El fantasma del señor Marbe
[Cuento - Texto completo.]
Georges SimenonI
Era raro, pero, sin embargo, cierto: ni una sola llamada durante aquella noche, y ningún caso urgente entre su clientela. Tan cierto era, que a las ocho de la mañana el Doctorcito se hallaba sentado tranquilamente en su cama, con la bandeja del desayuno sobre las piernas, leyendo unas cuantas cartas que acababa de traer el cartero.
Verdaderamente aquello era demasiado hermoso y no podía durar mucho tiempo. En efecto, no había terminado todavía el café con leche cuando sonó la campanilla de la puerta, se oyeron voces apagadas en el corredor y momentos después el ruido, siempre desagradable, de la puerta de la sala de espera al abrirse. No cabía duda: era un enfermo. Y, probablemente, se trataría de algún caso grave, puesto que Ana lo había hecho pasar sin esperar a que dieran las nueve, hora en que empezaba la consulta.
El Doctorcito abrió de prisa el último sobre, y cuando acababa de leer la carta, apareció Ana.
—¿Qué ocurre?
—Nada de particular. El viejo Canut.
—Apuesto a que se emborrachó otra vez y se cayó de la bicicleta.
—No sé, pero tiene la nariz muy hinchada.
—Pues que se ponga un poco de tintura de yodo. Ya empieza a fastidiarme con eso de caerse todas las semanas y venir luego a molestarme por cuatro rasguños. ¡Ah! Oiga, Ana.
—¿Qué desea?
—¿Qué es lo que tengo en la mano?
—¿Cómo quiere que lo sepa? Parece un trozo de papel.
—Pues, acérquese y verá.
«Páguese a la orden de…», leía Ana con dificultad.
—¿No ha comprendido todavía que se trata de un cheque? Ahora, lea la cantidad: cinco mil francos. Y si quiere saber lo que la gente piensa de mis facultades, que usted casi desprecia, lea esta carta mientras tomo una ducha.
—Pero… ¿y el viejo Canut?
—¡Déjelo donde está! Cuando termine de leer, prepáreme una maleta con mi traje nuevo y ropa para varios días.
—Y supongo que también deberé telefonear al doctor Magné para que se ocupe de sus enfermos. A este paso, sería preferible que viniera a instalarse definitivamente con nosotros…
—¡Lea, Ana! —insistió Dollent, sacando la cabeza por la puerta del cuarto de baño. Y abriendo la ducha, se puso a cantar.
La carta decía así:
Muy señor mío:
Le ruego me perdone el atrevimiento de dirigirme a usted y molestarlo sin conocerlo, y más aún tratándose de un asunto que no está relacionado con su actividad profesional. Pero creo que comprenderá usted mi audacia cuando haya leído esta carta.
Desde hace varios años vivo en Golfo Juan, entre Cannes y Juan-les-Pins, y la semana pasada me encontré, por una feliz casualidad, con una persona a quien conocí hace años en las colonias donde ejercía funciones de magistrado, y que actualmente es fiscal de Nevers: el señor Verdelier.
Como nuestras relaciones han sido siempre muy cordiales, lo puse al corriente de lo que me ocurría y también de la poca ayuda que había encontrado en la policía local; y entonces me habló de usted.
Según me dijo, lo había conocido últimamente con motivo del asunto de Nevers, en el que su intervención en la investigación dio resultados verdaderamente extraordinarios. Mi amigo el fiscal añadió, es verdad, que no era usted un detective profesional, sino un médico, y que únicamente se interesaba por puro placer en un número muy limitado de casos. Sin embargo, me atrevo a dirigirle estas lineas confiando en que el mío le interesará, y a tal fin me permito rogarle se sirva venir cuanto antes.
No vaya a creer que soy un viejo loco, aunque las gentes de por aquí me tomen por un original. Mi manera de ser se debe, creo yo, a que me he pasado toda la vida en lugares muy apartados, y esto, sin duda alguna, habrá influido sobre mi carácter.
Desde hace varias semanas ocurren cosas increíbles en la casa que he construido, y la policía ha estado aquí sin encontrar nada anormal. Supongo, por lo tanto, que a estas horas no estarán lejos de pensar que sufro de algún desequilibrio mental. Sin embargo, es todo lo contrario, y mi amigo el fiscal Verdelier, hombre tranquilo y ponderado en sus juicios, puede confirmárselo si lo cree conveniente.
Dos veces por semana, alguien viene a mi casa y lo revuelve todo como si buscara algo; pero no ha sido posible hasta ahora saber quién es ese individuo. ¿Qué será lo que busca? Lo ignoro. Insisto en el hecho de que no creo en fantasmas; sin embargo…
Cuando se halle usted aquí, comprenderá mejor mi congoja y por ello me permito enviarle un modesto cheque con el fin de que pueda hacer frente a los primeros gastos que mi petición va a ocasionarle.
Según me han dicho, se apasiona usted por los enigmas. Pues bien, yo le aseguro que el mío es uno de los más confusos que se pueden presentar. Cuento, pues, con su colaboración. Telegrafíeme la hora de su llegada y lo esperaré en la estación. Como los grandes expresos no paran en Golfo Juan, iré a recogerlo a Cannes en mi coche.
Anticipándole mi más sincero agradecimiento, disponga de su afmo. s. s. y amigo,
EVARISTO MARBE
Administrador colonial retirado
—¿Qué le parece, Ana?
—Nada, señorito.
—¡Cómo que nada! Cuando fui a Nevers me echó en cara que perdía el tiempo en tonterías. Sin embargo, esta vez creo que mis actividades empiezan a producir algo.
—¡Mire que si a todos los locos les da por escribirle! —cortó Ana con cierto desprecio en la voz—. Bueno, y ¿qué debo decirle al viejo Canut?
—Que se pinte la nariz con tintura de yodo y que bautice un poco el vino que bebe…
Dollent estaba consultando la guía de ferrocarriles, pues había pensado tomar el tren y cometer una infidelidad a Ferblantine, su diminuto cinco caballos. Pero resultó que no había buena combinación entre La Rochelle y la Costa Azul, y entonces decidió correr la aventura con su auto.
Al día siguiente —era un sábado—, después de haber dormido cuatro o cinco horas en Marsella, llegó a Cannes a eso de las diez de la mañana, y un poco más tarde se encontró en el minúsculo puerto de Golfo Juan. Aquello ocurría en el mes de noviembre y, a pesar de que el sol todavía calentaba, no había ya ningún veraneante. Paró el coche y preguntó a un pescador:
—Me hace el favor, ¿la quinta del señor Marbe?
—La primera pasado el restaurante de la Rascasse; al fondo de un jardín, ya verá usted.
Pero antes de que el carro llegara a la verja de la casa salió del modesto café-restaurante un curioso personaje. Era un hombre ya maduro, pequeñito, delgado, pero que todavía lo parecía más a causa de que llevaba una especie de pijama muy ancho. Por el escote de la chaqueta aparecía el pecho lleno de pelo ya gris y con una piel muy curtida. Llevaba zapatillas e iba cubierto con un casco colonial deformado y sucio.
—¡Psitt! ¡Psitt! —llamó el hombre, dirigiéndose al doctor. Y corrió en su dirección.
—Perdone si me confundo, pero ¿no será usted el doctor Dollent, por casualidad? Mi amigo el fiscal me dijo que tenía usted un cochecito muy divertido… Yo estaba desayunando y, al ver su coche, pensé…
—¿El señor Marbe? —preguntó secamente el Doctorcito, a quien no le gustaban esas alusiones a su auto.
—Sí, señor, yo mismo. Celebro que haya usted venido. Pero, como no me avisó usted, todavía no me he vestido.
El tal Marbe parecía excesivamente nervioso, y, mientras hablaba, no cesaba de hacer muecas y agitar constantemente los brazos.
