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El eterno Adán

[Novela corta - Texto completo.]

Julio Verne

El zartog Sofr-Aï-Sr —es decir, “el doctor, tercer representante masculino de la centesimoprimera generación de la dinastía de los Sofr”— seguía a pasos lentos la calle principal de Basidra, la capital del Hars-lten-Schu, o dicho en otras palabras “El Imperio de los Cuatro Mares”. Cuatro mares, efectivamente: el Tubelone o septentrional, el Ehone o austral, el Spone u oriental y el Merone u occidental, limitaban aquel vasto territorio, de forma muy irregular, cuyos puntos más extremos (según las medidas comunes al lector) alcanzaban, en longitud, los cuatro grados Este y los sesenta y dos grados Oeste, y en latitud los cincuenta y cuatro grados Norte y los cincuenta y cinco grados Sur. En cuanto a la respectiva extensión de esos mares, ¿cómo evaluarla, aunque fuera de un modo aproximado, ya que todos ellos se unían entre sí, y un navegante, abandonando cualquiera de sus orillas y bogando siempre al frente, llegaría necesariamente a la orilla diametralmente opuesta? Ya que, en toda la superficie del planeta, no existían otras tierras que las del Hars-lten-Schu.

Sofr caminaba a pasos lentos, en primer lugar porque hacía mucho calor: entraban en la estación ardiente y Basidra, situada al borde del Spone-Schu o mar oriental, a menos de veinte grados al norte del Ecuador, se veía avasallada por una terrible catarata de rayos derramados por el sol, cerca de su cenit en aquellos momentos.

Pero, más que el cansancio y el calor, era el peso de sus pensamientos lo que retardaba los pasos de Sofr, el sabio zartog. Mientras se secaba la frente con mano distraída, recordaba la sesión que acababa de terminar, y donde tantos oradores elocuentes, entre los que se honraba en contarse, habían celebrado magníficamente el ciento noventa y cinco aniversario de la fundación del Imperio.

Algunos de ellos habían hecho un resumen de su historia, que era la historia de toda la humanidad. Habían mostrado la Mahart-Iten-Schu, la Tierra de los Cuatro Mares, dividida originalmente en un inmenso numero de poblaciones salvajes que se ignoraban las unas a las otras. A esas poblaciones se remontaban las tradiciones más antiguas. En cuanto a los hechos anteriores nadie los conocía, y las ciencias naturales apenas comenzaban a discernir una tenue luz en las impenetrables tinieblas del pasado. Sea como fuere, aquellos antiguos tiempos escapaban a la crítica histórica, cuyos primeros rudimentos se componían de aquellas vagas nociones referentes a las antiguas poblaciones dispersas.

Durante mas de ocho mil años, la historia, en grados cada vez más completos y exactos, de la Mahart-lten-Schu no relataba otra cosa que combates y guerras, primero de individuo a individuo, luego de familia a familia, finalmente de tribu a tribu, y en donde cada ser vivo cada colectividad, grande o pequeña, no tenía a lo largo de las eras otro objetivo que asegurar su supremacía sobre sus competidores y se esforzaba con diversa fortuna, a veces adversa, en someterlos a sus leyes.

Después de esos ocho mil años, los recuerdos de los hombres eran un poco más precisos. Al principio del segundo de los cuatro periodos en los que comúnmente se dividían los anales de la Mahart-lten-Schu, la leyenda empezaba a merecer más justamente el nombre de historia. Por otro lado, fuera historia o leyenda, la temática de los relatos apenas cambiaba: siempre no eran mas que masacres y matanzas -ya no de tribu a tribu, hay que admitirlo, sino ahora de pueblo a pueblo-, por lo que, en buena ley, ese segundo periodo no era muy diferente del primero.

Y lo mismo podía decirse del tercero, cuyo final se hallaba apenas a doscientos años de distancia en l pasado, tras haber durado cerca de seis siglos. Más atroz quizá esa tercera época, durante la cual innumerables ejércitos de hombres, con una rabia insaciable, habían regado la tierra con su sangre.

En efecto, un poco menos de ocho siglos antes del día en que el zartog Sofr seguía la calle principal de Basidra, la humanidad se había hallado preparada para las vastas convulsiones. En aquel momento, habiendo cumplido las armas, el fuego, la violencia, una parte de su necesaria obra, habiendo sucumbido los débiles ante los fuertes, los hombres que poblaban la Mahart-lten-Schu formaban tres naciones homogéneas, en cada una de las cuales el tiempo había atenuado las diferencias entre los vencedores y los vencidos de otros tiempos. Fue entonces cuando una de esas naciones emprendió la tarea de someter a sus vecinas. Situados en el centro de la Mahart-Iten-Schu, los Andarti-Ha-Sammgor, u Hombres de Rostro de Bronce, lucharon sin piedad para ampliar sus fronteras, dentro de las cuales se asfixiaba su ardiente y prolífica raza. Unos tras otros, al precio de seculares guerras, vencieron a los Andarti-Mahart-Horis, los Hombres del País de la Nieve, que habitan las extensiones del sur, y a los Andarti-Mitra-Psul, los Hombres de la Estrella Inmóvil, cuyo imperio estaba situado al norte y al oeste.

Cerca de doscientos años habían transcurrido desde que la última revuelta de esos dos últimos pueblos había sido ahogada en torrentes de sangre, y la tierra había conocido por fin una era de paz. Era el cuarto periodo de la historia. Un solo Imperio reemplazaba a las tres naciones de antes, y todo el mundo obedecía la ley de Basidra, y la unidad política tendía a fundir las razas. Nadie hablaba ya de los Hombres de Rostro de Bronce, de los Hombres del País de la Nieve, de los Hombres de la Estrella Inmóvil, y la tierra no contenía mas que un pueblo único, los Andart’-Iten-Schu, los Hombres de los Cuatro Mares, que resumía en él a todos los demás.

Pero, tras aquellos doscientos años de paz, un quinto periodo parecía querer anunciarse. Desde hacía un tiempo circulaban rumores desagradables, venidos nadie sabía de donde. Habían aparecido pensadores que despertaban en las almas recuerdos ancestrales que uno hubiera creído abolidos. El antiguo sentimiento de la raza resucitaba bajo una nueva forma, caracterizada por nuevas palabras. Se hablaba en las conversaciones de “atavismos”, de “afinidades”, de “nacionalismos”, etc., todos ellos vocablos de reciente creación que, respondiendo a una necesidad, habían adquirido rápidamente derecho de ciudadanía. Siguiendo afinidades de origen, de aspecto físico, de tendencias morales, de intereses o simplemente de región y de clima, aparecían grupos que se veían aumentar poco a poco y que empezaban a agitarse. ¿Cómo se desarrollaría esa naciente evolución? ¿Iba a verse dividida la Mahart-lten-Schu, como antes, en un gran número de naciones, o sería necesario para mantener la unidad apelar de nuevo a las terribles hecatombes que, durante tantos milenios, habían hecho de la tierra una carnicería…?

Sofr, agitando la cabeza, alejó aquellos pensamientos. Ni él ni nadie conocía el futuro. ¿Por que pues entristecerse por anticipado de unos acontecimientos inciertos? Además, aquel no era día para meditar sobre tales siniestras hipótesis. Hoy era un día alegre, y uno no debía pensar mas que en la augusta grandeza de Mogar-Si, el decimosegundo emperador del Hars-lten-Schu, cuyo cetro conducía al universo hacia gloriosos destinos.

Además, para un zartog, no faltaban las razones de alegría. Además del historiador que había pasado revista a los anales de la Mahart-lten-Schu, una pléyade de sabios, con ocasión del grandioso aniversario, habían establecido, cada uno dentro de su especialidad, el balance del saber humano, señalando el punto hasta donde su secular esfuerzo había conducido a la humanidad. De tal modo que, si bien el primero había sugerido, en una cierta medida, tristes reflexiones, relatando a través de que lenta y tortuosa ruta había escapado la humanidad de su bestialismo original, los demás habían alimentado el legitimo orgullo de su auditorio.

Sí, en verdad, la comparación entre lo que había sido el hombre, llegando desnudo y desarmado a la tierra, y lo que era hoy, incitaba a la admiración. Durante siglos, pese a las discordias y sus odios fratricidas, ni por un instante había interrumpido su lucha contra la naturaleza, aumentando sin cesar la amplitud de su victoria. Lenta al principio, su marcha triunfal se había acelerado sorprendentemente desde hacia doscientos años, y la estabilidad de las instituciones políticas y la paz universal que habían resultado de ello habían provocado un maravilloso florecer de la ciencia. La humanidad había vivido para el cerebro, y no más solamente para los miembros; había reflexionado, en vez de agotarse en guerras inútiles y era por ello por lo que, en el transcurso de los dos últimos siglos, había avanzado a un paso cada vez más rápido hacia el conocimiento y hacia la domesticación de la materia…

A grandes rasgos, Sofr, mientras seguía bajo el ardiente sol la larga calle de Basidra, esbozaba en su mente el cuadro de las conquistas del hombre.

En primer lugar —y aquello se perdía en la noche de los tiempos—, había imaginado la escritura, a fin de fijar el pensamiento; luego —la invención se remontaba a mas de quinientos años— había hallado el medio de extender la palabra escrita en un número infinito de ejemplares, con ayuda de un molde que servía para todos ellos.

Fue de esa invención de donde surgieron en realidad todas las demás. Es gracias a ella por lo que los cerebros se habían puesto a trabajar, por lo que la inteligencia de cada uno se había visto incrementada con la de los vecinos, y por lo que los descubrimientos, tanto teórica como prácticamente, se habían multiplicado en forma prodigiosa. Ahora eran ya incontables.

