Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

El estrangulador de Moret

[Cuento - Texto completo.]

Georges Simenon

I

Los hechos ocurrían el 7 de junio. Cuándo leyeron, como todo el mundo, el reportaje en los periódicos, Torrence y Emilio se contentaron con fruncir las cejas sin sospechar que tendrían que ocuparse de aquel caso.

Iban pasando los días y cada mañana los grandes titulares de la prensa decían poco más o menos: «El misterio de Moret se oscurece».

Aquellos dos crímenes, cometidos fuera del territorio de París, no incumbían al «Quai des Orfèvres¹», sino a la «Sûreté nationale», en la que Torrence contaba con menos amigos que en la Policía Judicial.

El mes de junio, aquel año, fue particularmente hermoso, tan caluroso que la gente se paseaba por los bulevares con la chaqueta bajo el brazo. La Agencia O no se ocupaba de ningún asunto sensacional.

Un lunes por la mañana, al llegar a su despacho, Torrence se quedó muy sorprendido al encontrar a Emilio vestido de claro como para una excursión al campo.

—Si no le parece mal, nos iremos a almorzar a la orilla del agua —anunció Emilio.

—Pero ¿y el trabajo?

—Ya sabe usted que en este momento no hay nada.

Y helos ahí a los dos en el cochecito descubierto, tan pequeño que no se comprendía cómo el imponente Torrence podía entrar en él.

—¿Qué dirección?

—Bosque de Fontainebleau…

Ya en camino Torrence pensó súbitamente en el curioso caso de Moret.

—A propósito, jefe, ¿ha descubierto algo la policía? Hace varios días que no leo periódicos.

—No ha descubierto nada en absoluto y mi opinión es que no descubrirá nada —declara gravemente Emilio.

Torrence le lanza una mirada de reojo.

—¿Y por eso vamos allí?

—De todas formas, tengo ganas de almorzar en uno de esos dos paradores.

—¿Por cuenta de quién trabajaremos?

El buen Torrence no puede imaginarse, en efecto, que una agencia de policía privada, ni siquiera tratándose de la célebre Agencia O, pueda trabajar por amor al arte. No obstante, Emilio le responde suavemente:

—Quizá por gusto… Usted sabe, Torrence, que a mí me gustan mucho las orillas de los ríos… Moret es un rincón encantador, a dos pasos del más seductor de los bosques del mundo…

Y es verdad. Tan pronto cruzan el bosque de Fontainebleau, descubren el encantador pueblo que se alza al borde del Loing. A uno y otro lado de la calle Mayor, se balancea la insignia de una fonda al claro sol de la mañana. A la izquierda está el «Ecu d’Or». A la derecha, el «Cheval Pie». Los turistas que desean parar en Moret, aunque solo sea para un simple almuerzo, deben de quedarse tan confusos como lo están Torrence y su inseparable Emilio. En efecto, los dos paradores son exactamente del mismo tipo, de ese tipo por otra parte muy simpático, que todavía abunda en los pueblos de la Île-de-France.

Mesas elegantes en las aceras. La lista de platos está puesta en una figura de madera recortada que representa a un maestresala. Plantas verdes en toneles pintados de verde. Se adivina, en la penumbra, una sala acogedora, sin pretensiones, y una vasta cocina en que las camareras trajinan mientras el dueño va y viene, dándose importancia.

—Puesto que estamos en la derecha, quedémonos en la derecha… Vaya por el «Cheval Pie».

Los dos detectives privados entran en la sala, cuya luz es anaranjada a causa del toldo que está tendido encima de la terraza. Enfrente, el toldo es amarillo. Esa es la mayor diferencia entre los dos paradores rivales.

—Buenos días… ¿Se puede almorzar aquí y, eventualmente, dormir?

El dueño, de gorro blanco, los mira con curiosidad.

—¿Cuál es su nombre? —pregunta.

—¿Cómo, qué nombre?

—Supongo que son ustedes los que telefonearon.

—De ningún modo.

—Pero, señores… ¡Veamos! Ustedes deben de saber perfectamente que desde que ocurrieron los acontecimientos todas las mesas están reservadas, y todas nuestras habitaciones y hasta el más pequeño sofá…

—¿Quizá tendremos más suerte enfrente?

—Puedo asegurarles que no. Piensen, señores, en primer lugar, en la policía, que no hace más que ir y venir… No hablo de cinco o seis pescadores de caña que sospecho serán detectives aficionados. Hay, además, gente que busca a un anciano desaparecido y que todavía cree que uno de los dos Parain… Esos se pasan las horas haciéndonos preguntas, sobre todo a Emma, la que sirvió a nuestro Parain. Enfrente, fue Genoveva la que sirvió al otro. Además, señores, están los turistas que vienen a pasar el día en el bosque o en las orillas del Loing y que se creerían deshonrados si no almorzasen o comiesen en casa… El teléfono no cesa de funcionar… ¡Luego lo verán!… Quizá, en rigor, podría adelantarme y reservarles un emparedado y un vaso de vino del país… ¡miren!… El teléfono… Voy… Si entretanto quieren tomar el fresco en la terraza… ¡Emma! A pesar de todo, sirva un cuartillo de vino a esos señores…

¿No se afirma que un periodista inglés, conocido por sus sensacionales investigaciones, ha cruzado el Canal expresamente y se ha instalado, por no haber encontrado habitación en ninguno de los dos hoteles, en casa de una buena mujer del lugar? Cuando se está sentado allí, en la terraza deliciosamente sombreada, al borde de aquella carretera que ha conservado su carácter de camino real, se pregunta uno si es verdaderamente posible que una noche…

Fue el 7 de junio, un domingo. En aquella época del año, los paseantes son muy numerosos en el bosque de Fontainebleau.

—Habíamos servido doscientos cubiertos en el almuerzo, y casi otros tantos en la cena —dirá luego el dueño del «Cheval Pie».

Con semejante avalancha de ciclistas, automovilistas, peatones, familias numerosas, enamorados y pescadores de caña mezclados, no se presta mucha atención a un cliente.

Todo cuanto se sabe es que el viejecito debió de llegar hacia las seis de la tarde. ¿De dónde? ¿Cómo? Emma, la más fina de las camareras de la casa, fue la que lo hizo sentar en un rincón y le sirvió.

—Era muy amable, muy correcto —ha repetido la muchacha ya centenares de veces—. Llevaba un traje gris y una maletita que colocó a su lado. Cuando le serví el postre, me preguntó si la habitación 9 estaba libre. Pensé que ya se había alojado en el «Cheval Pie» y que había quedado contento de la habitación 9. Se lo pregunté a la dueña. Volví para decirle que, por casualidad, la habitación 9 estaba libre, y pareció satisfecho.

A su vez, la patrona dice lo que ella sabe. Estaba en la caja cuando el viejecito fue a pedir la llave de la habitación 9.

—Con los excursionistas domingueros —cuenta— no somos muy exigentes por lo que respecta a la hoja de inscripción. Le di una. Le dije que escribiera solamente su nombre y el del lugar de donde venía. Escribió con una letra muy clara: Rafael Parain, procedente de Carcasona. Ignoro si subió enseguida. Había gente que hacía ruido en la sala y mi marido tuvo que intervenir. El lunes por la mañana…

En cuanto al lunes, es necesario volver a Emma. Su relato, por cierto, se hermosea día a día, pero puede decirse que, en el fondo, no varió jamás.

—Eran las once. Yo había «hecho» ya cuatro habitaciones. No llamé, pues, a la puerta del 9. La empujé. No estaba cerrada con llave. El pobre señor estaba en la cama y estuve a punto de salir. Luego noté que el brazo le colgaba hasta el suelo. Me acerqué, grité. Tenía toda la cara violeta, los ojos fuera de sus órbitas…

»Llamaron al doctor Maurice con urgencia. No pudo sino certificar la muerte y avisó a la gendarmería, porque Rafael Parain había sido estrangulado.»

—Eso es, señores, todo cuanto podemos decirles. Añadiré que, contrariamente a lo que pudieran creer, ese asunto no nos causa placer alguno. Cierto es que eso nos trae curiosos en número considerable, tan considerable que no sabemos ya ni cómo vivimos. Todos estamos fatigados; fatigados especialmente de repetir la historia todo el día… Ahora si desean ir a ver a mi colega de enfrente… Aunque su casa no tiene la reputación de la mía, también él está hasta la coronilla… Los primeros días, se necesitaron tres gendarmes en la carretera para contener a los curiosos… El domingo siguiente ya no teníamos ni una gota de vino, ni de cerveza, ni de limonada en las bodegas.

