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El Güero

[Cuento - Texto completo.]

José Donoso

No bien bajé del tren en la estación de Veracruz, me descompuso aquel mundo bullicioso y caldeado, tan distinto a cuanto conocía. Tuve el desagradable presentimiento de que todo iba a andar mal en ese desorden de gentes y cosas. En efecto, así fue, al principio, porque en el andén mismo extravié parte de mi equipaje. Luego, el chofer de taxi tardó demasiado en localizar el hotel donde debía hospedarme, y una vez allí me enojé con el encargado porque la ducha que con ansias aguardara durante mi viaje no funcionó hasta después de la revisión del plomero.

Ya resueltos los problemas del primer momento, bajé a la calle, y con el fin de beber algo fresco me senté a una mesita en el portal que se abre a la plaza principal de Veracruz. Mi desasosiego se desvaneció como por encanto, dejándome maravillado con cuanto mis sentidos iban descubriendo. Durante mi viaje por las ciudades de la meseta mexicana me había impacientado por terminar con ellas de una vez y bajar por fin al trópico. Era lo que veía desde mi mesa. En una oleada volvió mi fe —la fe de los que son muy jóvenes y solo conocen latitudes templadas— de que en estos parajes llenos de exceso hallaría, sin duda, experiencias definitivas, mucho más ricas que cuantas hasta ahora conociera. Estaban al alcance de mi mano, casi podía palparlas, como mis dedos palpaban el vaso alto y fresco.

El sol ya había dejado de reflejarse en la cúpula de la inmensa parroquia color salmón de la acera de enfrente. Como todas las tardes, las nubes estallaban sobre la rada enviando desde el Golfo un soplo que humedecía y quemaba a la vez. A medida que iba oscureciendo, fue llegando más gente a la plaza, que pronto estuvo colmada de tumulto y algarabía. Creció la música de las marimbas ambulantes. Las muchachas vestidas de colores estridentes paseaban sin prisa, respondiendo o no a los ojos de los hombres vestidos de camisa y pantalón blancos que holgazaneaban en grupos, haciéndose lustrar los zapatos o discutiendo el precio de una rebanada de piña con el vendedor. A una cuadra de distancia, detrás de los portales, las grúas chirriaban en los muelles, cargando barcos que partían o llegaban de Jamaica y Belice, Mérida y Tampico, La Habana y Puerto Limón.

Aunque no está situado frente al sector más anima—do de la plaza, el Café de la Parroquia es lo más criollo que hay en Veracruz. Por las tardes acuden allí los industriales y políticos de la ciudad, con sus familias o sin ellas, para charlar con cualquier conocido que esté buenamente dispuesto a perder un rato mientras paladean algún refresco. Suelen verse también hacendados de tez amarillenta que, de paso para sus ingenios de quina o azúcar, aguardan en el pueblo el avión que los llevará a Tabasco, Chiapas o Quintana Roo. Muchos turistas norteamericanos llegan a Veracruz, pero son pocos los que acuden al Café de la Parroquia, porque en general prefieren los portales de los hoteles más cosmopolitas del lado opuesto de la plaza.

Yo sabía todo esto, y fue lo que me hizo dirigirme a ese café en cuanto salí del hotel. Sin embargo, poco después de instalarme, me sentí defraudado al oír acentos nasales típicamente yanquis en la mesa contigua. Eran tres mujeres. Nada en ellas llamaba la atención a primera vista, por ser entradas en años y carentes de belleza. Pero en el momento en que me disponía a cambiar de mesa reparé de pronto en una de ellas. No iba vestida con ese seudoexotismo de faldas floreadas y joyas bárbaras que tantas norteamericanas de cierta edad creen de rigor al viajar por México. Era la más anciana de las tres y vestía falda caqui. Su rostro era solo cutis tostado adherido a huesos finos coronado por una corta maraña de pelo gris. En el momento en que nuestros ojos se cruzaron, hizo algo extraño: me sonrió. Luego, como si tal cosa, se caló las gafas y sacando lana y palillos de una bolsa comenzó a tejer sin interrumpir su conversación. No cambié de mesa y presté atención.

Hablaba con sencillez y autoridad sobre cosas mexicanas, sobre ciudades y plantas y gentes. Era botánica de profesión y había vivido largos años en el país. Sus compañeras eran turistas que el azar del viaje reuniera con Mrs Howland, la mujer de pelo gris.

—Tráeme otra coca cola, güero —dijo al mozo.

—Ahorita, güera —contestó.

En México la palabra “güero” significa rubio, pero en son de amistad se les da a quienes parecen no tener sangre india ni negra. El mozo era cualquier cosa menos rubio, pero como su tez no era excesivamente oscura, la palabra era natural. Me hubiera gustado conocer a Mrs Howland. Esa sonrisa y la tranquilidad que su persona emanaba me indicaron que vivía y conocía como a mí me hubiera gustado vivir y conocer.

