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El hacendado de Malata

[Cuento largo - Texto completo.]

Joseph Conrad

I

 

En el despacho de redacción del primer periódico de una gran ciudad colonial dos hombres charlaban. Ambos eran jóvenes. El más corpulento de ellos, rubio y envuelto en una apariencia más urbana era el redactor jefe y copropietario del importante periódico.

El otro se llamaba Renouard. Que algo ocupaba su mente era evidente en su fino rostro bronceado. Era un hombre esbelto, relajado, activo. El periodista continuó con la conversación.

—De manera que ayer estuviste cenando en la casa del viejo Dunster.

Empleó la palabra viejo no con el trato entrañable que a veces se da a los íntimos, sino en toda la sobriedad de su sentido. El tal Dunster era viejo. Había sido un notable estadista colonial, pero ahora se hallaba retirado de la vida política tras una gira por Europa y una prolongada estancia en Inglaterra, durante la cual había tenido en efecto muy buena prensa. La colonia se enorgullecía de él.

—Sí, cené allí —dijo Renouard—. El joven Dunster me invitó justo cuando yo salía de su oficina. Pareció ser una idea repentina, y sin embargo no puedo dejar de sospechar alguna intención detrás de ella. Fue muy insistente. Juró que a su tío le agradaría mucho verme. Dijo que éste había mencionado últimamente que haberme otorgado la concesión de Malata había sido el último acto de su vida oficial.

—Muy enternecedor. El amigo se pone sentimental de vez en cuando con el pasado.

—En realidad no sé por qué acepté —continuó el otro—. El sentimentalismo no me conmueve con mucha facilidad. El viejo Dunster fue, desde luego, cortés conmigo, pero no se informó siquiera de mi progreso con las plantas de la seda. Probablemente olvidó que tal cosa existiera. Debo admitir que había más gente allí de la que esperaba encontrar. Una reunión bastante grande.

—Me invitaron —puntualizó el hombre de la prensa—. Solo que no podía ir. ¿Pero cuándo llegaste de Malata?

—Ayer al amanecer. He anclado allá en la bahía…, frente a Garden Point. Fui a la oficina de Dunster antes de que éste hubiese terminado de leer sus cartas. ¿Has visto alguna vez al joven Dunster leer sus cartas? Lo entreví por la puerta abierta. Sostiene el papel con ambas manos, encorva los hombros hasta la altura de sus feas orejas, y acerca su narizota y sus gruesos labios a él como un aparato de succión. Un monstruo de anuncio.

—Aquí no lo consideramos un monstruo —dijo el hombre de la prensa observando pensativo a su visita.

—Probablemente no. Estáis acostumbrados a ver su rostro y otros tantos. No sé cómo es que cuando vengo a la ciudad el aspecto de la gente en la calle me arrebata con tanta fuerza. Parece tan tremendamente expresiva.

—Y sin encanto.

—Bueno…, no. No por principio. Resulta violento sin que sea evidente… Sé que crees que se debe a mi forma solitaria de vida ahí fuera.

—Sí, así lo creo. Es desmoralizador, no ves a nadie durante meses enteros. Llevas una vida poco saludable.

El otro apenas sonrió y admitió musitando que ciertamente habían pasado sus once buenos meses desde que estuviera en la ciudad por última vez.

—Ya ves —insistía aquel—. La soledad actúa como una especie de veneno. Y entonces percibes insinuaciones en los rostros… misteriosas y violentas, que a ningún hombre sano preocuparían. Por supuesto, a ti sí.

Geoffrey Renouard no explicó a su amigo periodista que las insinuaciones de su propio rostro, el rostro de un amigo, le preocupaban tanto como los demás. Detectó una cualidad degradante en las marcas de la edad que cada día se suman al semblante humano. Lo conmovieron y perturbaron como los signos de una penosa labor interior que fuera espantosamente evidente a los ojos que él traía renovados de su aislamiento en Malata, donde se había instalado tras cinco fatigosos años de exploración y aventura.

—La verdad es —dijo— que cuando estoy en mi hogar de Malata no veo a nadie conscientemente, obvio a los muchachos de la plantación.

—Bueno, y nosotros aquí obviamos a la gente por las calles, y ello es cuerdo.

La visita no contestó nada a esto por temor a enzarzarse en una discusión. Lo que había ido a buscar a la redacción no era controversia sino información. Sin embargo, por alguna razón vacilaba en abordar el tema. La vida solitaria vuelve a un hombre reticente en lo relativo a materia de murmuración, la cual para aquellos que departen sobre los de su especie es un ejercicio cotidiano considerado como el más común uso de la lengua.

—¿Muy ocupado? —preguntó.

El redactor jefe, que ponía marcas rojas sobre una tira extensa de papel impreso, arrojó el lápiz.

—No, he terminado. Párrafos de sociedad. Esta oficina es el lugar donde se sabe todo de todos… incluyendo también una gran cantidad de don nadies. Tipos raros vagan dentro y fuera de esta sala. Desvalidos y extraviados de su país natal, del norte del Pacífico. Y a propósito, la última vez que estuviste aquí recogiste a uno de ésos como ayudante tuyo…, ¿no es así?

—Contraté un asistente solo para que pares de sermonear acerca de los males de la soledad —dijo Renouard atropelladamente, y el reportero rió en un tono medio ofendido. No fue una risa muy fuerte, pero su ser rollizo se estremeció todo. Era consciente de que el respeto del joven amigo hacia sus consejos se basaba únicamente en una deficiente fe en su sabiduría… o su sagacidad. Pero había sido él el primero en ayudar a Renouard en sus planes de exploración: el programa de cinco años de aventura científica, de trabajo, de peligro y resistencia, llevado a cabo con gran notoriedad y modestamente recompensado por el sobrio gobierno colonial con el arrendamiento de la isla de Malata.

Y esta recompensa, además, se debió al respaldo, con verbo y pluma, del periodista… pues era hombre de prestigio en la comunidad. Dudando mucho de que agradara a Renouard de veras, él mismo no sentía gran inclinación por cierto lado de aquel hombre que no podía descifrar del todo. Solo sentía inciertamente que éste respondía a su auténtico carácter…, el verdadero… y, quizá, ridículo. Como por ejemplo en el caso del ayudante. Renouard había dado rienda a los razonamientos de su amigo y garante…, el razonamiento contra el efecto malsano de la soledad, el razonamiento por la seguridad de la compañía aun sin avenencia. Muy bien, en esta docilidad se mostraba sensato e incluso simpático. ¿Pero qué había hecho a continuación? En lugar de pedir consejo en la elección a su viejo amigo y garante y, a su vez, un hombre que conocía a todo el mundo, empleado o desempleado, sobre el pavimento de la ciudad, el excepcional de Renouard repentinamente y poco menos que de forma subrepticia recoge a un tipo…, dios sabe quién…, y se hace precipitadamente a la mar con él de regreso a Malata; un proceder obviamente temerario y a su vez no del todo recto. Así era la cosa. El secretamente implacable periodista rió un poco más y luego cesó de estremecerse todo.

—Oh, sí. Respecto a ese ayudante tuyo…

—¿Qué pasa con él? —dijo Renouard, al cabo de esperar un rato, con una sombra de inquietud en su rostro.

—¿No tienes nada que contarme sobre él?

—Nada salvo… —Una incipiente pesadumbre se desvaneció del semblante y la voz de Renouard, mientras vacilaba, como si reflexionara seriamente antes de cambiar de idea—. No, nada de nada.

—¿No lo habrás traído contigo por casualidad…, para variar?

El hacendado de Malata miró fijamente, después negó con la cabeza y finalmente musitó despreocupado: “Creo que está muy bien donde está. Pero ojalá pudieras explicarme por qué el joven Dunster insistió tanto en que cenara con su tío anoche. Todo el mundo sabe que no soy un hombre de sociedad”.

El redactor jefe exclamó ante tanta modestia. ¿No sabía su amigo que él era su solo y único explorador…, que era él el hombre que experimentaba con la planta de la seda?…

—Aun así, eso no me explica por qué fui convidado ayer, pues al joven Dunster nunca antes se le había ocurrido tener esta cortesía…

—Nuestro Willie —dijo el popular periodista— nunca hace nada sin una intención, ésa es la verdad.

—¡Y además a la casa de su tío!

—Vive allí.

—Sí, pero podría haberme ofrecido comer en algún otro lugar. Lo extraordinario del caso es que el viejo no parecía tener nada especial que decir. Me sonrió con amabilidad una o dos veces y eso fue todo. Era una gran reunión, dieciséis personas.

Entonces el redactor jefe, tras expresar su pesar por no haber podido ir, quiso saber si la reunión había sido amena.

