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El fantasma del patio

[Cuento - Texto completo.]

Manuel Rojas

A las diez y media de la noche, la señora Fortunata, cansada del trajín del día, se acostó. Era una viejecilla ya sexagenaria, pero animosa y locuaz, un poco sorda, baja de estatura, regordeta, de piel rosada y cabellos entrecanos. Un tic nervioso, insistente, le bajaba el párpado derecho sobre el ojo pequeño y claro.

Su marido dormía ya, cerca de ella, respirando apaciblemente. No se veía de él más que la punta de la nariz, asomando displicente entre la sábana y la frazada, y el bigote recio, recortado como a podadora, cuyos pelos, apuntando hacia el techo, parecían amenazar a alguien que estuviera en el tejado.

Un momento estuvo la señora Fortunata sentada en la cama, entregada a meditaciones de índole familiar; su familia era numerosa y en ella pensaba todas las noches, al acostarse, recordando a cada uno de los individuos que la componían y observando mentalmente su salud y su prosperidad, sin olvidar a nadie y yendo desde Tristán, nieto suyo, de tres meses de edad, hasta ella misma, arrugadita ya por los años.

Pero aquella noche sus meditaciones fueron interrumpidas de modo brusco; un gemido ahogado, como de angustia, salía de entre las ropas de la cama de su marido. La señora Fortunata levantó con un dedo el párpado caldo y miró a su esposo con los dos ojos.

—Alguna pesadilla —murmuro.

Un nuevo gemido salió de la cama vecina y el cuerpo del durmiente se agitó en convulsiones lentas.

—Eleuterio… —llamó ella.

—¡Ah! —contestó el hombre, ahogadamente, como si saliera de debajo del agua.

—¿Qué te sucede?

Farfulló don Eleuterio algunas palabras ininteligibles, diciendo al fin:

—Una pesadilla, mujer… Siempre que en la mesa cuentan alguna historia de fantasmas o de ánimas, duermo mal. ¿Qué objeto tiene contar esas tonteras?

Sacó una mano, hizo con ella su gesto favorito, que consistía en frotar el dedo índice con el medio, y aseguró:

—Yo no estoy de acuerdo con eso, por cuanto… Hummmm!

—iBah! —rió ella, y la risa le llenó el rostro de arruguillas—. ¡Qué hombre tan valiente! Les tiene miedo a las ánimas…

Pero él protestó:

—Estando despierto no le tengo miedo a nada; pero estando dormido, cambia la figura.

En la mesa, después de comida, se habló de ánimas y apariciones, y don Eleuterio contó que su padre, una noche que marchaba a caballo por un camino solitario, acompañado de un compadre, había sentido que un bulto caía de un árbol sobre el anca de su animal. Por la forma de las ropas, que alcanzó a ver de reojo, comprendió el viandante que se trataba de una mujer, y sin darse vuelta a mirarla, la intimó:

—Déjese de bromas, señora, y bájese.

Pero la mujer saltó al suelo y, mostrando unos dientes horribles, de una cuarta de largo, preguntó, al tiempo que lanzaba un chillido de lechuza:

—¿Queeeeeé?

Con lo cual, y sin ponerse previamente de acuerdo, los dos compadres cayeron desmayados al suelo.

—Y eso que mi padre era hombre serio —aseguró el narrador.

Se habló también del fantasma que, según algunos vecinos, solía aparecer en el patio de la casa. Decían —y esto era cierto— que el primer propietario de aquella casa fue un agenciero llamado Belisario, difunto ya, el cual —aquí empezaba la leyenda— antes de morir, como no tenía herederos, enterró su fortuna en el patio, al pie de un saúco que aún existía, y que en las noches su alma de avaro venía a contar las monedas de su tesoro.

—Y tú mismo, ¿no estuviste contando tonteras?

—Si, pero… Yo no estoy de acuerdo con eso, por cuanto… ¡Hummmmm!

Un minuto después don Eleuterio roncaba tranquilamente y doña Fortunata apagó la vela y se tendió en la cama; estaba cansada. Sin embargo, como sus meditaciones habían sido interrumpidas, las reanudó en la oscuridad. Recordó la casa y los que en ella vivían: su hija mayor, Laura, con el marido y tres niños; sus hijas menores, de doce y trece años, Tránsito y Lucha; un amigo de la casa, don Carlos Borne, que estaba alojado allí mientras solucionaba cierto asunto de carácter judicial; su ahijado Guillermo, mocetón campesino, y las dos empleadas de la casa. Además, a su hija Irma, llamada cariñosamente Pitiuca, que residía con su marido en un pueblo de la costa. Nadie se le escapó.

