Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

El filón de oro

[Cuento - Texto completo.]

Jack London

Era el corazón verde del cañón, donde las paredes se alejaban del plan rígido y aliviaban sus severas lineas formando un pequeño rincón cubierto y llenándolo hasta el borde de dulzura, redondez y suavidad. Aquí todo estaba tranquilo. Hasta la estrecha corriente cesaba en su turbulento fluir el tiempo suficiente para formar una silenciosa charca. Hundido hasta las rodillas en el agua, con la cabeza agachada y los ojos entornados, dormitaba un gamo de piel roja y copiosa cornamenta.

A un lado, al borde mismo de la charca, había una pequeña pradera, una superficie fresca y elástica de verdor, que se extendía hasta la base de la tosca pared. Más allá de la charca, una suave ladera se elevaba paulatinamente hasta el muro opuesto. La ladera estaba cubierta de una hierba fina, hierba salpicada de flores acá y allá, con manchas de color naranja, púrpura y dorado. El cañón se cerraba por abajo. No había ningún pasaje. Las paredes se unían abruptamente en un caos de piedras recubiertas de musgo y escondidas bajo una cortina de hiedra, enredaderas y ramas de árboles. Por encima del cañón se elevaban colinas y altos picos, las grandes faldas de las montañas cubiertas de pinos y remotas. Y allá, a lo lejos, cual nubes en el confín de los cielos, se alzaban blancos minaretes donde las eternas nieves de la sierra reflejaban austeramente los rayos del sol.

No había polvo en el cañón. Las hojas y flores eran limpias y puras. La hierba parecía un terciopelo suave. Tres semillas de álamo flotaban sus níveas pelusas en la quietud del aire. En la ladera, las flores de la manzanita llenaban el aire con las fragancias de la primavera, mientras las hojas, ricas en experiencia, habían iniciado ya su torsión vertical contra la aridez del próximo verano. En los claros, más allá de la sombra de la manzanita, se posaban los lirios mariposa cual otros tantos vuelos de mariposas enjoyadas, repentinamente detenidas y a punto de reiniciar su tembloroso vuelo. De trecho en trecho, el arlequín del bosque, la madroña, que se dejaba sorprender en el acto de cambiar su tronco verdeguisante por un rojo furioso, exhalaba su fragancia al aire desde sus ramilletes de campanillas enceradas. Estas campanillas eran de un blanco cremoso, con la forma de las azucenas del valle y con la dulzura de la fragancia primaveral.

No corría el menor soplo de viento. El aire estaba adormecido con su peso de perfume. Una dulzura que resultaría empalagosa de haber sido el aire pesado y húmedo. Era una luz estelar convertida en atmósfera, atravesada y calentada por el sol y empapada de dulzura.

De vez en cuando una mariposa volaba entre las manchas de sombra y luz. Por todas las direcciones se elevaba el quedo y soñoliento zumbido de las abejas de montaña —sibaritas comilonas, que se empujaban unas a otras, entre bromas y sin tiempo para rudas descortesías—. El arroyo goteaba y murmuraba a través del cañón tan silenciosamente, que hablaba solo en gorgoteos débiles y ocasionales. La voz de la corriente era un susurro adormecido, interrumpido por sueños y silencios, elevado de nuevo al despertarse.

La noción de las cosas flotaba en el corazón del cañón. La luz y las mariposas flotaban entre los árboles. El zumbido de las abejas y el susurro de la corriente eran sonidos flotantes. Sonidos y colores flotantes parecían formar juntos la urdimbre de una tela delicada e indefinida, que era el espíritu del lugar. Se trataba de un espíritu pacífico, no de muerte, sino de vida tranquila, de una quietud que no era silencio, de un movimiento que no era acción, de reposo pleno de existencia sin ser violento con lucha y trabajo. El espíritu del lugar era el de la paz de los vivos, soñoliento con la comodidad y satisfacción que da la prosperidad, libre de rumores de guerras lejanas.

El gamo de piel roja y abundante cornamenta conocía el señorío del espíritu del lugar y dormía, hundido hasta las rodillas, en la charca fresca y sombreada. Parecía no haber moscas que lo molestasen, y descansaba lánguidamente. A veces sus orejas se movían, cuando el arroyo despertaba y susurraba. Pero se movían perezosamente, sabiendo de antemano que no era más que el arroyo que se despertaba en gorgoteos, al descubrir que se había dormido.

Llegó, sin embargo, un momento en que las orejas del gamo se levantaron y tensaron, buscando ávidamente el sonido. Su cabeza estaba vuelta hacia el cañón. Su nariz, temblorosa y sensitiva, olfateó el aire. Sus ojos no podían atravesar la cortina verde tras la que desaparecía la corriente, pero a sus oídos llegó la voz de un hombre. Era una voz regular, monótona y cantarina. De pronto, el gamo oyó el duro golpeteo del metal sobre la piedra. Ante este sonido resopló y dio un salto en el aire, saliendo del agua y cayendo en el prado. Se escabulló por la pequeña ladera, deteniéndose de vez en cuando a escuchar, y desapareció del cañón como un fantasma, con pisadas suaves y calladas. Comenzó a oírse el choque de los zapatos de herradura contra las rocas y la voz se hizo más potente. Se elevó en una especie de cántico y, al acercarse, se pudieron distinguir las palabras:

 

Date la vuelta y vuelve la cara
hacia las dulces colinas de gracia.
(A las fueras del pecado estás despreciando.)
Mira a tu alrededor.
Arroja tus pecados al suelo.
(Te encontrarás con el Señor por la mañana.)