El hombre había penetrado en las entrañas de la tierra y extraía de ellas la hulla, generosa dispensadora de calor; había liberado la fuerza latente del agua, y el vapor arrastraba ahora sobre las tendidas cintas de hierro pesados convoyes o accionaba innumerables y poderosas maquinas, precisas y delicadas; gracias a esas maquinas, tejía las fibras vegetales y podía trabajar a su antojo los metales, el mármol y la roca. En un campo menos concreto, o al menos de una utilización menos directa y menos inmediata, penetraba gradualmente en el misterio de los números y exploraba cada vez más profundamente la infinitud de las verdades matemáticas. Gracias a ellas, su pensamiento había recorrido el cielo. Sabía que el Sol no era mas que una estrella que gravitaba a través del espacio según leyes rigurosas, arrastrando consigo en su inflamado orbe los siete planetas de su cortejo. Conocía el arte tanto de combinar ciertos cuerpos brutos de modo que formaran otros nuevos tenían ya nada en común con los primeros, como de dividir ciertos otros en sus elementos constitutivos y primordiales. Sometía a análisis el sonido, el calor, la luz, empezaba a determinar su naturaleza y sus leyes. Hacía apenas cincuenta años, había aprendido a producir esa fuerza de la cual el trueno y los relámpagos son sus más terrible manifestación, y muy pronto la había convertido en su esclava; ese misterioso agente transmitía a distancias incalculables el pensamiento escrito; mañana, transmitiría el sonido; pasado mañana, sin duda, la luz… Sí, el hombre era grande, más grande que el inmenso universo, al que gobernaría como dueño en un día próximo…

Pero, para que poseyera la verdad integral, quedaba por resolver un último problema: Este hombre, dueño del mundo, ¿quién es? ¿De dónde viene? ¿Hacia que desconocidos fines tiende su incansable esfuerzo?

Ese vasto tema era precisamente el que acababa de tratar el zartog Sofr en el transcurso de la ceremonia de la que acababa de salir. Claro que no había hecho mas que rozarlo, ya que un tal problema era actualmente insoluble, y seguiría siéndolo sin duda mucho tiempo aún. Sin embargo, algunos vagos resplandores empezaban a iluminar el misterio. ¿Y, entre esos resplandores, no era uno de los más poderosos el que había proyectado el propio zartog Sofr cuando, codificando sistemáticamente las pacientes observaciones de sus predecesores y sus notas personales, había llegado al enunciado de su ley de la evolución de la materia viva, ley universal actualmente admitida por todos, y que no tenia ni un solo contradictor?

Aquella teoría reposaba sobre una triple base.

En primer lugar sobre la ciencia geológica que, nacida el día en que se había empezado a hurgar las entrañas del suelo se había ido perfeccionando a medida que se desarrollaban las explotaciones mineras. La corteza del planeta tan perfectamente conocida que se llegaba incluso a fijar su edad en cuatrocientos mil años, y en veinte mil la de la Mahart—ltens—Schu tal como existía hoy en día. Antes, aquel continente dormía bajo las aguas del mar, como lo atestiguaba la espesa capa de lino marino que recubría, sin la menor interrupción, los estratos rocosos subyacentes. ¿Por qué mecanismo había surgido fuera de las olas? Sin duda como consecuencia de una contracción de la corteza al enfriarse. Fuera cual fuese la hipótesis al respecto, lo cierto era que la emersión de la Mahart—lten—Schu debía ser considerada como segura.

Las ciencias naturales habían proporcionado a Sofr los otros dos fundamentos de su sistema, demostrando el estrecho parentesco que existía en las plantas entre sí y en los animales entre sí. Sofr había ido incluso mas lejos: había probado hasta la evidencia que casi todos los vegetales existentes se relacionaban con una planta marina que era su antepasado, y que casi todos los animales terrestres y aéreos derivaban de animales marinos. A través de una lenta, pero incesante evolución, estos se habían adaptado poco a poco a unas condiciones de vida primero vecinas, luego más alejadas de las de su vida primitiva y, de estadío en estadío, habían dado nacimiento a la mayor parte de las formas vivas que poblaban la tierra y el cielo.

Desgraciadamente, aquella ingeniosa teoría no era inatacable. El que los seres vivos del orden animal o vegetal procedieran de antepasados marinos era algo que parecía incontestable para casi todos, pero no para todos. Existían en efecto algunas plantas y algunos animales que parecía imposible conectar con formas acuáticas. Aquel era uno de los puntos débiles del sistema.

El hombre —Sofr no se lo ocultaba— era el otro punto débil. Entre el hombre y los animales no era posible establecer ningún lazo. Por supuesto, las funciones y las propiedades primordiales, tales como la respiración, la nutrición, la movilidad, eran las mismas, y se realizaban o se revelaban sensiblemente de parecida manera, pero subsistía un abismo infranqueable entre las formas exteriores, el número y la disposición de los órganos. Si bien, a través de una cadena de la que faltaban muy pocos eslabones, podía relacionarse la gran mayoría de los animales a unos antepasados surgidos del mar, una tal filiación era inadmisible en lo que concernía al hombre. Para conservar intacta la teoría de la evolución, era necesario, pues, imaginar gratuitamente la hipótesis de una raíz común a los habitantes de las aguas y al hombre, raíz cuya existencia anterior nada, absolutamente nada, demostraba.

Por un tiempo Sofr había esperado hallar en el suelo argumentos favorables a sus preferencias. A instigación suya, y bajo su dirección, se habían realizado prospecciones durante un largo lapso de años, pero para llegar a resultados diametralmente opuestos a los que esperaba el promotor.

Tras atravesar una delgada película de humus formada por la descomposición de plantas y animales parecidos o análogos a aquellos que podían ver todos los días, se había llegado a la espesa capa de limo, donde los vestigios del pasado habían cambiado de naturaleza. En aquel limo ya no existía nada de la flora y la fauna existentes, sino tan solo un amasijo colosal de fósiles exclusivamente marinos cuyos congéneres vivían aun, lo más frecuentemente en los océanos que rodeaban la Mahart—Iten—Schu.

¿Que conclusión había que sacar de todo aquello, sino que los geólogos tenían razón profesando que el continente había yacido antiguamente en el fondo de aquellos mismos océanos, y que ni siquiera Sofr estaba equivocado afirmando el origen marino de la fauna y la flora contemporáneas? Puesto que, salvo excepciones tan raras que podían ser consideradas con pleno derecho como monstruosidades, las formas acuáticas y las formas terrestres eran las únicas de quienes se podían descubrir huellas, de modo que las ultimas tenían que haber sido necesariamente engendradas por las primeras…

Desgraciadamente para la generalización del sistema, se hicieron otros nuevos descubrimientos. Esparcidas por todo el espesor del humus, y hasta llegar a la parte más superficial del deposito de limo, fueron puestas a la luz innumerables osamentas humanas. No había nada de excepcional en la estructura de aquellos fragmentos de esqueleto, y Sofr tuvo que renunciar a identificarlos como restos de organismos intermediarios cuya existencia hubiera confirmado su teoría: aquellas osamentas eran, ni más ni menos, osamentas humanas.

Sin embargo, no tardo en constatarse un particular extraordinariamente notable. Hasta una cierta antigüedad, que podía ser evaluada aproximadamente en dos o tres mil años, cuanto más antiguo era el osario, de más pequeña talla eran los cráneos descubiertos. Por el contrario, mas allá de aquel estadío, la progresión se invertía, y desde entonces, cuanto más se retrocedía en el pasado, mayor era la capacidad de los cráneos y, en consecuencia, el tamaño de los cerebros que habían contenido. El máximo fue hallado precisamente entre los restos —por otro lado muy extraños— encontrados en la superficie de la capa de limo. El concienzudo examen de esos venerables restos no dejó lugar a dudas de que los hombres que vivieron en aquella lejana época habían adquirido un desarrollo cerebral muy superior a sus sucesores —incluidos los contemporáneos del propio zartog Sorf—. Así pues, durante aquellos ciento sesenta o ciento setenta siglos, se había producido una regresión manifiesta, seguida de una nueva ascensión.

Sofr, turbado por aquellos extraños hechos, llevó más adelante sus investigaciones. La capa de limo fue atravesada de parte a parte, en un espesor tal que, según las más moderadas opiniones, el depósito no había exigido menos de quince o veinte mil años. Más allá, se produjo la sorpresa de encontrar débiles restos de una antigua capa de humus y, debajo de ese humus, roca, de naturaleza variable según el lugar donde se efectuaran las prospecciones. Pero lo que llevó la sorpresa a su colmo fue el retirar algunos restos de origen incontestablemente humano arrancados a aquellas misteriosas profundidades. Eran fragmentos de osamentas que habían pertenecido a seres humanos, y también restos de armas o maquinas, trozos de cerámica, fragmentos de inscripciones en un lenguaje desconocido, piedras duras finamente trabajadas, a veces esculpidas en forma de estatuas casi intactas, capiteles delicadamente labrados, etc. El conjunto de aquellos hallazgos obligó lógicamente a deducir que hacía aproximadamente unos cuarenta mil años, es decir veinte mil años antes del momento en que habían surgido, nadie sabía de dónde ni cómo, los primeros representantes de la raza contemporánea, el hombre había vivido ya en aquellos mismos lugares, alcanzando un grado de civilización tremendamente avanzado.

Tal fue en efecto la conclusión generalmente admitida. De todos modos, hubo al menos un disidente. Ese disidente no era otro que Sofr. Admitir que otros hombres, separados de sus sucesores por un abismo de veinte mil años, hubieran poblado por primera vez la tierra, era para el una locura. ¿De donde habrían venido, en este caso, esos descendientes de unos antepasados desaparecidos hacía tanto tiempo y a quienes no les ligaba nada? Mas que aceptar una hipótesis tan absurda, era mejor permanecer a la expectativa. El hecho de que aquellos hechos singulares no pudieran ser explicados no permitía llegar a la conclusión de que eran inexplicables. Algún día serían interpretados. Hasta entonces era mejor no tenerlos en cuenta y permanecer aferrado a esos principios, que satisfacen plenamente la razón pura:

La vida planetaria se divide en dos fases: antes del hombre y después del hombre. En la primera, la Tierra, en estado de perpetua transformación, es, por esta causa, inhabitable, y está deshabitada. En la segunda, la corteza terrestre ha llegado a un grado de cohesión que permite la estabilidad. Inmediatamente, teniendo bajo ella un sustrato sólido, aparece la vida. Se inicia con las formas más simples y va complicándose progresivamente para alcanzar al fin al hombre, su expresión última y más perfecta. El hombre, apenas aparece sobre la Tierra, prosigue inmediatamente y sin descanso su ascensión. Con paso lento pero seguro, se encamina hacia su final, que es el conocimiento perfecto y la dominación absoluta del universo…

Arrastrado por el calor de sus convicciones, Sofr había pasado de largo su casa. Dio media vuelta, murmurando en voz baja.

“Oh” —se decía a sí mismo—, “¿admitir que el hombre, ¡hace cuarenta mil años!, hubiera alcanzado una civilización comparable, si no superior, a la que gozamos ahora, y que sus conocimientos, sus adquisiciones, hayan desaparecido sin dejar la menor huella, hasta el punto de obligar a sus descendientes a recomenzar la obra por su base, como si fueran los pioneros de un mundo deshabitado que se extiende ante ellos?… ¡Eso sería negar el futuro, proclamar que nuestro esfuerzo es vano, y que todo el progreso es tan precario y poco firme como una burbuja de espuma cabalgando en la cresta de una ola!