El muchacho trajo la coca cola a Mrs Howland, que después de beberla dijo que ya era hora de partir, porque a la mañana siguiente madrugaría. Sus amigas le preguntaron a dónde iba. Respondió que a Tlacotlalpan, un pueblo río Papaloapan arriba, a cinco horas en lancha desde Alvarado. Habló un instante acerca de ese pueblo antiquísimo a orillas del “Río de las Mariposas”, aislado en medio de la selva. Lo evocó con tal fuerza, que las imágenes que sus palabras suscitaron en mí hicieron que cuanto veía desde mi mesa me pareciera repentinamente banal: las palmeras de la plaza, las marimbas en los portales atestados, las sonrisas lentas que blanqueaban bajo los sombreros claros, no eran sino parte de un afiche vulgar para atraer a los turistas. Yo era muy joven, y me avergonzaba de mi condición de turista, deseando llegar a ser de los elegidos que nunca saben serlo. Quizás en las palabras de Mrs Howland hubiera un camino.

Me sonrió de nuevo antes de quitarse las gafas y guardar el tejido para partir. Se despidió de sus compañeras y la vi alejarse bajo la lluvia que se desató sobre la ciudad, haciendo que la plaza quedara desierta. Volví al hotel, y después de averiguar que Alvarado está algunos kilómetros al sur de Veracruz, pedí que me despertaran temprano a la mañana siguiente para tomar el autobús.

Lo primero que vi al llegar a Alvarado, en el pequeño muelle junto a las ventas de fruta y de pescado frito, fue a Mrs Howland. Sentada en su maletín, se di—vertía en observar cómo descargaban galápagos de los lanchones. Nadie parecía reparar en ella, lo que no dejaba de ser curioso, porque en México se mira mucho al extranjero, y esta mujer vestida de pantalón caqui y cucalón bien valía una mirada. Por lo menos era más extraña que yo, que a pesar de ser poco espectacular de aspecto y simple de indumentaria, mucha gente del pueblo se daba vuelta, diciéndome con desenfado: “¡Adiós, güero…!”. Quizás fuera porque yo miraba demasiado, deslumbrado por el color y el movimiento de la mañana, y por la perspectiva del río abierto que extendía su lentitud hasta el horizonte.

La lancha atracó, llenándose pronto de pasajeros, que tornaron asiento detrás de las sucias cortinas de lienzo que colgaban del techo a modo de protección contra el sol. Cargaron jabas de refrescos, y Mrs Howland se instaló entre personas que llevaban bultos y niños y canastos.

Trepé al techo porque no quería que las cortinas me impidieran la vista del paisaje. Estaba seguro de que mi bello sombrero jarocho, de alas amplias y flexibles, era suficiente defensa contra la brutalidad del sol.

La lancha partió. Me recosté, apoyando la cabeza en mi mochila, y observé cómo desaparecía el pueblo que jalonaba los cerros con sus casas blancas y sus mechones de palmeras y mangos. Luego no quedaron más que cielo pesado, el calor hiriente en el aire húmedo y las ásperas líneas oscuras de las riberas. Avanzábamos lentamente, dejando una estela de olor a gasolina al sortear los bancos de jacintos flotantes.

La voz de Mrs Howland turbó mi contemplación:

—Señor, señor, baje. Le va a dar insolación.

Me incliné por el borde del techo y respondí:

—No tenga cuidado, señora, estoy acostumbrado al sol. Además, este sombrero…

—Jovencito —interrumpió su voz impaciente—, ni los que han nacido en estos lugares se atreven a hacer eso. No sea tonto, baje inmediatamente…

Me hizo sitio a sus pies entre los viajeros acumulados en la lancha. Mrs Howland tejía, tejía algo cuya forma no adiviné, tejía con calma, como si nada sucediera.

—La cerveza es lo mejor para el calor —dijo de pronto—. Voy a pedir una.

Pedí dos al encargado. Empinamos nuestras botellas y, después de limpiarse la boca, Mrs Howland dijo:

—Lo vi ayer en el Café de la Parroquia…

—Sí, estuve en la tarde. Usted me dio la idea de venir a Tlacotlalpan…

—¿Nunca lo había oído nombrar? —preguntó, quitándose las gafas y deteniendo su tejido—. Es un pueblo maravilloso. Existe desde hace siglos a orillas de este río y nada ha logrado perturbarlo. Cercado por la selva y las plantaciones de cocoteros, su único contacto con el mundo es esta lancha y los barcos que llegan en la temporada para transportar la cosecha.

—¿Usted vive allá?

—Ahora no, pero en otra época viví en Tlacotlalpan. Hace años que no vuelvo. Dicen que nada ha cambiado.

—¿Y por qué no había vuelto? —pregunté a costa de parecer intruso.

—Mi marido murió hace pocos meses y solo ahora tengo libertad para venir. Él odiaba Tlacotlalpan. Está tan lleno de recuerdos dolorosos que jamás me permitió volver. Con la muerte de mi marido se terminó todo para mí… Ahora vengo para ver si en el pueblo que presenció lo más importante de mi existencia logro encontrar algo de intensidad para los años que me que—dan por vivir. Mi marido, como yo, era botánico…

Se quedó en silencio unos instantes, y vi que en su mente se estaban ordenando ideas y emociones diferentes. Las cortinas apenas se balanceaban junto a su rostro oscuro. Repentinamente, como si se hubiera zambullido en su pasado, se irguió sacando a flote esta pregunta:

—¿Conoce usted a esa clase de personas que viven según teorías, teorías que estipulan el nombre preciso y el peso exacto de cada cosa, desterrando con eso toda posibilidad de misterio?