—Tengo por costumbre desayunar en la Rascasse. Titin, el dueño, es ya casi un amigo. ¿Qué le parece si nos tomáramos unas anchoas con un vaso de vino de Cassis? Luego iremos a casa y le explicaré.
Para ser sincero, el Doctorcito no estaba muy tranquilo. La realidad era que se había dado cuenta de que poseía un determinado olfato en cuestiones criminales, y por dos veces consecutivas había encontrado la solución del misterio cuando la policía andaba a tientas. Incluso en el asunto de Nevers, con un ligero error de hermanas, había reconstituido con sus solos medios, un caso particularmente difícil. Pero esta vez era diferente: había cobrado por anticipado un cheque de cinco mil francos, y no tenía ninguna gana de devolverlo. Sin embargo, ¿qué remedio le iba a quedar si resultaba que aquel buen señor Marbe era un loco, o por lo menos un perturbado?
—¡Titin! Te presento a un viejo amigo —dijo el señor Marbe guiñando un ojo al doctor—. Un amigo de hace muchos años que viene ahora para charlar un poco y pasar unos días conmigo…
Otro guiño que significaba:
«¿Ve usted? Respeto su incógnito. No es preciso que todo el mundo se entere del verdadero motivo de su visita».
—¡Sírvenos unas anchoas, Titin! Y también unas aceitunas con una botella de Cassis bien fresca.
Hubiérase dicho que era una fatalidad, pero cada vez que el Doctorcito empezaba una investigación tenía que haber algún motivo que lo obligaba a beber. Y esta vez se trataba de un vinillo inofensivo en apariencia, pero que se subía fácilmente a la cabeza al cabo de un par de copas.
—¿Nos vamos ya? —dijo el señor Marbe—. Seguramente mi hermana no se habrá levantado todavía, pero no tiene importancia; así podremos charlar en espera de la comida. No se fije mucho en mi manera de vestir; he sufrido tanto del calor durante toda mi vida que ahora solamente me encuentro bien en pijama…
La casa se parecía a su dueño como una gota de agua a otra. Era una casa como tantas otras que se ven en la Costa Azul, pero tenía la particularidad de poseer una especie de minarete y un patio interior con un surtidor en el centro, al igual que las del África del Norte. Pero de confort, cero. Había un cuarto de baño, pero la bañera estaba llena de cajas de sombreros y objetos de toda clase, y el calentador indicaba a las claras que hacía ya mucho tiempo que no se utilizaba. El comedor era húmedo y el papel de las paredes se despegaba. Los muebles eran tan disparatados que la casa daba más bien la impresión de un establecimiento de compraventa.
—Algún día —decía el infeliz Marbe— pondré orden en todo esto. Piense usted que aquí hay un verdadero museo de objetos que he traído de todas partes del mundo. Mi carrera colonial empezó en Madagascar, luego Indochina, y también pasé algún tiempo en África del Norte, como todo el mundo. Y, por último, las Hébridas, Tahití…
Después de echar un vistazo a la casa, se comprendía que el señor Marbe prefiriera comer en el café de la esquina.
—Se trata de recuerdos queridos —trató de explicar para justificarse—, y cuando muera los dejaré al museo colonial.
En un desván, y junto a recuerdos exóticos, el Doctorcito observó que había unos cuantos juguetes de niño.
—¿Estuvo usted casado? —preguntó, al tiempo que encendía un cigarrillo para combatir el mal olor que se desprendía de todos aquellos trastos.
—¡Chut! En Tahití, y con la hija de un jefe de Distrito. Ella murió, pero traje conmigo a mi hijo, y ahora es profesor de natación en Niza. Pero, a todo esto, todavía no le he hablado del verdadero motivo de mi llamada. Venga usted por aquí, para que nadie pueda oírnos, pues desconfío hasta de Eloísa.
—¿Y quién es Eloísa?
—Mi hermana, que vive conmigo. Es viuda y sin hijos; viuda de un jefe de estación. La pobre está algo delicada. Pero, pasemos a mi despacho.
El despacho en cuestión se hallaba todavía más abarrotado de toda clase de objetos que el resto de la casa.
—Imagínese usted que hace cuatro años…
Quizás fuera por el hecho de que era la primera vez que cobraba, pero el Doctorcito decidió, en un rasgo de audacia, jugar a que era un verdadero detective. Y, con la tranquilidad que le proporcionaba el vinillo de Cassis, cortó bruscamente y sin rodeos.
—¡Permítame! Si no le molesta, haré yo las preguntas.
Excepto el bloc de recetas, nunca había llevado en el bolsillo ningún cuaderno de notas. Pero se decidió a sacarlo con el aplomo de un policía de indiscutible experiencia.
—Decíamos, pues, que está usted retirado. ¿Desde cuándo?
—Desde hace seis años. Voy a explicarle…
—¡Ahora no! Más tarde me dará usted todas las explicaciones que quiera. Quedamos en que está retirado desde hace seis años (en el bloc de recetas escribió: seis años). ¿Vino a instalarse aquí enseguida?
—Perdone, pero yo no he dicho eso. Cuando salí de Tahití hace seis años, no sabía todavía dónde me instalaría, y por ese motivo me dirigí a casa de mi hermana, que tenía una casita en Sancerre.
—¿Y cuánto tiempo vivió allí?
—Dos años, el tiempo necesario para decidirme por un clima que me conviniera.
El doctor escribió: Sancerre, dos años.
—¿Y luego?
—Compré este terreno por poco dinero.
—¿Por cuánto?
—Veintidós mil francos. En aquellos momentos todo era más barato que ahora, pero además hice un buen negocio.
—¿Y construyó usted la casa?
—Sí, señor, esta modesta casita, para vivir en ella con mi hermana.
—¿Su hermana, es rica?
—¡Oh, no! Pero tiene una pensión de mil ochocientos francos al mes.
—¿Y usted?
—Tres mil quinientos. Yo era administrador de primera clase. Y ahora, voy a los hechos.
—¡Venga, pues!
—Desde hace tres meses…
—Pero ¿y antes de estos tres meses?
—Pues, nada. Vivíamos felices mi hermana y yo; solamente teníamos una asistenta por las mañanas, ya que casi todas las comidas las trae de casa de Titin; y yo jugaba al tute con la gente del pueblo o me paseaba…
—¿Y su hermana?
—Duerme, cose, borda y suele pasar muchos ratos sentada en el jardín.
—Bien. Decía usted que desde hace tres meses…
—Oigo los pasos por las noches dos veces por semana.
—¿Y no ha visto nunca a nadie?
—Lo he intentado, pero sin conseguirlo. Varias veces me he levantado, me he dirigido rápidamente al lugar de donde parecían provenir, pero siempre he llegado tarde. Si fuera el único en oírlos creería que son alucinaciones mías.
—¿Su hermana también? ¿Quiere recordarme su nombre, por favor?
—Eloísa. Sí, señor, también los ha oído a pesar de que está hecha un vejestorio. Suelen oírse en el desván de arriba, y luego lo encontramos todo revuelto.
—Además de ustedes dos, ¿hay alguien más que duerma en la casa?
—Absolutamente nadie.
—¿Cierran bien las puertas por la noche?
—Y también las persianas. Precisamente es lo que le decía a mi amigo el fiscal. Escuche, doctor Dollent, no soy hombre que crea en fantasmas, pero le confesaré que empiezo a tener mucho miedo. He vivido en las cinco partes del mundo y he conocido gentes de diferentes razas, y también sus creencias; incluso tuve que ocuparme, en el Gabón, de varios casos de brujería. Esto le probará que no me impresiono con facilidad…
«¿Una copita de algo, doctor? ¿De veras que no? Por favor, no haga usted cumplidos…
«Prosigo… y los ingleses, con sus historias de fantasmas, me han hecho reír siempre. Sin embargo, y puesto que tiene que descubrir usted la verdad de este misterio, voy a confiarle un detalle.»
«¡Qué convencido está de mi éxito!», pensó el Doctorcito.