 

El ruido del ascenso acompañaba la canción y el espíritu del lugar huyó tras las pezuñas del gamo rojo. La cortina verde se partió en dos y un hombre se asomó a la pradera, la charca y la colina. Era un hombre prudente. Abarcó la escena de una sola mirada y luego recorrió con la vista los detalles para verificar su impresión general. Entonces, y no antes, abrió la boca en una aprobación vívida y solemne.

—¡Sapos y culebras del infierno! ¡Mira esto! ¡Madera, y agua, y hierba, y una ladera! ¡Las delicias de un cazador y el paraíso de un cayuse! ¡Verdor fresco para los ojos cansados! ¡Laderas rosadas para personas pálidas! ¡Una pradera secreta para buscadores de oro y un lugar de descanso para burros fatigados!

Era un hombre de tez arenosa, cuyos rasgos faciales más destacados parecían ser el humor y la cordialidad. Tenía un rostro movido, que cambiaba rápidamente con los pensamientos internos y la cavilación. El pensamiento era en él un proceso visible. Las ideas le cruzaban por la cara como un soplo de viento por la superficie de un lago. Su pelo, escaso y descuidado, era tan indefinido y sin color como su tez. Parecía que todo el color de su cuerpo se había centrado en sus ojos, pues eran de un azul sorprendente. Eran alegres y sonrientes, con la ingenuidad y la admiración de un niño; y, sin embargo, contenían gran parte de la tranquila autoconfianza y la fuerza de voluntad basadas en el conocimiento de sí mismo y en la experiencia del mundo.

Tiró un pico de minero, una pala y una criba tras la cortina de hiedras y enredaderas. Luego se arrastró él mismo hacia el claro. Iba vestido con un mono descolorido y una camisa negra de algodón, botas herradas en los pies, y en la cabeza un sombrero cuyas deformaciones y manchas denunciaban el duro trato del viento, la lluvia, el sol y el humo de los campamentos. Se irguió, contemplando con los ojos muy abiertos el misterio del paisaje e inhalando sensualmente el dulce y cálido aliento del jardín del cañón a través de su nariz, dilatada y temblorosa de placer. Sus ojos se entornaron en risueños resquicios azules, la cara se arrugó de gozo y la boca sonrió al gritar en voz alta:

—¡Por todos los ángeles del cielo! Pero ¡qué bien huele! ¡Para que hablen luego de jardines de rosas y fábricas de colonia! ¡No saben lo que dicen!

Tenía la costumbre de hablar a solas. Las rápidas y variadas expresiones de su cara traslucían cada pensamiento y cavilación, pero la lengua le seguía a la fuerza, como un segundo Boswell.

El hombre se sentó a la orilla de la charca y bebió profunda y largamente de su agua.

—A mí me sabe bien —murmuró, levantando la cabeza y contemplando la ladera, mientras se limpiaba la boca con el revés de la mano. La ladera atrajo su atención. Todavía tumbado de bruces, estudió su estructura larga y cuidadosamente. Era un ojo experto el que recorrió la inclinación hasta la pared del cañón y bajó de nuevo al borde de la charca. Se levantó rápidamente y brindó a la ladera una segunda observación.

—Me parece buena —concluyó, recogiendo su pico, pala y criba.

Cruzó el arroyo más abajo de la charca, saltando ágilmente de piedra en piedra. Allí donde la ladera tocaba el agua sacó una palada de tierra y la echó en la criba. Se agachó sujetando la criba entre las manos y la sumergió parcialmente en el agua. Luego le dio a la criba un diestro movimiento circular que removía el agua fuera y dentro atravesando tierra y gravilla. Las partículas más grandes y ligeras subían a la superficie y, con un hábil movimiento inclinado, las vertía por el borde. De vez en cuando, para acelerar la tarea, reposaba la criba en el suelo y sacaba las chinas más grandes y los trozos de piedra con los dedos.

El contenido de la criba disminuyó rápidamente hasta que solo quedó tierra fina y la gravilla más menuda. En este momento empezó a trabajar concienzuda y cuidadosamente. Era un lavado fino, cada vez más delicado, con un agudo escrutinio y un toque sutil y fastidioso. Al fin la criba parecía haberse vaciado de todo menos del agua, pero con un movimiento rápido y semicircular que envió volando el agua contra la orilla del arroyo, descubrió una capa de arena negra en el fondo de la criba. Tan fina era la capa, que parecía una pincelada de pintura. La examinó de cerca. En medio había una partícula dorada. Echó un poco de agua por el borde de la criba. Con una rápida sacudida el agua regó el fondo, volteando una y otra vez los granos de arena negra. Vio recompensado su esfuerzo con una segunda partícula dorada.

El lavado se hizo muy fino, más de lo que suponían las necesidades de un buscador corriente. Poco a poco dejó escurrir la arena negra por el borde somero de la criba. Examinaba perspicazmente cada pequeña porción, analizando cada grano antes de dejarlo caer por el borde. Una partícula dorada, no mayor que la punta de un alfiler, apareció en el canto y, manipulando el agua, volvió al fondo de la criba. De esta manera descubrió otra partícula, y otra más. Tenía un gran cuidado con ellas. Lo mismo que hace un pastor con su rebaño, reunió su grupo de partículas doradas para que ninguna se perdiera. Al final, lo único que quedó de su criba de barro fue su rebaño dorado. Las contó y luego, tras todo su trabajo, las arrojó volando fuera del agua, en un giro final.