Sofr hizo alto frente a su casa.

¡Upsa ni…! ¡hartchok…!” (¡No, no!… ¡Realmente!…), “¡Andart mir’hoë spha!…” (¡El hombre es el dueño de las cosas!…) —murmuró, empujando la puerta.

Cuando el zartog hubo descansado unos instantes, comió con buen apetito, luego se tendió para efectuar su siesta cotidiana. Pero las preguntas que lo habían agitado camino de su domicilio seguían obsesionándole, rechazando el sueño.

Por mucho que fuera su deseo de establecer la irreprochable unidad de los métodos de la naturaleza, poseía demasiado espíritu crítico como para negar lo débil que era su sistema desde el momento en que se abordaba el problema del origen y la formación del hombre. Obligar a los hechos a encajar con una hipótesis preconcebida es una manera de tener razón contra los demás, pero no sirve para tener razón contra uno mismo.

Si, en vez de ser un sabio, un zartog muy eminente, Sofr hubiera formado parte de la clase de los iletrados, se hubiera sentido menos angustiado. El pueblo, en efecto, sin perder su tiempo en profundas especulaciones, se contentaba con aceptar, con los ojos cerrados, la vieja leyenda que, desde tiempos inmemoriales, se transmitía de padres a hijos. Explicando el misterio a través de otro misterio, hacía remontar el origen del hombre a la intervención de una voluntad superior. Un día, aquella potencia extraterrestre había creado de la nada a Hedom e Hiva, el primer hombre y la primera mujer, cuyos descendientes habían poblado la Tierra. Así, todo se encadenaba de la forma más sencilla.

¡Demasiado sencilla!, pensaba Sofr. Cuando uno desespera de comprender algo, es realmente demasiado fácil hacer intervenir a la divinidad: de esta forma, resulta inútil buscar la solución de los enigmas del universo, ya que los problemas quedan suprimidos apenas planteados.

¡Si al menos la leyenda popular tuviera aunque fuese tan solo la apariencia de una base seria!… Pero no se basaba absolutamente en nada. No era más que una tradición, nacida en las épocas de ignorancia y transmitida inmediatamente después de edad en edad. Incluso el nombre: “¡Hedom!…” ¿De dónde venía ese vocablo extraño, de extranjeras consonancias, que no parecía pertenecer a la lengua de los Antart’—Iten—Schu? Tan sólo esta pequeña dificultad filológica había bastado para que una infinidad de sabios palidecieran, sin hallar ninguna respuesta satisfactoria. ¡Todo aquello no eran mas que desvaríos, cosas indignas de retener la atención de un zartog!…

Irritado, Sofr descendió a su jardín. Aquella era la hora en que acostumbraba hacerlo. El sol, en su ocaso, derramaba sobre la tierra un calor menos ardiente, y una brisa tibia empezaba a soplar desde el Spone—Schu. El zartog erró por los caminillos, a la sombra de los árboles, cuyas susurrantes hojas murmuraban al viento, y poco a poco sus nervios recuperaron el equilibrio habitual. Pudo sacudirse aquellos absorbentes pensamientos, gozar apaciblemente del aire puro, interesarse en los frutos, la riqueza de los jardines, y en las flores, su adorno.

El azar de su paseo le condujo de nuevo hacia su casa, y se detuvo al borde de una profunda excavación donde yacían numerosos útiles. Allí serían enterrados al poco tiempo los cimientos de una nueva construcción que doblaría la superficie de su laboratorio. Pero, en aquel día de fiestas, los obreros habían abandonado su trabajo para dedicarse al placer. Sofr estudiaba maquinalmente la obra ya realizada y la que quedaba por hacer, cuando, en la penumbra de la excavación, un punto brillante atrajo su mirada. Intrigado, descendió al fondo de la zanja y extrajo un objeto de la tierra que lo recubría en sus tres cuartas partes.

Una vez arriba de nuevo, el zartog examinó su hallazgo. Era una especie de estuche, hecho de un metal desconocido, de color gris, textura granulosa y brillo atenuado por una prolongada estancia bajo el suelo. A un tercio de su longitud, una ranura indicaba que el estuche estaba formado por dos partes que encajaban la una en la otra. Sofr intentó abrirlo.

A su primera tentativa el metal, corroído por el tiempo, se redujo a polvo, descubriendo un segundo objeto que se hallaba embutido en el primero.

La sustancia de ese segundo objeto era tan nueva para el zartog como el metal que lo había protegido hasta entonces. Era un rollo de hojas superpuestas y repletas de extraños signos, cuya regularidad indicaba que se trataba de caracteres de escritura, pero de una escritura desconocida, como Sofr no había visto nunca nada semejante, ni siquiera análogo.

El zartog, temblando de emoción, corrió a encerrarse en su laboratorio y, disponiendo con cuidado el precioso documento, lo examinó.

Sí, se trataba de escritura, nada podía ser mas seguro. Pero tampoco podía ser mas seguro el hecho de que aquella escritura no se parecía en nada a ninguna de aquellas otras que, desde el origen de los tiempos históricos, habían sido practicadas en toda la superficie de la Tierra.

¿De dónde procedía aquel documento? ¿Qué significaba? Esas fueron las dos preguntas que surgieron por si mismas en la mente de Sofr.

Para responder a la primera tenía que hallarse necesariamente en situación de responder a la segunda. Se trataba, pues, de descifrar primero, y luego de traducir… ya que podía afirmar a priori que la lengua en que estaba redactado el documento era tan desconocida como su escritura.

¿Era esto imposible? El zartog Sofr no lo creía así, de modo que, sin perder tiempo, se puso febrilmente al trabajo.

Un trabajo que duró largo tiempo, largo tiempo… años enteros. Pero Sofr no abandonó ni un instante. Sin desanimarse, prosiguió el metódico estudio del misterioso documento, avanzando paso a paso hacia la luz. Y llegó finalmente un día en que obtuvo la clave del indescifrable jeroglífico; llego un día en que, con muchas vacilaciones y muchas dificultades todavía, pudo traducirlo a la lengua de los Hombres de los Cuatro Mares.

Y, cuando este día llegó, el zartog Sofr—Aï—Sr pudo leer lo que sigue:

Rosario, 24 de mayo del 2…

Dato así el inicio de mi relato, aunque en realidad haya sido redactado en otra fecha mucho más reciente y en lugares bien distintos. Pero para lo que pretendo hacer el orden es, a mi modo de ver, imperiosamente necesario, y es por ello por lo que adopto la forma de un “diario”, escrito día a día.

Es, pues, el 24 de mayo cuando empieza el relato de los terribles acontecimientos que quiero dejar registrados aquí, para información de aquellos que vendrán después de mí, si es que la humanidad se halla aún en situación de creer en un posible futuro.

¿En que idioma voy a escribir? ¿En inglés o en español, los cuales hablo correctamente? ¡No! Escribiré en la lengua de mi propio país: el francés.

Aquel día, el 24 de mayo, había reunido a algunos amigos en mi villa de Rosario.

Rosario es, o mas bien era, una ciudad de México, a orillas del Pacifico, un poco al sur del golfo de California. Me había instalado allí una decena de años antes para dirigir la explotación de una mina de plata que me pertenecía en propiedad. Mis negocios habían prosperado sorprendentemente. Era un hombre rico, muy rico incluso — cuanto me hace reír esta palabra hoy en día —, y proyectaba regresar dentro de poco tiempo a Francia, mi patria de origen.

Mi villa, una de las más lujosas, estaba situada en el punto culminante de un enorme jardín que descendía en pendiente hacia el mar y terminaba de forma brusca en un acantilado cortado a pico, de más de cien metros de altura. Por la parte de atrás de mi villa, el terreno seguía subiendo y, a través de un sinuoso camino, podía alcanzarse la cresta de las montañas, cuya altitud superaba los mil quinientos metros. A menudo era un paseo agradable… varias veces había realizado la ascensión en mi automóvil, un soberbio y potente doble faetón de treinta y cinco caballos, de una de las mejores marcas francesas.

Me había instalado en Rosario con mi hijo Jean, un apuesto muchacho de veinte años, cuando, tras la muerte de sus padres, parientes lejanos míos, pero muy queridos, recogí a mi hija, Helene, que había quedado huérfana y sin fortuna. Cinco años habían transcurrido desde entonces. Mi hijo Jean tenía veinticinco años; mi pupila, Helene, veinte. En el secreto de mi alma, los destinaba el uno al otro.

Nuestro servicio estaba asegurado por un ayuda de cámara, Germain; por Modeste Simonat, un chofer de los mas expertos, y por dos mujeres, Edith y Mary, hijas de mi jardinero, George Raleigh, y de su esposa Anna.

Aquel día, el 24 de mayo, éramos ocho los que estábamos sentados en torno a mi mesa, a la luz de las lámparas alimentadas por los grupos electrógenos instalados en el jardín. Había, además del dueño de la casa, su hijo y su pupila, otros cinco invitados, de los cuales tres pertenecían a la raza anglosajona y dos a la nación mexicana.

El doctor Bathurst figuraba entre los primeros, y el doctor Moreno entre los segundos. Eran dos sabios, en el sentido más amplio de la palabra, lo cual no les impedía estar muy raramente de acuerdo. Por lo demás, eran gente estupenda y los mejores amigos del mundo.

Los otros dos anglosajones tenían por nombre Williamson, propietario de una importante pesquería en Rosario, y Rowling, un hombre audaz que había fundado en las afueras de la ciudad un vivero de plantas que le estaba dando una importante fortuna.

En cuanto al último invitado, era el señor Mendoza, presidente del tribunal de Rosario, un hombre estimable de mente cultivada, un juez íntegro.

Llegamos sin ningún incidente digno de mención al final de la comida. He olvidado las palabras que se pronunciaron hasta entonces. Pero no puedo decir lo mismo respecto a lo que se dijo en el momento de los cigarros.

No es que el tema de la conversación en si tuviera una importancia particular, pero el brutal comentario que debía ser hecho muy pronto al respecto no dejó de darle un sentido premonitorio, y es por ello por lo que nunca lo he podido borrar de mi mente.

Poco a poco la charla fue derivando el cómo importa poco a los maravillosos progresos conseguidos por el hombre. El doctor Bathurst, en un cierto momento, dijo:

—Es un hecho que si Adán —naturalmente, en su calidad de anglosajón, pronunció Edem— y Eva —por supuesto, pronunció Iva— regresaran a la Tierra, se llevarían una buena sorpresa.

