que me sucedió, en efecto…

—¿En el apartamento del primero?

—No… Es difícil a causa de los niños…

—¿Tenía citas fuera?

—¡Nunca!… Yo subía aquí de tanto en tanto y…

—¡Comprendo el resto! —dijo Maigret sonriendo—. Y estoy muy contento de su respuesta. En efecto, ya había notado que le faltaba un botón de la manga de su chaqueta. Este botón acabo de encontrarlo en el suelo, al pie de la cama. Es evidente que, para arrancarlo, ha sido necesario un ejercicio bastante violento y…

Tendió el botón a su interlocutor, que lo cogió con una asombrosa avidez.

—¿Cuándo ocurrió la última vez? —preguntó Maigret desde la comisura de los labios, dirigiéndose hacia la puerta.

—Hace tres o cuatro días… ¡Espere!… Cuatro días, sí…

—¿Y Rita era dócil?

—Yo creo…

—¿Estaba enamorada?

—Por lo menos me lo daba a entender.

—¿No conocía usted a ningún rival?

—¡Oh, señor comisario!… No era esa la cuestión; si Rita hubiese tenido un amante, no lo hubiese considerado como un rival… Yo adoro a mi mujer y también a mis hijos, e incluso no sé cómo…

Y Maigret, bajando la escalera, suspiraba para sí mismo:

«¡Tengo la impresión, buen hombre, de que no has dejado de mentir ni un solo instante!».

Se detuvo en la portería, se sentó frente a la mujer que pelaba guisantes.

—Entonces, ¿los vio? Están bien enfadados a causa de ese asunto de las joyas…

—¿Usted estaba en su sitio ayer, a las cinco?

—Claro que estaba… Incluso estaba mi hijo, en donde está usted sentado, haciendo sus deberes…

—¿Vio entrar a Rita y a los niños?

—¡Como lo veo a usted!

—¿Y la vio bajar algunos minutos más tarde?

—Es lo que el señor Krofta ha venido a preguntarme hace un rato. Le he respondido que no había visto nada. Pretende que eso no es posible, que tuve que abandonar mi sitio o que no prestaba atención. Después de todo, ¡pasa tanta gente! Sin embargo, me parece que me hubiese fijado porque no acostumbra a volver a salir…

—¿Se encontró alguna vez con el señor Krofta en la escalera del tercer piso?

—¿Qué habría ido a hacer allí? ¡Ah! Comprendo… ¿Tal vez piensa que era para encontrarse con su criada? Se ve que no conoce a la señorita Rita… Pretenden ahora que es una ladrona… ¡Posible!… Pero, por lo que respecta a correr o dejar hacer a su señor…

Maigret, resignado, encendió su pipa y se alejó.

III

—¿Entonces… señora comisario Maigret?… —bromeó afectuosamente plantándose delante de la ventana en la que, al sol, las mangas de su camisa formaban dos manchas deslumbradoras.

—Entonces, tendrás que contentarte con carne asada y una alcachofa. Además, lo he comprado todo cocido para ir más rápido. Para escuchar esos chismes…

—¿Qué es lo que se dice? ¡Vamos! Dame los resultados de tu investigación…

—En primer lugar, la señorita Rita no era una criada…

—¿Cómo lo sabes?

—Todos los comerciantes se han fijado en que no sabía contar céntimos, lo que indica que jamás fue al mercado. El día en que el carnicero por primera vez quiso darle un céntimo de franco, ella lo miró con asombro y, si aceptó a continuación, estoy segura de que fue para no hacerse notar…

—¡Bien! Por lo tanto, una joven de buena familia que juega a criada en casa de los Krofta…

—Yo creo más bien que es una estudiante. En las tiendas del barrio se habla un poco todas las lenguas, italiano, húngaro, polaco… Y parecía que ella tenía siempre el aspecto de comprender y que, cuando se decía una broma delante de ella, sonreía…

—¿Y sobre tu enamorado no se cuenta nada?

—Hay gente que se había fijado en él, pero no tanto como yo… ¡Ah! Todavía hay algo… La criada de Gastambide, que va a menudo por la tarde a sentarse a la plaza, pretende que Rita no sabía hacer ganchillo y que nunca se hubiera podido servir de su trabajo, sino como trapo de cocina…

Los ojillos de Maigret reían ante la aplicación de su mujer por reunir sus recuerdos y expresarlos con orden y método.

—¡Eso no es todo! Antes que a ella, los Krofta tenían a una muchacha de su país y a la que despidieron porque estaba encinta.

—¿De Krofta?

