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El Gran Rostro de Piedra

[Cuento - Texto completo.]

Nathaniel Hawthorne

Una tarde, a la caída del sol, una madre y su hijo pequeño se hallaban sentados a la puerta de su cabaña, hablando del Gran Rostro de Piedra. No tenían más que levantar la vista y allá se le podía ver perfectamente, aunque a algunas millas de distancia, con el sol iluminando todas sus facciones.

¿Y qué era el Gran Rostro de Piedra?

Protegido por una familia de elevadas montañas se encontraba un valle tan espacioso que acogía a miles y miles de habitantes. Algunas de estas buenas gentes vivían en cabañas de troncos en medio del sombrío bosque, en las faldas empinadas y difíciles de las colinas. Otros tenían sus hogares en cómodas granjas y cultivaban la rica tierra de las suaves ondulaciones o de las superficies llanas del valle. Y otros, por fin, se congregaban en populosas aldeas donde algún riachuelo salvaje de la serranía, precipitándose desde su nacimiento en la región alta de la montaña, había sido atrapado y domesticado por la habilidad del hombre y obligado a mover la maquinaria de las fábricas de algodón. Los habitantes de este valle, en pocas palabras, eran numerosos y contaban con abundantes formas de vida. Pero todos, adultos y niños, tenían una cierta familiaridad con el Gran Rostro de Piedra, aunque algunos poseían el don de distinguir este gran fenómeno natural de forma más perfecta que muchos de sus vecinos.

El Gran Rostro de Piedra, pues, era una obra de la naturaleza en su talante de majestuosa travesura, formada en la vertiente perpendicular de una montaña por unas inmensas rocas que habían caído juntas en una posición tal que, al ser contempladas a la distancia adecuada, se asemejaban precisamente al semblante humano. Parecía como si un enorme gigante o un Titán hubiera esculpido su propio retrato en el precipicio. Allí estaba el amplio arco de la frente, de cien pies de altura; la nariz, con su amplio puente; y los vastos labios que, si hubieran podido hablar, habrían retumbado con sus acentos de trueno de un extremo al otro del valle. La verdad era que, si el espectador se aproximaba demasiado, perdía el diseño del gigantesco rostro y únicamente podía percibir un cúmulo de pesadas y gigantescas rocas amontonadas en caótica ruina una sobre otra. Al retroceder sobre sus pasos, sin embargo, volverían a verse las asombrosas facciones una vez más. Y cuanto más se alejaba uno de ellas más se asemejaban a una cara humana, con toda su divinidad original intacta, hasta que, a medida que su visión se iba debilitando con la distancia, con las nubes y el glorificado vapor de las montañas a su alrededor, el Gran Rostro de Piedra parecía absolutamente vivo.

Era una inmensa suerte para los niños el hecho de crecer hasta convertirse en hombres o mujeres teniendo el Gran Rostro de Piedra ante sus ojos. Porque todos sus rasgos eran nobles y la expresión era a la vez augusta y dulce, como si fuera el reflejo de un corazón grande y cálido que acogía a toda la humanidad con su afecto y que aún tenía sitio para más. Tan solo mirarlo era ya en sí toda una educación. Según la creencia de muchas personas el valle debía mucha de su fertilidad a ese benigno aspecto que continuamente irradiaba sobre él, iluminando las nubes y comunicando su ternura a los rayos del sol. Como habíamos empezado antes a decir, una madre y su hijo pequeño estaban sentados a la puerta de su cabaña mirando al Gran Rostro de Piedra y hablando de él. El niño se llamaba Ernesto.

—Madre —dijo, mientras el titánico rostro le sonreía—. Me gustaría que pudiera hablar, porque tiene un aspecto tan amable que su voz por fuerza tiene que ser agradable. Si alguna vez viera a un hombre con una cara como ésa, le querría muchísimo.

—Si se cumpliera una vieja profecía —comentó su madre—, podríamos ver a un hombre, antes o después, con una cara exactamente igual que ésa.

—¿A qué profecía te refieres, querida madre? —preguntó Ernesto con avidez—. ¡Cuéntamelo todo, por favor!

Y entonces su madre le contó una historia que su propia madre le había contado cuando ella misma era más joven aún que el pequeño Ernesto. Una historia, no de cosas pasadas, sino de lo que todavía tenía que venir. Una historia, no obstante, tan vieja que incluso los indios, que antes habían vivido en este valle, la habían oído de sus antepasados, a los que, según ellos mismos afirmaban, se la habían murmurado los arroyos de la montaña y susurrado el viento entre las copas de los árboles. El asunto era que, algún día en el futuro, nacería en aquella región un niño que estaría destinado a convertirse en el personaje más grande y noble de su tiempo, y cuyas facciones, al convertirse en hombre, tendrían un parecido exacto con el Gran Rostro de Piedra. No pocas personas de la vieja usanza, y lo mismo los jóvenes en el ardor de sus esperanzas, alimentaban aún una constante fe en esta vieja profecía. Pero otros, que tenían ya más experiencia de este mundo, que habían vigilado y esperado hasta cansarse, y que no habían visto a ningún hombre con una cara semejante ni a ningún otro ser humano más grande o más noble que sus vecinos, llegaron a la conclusión de que todo eso no era más que una patraña. En todo caso, el gran hombre de la profecía no había aparecido aún.

—¡Oh, madre, madre querida! —exclamó Ernesto palmoteando sobre su cabeza—. ¡Espero vivir para verlo!

Su madre era una mujer cariñosa y sensata, y pensó que lo mejor era no desalentar las generosas esperanzas de su pequeño. Así que solo le dijo: —Quizá puedas.