Torrence y Emilio hacen la prueba, como todo el mundo. Helos ahí sentados en la terraza de enfrente. El dueño del «Ecu d’Or», con una servilleta anudada al cuello, les sirve, suspirando, un cuartillo de vino blanco del país.

—¿Se empeñan ustedes, verdaderamente, en que vuelva a empezar la historia de cabo a rabo? Si supieran hasta qué punto llega eso a ser embrutecedor…

Porque el domingo 7 de junio ocurrió lo siguiente, que parece un reto a la imaginación. Mientras un anciano vestido de gris que decía llamarse Rafael Parain y venir de Carcasona comía en el «Cheval Pie» y pedía la habitación 9, otro viejecito vestido de gris se inscribía con el mismo nombre en el «Ecu d’Or» y reclamaba en esta fonda la habitación 9.

Nadie se acuerda de lo que hizo, entre el momento de acabar de comer y el de acostarse. En el «Ecu d’Or» también aquella tarde bullía esa multitud ruidosa de los domingos que hace buen tiempo.

Lo cierto es que el lunes, entre las once y las doce, cuando Genoveva, la criada del «Ecu d’Or», entró en la habitación 9, después de haber llamado en vano, descubrió en la cama a su inquilino que había sido estrangulado por la noche. El doctor Maurice no tuvo más que cruzar la calle, ya estaba enfrente. Durante una hora anduvo de cadáver en cadáver.

La primera observación de la policía fue:

—No se parecen absolutamente en nada.

Porque se había pensado en dos hermanos, y hasta en dos gemelos. Si bien dos hermanos no suelen llevar el mismo nombre.

¡Dos hombres del mismo apellido, que declaran venir de Carcasona, que piden en dos fondas diferentes de Moret-sur-Loing la habitación 9 y que sufren la misma suerte, la misma noche! Enseguida se expidieron exhortos a Carcasona. Se hicieron búsquedas en los archivos de la población, en los hoteles, en las casas de huéspedes de aquella ciudad meridional. En ninguna parte se encontraron huellas del nombre de Parain.

Los diarios publicaron en la misma página, el mismo día, las dos fotografías. Y, desde hacía un mes, que es cuando esos acontecimientos tuvieron lugar, nadie había reconocido a ninguno de los dos Rafael Parain. Ningún chofer de taxi se presentó a declarar que los había llevado a Moret. El empleado de la estación vio los fotografías y movió la cabeza.

—¡Desfiló por aquí tanta gente aquel día! Aparte de que esos ancianos no tienen nada que llame especialmente la atención.

Los trajes de los dos muertos fueron examinados: ninguno de ellos tenía etiqueta de sastre. Eran trajes correctos, cómodos, pero sin lujo. En los bolsillos, objetos pequeños, cortaplumas, pañuelo, tabaquera, pipa y llaves…

Según los peritos, las llaves de uno —se decía no pudiéndolos designar de otra manera, Parain 1 y Parain 2—, las llaves, pues, de Parain 1, el que fue estrangulado en el «Cheval Pie», parecían de una casa de campo. La llave, la única, de Parain 2, el del «Ecu d’Or», más moderna, parecía la de una casita como las que se construyen en las afueras de las ciudades.

Llegaron cartas de todas partes señalando la desaparición de varios ancianos. La policía y la gendarmería entraron en campaña. Jamás retrato alguno se reprodujo en tantos ejemplares como los de las dos víctimas del estrangulador de Moret. Todo fue inútil.

El doctor Paul, ayudado por dos ilustres compañeros, hizo la autopsia de los cadáveres. El resultado fue nulo. La hora del crimen, se calcula, tanto para el uno como para el otro, hacia la medianoche, entre las doce y la una de la mañana, según el informe.

La edad es sencillamente la misma: sesenta y cinco años, a juzgar por el estado del organismo. Un detalle, sin embargo. El Rafael Parain número 1, el del «Cheval Pie» sufría de una enfermedad del hígado bastante grave. Por eso aquella noche no bebió alcohol, mientras que el Parain 2 bebió dos copas.

—De marc de Borgoña, señor —suspira el dueño del «Ecu d’Or»… ¡Si yo le dijese que la mayoría de los clientes, desde entonces, me piden marc y que algunos exigen que sea de la misma botella!…

»¡Les respondo que sí, claro está!… ¡El negocio es el negocio! ¡Pero si supiese usted cuántas veces he tenido que llenar la botella desde hace un mes!»

En resumen, parece que —Genoveva no es tan categórica como Emma acerca de ese punto; pero la verdad es que ella es más aturdida—, parece que el Parain del «Ecu d’Or» llevaba también uno de esos maletines que se usan para los viajes cortos. Las dos maletas han desaparecido.

—¡Anda! ¿También ustedes ocupándose del asunto?

Torrence se vuelve hacia el que lo interpela, un hombre bajo y gordo, de cuyo nombre no se acuerda pero al que ya encontró por los pasillos de la «Sûreté nationale».

—Inspector Bichon… Todos pasamos por aquí. El jefe está que no vive. Cada dos o tres días nombra un nuevo equipo para reemprender la investigación de cabo a rabo. ¡Pero oiga!… Si la Agencia O está en el lugar de autos, es porque alguien le ha encargado…

Emilio le guiña el ojo a Torrence y este comprende.

—¿Cree usted? —responde cándidamente.

—¡Toma! ¡Toma! Convendrá que los vigile, amigos… Conozco las Agencias de policía privada… No son bastante ricas para molestarse en balde…

Al alejarse el inspector Bichon, Emilio se contenta con suspirar:

—¡Imbécil!…

—¿Por qué no le ha dicho usted que…?

—En primer lugar porque no me gusta ese hombrecito demasiado seguro de sí mismo. Luego porque más vale intrigar a la gente. Gracias a eso, cometerán más de una plancha. Y por último, mientras crean que sabemos algo, nos respetarán. Oiga, jefe, me parece que los turistas empiezan a llegar…

Son, en efecto, las once de la mañana y ya los automóviles se alinean a ambos lados de la carretera, dando quehacer al guarda rural. Muchos aparatos fotográficos. Muchas mujeres bonitas.
Van de un parador al otro. Detienen a Emma y a Genoveva cogiéndolas por el delantal. Algunos no vacilan en dar una buena propina para obtener una relación detallada.

¿Cómo iban a resistirse aquellas dos pobres chicas, solicitadas de tal modo, a hermosear un poco su historia?

Un joven alto con gafas de concha, que se ha apeado de una moto, interroga con aplomo, con el aplomo que le da, sin duda, la lectura de numerosas novelas policíacas:

—Parecía que esperaba a alguien, ¿no es verdad?

—Quizá sí —replica Emma.

—¡Claro que sí, veamos!… Usted lo sabe muy bien, pero no quiere decirlo… Estoy seguro de que estaba nervioso, inquieto…

—Quizá sí, es posible.

—¿Lo reconoce?

Y se queda convencido de que acaba de hacer un importante descubrimiento.

Un tipo alto y flaco, con pantalón de golf, se ha sentado como en su casa junto a una mesa de la terraza y parece absorto en la contemplación del establecimiento de enfrente.

—¿Quién es? —pregunta Emilio, que ha llamado a Genoveva.

—El señor Norton… El periodista inglés… No es un charlatán y ni se toma la molestia de hacer preguntas. Si espera descubrir algo, será en el fondo de las numerosas copas que se traga cada día…

Pero el Norton en cuestión oye todo y se fija en Emilio y en Torrence.

¡Bueno! El dueño del «Cheval Pie» prometió emparedados, lo cual no está mal. El del «Ecu d’Or» se las ha arreglado para ceder a los dos policías de la Agencia O un cuartito bajo el tejado, una buhardilla, mejor dicho, reservada para la criada. ¿Dónde se acostará mientras tanto la sirvienta? Tanto da. Quizá en la cocina. Los negocios son los negocios.