Aquel fue el origen de la discusión. Darwinista ferviente, partidario convencido de la selección natural, Moreno le preguntó con tono irónico a Bathurst si creía seriamente en la leyenda del paraíso terrenal. Bathurst respondió que al menos creía en Dios, y puesto que la existencia de Adán y Eva era afirmada por la Biblia, prohibía cualquier tipo de discusión al respecto. Moreno dijo que creía en Dios al menos tanto como su interlocutor, pero que el primer hombre y la primera mujer podían muy bien no ser mas que mitos, unos símbolos, y que no había nada de impío, en consecuencia, en suponer que la Biblia había querido idealizar así el soplo de la vida introducido por la potencia creadora en la primera célula, a la cual habían seguido luego todas las demás. Bathurst replicó que la explicación era artificiosa y que, en lo que al concernía, estimaba más halagador ser la obra directa de la divinidad que descender de ella por intermedio de unos primates mas o menos simiescos.

Vi que la discusión iba a empezar a calentarse, cuando se interrumpió de repente al encontrar por casualidad los dos adversarios un terreno de entendimiento. Así es como terminaban siempre las cosas.

Esta vez, volviendo a su tema original, los dos antagonistas llegaron al acuerdo de admirar, fuera cual fuese el origen de la humanidad, la alta cultura a donde había llegado. Enumeraron con orgullo sus conquistas. Todas pasaron por el tamiz. Bathurst alabó la química, llevada a tal grado de perfección que tendía a desaparecer para confundirse con la física, formando ambas ciencias una sola cuyo objetivo era el estudio de la inmanente energía. Moreno elogió la medicina, la cirugía, gracias a las cuales se había penetrado en la naturaleza intima del fenómeno de la vida, y cuyos prodigiosos descubrimientos permitían esperar, para un próximo futuro, la inmortalidad de los organismos animados. Tras lo cual ambos se congratularon de las alturas alcanzadas por la astronomía. ¿No se hablaba ahora, mientras se esperaba alcanzar las estrellas, de los siete planetas del sistema solar?…

Fatigados por su entusiasmo, los dos apologistas se tomaron un cierto tiempo de descanso. Los otros invitados lo aprovecharon para intervenir a su vez, y entramos en el vasto campo de las invenciones practicas que tan profundamente habían modificado la condición de la humanidad. Se alabaron los ferrocarriles y los buques de vapor, dedicados al transporte de mercancías pesadas y voluminosas, las económicas aeronaves, utilizadas por los viajeros a quienes no les falta el tiempo, los tubos neumáticos o electrónicos que jalonan todos los continentes y todos los mares, adoptados por las gentes apresuradas. Se alabaron las innumerables máquinas, cada vez más ingeniosas, una sola de las cuales, en ciertas industrias, ejecuta el trabajo de cien hombres. Se alabó la imprenta, la fotografía del color, de la luz, de los sonidos, del calor y de todas las vibraciones del éter. Se alabó principalmente la electricidad, ese agente tan dúctil, tan obediente y tan perfectamente conocido tanto en sus propiedades como en su esencia, y que permite, sin la menor conexión material, ya sea accionar un mecanismo cualquiera, ya sea dirigir una nave marina, submarina o aérea, ya sea escribirse, hablarse o verse, y todo ello por grande que sea la distancia.

En pocas palabras, fue un autentico ditirambo, en el cual confieso tomé parte. Se llegó al acuerdo de que la humanidad había alcanzado un nivel intelectual desconocido antes de nuestra época y que autorizaba a creer en su victoria definitiva sobre la naturaleza.

—Sin embargo —dijo con su vocecilla aflautada el presidente Mendoza, aprovechando el instante de silencio que siguió a aquella conclusión final—, he oído decir que algunos pueblos, hoy desaparecidos sin dejar la menor huella, habían llegado a alcanzar una civilización igual o análoga a la nuestra.

—¿Cuáles? —interrogo la mesa, con una sola voz.

—Pues… los babilonios, por ejemplo.

Hubo una explosión de hilaridad. ¡Atreverse a comparar los babilonios con los hombres modernos!

—Los egipcios —continuó Mendoza.

Las risas se hicieron más fuertes a su alrededor.

—Y también están los atlantes —prosiguió el presidente—, que nuestra ignorancia ha hecho legendarios. ¡Y añadan que una infinidad de otras humanidades, anteriores a los propios atlantes, han podido nacer, prosperar extinguirse sin que nosotros hayamos tenido ninguna noticia de ellas!

Como sea que Mendoza persistía en su paradoja, aceptamos, a fin de no herirle, hacer ver que lo tomábamos en serio.

—Veamos, mi querido presidente —insinuó Moreno, con el elaborado tono que adopta alguien que quiere hacer entrar en razón a un niño—, no pretenderá usted, imagino, comparar ninguno de esos antiguos pueblos con nosotros. En el orden moral, admito que llegaron a levarse a un grado igual de cultura, ¡pero en el orden material!…

—¿Por qué no? —objetó Mendoza.

—Porque —se apresuro a explicar Bathurst— la característica principal de nuestras invenciones es que se extienden instantáneamente por toda la Tierra: la desaparición de un solo pueblo, o incluso de un gran número de pueblos, dejaría intacta la suma de los progresos alcanzados. Para que todo el esfuerzo humano resultara perdido haría falta que toda la humanidad desapareciera al mismo tiempo. ¿Es esta, le preguntó, una hipótesis admisible…?

Mientras hablábamos así, los efectos y las causas continuaban engendrándose en el infinito del universo y, menos de un minuto después de la pregunta que acababa de hacer el doctor Bathurst, su resultante total iba a justificar plenamente el escepticismo de Mendoza. Pero nosotros no teníamos la menor sospecha de ello, y discutíamos placenteramente, unos reclinados en sus sillones, los otros acodados en la mesa, y todos haciendo converger sus compasivas miradas en Mendoza, al que suponíamos abrumado por la replica de Bathurst.

—En primer lugar —respondió el presidente, sin alterarse—, es de creer que la Tierra tenía antiguamente menos habitantes de los que tiene hoy en día, de tal modo que un pueblo podía muy bien poseer por sí solo el saber universal. Además, no veo nada absurdo en admitir, a priori, que toda la superficie del planeta se viera sacudida a un mismo tiempo.

—¡Oh, vamos! —exclamamos todos a la vez.

Fue en aquel preciso instante cuando sobrevino el cataclismo.

Estábamos pronunciando aún todos juntos aquel “¡Oh, vamos!”, cuando se produjo un estruendo aterrador. El suelo se estremeció bajo nuestros pies, la villa osciló sobre sus cimientos.

Tropezando, empujándonos, presas de un indecible terror, nos precipitamos fuera.

Apenas habíamos franqueado el umbral cuando el edificio se derrumbó en un solo bloque, sepultando bajo sus escombros al presidente Mendoza y a mi ayuda de cámara Germain, que eran los últimos. Tras algunos segundos de natural confusión, nos disponíamos a acudir en su ayuda cuando vimos a Raleigh, mi jardinero, que corría hacia nosotros, seguido por su mujer, procedentes de la parte baja del jardín, donde estaba su vivienda.

—¡El mar…! ¡El mar…! —gritaban a pleno pulmón.

Me volví hacia el océano y me quede helado, inmovilizado por el estupor. No porque me diera cuenta claramente de lo que estaba viendo, sino porque de inmediato tuve la sensación de que la perspectiva habitual había cambiado. ¿Acaso no era suficiente para helar de miedo el corazón el que el aspecto de la naturaleza, esta naturaleza que consideramos esencialmente inmutable, hubiera cambiado tan extrañamente en unos pocos segundos?

Sin embargo, no tardé en recuperar mi sangre fría. La verdadera superioridad del hombre no reside en dominar, en vencer la naturaleza, sino, para el pensador, en comprenderla, en hacer que el inmenso universo penetre en el macrocosmos de su cerebro, y para el hombre de acción, en mantener el alma serena ante la rebelión de la materia, en decirle: ¡Destruirme, sea, pero inmutarme, jamás!

Desde el momento en que recobré mi calma, comprendí en que se diferenciaba el cuadro que tenía ante mis ojos del que estaba acostumbrado a contemplar. El acantilado simplemente había desaparecido, y mi jardín había descendido al nivel del mar, cuyas olas, tras aniquilar la casa del jardinero, batían curiosamente los arriates más bajos.

Como era poco admisible que el nivel del agua hubiera subido tanto, había que suponer necesariamente que era la tierra firme la que se había hundido. Su hundimiento superaba los cien metros, puesto que el acantilado tenía anteriormente esa altura, pero debía haberse producido con una cierta suavidad, ya que apenas nos habíamos dado cuenta de ello, lo cual explicaba la relativa calma del océano.

Un breve examen me convenció de que mi hipótesis era exacta y me permitió, al mismo tiempo, constatar que el hundimiento no había cesado. El mar seguía ascendiendo, en efecto, a una velocidad que me pareció cercana a los dos metros por segundo —o sea siete u ocho kilómetros por hora—. Dada la distancia que nos separaba de las primeras olas, íbamos a ser tragados por las aguas en menos de tres minutos, si la velocidad de caída de la tierra firme permanecía constante.

Mi decisión fue rápida.

—¡Al auto! —grité.

Fui comprendido. Nos lanzamos todos hacia la cochera, y el automóvil fue arrastrado fuera. En un abrir y cerrar de ojos llenamos el depósito de gasolina, y luego nos subimos al buen tuntún. Mi chofer Simonat accionó el motor, saltó al volante, embragó y se lanzó en cuarta velocidad, mientras Raleigh, una vez abierta la verja, se agarraba al auto a su paso y se aferraba fuertemente a las ballestas traseras.

¡Justo a tiempo! En el momento en que el auto alcanzaba la carretera, una ola fue a lamer las ruedas hasta su eje. ¡Bah!, ahora ya podíamos reírnos de la persecución del mar.

Pese a su exceso de carga, mi buena maquina sabría ponernos fuera de su alcance, a menos que el hundimiento hacia el abismo continuara indefinidamente… Teníamos una buena perspectiva ante nosotros: dos horas al menos de ascensión, y una altitud disponible de cerca de mil quinientos metros.