Pareció agotarse con la fuerza de la pregunta, por—que hubo un nuevo silencio. Pero la pregunta de Mrs Howland se repetía y se repetía en mis oídos, como si la lancha arrastrara sus palabras. No supe, ni creí necesario, responder. El tono de su voz fue más tranquilo al continuar:

—Mi marido y yo éramos especímenes perfectos de ese tipo humano. Ambos pertenecíamos a familias ricas, vinculadas a los mejores círculos científicos e intelectuales de nuestro país. Nos conocimos como compañeros de estudios en una universidad pequeña pero de gran prestigio. Admiré a Bob desde que lo conocí. Era el estudiante más distinguido de la facultad, además de ser alto y rubio, bellísimo hasta sus últimos días. Los años que duraron nuestros estudios trabajamos juntos y pensamos juntos en unión perfecta. Estábamos convencidos de que no existía gente más clara, más sana y más inteligente que nosotros. Los lazos de familia eran absurdos, los prejuicios de raza y clase una imbecilidad, la ciencia lo único que importaba, y la gente en general, aburrida y vulgar. Nos casamos al recibir el título. Teníamos todo: belleza (no se vaya a reír, jovencito, yo fui bella en otro tiempo), cultura, inteligencia, salud, y por lo tanto no cabían sorpresas desagradables en nuestras vidas planeadas con tanta claridad. Nos interesaba cierta rama especialísima de la botánica experimental. Nuestros puntos de vista eran novedosos, a la vez que académicos, y la universidad nos contrató como ayudantes de cátedra.

“¿Conoce la vida en una universidad pequeña en los Estados Unidos? Bueno, sabrá entonces que es el ambiente más propicio para gente como nosotros. Trabajábamos apasionadamente durante el día, y por las tardes salíamos a caminar bajo los árboles vetustos, dando migas de pan a las ardillas de los prados y saludando a los muchachos conocidos, mientras veíamos iluminarse una a una las ventanas de los dormitorios. De vez en cuando asistíamos a reuniones, vestidos siempre con nuestros mejores tweeds. Se hablaba de política, de ciencia, de libros, o bien se comentaban los últimos chismes de ese universo limitado. Una vez por semana nos visitaban nuestros alumnos predilectos y les servíamos té, para demostrarles que nosotros también éramos humanos.

“Nuestra vida en la universidad duró unos cuantos años felices. Más tarde nos trasladamos a Nueva York a hacernos cargo de puestos que allí nos ofrecieron. Al principio nos sentimos muy solos en la inmensa ciudad, uniéndonos como nunca en torno a nuestro trabajo. Pero Nueva York es un monstruo que devora hasta el último ápice de humildad. Bob emprendió una investigación en gran escala, cuyos resultados no se apreciarían hasta más tarde, algo serio, profundo, difícil, mientras yo me dejé tentar para escribir artículos de difusión en revistas seudocientíficas, con los que obtuve fama inmediata. Se me llegó a considerar una mujer brillante unida a un hombre opaco, a un ratón de laboratorio, que era incapaz de producir. Comencé yo también a convencerme de eso y a aburrirme junto a mi marido. Dejé mis buenos tweeds académicos y provincianos para acudir a los modistos de cartel. Era una aventura contemplar mi belleza envuelta en telas suntuosas y en las miradas de admiración de todos. Me alejé más y más de Bob y él de mí, pero antes de una ruptura definitiva me sentí embarazada. Nació el niño, pero murió a la semana. Con esto aumentó la distancia hacia mi marido, lanzándome a lo que llamábamos ‘la vida’. Creía estar satisfecha con mi modo de existir, considerando que al ser civilizados no podíamos coartar nuestras inclinaciones. Me creía libre porque mandé toda obligación a paseo, pero en el fondo me atormentaba la conciencia de estar incapacitada para un trabajo a la altura del que Bob realizaba.

“A los nueve meses de llegar Bob borracho una noche, tuve otro niño, hijo suyo. Por entonces mi marido fue llamado a la Universidad de México, en calidad de profesor permanente. Yo estaba desorientada, pero aferrándome a los lazos algo ficticios que este hijo nos brindaba, acudí junto a él. El trabajo que Bob llevó a cabo fue brillantísimo; mientras, una envidia peligrosa me hizo separarme totalmente de él a través de esos diez primeros años en México, sin que me resolviera a dar pasos definitivos.

“Entretanto, y supongo que a modo de juego para entretener mi ocio, decidí que este hijo mío iba a ser un gran hombre. Desde temprano debía ser capaz de razonar por sí solo y de actuar según sus inclinaciones, libre de toda oscuridad que entorpeciera lo que habría de ser la más plena de las vidas. Era un niño hermoso. Sus ojos inmensos eran del azul más hondo, más transparente que he visto, y su cabeza de forma perfecta era de oro liso y brillante y sedoso.