—Decía que cuando era administrador de un distrito de Tahití, hice construir una casa de madera sobre un terreno que los indígenas consideraban como sagrado. Tuvimos incluso que retirar la mole de piedra que sirvió en tiempos pasados para los sacrificios humanos. Yo me burlaba de sus creencias, como había hecho con las supersticiones de los Mois o de los indígenas de las islas Salomón…
»—Ya verás —me decían ellos (allí todos los indígenas tutean a todo el mundo)— los Tu-Papau se vengarán…
»Los Tu-Papau, doctor, eran sus demonios…»
—¿Y le han causado alguna molestia esos Tu-Papau? —preguntó el Doctorcito flemáticamente.
—Allí, no. Pero desde hace tres meses… No se ría, doctor. No quiero afirmar nada, pues ya le he dicho que no creo en esas cosas, y estoy dispuesto a admitir que los acontecimientos que han motivado que lo llamara a usted tienen una causa natural… Sin embargo, cuando por la noche oigo esos ruidos no puedo evitar el pensar en las amenazas de que me hicieron objeto aquellos indígenas.
»¿Quién tendría interés en venir a pasearse a las tres de la madrugada por una casa como esta? Nunca han robado nada; por lo tanto, no se trata de un ladrón; pero tampoco de un asesino, pues no le habría sido difícil matarnos a los dos, a mi hermana y a mí. ¿Qué se puede buscar en la casa de un pobre retirado, durante semanas y más semanas…?»
—Perdone que lo interrumpa —dijo Dollent—. Usted me escribió algo sobre la policía local. ¿Se ha interesado por este asunto?
—Sí, señor, durante una semana tuve aquí a unos agentes que montaron la guardia.
—¿Y qué conclusión sacaron estos señores?
—Ninguna, puesto que el visitante nocturno no vino. De tal forma que me tomaron por un excéntrico. Perdone, veo que acaba de bajar mi hermana y nos espera; ella está al corriente del motivo de su visita. De todas formas le ruego procure no azorarla. Para ella todo es cuestión de los Tu-Papau, que vienen para vengarse…
La hermana era una mujer de unos cincuenta o cincuenta y cinco años, gruesa y plácida. Más que plácida, hubiera podido decirse que estaba reblandecida por el dulce sol del Mediodía.
—Perdone usted que le reciba así, doctor, pero ¡hace tanto calor en este país! Tomará una copita, ¿verdad? Sí… Sí… Ya las he servido en la terraza, bajo la higuera.
Al poco rato el doctor comprendió el motivo de su decaimiento. Eloísa se bebía las copas como si estuviera muy acostumbrada a hacerlo, y no vaciló en servirse una segunda copa cuando llenó de nuevo las de sus acompañantes.
—Sí, doctor, esto no hace ningún daño. Cuando no hay nada que hacer, ya sabe usted…
El Doctorcito estaba absorto en sus pensamientos, y tenía que hacer grandes esfuerzos para vencer la somnolencia que le producía el sol de la Costa Azul.
—¿Ve usted a menudo a su hijo, señor Marbe?
—Suele venir por aquí de vez en cuando, para pedir dinero. No se forje usted una idea equivocada sobre el muchacho; los tahitianos son gente como nosotros y, además, su madre tenía la piel casi tan clara como mi hermana. A él solamente se le puede distinguir de los demás habitantes de la Costa Azul en que es más guapo…
—¿Dónde lo tenía mientras usted vivía en casa de su hermana?
—En el Instituto de Cannes.
—Otra pregunta. El fantasma, si es que así puedo llamarlo, ¿tiene preferencia por algunos días determinados?
—Al principio no me fijé en ello. Los jubilados, ¿sabe usted?, no nos fijamos nunca en las fechas ni en los días de la semana. Sin embargo, acabé por darme cuenta de que sus días de visita solían ser los miércoles y los sábados.
—¿Siempre esos dos días?
—Creo que sí, ¿verdad, Eloísa?
—También lo creo así, y hasta no sé si los fantasmas estarán al corriente de las fechas…
—¿A qué día estamos hoy?
—Precisamente a sábado.
—Entonces tenemos probabilidades de recibir su visita. Confío, señor Marbe, en que no habrá hablado a nadie del verdadero motivo de mi visita.
—¡A nadie absolutamente!
—¿Ni siquiera a su hijo?
—El chico hace más de diez días que no ha venido por aquí. Ya habrá visto usted que lo he presentado a Titin como a un viejo camarada, y espero que no se habrá molestado por la libertad que me he tomado; y creo que si el fantasma, como usted dice, no ha aparecido cuando la policía se hallaba vigilando, se debe a que de una manera u otra se enteraría. La policía de aquí habla con mucha facilidad…
Y cambiando de conversación dijo el señor Marbe:
—¿Qué le parecería si nos fuéramos a tomar una buena bullabesa a casa de Titin?
—Pues me parece una excelente idea.
—¿Lleva usted armas?
—¿Para ir a casa de Titin? —contestó cándidamente el Doctorcito.
—¡No, hombre! Para esta noche, pues me figuro que estaremos de guardia para ver si sorprendemos a mi… a nuestro… en fin, al fantasma.
—¿Me podría usted jurar que no le ha robado nunca nada?
—¡Con toda seguridad!
—¿Y cree usted que con el desorden que aquí reina se habría dado cuenta de ello?
—Ya lo creo, aunque solo me quitaran un alfiler. Usted habla de desorden, pero seguramente no se da cuenta de que no es más que aparente, y yo sé exactamente dónde se encuentra cada cosa…
—¿No ha recibido ninguna carta de amenaza?
—No, nunca.
El Doctorcito tuvo la sensación de que el señor Marbe había vacilado un poco antes de contestar, pero no se hubiera atrevido a jurarlo.
—En resumen, usted y su hermana Eloísa vivían felices en esta casa desde hacía cuatro años y sin tener enemigos; usted pasaba el rato jugando a las cartas, y su hijo, que nació en Tahití, era profesor de natación en Niza.
—Desde hace un año solamente —intervino el señor Marbe.
—De acuerdo. Pero, desde hace tres meses, un individuo o unos espíritus vienen dos veces por semana, durante la noche, y lo revuelven todo.
—Sí, señor; rigurosamente exacto.
—Pero el individuo en cuestión —supongamos que sea un individuo— no ha robado nunca nada, ni tampoco ha intentado atacarlos. ¿Tiene usted alguna idea del lugar por donde entra en la casa?
—Sí, señor; por la puerta.
—¿Cómo dice?
—Digo que por la puerta, pues es imposible que lo haga por otro sitio. Debe de tener un duplicado de la llave, o quizá posea la propiedad de atravesar las paredes… Desde luego, desde hace tres meses dormimos con las ventanas cerradas.
—¿Y si nos fuéramos a tomar la bullabesa? —suspiró el Doctorcito.
¿En qué lío se había metido? ¡Y decir que todo lo hacía para deslumbrar a Ana! ¿Y si luego resultaba que el señor Marbe era verdaderamente un loco?
De repente tuvo una idea. ¿No sería que el fiscal de Nevers, humillado por su intervención, había dado su nombre al señor Marbe con el único objeto de ponerlo en ridículo? Sin embargo, existían ciertos elementos, no muchos, pero bastante característicos, que el Doctorcito iba archivando en su memoria mientras le servían la bullabesa en la terraza de la Rascasse:
1.° El Sr. Marbe estaba retirado desde hacía seis años.
2.º Había vivido dos años en casa de su hermana.
3.º Había comprado un terreno y hecho una casa.
—Dígame, por favor —dijo de repente Dollent, dirigiéndose a Titin—. ¿Cuánto cree usted que puede valer una casa como la del señor Marbe?