Y Ernesto nunca olvidó la historia que su madre le contó. Siempre la tuvo en su cabeza al mirar hacia el Gran Rostro de Piedra. Transcurrió su niñez en la cabaña de troncos donde había nacido y fue obediente a su madre y útil para ella en muchas cosas, ayudándola mucho con sus pequeñas manos y más con su amoroso corazón. De esta forma pasó, de ser un niño feliz, si bien muchas veces pensativo, a ser un muchacho apacible, tranquilo, discreto, tostado por el sol en las labores del campo, pero con más inteligencia avivando su fisonomía que la que se puede apreciar en no pocos muchachos que han recibido educación en famosas escuelas. A pesar de todo, Ernesto no había tenido maestros, a no ser que consideremos que el Gran Rostro de Piedra había sido un maestro para él. Al terminar las labores de cada día, el muchacho se le quedaba mirando las horas muertas, hasta que un día empezó a imaginar que aquellas grandes facciones le reconocían y le enviaban una sonrisa de afecto y de estímulo como respuesta a su propia mirada de veneración. No debemos, sin embargo, asumir la responsabilidad de afirmar que se trataba de un error, aunque pudiera ser que el rostro no hubiera mirado a Ernesto con mayor amabilidad que al resto del mundo. Pero el secreto radicaba en que la sencillez tierna y confiada del muchacho percibía lo que otras personas no podían ver. Y así, el amor, que era para todos, se convirtió en su dote particular.

Por estos días recorrió el valle un rumor que aseguraba que el gran hombre anunciado desde tiempos remotos y que se parecería al Gran Rostro de Piedra había aparecido por fin. Parece ser que, muchos años antes, un joven había emigrado del valle y se había ido a vivir a una distante ciudad portuaria donde, tras reunir algo de dinero, se había establecido como tendero. Su nombre —si bien nunca pude saber si era auténtico o se trataba de un apodo que había tenido su origen en sus costumbres y en su éxito en la vida— era Gathergold. Y como era astuto y activo y estaba dotado por la Providencia de esa inescrutable facultad que se revela en lo que el mundo llama suerte, llegó a convertirse en un comerciante inmensamente rico y en dueño de toda una flota de barcos de gran tonelaje. Todos los países del globo parecían aunar sus esfuerzos con el único propósito de incrementar una y otra vez el inmenso patrimonio de esta fortuna personal.

Las frías regiones del norte, casi sumidas en la melancolía y las sombras del círculo polar ártico, le enviaban sus tributos en forma de pieles. La radiante África cribaba para él las auríferas arenas de sus ríos y recogía de sus bosques los colmillos de marfil de los grandes elefantes. El oriente llegaba trayéndole los ricos mantos, las especias y los tés, la refulgencia de sus diamantes y la resplandeciente pureza de las grandes perlas. El océano, para no quedarse atrás respecto a la tierra, le rendía sus poderosas ballenas a fin de que el Sr. Gathergold pudiera vender su aceite y obtener beneficios con ello. Fuera la que fuera la mercancía inicial, era oro al alcanzar su mano. Se podía decir de él, como de Midas en la fábula, que cualquier cosa que tocaba con sus dedos brillaba inmediatamente, se volvía amarilla y se transformaba al momento en metal de ley o, y esto cuadraba aún mejor con él, en montones de dinero. Y cuando el señor Gathergold llegó a ser tan rico que le hubiera costado un centenar de años solo contar su riqueza, se acordó de su valle natal y decidió volver allí a terminar sus días en el lugar donde había nacido. Con este propósito en mente envió a un experto arquitecto a construirle un palacio tal que fuera digno de que en él viviera un hombre de tan vastas riquezas como él.

Como ya he dicho anteriormente, se había rumoreado ya en el valle que el Sr. Gathergold había resultado ser el profético personaje durante tanto tiempo y tan en vano esperado, y que su semblante era la perfecta e innegable imagen del Gran Rostro de Piedra. La gente estaba de lo más dispuesta a creer que éste era necesariamente el caso cuando pudieron ver el espléndido edificio que se levantó como por encanto en el lugar donde había estado la vieja granja, maltratada por el tiempo, de su padre. El exterior era de mármol, tan deslumbrantemente blanco que parecía que toda la estructura se pudiera derretir con los rayos del sol, como aquellas otras, más humildes, que el señor Gathergold había solido construir con nieve en los días de sus juegos infantiles, antes de que sus dedos hubieran recibido el don del toque de la transmutación. Tenía un porche ricamente ornamentado, sostenido por altos pilares, bajo el que se hallaba una altiva puerta tachonada de clavos de plata y construida con cierta clase de madera jaspeada que había sido traída de allende los mares. Las ventanas, desde el suelo hasta el techo de cada augusto aposento, constaban cada una de un único y enorme cristal, tan transparentemente puro que se decía que era un medio mejor que el vacío en la atmósfera. A casi nadie se le había permitido ver el interior de este palacio. Pero se informó, y con muchos visos de verdad, que era muchísimo más suntuoso que el exterior, hasta el punto de que lo que era hierro o bronce en otras casas, era plata u oro en ésta. Y el dormitorio del Sr. Gathergold en especial tenía un aspecto tan deslumbrante que ningún hombre normal hubiera sido capaz de cerrar sus ojos allí. Pero por otro lado, el Sr. Gathergold estaba ya tan habituado a la riqueza que quizá no hubiera podido cerrar los ojos más que allí donde aquel brillo acertase a entrar bajo sus párpados.

A su debido tiempo la mansión quedó terminada. Luego llegaron los tapiceros con un mobiliario magnífico. Después una completa tropa de sirvientes blancos y negros, heraldos del Sr. Gathergold que, en propia y mayestática persona, era esperado al anochecer. Nuestro amigo Ernesto, mientras tanto, se encontraba en un profundo estado de agitación por la idea de que el gran hombre, el noble hombre, el hombre de la profecía, tras toda una eternidad de retraso, se iba a manifestar por fin a su valle natal.

Él sabía, muchacho como era, que había mil maneras de que el Sr. Gathergold, con toda su inmensa riqueza, pudiera transformarse en un ángel bienhechor y asumir un control sobre los asuntos humanos tan amplio y benéfico como la sonrisa del Gran Rostro de Piedra.