Sus azules ojos resplandecían de deseo mientras se levantaba.

—Siete —murmuró en voz alta, sumando las partículas por las que tanto se había afanado y que tan sin razón había desechado—. Siete —repitió con el énfasis de quien intenta grabar un número en la memoria.

Se quedó quieto durante mucho tiempo observando la ladera. En sus ojos brillaba una curiosidad nueva. Su rostro mostraba cierto regocijo y agudeza, como la del depredador que retiene el rastro fresco de su pieza.

Bajó unos pasos por el arroyo y sacó una segunda criba de tierra.

De nuevo comenzó a lavar cuidadosamente, a reunir las partículas doradas y a arrojarlas con desprecio al agua después de contarlas.

—Cinco —murmuró, y repitió—: cinco.

No pudo reprimir el lanzar una nueva mirada prospectiva a la ladera antes de volver a llenar la criba un poco más abajo. Sus rebaños dorados disminuían.

Cuatro, tres, dos, una.

Ésos eran sus cálculos mientras descendía por la orilla del arroyo. Cuando sus lavados le recompensaron solamente con una partícula de polvo, se detuvo y encendió una hoguera de ramas secas. Colocó sobre ella la criba y la quemó hasta dejarla de un color negro azulado. La levantó y la observó críticamente. Asintió con la cabeza. Desafiaba a la más pequeña partícula amarilla a que se le perdiera contra semejante fondo coloreado.

Algo más abajo volvió a llenar la criba. Su recompensa fue una sola partícula. La tercera no dio nada de oro. No satisfecho con esto, recogió tierra otras tres veces más, sacando paladas a un pie de distancia una de otra. Las tres resultaron en vano, y esto, en vez de desanimarlo, parecía satisfacerlo. Su regocijo aumentaba con cada lavado estéril, hasta que se alzó en una exclamación de júbilo:

—¡Que me lleven todos los diablos si no es cierto!

Empezó de nuevo a cribar corriente arriba, partiendo del punto inicial. Sus rebaños dorados aumentaron al principio, y lo hicieron prodigiosamente.

—Catorce, dieciocho, veintiuna, veintiséis —corrían los cálculos por su mente.

Justo por encima de la charca dio con la criba más rica: treinta y cinco.

—Casi las suficientes para guardarlas —observó pesaroso, mientras permitía que el agua se las llevase.

El sol escaló hasta lo más alto del cielo. El hombre siguió trabajando. Criba a criba remontó el arroyo, mientras los resultados decrecían con regularidad.

—Es vergonzosa la manera en que van disminuyendo —exclamó con júbilo, cuando una palada de tierra solo contenía una partícula de oro.

Y cuando no consiguió sacar ninguna más, se irguió y obsequió a la ladera con una mirada confidencial.

—¡Ajá, señor Bolsa! —gritó como si hubiera un auditorio escondido debajo de la ladera—. ¡Ajá, señor Bolsa! ¡Ya voy, ya voy, y voy a por ti! ¿Me escuchas, señor Bolsa? ¡Voy a por ti tan cierto como que las calabazas no son coliflores!

Se volvió y lanzó una mirada calculadora al sol, colocado encima de él en el azul de un cielo despejado. Luego descendió por el cañón siguiendo la fila de agujeros que había cavado al llenar las cribas. Cruzó la corriente más abajo de la charca y desapareció tras la cortina verde. Poca oportunidad le quedaba ya al espíritu del lugar para volver a su quietud, pues la voz del hombre, elevada en una canción sincopada, se hizo dueña del cañón.

Al rato volvió resonando más fuerte el herraje de sus zapatos contra las piedras. La cortina verde se agitó violentamente. Se balanceaba en una lucha agónica. Hubo un gran estruendo y ruidos metálicos. La voz del hombre subió de tono y se tornó aguda e imperativa. Un gran cuerpo irrumpió jadeante. Tras unos chasquidos y desgajes, un caballo atravesó la cortina entre una ducha de hojas. En el lomo llevaba un fardo del que colgaban hiedras y enredaderas rotas. El animal contempló con admiración el paisaje al que le habían empujado. Bajó su cabeza a la hierba y se puso a pastar con satisfacción. Otro caballo surgió a la vista, tropezando en las rocas cubiertas de musgo y recuperando el equilibrio, cuando sus cascos se hundieron en la blanda pradera. Iba sin jinete, aunque llevaba una silla de montar mejicana, marcada y descolorida por el prolongado uso.

El hombre llegó el último. Descargó el fardo y quitó la silla de montar, al tiempo que buscaba con la vista un lugar donde acampar. Luego soltó a los animales para que pastasen. Desempaquetó la comida y sacó la sartén y la cafetera. Recogió un brazado de leña seca y con unas cuantas piedras preparó un hogar para la lumbre.

—¡Dios! —exclamó—. ¡Vaya apetito que tengo! ¡Me comería trozos de hierro y clavos de herraduras, y hasta pediría una segunda ración!

Se estiró y, mientras buscaba las cerillas en los bolsillos del mono, sus ojos recorrieron la charca en dirección a la ladera. Los dedos asieron la caja de cerillas, pero se relajaron y la mano salió vacía. El hombre vaciló de manera visible. Observó los preparativos para comer y volvió la vista hacia la ladera.

—Voy a darle otra vuelta —concluyó, mientras empezaba a cruzar la corriente.