Sin embargo, no tardé en reconocer que aun no podíamos cantar victoria. Tras la primera arrancada del vehículo, que nos llevó a una veintena de metros de la franja de espuma, fue en vano que Simonat abriera el gas al máximo: la distancia no aumentó. Sin duda; el peso de las doce personas frenaba la velocidad del auto. Fuera lo que fuese, aquella velocidad era exactamente igual a la del agua invasora, que permanecía invariablemente a la misma distancia de nosotros.

Aquella inquietante situación fue muy pronto observada, y todos, excepto Simonat, dedicado a dirigir su vehículo, nos giramos hacia el camino que dejábamos atrás. Ya no se veía nada más que agua. A medida que íbamos conquistándola, la carretera desaparecía bajo el mar, que la conquistaba a su vez. Este se había calmado. Apenas algunas olas venían a morir suavemente sobre una playa de guijarros siempre renovada. Era un lago apacible que se hinchaba, se hinchaba, con un movimiento uniforme, y nada era tan trágico como la persecución de aquellas aguas calmadas. En vano huíamos ante ellas: las aguas ascendían, implacables, con nosotros…

Simonat, que mantenía los ojos fijos en la carretera, dijo en una curva:

—Estamos a mitad de la pendiente. Nos queda aun una hora de ascensión.

Nos estremecimos. ¿Qué? Dentro de una hora íbamos a alcanzar la cima, y no nos quedaría más remedio que descender de nuevo, perseguidos, alcanzados entonces, fuera cual fuese nuestra velocidad, por las masas líquidas que se desplomarían en avalancha tras nosotros.

La hora transcurrió sin que nuestra situación cambiara en lo mas mínimo. Distinguíamos ya el punto culminante de la costa, cuando el auto sufrió una violenta sacudida y dio un bandazo que estuvo a punto de estrellarlo contra el talud que había a un lado de la carretera. Al mismo tiempo, una enorme ola se hinchó tras nosotros, corrió al asalto de la carretera, se derrumbó, se derramó finalmente sobre el auto, que se vio rodeado de espuma… ¿íbamos a vernos sumergidos?

¡No! El agua se retiró espumando, mientras el motor, aumentando bruscamente el ritmo de su trabajo, aceleraba nuestra marcha.

¿De dónde provenía aquel repentino aumento de la velocidad? Un grito de Anna Raleigh nos lo hizo comprender: como acababa de constatar la pobre mujer, su marido ya no estaba sujeto a las ballestas traseras. Sin duda el remolino había arrancado al desgraciado de su asidero, y aquel era el motivo de que el vehículo aligerado trepara con mayor facilidad por la pendiente.

De pronto, nos detuvimos en seco.

—¿Qué ocurre? —le pregunte a Simonat—. ¿Es una avería?

Incluso en aquellas trágicas circunstancias, el orgullo profesional no perdió sus derechos: Simonat se encogió de hombros con desdén, dándome a entender con ello que la posibilidad de una avería era algo inconcebible para un chofer de su categoría, y con un gesto de la mano me mostró silenciosamente la carretera. Entonces comprendí la detención.

La carretera estaba cortada a menos de diez metros delante de nosotros. “Cortada” es la palabra exacta: uno podría decir que había sido rebanada con un cuchillo. Mas allá de una arista viva que la remataba bruscamente, no había mas que el vacío, un abismo de tinieblas, en cuyo fondo era imposible distinguir nada.

Nos volvimos, abatidos, seguros de que había llegado nuestra última hora. El océano, que nos había perseguido hasta aquellas alturas, iba a alcanzarnos necesariamente en unos pocos segundos…

Todos, salvo la desgraciada Anna y sus hijas, que sollozaban a partir el alma, lanzamos un grito de alegre sorpresa. No, el agua no había proseguido su movimiento ascendente, o, con mas exactitud, la tierra firme había dejado de hundirse. Sin duda la sacudida que acabábamos de experimentar había sido la última manifestación del fenómeno. El océano se había detenido, y su nivel permanecía a unos cien metros por debajo del punto en el cual nos habíamos agrupado alrededor del aún trepidante auto, que parecía un animal resoplando tras una rápida carrera.

¿Conseguiríamos salir de aquella mala situación? No lo sabríamos hasta el nuevo día. Hasta entonces, había que esperar. Uno tras otro nos tendimos pues en el suelo, y creo, Dios me perdone, que incluso me dormí…

Durante la noche

Soy despertado con un sobresalto por un ruido formidable. ¿Qué hora es? Lo ignoro. Sea como sea, seguimos rodeados por las tinieblas nocturnas.

El ruido brota del abismo impenetrable en que se ha hundido la carretera. ¿Qué es lo que ocurre?… Uno juraría que son masas de agua cayendo allí en cataratas, olas gigantescas entrechocando con violencia… Sí, eso es exactamente, ya que volutas de espuma llegan hasta nosotros, y nos vemos cubiertos por su rocío.

Luego la calma renace poco a poco… Todo vuelve al silencio… El cielo palidece… Es de día.

25 de mayo

¡Que suplicio es el lento revelarse de nuestra autentica situación! Al principio no distinguimos otra cosa que nuestros alrededores más inmediatos, pero el círculo aumenta, aumenta de tamaño sin cesar, como si nuestra esperanza siempre frustrada levantara uno tras otro un numero infinito de ligeros velos…. y finalmente llega la plena luz, destruyendo nuestras últimas ilusiones.

Nuestra situación es de lo más simple, y puede resumirse en pocas palabras: nos hallamos sobre una isla. El mar nos rodea por todas partes. Apenas ayer, hubiéramos podido divisar todo un océano de cimas, algunas de las cuales dominaban en altura a esta en la que nos hallamos ahora: esas cimas han desaparecido, mientras que, por razones que quedarán desconocidas para siempre, la nuestra, más humilde que las demás, se ha detenido en su tranquila caída. En su lugar se extiende una capa de agua sin límites. Por todos lados no hay más que el mar. Ocupamos el único punto sólido del inmenso circulo descrito por el horizonte.

Nos basta una ojeada para reconocer en toda su extensión el islote en el que una extraordinaria fortuna nos ha permitido hallar asilo. Es efectivamente de pequeño tamaño: mil metros como máximo en longitud, quinientos en anchura. Hacia el norte, el oeste y el sur, su cima, de unos cien metros aproximadamente de altitud, desciende en pendiente suave hacia las olas. Al este, por el contrario, el islote termina en un acantilado que cae a pico hasta el océano.

Es principalmente hacia ese lado hacia donde se vuelven nuestros ojos. En aquella dirección deberíamos ver cadenas de montañas y, más allá de ellas, toda la extensión de México. ¡Qué cambio, en el espacio de una corta noche de primavera! Las montañas han desaparecido, todo México ha sido sumergido por las aguas. En su lugar sólo hay un desierto infinito, el árido desierto del mar.

Nos miramos, aterrados. Aislados, sin víveres, sin agua, sobre esta pequeña y desnuda roca, no podemos conservar la menor esperanza. Taciturnos, nos tendemos en el suelo e iniciamos la lenta espera de la muerte.

A bordo del Virginia, 4 de junio

¿Que pasó durante los días siguientes? No he guardado su recuerdo. Es de suponer que finalmente perdí el conocimiento: mi primera conciencia es a bordo del buque que nos ha recogido. Solamente entonces me entero de que pasamos seis días completos en el islote, y que dos de nosotros, Williamson y Rowling, murieron allí de sed y de hambre. De los quince seres vivos que albergaba mi villa en el momento del cataclismo, solamente quedan nueve: mi hijo Jean y mi pupila Helene, mi chofer Simonat, inconsolable por la perdida de su máquina, Anna Raleigh y sus dos hijas, los doctores Bathurst y Moreno…. y finalmente yo, que me esfuerzo en redactar estas líneas para conocimiento de las razas futuras, admitiendo que nazcan algún día.

El Virginia, que nos alberga, es un buque mixto —a vapor y a vela— de unas dos mil toneladas, dedicado al transporte de mercancías. Es una nave bastante vieja, de andar lento. El capitán Morris tiene veinte hombres bajo sus órdenes. El capitán y la tripulación son ingleses.

El Virginia zarpó de Melbourne en lastre, hace poco más de un mes, con destino a Rosario. Ningún incidente marcó su viaje, salvo, en la noche del 24 al 25 de mayo, una serie de olas de fondo de una altura prodigiosa, pero de una longitud proporcional, lo que las hizo inofensivas. Por singulares que fueran, aquellas olas no podían hacer prever al capitán el cataclismo que se estaba produciendo en aquel mismo instante. Así que se sintió muy sorprendido no viendo mas que mar en el lugar donde esperaba encontrar Rosario y el litoral mexicano. De aquel litoral no subsistía mas que un islote. Un bote del Virginia abordó aquel islote, en el que fueron descubiertos once cuerpos inanimados. Dos no eran mas que cadáveres; se embarcó a los otros nueve. Así fuimos salvados.

En tierra, enero o febrero

Un intervalo de ocho meses separa las ultimas líneas precedentes de las primeras que siguen. Fecho estas como enero o febrero, en la imposibilidad de ser más preciso, puesto que no tengo una noción exacta del tiempo.

Estos ocho meses constituyen el período más atroz de nuestras pruebas, el período en que, a grados cruelmente escalonados, hemos conocido toda la magnitud de nuestra desgracia.

Tras habernos recogido, el Virginia prosiguió su rumbo hacia el este, a todo vapor. Cuando volví en mí, el islote donde estuvimos a punto de morir había desaparecido hacía tiempo tras el horizonte. Como indicó la posición, que el capitán tomó en un cielo sin nubes, navegábamos entonces sobre el lugar donde debería hallarse México, pero de México no quedaba ninguna huella…, ni la menor señal de una tierra cualquiera, por mucho que uno aguzara la vista. Por todos lados no había más que la extensión infinita del mar.

Había, en aquella constatación, algo realmente alucinante. Sentíamos que la razón estaba próxima a abandonarnos. ¡Y como no! ¡Todo México sumergido!… Intercambiamos aterradas miradas, preguntándonos hasta dónde se habían extendido los estragos del terrible cataclismo…

El capitán quiso tranquilizar su conciencia; modificando el rumbo, puso proa al norte; si bien México ya no existía, no era admisible que ocurriera lo mismo con todo el continente americano.

Sin embargo, así era. Surcamos en vano el mar hacia el norte durante doce días, sin hallar ningún asomo de tierra, y tampoco la encontramos tras virar en redondo y dirigirnos hacia el sur durante casi un mes. Por paradójico que nos pareciera, no nos quedaba mas remedio que rendirnos a la evidencia: ¡Si, la totalidad del continente americano había desaparecido bajo las aguas!