Renouard lamentó que su amigo no hubiese estado allí. Siendo un hombre cuyo negocio o, al menos, cuya profesión era conocer todo lo que pasaba por ese punto del globo, probablemente le habría contado algo de algunas personas que habían llegado últimamente de la metrópoli y que se encontraban entre los invitados. El joven Dunster, Willie, con su amplia pechera y las vetas de piel alba brillando desagradablemente a través del ralo cabello negro emplastado sobre su coronilla, se abalanzó sobre él y lo presentó en la reunión como si fuera un perro amaestrado o un niño prodigio. Decididamente, dijo, Willie no le agradaba; uno de esos incómodos hombres corpulentos…

Hubo un silencio, y parecía que Renouard no fuese a decir nada más cuando, de repente, salió con el auténtico motivo de su visita a la sala de redacción.

—Los vi como hechizados.

El redactor jefe lo contempló admirado pensando que, fuese el resultado de la soledad o no, ello era prueba de una percepción susceptible a la expresión de los rostros.

—Has pasado por alto el decirme sus nombres, pero puedo adivinarlo. Te refieres al profesor Moorsom, a su hija y a su hermana…, ¿no es así?

Renouard asintió. Sí, una dama de cabellera plateada. Pero por su silencio, por sus ojos fijos que sin embargo evitaban al amigo, era fácil adivinar que no era la dama de la cabellera plateada quien le interesaba.

—Palabra —dijo recobrando su aplomo habitual—, diría que fui invitado allí tan solo para que la hija hablara conmigo.

No disimuló que su aspecto le había arrebatado enormemente. Nadie habría podido remediar impresionarse. Ella era diferente de cualquier otro en aquella casa, y no solamente como resultado de su indumentaria londinense. No había bajado con ella para cenar, lo había hecho Willie. Fue más tarde, en el terrado…

Era una velada maravillosamente plácida. Él estaba sentado a distancia y solo, y deseaba estar en algún otro lugar…, preferentemente a bordo de la goleta, sin guarniciones de etiqueta delante. No había cruzado con el resto de invitados más de cuarenta palabras en toda la velada. La vio de repente yendo completamente sola hacia él, el lóbrego alumbrado del terrado adelante, desde bastante lejos.

Era alta y grácil, portaba con nobleza sobre su cuerpo erguido una cabeza de una naturaleza que a él se le antojó singular, algo…, en fin…, pagana, coronada por una formidable cabellera. Había estado a punto de levantarse, pero el decidido aproximarse de ella provocó que siguiera sentado. No la había observado mucho durante aquella velada. No poseía la libertad de contemplar que se adquiere en los usos de sociedad y las reuniones asiduas con extraños. No era timidez, sino la circunspección de un hombre no acostumbrado al mundo y a la práctica de mirar disimuladamente con curiosidad despreocupada. Todo lo que había captado en la entusiasta e instantáneamente reprimida primera ojeada fue la impresión de que su cabello era esplendorosamente rojo y sus ojos muy negros. Resultó turbador, pero fue pasajero; casi lo había olvidado cuando muy inesperadamente la vio descendiendo al terrado despacio pero ansiosa, como si se estuviera refrenando a sí misma, y con una ascendente ondulación cadenciosa de toda su figura. La luz de una ventana abierta caía frente a su camino, y súbitamente toda aquella melena cuidadosamente peinada apareció incandescente, cincelada y fluida, con la desafiante insinuación de un yelmo de cobre pulido y los fluyentes chorros del metal fundido. Ello había encendido en él una admiración pasmosa. Pero nada dijo sobre esto a su amigo el redactor jefe. Ni tampoco le contó cómo el aproximarse de ella había despertado en su mente la imagen de la gracia infinita del amor y el significado de inagotable gozo que habita en la belleza. ¡No! Lo que transmitió al redactor jefe no fueron emociones, sino meros hechos expresados con voz impostada y palabras sin inspiración.

—La joven dama vino y se sentó junto a mí. Dijo: “¿Es usted francés, señor Renouard?”.

Respiró una bocanada de perfume —de algún perfume que no conocía— sobre el que tampoco dijo nada. La voz de ella era suave y nítida. Sus hombros y sus brazos desnudos resplandecían con esplendor excepcional, y cuando adelantó la cabeza hacia la luz vio el admirable contorno de su cara, la fina y recta nariz de orificios delicados, la refinada pincelada carmesí de los labios en ese óvalo sin pintar. La expresión de los ojos se perdía en un indefinido juego misterioso de plata y azabache, bullendo bajo el encarnado oro cobrizo de su cabello como si se tratase de un ser hecho de marfil y metales preciosos transmutados en tejido viviente.

—… Le conté que mi gente vivía en Canadá pero que yo me crié en Inglaterra antes de presentarme aquí. No acierto a imaginar qué interés podía tener en mi vida.

—¿Y te quejas de su interés?

El tonillo del periodista sabelotodo pareció chirriarle al hacendado de Malata.

—¡No! —dijo con una voz amortiguada que resultó casi huraña. Pero tras un breve silencio continuó—. Realmente extraordinario. Le expliqué que salí a recorrer mundo libremente cuando tuve diecinueve años, casi justo después de dejar el colegio. Parece que su difunto hermano estuvo en el mismo colegio un par de años antes que yo. Quería que le contara qué hice al principio de presentarme aquí, lo que se hallaron haciendo otros hombres al presentarse…, a dónde acudían, lo que era presumible que les sucediese…, como si yo pudiese adivinar y predecir desde mi experiencia el destino de los hombres que arriban aquí con un centenar de proyectos diferentes, por centenares de razones diferentes…, o por ninguna razón salvo el trajín…, ¡que vienen, van y desaparecen! Ridículo. Parecía querer escuchar sus vidas. Le expliqué que la mayoría de ellas no merecía contarse.

El insigne periodista, apoyado sobre el codo, la cabeza descansando sobre los nudillos de la mano izquierda, escuchaba con gran atención, pero no dio las muestras de sorpresa que Renouard, al hacer una pausa, pareció esperar.

—Tú sabes algo —dijo con brusquedad este último. El sabelotodo meneó ligeramente la cabeza y dijo—: Sí, pero continúa.

—Se trata simplemente de esto. No hay más. Me vi a mí mismo hablándole de mis aventuras, de mis días de juventud. Era imposible que le interesara. De veras —clamó—, es de lo más extraordinario. Esa gente trama algo. Nos sentamos a la luz de la ventana, mientras su padre merodeaba por el terrado con las manos detrás de la espalda y la cabeza baja. La dama de la cabellera plateada fue a la ventana del comedor dos veces…, estoy seguro de que para observarnos. El resto de los invitados comenzó a irse…, y con todo nosotros permanecimos sentados allí. Evidentemente los Dunster hospedan a estas personas. Fue la anciana señora Dunster quien puso fin a la cosa. El padre y la tía planeaban alrededor como si temieran molestar a la joven. Luego ella se levantó de pronto, me ofreció la mano, y dijo que esperaba poder verme de nuevo.

Mientras Renouard hablaba, de nuevo vio oscilar su figura con un movimiento elegante y tenaz…, sintió la presión de su mano…, escuchó los últimos acentos del hondo murmullo que salía de su garganta, tan blanca a la luz de la ventana, y recordó los rayos negros de sus ojos firmes recorriendo su cara al apartarse. Recordó todo ello de forma visual y no fue del todo placentero. Era bastante sobrecogedor, como el descubrimiento de una nueva facultad en sí mismo. Hay facultades de las que uno más bien prescindiría… tales como, por ejemplo, la de ver a través de un muro de piedra o la de recordar a una persona con esta sobrenatural viveza. ¡Y aquellas dos personas que la correspondían con expectante aire solícito! En verdad, aquellas figuras de la metrópoli se le situaban en medio. De hecho, su persistencia en colarse entre él y las sólidas formas del mundo material cotidiano había empujado a Renouard a pasarse a ver a su amigo a la oficina. Esperaba que un poco de información chismosa y vulgar derribaría el fantasma de aquella imprevista cena de invitados. Desde luego que la persona indicada a la que acudir habría sido el joven Dunster, pero él no podía aguantar a Willie Dunster…, no a cualquier precio.

Durante la pausa el redactor jefe, frente a su escritorio, había cambiado de postura, y sonreía con una leve sonrisa de complicidad.

—Una chica arrebatadora…, ¿verdad? —dijo.

Lo inconveniencia de la palabra bastaba para hacerle a uno saltar del asiento. ¡Arrebatadora! ¡Esa chica arrebatadora! ¡Arreb…! Mas Renouard refrenó sus impulsos. Su amigo no era persona por la que delatarse. Y, después de todo, esta forma de hablar es lo que había ido a oír allí. Como, no obstante, había realizado un ademán, se reacomodó y dijo con una muy loable indiferencia que sí…, que ella lo era, bastante. Sobre todo entre un montón de anticuadas peripuestas. No había allí una mujer por debajo de los cuarenta.

—¿Es ése el modo de hablar de la crema de nuestra alta sociedad, de “lo más granado de la cesta”, como dicen los franceses? —protestó el redactor jefe con simulada indignación—. No eres moderado en tus expresiones…, ¿sabes?

—Yo me expreso muy poco —aclaró Renouard con seriedad.