Un vendedor ambulante que ha fotografiado las dos fondas, en formato de tarjeta postal, vende copias de mesa en mesa.

—Llévense un recuerdo del «Misterio de los dos Parain», el más inquietante del siglo…

Aquello es verdaderamente una feria. Los automóviles llegan y vuelven a irse; la gente visita las dos habitaciones 9, como en otros sitios las grutas prehistóricas. Poco faltaba para tener que instalar torniquetes.

A Torrence le falta brío. Los emparedados son un alimento irrisorio para su vasto estómago. No le gusta la muchedumbre.

—¿De verdad espera usted descubrir algo? —le pregunta a Emilio.

Y Emilio responde bajando modestamente la mirada hacia su copa:

—¡Es extraordinario lo fácilmente que se deja beber el vinillo del país! Ya he descubierto algo…

—Me gustaría saber qué…

—Pues que alguien dio cita aquí a los dos Parain, que eran sin duda falsos Parain…

—Confieso que no lo entiendo.

—Yo tampoco. No hago más que registrar los hechos. Si esos dos hombres se llamaban verdaderamente Parain, alguien se hubiera inquietado por ellos, a menos que los dos fueran huérfanos, sin familia y que vivieran absolutamente solos, sin amigos, sin relaciones, sin propietario y hasta sin recaudador, lo cual sería aún más raro…

—No había pensado en el recaudador —confiesa Torrence frunciendo el entrecejo.

—Un hombre puede no tener ni padres ni amigos, pero a menos que su situación pecuniaria sea más que precaria, y que no tenga ni casa ni domicilio, tiene indefectiblemente un recaudador…

—Podría telefonear a la señora Berta. Que redacte una nota y que la dirija esta tarde a todos los recaudadores de Francia. Estoy persuadido, por otra parte, de que eso no dará su resultado.

—Perdone… Decía usted hace un instante…

—¡Ah, sí!

—Comprendo cada vez menos.

—Telefonee, jefe. Con la Roneo, millares de circulares podrán salir antes de esta noche… Confieso que ignoro cuántos recaudadores de contribuciones hay en Francia… Perdone… ¿Dice usted, caballero?

Emilio se levanta. El diablo de periodista inglés que responde al nombre de Norton acaba de acercarse a su mesa y de murmurar con una familiaridad asombrosa:

—¿Me permiten, señores?

E insiste:

—Pregunto si me permiten… El señor Torrence, ¿no es verdad? Encantado… Norton… Creo que sería útil, para los dos, que… ¿Cómo dicen ustedes en francés? Que charlásemos… Yes! ¿Qué toman ustedes?

Es evidente que Norton ha tomado a Emilio, a causa de su atuendo, por un empleado sin importancia. Por lo tanto, no hace caso de él. Y por poco le hace caer al estirar sus largas piernas.

—Decía, querido señor Torrence… Es un asunto muy excitante, ¿no cree? Figúrese que yo conocí antaño a un tal Rafael Parain… Yes… Fue en el Pacífico, en Tahití… Un caballero viejo muy raro… Solamente que no se parecía a ninguno de los dos cadáveres… Señorita Genoveva, un poco más de alcohol, por favor.

Pronuncia álcol… Y parece haber ingurgitado más de la cuenta.

II

–¿Qué opina usted de nuestro periodista? —pregunta Torrence cuando el inglés, después de haber vaciado su copa de un trago, se aleja haciendo una pirueta.

—Parece que o es un charlatán o lo es demasiado poco, y que tenía, desde luego, deseo de conocernos… —replica Emilio, que chupa su eterno cigarrillo apagado—. Puesto que va usted a telefonear a la oficina, jefe, y puesto que Barbet no tiene mucho que hacer en este momento, dígale que venga. Que haga como que no nos conoce. Y, como a él no lo conoce nadie aquí, que se ocupe de ese inglés…

—¿Cree usted que esa historia de Tahití…?

—Pienso que uno de los dos Rafael Parain padecía de una enfermedad del hígado… Pienso también… Pero eso es aún muy vago, jefe… Tengo necesidad de irme a pasear solo por la orilla del agua… El álcol, como dice nuestro periodista, hace, a veces, hablar más de lo razonable.

Las orillas del Loing son idílicas. Emilio empieza a pasearse, con las manos en los bolsillos; luego, como un niño, corta una varilla y se pone a mondarla concienzudamente. Dos o tres veces se para a contemplar a los pescadores de caña. En un recodo del río casi tropieza con una dama de unos cuarenta años, vestida de negro, que anda lentamente por entre las hierbas altas mirando al suelo.

—Perdone, señora…

—De nada, caballero —murmura ella abocetando una sonrisa triste.

Emilio la deja atrás mucho más lejos, se vuelve y ve que sigue andando con la misma lentitud. Hay un sendero a pocos metros de ella, pero la dama lo desdeña. Emilio se sienta tras un arbusto para observarla con más comodidad.

Una mujer de luto, sin duda. Sus vestidos son de una severidad excesiva y su pelo está peinado sin coquetería alguna. ¿Buscará algo? Antes, cuando era niño, Emilio anduvo alguna vez así, por el campo. Era en la época en la que se le había metido en la cabeza reunir una colección de insectos y en particular de escarabajos y en que, durante horas enteras, escudriñaba las más pequeñas hojas y tallos de hierba.

La mujer recorre unos cien metros, nunca más; y entonces da media vuelta, sin volver exactamente sobre sus pasos, pero siguiendo una línea paralela a un metro de la precedente. ¿Qué es lo que puede buscar de tal suerte por el ribazo del Loing? Varias veces se agacha, como para coger una florecita, pero se contenta con apartar las hierbas con las manos y vuelve a emprender enseguida su monótono paseo.

A las siete, Emilio vuelve al «Ecu d’Or»; Torrence ha podido ponerse en contacto con sus colegas de la policía oficial y trae las últimas informaciones.

—Esos señores de la «Sûreté» —refiere a Emilio— han pedido la lista de todos los viajeros que durmieron en las dos fondas el 7 de junio. Entre ellos hay algunos parroquianos, sobre todo pescadores empedernidos que vienen todas las semanas del sábado al lunes por la mañana. Por ese lado, no hay nada anormal. Además, los han interrogado a todos.

—¿Ninguno de ellos ha notado nada de particular, los domingos siguientes, ni en el río ni en los ribazos?

—No creo. No me han dicho nada de eso… Paso a la segunda categoría de viajeros, la más delicada. Como en todas las fondas situadas a una cierta distancia de París, había algunas parejas… Parejas más o menos regulares que se inscriben, casi siempre, con nombres fantásticos… Aún no han encontrado a todos… Y, por último, los de paso. Turistas que vienen del mediodía o que van allí y pernoctan por el camino. Tengo la lista en el bolsillo.

—Tengo curiosidad de saber si había un inglés o un australiano —murmuró Emilio.

—Un inglés y su hija… Un tal Walden y… ¡hombre! Es curioso que me haya formulado la pregunta así… Pasó toda su vida en Australia, pero vive actualmente en Cagnes-sur-Mer, cerca de Niza…

—¿En qué fonda estuvo?

Torrence consulta su lista.

—Es curioso —gruñe—. Sin duda a causa de la aglomeración… Veo que llegaron tarde, pasadas las ocho… El padre durmió en el «Ecu», habitación 10; la hija en el «Cheval Pie», habitación… Oiga, Emilio… ¡Usted debe de tener una idea que se reserva! Es extraño que el padre haya dormido al lado de la habitación 9, en el «Ecu», y que en el hotel de enfrente la hija tuviera la habitación 15, que está encima de la habitación 9…

Cándidamente, murmura Emilio:

—¿No va usted a decirme que una joven entró en la habitación de su vecino para estrangularlo?

Mientras están comiendo, Emilio ve llegar a la paseante enlutada de la orilla del agua. Tiene su propio aro de servilleta, lo cual indica, lo mismo que su botella de vino empezada, que no está de paso.

—Dígame, Emma…

—Lo escucho, señor.

—¿Esa señora…?

—La señora Séquaris, sí…

—¿Desde cuándo está aquí?

—Desde hace mucho tiempo, señor, desde hace más de un mes… Es una persona que ha sufrido desgracias y necesita soledad…

—¿Recibe muchas visitas?