—No tiene sentido. Lo sé —murmuró a modo de disculpa—. Mas, si espero otra hora para comer, no creo hacer daño a nadie.

Inició una segunda serie de hoyos a unos cuantos pies por detrás de la primera. El sol descendía por el oeste del cielo, las sombras se alargaban, pero el hombre seguía trabajando. Abrió una tercera línea de paladas prospectivas, cruzando la ladera línea a linea, mientras ascendía. Las cribas más ricas las obtenía en el centro de cada fila. Al subir por la ladera, las lineas se cortaban. La regularidad con que disminuía su longitud indicaba que, en alguna parte de la ladera, la última línea sería tan corta, que casi no mediría nada, y que más allá de ella solo quedaría un punto. El dibujo resultaba una uve invertida. Las líneas convergentes de esta uve señalaban los límites del suelo aurífero.

Evidentemente, la meta del hombre estaba en el vértice de la uve. Recorrió varias veces con la vista las lineas convergentes y la ladera en un intento por localizar el vértice y el punto en el que podía cesar el suelo aurífero. Aquí era donde residía el señor Bolsa, pues éste era el nombre que le daba al punto imaginario, gritándole:

—¡Baja de ahí, señor Bolsa! ¡Sé bueno y complaciente, y baja!

—Está bien añadió más tarde, con voz resignada y resuelta. —Está bien, señor Bolsa. Está claro que tendré que subir y agarrarte de la calva. ¡Y lo conseguiré! ¡Vaya si lo conseguiré!— amenazó luego.

Bajaba a lavar cada criba y, a medida que ascendía por la ladera, cada vez eran más ricas, hasta que empezó a guardar el oro en una lata vacía de levadura, que llevaba en el bolsillo. Tan enfrascado estaba con su faena, que no notó el largo crepúsculo de la noche que se le echaba encima. No se dio cuenta del paso del tiempo hasta que intentó en vano distinguir el color dorado del fondo de la criba. Se levantó de repente. Su cara se cubrió con una expresión de asombro fantástico y respeto, mientras decía lentamente:

—¡Que me lleven todos los diablos! ¡Me olvidé por completo de la cena!

Cruzó a tropezones el arroyo en la oscuridad y, con mucho retraso, encendió la hoguera. Su cena la formaban tortas, tocino y judías recalentadas. Luego se fumó una pipa al rescoldo de las ascuas, mientras escuchaba los ruidos de la noche y contemplaba la luz de la luna, que entraba como un torrente en el cañón. Luego extendió su cama, se quitó los pesados zapatos y se arropó con las mantas hasta la barbilla. Su cara blanqueaba, como la de un cadáver, a la luz de la luna. Pero se trataba de un cadáver que resucitaba, pues se reclinó de repente en un codo y observó fijamente su ladera.

—Buenas noches, señor Bolsa —balbuceó adormecido—. Buenas noches.

Durmió hasta bien entrada la mañana, hasta que los rayos directos del sol le golpearon los párpados cerrados. Entonces despertó de un salto y miró a su alrededor hasta que restableció la continuidad de su existencia e identificó su estado actual con los días vividos anteriormente.

Para vestirse, solo tuvo que abrocharse los zapatos. Lanzó una mirada a la hoguera y otra a la colina, titubeó, pero resistió la tentación y encendió el fuego.

—Tranquilo, Bill, tranquilo —se reprendió a sí mismo—. ¿Qué vas a conseguir con prisas? De nada sirve calentarse y sudar. El señor Bolsa te espera. No va a huir antes de que desayunes. Lo que tú necesitas, Bill, es algo fresco en tu menú. De ti depende el conseguirlo.

Cortó una vara a la orilla del agua, sacó de un bolsillo un trozo de cuerda y una mosca mojada y sucia que en sus días había pertenecido a un cochero real.

—Tal vez piquen por la mañana temprano —murmuró mientras la echaba por primera vez a la charca. Y un momento más tarde gritaba alegremente—: ¿Qué te dije, eh? ¿Qué te dije?

No tenía carrete ni ganas de perder el tiempo, y a base de fuerza y velocidad sacó del agua una brillante trucha de diez pulgadas. Con tres o cuatro más pescadas en poco rato reunió el desayuno. Cuando llegó a las pasaderas, de camino a la colina, se le ocurrió una idea repentina y se detuvo.

—Debía de dar una vuelta arroyo abajo —dijo—. Nunca se sabe qué tipos puede haber husmeando por aquí.

Mas cruzó las pasaderas y con un «debía de dar una vuelta» se olvidó de la necesidad de tomar precauciones y empezó a trabajar.

Al anochecer se enderezó. Tenía la espalda rígida de trabajar encorvado y, al ponerse la mano en ella para aliviar los músculos doloridos, dijo:

—¡Qué te parece! ¡Otra vez me olvidé de la cena! Como no tenga más cuidado, me voy a convertir en una maniático de dos comidas al día.

—Bolsa es la cosa más condenada que jamás haya visto para despistar a un hombre —se dijo esa noche mientras se metía entre las mantas. No se olvidó de gritarle a la ladera—: Buenas noches, señor Bolsa. Buenas noches.

Se levantó con el sol y, tras tomar un desayuno precipitado, se puso a trabajar temprano. Parecía haberse apoderado de él cierta fiebre y la riqueza cada vez mayor de las cribas no la calmaban. Sus mejillas mostraban un rubor distinto del que produce el calor del sol, y se olvidaba del cansancio y del paso del tiempo. Cuando llenaba la criba de tierra, corría cuesta abajo para lavarla, sin poder evitar correr de nuevo cuesta arriba jadeando y tropezando, para volverla a llenar.