—Te voy a decir cómo eres. Eres un tipo que no mide las consecuencias. Conmigo desde luego estás a salvo, pero no aprenderás nunca…

—Lo que más me intriga —interrumpió el otro— es que ella me escogiera para tan larga conversación.

—Eso es, tal vez, porque eras el hombre más notable allí.

Renouard negó con la cabeza.

—Me parece que ese tiro no ha disparado al blanco —dijo tranquilamente—. Inténtalo de nuevo.

—¿No me crees? Oh, tú, criatura modesta. Vamos, deja que te garantice que bajo circunstancias normales habría sido un buen tiro. Eres lo suficientemente notable, pero también pareces un tío bien astuto. Las circunstancias son extraordinarias, ¡por Júpiter si lo son!

Cavilaba. Al cabo de un instante el hacendado de Malata dejó caer un desenfadado:

—Y tú los conoces.

—Y yo los conozco —asintió el redactor jefe sabelotodo, sobriamente, como si la ocasión fuera demasiado especial para una exhibición de vanidad profesional; una vanidad que Renouard conocía tan bien que su ausencia aumentaba su asombro y casi lo inquietaba como si presagiara alguna mala noticia.

—¿Te has reunido con esas personas? —preguntó.

—No, tenía que haberme reunido con ellos anoche, pero tuve que enviar una disculpa a Willie por la mañana. Fue así que tuvo la brillante idea de convidarte para que ocuparas mi lugar, en la errada noción de que tú podrías servir. Willie es a veces un bobo, porque está claro que tú eres el último hombre capaz de prestarse.

—¿Cómo demonios he venido yo a mezclarme en esto… sea lo que sea? —La voz de Renouard sonaba ligeramente modificada por una irritación nerviosa—. Apenas llegué aquí ayer por la mañana.

 

II

 

Su amigo el redactor jefe se dirigió a él sin rodeos. “Willie me ha pedido que le asesore, y ya que al parecer él te ha abierto las puertas igualmente puedo yo contarte lo que hay. Intentaré ser tan breve como pueda. Pero, en confianza…, ¡ten cuidado!”

Renouard esperó. La inquietud se instalaba en él irracionalmente, asintió con la cabeza y el otro comenzó sin dilación. El profesor Moorsom…, físico y filósofo…, una admirable cabeza de cabello blanco, a juzgar por las fotografías…, y además con mucho cerebro…, todos esos libros famosos…, sin duda que hasta Renouard conocería…

Renouard farfulló malhumorado que no era su tipo de lectura, y su amigo se apresuró a asegurarle encarecidamente que tampoco era el suyo…, excepto como materia de negocios y obligación, debido a la página literaria de aquel periódico que le pertenecía (y era el orgullo de su vida). La única gaceta literaria en las Antípodas no podía ignorar al filósofo por entonces de moda. No es que cualquiera leyera a Moorsom en las Antípodas, pero todo el mundo había oído hablar de él…, mujeres, niños, estibadores, cocheros. La única persona (junto con él mismo) que había leído a Moorsom hasta dónde él sabía era el viejo Dunster, quien desde hacía muchos años solía llamarse a sí mismo moorsoniano (¿o era moorsonita?), mucho antes de que Moorsom se hiciera a sí mismo y se convirtiera en el gran personaje que era hoy, en todos los aspectos…, hasta socialmente. Tan a la moda en la alta sociedad.

Renouard escuchaba con una atención profundamente disimulada. “Un charlatán”, rezongó lánguidamente.

—Bueno…, no. Yo diría que no. Aunque no me sorprendería de que hubiese realizado la mayoría de sus escritos a modo de chanza. Desde luego que sería de esperar. Te diré por qué: la única escritura de veras sincera no se encuentra más que en los periódicos…, no lo olvides.

El redactor jefe hizo una pausa con mirada de basilisco hasta que Renouard concedió un: “Podría ser” de pasada, y solo entonces continuó explicando que al viejo Dunster, durante su gira europea, lo habían vuelto un poco león en Londres, donde se había hospedado con los Moorsom…, es decir, con el padre y la muchacha. El profesor había enviudado hacía mucho.

—No se diría que es precisamente una muchacha —masculló Renouard. El otro asintió. Muy posiblemente no. Probablemente había estado haciéndose la anfitriona londinense para la gente bien desde que se recogiera el pelo.

—No espero encontrar en ella ninguna muchacha en flor cuando tenga el privilegio —continuó—. Esa gente se hospeda de incógnito con los Dunster, como si, entiendes…, algo así como de la realeza. No engañan a nadie, pero quieren que los dejen a su aire. Nosotros ni siquiera los hemos sacado en el diario…, por complacer al viejo Dunster. Pero incluiremos tu llegada en… “nuestra celebridad local”.

—¡Dios!

— Sí. El señor G. Renouard, el explorador, cuya indómita energía, etc., y que ahora trabaja de otra manera por la prosperidad de nuestro país en su plantación de Malata… Y al respecto, ¿cómo va la seda…, floreciente?

—Sí.

—¿Has traído alguna fibra?

—La goleta llena.

—Ya veo, a fin de transbordarla a Liverpool para su manufactura experimental, ¿verdad? Los ilustres capitalistas de la metrópoli muy interesados, ¿no es así?

—Lo están.

Se hizo un silencio. Después, el redactor jefe profirió lentamente: “Serás un hombre rico algún día”.

El rostro de Renouard no reveló su opinión acerca de aquella confiada profecía. No dijo nada hasta que su amigo propuso en el mismo tono meditabundo:

—Deberías hacer partícipe también a Moorsom en el negocio… ya que Willie te ha abierto las puertas.

—¿Un filósofo?

—Supongo que no le haría ascos a un poco de dinero. Y por cierto que debe de ser listo, por todo lo que ya sabes. Me inclino a pensar que el sujeto es bastante práctico… De cualquier modo —y aquí el tono del orador adquirió un matiz de respeto— ha hecho que la filosofía rente.

Renouard elevó los ojos, reprimió un impulso de saltar y se levantó del sillón despacio. “Quizá no sea mala idea” —dijo—. En cualquier caso tendré que volver por allí.”

Se preguntaba si había logrado mantener la voz firme, el tono lo bastante desenvuelto, pues su emoción era fuerte, aunque no tuviese ningún interés en el aspecto comercial de la sugerencia. Se movía por la sala preparándose vagamente a marchar, cuando oyó una risa ahogada. Se giró rápidamente ceñudo, pero el redactor jefe no se estaba riendo de él. Soltaba una risita hacia la pared, al otro lado del gran escritorio: los preliminares de algún discurso que Renouard, replegado sobre sí, esperó callado y receloso.

—¡No! ¡Nunca lo adivinarías! Nadie adivinaría jamás tras lo que va esa gente. A Willie se le salían los ojos de las órbitas cuando me vino con la historia.

—Siempre lo hacen —puntualizó Renouard con aversión—. Es un bobo.

—Estaba sobrecogido, y yo también después de que me lo contara. Forman un grupo de búsqueda. Andan en busca de un hombre. El tierno corazón de Willie se ha alistado en la causa.

Renouard repitió: “En busca de un hombre”.

Se sentó repentinamente como con intención de mirar fijamente. “¿Acudió Willie a ti para que le prestaras un farol?”, preguntó sarcásticamente, y se levantó de nuevo sin un claro motivo.

—¿Qué farol? —interrumpió el perplejo redactor jefe, y su cara se oscureció con reticencia—. Tú, Renouard, siempre aludiendo a cosas que no me resultan claras. Si anduvieras en política, yo, como periodista adepto, no me fiaría de ti más allá de lo que pudieras hacerte entender. Ni un milímetro más allá. Eres un individuo muy enrevesado. Atiende: ése es el hombre con el que la señorita Moorsom estuvo prometida durante un año. En cualquier caso, no podría haber sido un cualquiera, aunque no parece haber sido muy listo. Mala fortuna para la joven dama.

Hablaba con emoción. Estaba claro que lo que tenía que contar apelaba a sus sentimientos. Sin embargo, como hombre de mundo experimentado hizo notar que se deleitaba en su asombro. Un hombre joven de buena familia y con contactos, visto por doquier, aún no enteramente público pero con un pie entre las dos grandes efes.

Renouard, que erraba sin propósito por la sala, se dio la vuelta: “¿Y qué diablos es eso?”, preguntó medroso.

—Pues Fama y Finanza —explicó el redactor jefe—. Así es como yo lo llamo. Están las tres erres en la base del edificio social y las dos efes en lo alto. ¿Comprendes?

—¡Ja, ja! ¡Espléndido! ¡Ja, ja! —Rió Renouard con ojos fríos.

—Y así se pasa de una clase a otra en esta era democrática —continuaba el redactor jefe con impasible autocomplacencia—. Eso si se es lo bastante listo. El único peligro está en serlo demasiado. Y creo que algo de eso ha ocurrido aquí. El personaje de que te hablo se metió en un lío. Evidentemente un lío muy turbio de tipo financiero. Entenderás que Willie no entrara en detalles conmigo. Tampoco ellos se lo transmitieron con gran profusión. Pero un lío malo…, algo de orden delictivo. Desde luego que era inocente, pero de todas formas tuvo que renunciar.