En la casa todos reposaban ya, menos don Carlos, que después de la sobremesa saliera a dar un paseo hasta el club y no regresaba aún. Antes de acostarse dispuso ella todo lo necesario para el día siguiente: la higiene de la casa, los pagos que habría que hacer, las compras que deberían efectuarse, la lista de las comidas, la ropa limpia; todas las menudencias domésticas estaban resueltas de antemano. El jarro en que por las mañanas se recibía la leche estaba en el patio, al alcance de la mano, y el perro “Zafiro”, soltado por su yerno Jorge, el marido de su hija Laura, corría por la casa ladrando bravamente. Nada faltaba, todo estaba previsto y en orden y ella podía esperar en paz el nuevo día. Lanzó un suspiro de satisfacción:

—Gracias a Dios…

Se pasó la punta de los dedos por la comisura de los labias, gesto acostumbrado en ella, que al hacerlo parecía recoger algo que se le quedara olvidado allí, y luego metió la mano bajo la almohada, sacando el rosario, un viejo rosario de cuentas coloradas que usaba en sus oraciones desde hacia muchos años y al cual atribuía condiciones milagrosas; buscó una cuenta gruesa y se puso a rezar, bisbiseando:

—Padre nuestro que estás en los cielos…

Terminó rápidamente, pues el sueño la apuraba, y las emprendió contra una hilera de avemarías. Una, dos, tres cuatro… Pero cuando iba en la mitad de la cuarta y avanzaba a través de la oración como por un bosque espeso, pesadamente, lanzó un ronquido. Despertó, irritada con el sueño que siempre la asaltaba en medio de sus devociones piadosas, y empezó de nuevo la cuarta avemaría; pero antes de llegar a la mitad un ronquido decisivo se escapó de su garganta. Quiso rebelarse aún, pero el sueño, de obscuro y ancho rostro, colocole sobre el pecho su pesado pie y la dejó inmóvil, tendida de espalda, roncando suavemente.

La quietud y la oscuridad volaban como murciélagos sobre la casa. Por los tragaluces salía el suave rumor de las respiraciones y algunos borboteos profundos resbalaban en el aire nocturno. Era noche de luna, que aparecía y desaparecía entre grandes nubarrones, deslizándose entre ellos como una gota de metal frío. El pueblo dormía tranquilamente su medianoche.

 

* * *

 

La casa en que habitaba la familia Bobadilla era una amplia casa provinciana con dos grandes patios empedrados con guijarros de río. El primero estaba rodeado por un corredor donde se alineaban las habitaciones de la familia. En el ángulo inferior derecho se alzaba la mata de saúco, entre cuyas ramas —según la leyenda— aparecía el ánima atribulada del prestamista Belisario. En el segundo había una pesebrera, y frente a ésta, a la derecha, estaba la bodega donde don Eleuterio convertía en chicha y vino la cosecha de la viña que se extendía a los pies de la casa.

De noche la casa se agrandaba con el silencio y la oscuridad y los patios se llenaban de sombríos rincones, donde parecían apiñarse los fantasmas de las leyendas populares. Los gatos se deslizaban por ellos como trozos movibles de sombras, y el perro “Zafiro”, alto, macizo, negro, hacía sonar sobre las piedrecillas sus largas uñas de can sedentario.

Pasó una hora, y el reloj de la cárcel, que a pesar de su vejez tenía buena memoria, la marcó con gran calma: las campanadas sonaban en la noche como monedas de cobre en un tarro vacío. Entretanto, las nubes proseguían su marcha hacia el este, mientras la luna, como huyendo de ellas, avanzaba hacia el oeste. Algunas estrellas brillaban de súbito entre los nublados; irradiaban un instante y desaparecían luego entre los nubarrones de octubre.

Cerca de las doce se oyeron en la calle algunos pasos rápidos que se detuvieron frente a la casa; una llave sonó en la cerradura y la antigua puerta se abrió sin prisa. En el vano apareció la figura de un hombre delgado y alto, que entró. volvió a cerrar y desapareció de repente en la oscuridad larga del zaguán. Avanzó despacio, pisando cautelosamente, como un ladrón o como una persona que no quiere molestar a los que duermen; llegó a la entrada del patio y torció hacia la derecha.