Titin contestó sin vacilar:
—Cuatrocientos cincuenta mil. ¿Verdad, señor Marbe? Si me hubiera escuchado se hubiera economizado treinta mil francos. Pero ahora ya está hecho. ¿Un poco de caldo, señor doctor? ¿Quiere que le ponga un trocito de escorpina y una papa? Créame, la papa absorbe el azafrán y mejora el gusto. ¿Qué tomarán después de la sopa, señor Marbe? ¿Quieren que les ase tres hermosos «lobos» con un poco de hinojo?
El Doctorcito, que había cobrado el cheque de cinco mil francos antes de salir de viaje, estaba muy apurado. ¿Cómo acabaría todo aquello? Y además, aquel sol, aquella bullabesa tan sabrosa que incitaba a beber, y aquel vinillo que, como por milagro, llenaba continuamente el vaso…
II
—¿Le gustaría echar una siestecita, doctor? Aquí en el Mediodía es casi un rito oficial, sobre todo después de la bullabesa de Titin y del viejo coñac que ahora nos servirá. Seguramente habrá viajado usted parte de la noche, ¿verdad?, y, en cuanto a la que viene (un guiño), es probable (otro guiño) que no tenga usted intención de dormir mucho. Por cierto, Eloísa, deberías preparar una habitación para el doctor.
—Ya está arreglada —contestó la hermana del señor Marbe, que no quería perderse la copita de coñac.
El Doctorcito, a pesar del sueño que le entraba, tuvo la impresión de que el señor Marbe estaba contrariado. Quizás hubiera deseado que su hermana los dejara solos, para hablarle de ella…
Diez minutos más tarde, Jean Dollent tomó posesión de una habitación en la que todo el arreglo había consistido en amontonar en un rincón los numerosos objetos que antes deberían hallarse sobre la cama. Las persianas, que recibían el sol de lleno, estaban cerradas, pero por entre las rendijas el doctor pudo ver cómo el señor Marbe se instalaba bajo la higuera para echar la siesta. Iba vestido con un traje de tusor blanco, cuya chaqueta, con una sola hilera de botones que llegaban hasta el mismo cuello, debía de ser un antiguo uniforme de administrador colonial. La desabrochó, puso un pañuelo alrededor de su casco, como si fuera un velo, se extendió en la mecedora, y al momento las moscas empezaron a zumbar a su alrededor.
Apenas había tenido Dollent el tiempo de quitarse la chaqueta y los zapatos, cuando llamaron suavemente a su puerta. Era Eloísa, quien hizo con los dedos un signo de silencio.
—¡Chist! Ya duerme, y quería aprovechar este momento para hablarle de mi hermano. ¿No cree usted, doctor…?
Y diciendo esto aplicó su dedo índice contra la sien, con un ademán que en todos los países del mundo significa una alusión directa a la locura.
—Usted, que es médico, ¿no cree que está…?
—¿Y qué motivos tiene para pensar eso?
—Verá usted. Mi hermano, como casi todos los funcionarios de las colonias, ha sido siempre muy original, y hasta le diré que cuando regresó a Francia definitivamente, a pesar de ser yo viuda, dudé en irme a vivir con él. Durante los dos primeros años, cuando estuvo en mi casita de Sancerre, todavía podía decir que estaba bastante tranquilo, y se pasaba el tiempo clasificando una y otra vez todas esas porquerías que se ha traído de los cuatro rincones del mundo. ¿Cree usted que es normal cargar con todos esos chismes, que pueden haber sido tocados hasta por leprosos?
Miró al doctor, luego echó una ojeada por las rendijas de la persiana, y continuó:
—Pero de repente me propuso que viniéramos a vivir al Sur y que hiciéramos una casa. Yo ignoraba que fuese rico, y le dije:
»—¿Con qué dinero vas a hacer todo eso?
»—No te ocupes de ello —contestó.
»—¿Tienes economías?
»—No pienso dar cuenta a nadie de lo que poseo…
»Y desde aquel momento, justo es confesarlo, cada día está peor. Anda siempre con tapujos, como si fuera una vieja; nunca puedo saber a dónde va cuando sale de viaje, y cuando abre el buzón para recoger el correo parece que teme algo… Y a pesar de lo que le ha dicho a usted, doctor, tiene un miedo que se muere, pero no se atreve a confesarlo. Por ejemplo, no es verdad que cuando se oyen los ruidos se levante y recorra la casa, sino todo lo contrario. A decir verdad, yo no he oído nunca nada concreto: claro está que tengo un sueño muy pesado. Pero estoy segura de que mi hermano se queda detrás de la puerta, temblando. Y solo a la mañana siguiente, cuando ya es completamente de día, recorre toda la casa para asegurarse de que nada falta.
»Pero lo que más me preocupa es el hecho de que de un tiempo a esta parte siempre guarda en su habitación dos o tres revólveres cargados. ¿Y sabe usted de qué manera se pasa muchas tardes? Pues verá, baja solo al sótano, ilumina durante un breve instante con su linterna eléctrica las botellas vacías que se hallan contra la pared, y luego a oscuras empieza a disparar sobre ellas. ¿Cree usted que esto es una distracción propia de un hombre de su edad? ¿Y no le parece que estoy en lo cierto cuando le digo que está chiflado…?».
Eloísa no pudo comprender la ligera sonrisa que se dibujó en los labios del doctor; el motivo de tal sonrisa fue el hecho de que al mirar este por entre las rendijas de la persiana, se dio cuenta de que el señor Marbe ya no estaba debajo de la higuera, y adivinó que se hallaría escuchando detrás de la puerta…
Y, en efecto, la puerta se abrió, y Eloísa tuvo un sobresalto al verse descubierta.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó su hermano.
—He venido para ver si no le faltaba nada al doctor, ¿verdad?
—Entonces ya puedes marcharte.
¡Qué lástima que el Doctorcito estuviera medio dormido por los efectos de la exquisita bullabesa y del famoso vinillo de Cassis! En otro momento hubiera podido saborear mejor las pintorescas escenas de los dos habitantes de aquella casa…
—¿Qué le estaba diciendo? —preguntó el señor Marbe—. No me he atrevido a ponerle a usted en guardia antes, pero ahora debo confesárselo. Desde que murió su marido, mi hermana se ha aficionado mucho a la bebida. No quiero decir que llegue a emborracharse, pero con frecuencia podrá usted observar que sus ojos brillan demasiado y que su boca está más pastosa de lo debido.
—Oiga, señor Marbe, ¿y si echáramos una siesta, como ha dicho usted antes?
—Tiene usted razón, y le pido que me perdone. Pero cuando vi que mi hermana subía la escalera… Tengo un oído muy fino y acostumbrado al gran silencio de la selva…
Diciendo esto salió de la habitación, pero el Doctorcito ya no intentó dormir, y ante el temor de sucumbir a la modorra que le iba entrando prefirió sentarse incómodamente en una silla.
«Supongamos —pensó el doctor— que el señor Marbe no está loco y dice la verdad».
Prosiguiendo el método que tan buenos resultados le había dado en los casos anteriores, trató de hallar una sólida base de partida, una verdad indiscutible, y esta verdad podía resumirse, poco más o menos, con lo siguiente:
Un desconocido buscaba algo en la casa de Golfo Juan.
Este algo era difícil de encontrar, puesto que, al cabo de tres meses de visitar la casa, dos veces por semana, todavía no habían o había dado con ello.
Y, por último, con anterioridad a estos tres meses, el desconocido no había intentado apoderarse de ningún objeto.
Por lo tanto, cabían tres soluciones:
1.ª Que el objeto buscado no estuviera allí tres meses antes.
2.ª Que el desconocido lo ignorase hasta aquel momento.
3.ª Que el individuo en cuestión no hubiese podido ir hasta entonces.
¿Y por qué motivo solamente iba dos veces por semana?
Y precisamente siempre los miércoles y los sábados. Pues seguramente debido a que no estaría libre los demás días. Y lo más curioso del caso es que le avisaron de la presencia de la policía, puesto que durante aquella semana no llevó a cabo su acostumbrada aparición.