—¡Ja, ja! —Renouard volvió a reír cortante, mirando fijamente como antes—. Con lo cual hay otra gran efe en la historia.

—¿Qué quieres decir? —interrogó rápidamente el redactor jefe, con aire de que estuvieran violando su patente.

—Quiero decir… Fantoche.

—No, yo no diría eso. No diría eso.

—Bueno…, entonces dejémoslo en sinvergüenza. A mí qué diablos me importa.

—¡Pero espera! No has escuchado el final de la historia.

Renouard, con el sombrero ya puesto, se sentó con la sonrisa desdeñosa del que ha descartado la moraleja del cuento. Aun así se sentó y el redactor jefe viró su silla giratoria hacia la derecha. Estaba henchido de afectación.

—Imprudente, diría yo. En muchos sentidos el dinero es tan peligroso de controlar como la pólvora. No se puede ser demasiado cauteloso con todos aquellos para quien trabajas. De cualquier modo llegó a desatarse un alarmante revuelo, un escándalo, y… en su entorno familiar no volvieron a saber de él. Pero antes de esfumarse acudió a ver a la señorita Moorsom. Ese solo hecho aboga por su inocencia…, ¿no? Lo que se habló entre ellos nadie lo sabe… a menos que la hija se lo confiara al profesor. No habría mucho que decir. Nada restaba sino dejar que se fuera…, ¿no?…, pues el caso había llegado a los diarios. Y tal vez lo menos malo habría sido olvidarle. En cualquier caso lo más fácil. El perdón sería más difícil, me figuro, para una joven dama de altura y posición envuelta en un turbio asunto como éste. Quiero decir para cualquier joven dama normal y corriente. En fin, el tipo no pidió más que ser olvidado, solo que a él mismo no le resultó fácil, porque solía escribir a casa de vez en cuando. Aunque a ni un solo amigo. No tenía parientes próximos. El profesor había sido su protector. No, el pobre diablo escribió alguna vez a un anciano mayordomo retirado de su difunto padre, a algún lugar en el campo, prohibiéndole a su vez permitir que nadie conociera su paradero. Con lo que ese honorable viejo asno solía acercarse a la ciudad y merodear por la casa de Moorsom, quizá abordara a la criada de la señorita Moorsom, y después escribiría al “amo Arthur” que a la joven dama se la veía bien y feliz, o alguna información así de alentadora. Me atrevería a decir que él quería que lo olvidaran, pero no creo que esas noticias lo animaran mucho. ¿Qué te parece?

Renouard, con las piernas extendidas y la barbilla sobre el pecho, no dijo nada. Una sensación que no era curiosidad sino más bien una imprecisa ansia nerviosa, marcadamente desagradable, como un misterioso síntoma de alguna enfermedad, le impidió levantarse y marcharse.

;—Sentimientos confusos —opinó el redactor jefe—. Muchos tipos perdidos por aquí reciben noticias de sus hogares con sentimientos confusos. ¿Pero cómo se sentirá cuando sepa lo que ahora voy a contarte? Por lo que conocemos, hasta ahora no se ha enterado. Hace seis meses a un empleado financiero, a un simple vulgar esclavo de las finanzas, le cae una pena por un vulgar desfalco o algo por el estilo. Luego, viendo que va a pagar una larga condena piensa en reconfortar su conciencia confesándolo todo acerca de una vieja historia de manipulación, si no ocultación, de documentos, la historia que pone en claro al completo la honestidad de nuestro arruinado caballero. Aquel tipo malversador estaba en condiciones de saber al haber sido empleado por la firma antes del batacazo. No había duda respecto a una reputación libre de sospecha…, pero dónde se encontraba el hombre libre de sospecha nadie podía decirlo. Otro escándalo en sociedad. Además la señorita Moorsom dice: “Volverá a por mí y yo me casaré con él”. Pero no volvió. Entre tú y yo, no creo que fuese muy querido… salvo por la señorita Moorsom. Imagino que está acostumbrada a seguir su propio rumbo. Se fue impacientando, y declaró que si llegaba a saber dónde se encontraba el hombre iría con él. Pero todo lo que pudo sonsacarse al anciano mayordomo fue que el último sobre traía el matasellos de nuestra bonita ciudad, y que ésta era la única dirección que siempre había tenido del “amo Arthur”. Eso y nada más. De hecho, el tipo, frágil del corazón…, estaba agonizando. A la señorita Moorsom no le permitieron verlo. Había ido ella misma al campo a enterarse de lo que pudiera, pero tuvo que permanecer en el piso inferior mientras la esposa de nuestro amigo subía arriba al inválido. Bajó con este recorte de información de que te he hablado. Él estaba ya demasiado acabado para sufrir un interrogatorio, y esa misma noche murió. No dejó tras de sí muchas pistas, ¿no es cierto? Nuestro Willie me insinuó que aquellos habían sido días bien turbulentos en la casa del profesor, pero… aquí están. Me inclino a pensar que ella no es la clase corriente de señorita que pueda permitirse trotar por el mundo completamente sola…, ¿verdad? Bien, creo que por su parte es bastante admirable, pero entiendo a la perfección que el profesor necesitara de toda su filosofía dadas las circunstancias. Ahora ella es su única… y radiante… hija, ¿eh? Willie salivaba auténticamente tratando de describírmela, y pude ver en cuanto entraste que tú habías tenido una experiencia insólita.

Renouard, con gesto irritado, ladeó más el sombrero hacia delante, sobre los ojos, como si estuviera aburrido. El redactor jefe continuó con el comentario de que estaba convencido de que ni él (Renouard) ni aun Willie estaban muy acostumbrados a tropezarse con mujeres de tan notable superioridad. Suponía que Willie, cuando años atrás estudiaba comercio en una firma de Londres, nada había conocido salvo la compañía de la casa de huéspedes. En cuanto a él mismo en los buenos tiempos pasados, cuando pisaba las gloriosas banderas de la calle Fleet, ni había tenido libre acceso a nadie, ni solían interesarle los pavoneos. Nada le interesaba entonces excepto la política parlamentaria y la oratoria de la Cámara de los Comunes.

Rindió a este pasado no muy remoto el tributo de una tierna y nostálgica sonrisa, y retornó a la idea inicial de que para una joven de alta sociedad su proceder había sido bastante admirable. De todas maneras al profesor no podía agradarle mucho. El tipo, aunque fuera tan puro como un lirio, precisamente ahora se hallaba desprovisto de todo bien terrenal. Y había desgracias, no obstante inmerecidas, que dañaban la posición de un hombre para siempre. Por otra parte, era difícil oponerse cínicamente a un impulso noble…, por no hablar del gran amor en la raíz de todo ello. ¡Ah! ¡El amor! Y además la dama era muy capaz de irse sola. Era mayor de edad, tenía su propio dinero y también muchas agallas. Moorsom debió de concluir que era en verdad más paternal y también más prudente, en general más seguro para todos dejarse él mismo arrastrar por esta persecución. La tía se unió por las mismas razones. En su tierra se tomó por el típico viaje alrededor del mundo.

Renouard se había levantado, y siguió en pie con el corazón latiéndole y extrañamente alterado por esta historia, despojada por así decir de todo atractivo por la prosaica persona del narrador. El redactor jefe añadió: “Me han pedido que ayude en la búsqueda…, ¿sabes?”.

Renouard musitó algo acerca de una cita y salió a la calle. Su innata cordura no podía defenderlo de unos difusos celos crecientes. Pensó que obviamente ningún hombre así podría ser merecedor de la fidelidad devota de semejante mujer. Renouard, no obstante, había vivido lo suficiente como para considerar que las actividades de un hombre, sus miras e incluso sus ideas podían ser muy inferiores a su naturaleza, y movido por una delicada consideración hacia aquella magnífica mujer trató de establecer en ese hombre una naturaleza de excelencia interior y de dones externos…, alguna seducción excepcional. Mas en vano. Recién salido de meses en soledad y jornadas en el mar, el esplendor de ella se le presentaba en sí mismo absolutamente inconquistable en su perfección, a menos que por su locura. Era más fácil sospechar esto de ella que imaginarse en el hombre cualidades que pudieran merecerla. Más fácil y menos degradante, porque la locura podía ser generosa —no podía tratarse sino de generosidad en ella—, mientras que imaginarla subyugada por algo vulgar era intolerable.

A causa de la fuerte impresión física recibida de la persona de ella (y tales impresiones son el auténtico origen del más hondo mecanismo de nuestra alma) esta imagen suya era también inconcebible. Pero ningún Príncipe Encantado ha vivido jamás fuera de un cuento de hadas. Él no transitaba los mundos de la Fama y las Finanzas…, ni siquiera dando traspiés. Generosidad. Sí. Se trataba de su generosidad. Pero esta generosidad era del todo regia en su esplendor, casi absurda en su suntuosidad… o, tal vez, divina.