Lleno de fe y de esperanza, Ernesto no dudaba de que lo que la gente decía era verdad y que ahora iba él a contemplar la semejanza viviente de aquellas asombrosas facciones de la ladera de la montaña. Mientras el muchacho contemplaba todavía el valle y se figuraba, al igual que siempre, que el Gran Rostro de Piedra volvía la cabeza y le miraba bondadosamente, se oyó el retumbar de unas ruedas que se aproximaban veloces por la sinuosa carretera.

—¡Aquí llega! —gritó un grupo de gente que se había congregado para presenciar la llegada—. ¡Aquí llega el gran señor Gathergold!

Un carruaje, tirado por cuatro caballos, se presentó impetuosamente en el recodo del camino. Dentro de él, y en parte asomada a la ventanilla, aparecía la fisonomía del anciano, con una piel tan amarilla como si la propia mano de Midas la hubiera transmutado. Tenía la frente ceñuda, ojos pequeños y penetrantes, fruncidos con innumerables arrugas, y unos labios muy delgados que él aún hacía más delgados al apretarlos con fuerza.

—¡La verdadera imagen del Gran Rostro de Piedra! —gritaba la gente—. Con toda seguridad la profecía es cierta. ¡Ya tenemos entre nosotros al gran hombre, por fin!

Y —lo que dejó sobremanera perplejo a Ernesto— parecían creer que existía la semejanza de la que hablaban. Acaeció que junto al camino había una vieja mendiga con dos niños también mendigos, vagabundos de alguna región lejana, que, al pasar el carruaje, extendieron sus manos y elevaron sus tristes voces implorando caridad de la forma más lastimera. Una garra amarilla —la misma que había atrapado tanta riqueza— asomó por la ventanilla del coche y dejó caer unas monedas de cobre al suelo. De forma que, si bien el nombre del gran señor había sido al parecer Gathergold, perfectamente se le podía haber puesto de apodo Scattercopper. Y aún. sin embargo, con un inmenso vocerío, y evidentemente con tanta buena fe como siempre, la gente gritaba:

—¡Es la mismísima imagen del Gran Rostro de Piedra!

Pero Ernesto se apartó tristemente de la arrugada astucia de aquella sórdida cara y elevó la vista hacia el valle, donde, en medio de la bruma que se iba formando, doradas por los últimos rayos del sol, pudo todavía distinguir aquellas gloriosas facciones que se habían impresionado en su alma. Su aspecto le alegró. ¿Qué parecían decir aquellos benignos labios?

—¡Él vendrá! ¡No temas, Ernesto; el hombre vendrá!

Pasaron los años y Ernesto dejó de ser un muchacho. Se había convertido ya en un hombre. Llamaba poco la atención de los demás habitantes del valle, pues no veían éstos nada extraordinario en su forma de vida, salvo que, cuando las labores del día ya habían terminado, todavía le gustaba retirarse aparte, mirar y meditar sobre el Gran Rostro de Piedra. Según la idea que ellos tenían del asunto, esto era ciertamente una tontería, pero perdonable, puesto que Ernesto era diligente, amable y buen vecino, y nunca abandonaba ningún deber por satisfacer este ocioso hábito. No sabían ellos que el Gran Rostro de Piedra había llegado a ser un maestro para él y que el sentimiento que en él se expresaba ensanchaba el corazón del joven y lo llenaba de unas afinidades más amplias y más profundas que a otros corazones. No sabían que de allí podía venir una sabiduría mejor que la que se podía aprender en los libros y una vida mejor que la que se podía moldear siguiendo el deteriorado ejemplo de otras vidas humanas. Y Ernesto tampoco sabía que los pensamientos y afectos que le venían tan naturalmente, en los campos y junto a la chimenea del hogar, y dondequiera que se comunicase consigo mismo, eran de un tono más elevado que los que el resto de los hombres compartían con él. Un alma sencilla, sencilla como cuando su madre le contó por primera vez la vieja profecía, contemplaba las maravillosas facciones que lanzaban destellos hacia el valle y todavía se admiraba de que su copia humana tardase tanto en hacer su aparición.

Para este tiempo el pobre Sr. Gathergold estaba ya muerto y enterrado. Y lo más curioso del caso era que su riqueza, que era el cuerpo y alma de su existencia, había desaparecido antes de su muerte, no dejando de él más que un esqueleto viviente, cubierto de una piel arrugada y amarilla. Desde que se desvaneció su oro la gente había acabado por reconocer en general que, después de todo, no había un parecido tan impresionante entre las innobles facciones del arruinado comerciante y el majestuoso rostro de la ladera de la montaña. De manera que la gente dejó de honrarle mientras vivió y poco a poco lo relegó al olvido tras su fallecimiento. De tarde en tarde, es cierto, surgía su recuerdo en conexión con el magnífico palacio que había construido y que había sido convertido en hotel hacía tiempo para alojamiento de los forasteros que venían en multitudes cada verano a visitar aquella famosa curiosidad natural. De esta manera, con el Sr. Gathergold desacreditado y arrojado a las sombras, el hombre de la profecía estaba aún por venir.

Sucedió que un nativo del valle, muchos años antes, se había alistado como soldado y, tras una larga carrera de duras luchas, había llegado a ser un ilustre general. Fuera como fuera llamado en la historia, era conocido en los campamentos y en los campos de batalla con el sobrenombre de Old Blood-and-Thunder. Este veterano, curtido en mil batallas, encontrándose ahora enfermo por la edad y las heridas, y cansado del ajetreo de la vida militar y del batir de los tambores y el estruendo de las trompetas que tanto habían sonado en sus oídos, últimamente había dado a conocer su propósito de volver a su valle natal, con la esperanza de encontrar el reposo donde él recordaba que lo había dejado. Los habitantes, sus viejos vecinos y sus hijos ya crecidos, estaban decididos a dar la bienvenida al famoso militar con una salva de cañón y una comida pública. Y con el mayor de los entusiasmos se afirmó que ya, por fin, el retrato del Gran Rostro de Piedra había aparecido efectivamente. Se dijo que un ayudante de campo de Old Blood-and-Thunder que viajaba por el valle había quedado impresionado con el parecido. Por otra parte, los compañeros de escuela y antiguos conocidos del general estaban dispuestos a testificar bajo juramento que, hasta donde llegaban sus recuerdos, el mencionado general había sido extraordinariamente igual que la majestuosa imagen, incluso cuando era un muchacho, solo que la idea no se les había ocurrido en aquel tiempo. Grande, por tanto, era la conmoción de todo el valle. Mucha gente, a la que nunca se le había ocurrido la idea de mirar al Gran Rostro de Piedra durante años y años, pasaba ahora el tiempo mirándolo para conocer exactamente el aspecto que tendría ahora el general Blood-and-Thunder.