—¡Oh! ¡No! Está demasiado enamorado de su mujer. Parece que es tan celoso que no reciben casi a nadie…

Así, todos aquellos chismes, aquellas afirmaciones verdaderas o falsas, sinceras o no, venían a cambiar a cada instante la fisonomía de los personajes y a veces a completarla.

—Puesto que has trabajado bien —murmuró Maigret encendiendo una nueva pipa—, a mi vez te voy a hacer una confidencia. El disparo que ha matado a nuestro desconocido personaje de la peluca y el monóculo ha sido disparado desde la lumbrera de la buhardilla de Rita, lo cual no será difícil de probar en el momento de la reconstrucción. He verificado el ángulo de tiro que concuerda absolutamente con la posición del cuerpo y la trayectoria de la bala…

—Crees que es ella la…

—No sé nada… ¡Busco!…

Y, suspirando, se puso el cuello y la corbata; ella lo ayudó a ponerse la chaqueta. Media hora más tarde, se dejaba caer en su sillón de la Policía Judicial y se enjugaba el rostro, porque todavía hacía más calor que la víspera y había tormenta en el aire.…

*

Una hora más tarde, las tres pipas de Maigret estaban calientes, el cenicero lleno de ceniza y la carpeta llena de notas, de principios de frases que se enredaban en todos los sentidos. En cuanto al comisario, bostezaba, visiblemente adormilado, fijándose con ojos abiertos en todo lo que acababa de escribir en el transcurso de su meditación.

Suponiendo que Krofta hubiese hecho desaparecer a Rita, el robo estaba bien pensado para alejar de sí las sospechas.

Era muy bonito, pero eso no probaba nada y la criada podía haber huido con las joyas de su señora.

Krofta había vacilado al decir que era el amante de su criada.

Aquello podía significar que era cierto y que estaba avergonzado; aquello podía significar también que no era cierto, sino que había sorprendido el gesto de Maigret recogiendo el botón o que sospechaba que la pregunta del comisario ocultaba una trampa de aquel género. El botón habría permanecido cuatro días en el suelo, mientras que este parecía barrido recientemente.

¿Y por qué la señora Krofta se había paseado aquella mañana tan temprano? ¿Por qué había vacilado tan ostensiblemente al confesar que había oído hablar del crimen, mientras que Maigret la había visto quedarse largo tiempo cerca de las comadres?

¿Por qué Krofta le había preguntado a la portera si había visto salir a Rita?

¿Investigación personal? ¿No era más bien porque sabía que la policía haría la misma pregunta y que hablando de ello tenía probabilidades de sugestionar a la mujer?

De repente, Maigret se levantó. Todo aquel conjunto de hechos menudos y de notas acababa no solamente por irritarle, sino por crear en él una sorda angustia, porque era imposible no llegar a la pregunta:

—¿Dónde está Rita?

¿Había matado, robado y huido? Pero si no había matado ni robado, entonces…

Un instante después, estaba en el despacho del jefe, y jugando a los duros, pronunciaba:

—¿Podría conseguirme una orden de registro en blanco?

—¿No marcha eso? —se chanceó el director de la Policía Judicial que conocía mejor que nadie el humor de Maigret—. Se intentará. Pero habrá que ser prudente, ¿eh?

Como por casualidad, mientras el jefe se ocupaba de la orden de registro, llamaron a Maigret al teléfono. Era su mujer, que tenía una voz angustiada:

—Acabo de pensar algo… No sé si es conveniente decírtelo por teléfono…

—¡Dímelo!

—Suponiendo que no sea la que tú crees que ha disparado…

—Comprendo. Continúa…

—Suponiendo, por ejemplo, que sea su señor… ¿Me sigues?… ¿Me pregunto si, por casualidad, no estará ella todavía en la casa?… ¿Ya muerta tal vez?… ¿O tal vez la retengan prisionera?…

Era enternecedor ver a la señora Maigret lanzada así tras una pista por primera vez en su vida. Pero lo que el comisario no confesaba es que, en suma, ella llegaba poco más o menos al mismo punto que él.

—¿Eso es todo? —ironizó sin embargo.

—¿Te burlas de mí?… No crees que…

—En suma, te imaginas que registrando el 17 bis desde la bodega al granero…

—Piensa que si todavía está viva…

—¡Ya se verá eso! Entretanto, intenta que la cena sea un poco más consistente que la comida.

Colgó. Encontró en el despacho de su jefe la orden que había pedido.

—¿Esto no tiene todo el aspecto de un asunto de espionaje, Maigret?

