El escritor
[Cuento - Texto completo.]
José Luis GonzálezA Luis Rafael Sánchez
Aquel domingo, cuando el escritor se despertó, la luz del sol entraba ya por las ventanas entreabiertas y bañaba la habitación de claridad. El hombre se incorporó en la cama y se desperezó bostezando largamente. Después se levantó, metió los pies en las pantuflas y se envolvió en una elegante bata de seda azul.
Salió a la sala.
-¡Laura! -llamó.
-¡Señor! -respondió una voz de mujer joven desde la cocina, en el fondo de la casa.
-¿Dónde está el periódico?
-En la mesita al lado del sofá, don Luis.
Se sentó a leerlo antes del baño, pero los ojos todavía pesados de sueño le dificultaron la lectura. Explicó entonces, alzando la voz, lo que quería de desayuno, y con una toalla limpia alrededor del cuello se dirigió al cuarto de baño.
Se dio en primer lugar un prolongado duchazo, recreándose con la blancura de la espuma que hacía el jabón cuando le daba vueltas entre las manos. Después, una vez seco, se afeitó esmeradamente, comprobando satisfecho en el espejo que le había quedado impecable la línea del bigote recortado y ya entrecano. Finalmente se aplicó la loción con una serie de palmaditas vigorosas en las mejillas.
Vestido ya, en la mesa, la sirvienta le trajo un vaso de jugo de toronja. A continuación, huevos fritos con jamón, después el café con leche (cargado, como era de su gusto) y tostadas con mermelada de melocotón.
Estaba encendiendo un cigarrillo cuando la sirvienta reapareció para retirar el cubierto. El hombre la observó mientras regresaba a la cocina. Era una mulata clara, de veinte años a lo sumo, que caminaba con un involuntario cimbreo de las caderas generosas. El escritor no pudo reprimir la evocación libresca: Culipandeando la Reina avanza / Y de su inmensa grupa resbalan / Meneos cachondos que el gongo cuaja / En ríos de azúcar y de melaza. “¡Qué buen poeta mi tocayo! Temas vulgares, en ocasiones, ¡pero qué sentido del ritmo y del vocablo exacto!”
Cuando la muchacha volvió a la mesa, trayendo un cenicero, él apagó el cigarrillo en la taza del café y le tomó una mano.
-Laura…
La muchacha hizo un intento débil, instintivo, de retirar la mano.
-¿Qué es? -preguntó con un asomo de alarma.
-Laura, yo nunca había advertí… quiero decir, yo nunca me había fijado bien en ti. ¿Sabes que eres muy bonita?
-¡Ay, Virgen, don Luis, no diga eso! -y seguía tratando de retirar la mano, pero él no se la soltaba.
-¿Por qué no voy a decirlo, si es verdad?
-Don Luis, no sea así, déjeme ir.
El hombre le rodeó el talle con un brazo.
-Laurita -le dijo, apoyando un lado de su rostro sobre uno de los senos estupendamente firmes-. Laurita, acompáñame a mi cuarto. Un ratito nada más.
La muchacha se zafó de un tirón:
-¡Don Luis!
Él se puso de pie.
-Tú sabes que la señora está en casa de sus parientes y no viene hasta mañana. Vamos, compláceme, mira que te voy a hacer un regalito.
La muchacha se cubrió la cara con ambas manos y se fue sollozando a la cocina. Él permaneció de pie junto a la mesa, sintiendo el súbito golpeteo de la sangre en sus sienes.
“¡Bah! Jíbara bruta!”, se dijo. “Trataré otra vez de aquí a unos días y, si no se da, a la calle y se acabó.”
Consultó el reloj pulsera. Las nueve y media. Vio por una ventana abierta un pedazo de cielo azul purísimo. La luz del sol chocaba con todos los objetos y trazaba dibujos caprichosos en el piso.
Con un segundo cigarrillo entre los labios, penetró en la biblioteca (la pieza, originalmente, había estado destinada a los hijos que el matrimonio nunca tuvo, y sólo con el tiempo los libros fueron invadiéndola poco a poco) y echó llave desde adentro. Recorrió con la mirada las ordenadas hileras de volúmenes en los estantes. Respiró hondamente, como en un santuario. Y experimentó, como siempre, una especial satisfacción cuando alcanzó a ver la colección de clásicos castellanos bellamente encuadernada en pasta valenciana. Aquella colección había sido propiedad de Francisco Salas, el viejo periodista amigo suyo. El día que éste agonizaba, después de una enfermedad de varios meses, él había ido a visitarlo. Pero Salas ya no podía reconocer a nadie, así que sólo permaneció en el cuarto unos minutos. En la sala, al momento de despedirse, la esposa del enfermo le dijo, venciendo su cortedad con evidente esfuerzo:
-La enfermedad de Paco ha acabado con nuestros ahorros. Estoy en una situación en que van a hacerme falta ochenta pesos para completar los gastos del entierro.