El día de la gran fiesta, Ernesto, con todas las demás personas del valle, dejó su trabajo y se dirigió al lugar donde se había preparado el banquete campestre. Al acercarse pudo oír la potente voz del reverendo Battleblast que suplicaba una bendición sobre las buenas viandas colocadas ante ellos y sobre el distinguido amigo de la paz en cuyo honor se habían reunido. Las mesas estaban colocadas en un claro del bosque rodeado de árboles por todos los lados menos por uno que lo abría hacia el este, permitiendo una vista distante del Gran Rostro de Piedra. Sobre la silla del general, que era una reliquia procedente de la casa de Washington, se alzaba un arco de ramas verdes, con el laurel profusamente entremezclado y coronado por la bandera de su país, bajo la cual había conseguido sus victorias. Nuestro amigo Ernesto se puso de puntillas con la esperanza de conseguir echar un vistazo al celebrado huésped. Pero había una impresionante multitud alrededor de las mesas, ansiosa por oír los brindis y los discursos, y por captar cualquier palabra que pudiera salir como respuesta de la boca del general. Una compañía de voluntarios, que realizaba un servicio de guardia, punzaba despiadadamente con sus bayonetas a cualquier persona que estuviera especialmente tranquila entre el gentío. Así que a Ernesto, al ser de un carácter discreto, le fueron empujando casi hasta el fondo, desde donde no pudo ver más de la fisonomía de Old Blood-and-Thunder que si éste hubiera estado aún bajo el fuego de la batalla. Para consolarse, se volvió hacia el Gran Rostro de Piedra, y éste, como un amigo fiel y largamente recordado, le devolvió la mirada y le sonrió a través de la perspectiva del bosque. Entretanto, sin embargo, pudo llegar a oír los comentarios de varios individuos que comparaban las facciones del héroe con la cara de la distante ladera de la montaña.

—¡Es exactamente la misma cara! —gritó un hombre haciendo una cabriola de alegría.

—¡Maravillosamente igual, es cierto! —respondió otro.

—¡Igual! ¡Yo diría que es el mismo Old Blood-and-Thunder reflejado en un monstruoso espejo! —gritó un tercero—. ¿Y por qué no? Él es el hombre más grande de esta época o de cualquier otra, sin ninguna duda.

A continuación los tres que habían hablado dieron un enorme grito que transmitió electricidad a la multitud y produjo el estruendo de un millar de voces que se fue retumbando millas y millas por entre las montañas hasta el punto de poderse suponer que el Gran Rostro de Piedra había derramado su aliento de trueno sobre el grito. Todos estos comentarios y este inmenso entusiasmo sirvieron para aumentar aún más el interés de nuestro amigo. Pero tampoco se le ocurrió dudar de que entonces, por fin, la cara de la montaña había encontrado su imagen humana. Cierto es que Ernesto se había imaginado que este personaje tanto tiempo esperado se presentaría bajo la personalidad de un hombre de paz, revelando sabiduría, practicando el bien y haciendo feliz a la gente. Pero, haciendo uso de su habitual amplitud de miras y con toda su sencillez consideró que la Providencia debía de escoger su propio método para bendecir a la humanidad y pudo concebir que esta gran misión era posible que la llevasen a cabo un guerrero y una sanguinaria espada, si es que la inescrutable sabiduría creía apropiado ordenar las cosas de esa manera.

—¡El general, el general! —era ahora el grito—. ¡Silencio, silencio! Old Blood-and-Thunder va a pronunciar un discurso.

Efectivamente. Una vez levantados los manteles y tras haber bebido a la salud del general, entre grandes aplausos, se puso él en pie para dar las gracias a la concurrencia. Ernesto le vio. Allí estaba, sobre los hombros de la muchedumbre, sobresaliendo por encima de las dos relucientes charreteras y del cuello bordado, bajo el arco de verdes ramas con laurel entremezclado, y la bandera colgando hacia abajo como para dar sombra a su frente. Allí, también, dentro del mismo campo visual, a través de la perspectiva abierta del bosque ¡aparecía el Gran Rostro de Piedra! ¿Existía, de verdad, tanto parecido como la gente había atestiguado? ¡Cielo santo! ¡Ernesto no podía reconocerlo! Él veía un rostro aguerrido y curtido, lleno de energía, y expresión de una voluntad de hierro. Pero la noble sabiduría, la profunda, amplia y tierna simpatía, todas faltaban en el rostro de Old Blood-and-Thunder. E incluso aunque el Gran Rostro de Piedra hubiera asumido ese aspecto de severa dominación, los rasgos más suaves todavía lo habrían ablandado.

—Éste no es el hombre de la profecía —suspiró Ernesto para sus adentros mientras se alejaba de la multitud—. ¿Y todavía va a tener el mundo que esperar más?