De anochecida, a bordo de su goleta, sentado sobre la barandilla, los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos fijos sobre la cubierta, dejó que las tinieblas le tomaran desprevenido en medio de una meditación sobre el mecanismo del sentimiento y el nacimiento de la pasión. Y todo el tiempo sufrió la persistente conciencia de la presencia corporal de ella. Sus sentidos se habían visto afectados de forma tan penetrante que en mitad de la noche, revolucionado repentinamente, los ojos como platos en lo oscuro de su camarote, no construyó una vaga visión mental de su persona sino que, alterado de forma más íntima, olió inconfundiblemente el perfume suave que usaba, y casi pudo haber jurado que se había despertado por el blando crujir de su vestido. Incluso se incorporó para escuchar en la oscuridad por un instante, luego suspiró y se abatió de nuevo, no agitado sino, por el contrario, incómodo por la sensación de que algo le había sucedido a lo que no podía sustraerse.

 

III

 

Por la tarde pasó el rato en la redacción, soportando con fingido descuido aquel peso de lo irremediable que había sentido poseerlo repentinamente a altas horas de la noche…, aquella conciencia de algo que ya no puede remediarse. El condescendiente amigo informó de inmediato de que había conocido al grupo de los Moorsom la noche anterior. En casa de los Dunster, por supuesto. Una cena.

—Muy tranquila. No hubo casi nadie allí. Mucho mejor para los negocios. Digo que…

Renouard, su mano sujetando el respaldo de una silla, sin habla, clavó los ojos sobre él.

—¡Uf! Es una chica deslumbrante… ¿Por qué quieres sentarte en esa silla? ¡No es confortable!

—No me iba a sentar en ella. —Renouard caminó lentamente hacia la ventana, alegre de hallar en sí mismo el suficiente autocontrol para dejar la silla en lugar de alzarla en alto y abatirla sobre la cabeza del redactor jefe.

—Willie no dejó de contemplarla con lágrimas en sus ojos blandos. Tenías que haberlo visto en la cena volcado emotivamente hacia ella.

—¡No! —dijo Renouard en tal tono afligido que el redactor jefe giró a la derecha para observar su espalda.

—Llevas demasiado lejos tu antipatía por el joven Dunster. Resulta auténticamente morboso —desaprobó con templanza—. No podemos ser todos bellos después de los treinta… Hablé un momento, principalmente sobre ti, con el profesor. Daba la impresión de tener interés por la planta de la seda… aunque solo fuese por apartar el gran tema. La señorita Moorsom no pareció molestarse cuando le reconocí que te había confiado el asunto. Nuestro Willie también lo aprobó. El viejo Dunster, con su barba blanca, parecía darme su bendición. Todos ellos te tienen gran estima sencillamente porque les conté que habías llevado toda la clase de vidas que uno pueda imaginarse, antes de darte a la exploración. Quieren que hagas propuestas. ¿A qué piensas que es posible que el “amo Arthur” se haya aficionado?

—A algo fácil —farfulló Renouard sin separar los dientes.

—Hombre de caza, atleta, no seas duro con el chico. Puede estar atravesando fronteras a caballo, de trashumancia o de vendedor ambulante por callejuelas en el quinto pino…, en algún lugar. También puede estar buscando oro en el infierno… en este preciso momento.

—O tirado completamente borracho en una taberna al borde del camino. Es bastante tarde a día de hoy para eso.

El redactor jefe alzó la vista instintivamente. El reloj marcaba la cinco menos cuarto. “Sí, lo es —admitió—, pero no tiene por qué. O puede haberse largado al Pacífico Oeste de golpe y porrazo…, digamos, en una goleta mercante. Aunque en verdad no entiendo en calidad de qué. Aun así…”

—O puede estar pasando en este mismo momento bajo esta misma ventana.

—Él no…, y me gustaría que te apartaras de ella a donde pueda verse tu cara. Odio hablar con la espalda de un hombre. Estás ahí de pie como un eremita a la orilla del mar refunfuñando para ti. Te digo lo que hay, Geoffrey, no te gusta el género humano.

—Yo no me gano la vida hablando sobre los asuntos del género humano —Renouard se defendía, pero se retiró obedientemente y se sentó en el sillón—. ¿Cómo puedes estar tan seguro de que tu hombre no está ahí abajo en la calle? —preguntó—. No es ni más ni menos posible que hasta la última del resto de tus conjeturas.

Apaciguado por la docilidad de Renouard, el redactor jefe lo contempló durante un rato. “¡Ajá! Te diré qué. Entérate pues de que hemos comenzado la partida. Hemos telegrafiado con su descripción a la policía de cada municipio de arriba a abajo del país. Y lo que es más, hemos concluido terminantemente que no ha estado en esta ciudad al menos en los últimos tres meses. Cuánto tiempo más haya estado ausente no podemos decirlo.”

—Eso es muy curioso.

—Es muy sencillo. La señorita Moorsom le escribió a la oficina de correos de aquí en cuanto regresó a Londres, tras su excursión al campo para ver al anciano mayordomo. Pues bien…, su carta todavía sigue allí. No la han recogido. Ergo, esta ciudad no es su residencia habitual. Particularmente, nunca pensé que lo fuera. Pero no puede dejar de aparecer en algún momento u otro. Nuestra principal esperanza reside precisamente en la certidumbre de que antes o después deberá venir a la ciudad. Recuerda que él no sabe que el mayordomo está muerto y querrá informarse de alguna carta. Pues bien, encontrará una nota de la señorita Moorsom.

Renouard, callado, pensó que era bastante posible. Su profunda aversión por esta conversación se reveló por un aire de hastío que oscurecía sus marcadas facciones tostadas y por una somnolencia acrecentada en sus ojos. El redactor jefe lo anotó como una prueba más de ese inmoral desapego hacia el género humano, de esa insensibilidad de sentimientos alentada por las poco saludables condiciones de la soledad…, de acuerdo a su propia teoría favorita. En voz alta hizo la observación de que siempre que un hombre no renunciase a la correspondencia no podría considerarse perdido. Recordaba a su amigo que la justicia había rastreado a criminales fugitivos de esa manera; entonces, repentinamente, cambió un tanto la orientación del tema preguntando si Renouard había sabido de su gente últimamente, y si cada miembro de esta extensa horda suya se encontraba bien y feliz.

—Sí, gracias.

El tono fue seco, como si rechazara una impertinencia. A Renouard no le agradaba que le preguntasen acerca de su gente, hacia los cuales sentía un afecto profundo y culpable. Durante muchos años no había visto a un solo ser humano con el que estuviese emparentado, y era sumamente diferente de todos ellos.

La misma mañana de su llegada de la isla había ido a los casilleros de la oficina del las afueras de Willie Dunster y había sacado de un compartimiento con la etiqueta “Malata” un minúsculo montón de sobres, unos cuantos dirigidos a él y uno a su ayudante, todos a la atención de la firma W. Dunster y Co. Si la ocasión se prestaba, la empresa solía enviarlas a Malata mediante una goleta de guerra que navegara o algún buque mercante que siguiera esa ruta, pero en los últimos cuatro meses no había habido ocasión.

—¿Vas a permanecer por aquí algún tiempo? —preguntó el redactor jefe tras un prolongado silencio.

De pasada, Renouard no vio razón alguna por la que alargar la estancia.

—Por salud, por tu salud mental, muchacho —replicó el hombre de la prensa—. Para que te acostumbres a los rostros humanos de tal modo que no dañen tu vista tan duramente al pasear por las calles. Para que seas afectuoso con los de tu especie. Supongo que se puede confiar en ese ayudante tuyo para que se encargue de los asuntos.

—Está también el mestizo, el portugués. Él sabe lo que hay que hacer.

—¡Ajá! —El redactor jefe miró bruscamente a su amigo—. ¿Cuál es su nombre?

—¿El nombre de quién?

—Del asistente que a hurtadillas recogiste a mis espaldas.

Renouard hizo un ligero ademán de impaciencia.

—Lo conocí inesperadamente una noche. Pensé que lo haría tan bien como cualquier otro. Venía del norte y no parecía feliz en una ciudad. Me dijo que su nombre era Walter. No le pedí credenciales, ¿sabes?

—No creo que te vaya muy bien con él.

—¿Por qué? ¿Qué te hace pensar así?

—No lo sé. Algo reacio en tu proceder cuando él está en juego.

—¡De veras! ¡Mi proceder! Tal vez no piense que él sea un gran tema de conversación. ¿Por qué no dejarle?

—¡Por supuesto! Tú no reconocerías una equivocación. Tú no. A pesar de todo, tengo mis reticencias al respecto.

Renouard se levantó para irse, pero vaciló, bajando la vista hacia el sitio del redactor jefe.

—Qué gracioso —dijo finalmente con suma seriedad, y se dirigía hacia la puerta cuando la voz de su amigo lo detuvo.