Pero el comisario, en estos casos, tenía horror a comprometerse y se contentó con encogerse de hombros.

Luego, ya en el pasillo, volvió sobre sus pasos diciendo:

—Le contestaré esta noche.

La señora Lécuyer, la portera del 17 bis, ciertamente era una buena mujer, que hacía siempre lo posible para educar convenientemente a sus hijos, pero tenía el terrible defecto de aturdirse fácilmente.

—¿Comprende? —confesaba—. Con toda la gente que me pregunta desde la mañana, no sé dónde tengo la cabeza…

—Cálmese, señora Lécuyer —articulaba Maigret, instalado cerca de la ventana no lejos del muchacho que como la víspera hacía sus deberes.

—Nunca he hecho mal a nadie y…

—No se le acusa de haber hecho mal a alguien… Se le pide solamente que intente acordarse… ¿Cuántos inquilinos hay?

—Veintidós, porque es preciso que le diga que en el segundo y en el tercero hay apartamentos pequeños, de una y dos habitaciones, lo que hace que haya mucha gente…

—¿Ninguno de esos inquilinos tenía relaciones con los Krofta?

—¿Y cómo quiere que las tengan? Los Krofta son ricos, tienen su coche y su chofer…

—De hecho, ¿sabe usted dónde guardan el coche?

—Al lado del bulevar Henri IV… El chofer no viene casi nunca aquí, porque come fuera…

—¿Vino ayer por la tarde?

—No lo sé… Creo que sí…

—¿Con el coche?

—¡No! El coche no se estacionó ayer, ni esta mañana… Es cierto que los señores por así decirlo no salieron…

—¡Veamos! ¿El chofer estaba en la casa ayer hacia las cinco de la tarde?

—¡No! Se marchó a las cuatro y media… Me acuerdo porque mi chiquillo acababa de volver del colegio…

—¡Es cierto! —aprobó el muchacho levantando la cabeza.

—Ahora, otra pregunta: ¿salieron fardos grandes desde ayer a las cinco?… Por ejemplo, ¿un camión de mudanzas no se estacionó en los alrededores?

—¡Seguro que no!

—¿No sacó nadie muebles, cajas o paquetes embarazosos?

—¿Qué quiere que le diga? —gimió—. ¿Es que yo sé lo que es un paquete embarazoso?

—Un paquete susceptible, por ejemplo, de contener un cuerpo humano.

—¡Jesús, María! ¿Eso es lo que piensa? ¿Se figura usted que han matado a alguien en el inmueble?

—Repase sus recuerdos hora por hora…

—¡No! No he visto nada parecido…

—¿Ningún camión, ninguna carretilla entró en el patio?

—¡Puesto que yo se lo digo!

—¿Y no hay ningún apartamento vacío en la casa? ¿Todos los locales están ocupados?

—¡Todos sin excepción! Solo queda una habitación en el tercero y está alquilada desde hace dos meses.

En aquel momento, el muchacho levantó la cabeza y, con la pluma entre los dientes, articuló:

—¿Y el piano, mamá?

—¿Qué relación quieres que haya? Eso no es un fardo que sale, sino un fardo que entra… incluso lo pasaron bastante mal en la escalera…

—¿Trajeron un piano?

—Ayer a las seis y media.

—¿A qué piso?

—No lo sé… No había ningún nombre escrito en el camión… Este no entró en el patio… Había una caja grande y tres hombres trabajaron durante una hora larga…

—¿Y se llevaron la caja?

—No… El señor Lucien bajó con los obreros para invitarlos a beber en una taberna de la esquina.

—¿Quién es el señor Lucien?

—El inquilino de la pequeña habitación de la que le hablaba… Hace dos meses que está allá arriba… Es muy tranquilo, muy comedido… Parece que es un compositor…

—¿Conoce a los Krofta?

—Apostaría a que no los ha visto nunca…

—¿Estaba en su casa ayer a las cinco?

—Entró a eso de las cuatro y media… Poco más o menos cuando el chófer se iba…

—¿Y entonces le comunicó que iba a recibir un piano?

—No… Solamente me preguntó si había correo…

—¿Recibe mucho?

—Muy poco.

—Se lo agradezco, señora Lécuyer… Continúe tranquila… No vale la pena que se haga mala sangre…

Maigret salió, dio instrucciones a dos inspectores que recorrían la plaza Vosges, luego entró de nuevo en el inmueble, pero pasó rápidamente por delante de la portería a fin de que la portera no pudiese hacerle preguntas de nuevo y hacerlo partícipe de su aturdimiento.