Las brumas se habían congregado sobre la distante ladera de la montaña y allí se veían las grandes y terribles facciones del Gran Rostro de Piedra, terribles pero benignas, como si un ángel poderoso estuviera sentado entre las colinas y se hubiera vestido con un ropaje de nubes doradas y púrpura. Al mirar, Ernesto no pudo por menos de creer que una sonrisa irradiaba por todo el rostro, con una brillantez todavía resplandeciente, aunque sin el movimiento de los labios. Probablemente era el efecto del sol del oeste disipándose sobre los vapores sutilmente difusos que se habían extendido entre él y el objeto que contemplaba. Pero —como siempre sucedía— el aspecto de su maravilloso amigo hizo que Ernesto volviera a sentirse tan esperanzado como si nunca hubiera esperado en vano.

—No temas, Ernesto —dijo su corazón, precisamente como si el Gran Rostro de Piedra estuviera susurrándoselo—. No temas, Ernesto. Él vendrá.

Y pasaron más años, veloces y sosegados. Ernesto vivía aún en su valle natal y era ya un hombre de mediana edad. Por grados imperceptibles, había llegado a ser conocido entre la gente. Ahora, como antaño, trabajaba para ganarse el pan y era el mismo hombre de corazón sencillo que siempre había sido. Pero había pensado y sentido tanto, había entregado tantas de las mejores horas de su vida e inocentes esperanzas en algún gran bien para la humanidad, que parecía como si hubiera estado hablando con los ángeles y hubiera absorbido una porción de su sabiduría de forma inconsciente. Esto era visible en el sosegado y bien considerado altruismo de su vida diaria, cuya plácida corriente había ido formando un amplio y verde margen por todo su cauce. No pasó un solo día sin que el mundo fuera un poco mejor porque este hombre, humilde como era, había vivido. Nunca se desvió de su propio camino y siempre consiguió una bendición para su prójimo. Casi involuntariamente también, se había convertido en predicador. La sencillez pura y elevada de su pensamiento que, como una de sus manifestaciones, tomaba forma en las buenas obras que silenciosamente se desprendían de sus manos, fluía también cuando hablaba. Decía verdades que forjaban y moldeaban las vidas de los que le oían. Puede que sus oyentes nunca sospecharan que Ernesto, su propio vecino y amigo íntimo, era más que un hombre corriente. Y el que menos lo sospechaba era el propio Ernesto. Pero, inevitablemente, como el murmullo de un riachuelo, salían pensamientos de su boca que nunca otros labios humanos habían pronunciado.

Cuando las cabezas de la gente habían tenido ya cierto tiempo para enfriarse, se sintieron dispuestas a reconocer su error al haber imaginado una similitud entre la truculenta fisonomía del general Blood-and-Thunder y el benigno rostro de la ladera de la montaña. Pero ahora, otra vez, había noticias y muchos sueltos en los periódicos que afirmaban que la imagen del Gran Rostro de Piedra había aparecido sobre los anchos hombros de cierto estadista eminente. Él, como el Sr. Gathergold y el general Blood-and-Thunder, era natural del valle, pero lo había abandonado muy joven y se había dedicado a las leyes y a la política. En lugar de la riqueza del opulento y de la espada del soldado, él contaba únicamente con la lengua, y ésta era más poderosa que las dos anteriores juntas. Tan maravillosamente elocuente era que, cualquier cosa que se le ocurriera decir, sus oyentes no tenían más remedio que creerle. Lo erróneo parecía verdadero y lo verdadero erróneo: pues, cuando le apetecía, podía formar una especie de niebla iluminada con su solo aliento y oscurecer con ella la luz natural del día. Su lengua, ciertamente, era un instrumento mágico. A veces retumbaba como el trueno. Otras veces sonaba como la más dulce de las músicas. Era el fragor de la batalla, el canto de la paz. Y parecía tener sentimiento, cuando no lo había. Verdaderamente era un hombre asombroso. Y cuando su lengua hubo conseguido para él toda clase de éxitos imaginables —cuando la oyeron en los salones de gobierno, en las cortes de príncipes y potentados— después de haber logrado que le conocieran en todo el mundo, incluso como la voz que grita de costa a costa, finalmente persuadió a sus compatriotas para que lo eligieran candidato a la presidencia. Pero antes, concretamente cuando ya empezaba a ser célebre, sus admiradores habían descubierto el parecido entre él y el Gran Rostro de Piedra. Y tan impresionados quedaron con ello que por todo el país este distinguido caballero fue conocido con el nombre de Old Stony Phiz. Se consideró que esta denominación daba un aspecto muy favorable a sus expectativas políticas; pues, al igual que sucede con el papado, nadie puede llegar a ser presidente sin adoptar un nombre distinto al suyo.

Mientras sus amigos se dedicaban en cuerpo y alma a convertirle en presidente, Old Stony Phiz, como se le llamaba, partió para realizar una visita al valle donde había nacido. Por supuesto, no tenía otro objeto que el de estrechar las manos de sus conciudadanos, y nadie pensaba —ni le preocupaba— en los efectos que su viaje por la región pudieran tener sobre la elección. Se realizaron magníficos preparativos para recibir al ilustre estadista. Una comitiva de jinetes salió a recibirle al límite fronterizo del estado y todo el mundo abandonó sus asuntos para congregarse a lo largo del camino y poder verle pasar. Entre ellos se encontraba Ernesto. Aunque ya había quedado más de una vez desilusionado, como ya hemos visto, era de un natural tan esperanzado y confiado que estaba siempre dispuesto a creer en cualquier cosa que pareciera bella y buena. Mantenía su corazón continuamente abierto y de esta forma estaba seguro de recoger la bendición del cielo cuando viniera. Y así, una vez más, tan animado como siempre, se dirigió a contemplar la similitud del personaje con el Gran Rostro de Piedra.