Fue en ese momento cuando el fantasma apareció ante sus ojos. El terror lo detuvo, clavándolo en el sitio, enmudeciéndolo; desde el fondo del obscuro patio y como surgiendo de entre las raíces del saúco, una forma blanca y delgada avanzaba hacia él. Parecía flotar en el aire. pues no se veía cuerpo alguno que la sostuviera sobre el suelo. La oscuridad profunda que había en ese instante, pues las nubes concluyeron aI fin por triunfar sobre la luna, apagándola. hada resaltar más la mancha blanca. Durante un segundo, el hombre procuró explicarse qué era aquello, pero no pudo hacerlo; en la casa no existía nada que tuviera esa forma y ese color y que pudiera deslizarse y flotar en el aire. Y esto. unido al recuerdo de lo que se conversara durante la sobremesa respecto al ánima que aparecía entre el ramaje del saúco, contribuyó a perturbar la poca serenidad y cordura que tenía en ese momento. Sintió que todo él se convertía en un solo cabello erizado e instintivamente volvió a hundirse en la oscuridad del zaguán; pero la aparición se dirigió sin vacilar hacia donde él estaba. Don Carlos Borne no vio nada, pues la oscuridad era espesa como un aceite. Oyó junto a sí una respiración que jamás antes ni después oyera, y algo frío, sin vida, se posó sobre una de sus mejillas, mientras das manos pequeñas, descarriadas, lo recorrían de arriba abajo. Quiso gritar, pero lo único que hizo fue lanzar un estertor ronco. Un instante después la respiración se alejó y él vio salir hacia el patio, donde la sombra no era tan densa, la forma blanca del fantasma: se alejaba velozmente y una mancha obscura, inexplicable, flotaba tras ella.

Allí se quedó, pegado a la muralla, sin movimiento, sin raciocinio. como si fuera un sobretodo colgado a un clavo. Sin embargo, reaccionó. Se palpó y se encontró intacto, y la certeza de que aún vivía y la circunstancia de que el fantasma hubiera desaparecido le dieron ánimos. Salió del zaguán y a tientas, sintiendo que un sudor frío le corría a chorros por la espalda, caminó hasta llegar a la puerta de la habitación donde dormían la hija mayor y el yerno de la señora Fortunata. Golpeó suavemente los vidrios, pero nadie respondió. Golpeó más fuerte y una voz de hombre preguntó:

—¿Quién es?

—Bo… Bo… Bo… —tartamudeó el que llamaba, sintiendo que los pantalones se le caían de miedo.

—¿Qué bo bo bo? —preguntó la voz enérgicamente.

—Borne —dijo al fin el aterrorizado caballero.

—¡Ah! ¿Don Carlos?

—Sí, don Jorge; yo soy.

—¿Qué le pasa?

—Le ruego que se levante, don Jorge; aquí en el patio he visto algo que me parece extraordinario. Es como una cosa del otro mundo…

—¿Cómo dice? —interrogó la voz, menos enérgica ya.

—Una cosa del otro mundo, don Jorge; ha salido de entre las raíces del saúco…

La voz del que hablaba era débil y parecía próxima a extinguirse.

—Ya voy —respondieron desganadamente.

Y mientras don Jorge, sin saber si estaba dormido o despierto, olvidaba la existencia de los fósforos y de la vela y buscaba su ropa a obscuras, se escuchó un rugido sordo seguido de un grito de terror.

—¿Qué pasa, mi hijito? —preguntó una voz de mujer.

—Don Carlos dice que en el patio hay algo sobrenatural —contestó don Jorge, intentando meter los pies por las mangas del paletó.

Se oyó un chillido femenino y en seguida un llanto de niño. En el patio no se oía nada.

—¿Siempre está ahí, don Carlos —preguntó don Jorge, medio vestido ya y medio desnudo y con la esperanza de que don Carlos hubiera desaparecido y él no tuviera que salir.

—Sí, aquí estoy —suspiró el interpelado.

—¿Sigue ahí eso?

—Levántese, por favor —fue la respuesta.

Don Carlos hablaba como si ya estuviera enterrado. Pero don Jorge juzgó oportuno observar primero la situación.