En cuanto a saber si el señor Marbe estaba o no loco, el Doctorcito, sin ser psiquiatra, había estudiado las enfermedades mentales durante su internado en un hospital. Y su conclusión era que se trataba de un hombre nervioso, no cabía duda. Pero al propio tiempo daba la impresión de estar perseguido por una idea fija, o más exactamente, parecía un hombre obsesionado por el miedo, y no por un temor impreciso, sino por un hecho o una cosa bien determinados. Era tan cierto, que si se daba crédito a lo que decía su hermana, ni siquiera se atrevía a salir de su habitación durante las noches en que se producían los ruidos. ¿Sabría por casualidad quién era la persona que removía con tanta obstinación los viejos recuerdos allí amontonados? Y en caso afirmativo, ¿sabría también qué era lo que buscaba el desconocido? ¿Por qué otro motivo que no fuera el de estar decidido a disparar se entrenaba con el revólver en el sótano?
Y por último venía la cuestión esencial: ¿por qué razón si el señor Marbe sabía todo aquello había llamado al Doctorcito, del que solo de oídas conocía la pericia? ¿Por qué motivo le había mandado de antemano, sin saber si aceptaría o no, una cantidad de dinero bastante importante?
«Esta noche —se dijo a sí mismo— no beberé. Y estoy seguro de que ocurrirá algo. Esta noche o nunca».
En aquel preciso instante se oyeron unas voces, primero en el jardín y luego bajo la pérgola, y eran las de dos hombres que disputaban.
Dollent entreabrió la ventana para escuchar, pero solo llegó hasta él un confuso murmullo. En vista de ello decidió salir a la pérgola; al fin y al cabo no era un invitado corriente y tenía el deber, casi la obligación, de ser indiscreto. Bajó tranquilamente la escalera, como si acabara de echar una buena siesta, y halló a Eloísa en el comedor, que estaba arreglando. Ella le dijo bajito:
—Su hijo acaba de llegar.
El Doctorcito encendió un cigarrillo, adoptó una actitud lo más desenvuelta posible y salió a la pérgola. Al hacerlo tuvo claramente la impresión de que el señor Marbe, que lo vio primero, hacía una seña a su hijo para que callara.
—Perdonen si les molesto, pero…
—Al contrario, doctor. Le presento a mi hijo Claude. Le hablé ya de él, ¿verdad? ¿Qué le parece? Un buen mozo, ¿eh…?
¡Jum! No era el hijo que el Doctorcito hubiera deseado tener. Se trataba de un muchacho alto, de facciones un poco gruesas, debido, seguramente, a su origen tahitiano, pelo negro, piel fina y morena, ojos enormes y labios carnosos. Pero lo que más chocaba del muchacho era su elegancia demasiado chillona y su actitud, que recordaba, incluso en su manera de mirar y en el balanceo de su cuerpo, a los chulos de la Costa Azul. Seguramente era cierto que ejercía funciones de profesor de natación, pero sin duda alguna también frecuentaría algunos de esos bares mal afamados, y no parecía ser el tipo de persona que duda en realizar, cuando la ocasión se presenta favorable, algún que otro pequeño tráfico no muy limpio.
—¡Buenas tardes! —dijo el muchacho con bastante sequedad.
—El doctor es un amigo, un viejo camarada que ha venido a pasar algunos días con nosotros.
Y mientras decía esto el señor Marbe miraba al doctor como queriéndole indicar que su hijo no estaba al corriente de nada.
—¿También ha estado usted en las colonias? —preguntó Claude con cierta desconfianza.
Dollent no tuvo ni tiempo de contestar, pues el padre, temiendo sin duda que metiera la pata, se adelantó:
—¡Oh, no! Al doctor lo conocí en Sancerre, y cuando supe que se encontraba en la región pasando unos días lo he invitado para que viniera a vernos.
—¡Oiga, doctor!
«Muy vulgar el joven Claude», pensó este.
Y en aquel preciso momento dejó de gustarle el muchacho, sobre todo por la manera agresiva e irónica a la vez con que lo interpelaba.
—No sé si conocerá usted a mi padre desde hace mucho tiempo, pero lo que puedo decirle es que se trata de un maldito maniático.
—¡Claude! —dijo el padre, contrariado.
—¿Qué? No veo la necesidad de andar con misterios. Lo que he venido a pedirle es tan natural que todo el mundo puede saberlo, y más aún un viejo amigo, como tú dices…
—Mi hijo, señor Dollent, es un poco…
—¡Déjame hablar! Y ante todo confiesa que no te molesto a menudo. Ya me gano la vida, lo cual tiene bastante mérito, pues no es culpa mía si llevo sangre tahitiana en las venas y si a la gente de aquel país no le gusta trabajar.
—¡Claude!
—¿Me comprende usted, doctor? Voy tirando y apenas si de tarde en tarde, cuando me encuentro en un apuro, vengo a pedirle a mi padre uno o dos billetes de mil francos. A mi edad todos los muchachos hacen lo mismo, y tampoco sería justo que mi padre disfrutara él solito de su fortuna. Pero hoy he venido para otra cosa.
—Si lo que quieres es un billete de mil…
—Ya sabes muy bien que no es eso, papá. Escuche, doctor, usted hará de árbitro. Si ha visitado la casa habrá podido darse cuenta de que parece a la vez un museo y una tienda de antigüedades. Aquí hay de todo, cosas horribles y otras que no están del todo mal. Mi padre es un hombre que no ha tirado nunca nada, ni siquiera un traje roto, y si buscásemos un poco seguramente hallaríamos una caja con todos sus botones viejos…
—¡Me parece que exageras, Claude!
—¡De acuerdo! Pero no me negarás que allá arriba guardas todavía todos mis juguetes. Yo he sido un niño mimado, doctor, y cuando vivíamos en Tahití cada barco que llegaba de Francia me traía nuevos juguetes. Pues bien, mi padre los ha guardado todos. Esto, desde luego, no tiene ningún valor, pero da la casualidad de que hoy los he prometido al hijo de un amigo, y por eso he venido a pedírselos.
El viejo esbozó una ligera sonrisa triste y dijo:
—¿Comprende, doctor? El chico encuentra muy natural llevarse, para regalarlos a otra persona, unos objetos que me recuerdan su infancia y a su pobre madre…
—No te pongas ahora sentimental —cortó el muchacho—. Bueno, ¿qué? ¿Dices que no?
—Llévate lo que quieras —suspiró el viejo con resignación.
—He venido en el coche de un amigo. Verás como me doy prisa.
Y, sin el más leve remordimiento, se lanzó escaleras arriba en dirección al desván.
—Es un buen chico —suspiró el padre—, pero muy impulsivo y con el corazón en la mano. Como se lo prometió a un amigo…
—¿Y si fuéramos a ver? —dijo el doctor.
—¿A ver qué?
—Los juguetes que se lleva.
—¡Si se empeña usted en ello…!
Momentos más tarde hallaron a Claude en el desván buscando en medio del polvo. Desde luego, saltaba a la vista que el señor Marbe había sido generoso con los juguetes de su hijo. Mezclados con objetos procedentes de todos los países tropicales (hasta había allí un enorme cocodrilo disecado), se veían varios caballos de madera de distintos tamaños, un triciclo, soldados de plomo…
—¿Te lo llevas todo? —preguntó el padre mirando hacia otro lugar.
Y en aquel preciso momento el Doctorcito estuvo a punto de dejarse ganar por la emoción. ¡Qué curioso! Pero le pareció como si el muchacho dudara y sus ojos buscaron la mirada de su padre. ¿Qué habría entre ellos dos? ¿Y por qué motivo Marbe se obstinaba en mirar hacia el lado opuesto de la habitación?
—¡Sí, todo!
—Como quieras…
Claude estaba recogiendo hasta las cosas más insignificantes y pequeños objetos sin ningún valor, pero, a pesar de ello, no parecía satisfecho. Daba la impresión de estar buscando algo que no encontraba; su frente se arrugaba y de vez en cuando dirigía a su padre una mirada de desconfianza.