La cabalgata venía haciendo cabriolas por el camino, con gran estruendo de cascos y una enorme nube de polvo que se elevaba tan densa y a tanta altura que el rostro de la ladera de la montaña quedaba totalmente oculto a los ojos de Ernesto. Todos los grandes hombres de la vecindad estaban allí a caballo: oficiales de la milicia, de uniforme; el miembro del Congreso; el sheriff del condado; los directores de los periódicos; y muchos granjeros, también, habían montado sobre su paciente corcel, con sus chaquetones de los domingos a la espalda. Era realmente un espectáculo muy brillante, en particular porque había muchas banderas ondeando sobre la cabalgata, en algunas de las cuales aparecían vistosos retratos del ilustre hombre de Estado y del Gran Rostro de Piedra, sonriéndose familiarmente el uno al otro, como dos hermanos. Si había que confiar en los retratos, el parecido mutuo hay que confesar que era maravilloso. No debemos olvidarnos de mencionar la presencia de una banda de música que hacía que los ecos en las montañas resonaran y retumbaran con el clamoroso triunfo de sus acordes. Y así, las alegres y conmovedoras melodías se abrían paso por entre todas las cumbres y barrancos, como si cada rincón de su valle natal hubiera adquirido una voz para dar la bienvenida al distinguido huésped. Pero el efecto más grandioso fue cuando el lejano precipicio de la montaña devolvió la música. Porque entonces el propio Gran Rostro de Piedra parecía aumentar el volumen del triunfal coro, en reconocimiento de que, por fin, había llegado el hombre de la profecía.

Todo este tiempo la gente había estado lanzando al aire sus sombreros y gritando con un entusiasmo tan contagioso que el corazón de Ernesto se inflamó y, al igual que los demás, lanzó su sombrero al aire y gritó tan fuerte como el que más: «¡Hurra! ¡Viva Old Stony Phiz!» Pero hasta entonces no le había visto.

—¡Ya está aquí! —gritaron los que se encontraban cerca de Ernesto—. ¡Ahí, ahí! ¡Mirad a Old Stony Phiz y al anciano de la montaña y ved si no son tan parecidos como dos hermanos gemelos!

En medio de toda esta ostentosa pompa llegaba un cabriolé abierto, tirado por cuatro caballos blancos. Y en el cabriolé, con su pesada cabeza descubierta, se sentaba el ilustre estadista, Old Stony Phiz en persona.

—¡Confiésalo! —le dijo a Ernesto uno de sus vecinos—. ¡El Gran Rostro de Piedra ha encontrado por fin su pareja!

Ahora, es preciso reconocerlo, en su primer vistazo al rostro que saludaba y sonreía desde el cabriolé, Ernesto sí que se imaginó que existía un parecido entre él y la vieja cara familiar de la ladera de la montaña. La frente, con su gran profundidad y altanería, y todos los demás rasgos, ciertamente, estaban audaz y reciamente labrados, como en emulación de un modelo más que heroico, de un modelo titánico. Pero la sublimidad y la nobleza, la gran expresión de una simpatía divina que iluminaba el rostro de la montaña y hacía etérea la pesada sustancia granítica, espiritualizándola, podía aquí buscarse en vano. Algo le faltaba desde el principio o había desaparecido. Y, por tanto, el estadista tan maravillosamente dotado tenía siempre un aspecto triste y cansado en las profundas cavernas de sus ojos, como si se tratara de un niño que se ha hecho ya mayor para sus juguetes o de un hombre de poderosas facultades y pocas aspiraciones, cuya vida, con todas sus grandes acciones, fuera vaga y vacía porque ningún gran objetivo la había dotado de realidad.

Y aún, el vecino de Ernesto le seguía dando codazos en el costado, instándole a una respuesta.

—¡Confiesa, confiesa! ¿No es el verdadero retrato de tu viejo de la montaña?

—¡No! —dijo Ernesto bruscamente—. Veo poco o ningún parecido.

—Entonces ¡tanto peor para el Gran Rostro de Piedra! —contestó su vecino. Y de nuevo se puso a aclamar a Old Stony Phiz. Pero Ernesto se dio media vuelta, melancólico y casi desesperado. Pues ésta era la más triste de sus desilusiones: contemplar a un hombre que podía haber cumplido la profecía y que no había querido hacerlo. Mientras tanto, la cabalgata, las banderas, la música y los cabriolés pasaron a su lado, con la multitud vociferante detrás, dejando que el polvo se asentase y que el Gran Rostro de Piedra se revelase de nuevo con la grandeza que le había caracterizado durante siglos y siglos.

—¡Mira, Ernesto, aquí estoy! —parecían decir los benignos labios. Yo he esperado más que tú. Y todavía no estoy cansado. No temas. El hombre llegará.

Los años siguieron pasando veloces pisándose en su prisa los talones el uno al otro. Y ahora empezaban a traer cabellos blancos y los desparramaban por la cabeza de Ernesto. Formaron venerables arrugas en su frente y surcos en sus mejillas. Era ya un hombre mayor, pero no había envejecido en vano: más que los cabellos blancos en la cabeza contaban los pensamientos sabios en su mente. Sus arrugas y surcos eran inscripciones que el Tiempo había grabado y en los que había escrito leyendas de sabiduría que habían sido probadas por el surco de una vida. Y Ernesto había dejado de ser un desconocido. Sin buscarla, sin desearla, había llegado la fama que tantos buscan y le había dado a conocer en el gran mundo, más allá de los límites del valle en el que había vivido tan apaciblemente. Profesores de universidad, e incluso los activos hombres de las ciudades, vinieron de lejos a ver a Ernesto y a conversar con él. Pues había trascendido las fronteras la noticia de que este sencillo labrador tenía ideas nada comunes a las de los demás hombres, no adquiridas en los libros, sino de un tono superior. Poseía una majestad tranquila y familiar, como si hubiera estado hablando con los ángeles al igual que si fueran sus amigos de todos los días. Y ya fuera el sabio, el estadista o el filántropo, Ernesto recibía a estos visitantes con la apacible sinceridad que le había caracterizado desde su juventud y hablaba libremente con ellos de lo primero que se les ocurría o de lo que se atesoraba en lo más profundo de su corazón o en el de ellos. Mientras hablaban juntos, la cara de Ernesto se iluminaba inconscientemente y brillaba sobre ellos, como con una suave luz crepuscular. Pensativos por la plenitud de tal discurso, sus huéspedes se despedían y emprendían su camino y, al dejar atrás el valle, hacían una pausa para mirar al Gran Rostro de Piedra, imaginándose que habían visto su parecido en un rostro humano, pero no podían recordar dónde.