—No la he visto jamás dirigir la palabra a nadie más que a nosotras para encargar lo que desea.

—¿Correo?

—Ahora caigo en ello. El cartero no ha dejado nunca cartas para ella… y no obstante… Es curioso, cuando una empieza a meditar…

—Dígame lo que piensa.

—Pienso que la señora Séquaris, cuando no se pasea, se pasa horas enteras escribiendo cartas… generalmente, cuando una persona envía mucha correspondencia, también recibe mucha… Eso es lo que me choca.

—¿Nada más?

—Mire usted… no… No es nada… Un día que había muchas cartas a punto de ser expedidas encima de la mesa y que yo iba a Correos, le dije así:

»—¿Quiere que se las eche en el buzón?

»Acaso me equivoque, pero tuve la impresión de que se quedó como asustada…

»—No, gracias —me dijo, cogiéndome los sobres de la mano—. Aún no he terminado… —Y, decididamente, es extraño cómo me hace usted pensar en ciertas cosas…

»La estafeta postal está en esta misma calle, unas casas más lejos… A veces paso días casi enteros en la terraza… Cuando hay pensionistas, estoy segura de verlos una vez u otra echar cartas o postales en los buzones… ¿Sabe usted?, en los pueblos se mira maquinalmente a la gente… ¡Pues bien! Jamás he visto a la señora Séquaris con sus cartas…»

—¿Quiere tener la bondad de ir a ver la fecha exacta de su llegada?

Diez minutos más tarde, Emilio y Torrence están informados.

—El 6 de junio, señor… Precisamente la víspera de…

Torrence, sobreexcitado, mira a Emilio con curiosidad.

—Seré feliz si, cuando tenga usted tiempo, me cuenta cómo ha descubierto esa pista y lo que…

—No hay ninguna pista —afirma Emilio—. Se lo aseguro. Voy. Vengo. Sé, exactamente, tanto como usted. Mire. Ahí está su colega, el inspector Bichon. Pregúntele, para ganar tiempo, quién es la señora Séquaris. Él debe tener informes detallados acerca de todas las personas que viven en el hotel…

El inspector Bichon, al ser interrogado, guiña el ojo.

—¡No son ustedes los primeros en haberlo pensado, eh!… Demasiado fácil, señores… La señora que llega un día antes que los dos Rafael Parain, ¿verdad? Pero, en primer lugar, si ella tuviese algo que ver en el asunto, no habría razón alguna para que se quedara aquí. Además, una mujer no pudo estrangular a los dos viejos, ambos vigorosos aún. Además, poseemos los mejores informes acerca de ella. Esa señora, que nació en la región…

—Es extraño que nadie parezca conocerla…

—En primer lugar porque sus padres no eran de aquí, sino que habían comprado una villa a algunos kilómetros de Moret. Además, porque se fue de Francia cuando aún era una niña… ya ven ustedes que tenemos informes precisos… La señora Séquaris ha vivido mucho tiempo en América del Sur, donde fue ama de llaves de una familia rica. A consecuencia de una desgracia de familia, volvió a Francia y actualmente se está reponiendo aquí.

—¿A quién perdió? ¿A su marido?

—Exactamente. Hacía poco que estaba casada, por cierto. Su nombre de soltera, si se empeña en saberlo, es Gélis. Irene Gélis… Ahora, señores, solo me queda desearles buena suerte… ¿No quiere la tradición que sea la policía privada la que les gane la partida a los brutos de la policía oficial?

Y, esbozando una mueca, se alejó muy satisfecho de sí mismo.

—¿No pierde los hilos? —pregunta Torrence malhumorado.

No es asunto para él; se nota en su falta de interés. Cual digno discípulo de Maigret, prefiere las investigaciones en las que se actúa con más obstinación y a veces brutalidad que finura. Además, aquella atmósfera de Moret en verano lo reblandece. Le daban ganas de pasarse todo el día en la terraza, en mangas de camisa, fumando pipas y bebiendo el vinillo del país.

—No sé qué es —suspiró Emilio— lo que se puede esconder entre la hierba. Y sería curioso saber si, mañana, esa viuda de mirada triste seguirá explorando el mismo trozo de terreno o si, por el contrario, cambiará el campo de sus búsquedas.

El mozo de la Agencia O, Barbet, llega un poco más tarde. Ha recibido por teléfono instrucciones detalladas y finge no reconocer a los dos hombres. Por el contrario, a las nueve de la noche entabla con el periodista inglés interminables partidas de billar ruso y uno se pregunta con angustia cuál de los dos hombres sucumbirá primero a las cantidades de alcohol que ingieren.

—Con tal de que nuestro amigo Norton esté lo bastante borracho —observa Emilio.

—¿Por qué? ¿Cree que hablará?

—No, pero podría pegar, y casi todos los ingleses saben boxear. Ahora bien, como conozco a Barbet, este no resistirá mucho tiempo al deseo de hacer el inventario de los bolsillos de su nuevo amigo…

Una hora más tarde, Torrence y Emilio están acostados en la buhardilla que les ha cedido la criada. Emilio acabó por aceptar la cama de hierro, demasiado exigua para el voluminoso Torrence, y este se ha tendido en el mismo suelo.

Dos horas más tarde —Emilio ronca desde hace tiempo—, Torrence llama en voz baja:

—Jefe… ¡Eh! Jefe…

—¿Ya es hora?

—No… Chitón… Sobre todo, no ande… No haga crujir su cama… Espere que mire qué hora es… La una y media… Bueno, pues. Hay gente hablando precisamente debajo de mi cabeza… Yo no sabía qué era lo que me impedía dormir, pero suponía que se acabaría pronto… Y hace dos horas que dura. ¿Lo encuentra usted natural?

—¿Quién ocupa la habitación de debajo de nuestra buhardilla?

—¡Rayo de Dios! Tiene usted razón… es esa viuda de quien me ha hablado durante toda la comida… La señora Séquaris… ¿Con quién conversará tantas horas? Sobre todo ella, que, durante el día, no le dirige la palabra a nadie.

Cuando, al día siguiente por la mañana, los dos hombres toman el desayuno en la terraza, que el dueño está regando en previsión del polvo, tienen la sorpresa de ver frente a ellos a Barbet que toma café con leche y exhibe un magnífico ojo amoratado y una nariz tumefacta.

—¿Qué le había dicho yo, jefe?

Hay una bicicleta preparada al borde de la acera. Barbet la señala discretamente. Acaba de alquilarla. Se decidió que cuando tuviera que comunicarse con sus superiores les daría cita en una de las encrucijadas del bosque.

Torrence es el que va allí en el cochecito. Emilio prefiere pasearse por la orilla del agua. No tarda en encontrar a la señora Séquaris, más digna y más triste que nunca, examinando como la víspera las hierbas que había a sus pies. Pero no en el mismo lugar, sino inmediatamente al lado del lugar inspeccionado la víspera, como si hubiese dividido el ribazo en sectores y como si, cada día, se impusiese la tarea de explorar uno.

III

Emilio se volvió a Moret. Recorrió el pueblo esperando la hora del almuerzo y Torrence no había vuelto todavía. En realidad, ¿qué es lo que había cambiado, aquella mañana, en el aspecto de una calle ya familiar? Hay momentos, así, en los que todo nos choca y somos incapaces de decir por qué.

Había transcurrido más de un cuarto de hora y Emilio pensaba en otra cosa cuando se golpeó la frente.

—¡Norton!

No había visto todavía a Norton, aquella mañana, y el periodista solía llenar la calle con su persona. Emilio se informó en el «Ecu d’Or» y en el «Cheval Pie», donde a aquellas horas el periodista hubiera debido beber ya cierto número de copitas.

—¡Pues es verdad que no lo hemos visto esta mañana! —observó Emma—. Sin embargo, hasta cuando coge una mona, se levanta temprano y vuelta a empezar.

Emilio, pensativo, se dirigió hacia la casita de campo en que el inglés había alquilado una habitación. Era una casucha de planta baja, rodeada de un jardín lleno de flores. Una buena mujer limpiaba la cocina, en la que reinaba una fresca penumbra.

—Oiga, señora… ¿El señor Norton, por favor?