Él volvió la cabeza aparentando distracción, pero al hacerlo su mirada tropezó con el estante en que Francisco Salas había colocado amorosamente su colección de clásicos.
-Señora, se me ocurre que yo podría ayudarla.
-No sabe cómo se lo agradecería. Usted siempre fue tan buen amigo de Paco…
-Yo estaría dispuesto a adquirir esa colección por los ochenta pesos que acaba de mencionar. ¿Le parece?
La mujer miró los libros -los nombres ilustres grabados en oro en los lomos de las finas encuadernaciones- y balbuceó:
-Pero… esa colección… costó casi mil pesos, y está muy bien cuidada. Usted sabe que Paco…
El hombre hizo ademán de ponerse el sombrero. La mujer se apresuró a aceptar:
-Bueno, don Luis, en un caso así…
Él le dijo, contando los billetes en la cartera antes de sacarlos:
-Después enviaré a alguien por los libros.
(No sabía, no podía saber, que en ese instante ya estaba hablándole a una viuda.)
El escritor, ahora, se sentó a su mesa de trabajo, frente al retrato del difunto tío solterón que le había legado tres casas de vecindad en Puerta de Tierra (cuya renta le permitía dedicar todo su tiempo a la literatura). Colocó ante sí la cuartilla en blanco, tomó la pluma y apoyó la cabeza en la otra mano.
Media hora después no había logrado una sola oración coherente. Se levantó irritado, con un comienzo de jaqueca. Encendió otro cigarrillo y volvió a recorrer con la mirada las hileras de volúmenes en los estantes. “Leeré un poco”, se dijo. “Me hará bien.” De la calle llegaban algunos ruidos apagados, que el escritor apenas distinguía: un pregón, un bocinazo, un grito de muchacho… En los momentos en que se dirigía a uno de los estantes, llegó hasta la habitación, con toda claridad, el sonido de dos detonaciones. Pero el oído del escritor, entregado ya a la compleja armonía de un párrafo de Proust, fue incapaz de percibirlo.
En la esquina más cercana, a unos cincuenta metros de la casa del escritor, se había apostado desde las siete un grupo de diez hombres. Los bolsillos de sus ropas de obreros, abultados como si contuvieran objetos irregulares y deformes, llamaban la atención de los escasos transeúntes de la hora. Uno de los hombres -corto de estatura, delgado, ya no joven- se movía entre los demás hablando en tono bajo y con pocos ademanes. Sus compañeros, a veces sin mirarlo, asentían con la cabeza a sus palabras.
A medida que pasaba el tiempo aumentaba el tránsito de gente: señoras y muchachas acicaladas rumbo a la iglesia, velo y misal en mano; sirvientas en busca del periódico o del pan para el almuerzo; hombres que iban al juego de béisbol, exaltado de antemano el entusiasmo partidario. Pasaban unos cuantos automóviles con familias que se dirigían al campo o a la playa. El grupo de obreros permanecía -impasible, casi hosco- en su esquina.
A eso de las nueve y media apareció en el extremo de la calle un camión cargado de hombres. Venían también dos policías, uno en cada estribo. A una orden del que parecía jefe del grupo, los hombres de la esquina se echaron a la calle y formaron una valla de una acera a la otra. El camión se detuvo frente a ellos. Algunos transeúntes se detuvieron para observar. Los que venían en el camión tenían aspecto idéntico al de los que estaban en la calle. Uno de los policías se dirigió a estos últimos:
-¡A ver! ¿Qué es lo que pasa?
Se adelantó el jefe del grupo, en actitud sosegada:
-Lo único que queremos es hablar con los compañeros que vienen ahí arriba. Eso no está en contra de la ley.
El policía le contestó, después de un instante de vacilación.
-Si ellos lo quieren oír, hable. Pero nada de discursos, que tenemos prisa. No se puede interrumpir el tránsito.
-No hay problema -dijo el otro-. El camión está parado en su derecha.
-¡Bueno, bueno, acabe!
El obrero se dirigió a los del camión:
-Compañeros, a ustedes los llevan a ocupar los puestos que nosotros dejamos para ir a la huelga. Y a pesar de que los llevan un domingo, para burlar nuestra vigilancia, han pedido la protección de la policía. Compañeros, si nadie ocupa esos puestos, los patronos tendrán que aceptar nuestras demandas, que representan el pan de nuestros hijos.
Los dos policías se miraron brevemente, de soslayo. El que hablaba continuó:
-Pero si alguien ocupa esos puestos, nos quedaremos sin trabajo, indefensos ante los patronos. ¡Compañeros, ustedes son trabajadores lo mismo que nosotros! ¡Si no luchamos juntos, seguiremos toda la vida en la miseria! ¡Compañeros, hoy por nosotros, mañana por ustedes! ¡A bajarse!