Así pues, ¿habíamos sido salvados tan sólo para conocer una segunda vez las torturas de la agonía? En verdad, teníamos motivos para creerlo. Sin hablar de los víveres que nos faltarían un día u otro, un peligro urgente nos amenazaba: ¿que sería de nosotros cuando el agotamiento del carbón redujera la maquinaria a la inmovilidad? Así es como deja de latir el corazón de un animal exhausto. Es por ello por lo que, el 14 de julio —nos hallábamos entonces más o menos sobre el antiguo emplazamiento de Buenos Aires—, el capitán Morris apagó los fuegos y largó las velas. Hecho esto, reunió a todo el personal del Virginia, tripulación y pasajeros, y, tras exponernos en pocas palabras la situación, nos rogó que reflexionáramos profundamente sobre ella y propusiéramos al consejo que se celebraría al día siguiente la solución que gozara de nuestras preferencias.

No sé si alguno de mis compañeros de infortunio tuvo al respecto alguna idea más o menos ingeniosa. Por mi parte, lo confieso, vacilaba, muy inseguro del mejor partido a tomar, cuando una tormenta que se desató durante la noche cortó en seco la cuestión; tuvimos que huir hacia el oeste, arrastrados por un viento desencadenado, a punto a cada instante de ser tragados por un mar furioso.

El huracán duró treinta y cinco días, sin un minuto de interrupción, sin amainar ni por un momento. Empezábamos a desesperar de que terminara nunca cuando, el 19 de agosto, el buen tiempo regresó con la misma brusquedad con que había cesado. El capitán aprovechó la circunstancia para calcular la posición: el cálculo le dio 40º latitud Norte y 114º longitud Este. ¡Eran las coordenadas de Pekín!

Así pues, habíamos pasado por encima de la Polinesia, y quizá de Australia, sin ni siquiera darnos cuenta, ¡y en el lugar donde navegábamos ahora se había erigido antes la capital de un imperio de cuatrocientos millones de almas!

¿Así pues, Asia había sufrido la misma suerte que América?

Muy pronto pudimos convencernos de ello. El Virginia, siguiendo su rumbo hacia el sudoeste, llegó a la altura del Tibet, luego a la del Himalaya. Aquí tenían que haberse elevado las cimas más altas del mundo. Y sin embargo, en todas direcciones, nada emergía de la superficie del océano. ¡Era de creer que no existía ya, sobre la Tierra, otro punto sólido que el islote que nos había salvado, que nosotros éramos los únicos supervivientes del cataclismo, ¡los últimos habitantes de un mundo cubierto por el moviente sudario del mar!

Si era así, nosotros no tardaríamos en morir a nuestra vez. Pese a un severo racionamiento, los víveres de a bordo se agotaban, y en este caso deberíamos perder toda esperanza de poder renovarlos…

Resumo el relato de esa terrible navegación. Si, para contarla en detalle, intentara revivirla día a día, el recuerdo me volvería loco. Por extraños y terribles que sean los acontecimientos que la precedieron y siguieron, por lamentable que me parezca el futuro —un futuro que yo no veré— fue durante esa navegación infernal cuando conocimos el máximo del horror. ¡Oh, esa carrera eterna por un mar infinito! ¡Esperar todos los días llegar a alguna parte, y ver sin cesar cómo iba retrocediendo el termino del viaje! ¡Vivir inclinados sobre los mapas donde los hombres habían representado la sinuosa línea de las orillas y constatar que nada, absolutamente nada de esos lugares que creían eternos existe ya! ¡Decirse que hacía tan poco tiempo la Tierra palpitaba con incontables vidas, que millones de hombres y miríadas de animales la recorrían en todos sentidos o surcaban su atmósfera, y que todo ha muerto a la vez, que todas esas vidas se apagaron juntas como una pequeña llama ante el soplo del viento! ¡Buscar semejantes por todas partes, y buscarlos en vano! ¡Adquirir poco a poco la certeza de que alrededor de uno no existe nada vivo, y adquirir gradualmente conciencia de su soledad en medio de un despiadado universo!…

¿He hallado las palabras adecuadas para expresar nuestra angustia? No lo sé. En ninguna lengua deben existir términos adecuados para una situación sin precedentes.

Tras reconocer el mar donde antes había estado la península india, tomamos rumbo al norte durante diez días, luego viramos al oeste. Sin que nuestra condición cambiara en lo mas mínimo, franqueamos la cordillera de los Urales, convertida en montañas submarinas, y navegamos por encima de lo que había sido Europa. Descendimos luego hacia el sur, hasta veinte grados mas allá del Ecuador; tras lo cual, abandonando nuestra inútil búsqueda, pusimos de nuevo rumbo al norte y atravesamos, hasta pasados los Pirineos, una extensión de agua que recubría África y España. En verdad, empezábamos a acostumbrarnos a nuestro horror. A medida que avanzábamos, marcábamos nuestro rumbo en los mapas y nos decíamos: Aquí estaba Moscú… Varsovia… Berlín… Viena… Roma… Túnez… Tombuctú… Saint Louis… Oran… Madrid, pero, con una creciente indiferencia, y con ayuda de la costumbre, llegábamos incluso a pronunciar sin emoción aquellas palabras en realidad tan trágicas.

Sin embargo, yo al menos no había agotado toda mi capacidad de sufrimiento. Recuerdo el día —era aproximadamente el 11 de diciembre— en que el capitán Morris me dijo: “Aquí estaba Paris…” Ante esas palabras, creí que me arrancaban el alma. Que el universo entero fuera sumergido, sea. ¡Pero Francia, mi Francia, y Paris, que la simbolizaba!…

A mi lado oí como un sollozo. Me volví; era Simonat, que lloraba.

Durante cuatro días aún proseguimos nuestro rumbo hacia el norte; luego, llegados a la altura de Edimburgo, descendimos de nuevo hacia el sudoeste, en busca de Irlanda; luego variamos el rumbo al este… En realidad errábamos al azar, ya que no había ninguna razón que aconsejara ir en una dirección mejor que en otra…

Pasamos por encima de Londres, cuya líquida tumba fue saludada por toda la tripulación. Cinco días mas tarde estábamos a la altura de Danzig, cuando el capitán Morris hizo virar ciento ochenta grados y poner rumbo sudoeste. El timonel obedeció pasivamente. ¿Qué podía importarle? ¿Acaso no iban a encontrar lo mismo por todos lados?

Fue durante el noveno día de navegación siguiendo aquel rumbo cuando comimos nuestro último trozo de galleta.

Mientras nos mirábamos con ojos extraviados, el capitán Morris ordenó de pronto encender de nuevo los fuegos. ¿A qué pensamiento obedecía? Sigo preguntándomelo aún; pero la orden fue ejecutada: la velocidad de la nave aumentó…

Dos días mas tarde sufríamos ya cruelmente a causa del hambre. Al día siguiente, casi todos se negaron obstinadamente a levantarse; tan sólo el capitán, Simonat, algunos hombres de la tripulación y yo tuvimos la energía de mantener el rumbo del buque.

Al día siguiente, quinto del ayuno, el número de timoneles y de mecánicos benévolos decreció aún más. En veinticuatro horas, nadie tendría ya fuerzas para mantenerse en pie.

Llevábamos en aquel momento mas de siete meses de navegación. Desde hacía siete meses rastrillábamos el océano en todos sentidos. Debíamos estar, creo, a 9 de enero…. y digo “creo” en la imposibilidad de ser más preciso, ya que el calendario había perdido para nosotros buena parte de su rigor.

Sin embargo, fue aquel día, mientras sujetaba la barra y me esforzaba con toda mi desfalleciente atención en mantener el rumbo, cuando creí divisar algo hacia el oeste. Creyendo ser juguete de un error, fruncí los ojos…

¡No, no me había equivocado!

Lance un autentico rugido y luego, aferrándome a la barra, grité con la voz mas fuerte que pude: ¡Tierra a estribor por avante!

¡Que magnífico efecto tuvieron aquellas palabras! Todos los moribundos resucitaron a la vez, y sus pálidos rostros aparecieron por encima de la amura de estribor.

—Es realmente tierra —dijo el capitán Morris, tras examinar atentamente la mancha en el horizonte.

Media hora más tarde era imposible tener la menor duda. ¡Era realmente tierra aquello que encontrábamos en pleno océano Atlántico, tras haber buscado en vano por toda la superficie de los antiguos continentes!

Hacia las tres de la tarde, los detalles del litoral que nos cortaba el rumbo se hicieron perceptibles, y sentimos renacer nuestra desesperación. Ya que aquel litoral no se parecía a ningún otro, y nadie de nosotros recordaba haber visto una desolación tan absoluta, tan perfecta.

En la Tierra, tal como la habitábamos antes del desastre, el verde era un color muy abundante.

Ninguno de nosotros conocía una costa, por árida o desheredada que fuera, donde no se hallaran algunos arbustos, algunos matorrales, incluso tan sólo algunos líquenes o musgos. Aquí no había nada de eso. No se distinguía más que un alto acantilado negruzco, al pie del cual yacía un caos de rocas, sin una planta, sin una sola brizna de hierba. Era la desolación en su forma más total, más absoluta.

Durante dos días costeamos aquel abrupto acantilado sin divisar en el la menor fisura. Fue hacia el anochecer del segundo día cuando descubrimos una amplia bahía bien abrigada de todos los vientos, al fondo de la cual dejamos caer el ancla.

Tras haber alcanzado tierra en los botes, nuestro primer cuidado fue recolectar nuestro alimento sobre los guijarros de la playa. Esta se hallaba cubierta por centenares de tortugas y por millares de moluscos. En los intersticios rocosos podían verse cangrejos, langostas, otros crustáceos en cantidad fabulosa, sin perjuicio, e innumerables peces. Evidentemente, aquel mar tan ricamente poblado bastaría, a falta de otros recursos, para asegurar nuestra subsistencia durante un tiempo ilimitado.

Cuando hubimos satisfecho nuestros estómagos, un corte en el acantilado nos permitió alcanzar la meseta superior, donde descubrimos un vasto espacio. El aspecto de la orilla no nos había engañado; por todos lados, en todas direcciones, no había mas que rocas áridas, recubiertas de algas y plantas marinas generalmente ya secas, sin la menor brizna de hierba, sin nada vivo, ni sobre la tierra ni en el cielo. De tanto en tanto, pequeños lagos, mas bien estanques, brillaban bajo los rayos de sol. Intentamos beber de ellos, y descubrimos que el agua era salada.