—¿Todavía no tienes bastante? —trató de bromear el señor Marbe—. ¿Crees que el hijo de tu amigo, como dices, no podrá jugar con todo eso?
—Estoy buscando algo…
El muchacho vaciló, y el Doctorcito se dio cuenta de que habían llegado al punto sensible.
—¿Qué es lo que buscas?
—Una trompeta de madera. Probablemente ya no te acordarás de ella; era una trompeta que tenía unas rayas azules y rojas y una borla de seda encarnada.
—No recuerdo.
—Es curioso.
—¿Por qué dices eso?
—Porque me parecía haberla visto otras veces por aquí.
—¿Crees verdaderamente que el hijo de tu amigo necesita esa trompeta?
—No, no es por eso. Pero me acuerdo de ello porque era mi juguete preferido y me hubiera gustado encontrarla.
—¡Búscala!
La mirada que el señor Marbe dirigió al Doctorcito parecía decir:
—¡Así son los hijos! Uno se sacrifica por ellos y un buen día casi te insultan. Y por fin se llevan todos los recuerdos de su infancia para darlos a un desconocido, sin tener en cuenta que pueden herirnos…
Esta observación hubiera llegado a emocionar a Dollent si en aquel preciso instante no hubiera notado algo anormal. ¿Qué era? No podía precisarlo, pero tuvo la impresión de que las palabras que se cruzaban entre padre e hijo tenían todas un doble sentido. Y las situaciones, incluso cómicas, que se estaban creando escondían un drama, del cual no poseía Dollent el secreto.
—¿La has encontrado?
—¡No!
Y el muchacho lanzó a su padre una dura mirada.
—¿Quieres registrar la casa entera?
Claude no contestó ni si ni no, pero, por una trompeta de madera, que debería valer cuatro o cinco francos como máximo, parecía dispuesto a revolver las colecciones exóticas que el viejo administrador colonial había ido recogiendo durante toda su vida.
La nota casi cómica la dio Eloísa. Llegó al desván toda sofocada por el esfuerzo de subir las escaleras, y de su manera de mirar el Doctorcito sacó la conclusión de que acababa de beberse un buen trago.
—¿Qué es lo que están haciendo aquí? —preguntó con sorpresa.
—Claude se lleva todos sus viejos juguetes para regalárselos a un amigo.
—¡Vaya un fresco!
—Se ha empeñado en no dejar ninguno.
—Pues que coja todo lo que hay en la casa y así podremos luego limpiarla un poco. ¿Qué estás buscando, Claude?
—Una trompeta de madera.
—¿Una trompeta que tiene rayas azules y rojas y una borla también roja?
—¿La ha visto usted…?
—Claro; está en el armario ropero de tu padre; allí la vi el otro día. Me extrañó que guardara aquella porquería junto a su ropa limpia.
El señor Marbe permaneció impasible, pero su rostro se puso más pálido que de costumbre y unas gotas de sudor aparecieron en su frente.
—¿Es verdad? —preguntó el muchacho mirando a su padre.
—Puesto que tu tía lo dice… Yo no lo sé. Es posible que hayamos guardado allí por casualidad esa trompeta. Pero ya empiezan a cansarme con estas historias de juguetes. Cualquiera diría que no tengo otras preocupaciones más importantes.
Por una vez el señor Marbe se alteró, y su cólera, o mejor dicho, su rabia, fue creciendo.
—Lo que no puedo comprender es que escojáis precisamente el momento en que tengo un amigo en casa para fastidiarme con estas estupideces de juguetes. No sé si no sería preferible…
—¿Dónde está el armario, tía? —preguntó Claude tranquilamente.
—En su habitación.
Sin preocuparse en lo más mínimo del disgusto de su padre, el muchacho se dirigió hacia el piso inferior. El señor Marbe lo siguió, el Doctorcito hizo otro tanto, y, naturalmente, Eloísa cerraba la marcha.
—Siempre que la veía me preguntaba qué es lo que hacia allí aquella trompeta —murmuró ella mientras bajaban.
La puerta de la habitación estaba abierta y el señor Marbe señaló el armario.
—Anda, busca. Y llévatela si la encuentras.
Y mientras decía aquello tenía una sonrisa triste, como si acabasen de herirle en sus sentimientos más queridos.
Claude había ido ya demasiado lejos para desistir, y metía la mano por entre los trajes y las pilas de ropa. Al momento se produjo la escena que hubiera debido proporcionar el instante más cómico; fue cuando el muchacho, en medio de una situación muy violenta, enarboló de pronto un objeto cuya desproporción con el ambiente que lo rodeaba era demasiado exagerada; se trataba de una trompeta de madera, como las que venden en cualquier bazar, pintada con tanta ingenuidad que el Doctorcito estuvo a punto de soltar la carcajada. No obstante, y haciendo un gran esfuerzo, se contuvo; miró entonces al viejo Marbe y vio que por sus mejillas corrían dos gruesas lágrimas.
—Reina un tal desorden en esta casa… —balbució el viejo con voz conmovida y volviendo la cabeza hacia el otro lado.
III
—No haga caso de mi emoción, doctor. Si fuera usted padre me comprendería… Y le advierto que no estoy enfadado con el muchacho.
El viejo Marbe y el doctor se hallaban en la pérgola, mientras Claude amontonaba apresuradamente los juguetes en el coche.
—Esta noche estaremos de guardia y entonces…
—Si es que he vuelto —rectificó el Doctorcito.
—¿Cómo? ¿Se marcha usted?
—Tengo que hacer en Niza. No se preocupe por mí.
—Pero ¿y si viene el individuo?
Dollent se contuvo para no decirle:
«No tema, que esta noche no vendrá».
Pero no lo dijo, porque la experiencia le había enseñado a no mostrar demasiado aplomo en sus afirmaciones.
Claude vino hacia ellos.
—Espero, papá, que no lo habrás tomado a mal. Lo había prometido, ¿sabes? Te pido perdón si te he disgustado, y creo que admitirás que los juguetes no hacían nada en esta casa; en cambio, estarán más en su sitio en otra donde haya un niño que juegue con ellos.
—Sí —asintió el padre con un movimiento de cabeza.
—Hasta pronto, papá; y adiós, doctor. Diviértase mucho en casa de mi padre. Adiós, tía.
¿Estaría el muchacho arrepentido de haber insistido tanto? Su actitud era más agradable que hacía un rato, y daba la impresión de que había intentado descargarse de una inquietud.
—¡Vamos, papá! ¡Una sonrisa, y no hablemos más de ello…!
A pesar del esfuerzo que hizo, la sonrisa del señor Marbe fue amarga.
—Me marcho, mis amigos me esperan…
—Me marcho también —dijo el doctor—, y no se inquiete por mí, señor Marbe.
—Pero…
Demasiado tarde. Aún no había andado unos doscientos metros el coche del muchacho en dirección a Juan-les-Pins, cuando el Doctorcito ponía ya en marcha el motor de Ferblantine. Si en aquel momento le hubiesen preguntado adónde se dirigía tan de prisa, habría contestado sin temor al ridículo:
—¡Voy detrás de la trompeta!
Y parecía, en efecto, que este instrumento tenía su importancia, puesto que, poco antes de llegar a Antibes, Claude miró hacia atrás. ¿Se daría cuenta de que el doctor lo seguía? El caso es que aceleró su coche; en lugar de seguir por la carretera de Niza, torció a la izquierda, luego a la derecha, torció nuevamente por una calle que cruzaba, hizo marcha atrás y metió el coche por un estrecho pasaje.
Cuando, minutos más tarde, llegó el doctor a la entrada de dicho pasaje, el coche había desaparecido. En vista de ello no insistió en la búsqueda; se detuvo, y entró en un bar para telefonear al señor Marbe, confiando en que tendría teléfono. Por fortuna lo tenía.