—Precisamente eso es lo que yo estaba pensando… Imagínese que no lo he visto esta mañana… Cuando fui a llevarle el desayuno, no había nadie en la habitación y la cama no estaba deshecha… Sin embargo…

La buena mujer se calló, como si lamentara haber dicho demasiado.

—Sin embargo, ¿qué? —insistió Emilio.

—Nada. Hablaba sola…

Emilio tuvo una intuición.

—Ya sé lo que quiere usted decir… El señor. Norton no estaba en su habitación, esta mañana… su cama no estaba deshecha y, sin embargo, a usted le parece que lo oyó entrar esta noche. ¿No es eso?

—Es eso, efectivamente.

—¿Qué hora era?

—Muy tarde… casi de madrugada.

—¿Me permite usted que eche una ojeada a su habitación? No tema nada. No tocaré nada… Usted estará, además, presente.

La habitación estaba en la planta baja. Daba a la parte de atrás de la casa y una puerta permitía salir directamente por el jardín. En un rincón una gran maleta de cuero, cerrada con llave, como Emilio pudo comprobar. Los objetos de tocador estaban aún esparcidos encima de una cómoda. Un traje de lana áspera colgaba de una percha.

—¡Bien, señora, muchas gracias! Espero que el señor Norton no tardará en volver. Entretanto, le aconsejo que no deje entrar a nadie en esta habitación.

Un cuarto de hora más tarde, Torrence llegó al «Ecu», donde lo esperaba Emilio.

—Poca cosa —dice el exinspector de la Policía Judicial—. Barbet y el inglés se tragaron juntos, anoche, un número incalculable de copitas y de copas. Norton parecía borracho cuando, a eso de medianoche, fueron a tomar el aire por la carretera. Entonces, en el momento en que Barbet lo esperaba menos, su nuevo amigo le aplicó fríamente un directo con la izquierda y otro de derecha en medio de la cara.

—¿Había tratado Barbet, según su costumbre, de registrarle los bolsillos?

—Él jura que no… Confieso que, por lo demás, Barbet fue más astuto… En lugar de responder, se dejó caer de espaldas y permaneció un buen rato tendido en el suelo… Eso le permitió observar que el inglés, creyéndose desembarazado de él, volvía precipitadamente al «Ecu». Acababan de cerrar las puertas del mesón, pero Norton se introdujo en la casa por las antiguas cuadras y, unos instantes más tarde, llamó discretamente a la puerta de la señora Séquaris… Y eso es todo… Y por su parte, ¿qué hay, jefe?

Emilio, desabrido, se encoge de hombros.

—¡Ha desaparecido! —suspira.

—¿Norton?… ¿Cómo?… ¿Adónde ha ido?… No tenía automóvil… Si se ha ido de Morel, ha tenido que tomar el tren…

No tardaron en saber que el inglés, cuya silueta se había hecho familiar en todo el pueblo, no había tomado el tren. Ni tampoco se había dirigido a ningún garaje para alquilar un coche. No disponía de bicicleta y no se señaló la desaparición de ninguna máquina.

Los dos hombres acababan de almorzar —habían conseguido aquel día un almuerzo completo—, cuando la empleada de Correos llamó a Torrence al aparato.

—Es la respuesta al radiograma que dirigió a Tahití… ¿Quiere llegarse hasta aquí?

El jefe de policía de Tahití respondía a las preguntas de Torrence, furioso por aquella correspondencia a treinta y dos francos la palabra:

«Rafael Parain, embarcado el 26 abril a bordo del paquebot Ville-de-Verdun, debió llegar a Marsella 5 junio, stop, edad sesenta y cuatro años, talla mediana, tez fresca, pelo cano, señas particulares ninguna».

Aquel día hacía calor. Torrence, por primera vez, tuvo la impresión de que Emilio se quedaba confuso.

—¡Sí que hemos adelantado mucho! ¿Cuál de los dos?… Según las fotografías y los informes de la policía ambos tenían sesenta y cinco años aproximadamente, el pelo cano y la tez fresca. ¿Cómo saber cuál era el verdadero?

—A lo mejor, los dos eran falsos —sugirió Emilio sin sonreír.

—Observe que llegando el 5 a Marsella tuvo tiempo para llegar a Moret el 7 de junio…

Emilio no se toma la molestia de responder. Durante una hora permanece sentado en la terraza del «Ecu» royendo su cigarrillo apagado. Dos veces tuvo que cambiar de sitio porque el sol iba a su encuentro y Torrence sentía que se le acababa la paciencia.

—¡Pues bien! Nada —concluyó por fin el joven pelirrojo—. Ahora que hemos empezado a hacer gastos no le importarán unos centenares de francos más o menos, ¿verdad? Venga conmigo hasta Correos.

Allí pidió, alegando turno preferente, comunicación con el Daily News de Londres. El inspector Bichon, que estaba allí para recoger su correspondencia, los vio con estupor y se alejó rápidamente, sin duda para llevar aquella noticia a sus jefes.

Emilio hablaba inglés. Consiguió fácilmente que el secretario de redacción del diario londinense se pusiera al aparato.

—¿Podría usted decirme si desde ayer han recibido ustedes noticias de su colaborador William Norton?

—¿Norton?… Sin noticias desde hace un mes.

—Un instante… No corte, por favor. William Norton forma efectivamente parte de su redacción, ¿verdad?

Se vacilaba visiblemente al otro extremo de la línea.

—¿Quién habla, por favor?

—Aquí la Agencia O… Norton acaba de desaparecer… Quizás ha sido víctima de un atentado… Nosotros nos ocupamos de ese asunto.

—William Norton estaba agregado a nuestra redacción, pero únicamente para los grandes reportajes… Hace más de un año que se fue de Europa para emprender un largo viaje por el Pacífico… No sabemos todavía cuándo volverá, pero su último despacho está fechado en Panamá.

—¿Qué día?

—Espere… No cuelgue el aparato.

Aquello fue bastante largo. A Emilio le dio tiempo de devorar la cuarta parte de su cigarrillo, y el amargor del tabaco le hizo hacer una mueca.

—¡Oiga!… Su despacho es del 16 de mayo… Se limita a anunciar su próximo regreso, sin decir en qué barco volverá.

—Muchas gracias… Ya lo tendré al corriente… ¿Puede usted darme sus señas personales?

Aquellas señas, aunque incompletas, correspondían al periodista.

—Una última pregunta… ¿Bebía mucho?

—Más que mucho…

No cabía duda de que era él.

—Ya está —murmuró Emilio al colgar—. Si ahora telefonea usted a las «Messageries Maritimes», estoy seguro de que le responderán que el «Ville-de-Verdun» hizo escala en Panamá el 15 de mayo. Dicho de otro modo, que Norton y el famoso Rafael Parain viajaban a bordo del mismo buque. Es curioso que aquí haya dicho que venía de Inglaterra para ocuparse de esta investigación…

Emilio no se tomó la molestia de responder. Pero al cabo de un rato suspiró:

—Dios mío, jefe, me parece que todavía voy a hacer más gastos…

En realidad era su propio dinero el que se gastaba así, porque era a un tiempo propietario y animador de la Agencia O. Pero Torrence no dejaba de tener un derecho de inspección sobre los asuntos de la casa, tanto más cuanto que a fin de año recibía un considerable tanto por ciento de los beneficios.

—Las «Messageries Maritimes» de París no tendrán el informe que necesito. La Oficina de Marsella es la que a estas horas debe poseer los documentos. Póngame, pues, con las «Messageries» de Marsella.

La telefonista de Moret jamás había dado en tan corto tiempo comunicaciones tan caras.

—Al teléfono Marsella, señor…

—¿«Messageries»? Póngame con el servicio de paquebotes de la línea de Oceanía… Sí… Gracias. ¡Oiga! Usted debe tener en este momento en su poder la lista de pasajeros del «Ville-de-Verdun» en su último viaje… ¿Cómo dice?… Sí… Quisiera asegurarme de que estuvieron a bordo ciertas personas cuyos nombres le voy a dar… En primer lugar un tal Rafael Parain… ¿Cómo? Sí, sí…

El secretario general, al extremo de la línea, acababa de sobresaltarse y de preguntar si se trataba del Parain de quien tanto se hablaba con motivo del caso de Moret.