Ahora se hallaba a cien yardas del agua y la uve invertida empezaba a tomar proporciones definidas. La anchura de la grava útil decrecía regularmente y, con la mente, extendió las líneas convergentes de la uve hasta su lugar de encuentro en la cima de la colina. Ésta era su meta, el vértice de la uve, y cavó muchas cribas de tierra para localizarlo.

—A unas dos yardas por encima de la mata de manzanita y una yarda a la derecha —concluyó al fin.

Entonces se apoderó de él la tentación.

—Está todo más claro que el agua —dijo al abandonar su esforzada labor y subió al vértice indicado.

Llenó la criba y bajó la cuesta para lavarla. No contenía ni rastro de oro. Cavó hondo y menos hondo, llenando y lavando una docena de cribas, sin siquiera obtener la recompensa de una sola partícula dorada. Se enfureció consigo mismo por haber sucumbido a la tentación y se maldijo en medio de blasfemias e indignación. Después bajó la colina y siguió cruzándola.

—Lento y seguro, Bill, lento y seguro —canturreaba—. Lo tuyo no es llegar a la fortuna por atajos. Ya es hora de que te enteres. Aprende, Bill, aprende. Lento y seguro, es la única baza que puedes jugar. Así que manos a la obra.

Al disminuir las líneas, se acercaba el vértice y aumentaba la profundidad. El rastro del oro se adentraba en la colina. Solo lo sacaba ya a treinta pulgadas de la superficie. La tierra que encontró a veinticinco pulgadas de profundidad, y a treinta y cinco, produjeron cribas vacías. En la base de la uve, cerca de la orilla del agua, había encontrado pepitas en las raíces de la hierba. Cuanto más ascendía la cuesta más hondo se hallaba el oro. Cavar un agujero de tres pies de profundidad para conseguir una criba de prueba no era tarea pequeña. Y entre el vértice y el hombre aún quedaban por cavar un número indefinido de tales agujeros.

—¡Y quién sabe hasta dónde se hundirá! —suspiró en un corto descanso, mientras se frotaba con los dedos la dolorida espalda.

Con un deseo febril, con la espalda dolorida y los músculos rígidos, excavando y destrozando la blanda tierra marrón con el pico y la pala, el hombre se afanaba cuesta arriba. Ante él se alzaba la suave ladera salpicada de flores y dulces fragancias. Tras él quedaba la destrucción. Parecía como si a la suave piel de la colina le hubiera salido una terrible erupción. Avanzaba al paso lento de una babosa, manchando la belleza con un monstruoso sendero. A pesar de hundirse el rastro del oro y aumentar el trabajo del hombre, éste se consolaba con la riqueza creciente de las cribas. Veinte centavos, treinta, cincuenta, sesenta…, y al anochecer, la última criba le proporcionó el valor de un dólar de oro en polvo en una sola palada.

—Apuesto a que algún tipo intrigante aparece por mi pradera metiendo las narices donde no le importa —murmuró soñoliento esa noche al taparse con las mantas hasta la barbilla.

De repente se sentó.

—¡Bill, escucha, Bill! —gritó—. ¿Me oyes? De ti depende que mañana por la mañana husmees por ahí y veas lo que hay. ¿Me entiendes? Mañana por la mañana. ¡No lo olvides!

Bostezó y lanzó un vistazo a la ladera.

—Buenas noches, señor Bolsa —le dijo.

Por la mañana se adelantó al sol, pues ya había desayunado cuando le dieron sus primeros rayos, y escalaba la pared del cañón por donde se deshacía y se podía pisar. Desde la atalaya de la cima descubrió que se hallaba inmerso en la soledad. Hasta donde alcanzaba su vista se alzaban una cadena tras otra de montañas. Al este, tras saltar millas y millas de cadenas y cadenas, sus ojos dieron por fin con las sierras de blancos picos, la cima principal donde la columna vertebral del mundo del oeste se alzaba contra el cielo. Al norte y al sur podía distinguir mejor los sistemas transversales que rompían la dirección principal del océano de montañas. Al oeste seguían disminuyendo las cadenas una tras otra hasta perderse de vista en suaves colinas, que, a su vez, descendían al gran valle que él no podía ver.

En toda esa inmensa extensión de tierra no vio ninguna señal de hombre, ni de la mano del hombre, salvo el desgarramiento de la ladera que tenía a sus pies. Observó larga y cuidadosamente. Una vez, a lo lejos de su cañón, creyó distinguir en el aire una tenue insinuación de humo. Miró de nuevo y decidió que era la bruma púrpura de las colinas, oscurecida por una circunvalación de la pared del cañón que tenía a su espalda.

—¡Eh, tú, señor Bolsa! —le gritó al cañón—. ¡Sal de donde estés! ¡Voy a por ti, ya voy!

Sus pesadas botas le daban un aspecto de torpeza, pero bajó las vertiginosas alturas tan ligero y airoso como una cabra montesa. Una piedra se balanceó bajo su pie en el borde del precipicio, pero no se desconcertó. Parecía conocer el tiempo justo que requería ese balanceo para culminar en desastre y, mientras tanto, aprovechó el terreno movedizo para establecer el breve contacto con la tierra que le llevaría a la seguridad del terreno firme. Cuando el suelo se inclinó de tal manera que resultaba imposible seguir erguido un segundo más, el hombre no vaciló. Apoyó el pie en la resbaladiza superficie durante una fracción de segundo y se dio el impulso que lo llevó adelante. De nuevo, sin poder pisar siquiera por una fracción de segundo, torcería el cuerpo para agarrarse por un instante al saliente de una roca, a una grieta o a un matorral poco firme. Por fin, tras un salto salvaje y un grito, pasó de la pared a un terraplén y terminó el descenso entre varias toneladas de tierra removida y grava.