—¡Oiga! ¡Aquí el doctor Dollent! ¿Tiene usted la bondad de darme la dirección de su hijo en Niza? ¿Cómo dice? ¡No! ¡No ha ocurrido nada! ¡Sí! Seguramente volveré. ¿Cómo dice…? ¿Hotel Albión…? Muchas gracias.
—No, señor. El señor Claude no ha vuelto, y no suele hacerlo nunca hasta las doce de la noche o más.
—Muchas gracias.
El Doctorcito se sentía ya presa de la fiebre de los descubrimientos, lo cual le ocurría cada vez que concebía alguna idea. La de ahora era más bien disparatada, pero se aferraba a ella precisamente porque parecía inverosímil.
—Dígame, camarero. ¿Sabe usted cuál es el oficio que solo deja libres los miércoles y sábados por la noche?
—¿Cómo dice?
—Le pregunto si puede decirme cuál es el empleo que solamente deja libres…
—¿Cómo quiere usted que le conteste a esa pregunta? Antes los días de permiso eran fijos; había el día de los peluqueros, el de los carniceros, el de los salchicheros… Pero hoy, con todas estas leyes sociales, es mucho más complicado, y en la mayoría de los oficios se trabaja por turnos. Y aquí en Niza, con el asunto de los casinos, ya nadie se entiende.
A pesar de ello, pensó el doctor, tenía que averiguarlo, y era preciso hallar la solución rápidamente.
—¡Oiga, camarero! —insistió Dollent.
—¿Qué desea? —contestó este con cierta desconfianza.
—¿Quién es el encargado de controlar los turnos, como usted dice?
—¡El inspector de Trabajo!
—¡Muchas gracias!
Diez minutos más tarde, dicho funcionario escuchaba asombrado el relato que le hacía el Doctorcito.
—Compréndame usted, señor inspector. Mi pregunta es muy delicada. Se trata de alguien que solamente tiene dos noches libres por semana, la del miércoles y la del sábado; por consiguiente, es de suponer que este hombre trabaja hasta una hora bastante avanzada de la noche. Yo desconozco por completo los reglamentos y la manera de formar los equipos de turno, pero me han asegurado que todo esto lo controlaba usted. ¿Cuáles son las profesiones que trabajan de noche en una región donde no hay fábricas? ¿Los «croupiers», los camareros del casino, los panaderos, los…?
—Además de la compañía de aguas, hay un servicio de permanencia en las del gas y electricidad…
—¡Dos noches por semana, señor inspector! Esto es lo que debe orientarnos. ¿Me permite rogarle que consulte sus archivos?
El Doctorcito estaba crispado, como siempre en estos casos, y parecía un polichinela recién salido de la caja.
—Dos noches… —murmuraba a regañadientes el inspector—. Esto es precisamente lo que me intriga. Si se tratara de una sola ya lo hubiera acertado. Pero, espere… En ciertas casas el trabajo de día alterna con el de noche; pero, claro, en estos casos es durante una semana sí y otra no. Quizás…
—¡Diga usted!
—Pues, quizás el Casino de la Escollera. Pero allí todos son «barmen». Ahora que recuerdo, se ponen de acuerdo entre ellos para tener cada uno dos noches libres por semana y, durante esos días, para compensar, sirven el aperitivo de la mañana.
—Gracias… Muchas gracias.
Cuando el inspector se dio cuenta de lo que ocurría, el Doctorcito ya había salido del despacho, y el pobre hombre se dijo que sin duda alguna se trataría de algún chiflado.
Dollent llegó al Casino de la Escollera, pagó la entrada y se precipitó hacia el bar de la primera sala de juego. ¡Beber! ¡Siempre beber! ¡Qué oficio el de detective! Seguramente los inspectores tendrían una asignación especial para bebidas…
—Un coctel.
—¿Martini, rosa?
—Como quiera, póngame un rosa.
Lo bebió de un tirón y pidió otro para inspirar confianza al «barman».
—Dígame. ¿Son ustedes muchos aquí?
—¿«Barmen»? Una docena.
—Es que busco a un compañero suyo que me ha citado aquí, y ahora no recuerdo su nombre. Lo único que sé de él es que está libre esta noche. Le toca los miércoles y sábados…
—¿Uno alto y bizco?
—¿Cómo se llama?
—Patris.
—¿Y dónde vive?
—No lo sé, pero espere, que se lo voy a preguntar al jefe. Si no es este que le digo, solo puede ser Pierrot-des-Iles.
—¿Me quiere dar también su dirección? Mientras tanto, póngame otro coctel.
¡Tres cócteles! Pero, a cambio de ellos, dos direcciones, una de las cuales parecía tener que ser la buena: Pierrot-des-Iles vivía en el Hotel Albión, situado en una callejuela que desembocaba en el Paseo de los Ingleses.
—Es un muchacho de media edad, ¿verdad?
—Más bien maduro. Pierrot debe de tener cerca de los cincuenta, pero ha corrido tanto por esos mundos… También ha estado en las islas del Pacífico, y por eso lo llaman Pierrot-des-Iles. Pero también ha estado en otra de la que no le gusta hablar: la isla del Diablo, en la Guayana. Si es a él a quien busca lo hallará a eso de las ocho en un pequeño restaurante que hace esquina a…
El Doctorcito ya había desaparecido, dejando un billete encima del mostrador.
«¡Vaya amigos que tiene Pierrot!», pensó el «barman»…
IV
—¿Puede decirme si ha vuelto el señor Claude Marbe?
El Albión era un hotel de segundo orden, bastante nuevo, y su clientela se componía, principalmente, de empleados de casino, bailarines profesionales y alguna que otra mujercita.
—Hace una media hora que ha subido, y por cierto que llevaba varios paquetes. Pero no sé si habrá vuelto a salir. ¡Oiga! ¡El 57! ¡Oiga! ¿Cómo dice, señorita? ¿Que no contesta? Gracias.
El conserje gruñó entre dientes:
—Y, si embargo, no lo he visto salir.
—¿Puede decirme cuál es la habitación de Pierrot-des-Iles?
—El 32. ¿Quiere que le avise su llegada?
—No es necesario, gracias. Me está esperando…
El Doctorcito se lanzó escaleras arriba, y, al llegar ante el número 32, oyó la voz de alguien que hablaba fuerte; pero, como no consiguió distinguir lo que decía, prefirió llamar francamente a la puerta. Esta se entreabrió, y un hombre, al que el doctor no conocía, lo examinó y dijo:
—¿Qué quiere?
Por la abertura de la puerta, Dollent entrevió la silueta de Claude. Este lo reconoció y dijo con sorpresa:
—Déjalo entrar.
Luego, desconfiando, añadió:
—¿Qué ha venido usted a hacer aquí?
¡Uf! ¡Lo más difícil ya había pasado! Ahora ya se encontraba dentro, y desde el momento en que los dos hombres se hallaban en la habitación, estaba seguro de no haberse equivocado. Pero, en realidad, ¿qué era lo que sabía? Bien poca cosa, por no decir casi nada.
De lo único que estaba seguro era de que desde hacía tres meses Pierrot-des-Iles buscaba una trompeta en casa del señor Marbe sin haber podido dar con ella. También sabía que, desesperado de no hallarla, se había dirigido a Claude ofreciéndole, sin duda alguna, una cantidad importante si la encontraba. Sabía que dicha trompeta había pasado por Tahití, que el señor Marbe había vivido allí, y también que Pierrot-des-Iles se encontraba en aquella isla antes de que…
La habitación del tal Pierrot era de lo más vulgar. Los juguetes traídos por Claude se hallaban en un rincón, amontonados de cualquier manera, y la trompeta estaba encima de la cama.
—Espero que me dé una explicación —dijo Pierrot bruscamente.