Era un hombre bajo y grueso, de barbilla y mosca entrecanas; aunque de apariencia tranquila, en el fondo era muy impresionable y el color en extremo rosado de su rostro denotaba una gran inclinación a la apoplejía. Tenía que ser prudente. Sacó la barra de hierro que aseguraba la puerta y soltó el pestillo; entreabrió el postigo y miró a través del vidrio hacia el patio. Este estaba oscurísimo y en un principio no pudo ver nada; pero después, fijándose bien, observó una forma larga, mitad blanca y mitad negra, que daba vueltas sobre sí misma y que de pronto se alargó hacia arriba en un salto prodigioso. Cerró violentamente el postigo, sin acordarse de que al otro lado de la puerta alentaba un hombre que tenia más miedo que él. Allí se quedó, inmóvil, sintiendo que el corazón le latía hasta en los zapatos.

—¿Qué va a hacer, mi hijito? —preguntó su mujer, temblorosa.

—Es lo que estoy pensando —contestó él, que pensaba en todo menos en lo que debía hacer—. No tengo ni una miserable escopeta. Pero, por otra parte, ¿de qué me serviría una escopeta si eso es…?

No se atrevió a terminar la pregunta que se hacía a sí mismo. Pero de pronto se sintió avergonzado y decidió salir. Cogió la barra de hierro y abriendo la puerta se deslizó hacia afuera. Inmediatamente, como si le hubieran avisado, la aparición se le fue encima, lanzando un rugido ahogado que le heló la sangre. Oyó junto a él una respiración anhelante, angustiosa, como de garganta que se asfixia, mientras que un cuerpo extraño le rozaba las piernas y dos manos húmedas le palpaban la cara. Retrocedió un paso, cerró los ojos y haciendo un gran esfuerzo levantó la barra de hierro, soltando un golpe al azar, sin saber a quién lo dirigía y si daría en aquella extraordinaria forma o en la cabeza de don Carlos. Pero, afortunadamente para éste, la barra de hierro dio en el fantasma, que devolvió un sonido claro, como de metal, y un grito gutural, casi humano, que aumentó el terror de los dos hombres y arrancó un chillido frenético a la mujer. Un niño volvió a llorar y un instante después otro llanto de niño lo acompañó; la mujer lanzó otro grito, y los niños, como si esto hubiera sido una serial, elevaron el tono, y de pronto dos nuevos gritos, ahora de niñas, que salían de la habitación contigua, se unieron a los primeros. Eran gritos agudos, finos, que emergían en la noche como agujas de terror.

Cuando don Jorge, después del golpe, abrió los ojos, el fantasma había desaparecido, y don Carlos, agarrado a él, castañeteaba los dientes.

—¿Qué diablos es esto? —preguntó don Jorge, secándose el sudor, irritado.

—Don Belisario —tartamudeó su atribulado compañero.

Pero, ante esta afirmación, don Jorge perdió la paciencia y, olvidando que don Carlos era un huésped en la casa y que como a tal le debía respeto y consideración, le gritó, levantando la barra de hierro:

—¡Cállese, señor, no me ponga nervioso! En lugar de estar ahí, tiritando como un perro, vaya a llamar a don Eleuterio y dígale que traiga la escopeta.

Y, asustado de su inesperada energía, se escabulló dentro de la pieza, mientras el infeliz don Carlos se deslizaba a través del corredor como una vacilante hilacha de sombra, procurando agujerear la oscuridad con sus medrosas miradas y sintiendo unos locos deseos de echar a correr y no detenerse hasta llegar a su pueblo.

—Don Eleuterio… —llamó en voz baja, sin dejar de mirar hacia el patio.

—¿Quién es? —respondió el solicitado.

—Soy yo, Carlos Borne, señor.

—¡Ah, sí! ¿Qué pasa?

—Levántese, don Eleuterio; aquí en el patio hay algo que no sabemos lo que es; parece un fantasma del otro mundo.

—Voy en seguida.

Extendió la mano hacia el velador y tomando los fósforos encendió la vela. En ese instante despertó doña Fortunata.

—¿Qué pasa, Eleuterio?

—Don Carlos dice que en el patio hay un fantasma del otro mundo —informó don Eleuterio, tranquilamente.

La señora lanzó un grito y buscando su rosario reanudó precipitadamente sus interrumpidas oraciones.

—¡Ave María purísima!