Mientras Ernesto se había ido haciendo adulto y después viejo, una generosa Providencia había concedido un nuevo poeta a esta tierra. Él, igualmente, era natural del valle, pero había pasado la mayor parte de su vida a bastante distancia de aquella romántica región, derramando su dulce música entre el bullicio y el estrépito de las ciudades. Con frecuencia, sin embargo, las montañas que le habían sido tan familiares en su infancia elevaban sus nevadas crestas sobre la atmósfera clara de su poesía. Tampoco había sido olvidado el Gran Rostro de Piedra, pues el poeta lo había celebrado en una oda que era tan grandiosa como para haber sido pronunciada por sus propios labios mayestáticos. Este hombre de genio, podemos decir, había bajado del cielo con dotes maravillosas. Si cantaba a una montaña, los ojos de toda la humanidad veían una grandeza mayor reposando en su rocoso costado o remontándose hasta su cima que la que antes habían visto en ella. Si el tema era un lago encantador, se había proyectado ahora sobre él una sonrisa celestial para que brillase en su superficie para siempre. Si era el infinito y viejo mar, incluso la profunda inmensidad de su terrible seno parecía dilatarse más y más como conmovida por las emociones del canto. Así el mundo asumía otro aspecto, un aspecto mejor desde el momento en que el poeta lo bendecía con sus bienaventurados ojos. El Creador le había otorgado el don de dar el último y mejor toque a su propia obra. La Creación no estaba terminada hasta que el poeta vino a interpretarla y completarla de esa manera.

El efecto no era menos elevado y hermoso cuando los seres humanos, sus hermanos, eran el tema de su verso. El hombre o la mujer, sórdidos entre el polvo común de la vida, que se cruzaban en su diario camino, y el niño pequeño que jugaba en él, eran glorificados si los veía con su vena de fe poética. Mostraba los dorados eslabones de la gran cadena que los entrelazaba con una estirpe angélica; revelaba los escondidos rasgos de un nacimiento celestial que les hacía dignos de tal linaje. Hubo algunos, ciertamente, que pensaron mostrar la rectitud de su juicio afirmando que toda la belleza y la dignidad del mundo natural existían únicamente en la fantasía del poeta. Dejemos que tales hombres hablen por sí mismos, pues sin duda parecen haber sido engendrados por la naturaleza con una despreciativa amargura, con un barro de desecho, después de que hubieran sido hechos todos los puercos. Por todo lo demás, el ideal del poeta era la verdad más verdadera. Los cantos de este poeta llegaron hasta Ernesto. Los leía después de terminar su trabajo cotidiano, sentado en el banco frente a la puerta de su cabaña donde durante tanto tiempo había llenado su reposo de pensamientos, mirando al Gran Rostro de Piedra. Y ahora, mientras leía estrofas que le hacían estremecer el alma, levantó los ojos hacia el gran rostro que le sonreía tan benévolamente.

—Oh, majestuoso amigo —murmuró dirigiéndose al Gran Rostro de Piedra—. ¿No es digno este hombre de parecerse a vos? El rostro parecía sonreír pero no dijo una palabra.

Y ahora sucedió que el poeta, aunque vivía tan lejos, no solo había oído hablar de Ernesto sino que había meditado mucho su carácter, hasta que juzgó que no había nada tan deseable como conocer a este gran hombre cuya sabiduría, que nadie le había enseñado, iba de la mano de la noble sencillez de su vida. Una mañana de verano, por tanto, montó en el tren y, al declinar la tarde, se apeó del vagón a no mucha distancia de la cabaña de Ernesto. El gran hotel, que antes había sido el palacio del Sr. Gathergold, estaba muy cerca pero el poeta, con su maletín de viaje en la mano, preguntó inmediatamente por el domicilio de Ernesto, resuelto a ser aceptado como huésped. Al acercarse a la puerta se encontró con el buen anciano, que tenía un libro en las manos, del que a intervalos leía y, luego, con un dedo entre las páginas, miraba afectuosamente al Gran Rostro de Piedra.

—Buenas tardes —dijo el poeta—. ¿Puede dar a un viajero alojamiento por una noche?

—De buena gana —contestó Ernesto. Y añadió sonriendo—: Me parece que nunca vi al Gran Rostro de Piedra mirar tan acogedoramente a un desconocido.

El poeta se sentó en el banco junto a él y Ernesto y él hablaron. El poeta había tenido con frecuencia relaciones con los más inteligentes y con los más sabios, pero nunca con un hombre como Ernesto cuyos pensamientos y sentimientos brotaban con una libertad tan natural y que conseguía convertir las grandes verdades en algo tan familiar con solo pronunciarlas. Los ángeles, como ya hemos dicho tan a menudo, parecía que habían trabajado con él en la labor de los campos. Se diría que los ángeles se habían sentado con él junto a la chimenea. Y, viviendo con los ángeles, como amigo con amigos, había absorbido la sublimidad de sus ideas a las que había inspirado el dulce y humilde encanto de las palabras familiares. Eso pensó el poeta. Y Ernesto, por otro lado, se sentía conmovido y perturbado por las imágenes vivientes que brotaban de la mente del poeta y que poblaban todo el aire alrededor de la puerta de la cabaña con figuras de belleza, alegres y melancólicas. Las afinidades de estos dos hombres les dotaron de un sentido más profundo que el que ninguno de los dos podía haber adquirido por sí solo. Sus mentes vibraban en un mismo acorde y producían una música deliciosa que ninguno de los dos habría podido reclamar como únicamente suya, ni distinguir su propia parte de la del otro. Se condujeron el uno al otro, por así decirlo, al alto pabellón de sus pensamientos, tan remoto y, hasta entonces, tan misterioso, en el que antes nunca habían entrado, y tan bello que desearon permanecer siempre allí.