“Mike tenía nueve años cuando Bob se vio obligado a buscar recogimiento absoluto para escribir un libro basado en el vasto acopio de material que acumulara en sus años de enseñanza y experimentación. Necesitaba un sitio tranquilo donde hacerlo, y un amigo nos sugirió que la aldea de Tlacotlalpan era lo más indicado. Ese libro sería la obra básica de su vida, y aunque yo no tenía interés en enterrarme en la selva junto a un hombre que no amaba, creo que la perspectiva de la gloria que le granjearía su obra y el deseo de no quedar excluida de tan magna realización me indujeron a seguirlo.

“Me parece que ésta es la misma lancha en que hicimos ese primer viaje, hace veinte años. Aunque mucho hubiésemos viajado por México, era cosa sobrenatural encontrar una inmensa catedral pintada de ultramarino en un pueblo de dos mil habitantes, perdido en la selva. Las callejuelas, en que crecía pasto, estaban bordeadas por sólidas casas de un piso con portales a la calle, pintadas de rosa, amarillo, azul y verde. El río se arrastraba casi mudo junto al embarcadero de troncos, bajo los bananos, mangos y palmeras, llevando islas de jacintos azules. Las plantaciones de cocoteros, y más allá la selva, cercaban el pueblo junto al río. En los patios de las casas crecían tulipanes rojos, suspendidos como linternas de los arbustos que en la noche hervían de luciérnagas. Y había jaulas con loros, y corredores, y mujeres que arrastraban chanclos de madera por las baldosas pulidas y frescas de las habitaciones.

“¡Ah! ¡Esos primeros tiempos! ¡La belleza que recordada hiere más que vista por primera vez! ¡Y Amada Vásquez! Esa antigüedad en sus ojos de india, mezcla de magia y de religiones confusas y de terror. Es una burla del tiempo que viva aún y que yo vuelva a su casa como si nada hubiera sucedido. Ese patio color de rosa, esa mecedora en eterno movimiento, esos mosquiteros delicados como neblina, esas sábanas tiesas de almidón y limpieza, existen todavía. Dentro de pocas horas las volveré a ver. ¿Vivirá todavía aquel loro al que mi hijo Míke enseñaba palabras inglesas? ¿Se estará meciendo aún en su alcántara junto al lavadero del pequeño muelle particular en la parte de atrás de la casa, abierta al río?

“En el momento mismo en que saltamos al embarcadero, los que acudieron a presenciar la llegada de la lancha se acercaron a nosotros y viendo a Mike exclamaban maravillados: ‘¡El güero, el güero…!’ Una mujer pasó su mano oscura por la cabeza dorada del niño. Comprobé con orgullo que no se asustaba. “Mi marido dijo que se había enamorado de Amada Vásquez a primera vista. Era minúscula y oscura como una cucaracha, y caminaba muy rápido y casi sin moverse. Era vieja como el tiempo, con su cuerpo reducido, sus flacas y larguísimas trenzas apenas entrecanas, su rostro rugoso como una corteza. Arrendaba piezas a huéspedes selectos. Pero tanto nos encantó su casa que le rogamos nos la cediera completa, incluyendo sus servicios personales. Amada, que era soltera, se dedicaba a hacer albas para el ajuar de la parroquia. No sé cuántas veces la vería deshilando, bordando complicados diseños, agregando flecos y zarandajas con sus manos oscuras a inmaculadas piezas de hilo. En las tardes espesas de calor, solía sentarse en una mecedora de junco en el portal de su casa y cuantos pasaban le sonreían con respeto. La casa le había sido legada por unas señoritas De Lara, muy antiguas y muy puras, como premio por haber dedicado su vida a la comodidad de sus personas. A la muerte de Amada, la casa debía pasar a poder de la parroquia.

“Tardamos poco en instalarnos en casa de Amada. Mike adoró a nuestra anfitriona desde el primer momento, siguiéndola en todos sus quehaceres. En Ciudad de México jamás consentimos en enviar a nuestro hijo al colegio, porque temíamos que allí se hiciera de prejuicios. Nosotros le enseñábamos cuanto nos parecía necesario para su educación. Pero iba a cumplir diez años en breve, y era una buena idea que comenzara sus estudios en la escuela pública de Tlacotlalpan, junto a los demás niños del pueblo. Debía adquirir así ese sentido de justicia y de igualdad que tanto nos interesaba que adquiriera.

“Lo llevé a la escuela a la semana siguiente de nuestra llegada. La preceptora, la señorita Hidalgo, se sintió muy honrada de recibir al ‘güero’ entre sus alumnos. Esa mañana yo misma lo acompañé hasta la sala. Cuando Mike se instaló en uno de los bancos vacíos del medio de la clase, la profesora ordenó a un niño que ocupaba el primer banco que cambiara de sitio con él. No lo permití. Señalé especialmente a la señorita Hidalgo que deseaba, sobre todo, que no se hiciera diferencia con mi hijo.

“Es la visión más bella que guardo de él. Lo veo en aquella clase, en medio de esos hermosos muchachos morenos de ojos inquietos y experimentados como insectos negros, que se daban vuelta para mirarlo, mientras él sonreía desde su inocencia: era un ser distinto, perfecto, señalado.

“Cuando Mike regresó a casa esa tarde, me sorprendió ver que lo primero que hizo fue ir a su habitación y quitarse los zapatos.

“—¿Qué haces? —pregunté extrañada.