Pero don Eleuterio no se levantó con la rapidez que había anunciado. Era hombre muy lento. Además, era muy aficionado a contraer resfríos y esto lo obligaba a tomar infinitas precauciones cada vez que tenía que levantarse o acostarse. Lo primero que hizo, luego de sentarse en la cama, fue coger el sombrero, que siempre dejaba al alcance de la mano, y ponérselo con todo cuidado. Era lo primero que se ponía y lo último que se quitaba. Después se agachó y buscó a tientas sus zapatos y sus calcetines; los encontró y, echando la ropa un poco hacia atrás, procedió a ponérselos con toda calma.

—¡Pero qué tonto soy! —exclamó de pronto—. Se rompió hace tres días un cordón de los zapatos y no me he acordado de comprar otro… Pero ¿qué es eso? Parece un piño de cabras.

Había oído el griterío de los niños.

—Son los niños que gritan —dijo doña Fortunata—. ¡Pobrecitos, cómo estarán de miedo! Apúrate, hombre.

—Espérate, mujer… Hace tres días que no me cambio cuello. Esa dichosa lavandera…

Llamaron de nuevo a la puerta.

—Apúrese, don Eleuterio, y traiga la escopeta.

Por fin, después de los cien membrillos, don Eleuterio terminó de vestirse; tomó la escopeta, la examinó y satisfecho de ella abrió la puerta. Afuera, don Carlos, próximo a desmayarse, procuró explicarle la situación, pero lo hizo de una manera tan desordenada y tartamudeante, que don Eleuterío se vio en la necesidad de confesarle que, a pesar del aprecio que sentía por él, no le entendía una palabra:

—Le ruego que no se ofusque, don Carlos, y se explique con claridad.

Pero don Carlos no tuvo tiempo de explicar otra vez lo sucedido.

—¡Allí viene! —dijo de pronto, y se metió de estampía en la habitación, cerrando por dentro.

Doña Fortunata, a pesar de que sus sesenta años la ponían a cubierto de cualquier desmán, al ver que un hombre que no era su marido entraba en el cuarto y cerraba la puerta, lanzó un tremendo grito y se desmayó.

—¡No me cierre la puerta! —exclamó don Eleuterio.

Y al darse vuelta, con la intención de empujarla y abrir, sintió que alguien se le echaba encima con gran fuerza; oyó una respiración fatigosa y profunda y en seguida el contacto de algo muy frío en la cara, mientras dos manos lo palpaban precipitadamente.

—¡Quitate, diablo! —gritó, frenético, más irritado que temeroso, pues el fantasma le sacó el sombrero al abrazarlo.

Se echó hacia atrás, al mismo tiempo que levantaba la escopeta; pero inútilmente buscó un blanco en la sombra. El fantasma se había hecho humo.

—¡Ésta si que es! —comentó, sorprendido, casi asustado, mientras buscaba su sombrero por el suelo.

Una vez encontrado, cubriose la semicalva cabeza y se dedicó a escudriñar la sombra con sus pequeños ojos: dio una cautelosa vuelta sobre sí mismo, llevando la escopeta en actitud ofensiva, como si esperara en un bosque el ataque de un león; pero nada vio que lo indujera a apretar el gatillo y soltar la copiosa carga del cartucho conejero. Se sintió desorientado, sin saber qué era lo que debería hacer y sin tener del fantasma más conocimiento e impresión que el que tuviera y experimentara durante unos segundos, ya que la narración que le hiciera don Carlos más le parecía una adivinanza difícil, dicha en jerigonza, que un informe claro. Además, la gritería de los niños, los chillidos de la señora Laura y los gemidos angustiosos de doña Fortunata le confundían y atribulaban más que el mismo fantasma. Resolvió llamar a don Carlos y se acercó a la puerta:

—Don Carlos… Salga, pues, señor.

—No aguanto —fue la respuesta.

Don Eleuterio dejó escapar una risilla nerviosa.

—Pero, hombre, ¿qué voy a hacer yo solo aquí?

—Usted, que tiene escopeta, aguáitelo, y en cuanto lo vea, péguele un tiro.

—Y Jorge, ¿dónde está?

—Está escondido en su pieza, armado con una barra de hierro.

—Capaz que mate al fantasma así…

Hacia allá se dirigió don Eleuterio, andando de puntillas —para no llamar la atención del ánima, según declaró después. Don Jorge, que estaba al acecho, atisbando por el vidrio, lo vio venir y entreabrió la puerta:

—¿Es usted, don Eleuterio?