Mientras Ernesto escuchaba al poeta, se imaginaba que el Gran Rostro de Piedra se inclinaba para escuchar también. Y miró gravemente a los radiantes ojos del poeta.

—¿Quién eres tú, mi huésped, que estás tan sorprendentemente dotado? —dijo.

El poeta puso el dedo sobre el libro que Ernesto había estado leyendo.

—Tú has leído estos poemas —dijo—. Me conoces, entonces, porque yo los escribí. De nuevo, y aún más profundamente que antes, Ernesto examinó los rasgos del poeta. Luego se volvió hacia el Gran Rostro de Piedra. Después, con una expresión incierta, de nuevo hacia su huésped. Pero su semblante se vino abajo. Negó con la cabeza y suspiró.

—¿Por qué estás triste? —inquirió el poeta.

—Porque —replicó Ernesto— durante toda mi vida he esperado el cumplimiento de una profecía. Y cuando leí estos poemas esperaba que pudiera cumplirse en ti.

—Tú esperabas —respondió el poeta con una débil sonrisa— encontrar en mí la semejanza con el Gran Rostro de Piedra. Y ahora estás desilusionado, como antes con el Sr. Gathergold, con Old Blood-and-Thunder y con Old Stony Phiz. Sí, Ernesto, es mi destino. Debes añadir mi nombre al de estos tres ilustres y registrar otro fracaso de tus esperanzas. Porque —con vergüenza y con tristeza lo digo, Ernesto— yo no soy digno de ser representado por aquella benigna y majestuosa imagen.

—¿Y por qué? —preguntó Ernesto señalando el libro—. ¿No son divinos estos pensamientos?

—Tienen una carga de divinidad —replicó el poeta—. Puedes oír en ellos el eco lejano de un canto celestial. Pero mi vida, querido Ernesto, no ha correspondido a mi pensamiento. He tenido grandes sueños, pero han sido solo sueños porque he vivido —y eso, también, por elección propia— en medio de pobres y mezquinas realidades. A veces incluso —¿me atreveré a decirlo?— me falta fe en la grandeza, en la belleza, en la bondad que mis propias obras se dice han hecho más evidente en la naturaleza y en la vida humana. ¿Por qué, entonces, puro buscador del bien y de la verdad, deberías esperar encontrarme en aquella imagen de lo divino?

El poeta hablaba con tristeza y sus ojos estaban empañados por las lágrimas. Y lo mismo ocurría con los de Ernesto.

A la hora de la puesta del sol, como había sido mucho tiempo su costumbre frecuente, Ernesto tenía que dirigir la palabra a una asamblea de sus vecinos al aire libre. Él y el poeta, cogidos del brazo, todavía hablando mientras caminaban, se dirigieron al lugar. Se trataba de un pequeño rincón entre las colinas, con un precipicio gris detrás y cuyo austero perfil se veía aliviado por el agradable follaje de innumerables plantas trepadoras que formaban un tapiz sobre la desnuda roca, al colgar sus festones desde todos sus escabrosos ángulos. En una pequeña elevación sobre el suelo, situada en un rico marco de verdor, aparecía un nicho lo suficientemente espacioso como para admitir a una figura humana, con libertad para tales gestos como los que espontáneamente acompañan al pensamiento fervoroso y a la emoción genuina. Ernesto ascendió hasta este púlpito natural y dirigió una mirada de afecto familiar a su auditorio. Ellos estaban de pie o sentados o recostados sobre la hierba, como a cada uno le parecía mejor, con el sol que ya partía cayendo oblicuamente sobre ellos y que mezclaba su amansada alegría con la solemnidad de un soto de viejos árboles, entre cuyas ramas y por debajo de ellas los rayos dorados se comprimían para pasar. En otra dirección se veía el Gran Rostro de Piedra con la misma alegría y la misma solemnidad en su benigno aspecto.

Ernesto comenzó a hablar dando a la gente lo que había en su corazón y en su mente. Sus palabras tenían fuerza porque iban acordes con sus pensamientos. Y sus pensamientos tenían realidad porque armonizaban con la vida que siempre él había vivido. No era mero aliento lo que este predicador expresaba; eran las palabras de la vida. Porque una vida de buenas obras y santo amor las impregnaban. Perlas, puras y ricas, habían sido disueltas en esta preciosa bebida. El poeta, mientras escuchaba, sintió que el ser y el carácter de Ernesto eran un tema poético más noble que el que él había escrito en toda su vida. Con los ojos brillantes por las lágrimas, miró con reverencia al venerable hombre y se dijo en su interior que nunca se había dado un aspecto tan digno de un profeta y de un sabio como el de aquel semblante suave, dulce y meditativo, con la gloria de sus cabellos blancos extendidos sobre él. A cierta distancia, pero fácilmente visible, arriba, a la dorada luz del sol poniente, aparecía el Gran Rostro de Piedra, con blanquecinas brumas a su alrededor, como los cabellos blancos alrededor de la frente de Ernesto. Su aspecto de gran beneficencia parecía abrazar al mundo. En ese momento, en afinidad con un pensamiento que estaba a punto de proferir, el rostro de Ernesto asumió una grandiosidadde expresión tan impregnada de benevolencia que el poeta, llevado por un irresistible impulso, dirigió sus brazos a lo alto y gritó:

—¡Mirad, mirad! ¡Ernesto es el retrato mismo del Gran Rostro de Piedra!

Entonces toda la gente miró y vio que lo que el profundo juicio del poeta indicaba era verdad. La profecía se había cumplido. Pero Ernesto, después de terminar lo que tenía que decir, tomó al poeta del brazo y se fue caminando lentamente hacia su casa, esperando todavía que algún hombre más sabio y mejor que él apareciera alguna vez llevando en sus rasgos el parecido con el Gran Rostro de Piedra.

*FIN*


“The Great Stone Face”,
The Snow-Image, and Other Twice-Told Tales, 1852


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