“—Es que soy el único que va con zapatos a la escuela —respondió. Había humillación en su voz—. Me molestaron.

“—¿Quisieron robártelos?

“—No. Al principio no se atrevían a acercarse a mí y estuve solo todo el primer recreo. Después se hicieron amigos y querían que les prestara mis zapatos para probárselos…

“Mike me contó que le tocaban el pelo y que incluso uno más atrevido había intentado introducirle un dedo en los ojos para tocar el azul. Todo esto me incomodó. Por muy estético que fuera ver a mi hijo asistir descalzo a una escuela pública en un pueblo perdido en la selva, no era posible. Expliqué al niño que nosotros éramos distintos, que la gente de nuestra raza es más delicada por no estar acostumbrada al clima de la región como sus compañeros de escuela, cuya raza se había ido adaptando al medio lentamente a través de los siglos. Pero Mike insistió en ir descalzo a la escuela. Le expliqué que por esa misma razón bebíamos solo agua hervida, por ejemplo, y preparábamos nuestros alimentos de manera diferente. Con suma paciencia lo con—vencí de que sus pies no resistirían las asperezas del suelo ni el calor acumulado allí durante el día.

“A la mañana siguiente no vi salir a Mike. Cuál no sería mi sorpresa cuando pasadas las doce, mientras yo charlaba con Amada en el portal de la casa, vi doblar la esquina a la profesora que, seguida por un grupo de niños, traía a Mike en brazos.

“Corrí a su encuentro. La señorita Hidalgo me explicó que había creído idea nuestra enviar a Mike descalzo a la escuela. El niño estaba lloroso en sus brazos, con los pies heridos y amoratados. Las clases se habían suspendido y gran parte del alumnado acompañaba al ‘güero’ hasta su casa.

“Pedí una explicación a Mike. Dijo que en la escuela lo habían desafiado a caminar por las baldosas quemantes del patio, y luego por unos abrojos. Éste era el resultado. Me quejé a la señorita Hidalgo, y me aseguró que no se repetiría.

“A medida que el tiempo avanzaba, el niño gustaba más y más de seguir a Amada por todas partes. Muchas veces los oía charlar en el cuarto vecino, y luego Mike venía a mí para comentar las historias que la vieja le contaba. Eran historias de pájaros y de animales maravillosos, de dioses buenos que protegían al mundo desde su morada en la fuente del río. Pero sucedió algo extraño: a medida que se aficionaba a estas historias, fue dejando de venir a mí para relatármelas. Sin embargo, me gustaba verlos juntos. Lavando de rodillas al borde del río, Amada se inclinaba y se erguía, se inclinaba y se erguía, hablando con Mike, que sentado a su lado en el muelle salpicaba con los pies en el agua.

“Desde que llegamos a Tlacotlalpan, lo que más fascinó a Mike fueron las embarcaciones. Y no sin razón. Eran mágicos esos botes de colores que se mecían ata—dos al muelle día tras día; y aquellos en que al caer la tarde, bajo el cielo arrebolado de los crepúsculos en que no había tormenta, los trabajadores regresaban de sus faenas en la orilla opuesta; y los que, tumbados entre las raíces de algún mango gigante, eran como animales cansados buscando refugio en la sombra. Mike iba mucho al muelle. Lo acompañaban en estas excursiones los hermanos Santelmo. Estos muchachos eran sanos y bellos, y yo cultivaba su amistad para mi hijo, porque no eran serviles, como lo fuera Ramírez, el primer amigo que Mike tuvo en Tlacotlalpan. Cultivaba también su afición por los botes, porque quizás esto lograría alejarlo un poco de Amada, que me estaba dando que pensar.

“Amada me estaba dando que pensar por varios motivos. Al principio había creído que la admiración de esta mujer por nuestras ventajas materiales, como asimismo la que todo el pueblo nos profesaba, era incondicional. Pero con el transcurso del tiempo fui comprobando que la admiración no era pura, que un elemento desconocido la viciaba.

“Recuerdo que una tarde, al volver de una visita al párroco, con quien habíamos hecho amistad, oí voces en mi cuarto. Me asomé, y cuál no sería mi sorpresa al ver a Amada vestida con una de mis faldas, remedando mis modales ante dos comadres que reían con la comedia. Mis cajones estaban revueltos y mis cosas por el suelo. La mímica de Amada era perfecta. Remedaba mi modo de caminar y con mi entonación característica murmuraba palabras incoherentes que debían ser inglés. Enrojecí al verme tan cruelmente caricaturizada, y entrando le ordené que guardara mis cosas. Para que no se enfadara, le regalé la falda que llevaba puesta, y quedó feliz.

“Luego comenzaron a desaparecer objetos que nos pertenecían, sobre todo juguetes de Mike. Lo interrogué al respecto y no supo qué contestar. En silencio, ya que nada se podía decir contra Amada sin que el niño se encolerizara, atribuí las pérdidas a la codicia de nuestra anfitriona. Me importó poco la pérdida de tanto objeto sin valor, porque las ventajas de vivir en casa de Amada eran incontables.