Mientras fue a buscar los documentos a un despacho vecino, Emilio, con el auricular pegado al oído, explicaba a Torrence:

—Ya sospechaba algo de ese género. El «Ville-de-Verdun» volvió a salir casi enseguida de haber llegado a Marsella… El comisario de a bordo y los oficiales, que conocieron a Parain durante la travesía y que por lo tanto sabían que estaba actualmente en Francia, navegaban y no han leído los periódicos… ¡Diga!… Sí… ¿Qué dice? Camarote 2. ¿Cómo?… Repítalo, porque eso me interesa prodigiosamente… ¿Estaba enfermo y no salió de su camarote durante la travesía?… Es muy importante, sí… En efecto, como usted dice, ello explica que los otros pasajeros no oyeran pronunciar su nombre… Un instante… Aún hay más…

»Ahora que tiene la lista en la mano, tenga la bondad de decirme si encuentra en ella el nombre de William Norton, súbdito británico… Bien… Ya lo suponía… ¿Dónde embarcó? ¿En Tahití? No cuelgue, por favor… No, señorita, no he terminado…

»¡Oiga! Otro nombre… Irene Séquaris. S, de Simón… Sí… ¿No lo encuentra?

La cara de Emilio expresó una súbita contrariedad.

—Espere, señor… Se lo suplico; no suelte el aparato.

Y, volviéndose hacia Torrence:

—¿Se acuerda de su nombre de soltera?… Creo que usted lo anotó…

Torrence busca en su libreta.

—Gélis…

—¡Oiga! ¿Quiere usted mirar si hay una señora o una señorita Gélis en la lista de pasajeros?

Se secó el sudor, porque estaba empapado y la cabina era angosta y calurosa.

—¿Cómo?… ¿Sí?… Espere.

Había proferido un verdadero grito de triunfo.

—¿También embarcó ella en Tahití? ¿Qué bajó en Panamá?… Oiga, señor… Ya sé que le molesto, pero no se puede usted imaginar hasta qué punto son preciosos los informes que me está dando. ¿Le es a usted posible decirme, por los documentos que tiene a la vista, si esa señorita tenía billete para Panamá o para Marsella?

La respuesta llega unos instantes más tarde.

—Marsella.

—Más aún. Me va usted a hacer ganar un tiempo precioso. Supongo que tendrá los horarios de todas las compañías de navegación francesas o extranjeras…

»Estoy aquí en un pueblo donde no puedo procurarme ninguna información. Tenga la amabilidad de asegurarse de si el 15 ó el 16 de mayo había en Panamá otro paquebote para Europa.

—Le voy a pedir tres o cuatro minutos…

—¡Una comunicación que no será nada lo que nos va a costar! —suspira Torrence—. ¡En fin! Cuando se dedica uno al arte por el arte…

—¡Diga!… ¿Cómo?… ¿El «Stella-Polaris»? ¿Qué es exactamente? ¿Un buque noruego rápido que regresaba de dar la vuelta al mundo con pasajeros de lujo? Sí… ¿Y dónde debía hacer su primera escala en Europa? ¿Cómo?… ¿El 3 de junio en Liverpool? Muchas gracias. Sí, esta vez he terminado. Comprendo su curiosidad, pero lamento no poder contestarle. Con la mejor voluntad del mundo me es imposible, en este momento… Sí… Gracias… Será usted muy amable si me confirma esos informes por carta. Torrence, director de la Agencia O, lista de correos en Moret-sur-Loing.

Cuando Emilio salió de la cabina, estaba encarnado como la cresta de un gallo y sintió la necesidad de ir a aspirar a la puerta de la estafeta un gran sorbo de aire antes de pagar la comunicación.

Torrence, bastante vejado, no pudo contenerse y gruñó:

—Supongo que, ahora, tomará el primer buque que salga para Tahití.

—¡No soy tan tonto como todo eso! Desgraciadamente el procedimiento tiene el inconveniente de ser un poco largo. Sobre todo porque lo que hubiera podido interesarnos en Tahití no debe de estar lejos de Moret en este momento. Me parece, jefe, que empieza a dolerme la cabeza; podríamos irnos a beber un doble a la sombra…

Encontraron, cerca de la terraza, a la señora Séquaris, que llenaba hojas de papel con una letra apretada.

—Dos dobles —pidió Torrence.

—Mire usted, jefe, está claro que los dos hombres que nadie podía identificar venían de lejos.

—¿Por qué dice usted los dos? Según lo que sabemos no había más que un solo Rafael Parain a bordo. De modo, pues, que aquí había fatalmente un Rafael Parain verdadero y uno falso.

—¿Cree usted?

Torrence apretó los dientes y no respondió. Había momentos, sobre todo cuando adoptaba aquel airecito modesto e inocente, en que su colaborador Emilio tenía el don de exasperarlo.

—Mañana por la mañana veremos la lista completa de los pasajeros con todos los informes que la Compañía pueda facilitamos acerca de cada uno de ellos. Lo que más me fastidiaba era que esa señora Séquaris hubiese llegado a Moret antes del 7 de junio… Yo no pensaba todavía en Tahití… Ignoraba que la línea de navegación francesa es una línea muy lenta, servida por buques mixtos, y que con un poco de suerte era posible encontrar en Panamá un buque más rápido para terminar el viaje… Desde Liverpool, tomando el avión… ¡Mire!… Hay una manera muy sencilla de hacer la prueba de lo que hemos descubierto… Si la señora Séquaris llegó en avión no ha de haber en su habitación sino muy poco equipaje, a pesar de que hace un mes que está aquí y parece dispuesta a quedarse mucho tiempo… Si mientras nosotros la vigilamos quisiera ir Barbet a dar una vuelta por su habitación…

Torrence se aleja, vuelve al cabo de un rato, hace señas de que Barbet está arriba. La señora sigue escribiendo y, de vez en vez, cuando levanta la cabeza, deja caer una mirada indiferente sobre los dos hombres.

Súbitamente, se produjo un ruido sordo y confuso. Un hombre en el hotel del «Ecu» bajó corriendo por la escalera y atravesó la sala con los ojos desorbitados gritando angustiado:

—¡Jefe!… ¡Pronto!… Arriba… Un cadáver…

De un salto llegó Emilio junto a la dama que, recogiendo sus papeles, se disponía sin duda a marcharse.

—Un instante, señora…

—Pero, caballero, no tiene usted derecho a…

—Lo tenga o no, le prohíbo que se mueva… ¡Torrence! Vaya arriba…

Tumulto. Los curiosos que obstruían la terraza se precipitaban todos a la vez.

—Se lo suplico, caballero —balbuceaba la señora Séquaris—. Usted no sabe lo que…

—¿Es Norton? —pregunta Emilio sin mover los labios.

Le había cogido el brazo y se lo apretaba como en un torno. La mujer hizo que sí con la cabeza.

—¿Es usted la que…?

Emilio vio que las lágrimas le hinchaban los párpados.

—Es usted un demonio —balbuceó la mujer—, no comprendo cómo ha podido…

El fondista mantenía a los curiosos al pie de la escalera. Genoveva había ido a buscar a la policía. El inspector Bichon acudió, dándose importancia, y repitiendo:

—¡Circulen… vamos!… ¿Qué es eso?… Póngame a toda esa gente en la puerta de la calle…

Por fin Torrence volvió a bajar y anunció a Emilio:

—Norton…

—Ya lo sé.

—Envenenado…

—¿Eh?…

Emilio miró intensamente a la señora. Esta bajó los ojos.

—Lo metieron en el armario… y lo cerraron con llave… Barbet no resistió al deseo de probar su habilidad en la cerradura…

El inspector Bichon bajó a su vez, furibundo, y se abalanzó hacia Torrence.

—Oiga usted —aulló—, quisiera que me explicara su intervención en este asunto… No olvide que hace ya mucho tiempo que no pertenece a la policía oficial y que si lo he tolerado aquí…

Torrence no sabía qué responder. Emilio murmuró con su acostumbrada amenidad:

—¿Tendría usted inconveniente, señor inspector, en hacerse cargo de esta dama?…

—Gracias, joven, pero no tengo necesidad de sus consejos… ¡Eso ya es demasiado!… Si a todo el mundo le da por dedicarse a jugar a detectives…

En aquel momento Emilio experimentó la sorpresa de oír que su cautiva le murmuraba algo al oído, muy bajo, muy rápidamente.