—¿Sabes lo que se ha dicho de ti? Que no te va bien con nadie al que no puedas dar la patada. Y ahora, confiesa…, ¿hay algo de verdad en esta blanda acusación?

—No —dijo Renouard—. ¿Has publicado eso en tu diario?

—No. No lo creo del todo, pero te diré lo que yo pienso. Pienso que cuando tu deseo se empeña en algún objetivo eres un hombre que no mide las consecuencias ni para sí mismo ni para los demás. Y esto llegará a publicarse algún día.

—¿Esquela de defunción? —dejó caer Renouard con desenfado.

—Seguro…, algún día.

—¿Luego te consideras a ti mismo inmortal?

—No, muchacho, no soy inmortal, pero la voz de la prensa seguirá por siempre… Y se dirá que éste fue el secreto de tu gran éxito en un cometido en el que hombres mejores que tú…, sin ánimo de ofender…, fracasaron de hecho una y otra vez.

—Éxito —masculló Renouard, dando un tirón de la puerta de la oficina tras de sí con considerable energía. Y las letras de la palabra PRIVADO, como una fila de ojos blancos, parecieron mirar fijamente su espalda embutiéndose escaleras abajo de aquel templo de la publicidad.

A Renouard no le cabía duda de que todos los medios de la publicidad se pondrían al servicio del amor y servirían para hallar al hombre amado. Él no deseaba que estuviese muerto. No le deseaba ningún perjuicio. Todos estamos provistos de un fondo de humanidad que no se agota sino tras muchas y repetidas provocaciones…, y ese hombre no le había hecho ningún mal. Pero antes de que Renouard abandonase la casa del viejo Dunster al concluir la visita que había realizado aquella misma tarde, descubrió en sí el deseo de que la búsqueda durara mucho tiempo. En realidad nunca se había hecho ilusiones de que ello pudiese fracasar. Le parecía como si no hubiese otro derrotero en este mundo para él, para toda la especie humana, salvo la resignación. Y no pudo remediar pensar que el profesor Moorsom hubiese llegado también a la misma conclusión.

El profesor Moorsom, un cuerpo menudo de estatura mediana, una cabeza aguda y reflexiva bajo un tupido cabello ondulado, de oscuros ojos cubiertos por unas cejas rectas, y con una mirada espiritual que cuando se liberaba y lo alcanzaba a uno parecía emanar de un incierto ensueño de libros, del limbo de la meditación, se mostraba hacia él sumamente gentil. Renouard adivinó en él a un hombre cuyo incurable hábito de investigación y análisis lo habían hecho dócil e indulgente, inepto para la acción y más sensible a los pensamientos que a los acontecimientos de la existencia. Por añadidura, nada forzado, algo irónico sin rastro de acidez, y con un proceder sencillo que contribuía a que la gente se relajara rápidamente. Habían tenido una larga conversación en el terrado, que dominaba una amplia vista de la ciudad y el puerto.

La magnífica inmovilidad de la bahía descansando bajo su mirada, con sus grises ensenadas y entrantes brillantes, ayudaron a que Renouard recuperara el dominio de sí, que había sentido debilitarse al salir al terrado, al escenario de la más poderosa emoción de su vida, cuando estaba sentado a poco menos de un pie de la señorita Moorsom con el pecho incendiado, sus oídos zumbando y en un completo desorden mental. Allí estaba la misma silla de jardín en la cual lo había envuelto el relumbrante hechizo. Y al momento estaba sentado ahí de nuevo junto al profesor, que le hablaba de ella. Contiguo, el patriarca Dunster se incorporaba en un sillón de mimbre, benévolo y un poco sordo, con su gran mano en la oreja y el inocente entusiasmo de su avanzada edad recordando los ardores de una vida.

Fue con cierta aprensión que Renouard esperó ansioso ver a la señorita Moorsom, y con bastante extrañeza ello se asemejaba al estado mental de un hombre al que asusta el desencanto más que el sortilegio. Pero no tenía qué temer. En cuanto la vio en la distancia al otro extremo del terrado sintió el escalofrío en la raíz del pelo. Al aproximarse ella el poder de habla lo abandonó por un instante. La señora Dunster y su tía la escoltaban. Todas ellas se sentaron; era un círculo íntimo en el cual Renouard se sintió admitido cordialmente, y la charla versó sobre la gran búsqueda que ocupaba todas sus mentes. Esperaban discreción, pero a reservas sobre el objeto de la expedición no podía haber lugar. De nada podía hablarse salvo de modos, medios y proyectos.

Fijando sus ojos obstinadamente en el suelo, lo cual le daba un aire de tristeza reflexiva, Renouard logró recobrar el dominio de sí. Lo utilizaba para mantener su voz en un tono quedo y medir sus palabras sobre el gran tema. Y mediante un gran esfuerzo interior tuvo cuidado de hacerlas razonables sin darles un cariz desalentador, pues él no quería que se abandonara la búsqueda, ya que ello significaría la marcha de ella con su séquito del par de cabezas canas al otro lado del mundo.

Le invitaron a volver, a que fuera a menudo y participara en los consejos de todos ellos, cautivados por la empresa sentimental de un amor declarado. Al tomar la mano de la señorita Moorsom alzó la vista, le hubiese gustado decir algo, pero se encontró mudo con los labios repentinamente sellados. Ella le devolvió la presión de sus dedos, y la dejó con los ojos mirando fijos distraídamente más allá de él, con aire de atender a un sonido ansiado y la más leve de las sonrisas en sus labios. Una sonrisa que no parecía ser para él, sino el reflejo de algún hondo e inescrutable pensamiento.

 

IV

 

Volvió a bordo de su goleta. Ésta reposaba blanca y como suspendida por la atmósfera crepuscular de la puesta de sol, confundiéndose con el espejeo ceniciento del vasto fondeadero. Trató de mantener sus pensamientos tan sobrios, tan razonables, tan mesurados como habían sido sus palabras, por miedo a apartarse de ellos y provocar algún tipo de desastre moral. Lo que temía de la inminente noche era el insomnio y la tensión infinita de aquella fatigosa tarea. No obstante debía afrontarse. Yacía de espaldas, suspirando profundamente en la oscuridad, cuando de repente asistió propiamente a la imagen de su mismo yo portando un pequeño farol estrafalario, reflejado en un espejo amplio del interior de la estancia de un palacio vacío y sin revestir. En esta sobrecogedora imagen de sí mismo reconoció a alguien a quien debía seguir: el asustadizo guía de su sueño. Atravesó galerías interminables, un sinfín de vestíbulos altos, innumerables puertas. Se perdía totalmente…, encontraba de nuevo el camino. Una estancia sucedía a otra. Al final, el farol se apagó, y tropezó con algún objeto que, al detenerse ante él, halló muy frío y pesado de levantar. La pálida luz blanca de la madrugada le descubrió la cabeza de una estatua. Su cabello marmóreo se había realizado a la manera enérgica de un yelmo, en sus labios el cincel había tallado una leve sonrisa, y se asemejaba a la señorita Moorsom. Mientras la miraba fijamente, la cabeza comenzó a tornarse ligera entre sus dedos, a disminuir y quebrarse en pedazos, y finalmente se convirtió en un puñado de polvo que salió volando a un soplo de viento, tan fresco que se despertó con un atroz escalofrío y brincó con ímpetu fuera de la alcoba. El día había llegado de verdad. Se sentó junto a la mesa del camarote y, con la cabeza entre las manos, no se inmutó durante largo tiempo.

Muy tranquilo, se decidió a revisar este sueño. Por supuesto, asoció el farol con la búsqueda de un hombre. Pero en un examen más minucioso percibió que el reflejo de sí mismo en el espejo no era en realidad el verdadero Renouard, sino algún otro de cuya cara no podía acordarse. En el palacio abandonado reconoció una siniestra versión de su inspiración en los largos pasillos con numerosas puertas del formidable edificio en el que el periódico de su amigo se alojaba en la primera planta. La cabeza marmórea, con el rostro de la señorita Moorsom. ¡En fin!, ¿con qué otro rostro podría haber soñado? Y su factura era más hermosa que el mármol pario, que las cabezas de los ángeles. El viento del final era la brisa de la mañana entrando a través de la portilla abierta y rozando su cara antes de que la goleta virara al fresco soplo racheado.

¡Sí! Y toda esta explicación racional de lo fantástico lo hacía más que misterioso y raro. Había algo demoníaco en aquel sueño. Había sido una de esas experiencias que arrojan a un hombre fuera de la conformidad con el orden establecido por su especie y lo vuelven una criatura de inciertas sugestiones.

En lo sucesivo, sin tratar de resistirse jamás, acudiría cada tarde a la casa donde ella vivía. Acudía allí de forma tan pasiva como en un sueño. Nunca pudo descifrar cómo había alcanzado el nivel de intimidad en la mansión de los Dunster sobre la bahía…, si sobre el fundamento de los méritos personales o como pionero de la industria de la seda vegetal. Debía de haber sido lo segundo, porque se acordaba de forma inconfundible, tan inconfundiblemente como en un sueño, de haber oído una vez al viejo Dunster contarle que su próximo cometido público sería un detallado informe de los distritos del norte para descubrir extensiones aptas al cultivo de la seda. El viejo bamboleaba su barba sabiamente hacia él. Era verdaderamente tan absurdo como un sueño.