“Una noche, Mike despertó llorando. Bob y yo acudimos junto a él. Después de murmurar una serie de incoherencias volvió a dormirse. Pero las pesadillas comenzaron a ser frecuentes. Solía despertar dando gritos, sollozando, pidiendo que Amada acudiera junto a él. Hablaba de ríos, de tesoros, de dioses y de noches tormentosas, pero no llegué a inquietarme, porque atribuí estas alteraciones al cambio de ambiente. Sin embargo, no dejé de mirar a nuestra patrona con malos ojos, por considerar que ella había llenado la cabeza de Mike con las patrañas que deshacían el equilibrio que yo deseaba para él.

“El tiempo avanzaba y Bob no hacía otra cosa que escribir. El libro crecía. Pero el trabajo que yo desarrollé para la obra fue tan ineficaz que no pude dejar de convencerme de que me había incapacitado definitivamente para esta clase de labor. Me dolía confesar que la ciencia ya no tenía interés para mí. Bob me interesaba menos. Decidimos separarnos a la vuelta, y yo no hacía más que suspirar por que llegara el momento de poner punto final al libro. Lo único que me daba algo de placer era contemplar a Mike. Se adaptó admirablemente al ambiente y a sus compañeros de estudio, haciéndose de muchos amigos entre ellos. Al principio, Mike fue tímido en la escuela, y eligió amigos tímidos. Después la timidez se trocó en audacia, y eligió amigos también audaces. Se entretenían en juegos tan intensos y serios que no pude menos de percibir una nota de peligro en ellos.

“Cierta tarde recibí visita de la señorita Hidalgo. Le costó concretarse, pero después de muchos circunloquios me confesó que ya no podía con Mike. Tenía sublevado a un grupo de muchachos. Si el ‘güero’ les proponía no asistir a clase, todos lo seguían en sus andanzas por las plantaciones, los bosques y el río. Si Mike rehusaba hacer sus tareas, los demás hacían lo mismo. Otras veces, mediante lo que la solterona denominó regalos soberbios, obligaba a los estudiantes más aplicados a hacerle sus trabajos. Ésta, y no la que yo supusiera, era la causa de la desaparición de tantos objetos de su cuarto. Me dolió recordar las veces que lo había interrogado al respecto, cuando afectaba una inocencia tan perfecta que yo le creí sin dudar. La señorita Hidalgo se quedó toda la tarde contándome muchas cosas sobre Mike. Por ejemplo, le parecía que el ‘güero’ relataba ciertas historias a sus compañeros, historias que todos guardaban en el mayor secreto. A menudo lo veía encuclillado en un rincón del patio con un grupo de muchachos alrededor. Eran un grupo de elegidos, que andaban con la cabeza en alto, y los que no pertenecían se esforzaban por agradar al ‘güero’ para ingresar.

“Creí que eran exageraciones de solterona. De todos modos increpé a Mike por no haber dicho la verdad a propósito de la desaparición de sus juguetes, pero me pidió que no me enojara. Dijo que era natural que deseara regalarlos, porque eran cosas extraordinarias para sus amigos, mientras que a él no le interesaban.

“Una mañana, al acompañar a mi hijo hasta la puerta cuando partía para el colegio, vi que por lo menos diez condiscípulos lo aguardaban en el portal del frente. Esto me desagradó, pensando en lo que la señorita Hidalgo dijera. Cuando el niño regresó esa tarde, lo interrogué.

“—Es que me tienen admiración… —respondió.

“—¿Admiración? —pregunté asombrada—. Serás muy buen alumno o habrás hecho algo muy importante.

“—No, no es por eso. Es que se dan cuenta de que soy distinto.

“—¿Distinto?

“—Sí, distinto —luego agregó con tono desafiante—: ¿No me lo dijiste tú misma cuando pasó lo de los zapatos?

“No supe qué actitud tomar. ¿Eran éstos los frutos de mis teorías y de mis buenas intenciones? Lo reprendí vivamente. Era demasiado difícil aclarar las cosas a un niño de diez años, y yo ya no tenía fuerza más que para pensar en nuestra vuelta a la civilización. Permanecí en silencio zurciendo un calcetín bajo la lámpara en torno a la cual zumbaban los insectos. Mike estaba hojeando un libro y miraba hacia la puerta de vez en cuando. Amada había salido. Debía volver en breve para servirnos la cena. Mike dijo de súbito:

“—Amada también dice lo mismo y la señorita Hidalgo lo piensa y se lo dice a todos…

“Parecía desear una discusión. Tuve miedo y solo atiné a decir:

“—Esto tiene que cesar inmediatamente…

“Prosiguió:

“—¿Entonces no supiste lo que pasó con la mamá de los Santelmo y la de Ramírez? Es muy divertido. Todo el pueblo lo sabe. ¿Te acuerdas de que yo era amigo de ese tonto de Ramírez al principio, y que después me aburrí con él y me hice amigo de los Santelmo? Bueno, las dos familias son vecinas. Cuando me hice amigo de los Santelmo y no quise juntarme más con Ramírez, las familias pelearon. Ahora no se saludan. Dicen que un día la mamá de Ramírez se encontró con la señora Santelmo en el muelle y que la empujó al agua y casi se ahogó…

“El tono del relato me aterrorizó de tal manera que no me atreví a alzar la vista del zurcido. Adopté una actitud crédula:

“—¿Y por qué te quieren tanto? Debes ser un niño muy bueno…

“Al oír esto, Mike me miró con la expresión más perturbadora que he visto en los ojos de un niño. Había risa mezclada con el más profundo desprecio por mi simpleza. Era como si yo hablara con un ser mucho más viejo e infinitamente más sabio que yo. Mi hijo había adquirido una dimensión que yo no podía controlar.