—No quedan más que unos veinte metros para explorar. Cerca del puentecito de piedra… ¡Vaya aprisa!… Un tubo de metal, medio hundido en el suelo…

Una vez más, Moret volvía a estar alterado.

IV

Los automovilistas que pasan por Moret-sur-Loing, aquella tarde, deben de preguntarse qué es lo que ocurre a orillas del río. En efecto, unos proyectores dirigen su luz a unos cincuenta metros del ribazo y, al fulgor de los faros, se ven siluetas que se agitan.

Son quince los hombres que Emilio ha reclutado con cierta dificultad. La región es rica y la gente no tiene ganas de trabajar después de la jornada. Además, se trata de un trabajo tan extraño que algunos, al ver al empleado pelirrojo de la Agencia O, se pasan el índice por la frente con un gesto muy significativo.

A pesar de que anochece, Emilio ha tenido la idea de hacer venir dos bueyes y de uncirlos a un rastrillo.

¿Para rastrillar qué? Aparte de que el ribazo está en declive y a cada instante los animales se exponen a caer en el río.

—Si ocurre una desgracia, pagaré —dice tajante.

Un comisario vino a buscar a la señora Séquaris y se la llevó a Fontainebleau, donde en aquel momento los agentes de policía deben de estar tratando de hacerla hablar. Torrence está cada vez más lúgubre. Todo eso se parece tan poco a los métodos antiguos.

—¡No tan lejos!… ¡No tan lejos! —grita Emilio con todas sus fuerzas a la gente que trabaja para él—. Es inútil ir más allá del punto de partida marcado con una estaca.

Cuarenta metros de largo por diez de ancho son los que se han de registrar en superficie y en profundidad.

—¿Cree usted verdaderamente que vamos a encontrar algo?

Y Emilio, imperturbable, declara:

—Tengo la seguridad.

A las once de la noche, en efecto, le llevan un objeto que acaban de sacar del suelo. Se siente feliz. Cree que ha logrado lo que se proponía. El objeto es un tubo de plomo de unos treinta centímetros de largo. Desgraciadamente no contiene absolutamente nada.

—¡Continúen! —ordena.

El espectáculo es extravagante. Los curiosos vienen a contemplar a aquellos hombres que a tal hora y a la luz de faros de automóvil registran el ribazo del Loing.

—¿Ve usted, jefe? —confía Emilio a Torrence—. Encontré exactamente el mismo trozo de tubo en la habitación de la dama. Ella debió encontrarlo ayer… Ahora bien, anoche fue cuando la visitó Norton.

La cosa está a punto de fracasar. Ha habido, en efecto, gente que ha avisado al alcalde de Moret. Este acude. No comprende que haya quien se permita devastar el ribazo del río sin su autorización. Torrence hace lo que puede. Y de seguro se hubieran suspendido los trabajos de no haberse acercado en aquel instante un buen hombre. Son casi las doce de la noche.

—Acabo de encontrar esto, jefe… ¿No será acaso lo que usted busca?

Otro pedazo de tubo de plomo, de la misma longitud que el precedente y que el que apareció en la habitación de la señora Séquaris. Solo que hay una diferencia. Este está cerrado por dos extremos.

—Creo —declara Emilio— que ya podemos volver al hotel.

Ha tomado nota del sitio en que se han descubierto los dos tubos. Al cabo de diez minutos, en la buhardilla que ocupa con Torrence en el «Ecu d’Or», Emilio, con unas tenazas cogidas en el coche, abre uno de los extremos del tubo.

Lo que sale…

—Confiese —gruñe Torrence— que usted no sospechaba…

¡Sí, hombre! Emilio lo sospechaba. La prueba está en que no manifiesta sorpresa alguna. Son perlas, un centenar de perlas magníficas, más grandes y de más bello oriente las unas que las otras.

—¡Y ahí está! —concluyó.

—¿Ahí está qué? No me va usted a decir que…

—Hombre, yo no estaba seguro de encontrar perlas, pero sí de encontrar una fortuna. Ahora bien, en el Pacífico no hay oro ni diamantes… Y todo ese asunto se inició en Tahití, en pleno Pacífico… Es, pues, muy natural que encontremos perlas en su epílogo… Lo que yo no sé es si…

Estuvo largo rato reflexionando.

—Decididamente hay una cosa que no llego a comprender… Muerto Norton, ¿por qué esa mujer…?

—¿Quiere decir la señora Séquaris?

—Sí. ¿Por qué seguía teniendo miedo? ¿Por qué me ha pedido que escudriñara el ribazo? Por casualidad, ¿tendrá Norton un cómplice?

V

El comisario de la Brigada Móvil ha ido a buscar a la señora Séquaris, que dormitaba en uno de sus despachos. Amanece. Emilio y Torrence están cubiertos de polvo por haber pasado la noche dirigiendo el rastrillado en el ribazo del Loing.

—Ya verá cómo no dice nada.

—Estoy, por el contrario, convencido de que nos lo va a contar todo —afirma Emilio—. ¿No es verdad, jefe?

Es una costumbre de Emilio la de atribuir al exinspector Torrence todos los éxitos de la Agencia O. Hay casos, y este es uno de ellos, en que no es fácil, porque Torrence todavía no ha comprendido nada de tan embrollado asunto.

—Aquí están las perlas, señora. Si no me equivoco, representan una suma considerable. Ahora, ¿tendría usted la amabilidad de darnos algunas explicaciones?… Ya sabemos muchas cosas… Por ejemplo, que usted embarcó en Tahití al mismo tiempo que el verdadero Rafael Parain y que el periodista inglés William Norton. Luego, que usted llegó aquí antes que ellos, habiendo dejado el «Ville-de-Verdun» en Panamá y emprendido una vía más rápida… Luego, que usted llevaba todos los días o casi todos los días a un pueblo vecino cartas dirigidas a una amiga suya que vive en Cristóbal…

La mujer contempla a Emilio y apenas puede ocultar su admiración.

—Está bien —declara—. ¿Qué desea saber?

—¿Cómo conoció a Rafael Parain?

—Era tío mío. Nuestra familia siempre fue vagabunda… Mi tío, de joven, se fue al Pacífico y se aclimató tanto allí que jamás regresó a Francia más que para morir…

—De los dos Parain, ¿cuál era el que sufría una enfermedad del hígado?

—Era el otro. Mi tío, que no cometió jamás exceso alguno, era tan robusto como un muchacho. Llevaba allí una vida apacible de modesto rentista en su casita a orillas del lago. En cuanto a mí me casé con un colonial también. Vivimos mucho tiempo en América del Sur. Cuando enviudé, fui a reunirme con mi tío, que me recogió…

¿Por qué siente Emilio la necesidad de dirigirse a Torrence y de murmurar: «Vea usted si es sencillo»?

—Por lo que se refiere —continúa la joven— a ese odioso asunto de las perlas… Quisiera que no se hubieran descubierto nunca. ¡Dios sabe si la cosa es antigua! Data de hace más de treinta años. Mi tío acababa de llegar a Tahití. Trabajaba con un amigo, un francés nacido en Carcasona, un tal Hutois, en una plantación de cocoteros… Un día que andaban por las rocas de la costa sur de la isla, el azar les hizo descubrir, en una anfractuosidad, un paquete muy pequeño… Pero aquel paquetito tenía un valor enorme. Contenía, en efecto, un centenar de perlas de gran belleza.

—Helas aquí.

—Sí… Lo sospecho… Mi tío y su amigo cometieron, por de pronto, una falta. Aquellas perlas, ¿por quién habían sido escondidas allí?… ¿Por un indígena que las había robado en alguna pesquería?… ¿Por algún aventurero?… De todas maneras, ellos debían hacer la declaración y no la hicieron… Hutois propuso que vinieran a Europa y que negociaran las joyas…

—¿Aceptó su tío esa combinación?

—Mi tío era bastante ingenuo en aquella época… A partir de entonces ya jamás tuvo noticias del tal Hutois. Por lo menos, hasta estos últimos tiempos. Como les he dicho, mi tío se organizó allí una vida tranquila, confortable, exenta de preocupaciones… La única que tuvo, se la procuré yo, porque él se inquietaba por mi porvenir.

—¿Cuándo recibió la carta? —pregunta Emilio, que no pierde el hilo de sus ideas.