Esa mañana, la primera criba le proporcionó más de dos dólares de oro bruto. Provenía del centro de la uve. A ambos lados disminuían rápidamente los valores de las cribas. Las filas de agujeros se acortaban mucho. Las líneas convergentes de la uve invertida apenas estaban separadas por unas yardas. El vértice se hallaba tan solo a unas yardas por encima de él. A primeras horas de la tarde, los hoyos de prueba se hundían a cinco pies bajo tierra antes de que las cribas produjeran algún rastro de oro.

En cuanto a éste, el rastro se había convertido en algo más, era una verdadera mina, y decidió volver después de dar con la bolsa para trabajar el terreno. Pero la riqueza iba en constante aumento y empezó a preocuparse. A últimas horas de la tarde el valor de cada criba había llegado a tres o cuatro dólares. Se rascó la cabeza perplejo y lanzó una mirada a la ladera, a unos pies del matorral de manzanita que marcaba aproximadamente el vértice de la uve. Asintió con la cabeza.

—Una de dos, Bill, una de dos. O el señor Bolsa se ha derramado por toda la cuesta, o es tan rico que tal vez no puedas llevártelo todo de una vez. Y eso sería demasiado, ¿verdad? —se rió al ponderar tan agradable dilema.

La noche lo encontró a la orilla de la corriente con los ojos luchando contra la creciente oscuridad, mientras lavaba una criba de cinco dólares.

—¡Ojalá tuviera una luz eléctrica para seguir trabajando! —dijo.

Le costó trabajo dormirse esa noche. Muchas veces se preparó y cerró los ojos para que el sueño le venciera, pero su sangre bullía con un deseo demasiado fuerte y a menudo se le abrían los ojos al tiempo que murmuraba:

—¡Ojalá amaneciera!

Al fin le venció el sueño, pero abrió los ojos al palidecer las primeras estrellas y el gris del amanecer lo encontró con el desayuno terminado y subiendo la cuesta en dirección a la morada secreta del señor Bolsa.

Debido a la estrechez de la veta y a la cercanía del arroyo dorado, que había estado persiguiendo durante cuatro días, la primera fila que excavó solo consistió en tres hoyos.

—Cálmate, Bill, cálmate —se reprendía al cavar el hoyo final, donde se unieron las líneas de la uve—. Te tengo bien sujeto, señor Bolsa, y no te librarás de mí —repitió muchas veces, mientras cavaba más profundamente en la tierra.

Cuatro, cinco, seis pies. Cada vez le resultaba más difícil cavar. Su pico rechinaba contra piedras rotas. Examinó las piedras.

—Cuarzo podrido —concluyó, mientras limpiaba con la pala la tierra suelta del fondo del hoyo.

Atacó el cuarzo desmenuzado con el pico, desintegrando la tierra a cada golpe.

Hundió su pala en la masa suelta. Su ojo captó un destello amarillo. Soltó la pala y se agazapó de repente sobre los talones. Limpió un trozo de cuarzo podrido, igual que hace un granjero con la tierra de las primeras patatas.

—¡Santo cielo! —gritó—. ¡Terrones y terrones de oro!

La mitad de lo que tenía en sus manos era piedra, y la otra mitad, oro puro. Lo dejó caer en la criba y examinó otro trozo. A primera vista había poco amarillo, pero desmenuzó con sus fuertes dedos el cuarzo podrido hasta que sus manos se llenaron de amarillo reluciente. Les limpió la tierra pedazo a pedazo, echándolos luego a la criba. Aquello era un tesoro. Tanto se había podrido el cuarzo, que había menos que oro. De vez en cuando daba con un trozo que no contenía piedra alguna, trozos que eran oro puro. Uno de ellos, donde el pico partió el corazón del oro, brilló como un puñado de joyas amarillas. Ladeó la cabeza y le dio vueltas lentamente para contemplar el rico juego de luces que reflejaba.

—¡Para que luego hablen de las excavaciones de Demasiado Oro! —exclamó en un bufido desdeñoso—. Este hallazgo convierte a las otras en excavaciones de treinta centavos. Esto es oro puro. Aquí mismo y en este momento nombro a este cañón Cañón del Oro, sí señor.

Todavía en cuclillas, continuó analizando los fragmentos y echándolos a la criba. De pronto le vino una premonición de peligro. Parecía como si una sombra se hubiera proyectado sobre él, pero no había ninguna. El corazón se le puso en la garganta y lo sofocaba. La sangre se le heló en las venas y sintió el sudor frío de la camisa contra la piel.