“—Sí, es por eso… —respondió.

“—¿Y nada más que por eso?

“En ese momento llegó Amada. Mike se fue con ella y no me atreví a impedírselo.

“Quise explicar mis temores a Bob, pero nada comprendió porque estaba pensando en el libro que pronto terminaría. Dijo que era inútil preocuparse, puesto que partiríamos dentro de un mes. Por lo demás, ni yo misma comprendía las cosas con exactitud. Pero mientras Bob trabajaba, yo tenía tiempo de sobra para inquietarme con Mike. El niño tenía dos estados: junto a Bob y a mí era cabizbajo y solapado; parecía estar siempre pensando en otras cosas. En cambio, cuando Amada o los Santelmo lo acompañaban, su estado era de ebullición y audacia. Sus noches de pesadilla eran bastante frecuentes, y a veces decía en ellas que lejos, en la fuente del río, vivían los poderosos dioses rubios, y que quien llegara hasta su morada sería su igual. Hablaba de un pájaro que alumbraba el bosque con su plumaje de oro, hablaba de Amada y de embarcaciones que en la noche remontaban el río.

“La señorita Hidalgo se quejó de nuevo de que ya no podía con Mike: nadie iba a clase, por seguirlo en sus andanzas. Yo tampoco podía con él. Muda, observaba el cambio que se operó en él a lo largo de nuestra vida en Tlacotlalpan, en contacto con tanta fuerza primitiva, cerca de Amada y de esos niños cuyos ojos conocían el vocabulario anciano de la selva y del río. Mike mismo era como un río que se hubiera desbordado con las lluvias. Todas las fuerzas parecían haberse derramado dentro de mi hijo, y como yo estaba ciega, no me di cuenta de que era demasiado frágil para soportar el peso. Digo ciega, porque mi fe era que el contacto con Mike serviría de elemento civilizador a esos niños, ya que no solo para mí, sino también para ellos, era un ser superior. No supe que ellos y cuanto los rodeaba ensancharon la vida de Mike hasta el punto en que todo lo misterioso y todo lo que vibra con fuerza oculta llegó a ser su elemento natural.

“Toda una tarde sopló ese viento negro que desordena la tersura del cielo, y en la noche las nubes pesadas estallaron en relámpagos y lluvia, encerrando el pueblo y el río rugiente y la inmensa selva embravecida en una habitación de calor irrespirable. Era una de las tantas borrascas ardientes que en Tlacotlalpan presenciáramos, y nos dirigimos sin mayor preocupación a casa del padre Hilario, donde estábamos invitados a cenar. Al pasar junto al muelle notamos que, debido a la tempestad, todos los botes menos uno habían sido retirados. El que quedaba crujía al ser lanzado por las olas, y como no sabíamos de quién era no pudimos avisar a su dueño para que salvara lo que seguramente era su única fortuna. “La cocinera del padre Hilario, que nos quería mucho, había preparado nuestros guisos preferidos. Tomábamos la sopa, cuando el buen sacerdote dijo:

“—Esto parece el fin de vuestra famosa civilización…

“Bob y yo no dejamos de ver que se aproximaba la discusión que tantas veces repitiéramos, pero que a don Hilario parecía incansablemente interesante; después de vivir diez años en el trópico, una tormenta más no podía parecerle extraordinaria.

“Cuando nos disponíamos a partir tras mucha comida y mucha charla, escuchamos los gritos de un niño en la puerta. Pálida, me puse de pie y corrí a abrir. El viento entró en la casa y, en el umbral, vi al pequeño Ramírez que me miraba, temblando, empapado por la lluvia y sin decir palabra. Comprendí instantáneamente que por fin se había desencadenado lo que durante toda nuestra permanencia en Tlacotlalpan se preparaba. Después de eso, mis recuerdos de aquella noche son confusos. Pero más tarde, por boca del mismo niño que gritara en la puerta del padre Hilario, y que había formado parte del juego hasta el último momento, supe cómo sucedió.

“Parece que esa noche, en cuanto partimos y Amada se retiró a su habitación, Mike se vistió para salir. Nunca sabré, y prefiero no saberlo, si sucedió con el consentimiento de Amada. Prefiero pensar lo contrario.