La mujer lo mira con sorpresa.

—¿Entonces conoce usted la historia?… Hace tres meses mi tío recibió una carta, en efecto, escrita por su antiguo cómplice, si puedo emplear esa palabra… Este se arrepentía de lo que había hecho. Contrariamente a lo que se podía esperar de él, una vez en Europa, no había vendido las perlas para darse la gran vida. Fue presa de una especie de avaricia, quizás agravada por el miedo… El caso es que vivía modestamente en el campo, a menos de un kilómetro de Moret, y que se contentaba con vender una perla de vez en cuando para subvenir a sus necesidades… Suplicaba a mi tío que le perdonara… Le hizo saber que estaba a punto de morir, pero que dejaba un mensaje para él a su confesor, el cura de Moret…

—He ahí —declara Emilio con aplomo— la explicación de que hubiera dos Parain…

—En su carta Hutois decía: «Le bastará con presentarse a mi confesor y decirle que usted es Rafael Parain, de Carcasona… Por si acaso le di el nombre de mi ciudad natal… Ese buen sacerdote le dirá, sin saber de qué se trata, dónde encontrará usted las perlas… Le repito que él no sabe de qué se trata y que yo le hablé bajo secreto de confesión…».

—¿En dónde conoció usted a Norton? —pregunta Emilio.

—En Tahití.

—¿Solía ir a casa de su tío?

—Sí… Me hacía la corte y…

—¿Pudo echar una ojeada a la carta?

—Me lo figuraba.

Entonces Emilio se vuelve hacia el comisario y hacia Torrence.

—He ahí, señores, la explicación clara de un asunto que parecía insoluble.

No se sabe por qué se interrumpió para añadir, sin la menor traza de ironía:

—Mi jefe, el señor Torrence, desde el comienzo, husmeó la solución… Parain, en Tahití, sabe que puede recuperar las perlas que creía perdidas… Tiene en aquel momento una sobrina a su cargo… Se embarca con ella para Francia… Lo que le inquieta es que cierto periodista inglés que debería, sin duda, seguir otra ruta, se embarca con él, y Parain no sabe si aquel hombre habrá descubierto su secreto.

»Durante toda la travesía permanece en su camarote con el pretexto de que se encuentra enfermo. En Panamá, hace que su sobrina lo preceda en otro buque.»

—Exacto —dice la señora Séquaris.

—En cuanto a Norton, que, en efecto ha leído la famosa carta, ha concebido un plan que cree perfecto. Se asegura la complicidad de un hombre de sesenta y cinco años aproximadamente, sin duda de un compatriota que encuentra en una escala… Aquel hombre debe llegar a Moret unas horas antes que el anciano y ver al cura, que no conoce a Parain, y declararle que él es el tal Rafael Parain, de Carcasona…

»Basta con hacer retrasar un poco al verdadero Parain por el camino… Unos minutos son suficientes. No sé cómo se las compuso Norton, pero…»

—Yo se lo puedo decir —interviene la dama—. Ignoro por qué mi tío desconfiaba de Norton. Debieron de viajar juntos. Norton había dicho que tenía unos parientes en el bosque de Fontainebleau… En Marsella mi tío tomó el avión de la «Air France» para París y, desde allí, vino en tren… Los dos Parain, el falso y el verdadero, llegaron a Moret con pocos minutos de intervalo, pero cuando el falso Parain se presentó en la parroquia mi tío salía de ella… Yo lo esperaba en la calle… Mi tío percibió a Norton, que trataba de ocultarse… Y me dijo:

«Si me sucede algo, vale más que estés al corriente… En el ribazo del Loing, entre una estaca que encontrarás más acá del puente antiguo de piedra y dicho puente, están enterradas las perlas en un tubo de plomo… Hay tres tubos… El del medio es el que contiene el tesoro».

—Eso es, señores —concluyó Emilio—. La misma noche, Norton, que todavía no se había hospedado en el lugar y que por lo tanto era desconocido, estranguló a los dos viejos, desembarazándose así del verdadero Parain y del falso.

»… Se creyó en seguridad… Volvió al día siguiente como periodista y no despertó sospechas… Quería a toda costa encontrar las perlas… Seguía a la señora Séquaris durante todo el día… Cuando llegara el momento, estaba decidido a…»

—Fue lo que sucedió —dice la mujer—. Yo buscaba todos los días. Escudriñaba el ribazo. Solo podía hacerlo superficialmente para no llamar la atención. Ayer descubrí un trozo de tubo de plomo y, anoche, Norton irrumpió en mi habitación.

»Quería que fuéramos a medias. Estuvo cínico, amenazador… Yo no sabía cómo desembarazarme de él… Había preparado, encima de mi mesita de noche, una poción somnífera, porque en estos últimos tiempos, a causa de tantos dramas, me cuesta trabajo dormir. Asustada, sintiéndome indefensa, empleé la astucia… Le hice creer que… Luego le ofrecí un ponche… Tripliqué la dosis de somnífero… No creía matarle… Ya había bebido…»

Torrence se miraba con atención la punta de sus zapatos.

—Y he ahí —concluyó Emilio— lo que mi jefe me decía hace menos de una hora… En cuanto a la habitación 9…

—Una postdata de la carta de Hutois —explica la señora Séquaris— aconseja a mi tío que pida en la fonda la habitación 9, cuya ventana, dice, da sobre el lugar donde está escondido el tesoro… Hutois era viejo, estaba enfermo, tenía miedo… Se olvidó de precisar la fonda de que se trataba… Lo complicaba todo por gusto, acosado por la idea del tesoro y de un posible robo.

Torrence levantó la vista. Sus párpados estaban hinchados de sueño. Cuando ambos se hallaron en la calle, Emilio, que estaba tan despierto como si hubiese dormido toda la noche, dijo, en pleno fresco matutino:

—¡Bonita historia, jefe! Se podría titular «La carrera de las perlas». ¡Y a ver si no es moral! El que primero tuvo las perlas en sus manos las escondió en una roca donde jamás las volvió a encontrar. De los dos hombres que les echaron la mano encima, uno jamás se atrevió a vender más que una de vez en cuando, para llevar una vida mediocre, y el otro ha venido a que lo asesinaran lejos de su querida Tahití… Un aventurero, Norton, que este, sí, tenía ganas de llevar una vida a todo trapo, cierra los ojos para siempre en el momento en que creía llegar a la meta, y, por último, esa mujer joven y triste…

Emilio se interrumpe, soñador, da una patada a un guijarro del camino y prosigue:

—El Estado subastará esas perlas en el Hôtel Drouot… Pues bien, jefe, no quisiera yo comprarlas… No sé si comprende lo que quiero decir, pero…

Unos pasos más en silencio:

—Esas cositas que valen tanto dinero, más que lo que la gente honrada gana en toda su vida, tienen a menudo una historia trágica. Porque, al fin y al cabo, nosotros no conocemos la historia de esas perlas sino desde que cayeron por azar entre las manos de un tal Rafael Parain y de un tal Hutois… Pero ¿y antes, jefe? ¿Quién nos dice que antes no…?

Las dos fondas, una frente a otra, las mesas de las terrazas, los gorros blancos de los dueños.

—¿Qué va a ser para los señores?

De todos modos, la satisfacción de haber resuelto un problema que todas las policías…

—Un café.

Y luego, ¡una cama! ¡Una buena cama!… ¡Sobre todo porque, a partir de aquel momento, habrá menos curiosos en Moret-sur-Loing y se podrá dormir tranquilo!

Un hombre con la nariz tumefacta y un cardenal en un ojo desayuna bajo un parasol y Emilio suspira.

—¿Sabe usted, jefe, a quién tomaba ella por cómplice de Norton y le tenía miedo?

Torrence no está de humor para descifrar adivinanzas. Hace lúgubremente la cuenta de lo que les cuesta en cablegramas y conferencias telefónicas aquella investigación que no rendirá nada.

—¡A Barbet! ¡A Barbet, que surgió en el último momento y que…!

—Si no tiene inconveniente —gruñe Torrence—, yo me voy a la cama.

FIN


“L’Étrangleur de Moret”,
Police-Roman, 1941
1. Quai des Orfèvres: oficinas de la Policia Judicial.


Más Cuentos de Georges Simenon