—Pues, verá. He venido para avisarle que es preferible que esta noche no vaya a la casa del señor Marbe. Claro está que, puesto que ya tiene la trompeta, seguramente no pensará en volver por allí…
Pierrot lo examinó con ojos inquisidores. Parecía un hombre al que ya nada sorprendía y difícilmente impresionable.
—¡Oye, Claude! —gruñó enfurecido—. ¿Eres tú el que ha metido a este tipo entre nuestras piernas?
—Te juro que lo despisté en Antibes. Y no sé cómo habrá podido llegar hasta aquí.
—Ya se los explicaré, hijitos —dijo el doctor con desenfado—. Usted, Pierrot, está furioso, ¿verdad? La trompeta no le ha dado lo que buscaba…
—¿No será usted de la policía?
—¿Yo? ¡Eso nunca! Soy médico. Y lo que busco en este momento es saber por qué motivo el señor Marbe, hombre apacible y asustadizo, quiere a toda costa matar a su visitante nocturno, el cual, por cierto, no le ha hecho nunca ningún daño y no le ha robado nunca nada…
Los dos hombres quedaron boquiabiertos, pero el más sorprendido fue Claude, que miró a su compañero esperando una explicación.
—¿Dice usted —preguntó Pierrot— que quería matar al visitante nocturno?
—Verá. Se ha estado entrenando durante tiempo al tiro de revólver en la oscuridad. Luego, y temiendo quizás verse acusado de asesinato, se aseguró de mi testimonio. ¿Comprende? Yo le hubiera servido de mucho, pues hubiera tenido que reconocer que el señor Marbe había disparado en legitima defensa…
—¡El muy sinvergüenza!
—De acuerdo con el calificativo. Pero, dígame: y la trompeta…
—Usted, doctor, me parece que sabe mucho y no sabe nada, ¿verdad? ¿Tengo o no razón? Ya comprenderá que, con lo que he rodado por esos mundos de Dios, conozco un poco el paño, y usted no me dejará tranquilo hasta que sepa la verdad. Ahora bien, yo no tolero que nadie husmee en mis asuntos. En cuanto a Claude, todavía sabe menos que usted, y me limité a ofrecerle diez billetes de mil si me traía todos los juguetes que se hallaban en casa de su padre, incluyendo una trompeta de madera…
Pierrot-des-Iles alzó los hombros.
—¡Pero he llegado tarde! De todas formas, será preciso que ese sinvergüenza suelte lo que debe, de lo contrario… Es demasiado fácil aprovecharse del trabajo de los demás, sobre todo cuando estos han pagado con varios años de presidio, y luego adoptar aires de persona decente…
»Mire, doctor, puesto que, según parece, es usted médico, estoy asqueado. Sí, señor, ¡asqueado! Y si el Marbe ese estuviera aquí… Perdona, Claude, pero es que la jugarreta que me ha hecho el sinvergüenza de tu padre…
»Ya no me importa que lo sepan ustedes. La cosa ocurrió en Tahití. Allí hacía yo de todo un poco, y una de mis ocupaciones consistía en esperar a los pasajeros de los barcos. Tenía una lancha motora y en ella llevaba a los aficionados a la pesca de tiburones. Un día embarqué a un yanqui y, cuando nos encontrábamos fuera de puerto, sacó, sin saber yo por qué, su billetero y lo abrió. ¿Qué cree usted que vi? Pues cuatro billetes de diez mil dólares cada uno…
»Los americanos, ¿sabe usted?, son inmensamente ricos y tiran los billetes de cualquier manera: de diez, de veinte, de cincuenta, de cien, de mil dólares… Eso no tiene para ellos ninguna importancia. Y, cuando se les terminan, no tienen más que pedir otros al banco…
»El tipo que yo llevaba me contó que estaba dando la vuelta al mundo y que los billetes grandes eran más prácticos.
»En resumen…».
Hubo una pequeña pausa y tanto al doctor como a Claude se les cortó la respiración.
—En pocas, palabras: se lo llevó un tiburón… Ahora, ya no tiene importancia, puesto que me costó bastante caro. Quince años, ya que aquellos señores de la policía no creyeron en la historia del tiburón.
»Pero por lo que se refiere a los billetes…
»Yo iba algunas veces a casa de Marbe; era una buena persona y, además, tenía un chiquillo precioso. Me encontraba precisamente en su casa, cuando supe que iban en mi busca por lo del yanqui. Yo llevaba los billetes en el bolsillo y no iba a ser tan tonto como para que me los cogieran. Por eso cogí la trompeta de madera que rodaba por el suelo y metí dentro los billetes, bien doblados…
»Imagínese que al cambio de hoy aquello valdría cerca del millón y medio de francos.
»Tuve que pasar quince años en presidio, y, como siempre ocurre en estos casos, salí sin una gorda. Como es natural, me dije enseguida:
»—Tengo que encontrar a Marbe. Es preciso que recupere la trompeta.
»Y hace tres meses me enteré de que se había hecho una casa en Golfo Juan y de que todavía conservaba una infinidad de objetos acumulados durante toda su vida.
»Me coloqué en el casino y dos veces por semana iba a registrar la casa».
—¡Ya sé! —cortó el Doctorcito—. No ha conseguido encontrar usted la trompeta.
—Entonces encargué a su hijo…
—¡También lo sé!
—Pero el muy sinvergüenza ya se había dado cuenta.
—Puedo incluso decirle en qué fecha. Ocurrió cuando hacía dos años que había regresado definitivamente a Francia y vivía en Sancerre con su hermana. Un día encontró los billetes en la trompeta. ¿Adivinaría que se trataba de su dinero?
—¡Claro! Pues menudo revuelo armó por aquel entonces la policía buscando los famosos billetes. Además, unos billetes así no se pueden confundir… Pero como él sabía que yo estaba en presidio se aprovechó. Se hizo una casa y probablemente habrá colocado el resto repartido en varios bancos. Luego, cuando se enteró por los periódicos de que me habían soltado, le entró el miedo, y al empezar los ruidos por la noche… Le diré que en el fondo he sido un tonto por haber creído que él no habría hallado el escondite. Me imaginaba que un administrador colonial retirado podría pagarse una casa como la que tiene…
»Como comprenderá, no me era posible presentarme a la policía y decir:
»—Vengo a reclamar el dinero que robé al norteamericano y que está escondido dentro de una trompeta en casa del señor Marbe.
»Y esto lo sabe el muy sinvergüenza.
»Pero, además, tiene miedo de verme…»
Muy señor mío:
Dando por terminada mi investigación y por resuelto el problema que tuvo la amabilidad de someter a mi juicio, y lamentando, por otra parte, no poder despedirme personalmente de usted, así como de su señora hermana, le ruego…
Doctor Dollent
¿Para qué volver allá? Para coger al señor Marbe por las solapas y gritarle:
»¡Usted sabía perfectamente quién era el visitante nocturno y no tenía ningún miedo de los Tu-Papau! Pero no se atrevía a enfrentarse solo con él ni a matarlo usted solo. Tenía demasiado miedo al hecho en si y a sus responsabilidades…
»Entonces, como era su propio hijo el que avisaba —de manera bien inocente, por cierto— al visitante de la presencia de la policía, pensó usted en recurrir a un aficionado…
»Un cándido aficionado, debió decirle su amigo el fiscal de Nevers. Un aficionado que se hallará presente para poder afirmar que usted disparó en legítima defensa.
»¡Me da usted asco, señor Marbe!
»Se ha aprovechado del dinero de un crimen y lo mejor que puede hacer es…».
Habían pasado ya ocho días sin que el Doctorcito recibiera ninguna noticia de Marbe. En cambio, llegó una postal con estas palabras:
Todo va bien. Le haré soltar el dinero.
Pierrot
Y luego, seis meses más tarde:
Hemos llegado a un acuerdo. Me caso con Eloísa y nos repartimos la casa y el dinero.
Pierrot
Esta fue la primera aventura del Doctorcito como detective privado.
FIN