Los obreros del camión empezaron a cuchichear entre sí. Los de la calle les gritaban:
-¡A bajarse!
-¡A bajarse, compañeros!
Uno de los policías dijo de pronto:
-Están perdiendo el tiempo; ninguno va a bajarse. Sigue, chofer.
Pero en ese momento uno de los de arriba, un mulato achaparrado, de voz gruesa, gritó:
-¡Yo me bajo, coño!
Y saltó a la calle. Los de abajo acogieron su decisión con exclamaciones de aliento:
-¡Así se hace!
-¡Pa’bajo! ¡Sean hombres!
Los dos policías volvieron a cambiar miradas rápidas. El mulato les gritaba ahora a sus compañeros:
-¡Bájense!… ¿qué esperan?
Ya había en los alrededores un nutrido grupo de espectadores que crecía por momentos.
Uno de los policías repitió la orden al chofer: -¡Sigue!
Pero otro de los obreros del camión gritó en el mismo instante:
-¡Aguanta, que yo también me quedo!
El camión ya se ponía en marcha. El obrero volvió a gritar:
-¡Párate, que me apeo! ¡Párate, carajo!
El camión avanzó sobre los que impedían su paso. Estos se echaron a un lado para no ser arrollados, al tiempo que le gritaban al chofer y a los dos guardias:
-¡Déjenlo bajar! ¡Déjenlo bajar!
El que encabezaba a los de abajo gritó entonces, sacando un puñado de piedras de un bolsillo y lanzando él mismo la primera:
-¡Ahora, muchachos!
Y una recia pedrea se desató sobre el camión. El grupo de curiosos se deshizo en una carrera apresurada. El chofer del camión aplicó los frenos, asustado, y se echó sobre un costado en el asiento. Los obreros que venían arriba empezaron a bajarse atropelladamente. Uno de los policías intentó contenerlos, pero los hombres corrían en todas direcciones y se unían a los de abajo. Entonces el otro policía, agazapado junto a uno de los guardafangos del vehículo, sacó su revólver sin premura y buscó con la vista al jefe de los huelguistas. Apuntó cuidadosamente, apoyando la mano que empuñaba el arma en la palma de la otra, y disparó dos veces. La víctima se llevó las manos al abdomen, abrió la boca y cayó de bruces. Al sonar los disparos, se produjo una desbandada general hacia las esquinas más cercanas. Con la calle despejada, los dos policías caminaron hacia el caído. El que había hecho fuego lo tocó con la punta del pie. El cuerpo no se movió.
-Lo mataste -dijo el otro policía.
-Ajá. Mira ver lo que tiene en los bolsillos.
El otro empezó el registro con desgana. Sacó por todo unas monedas, un pañuelo sucio, varias piedras y una cartera vieja con un amarillento retrato de mujer y un carnet de miembro del sindicato de obreros de la construcción, expedido a nombre de Agapito Olivo hacía menos de un año.
-Ve a dar parte -dijo el primer policía-. A nosotros no nos toca levantarlo.
Y como viera que su compañero, los ojos fijos en el muerto, no se disponía a cumplir la orden, le preguntó con aspereza:
-¿Qué te pasa?
-No, nada. Es que ese hombre…
-¡Qué?
-Pues… no estaba armado.
-Eso acabas de descubrirlo ahora. Dime una cosa: ¿cuánto tiempo llevas tú en la policía?
-Seis meses.
-Me lo imaginaba. A ustedes los nuevos lo que les hace falta es otro Domingo de Ramos en Ponce, para aprender a bregar con esta chusma. ¡Bueno, camina, que ya mismo vuelve a amontonarse aquí la gente!
Un Buick azul que pasaba por allí en ese momento, se detuvo. Una mujer joven, muy maquillada, asomó la cabeza por la ventanilla y dejó escapar un grito cuando vio el cadáver. Le cubrió los ojos a un muchachito rubio que llevaba en el regazo y que se agitaba haciendo esfuerzos por mirar, y le dijo al hombre que conducía:
-¡Sigue, Jorge, sigue!
Y cuando se hubieron alejado media cuadra:
-¡Ay, Virgen, seguro que era un ladrón! ¡Y a estas horas! En este país dentro de poco la gente decente no va a poder vivir.
Las primeras moscas empezaban a posarse sobre la cara del muerto.
Allá en su biblioteca, el escritor volvió a colocar en el estante el volumen que acababa de hojear. El murmullo creciente que venía desde la calle no alcanzaba aún a molestarlo. Y, todavía irritado por no hallar nada sobre qué escribir, rumió, el sentimiento de impotencia que sentía creciéndole en el pecho:
-¡Maldito destino! ¡Tener que vivir en un país donde nunca pasa nada!
FIN