Realmente, no nos sentimos sorprendidos por ello. El hecho confirmaba lo que habíamos supuesto desde un primer momento, a saber, que aquel continente desconocido era de reciente nacimiento y que había surgido, en un solo bloque, de las profundidades del mar. Aquello explicaba su aridez, al igual que su perfecta soledad. Aquello explicaba también la capa de limo uniformemente esparcida que, a resultas de la evaporación, comenzaba a cuartearse y a reducirse a polvo…

Al día siguiente, al mediodía, la posición indicó 17º 20′ latitud Norte y 23′ 55′ longitud Oeste.

Trasladándola al mapa, pudimos ver que nos hallábamos realmente en pleno mar, aproximadamente a la altura del Cabo Verde. Y, sin embargo, la tierra, en el oeste, y el mar, hacia el este, se extendían ahora hasta perderse completamente de vista.

Por hosco e inhóspito que fuese el continente en el que habíamos puesto pie, sin embargo, no nos quedaba mas remedio que contentarnos con él. Fue por ello por lo que la descarga del Virginia fue emprendida sin la menor dilación. Subimos a la meseta todo lo que contenía, sin hacer ninguna elección. Antes, anclamos sólidamente la nave con cuatro anclas, en un lugar donde la profundidad era de quince brazas. En aquella tranquila bahía no corría ningún riesgo, y podíamos abandonarla a sí misma sin el menor problema.

Nuestra nueva vida empezó apenas terminamos el desembarco de todos nuestros bienes. En primer lugar, convenía…

Llegado a este punto de su traducción, el zartog Sofr tuvo que interrumpirse. El manuscrito mostraba en aquel lugar una primera laguna, probablemente muy importante a juzgar por las paginas que comprendía, laguna que era seguida por otra mas considerable aún por lo que era posible juzgar. Sin duda un gran número de hojas habían resultado afectadas por la humedad, pese a la protección del estuche en resumidas cuentas, no quedaban de ellas mas que algunos fragmentos más o menos extensos, cuyo contexto general había quedado destruido para siempre. Esos fragmentos se sucedían en el siguiente orden:

… empezamos a aclimatarnos.

¿Cuánto tiempo hace que desembarcamos en esta costa? Ya no lo sé. Se lo he preguntado al doctor Moreno, que lleva un calendario de los días transcurridos.

—Seis meses —me ha dicho, añadiendo—. Día mas, día menos —ya que cree que es probable que este equivocado.

¡A esto hemos llegado! Han bastado sólo seis meses para que ya ni siquiera estemos seguros de haber medido exactamente el tiempo ¡Eso promete!

De todos modos, nuestra negligencia no tiene nada de sorprendente. Empleamos toda nuestra atención, toda nuestra actividad, en conservar nuestras vidas. Alimentarse es un problema cuya solución exige toda la jornada. ¿Qué es lo que comemos? Peces, cuando los encontramos, lo cual se hace cada día menos fácil, ya que nuestra incesante persecución los pone sobre aviso. Comemos también huevos de tortuga, y algunas algas comestibles. Por la noche nuestro estomago está lleno, pero nos sentimos extenuados, y no pensamos en otra cosa que en dormir. Hemos improvisado tiendas con las velas del Virginia. Creo que en breve tiempo habrá que construir algún abrigo más seguro.

A veces cazamos algún pájaro; la atmósfera no está tan desierta como supusimos al principio: una decena de especies conocidas se hallan representadas en este nuevo continente. Son exclusivamente aves migratorias: golondrinas, albatros y algunas otras. Hay que creer que no encuentran su alimento en esta tierra sin vegetación, ya que no dejan de girar en torno a nuestro campamento, al acecho de los restos de nuestras miserables comidas. A veces recogemos alguno al que ha matado el hambre, lo cual nos permite ahorrar nuestra pólvora y nuestros fusiles.

Afortunadamente, hay posibilidades de que la situación se haga menos mala. Hemos descubierto un saco de trigo en la cala del Virginia, y hemos sembrado la mitad. Será una gran mejora cuando el trigo haya crecido. Pero ¿germinará? El suelo esta recubierto de una espesa capa de aluvión, una tierra arenosa abonada por la descomposición de las algas. Por mediocre que sea su calidad, es humus de todos modos. Cuando abordamos el continente estaba impregnado de sal, pero luego las lluvias diluvianas han lavado copiosamente su superficie, ya que todas las depresiones se hallan ahora llenas de agua dulce.

De todos modos, la capa de aluvión se ha desembarazado de la sal tan sólo en un espesor muy débil: los riachuelos, incluso los ríos que estan empezando a formarse, son todos fuertemente salados, lo cual prueba que la tierra se halla aún saturada en profundidad.

Para sembrar el trigo y conservar la otra mitad como reserva hemos tenido que pelearnos: una parte de la tripulación del Virginia quería convertirlo en pan inmediatamente. Nos hemos visto obligados a…

… que teníamos a bordo del Virginia. Esta pareja de conejos huyeron al interior, y no los hemos vuelto a ver. Hay que creer que habrán encontrado algo con lo que alimentarse. La tierra, pues, parece producir…

… dos años, al, menos, que estamos aquí … ! El trigo ha crecido admirablemente. Tenemos pan casi a discreción, y nuestros campos ganan constantemente en extensión. ¡Pero qué lucha contra los pájaros! Se han multiplicado extrañamente y, a todo alrededor de nuestros cultivos…

Pese a las muertes que he relatado mas arriba, la pequeña tribu que formamos no ha disminuido, sino al contrario. Mi hijo y mi pupila tienen tres niños, y cada una de las otras tres parejas igual. Toda la chiquillería revienta de salud. Hay que creer que la especie humana posee un mayor vigor, una vitalidad más intensa desde que se ha visto reducida en su número. Mas que causas de…

… aquí desde hace diez años, y no sabíamos nada de este continente. No lo conocíamos mas que en un radio de unos pocos kilómetros alrededor del lugar de nuestro desembarco. Es el doctor Bathurst quien nos ha hecho avergonzarnos de nuestra apatía: a instigación suya hemos armado el Virginia, lo cual ha requerido cerca de seis meses, y hemos efectuado un viaje de exploración.

Regresamos de él anteayer. El viaje ha durado más de lo que creíamos, ya que hemos querido que fuera completo.

Hemos dado toda la vuelta al continente que nos alberga y que, todo nos incita a creerlo, debe ser, junto con nuestro islote, la única parcela sólida existente en la superficie del planeta. Sus orillas nos han parecido todas iguales, es decir muy cortadas a pico y muy salvajes.

Nuestra navegación se ha visto interrumpida por varias excursiones al interior: esperábamos, principalmente, encontrar alguna huella de las Azores y de Madeira, situadas, antes del cataclismo, en el océano Atlántico, y que en consecuencia deben formar parte necesariamente del nuevo continente. No hemos podido reconocer el menor vestigio de ellas. Todo lo que hemos podido constatar ha sido que el suelo estaba muy removido y recubierto por una espesa capa de lava en el lugar que debían ocupar esas islas, que sin duda fueron sede de violentos fenómenos volcánicos.

Por ejemplo, si bien no descubrimos lo que buscábamos, ¡sí descubrimos lo que no estábamos buscando! Medio aprisionados por la lava, a la altura de las Azores, aparecieron ante nuestros ojos algunos testimonios de trabajos humanos…. pero no trabajos de los habitantes de las Azores, nuestros contemporáneos de ayer. Se trataba de restos de columnas o de cerámica, como nunca habíamos visto antes. Una vez examinadas, el doctor Moreno emitió la hipótesis de que aquellos restos debían provenir de la antigua Atlántida, y que el flujo volcánico los había puesto al descubierto.

Es probable que el doctor Moreno tenga razón. La legendaria Atlántida debía haber ocupado en efecto, si existió alguna vez, más o menos el lugar del nuevo continente. En este caso, sería un hecho singular la sucesión, en el mismo emplazamiento, de tres humanidades procediéndose la una a la otra.

Sea como fuere, confieso que el problema me deja frío: tenemos suficiente trabajo con el presente como para ocuparnos del pasado…

En el momento de regresar a nuestro campamento, nos ha chocado el hecho de que, en relación al resto del país, nuestros alrededores parecen una región especialmente favorecida. Esto se debe únicamente al hecho de que el color verde, tan abundante antes en la naturaleza, no es aquí desconocido, mientras que ha sido radicalmente suprimido en el resto del continente. Nunca hasta este momento habíamos hecho tal observación, pero la cosa es innegable. Briznas de hierba, que no existían antes de nuestro desembarco, aparecen ahora bastante numerosas a nuestro alrededor. Claro que no pertenecen mas que a un pequeño numero de especies entre las mas vulgares, cuyas semillas habrán sido traídas sin duda por los pájaros hasta aquí.

De lo antedicho no hay que sacar de todos modos la conclusión de que no existe vegetación, excepto algunas pocas especies antiguas. Como consecuencia de un trabajo de adaptación de los más extraños, existe por el contrario una vegetación, en estado al menos rudimentario, con promesas de futuro, en todo el continente.

Las plantas marinas de las que estaba cubierto en el momento en que surgió de las aguas han muerto en su mayor parte a causa de la luz del sol. Algunas, sin embargo, persistieron en los lagos, los estanques y las charcas, que el calor fue desecando progresivamente. Pero en aquella época los torrentes y los riachuelos empezaban a nacer, mucho mas apropiados a la vida de las algas y demás plantas marinas puesto que su agua era salada. Cuando la superficie y luego las profundidades del suelo se vieron privadas de su sal, y el agua se volvió dulce, la inmensa mayoría de aquellas plantas fueron destruidas. Un pequeño número de ellas, sin embargo, adaptándose a las nuevas condiciones de vida, prosperaron en el agua dulce al igual que habían prosperado en el agua salada. Pero el fenómeno no se detuvo ahí: algunas de esas plantas, dotadas de un mayor poder de acomodación, se adaptaron al aire libre, tras haberse adaptado al agua dulce, y, primero en las orillas, luego expandiéndose poco a poco, progresaron hacia el interior.

Sorprendimos esa transformación en pleno curso de su desarrollo, y pudimos constatar como las formas se modificaban al mismo tiempo que el funcionamiento fisiológico. Algunos tallos se yerguen ya tímidamente hacia el cielo. Es de prever que algún día se creará de este modo toda una flora completa y que se establecerá una ardiente lucha entre las especies nuevas y aquellas que hayan sobrevivido del antiguo orden de cosas.