Por supuesto, Willie solía encontrarse allí en las veladas, pero era más una figura salida de una pesadilla, rondando el círculo de sillas con su smóking como un murciélago gigante, repulsivo y sensiblero. “¡Fuera con esos horribles capullos del mundo entero, por favor!”, zumbaba con su voz bronca. Sufría un inmenso pavor por los insectos de toda clase. Una noche apareció con una flor roja en el ojal. Nada podría haber resultado más increíblemente repulsivo. También solía decir a Renouard: “Usted aún puede cambiar la historia de nuestro país, porque de hecho las condiciones económicas determinan la historia de las naciones. ¿Verdad? ¿Eh?”. Y se dirigía a la señorita Moorsom para que diera su aprobación, bajando de forma protectora su nariz de espátula y alzando la vista con emoción desde debajo de sus ridículas cejas, que crecían afiladas como cañaverales saliendo de su piel esponjosa. Pues esta criatura corpulenta, nauseabunda, era economista y un sentimental de lágrima fácil, y miembro del Club Cobden.

Con el fin de verlo lo menos posible, Renouard comenzó a ir más temprano con miras a escaparse antes de que él llegara, sin acortar demasiado las horas de la secreta contemplación por la cual vivía. Había renunciado a intentar engañarse a sí mismo. Su resignación no tenía límites. Aceptaba la inmensa desgracia de amar a una mujer que iba en busca de otro hombre únicamente para arrojarse a sus brazos. Con tal precisión atroz definió la situación en su pensamiento, la conciencia de lo que atravesaba como una arma afilada los silencios repentinos en la conversación común. El único pensamiento ante el cual se acobardaba era el de que ello pudiese no durar, de que debía llegar a un final. Lo temía instintivamente como un hombre enfermo pueda temer la muerte. Pues le parecía que aquello debía de ser su muerte, a la que seguía un foso insondable y tenebroso. Mas su resignación no perdonaba el tormento de los celos: los crueles, insensatos, patéticos y estúpidos celos, cuando parece que una mujer nos traiciona sencillamente por ello de que existe, de que respira…, y cuando el hondo mecanismo de su sangre o de su alma se vuelven materia de sospecha acosante, de duda aniquiladora, de ansia mortal.

Por las singulares condiciones de su estancia la señorita Moorsom salía muy poco. Aceptó esta reclusión en la mansión de los Dunster como en un convento, y vivía allí atendida por una serie de personas mayores, con la altiva entereza de una diosa condescendiente y de cabeza robusta. Era imposible decir si sufría por algo en el mundo, y si ello era la insensibilidad de una gran pasión centrada en sí misma, la perfecta corrección de maneras o la indiferencia de una superioridad tan íntegra que se bastase a sí misma. Pero a Renouard le era visible que a ella le proporcionaba cierto placer hablar con él a ratos. ¿Sería porque era la única persona próxima a su edad? ¿Era esto, entonces, el misterio de su inclusión en el círculo?

Admiraba su voz, tan bien armonizada como sus movimientos, como sus ademanes. Él mismo siempre había sido un hombre de tono sosegado. Pero el poder de fascinación le había separado de su propia naturaleza tan íntegramente que preservar su calma habitual de la pérdida del control se había vuelto un terrible esfuerzo.

Solía regresar de ella a la goleta agotado, roto, volteado, como si le hubiesen sometido a la más sofisticada de las torturas. Cuando la veía acercarse tenía siempre un momento de alucinación. Era una criatura bella y brumosa, hecha para la música invisible, para las sombras del amor, para el murmullo del agua. Tras un instante (no podía estar siempre mirando fijamente el suelo), se armaba de toda su determinación y la miraba. Había un centelleo en la diáfana oscuridad de sus ojos, y cuando ella los volvía hacia él parecían dar un nuevo sentido a la vida. Solía decirse a sí mismo que otro hombre habría conseguido mucho antes la feliz evasión de la locura, su razón consumida en aquella reluctancia. Pero a él no le era dado tal suerte. Su razón sobrevivía indemne a los hornos de rayos solares, a rigurosos soles, a infernales desiertos, a iras encendidas contra la debilidad de los hombres y a la obstinada crueldad de una naturaleza hostil.

Siendo cuerdo tuvo que estar constantemente en guardia para no caer en silencios llenos de adoración o romper en parlamentos delirantes. Tuvo que vigilar sus ojos, sus extremidades, los músculos de su cara. Sus conversaciones eran tal como podían ser entre estas dos personas: ella, una joven dama recién salida de la densa vorágine de cuatro millones de personas y la artificiosidad de respectivas temporadas londinenses; él, el hombre asignado para las victorias terminantes, el conocedor de vastos horizontes, y en el mismo descanso teniéndose al margen de esos núcleos aglomerados en los que uno pierde la importancia del ser hasta para sí mismo. No había un intercambio sustancial en la conversación común. Tenían que utilizar los grandes recorridos de las ideas generales, pero las cruzaban de forma trivial. No había un trato serio. Tal vez no había en ella mucho cuño para eso. Nada significativo salía de ella. No podía decirse que hubiera recibido del contacto con el mundo exterior impresiones de tipo particular, diferentes a las de otra mujer. Lo cautivador en ella era su dulzura y, en sus ademanes serios, el indefectible fulgor de su feminidad. Él no sabía qué había bajo aquella frente de marfil tan magníficamente perfilada, tan gloriosamente coronada. No sabía decir cuáles eran los pensamientos, los sentimientos de ella. Sus respuestas eran meditadas, siempre precedidas por un corto silencio, mientras él se aferraba ansioso a sus labios. Se sentía en presencia de un ser misterioso en el que hablara una voz desconocida, como la voz de los oráculos, trayendo eterno desasosiego al corazón.

Estaba asaz agradecido de sentarse en silencio con los dientes apretados en secreto, devorado por los celos… y nadie podría haber adivinado que su sobria compostura deferente hacia todas esas cabezas canas era el soberano esfuerzo del estoicismo, que el hombre se empleaba en vigilar siniestramente su suplicio, no fuera que las fuerzas le faltaran. Como siempre que lidiaba con los elementos, podía encontrar en sí mismo toda suerte de valor salvo el de fugarse.

Era quizá por la escasez de temas que ellos tenían en común que la señorita Moorsom le hacía hablar con tanta frecuencia sobre su propia vida. No sentía apuro en hablar de sí mismo, pues se veía libre de esa vanidad medrosa y exagerada que sella tantos labios jactanciosos. Le hablaba con voz comedida contemplando la punta de los zapatos de ella, y pensando que el instante en que el propio desinterés de ella se cansase de él había de llegar pronto. Y en efecto, robando una mirada, solía verla deslumbrante y perfecta con sus ojos distraídos mirando fijos en melancólica inmovilidad, con una cabeza caída que le hacía pensar en una Venus trágica surgiendo ante él no de la espuma del mar, sino desde la remota, aún más informe, misteriosa y potencial inmensidad de la especie humana.

 

V

 

Una tarde Renouard, al salir al terrado, no halló a nadie allí. Ello fue para él una desconsolada decepción y a la vez un patético alivio.

Hacía un calor inmenso, el aire estaba en calma, y las grandes ventanas de la casa permanecían ampliamente abiertas. Al final del todo, agrupadas en torno a un escritorio de dama, varias sillas dispuestas para la compañía sugerían invisibles ocupantes, una tertulia de sombras conversadoras. Renouard miró hacia ellas con cierto terror. Un ruido muy fugaz, leve, de conversación fantasmal manando desde una de las habitaciones aumentaba la ilusión y detenía sus ya indecisos pasos. Se apoyó sobre la balaustrada de piedra cerca de un jarrón achatado con una planta tropical de estrambótica forma. El profesor Moorsom, que asomaba del jardín con un libro bajo el brazo y un parasol blanco sostenido sobre la cabeza descubierta, lo encontró allí y, cerrando el parasol, se apoyó de costado con un comentario sobre el creciente calor de la estación. Renouard asintió y cambió un tanto de posición; el otro, tras un breve silencio, formuló de improviso una pregunta que, como el golpe de un garrote en la cabeza, privó a Renouard de la capacidad de habla y aun de todo pensamiento pero, con mayor crueldad, lo dejó temblando con aprensión no del fin, sino de un tormento sin fin. Sin embargo, las palabras fueron sumamente sencillas.

—Algo tendrá que hacerse pronto. No podemos seguir por siempre en un estado de expectativa aplazada. Dígame, ¿qué opina de nuestras posibilidades?

Renouard, sin habla, reprodujo una sonrisa leve. El profesor reconoció en tono jovial su impaciencia por completar la vuelta al globo y terminar con ello. Era imposible seguir residiendo en la esplendidísima casa de los Dunster por tiempo indefinido. Y además estaban sus conferencias concertadas para pronunciar en París. Una cuestión de peso.

