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El gato y el policía

[Cuento - Texto completo.]

Italo Calvino

Desde hacía un tiempo habían empezado en la ciudad las batidas en busca de armas escondidas. Los policías subían a las camionetas con cascos de cuero que les daban fisonomías uniformes e inhumanas, y recorrían los barrios pobres haciendo sonar la sirena rumbo a la casa de algún peón o algún obrero, a revolver la ropa blanca en los cajones y desmontar estufas. En esos días una angustia violenta se adueñaba del ánimo del agente Baravino.

Baravino, que estaba sin empleo, se había metido poco antes en la policía. No hacía mucho, pues, se había enterado de que en el fondo de aquella ciudad aparentemente plácida y laboriosa había un secreto: detrás de las paredes de cemento que se alineaban a lo largo de las calles, en recintos apartados, en sótanos oscuros, se ocultaba un bosque de armas brillantes y amenazadoras como púas de erizo. Se hablaba de yacimientos de metralletas, de depósitos subterráneos de proyectiles; había, se decía, quien detrás de una puerta tapiada guardaba un cañón entero en una habitación. Como trazas de metal que indican la cercanía de una región minera, en las casas de la ciudad se encontraban pistolas cosidas dentro de los colchones, fusiles clavados debajo de los suelos. El agente Baravino se sentía incómodo entre sus gentes; le parecía que en cada alcantarilla, en cada montón de escombros se ocultaban incomprensibles amenazas; a menudo pensaba en el cañón escondido y llegaba a imaginarlo en el saloncito ordenado de la casa donde servía su madre y al que había entrado una vez, de niño: una de esas habitaciones que permanecen cerradas años y años. Veía el cañón entre los divanes de terciopelo desteñido, guarnecidos de encaje, las ruedas embarradas en la alfombra y la cureña tocando la araña de luces, tan grande que llenaba todo el saloncito y raspaba el barniz del piano.

Una noche la policía hizo una batida en los barrios obreros y rodeó toda una casa. Era un gran edificio destartalado, como si sostener tanta humanidad amontonada hubiese deformado los suelos y los muros, reduciéndolos también a una vieja carne porosa, callosa y encostrada.

Alrededor del patio atestado de cubos de basura corrían en cada planta las barandillas oxidadas y torcidas de las galerías de hierro; y de esas barandillas y de los cordeles tendidos de una a otra, ropa tendida y trapos, y, a lo largo de los balcones, puertas-ventana con tablones en lugar de cristales, atravesadas por los tubos negros de las estufas, y, al final de los balcones, las casetas de los retretes, una sobre la otra formando torres descascaradas, todo así, una planta sobre la otra, interrumpidas por los ventanucos de los entrepisos llenos del ruido de las máquinas de coser y del vapor de la sopa, hasta arriba, hasta las rejas de los desvanes, los aleros torcidos, los andrajosos tragaluces abiertos como hornos.

Un laberinto de desvencijadas escaleras atravesaba desde los sótanos hasta el techo el cuerpo de la vieja casa, como negras venas de innumerables ramificaciones, y en las escaleras, desparramadas como al azar, se abrían las puertas de los entrepisos y de los promiscuos apartamentos. Los agentes subían sin lograr cubrir el sonido lúgubre de sus propios pasos, y trataban de descifrar los nombres escritos en las puertas, y daban vueltas y vueltas en fila india por aquellas galerías resonantes, entre caras de niños y de mujeres despeinadas.

Baravino iba con ellos, indiferenciable bajo el casco de autómata que arrojaba una sombra cruda sobre sus nublados ojos celestes; pero su alma era presa de confusa turbación. Enemigos, le habían dicho, enemigos de ellos, los policías y las gentes de orden, se escondían en aquella casa. El agente Baravino miraba desalentado las habitaciones por las puertas entreabiertas: en cada armario, detrás de cualquier jamba podían ocultarse armas terribles, ¿por qué cada inquilino, cada mujeruca lo miraba con aflicción mezclada de ansiedad? Si alguno de ellos era el enemigo, ¿por qué no habían de serlo todos? Detrás de las paredes de las escaleras las basuras arrojadas por los conductos verticales caían con un ruido sordo; ¿no podían ser las armas, de las que se apresuraban a deshacerse?

Se metieron en una habitación de techo bajo donde una pequeña familia cenaba en torno a una mesa con mantel a cuadros rojos. Los niños gritaron. Solo el más pequeño, que comía sobre las rodillas del padre, lo miró callado, con sus ojos negros y hostiles.

—Orden de registro de la casa —dijo el sargento esbozando una venia y haciendo saltar los cordoncitos de colores sobre su pecho.