En el primer piso Maigret no se detuvo ni un segundo. En el tercero, inclinándose, notó las rozaduras que había hecho el piano, arrastrado por los hombres. Creyó notar que las rozaduras se detenían en la cuarta puerta y llamó, oyó pasos apagados, como los de una anciana en zapatillas, luego una voz prudente que murmuraba:

—¿Quién está ahí?

—El señor Lucien, ¿por favor?

—Es al lado…

Pero, en el mismo momento, otra voz balbuceaba algunas palabras y se entreabría la puerta, una gruesa anciana intentaba distinguir el rostro de Maigret en la semioscuridad.

—El señor Lucien no está en este momento… ¿Quiere que le dé algún recado?…

Maquinalmente, Maigret se inclinó para ver a la segunda persona que se encontraba en la estancia.

Apenas se veía nada. La habitación estaba atestada de muebles viejos, de horribles figuras y reinaba en él el particular olor de las casas de los ancianos.

Cerca de la máquina de coser estaba sentada una mujer, erguida como una persona de visita, y el comisario se quedó asombrado como nunca lo había estado en su vida al reconocer a su propia mujer.

IV

—He sabido que la señorita Augustine se encargaba de pequeños trabajos de costura —se apresuró a decir la señora Maigret—. He venido a verla a ese respecto. Hemos charlado. Ocupa precisamente la habitación vecina a la de esa criada que ha robado…

Maigret se encogió de hombros, preguntándose a dónde quería llegar su mujer.

—Lo más curioso, es que ayer entregaron un piano en casa del otro vecino, una enorme caja, que debe seguir allí todavía…

Esta vez, Maigret puso mala cara, furioso porque su mujer hubiese llegado, Dios sabe cómo, a los mismos resultados que él.

—Puesto que el señor Lucien no está aquí, no es necesaria mi presencia —anunció.

Y no perdió un minuto. Los dos inspectores que había dejado en la plaza Vosges, delante de la casa, fueron apostados en la escalera, no lejos de la puerta de los Krofta. Fue llamado un cerrajero, así como el comisario de policía del barrio.

Y un poco más tarde, la puerta de la habitación del señor Lucien era forzada. En la estancia, solo había un piano bastante ordinario, una cama, una silla, un armario y contra la pared, la caja en la cual habían traído el instrumento musical.

—Que se abra esa caja… —ordenó Maigret, que jugaba una partida fuerte y que tenía un pánico intenso.

No quería tocarla él mismo, por temor a encontrarla vacía. Fingía cargar su pipa con calma, como fingió no temblar cuando le gritaron:

—¡Comisario!… ¡Una mujer!…

—¡Lo sé!

—¡Vive!

Y él repitió:

—¡Lo sé!

¡Naturalmente! Desde el momento que había una mujer en la caja, era la famosa Rita y estaba casi seguro de que estaba viva, trabada y amordazada fuertemente.

—Intenten hacerla volver en sí… Llamen a un médico…

Y pasó por delante de su mujer que estaba en el pasillo con la señorita Augustine y que le dirigía una sonrisa única en los anales del oficio, una sonrisa capaz de hacer creer que la señora Maigret iba a olvidar su papel de esposa dócil por el de detective.

Cuando el comisario llegaba al primer piso, se abría la puerta del apartamento de los Krofta. Krofta en persona estaba allí, sobreexcitado, pero, sin embargo, dueño de sí.

—¿El señor Maigret no está aquí? —preguntó a los dos inspectores que montaban guardia.

—Heme aquí, señor Krofta.

—Lo llaman al teléfono… Del Ministerio del Interior…

No era del todo exacto. Era el jefe de la Policía Judicial que telefoneaba a su subordinado.

—¿Es usted, Maigret?… He pensado que ahí lo podría encontrar… Mientras usted hacía Dios sabe qué en la casa, el tipo a casa del cual le telefoneo ha avisado a su embajada… Esta ha avisado a Asuntos Exteriores… Asuntos Exteriores…

—¡Comprendo! —gruñó Maigret.

—¡Ya se lo había dicho! ¡Asunto de espionaje! La consigna es nada de ruido, evitar toda declaración a la prensa… Krofta es el agente oficioso de su país en Francia; es él quien centraliza los informes de los agentes secretos…

Aquel Krofta se mantenía en un rincón de la estancia, pálido, pero sonriente.

—¿Puedo ofrecerle algo, señor comisario?

—¡Gracias!

—¿Parece que ha encontrado a mi criada?

Y el comisario respondió mordiendo las sílabas:

—¡Sí, la he encontrado a tiempo, señor Krofta! ¡Lo saludo!