No se levantó de un salto ni miró a su alrededor. No se movió. Reflexionó acerca de la naturaleza de la premonición recibida, intentando localizar la fuente de la fuerza misteriosa que le había avisado, buscando con ansiedad la presencia física de la fuerza invisible que le amenazaba. Lo hostil está rodeado por una aureola puesta de manifiesto por mensajeros demasiado sutiles para que los reconozcan los sentidos. Y él sentía esa aureola, aunque no supiera cómo. El suyo era un sentimiento semejante al de una nube que se interpone ante el sol. Parecía como si entre él y la vida se interpusiese algo oscuro, amenazante y sofocador; una tiniebla que se tragaba la vida y preparaba la muerte —su propia muerte—. Todas las fuerzas de su ser le impelían a levantarse de un salto y enfrentarse al peligro invisible. Pero su espíritu dominó el pánico y permaneció agazapado con un trozo de oro entre las manos. No se atrevía a mirar a su alrededor. Sabía que había algo detrás de él. Fingió estar interesado en el oro que tenía entre las manos. Lo examinó críticamente, dándole vueltas y limpiándole la tierra. Y durante todo este tiempo sabía que algo detrás de él observaba el oro por encima de su hombro.

Fingiendo todavía interés en el trozo de oro que tenía en la mano, escuchó atentamente y oyó la respiración de lo que tenía detrás. Escudriñó el suelo que tenía delante, buscando la sombra de un arma, pero no vio más que el oro desmenuzado, inútil en estos momentos extremos. Tenía el pico, arma útil en algunas ocasiones; pero ésta no era una de esas ocasiones. Se daba cuenta de su situación. Se encontraba metido en un estrecho hoyo de siete pies de profundidad. Su cabeza no llegaba a la superficie del suelo. Estaba metido en una trampa.

Siguió en cuclillas. Estaba tranquilo y sosegado, pero el análisis que su mente hacía de cada factor solo le mostraba su impotencia. Continuó limpiando los fragmentos de cuarzo y echando el oro en la criba. No había otra cosa que hacer. Sin embargo, sabía que tarde o temprano se tendría que levantar y enfrentarse al peligro que respiraba a sus espaldas. Pasaron los minutos, y al paso de cada minuto sabía que se iba acercando el momento en que tendría que levantarse —la camisa mojada se le enfrió con este pensamiento— o recibiría la muerte mientras se inclinaba sobre su tesoro.

Permanecía todavía en cuclillas, limpiando el oro y deliberando la manera en que se levantaría. Podía hacerlo de un salto y enfrentarse a lo que le amenazaba desde el terreno firme que estaba encima. O podía levantarse lenta y descuidadamente y fingir que descubría casualmente lo que estaba a sus espaldas. Su instinto y cada fibra de su cuerpo lo inducían a salir alocadamente a la superficie. Su mente y la astucia de ésta se inclinaban por el encuentro lento y cauteloso con la amenaza que no podía ver. Mientras lo debatía, un ruido fuerte y estrepitoso le explotó en el oído. En ese mismo instante recibió un golpe en el costado izquierdo, que lo dejó aturdido, y desde el punto del impacto sintió cómo le corría una llama por la carne. Se levantó de un salto, pero a mitad de camino se desplomó. El cuerpo se derrumbó como una hoja que se marchita con un calor repentino. Cayó de bruces sobre la criba de oro, con la cara sobre la tierra y las piedras, y las piernas enredadas y torcidas por la estrechez del fondo del hoyo. Sus piernas dieron unas cuantas sacudidas convulsivas. Su cuerpo se agitó con una poderosa fiebre. Hubo una lenta expansión de los pulmones, acompañada de un hondo suspiro. Exhaló el aire lenta, muy lentamente, y el cuerpo quedó inerte.

Sobre él, revólver en mano, se asomaba un hombre al borde del hoyo. Contempló durante largo rato el cuerpo postrado e inmóvil que tenía bajo él. Durante cierto tiempo, el extraño se sentó en el borde del hoyo, de manera que podía asomarse a él, y descansó el revólver sobre las rodillas. Metió la mano en el bolsillo y sacó un trozo de papel marrón. Lo llenó de unas briznas de tabaco. Esta combinación se convirtió en un cigarrillo marrón, achatado y de puntas curvas. No separó la vista ni un momento del cuerpo que yacía en el fondo del hoyo. Encendió el cigarrillo y aspiró el humo hasta los pulmones en una acariciante chupada. Fumó despacio. Una vez se le apagó el cigarrillo y lo volvió a encender. Durante todo el rato estuvo observando el cuerpo que tenía debajo.

Por fin tiró la colilla y se levantó. Se acercó al borde del hoyo. Midiéndolo con una mano en cada lado y sosteniendo todavía el revólver en la mano derecha, bajó a pulso al fondo del hoyo.

Cuando los pies se hallaban a una yarda del fondo, soltó las manos y cayó.

En el instante en que sus pies tocaron el fondo, vio extenderse el brazo del minero y sintió en las piernas una sacudida rápida y brusca que le arrojó al suelo. En el salto la mano del revólver estaba por encima de su cabeza. El revólver bajó con la misma velocidad que la sacudida de las piernas. Apretó el gatillo, cuando todavía se encontraba en el aire. La explosión fue ensordecedora en un espacio tan reducido. El humo llenó el hoyo y le impidió ver nada. Cayó de espaldas al fondo y el cuerpo del minero se abalanzó sobre él como un gato. Al pasar por encima de él, el extraño dobló el brazo derecho para disparar, y en ese instante el minero le dio un codazo en la muñeca. El cañón apuntó hacia arriba y la bala se incrustó en la tierra de la pared del hoyo.

Un instante más tarde el extraño sintió la mano del minero apretándole la muñeca. La lucha era ahora por el revólver. Cada uno de los dos hombres pugnaba por dirigirlo al cuerpo del contrario. El humo del hoyo se aclaraba. El extraño, tumbado de espaldas, comenzaba a ver borrosamente. Pero, de repente, se cegó con un puñado de tierra, que su adversario le había echado deliberadamente en los ojos. En ese momento de sorpresa se olvidó del revólver y al momento siguiente sintió un estallido de oscuridad, que descendía sobre su mente, y, en medio de la oscuridad, hasta esta misma cesó.