—Sí, yo soy. ¿Que no me ve? ¿Y el fantasma?

—Ha desaparecido.

—Bueno, ¿y qué hacemos?

Hablaban en secreto, como si fraguaran algo gordo.

—Yo voy a ir a despertar a Guillermo, que tiene un revólver Smith & Wesson legitimo. Usted quédese aquí aguaitando al ánima y en cuanto la vea aparecer sílbeme despacito, que ella no se entere… Hasta luego.

Y don Eleuterio se deslizó en la oscuridad, pegado a la muralla, andando a grandes y silenciosos pasos y llevando la escopeta preparada para disparar contra el primer bulto que se le pusiera por delante. Su ahijado Guillermo dormía en una de las habitaciones del lado derecho y él podía atravesar el patio para llegar más pronto, pero, como se había vuelto prudente, eligió el camino más largo.

Guillermo dormía a pierna suelta, dejando escapar unos ronquidos que aumentaban el bullicio formado por los gritos de los niños y las mujeres. Don Eleuterio tuvo que pegar en la puerta con la culata de la escopeta para lograr despertar ahijado.

—Levántate, hombre…

—¿Qué pasa, padrino?

—Que aquí en el patio anda un fantasma. ¿No lo has oído?

—No he oído nada.

—Claro, con tus ronquidos tienes bastante. Levántate.

Guillermo salió, en camisa, armado de un gran revólver.

—¿Dónde está el fantasma?

—¿Quieres que te lo traiga aquí? Tenemos que buscarlo.

—¿Por dónde anda?

—Después que me saltó encima ha desaparecido.

—¿Y cómo es, padrino?

—Dicen que es largo, blanco, delgado, negro, ¡qué sé yo! A mí me tocó la cara con las manos. Respira como si se estuviera ahogando.

—¡Por la madre! ¿Y qué hacemos? ¿Vamos a buscarlo?

—¿Adónde lo vamos a ir a buscar? ¿Al otro mundo? Esperémoslo aqui mejor.

—Oiga, padrino, y si es fantasma de verdad, ¿qué le vamos a hacer nosotros? Los tiros no le harán nada…

—Eso es lo que vamos a ver. Mira, tú ponte en aquella esquina del patio y yo me quedaré en ésta; en cuanto aparezca, ¡pum!, lo atravesamos.

—Y si es un fantasma, ¿qué hacemos?

—Entonces arrancamos y nos metemos a las piezas.

—¿Y si entra a las piezas?

El ahijado empezaba también a no tenerlas todas consigo.

—Si entra a las piezas… ¡Hummm! Te metes bajo la cama.

Segundos después los dos hombres estaban al acecho, mirando hacía el patio con ojos que parecían platos soperos. Empezó a llover en ese instante; sonaban las gruesas gotas sobre el tejado y un viento caliente pasó bramando sobre la casa, sacudiendo al pasar el apretado ramaje del saúco. Don Eleuterio se subió el cuello del sobretodo:

—No va a ser resfrío el que voy a pescar…

Don Jorge, que distribuía su tiempo entre palabras afectuosas dirigidas a los niños, con el ánimo de hacerlos callar, y miradas exploradoras hacia la negrura del patio, no sabía lo que pasaba. ¿Qué se habría hecho don Eleuterio? ¿No se habría acostado y él estaría haciendo el ridículo. escondido detrás de la puerta, con la barra de hierro al hombro, como un centinela con su fusil? ¿Y don Carlos? ¿Habría muerto del susto o habría huido? No se atrevía a salir y esperaba la aparición del fantasma para abrir la puerta y silbar despacito. como conviniera con don Eleuterio.

Las hijas menores de doña Fortunata, que no tenían quién las apaciguara, pues dormían en una pieza incomunicada, gritaban desaforadamente, sin saber lo que sucedía y sin saber por qué gritaban, contagiadas por los gritos que oían en la pieza contigua.

Don Carlos, por otra parte, que había logrado calmar a doña Fortunata asegurándole que el fantasma, si bien de apariencia horrible, no era peligroso, ya que a él le había saltado varias veces encima sin hacerle el menor daño, escuchaba detrás de la puerta los ruidos que venían del patio; pero, fuera del murmullo de la lluvia menuda y persistente, del viento y del bullicio de los gritos y lamentaciones, no oía nada que le indicara la existencia o proximidad de hombres. Ni una voz, ni un paso. ¿Qué pasaría? Este silencio aumentaba su tensión nerviosa y el miedo subía como una garrapata por su médula.