*

—Yo —decía la señora Maigret acabando su crema de chocolate—, cuando me afirmaron que esa muchacha no sabía hacer ganchillo…

—¡Pardiez! —aprobó su marido.

—¿Verdaderamente pudieron comunicarse cosas interesantes por ese sistema, durante horas, cada día? En suma, si he entendido bien, esta muchacha, esta Rita que había entrado al servicio de los Krofta como criada, ¿pasaba en realidad el tiempo espiando a sus señores?

A Maigret nunca le gustaba explicar un caso, pero en el presente hubiese sido demasiado cruel dejar a la señora Maigret con la duda.

—¡Espiaba a espías! —gruñó. Y, malhumorado, encogiéndose de hombros—: He aquí por qué, en el momento en que por fin puedo echar el guante a la banda, se me ordena: «¡Pase por alto! ¡Silencio y discreción!».

—Es cierto que no es muy agradable —suspiró ella como si así perdonase todos los malos ratos pasados por Maigret.

—Un bonito asunto, sin embargo, salpicado de retazos de genio. Comprende la situación. Los Krofta por una parte, todas las informaciones que pasan por sus manos, que transmiten a su gobierno…

»Por otra parte, una mujer, una criada, y un hombre, Rita y el anciano del banco, tu extraño enamorado. ¿Para quién trabajaban? Ahora eso no me importa. Es asunto del Deuxième Bureau. Verosímilmente son agentes de otra potencia, tal vez también de una facción adversa, porque la política interior y exterior de algunos países se entremezcla curiosamente.

»Como sea, son gentes que necesitan las informaciones que Krofta centraliza cada día y Rita se apodera sin demasiado trabajo de estas informaciones. Pero ¿cómo comunicarlas afuera? Los espías son desconfiados. La menor sospecha la perdería.

»¡De dónde esta idea del viejo y del banco! También la idea del ganchillo que, manejado por manos más expertas de lo que parecían en realidad, a sacudidas emite largos mensajes en alfabeto morse.

»Frente a Rita, su cómplice registra todo en su memoria. Es un ejemplo más de la increíble paciencia de algunos agentes, porque lo que acaba de aprender deberá retenerlo palabra por palabra durante horas, hasta el momento en que en su alojamiento de Corbeil, cerca de los Moulins, pasará la noche dactilografiando.

»Me pregunto cómo este manejo tan astuto fue descubierto por los Krofta. ¿Sin duda por el chófer que, hacia las cuatro, trajo la noticia?»

La señora Maigret escuchaba sin atreverse a manifestar el menor sentimiento, tanto temía ver detenerse a Maigret.

—Ahora sabes tanto como yo. Se trata, para los Krofta, de suprimir al hombre en primer lugar, a continuación «cocinar» a Rita, saber por cuenta de quién trabaja y qué servicios ha podido realizar.

»Desde hace largo tiempo Krofta ha instalado en su propia casa a un guardaespaldas, el señor Lucien, que es un tirador de primera clase. Lo telefonea. El señor Lucien llega, no pierde un minuto y, desde la habitación de la muchacha, abate, con la ayuda de una carabina de aire comprimido, al adversario que le han señalado.

»Nadie ha visto nada, nadie ha oído nada, salvo Rita, que, sin embargo, tiene que llevarse a los niños, que debe fingir bajo pena de ser abatida a su vez.

»Sabe lo que le espera. Se esfuerzan en arrancarle su secreto. Ella resiste bien. La amenazan de muerte y hacen llevar a casa del señor Lucien el piano cuya caja podrá servir para hacer salir el cadáver. Por otra parte, ¿quién iría a buscarla a la habitación del músico?

»Ya Krofta prepara su defensa, denuncia, anuncia la desaparición de su criada, inventa el robo de las joyas y…»

Un silencio. La noche caía. El cielo se azulaba y las fuentes acompasaban su argentino susurro al plateado brillo de la luna.

—¡Y tú te has ocupado! —dijo de repente la señora Maigret con admiración.

La miraba sin estar plenamente convencido. Ella continúa:

—No hay derecho a que en un buen momento te impidan llegar hasta el final…

Entonces él, con un falso arrebato:

—¿Sabes qué es todavía peor? ¡El haberte encontrado en casa de esa señorita Augustine! Porque, en suma, estabas en los sitios que yo… ¡Cierto que se trataba de tu enamorado!

FIN


“L’amoureux de Madame Maigret”,
Police-Roman, 1939
1. Quai des Orfèvres: oficinas de la Policia Judicial.


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