Pero el minero siguió disparando el revólver hasta vaciarlo. Luego lo lanzó lejos de sí y, respirando con dificultad, se sentó en las piernas del muerto.

El minero lloraba y se esforzaba por respirar.

—¡Maldito cerdo! —jadeó—. ¡Acampa en mi camino y me deja hacer todo el trabajo, para dispararme luego por la espalda!

Estaba medio llorando de rabia y cansancio. Observó la cara del muerto. Estaba salpicada de tierra y grava suelta, y resultaba difícil distinguir las facciones.

—Nunca en mi vida lo he visto —dijo el minero al concluir su examen—. Tan solo un ladrón vulgar y corriente. ¡Maldita sea! ¡Y me disparó por la espalda! ¡Me disparó por la espalda!

Se desabrochó la camisa y se palpó el costado izquierdo por atrás y por delante.

—¡Me atravesó limpiamente, sin hacerme ningún daño! —exclamó con júbilo—. Apuesto a que apuntó bien, pero se le movió el revólver al apretar el gatillo. ¡Qué tío! ¡Pero ya lo he arreglado! ¡Vaya si lo he arreglado!

Sus dedos reconocieron la herida del costado y por su cara pasó una sombra de reproche.

—Me voy a quedar rígido —dijo— y de mí depende poner remedio y salir de aquí.

Salió a gatas del hoyo y bajó la cuesta que conducía al campamento. Media hora más tarde volvió con su caballo de montar. La camisa abierta mostraba los rudos vendajes con que había revestido la herida. Los movimientos de la mano izquierda eran lentos y torpes, pero eso no le impedía utilizar el brazo.

Pasó una cuerda por debajo de los hombros del muerto y lo arrastró fuera del hoyo. Luego se puso a recoger el oro. Trabajó firmemente durante varias horas, deteniéndose a menudo para descansar su hombro rígido y para exclamar:

—¡Me disparó por la espalda el muy cerdo! ¡Me disparó por la espalda!

Cuando recogió todo su tesoro y lo empaquetó en varios fardos cubiertos de mantas, hizo una estimación de su valor.

—¡Que me lleven los diablos si no hay cuatrocientas libras! —concluyó—. Digamos unas doscientas libras de cuarzo y tierra, lo que deja doscientas libras de oro. ¡Bill! ¡Despierta! ¡Doscientas libras de oro! ¡Cuarenta mil dólares! ¡Y es tuyo, todo tuyo!

Se rascó la cabeza encantado y los dedos tropezaron con un surco desconocido. Lo recorrieron a lo largo de varias pulgadas. Se trataba del surco que le había dejado en el cuero cabelludo el roce de la segunda bala.

Se acercó enfurecido al muerto.

—¡Conque sí, eh! —le espetó—. ¡Conque sí, eh! ¡Pues te he arreglado de una vez por todas, y te haré un entierro decente! Más de lo que hubieras hecho tú por mí.

Arrastró el cuerpo hasta el borde del hoyo y lo dejó caer dentro. Dio en el fondo con un sonido sordo, sobre un costado, con la cara vuelta hacia la luz. El minero se asomó para verlo.

—¡Y me disparaste por la espalda! —le acusó.

Rellenó el hoyo con el pico y la pala. Luego cargó el oro en el caballo. Era una carga demasiado pesada para el animal y, cuando llegó al campamento, transfirió parte del oro a su caballo de carga. Aun así se vio obligado a abandonar parte de su equipo: el pico, la pala y la criba, comida extra y los útiles de cocina, así como diversos materiales sobrantes.

El sol se hallaba en el cenit cuando el hombre obligó a los caballos a atravesar la cortina de hiedra y enredaderas. Para escalar las rocas, tuvieron que alzarse y avanzar a ciegas entre la maraña de vegetación. El caballo de montar se cayó una vez y el hombre le quitó el fardo para que se pudiera volver a levantar. Antes de reemprender la marcha, el hombre asomó la cabeza por entre las hojas y contempló la colina.

—¡El muy cerdo! —dijo, y desapareció.

Se oyó el chasquido y desgaje de hiedras y ramas. Los árboles se balanceaban marcando el paso de los animales a través de ellos. Los cascos herrados resonaban contra las piedras y, de vez en cuando, algún juramento o alguna orden. Luego, la voz del hombres se elevó en una canción:

 

Date la vuelta y vuelve la cara
hacia las dulces colinas de gracia.
(A las fueras del pecado estás despreciando.)
Mira a tu alrededor.
Arroja tus pecados al suelo.
(Te encontrarás con el Señor por la mañana.)

 

La canción se hizo cada vez más débil y a través del silencio volvió lentamente el espíritu del lugar. La corriente se adormeció y volvió a susurrar, y se elevó soñoliento el zumbido de las abejas de montaña. En el aire flotaban las níveas pelusas de las semillas de álamo. Las mariposas revoloteaban entre los árboles, reflejando la quieta luz solar. Solo quedaban las huellas de los cascos en la pradera y la desgarrada ladera como indicio del paso turbulento de la vida que había roto la paz del lugar y pasado por él.

*FIN*


“All Gold Canyon”,
The Century Magazine, 1905


Más Cuentos de Jack London