Mientras tanto, Guillermo, dando diente con diente de frío, y don Eleuterio, aburrido de mantener una posición que lo hacía semejarse a una estatua de cazador, esperaban al fantasma. De repente, un trueno profundo rodó en el vórtice de la tormenta; parecía que cien carros metálicos se arrastraban pesadamente sobre un empedrado de adoquines sueltos. Con el trueno se agrandó la gritería hasta tomar caracteres de chivateo indio. Tras el trueno, un relámpago vivísimo rasgó el cielo, iluminando la tierra como un sol que hubiera perdido su forma, alargándose. La luz blanca y violeta de la descarga eléctrica penetró por las rendijas de las puertas y ventanas, irradiando un instante en la oscuridad de las habitaciones y produciendo en todos una sensación horrible de espanto y haciendo callar a los que gritaban.

A la luz del relámpago vieron los dos hombres al fantasma. Surgía por el zaguán que conducía al segundo patio y avanzaba lentamente, mostrando su extraño cuerpo, su forma blanca, larga, delgada, que se prolongaba después en otra forma negra, larga y delgada también. Su aspecto era escalofriante por lo desacostumbrado. Aquello no podía ser otra cosa que una aparición sobrenatural, pues nunca habían visto ellos, ni en cosas inanimadas, ni en seres humanos ni en animales, algo parecido.

La claridad esparcida por el relámpago duró un breve instante, y cuando la sombra volvió a extenderse en el cuenco de la noche, los hombres, silenciosos, sintiendo que de cansancio y de temor las piernas ya no eran suyas, procuraron seguir, pestañeando rápidamente, la marcha del fantasma en la oscuridad. Este avanzó hasta llegar al centro del patio, deteniéndose allí; estuvo un momento inmóvil, luego hizo varios movimientos horizontales y repentinamente se irguió, alargándose hacia arriba en un elástico salto de animal. En ese mismo instante se oyó el trémulo silbido. Era Jorge, que anunciaba a don Eleuterio la reaparición del fantasma, y don Eleuterio, que apuntaba con un entusiasmo y justeza que no tuvo nunca, antes ni después, con ningún conejo ni con ningún zorzal, apretó el gatillo… Pero el tiro no salió. Agatilló presuroso y volvió a apretar… Pero el tiro no salió.

—Decía yo que esta friolera me iba a dar un disgusto el mejor día —murmuró haciendo un gesto de ira.

Pero una especie de ametralladora empezó a funcionar en la otra esquina del patio, y el fantasma, cogido por los disparos en un momento de inmovilidad, pareció abatirse, derrumbarse al fin silenciosamente. Y en el momento en que caía, don Eleuterio, que ya estaba pensando en tirarle con la escopeta al ánima, logró disparar; pero como el tiro salió de improviso, no tuvo tiempo para apuntar y la descarga hizo pedazos los vidrios de la habitación de las empleadas.

—¡Por fin! —exclamó, arrojando la escopeta contra el suelo.

—¡Traigan luces, traigan luces! Ya matamos al fantasma! —gritaba Guillermo, ejecutando una especie de danza guerrera alrededor de uno de los pilares del corredor.

Y don Jorge apareció con un cabito de vela cuya menguada llama defendía con la palma de la mano puesta como una ramada sobre ella. Se acercaron los tres, con precaución, hacia el fantasma, que yacía sobre el mojado suelo del patio, y lo que vieron fue el jarro de la leche, un jarro grande, largo, de cinco litros, y al final del jarro al perro “Zafiro” con la cabeza metida dentro.

Don Jorge cayó al suelo, saltando como un pejerrey recién pescado, presa de un ataque nervioso que lo hacía reír y llorar al mismo tiempo, y don Eleuterio y Guillermo, atacados de una risa que los sacudía violentamente, lo fueron a acostar a empujones.

Al día siguiente, acompañado de toda la familia y de algunos vecinos, don Eleuterio cogió de la cola al fantasma del patio y lo arrastró hacia la viña, donde se le iba a dar piadosa sepultura. Y como durante la noche el perro se hinchó de tal modo que fue imposible separarlo del jarro, se le enterró con jarro y todo.

*FIN*


La Nación, Chile, 1929


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