—¡Virgen santa! ¡A nosotros, pobres gentes! ¡A nosotros, que hemos sido honrados toda la vida! —dijo una vieja, llevándose la mano al corazón.

El padre estaba en camiseta, con una cara ancha y clara, punteada de una barba dura, difícil de afeitar; daba de comer al pequeño con su cuchara. Primero les echó una mirada de reojo, quizás irónica; después se encogió de hombros y siguió ocupándose del niño.

La habitación estaba tan llena de policías que era imposible moverse. El sargento daba órdenes inútiles y, en vez de dirigir, estorbaba. Baravino miraba con temor cada mueble, cada armario. Ya: ese hombre en camiseta era el enemigo, y claro que, si no lo había sido hasta ese momento, ahora lo era, irremediablemente, al ver volcar los cajones y arrancar de las paredes las imágenes de la Virgen y los retratos de los parientes muertos. Y si era su enemigo, claro, su casa estaba llena de insidias: cada cajón de la cómoda podía contener metralletas desmontadas, todas en orden; si abría las puertas del aparador, bayonetas caladas podían apuntarle al pecho; debajo de las chaquetas colgadas en el perchero tal vez se balanceaban ristras de balas doradas; cada cacerola, cada sartén ocultaba una solapada bomba de mano.

Baravino movía molesto los largos, delgados brazos. Se oyó un tintineo en un cajón: ¿puñales? No: cubiertos. Una cartera resonó: ¿bombas? Libros. El dormitorio estaba tan atestado que no se podía pasar: dos camas matrimoniales, tres catres, dos colchones echados en el suelo. Y en la otra punta de la habitación, sentado en una camita, un niño con dolor de muelas que se echó a llorar. El agente quería abrirse paso entre aquellas camas para tranquilizarlo, pero ¿si hubiera estado vigilando un arsenal disimulado, si debajo de cada jergón hubiera el fuste de un mortero?

Baravino daba vueltas y vueltas sin revolver en ninguna parte. Trató de abrir una puerta: se resistía. ¡Tal vez el cañón! Se lo imaginaba en el saloncito de aquella casa de su pueblo, con un florero de rosas artificiales asomando por la boca del cañón, un pasamano de encaje sobre el broquel y estatuillas de cerámica posadas con inocencia sobre el mecanismo. La puerta cedió de golpe: no era un saloncito sino un trastero, con sillas de paja rotas y cajones. ¿Pura dinamita? ¡Eso es! Baravino vio en el suelo la marca de dos ruedas; algo con ruedas se había arrastrado desde la habitación por un estrecho corredor. Baravino siguió las huellas. Era el abuelo que avanzaba en su cochecito lo más rápido que podía. ¿Por qué escapaba el viejecito? ¡Tal vez la manta sobre las piernas le servía para esconder un hacha! ¡Yo paso a su lado y el viejo me parte la cabeza de un hachazo! Pero iba al retrete. ¿Y si estuviera allí el secreto? Baravino corrió por la galería, pero la puerta de la caseta se abrió y salió una niña con un lazo rojo y un gato entre los brazos.

Baravino pensó que debía hacerse amigo de los niños y hacerles preguntas. Estiró una mano para acariciar al gato.

—Gatito lindo —dijo. El gato casi le saltó encima; era un gato gris y flaco, de pelo corto, puro tendón. Le rechinaban los dientes y se movía a saltos como un perro—. Gatito lindo.

Baravino trató de acariciarlo, como si el problema para él estuviera en hacerse amigo de aquel gato. Pero el gato se desvió hacia un lado y escapó, volviéndose de vez en cuando con miradas malévolas.

Baravino daba brincos por el balcón persiguiéndolo. «Gatito lindo, gatito», decía. Entró en una habitación donde trabajaban dos muchachas inclinadas sobre sus máquinas de coser. En el suelo había montones de retales. «¿Armas?», preguntó el agente, y desparramó las telas con el pie, y se quedó trabado y envuelto en rosa y lila. Las chicas se echaron a reír.

Dio vueltas por un pasillo y una rampa de escalera; parecía que el gato a veces lo esperaba, pero cuando estaba más cerca escapaba saltando sobre sus cuatro patas rígidas. Desembocó en otra galería: estaba ocupada por una bicicleta con las ruedas al aire; un hombrecito en overol buscaba un agujero en un neumático sumergiéndolo en un recipiente con agua. El gato estaba ya al otro lado.

—Con permiso —dijo el agente.

—Aquí está —dijo el hombrecito, y lo invitó a mirar: mil burbujas que salían de la goma se levantaban en el agua.

«¿Permiso?». ¿Y si estuviera todo preparado para obstruirle el camino o para hacerlo saltar por encima de la barandilla?