“Hoy cierro los ojos y lo veo todo con la imaginación. Mike corre por el pasto empapado de la calle, y la lluvia chorrea de su cabeza dorada de pequeño dios a quien los elementos no incomodan. En la esquina de la plaza se reúne con sus compañeros y se dirigen al muelle. Al ver que el cielo oscuro se triza de rayos vivos, al sentir el viento caliente que encabrita las aguas y la selva, Ramírez, que a pesar de todo era de la partida, comienza a fallar. Parece que no soportó la idea de que Pedro Santelmo, y no él, fuese el lugarteniente de Mike, y eso, o el terror, lo hicieron reconsiderar su decisión. Este niño me contó que Mike solía relatar las historias de Amada a sus compañeros, sobre todo aquella historia de los dioses rubios que vivían en la fuente del río, y que era necesario llegar hasta allí en una noche de tormenta para ser igual a ellos. Mike los convenció de que así llegarían a poseer todo su poder, todas sus riquezas y toda su sabiduría. Ramírez dijo que la expedición se venía tramando desde tiempo atrás y que el jefe eligió solo diez compañeros. Me imagino las promesas que mi hijo haría, si esos niños, hijos de gente temerosa del río por conocerlo tanto, se embarcaron sin titubear en aquella lancha mísera. ¿Acaso les prometería oro, o ser, como él, distintos? ¿O les prometería ese saber sobrehumano que ellos le atribuían? No sé…

“Desde el muelle, Ramírez los vio embarcarse. No puedo imaginarme cómo nueve niños, de diez a doce años, lograron hacerlo en una noche tan borrascosa. ¿De dónde sacaron fuerzas? ¿De dónde sacaron valor? No sé, no sé… Ramírez presenció sus esfuerzos por controlar la lancha, enceguecidos por la lluvia que azotaba, mientras ellos lo insultaban por no embarcarse. Bajo los gritos de mando de Mike desataron la lancha, se apoderaron de los remos y, con él al timón, se adentraron en el río revuelto.

“Llevaban una pequeña linterna en la embarcación. Me imagino sus rostros inclinados cerca de ella en la lluvia, y junto a esa pobre luz veo el rostro de mi hijo, serio e intenso, manejando el timón. Me imagino el esfuerzo salvaje pintado en el rostro de cada uno de esos niños. Me imagino la impotencia, la ira de su impotencia. Me imagino la embarcación exigua con su luz mísera saltando las olas negras del río furioso, y cómo se vería desde allí el puñado de luces que señalaban el pueblo en una ribera, y en la otra, la espesura de la vegetación ciega y caliente, iluminada por los rayos. Quiero imaginarme, y esto me produce siquiera algo de contentamiento, que el entusiasmo de su juego duró por lo menos algunos instantes. Que alcanzó grandeza la fe en su aventura en esos pocos momentos antes de que el terror se apoderara de ellos al ver que la lancha crujía y se desarmaba, antes que el trueno del viento y del agua ahogara sus gritos de alarma, antes que la lancha zozobrara, y que las aguas del río, enfurecido por el desacato de diez niños que osaron desafiarlo, se cerraran sobre sus cabezas…”

Hacia el final del relato, la voz de Mrs Howland tomó el brillo y la precisión de una joya en ese aire caliente que parecía capaz de disolverlo todo, todo menos su timbre y sus palabras. Miré sus manos que aún tejían y creí adivinar la forma y el objeto de ese tejido. Observé su cabeza contra la cortinilla sucia; era eterna, sabia, oscura, como la cabeza de Amada Vásquez.

—El salvamento —prosiguió casi sin expresión en su voz— duró toda la noche. Junto con nosotros acudió todo el pueblo al muelle, con faroles y linternas que eran ineficaces en medio de la vasta oscuridad. Bob con otros padres pasó la noche recorriendo el río en una de las lanchas. No sé cómo fue que él también no pereció, pero nada temí al verlo embarcarse. Todo fue inútil. No se encontró el menor indicio de los niños. Oí decir que después de varios días aparecieron dos cadáveres cerca de la desembocadura del río. Pero ninguno era el de Mike.

“Abandonamos el pueblo tan pronto como pudimos. Yo odiaba ese pueblo nefasto, esa gente nefasta. Pero lentamente el tiempo fue reintegrando el orden dentro de mí, y hallé un nuevo amor al trabajo, y a Bob y a la gente. Tuve tiempo para pensar mucho y para trazar, por decirlo así, una línea alrededor de lo sucedido. Pero no una línea que lo separara de mi vida y del resto de las experiencias humanas…”

Su voz quedó suspendida en el silencio, largo rato. Dije que subiría al techo de la lancha para ver la llegada, pero creo que mi compañera no me oyó, tan concentrada estaba en su tejido. Me paré en el techo y dejé que el aire caliente bañara mi rostro. Cerré los ojos, y luego los abrí: era como si por primera vez estuviera viendo.

Nos acercamos a la línea verde de la ribera, matizada ahora de verdes y de árboles distintos, y de movimiento. De cuando en cuando aparecían pequeños muelles, casas sostenidas en pilotes sobre el agua, hombres de torso desnudo y sombrero blanco pasando de la sombra al sol. Un pájaro gritó en la selva: la línea de la nota se alzó larga y clara, recogiendo en sí todos los ruidos, porque hubo un silencio después. Tras un recodo boscoso, vi alzarse las torres azules de la iglesia de Tlacotlalpan sobre los árboles y las techumbres.

No sé cuánto estuve allí, contemplando. Después recordé la advertencia de Mrs Howland respecto al sol. Bajé, pedí una cerveza, y aguardé hasta que la lancha atracó. Al verme desembarcar, los muchachos del pueblo me gritaron:

— ¡Güero! ¡Güero! ¡Güero!

*FIN*


Veraneo y otros cuentos, 1955


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