Lo que ocurre con la flora ocurre también con la fauna. En las inmediaciones de los cursos de agua se ven antiguos animales marinos, moluscos y crustáceos en su mayor parte, en trance de convertirse en terrestres. El aire está surcado de peces voladores, mucho más pájaros que peces, con sus alas desmesuradamente desarrolladas y su cola curvada que les permite…

El ultimo fragmento, intacto, contenía el fin del manuscrito:

…todos viejos. El capitán Morris ha muerto. El doctor Bathurst tiene sesenta y cinco años; el doctor Moreno, sesenta; yo, sesenta y ocho. Todos llegaremos muy pronto al final de nuestras vidas. Antes, sin embargo, cumpliremos la tarea que nos hemos impuesto, y, tanto como esté en nuestro poder, acudiremos en ayuda de las generaciones futuras en la lucha que les aguarda.

Pero esas generaciones futuras, ¿verán algún día la luz?

Estoy tentado a responder sí, si tengo en cuenta la multiplicación de mis semejantes: los niños pululan y, por otro lado, en este clima seco, en este país donde los animales feroces son desconocidos, la longevidad es grande. Nuestra colonia ha triplicado su importancia.

Por el contrario, me siento tentado a responder no, si considero la profunda degradación intelectual de mis compañeros de miseria.

Nuestro pequeño grupo de náufragos estaba, sin embargo, en condiciones favorables para sacar provecho del saber humano: comprendía a un hombre particularmente enérgico —el capitán Morris, hoy ya fallecido—, dos hombres mas cultivados de lo habitual —mi hijo y yo—, y dos auténticos sabios —el doctor Bathurst y el doctor Moreno—. Con tales elementos, se hubiera podido hacer algo. No se ha hecho nada. La conservación de nuestra vida material ha sido, desde el principio, y lo es aún, nuestra única preocupación. Como al principio, empleamos todo nuestro tiempo en buscar nuestro alimento y, por la noche, caemos agotados en un pesado sueño.

Es terriblemente cierto que la humanidad, de la que somos los únicos representantes, esta en trance de regresión rápida y tiende a acercarse a la brutalidad. Entre los marineros del Virginia, gente ya inculta de por sí, los caracteres de animalidad se han manifestado antes; mi hijo y yo hemos olvidado lo que sabíamos; el doctor Bathurst y el doctor Moreno han dejado que sus cerebros se desecaran. Puede decirse que nuestra vida cerebral se ha visto abolida.

¡Qué suerte que, hace ya tantos años de ello, decidiéramos realizar el periplo de este continente! Hoy no hubiéramos tenido el valor necesario para llevarlo a cabo y por otro lado el capitán Morris, que dirigió la expedición, está muerto…. y muerto también de vetustez esta el Virginia que nos llevaba.

Al principio de nuestra estancia, algunos de nosotros empezamos a construir casas. Las construcciones inacabadas se caen ahora en ruinas. Dormimos en el suelo, en cualquier estación.

Desde hace tiempo ya no queda nada de las ropas que nos cubrían. Durante algunos años nos las hemos ingeniado para reemplazarlas con algas tejidas en forma primero ingeniosa, luego cada vez más burda. Finalmente, nos cansamos de este esfuerzo, que la suavidad del clima hace superfluo: ahora vivimos desnudos, como aquellos a los que llamábamos salvajes.

Comer, comer, esa es nuestra principal finalidad, nuestra exclusiva preocupación.

Sin embargo, subsisten aún algunos restos de nuestras antiguas ideas y nuestros antiguos sentimientos. Mi hijo Jean, hoy maduro y abuelo ya, no ha perdido todo sentimiento afectivo, y mi ex—chofer, Modeste Simonat, conserva un vago recuerdo de que hubo un tiempo en que yo fui su amo.

Pero con ellos, con nosotros, estas tenues huellas de los hombres que fuimos —puesto que en verdad no somos ya hombres— van a desaparecer para siempre. Los del futuro, los nacidos aquí, no conocerán nunca otra existencia más que esta. La humanidad se verá reducida a esos adultos —que tengo ahora aquí ante mis ojos, mientras escribo— que no saben leer, ni contar, ni apenas hablar; a esos niños de dientes afilados, que parecen no ser más que un vientre insaciable. Luego, tras ellos, habrá otros adultos y otros niños aún, cada vez más próximos al animal, cada vez más alejados de sus antepasados pensantes.

Me parece verlos, a esos hombres futuros, con el lenguaje articulado olvidado por completo, la inteligencia apagada, los cuerpos cubiertos de recios pelos, vagando por este árido desierto…

Bien, queremos intentar que las cosas no sean así. Queremos hacer todo lo que aún esté en nuestro poder para que las conquistas de la humanidad que fuimos no queden perdidas para siempre. El doctor Moreno, el doctor Bathurst y yo despertaremos nuestros abotagados cerebros, les obligaremos a recordar todo lo que han sabido. Compartiendo el trabajo, con este papel y esta tinta procedentes del Virginia, enumeraremos todo lo que conocemos en las diversas categorías de la ciencia, a fin de que, más tarde, los hombres, si perduran, y si, tras un período de salvajismo más o menos largo, sienten renacer su fe de luz, encuentren este resumen de lo que lograron sus antepasados. ¡Quieran entonces bendecir la memoria de aquellos que se esforzaron, a toda costa, por abreviar el doloroso camino de unos hermanos a los que nunca llegarán a ver!

En el umbral de la muerte

Hace ahora aproximadamente quince años que fueron escritas las anteriores líneas. El doctor Bathurst y el doctor Moreno ya no están aquí. De todos aquellos que desembarcaron conmigo, yo, él mas viejo de todos, soy el único que queda. Pero la muerte viene a buscarme también a mí. La siento ascender desde mis helados pies hasta mi corazón que se detiene.

Nuestro trabajo está terminado. He confiado los manuscritos que encierran el resumen de la ciencia humana en un caja de hierro desembarcada del Virginia, y la he hundido profundamente en el suelo. A su lado, voy a hundir también estas pocas paginas enrolladas dentro de un estuche de aluminio.

¿Encontrará alguien alguna vez este legado depositado en la tierra? ¿Habrá simplemente alguien para buscarlo?

Hay que dejarlo al azar. ¡Sólo Dios lo sabe!…

A medida que el zartog Sofr traducía ese extraño documento, una especie de terror aferraba su alma.

¿Así pues, la raza de los Andart’—Iten—Schu descendían de esos hombres que, tras haber errado durante largos meses en el desierto de los océanos, habían ido a, embarrancar en aquel punto de la orilla donde se erigía ahora Basidra? ¡Así pues, aquellas criaturas miserables habían formado parte de una gloriosa humanidad al lado de la cual la humanidad actual apenas iniciaba sus balbuceos! Y, sin embargo, para que la ciencia e incluso el recuerdo de aquellos pueblos tan potentes fueran abolidos, ¿qué había sido necesario? Menos que nada: que un imperceptible estremecimiento recorriera la corteza del planeta.

¡Que irreparable desgracia que los manuscritos mencionados en el documento hubieran resultado destruidos con la caja de hierro que los contenía! Pero, por grande que fuera esa desgracia, era imposible conservar la menor esperanza, ya que los obreros, para cavar los cimientos, habían removido la tierra en todos sentidos. Sin la menor duda el hierro había sido corroído por el tiempo, mientras que el estuche de aluminio había resistido victoriosamente.

De todos modos, no se necesitaba más para que el optimismo de Sofr se viera alterado. Si bien el manuscrito no presentaba ningún detalle técnico, abundaba en indicaciones generales, y probaba de una manera perentoria que la humanidad había avanzado en la antigüedad mucho mas adelante por el camino de la verdad de lo que lo había hecho después. Todo estaba en aquel relato: las nociones que poseía Sofr, y otras que ni siquiera llegaba a imaginar… ¡Hasta la explicación de aquel nombre de Hedom, sobre el cual tantas polémicas se habían iniciado! Hedom no era más que la deformación de Edem esta a su vez deformación de Adán—, cuyo Adán no era tal vez más que la deformación de algún otro nombre aun más antiguo.

Hedom, Edem, Adán, este era el perpetuo símbolo del primer hombre, y era también una explicación de su llegada a la Tierra. Sofr había cometido pues una equivocación negando aquel antepasado, cuya realidad quedaba establecida sin lugar a dudas por el manuscrito, y era el pueblo quien tenía razón otorgándose unos ascendientes semejantes a el mismo. Pero, ni siquiera en esto —al igual que en todo lo demás— los Andart’—Iten—Schu habían inventado nada: se habían contentado con decir a su vez lo que otros habían dicho antes que ellos.

Y quizá, después de todo, los contemporáneos del redactor de aquel relato tampoco hubieran inventado nada. Quizá no habían hecho más que rehacer, ellos también, el camino recorrido por otras humanidades llegadas antes que ellos a la Tierra. ¿Acaso el documento no hablaba de un pueblo al que denominaba atlantes? A esos atlantes, sin duda, correspondían los pocos vestigios casi impalpables que las excavaciones de Sofr habían puesto al descubierto debajo del limo marino.

¿A que conocimiento de la verdad habría llegado esa antigua nación, cuando la invasión del océano la barrió de la Tierra?

Fuera cual fuese, no quedo nada de su obra tras la catástrofe, y el hombre tuvo que reemprender desde abajo la penosa ascensión hacia la luz.

Quizá también ocurriera lo mismo con los Andart’—Iten—Schu. Quizá volviera a ocurrir otra vez después de ellos, y otra vez aún, y otra, hasta el día…

¿Pero llegaría nunca ese día en que se viera satisfecho el incesante deseo del hombre? ¿Llegaría nunca el día en que este, habiendo terminado de subir la cuesta, pudiera por fin reposar en la cima conquistada?

Así soñaba el zartog Sofr, inclinado sobre el venerable manuscrito.

A través de aquel relato de ultratumba, imaginaba el terrible drama que se desarrolla perpetuamente en el universo, y su corazón estaba lleno de piedad. Sangrado por los innumerables males que todos aquellos que habían vivido antes que él habían sufrido, doblado bajo el peso de aquellos vanos esfuerzos acumulados en el infinito del tiempo, el zartog Sofr—Aï—Sr adquiría, lentamente, dolorosamente, la íntima convicción del eterno recomenzar de todas las cosas.

**FIN**


L’Éternel Adam, 1910
Nota de Ciudad Seva: Inicialmente titulado “Edom” por Julio Verne, tras la muerte del autor su hijo, Michel Verne, editó este texto y lo publicó con el título El eterno Adán.


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