Pasó. Había solo un catre en la habitación y un muchachito acostado boca arriba, el torso desnudo, fumando con las manos debajo de la cabeza rizada. Aire sospechoso.

—Disculpe, ¿ha visto un gato?

Era una buena excusa para registrar debajo de la cama. Baravino estiró una mano y recibió un picotazo. Saltó una gallina criada a escondidas en la casa, a pesar de los decretos municipales. El muchachito de torso desnudo no pestañeó: seguía fumando.

Tras atravesar un rellano el agente se encontró en el taller de un sombrerero con grandes gafas.

—Registro… orden… —dijo Baravino, y una pila de sombreros: flexibles, de paja, de copa, cayó y se desparramó por el suelo. El gato saltó desde una cortina, jugó rápidamente con los sombreros y escapó. Baravino ya no sabía si se las había tomado con ese gato o si solo quería hacerse amigo de él.

En el centro de una cocina había un viejecito con gorra de cartero y pantalones arremangados, tomando un baño de pies. Apenas vio al agente, con una risita le señaló otra habitación. Baravino se asomó.

—Socorro —gritó una señora gorda casi desnuda.

Baravino, pudoroso, dijo:

—Disculpe.

El cartero se reía, burlón, las manos sobre las rodillas. Baravino volvió a atravesar la cocina y salió a la terraza.

La terraza estaba empavesada con ropa tendida. El agente caminaba por corredores ciegos y blancos, en un laberinto de sábanas: de vez en cuando el gato aparecía arrastrándose debajo de una y desaparecía aplastándose debajo de otra. De pronto Baravino tuvo miedo de haberse perdido; tal vez se había quedado afuera, y sus camaradas habían abandonado el edificio y él era prisionero de aquella gente justamente ofendida, prisionero de aquellas blancas ropas tendidas. Por fin encontró un hueco y consiguió asomarse a un pretil. Abajo se abría el pozo del patio donde las luces empezaban a encenderse alrededor de las galerías de hierro. Y a lo largo de las barandillas, por las escaleras, subiendo y bajando, Baravino vio, no sabía si con alivio o con ansiedad, el hormiguero de policías y oía las órdenes, los gritos de miedo, las protestas.

El gato se había sentado en el pretil, a su lado, y movía la cola mirando hacia abajo con aire indiferente. Pero cuando él se movió, escapó de un salto: una escalerilla llevaba a un tragaluz por el que el gato desapareció. El agente lo siguió: ya no tenía miedo. El altillo estaba casi vacío: afuera la luna empezaba a brillar sobre las casas negras. Baravino se había quitado el casco: su cara volvía a ser humana, una cara delicada de muchacho rubio.

—Ni un paso más —dijo una voz—, te tengo a tiro de pistola.

En el alféizar de la gran ventana se acurrucaba una chica de pelo largo hasta los hombros, pintada, con medias de seda y sin zapatos, y con voz resfriada deletreaba a la última luz de la tarde una revista ilustrada, con unas pocas frases en letras de imprenta.

—¿Pistola? —dijo Baravino y la agarró de la muñeca como para abrirle el puño.

Apenas la chica movió el brazo, el jersey se le abrió en el pecho y el gato ovillado saltó por el aire, hacia él, el agente Baravino, rechinando los dientes. Pero el agente comprendió que todo era un juego.

El gato escapó por los tejados y Baravino, asomado a la barandilla baja, lo miraba correr libre y seguro por las tejas.

—Y Mary vio junto a su cama —seguía leyendo la chica— al baronet en frac apuntándole con el arma.

Alrededor se encendían las luces en las casas de los obreros, altas y solitarias como torres. El agente Baravino veía abajo la enorme ciudad: construcciones geométricas de hierro se alzaban dentro de los recintos de las fábricas, ramas de nubes se movían sobre los tubos de las chimeneas que atravesaban el cielo.

—¿Queréis mis perlas, sir Enrico? —deletreaba obstinada la voz acatarrada—. No, te quiero a ti, Mary.

Al levantarse el viento, Baravino vio delante aquella intrincada extensión de cemento y de hierro; desde mil escondrijos el puercoespín erguía sus púas. Ahora estaba solo en territorio enemigo.

—Poseo la riqueza y la elegancia, vivo en un lujoso palacio, tengo joyas y servidumbre, ¿qué más puedo pedir a la vida? —proseguía la chica y sus negros cabellos llovían sobre la página historiada de mujeres serpentinas y hombres de sonrisa brillante.

Baravino oyó la estridencia de los silbatos y el estruendo de los motores: la policía abandonaba el edificio. Él hubiera querido huir bajo las cadenas de nubes del cielo, enterrar su pistola en un gran hoyo cavado en la tierra.

*FIN*


1949


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