Renouard no sabía que las conferencias del profesor Moorsom eran un acontecimiento europeo y que un auditorio selecto se reuniría para escucharlas. Todo lo que sabía era de la impresión de esta alusión a la partida. La amenaza de separación cayó sobre su cabeza como una bomba. Y comprendió lo ridículo de su emoción pues, ¿no había vivido todos esos días bajo esta misma suposición? El profesor, con los codos extendidos, bajó la vista al jardín y continuó descargando su conciencia. Sí, en materia sentimental dirigía su hija, y ella tenía de sobra el ofrecimiento del apoyo moral, pero él debía encargarse del lado práctico de la vida, sin ayuda.

No tengo la menor vacilación en hablarle a usted sobre mi desazón, porque siento que le tenemos afecto y a la vez está usted distanciado de todos estos extremos… malditos.

—¿Qué quiere decir? —musitó Renouard.

—Quiero decir que es usted capaz de juzgar con calma. Aquí la atmósfera es sencillamente detestable. Todo el mundo se ha brindado al sentimiento. Tal vez una opinión a propósito pudiera inducir…

—¿Usted quiere que la señorita Moorsom renuncie a ello?

El profesor se dirigió al joven sombríamente.

—Solo el cielo sabe lo que yo quiero.

Renouard, apoyando la espalda en la balaustrada con los brazos cruzados sobre el pecho, daba la impresión de meditar profundamente. Su rostro, tenuemente ensombrecido por un panamá de hacendado de ala ancha, la línea recta de la nariz a la altura de la frente, los ojos perdidos en la espesura del entorno y el mentón bien hacia delante, tenía el perfil que puede verse entre los bronces de los museos clásicos, genuino bajo un casco de cimera remembrando vagamente una cabeza de Minerva.

—Es el periodo más turbador que jamás haya pasado en mi vida —exclamó el profesor con irritación.

—Sin duda el hombre debe de merecerlo —musitó Renouard con una punzada de celos atravesando su pecho como una puñalada infligida a sí mismo.

Agobiado por el calor o dando rienda a la irritación contenida, el profesor no se aguantó las ganas de sincerarse.

—Comenzó siendo un agradable e insulso muchacho. Se hizo en vano un joven inteligente, sospecho que sin tratar de entender nada jamás. Mi hija lo conocía desde la infancia. Yo soy un hombre ocupado y la verdad es que su compromiso fue por completo una sorpresa para mí. Ojalá que sus razones para ese paso hubiesen sido más inocentes. Pero la sencillez estaba fuera de moda dentro de su clase. Desde un punto de vista mundano no parece haber sido más que un crío. Desde luego, ahora tengo la garantía de que es víctima de su noble confianza en la integridad de su especie. Mas ello es mero idealismo de una triste realidad. Por mi parte le diré que desde el mismo comienzo tuve las más serias dudas sobre su falta de honradez. Desgraciadamente, no así mi inteligente hija. Y ahora sufrimos los resultados. No, para ser sinceramente deshonesto uno debe ser pobre de veras. Ello era solo manifestación de un ingenio sumamente refinado. El complejo inocentón. Aunque ha tenido un tremendo despertar.

Efectivamente, con tales palabras el profesor Moorsom daba a entender a su “joven amigo” el estado de sus sentimientos hacia el hombre perdido. Era evidente que el padre de la señorita Moorsom deseaba que éste siguiera perdido. Tal vez el inaudito calor de la estación hacía que añorara los espacios fríos del Pacífico, el azote del viento desatado del océano a lo largo de las cubiertas de paseo, obstaculizadas por tumbonas, de un barco echando vapor hacia la costa de California. A Renouard el filósofo se le antojaba sencillamente el más traicionero de los padres. Estaba admirado, pero sus descubrimientos no habían concluido.

—Puede que esté muerto —musitó el profesor.

—¿Por qué? La gente no muere aquí antes que en Europa. Si hubiese ido a esconderse a Italia, por ejemplo, no se le ocurriría decir eso.

—¡Bueno! Y suponga que haya llegado a la desintegración moral. Usted sabe que no era un carácter fuerte —propuso el profesor malhumorado—. El futuro de mi hija está en juego aquí.

Renouard pensó que el amor de semejante mujer bastaba para restablecer a cualquier hombre deshecho…, para arrastrar a un hombre fuera de su tumba. Y pensó en esto con una desesperación visceral que lo mantuvo en silencio casi tanto como su estupor. Finalmente, logró tartamudear un dadivoso:

—¡Oh! No permita que lleguemos a suponer…

El profesor interrumpió en un acento más lamentable que antes:

—Ser joven está bien. Además usted ha sido un hombre de acción, y necesariamente partidario del éxito. Pero yo he pasado observando la vida demasiado tiempo como no para desconfiar de sus sorpresas. ¡La edad! ¡La edad! Aquí ante usted está en pie un hombre lleno de dudas e indecisiones… spe lentus, timidus futuri.

Hizo a Renouard una seña para que no interrumpiese y en voz más baja, como temeroso de que lo oyeran, incluso allí en la soledad del terrado:

—Y lo peor es que ni siquiera estoy convencido de hasta qué punto este peregrinaje sentimental es legítimo. Sí, dudo de mi propia hija. Es verdad que ella es una mujer…

Renouard detectó con horror un tono de resentimiento, como si el profesor nunca hubiese perdonado a su hija no haber muerto en lugar de su hijo. Éste advirtió la fría mirada fija del joven.

—¡Ah!, usted no comprende. Sí, ella es inteligente, de miras amplias, goza de simpatía y… en fin, es encantadora. Pero no sabe lo que es haberse movido, haber respirado, existido e incluso triunfado en la mera adulación y frivolidad de la vida…, esa radiante frivolidad. Allí los pensamientos, los sentimientos, la opinión, los impulsos y hasta las acciones no son nada sino agitación en un espacio vacío… para entretener la vida…, una especie de libertinaje supremo, excitante y cansino que no significa nada, que no lleva a ninguna parte. Ella es esclava de ese círculo. Y yo me pregunto si está obedeciendo a la inquietud de un instinto que busca su satisfacción, si es la reacción del sentimiento o ella no está más que engañando su propio corazón por esta peligrosa frivolidad con imágenes románticas. Y todo es posible… salvo la sinceridad tal como solo la cruda humanidad en lucha pueda conocer. Ninguna mujer puede soportar esa forma de vida en la que reinan las mujeres y seguir siendo plenamente un legítimo, sencillo ser humano. ¡Ah! Alguien sale.

Dio un paso, luego, volviendo la cabeza: “¡Palabra! Le estaría infinitamente agradecido si usted pudiera arrojar un poco de agua fría… —y a un gesto vagamente consternado de Renouard añadió: —No tema. No estaría apagando ningún fuego sagrado”.

Renouard apenas pudo encontrar palabras de protesta: “Le aseguro que nunca he hablado con la señorita Moorsom… sobre… sobre… eso. Y si usted, su padre…”.

—Envidio su inocencia —suspiró el profesor—. Un padre es tan solo un ser corriente. Sin brillo, sin frescura. Es más, mi hija naturalmente recelaría de mí. Pertenecemos al mismo mundo, mientras que usted lleva consigo el prestigio de lo desconocido. Usted se ha demostrado a sí mismo ser un triunfador.

En este punto el profesor, seguido de Renouard, se unió al círculo de los inquilinos de la casa convocados al otro extremo del terrado, alrededor de una mesa de té; tres cabezas plateadas y aquella visión flamante de la gloria femenina, el espectáculo de lo que poseía el poder de hacer palpitar su corazón como un recordatorio de la mortalidad de su cuerpo.

Evitó sentarse al lado de la señorita Moorsom. Los demás conversaban entre sí con languidez. Sin ser advertido, observaba a aquella mujer tan milagrosa que las edades parecían tenderse entre ellos. ¡Se encontraba incómodo y abrumado ante el pensamiento de lo que ella pudiera conceder a algún hombre que de verdad fuera un triunfador! Qué gloriosa lucha con esta amazona. Qué noble responsabilidad para la fuerza triunfadora.

La estimada anciana señora Dunster servía el té, mirando de cuando en cuando con interés hacia la señorita Moorsom. El estadista de edad, que había comido un tomate crudo y bebido un vaso de leche (una costumbre de sus días de juventud como cultivador, mucho antes de la política, cuando, pionero de la siembra del trigo, demostró la posibilidad de hacer crecer el cereal en extensiones que aparentaban ser lo bastante áridas como para desanimar a un mago), se alisaba la barba blanca y golpeó suavemente la rodilla de Renouard con su mano grande y arrugada.

—Más vale que vuelva a la noche y cene con nosotros tranquilamente.

Le gustaba este joven, también un pionero en más de un sentido. La señora Dunster añadió: “Hágalo. Será muy tranquilo. Ni siquiera sé si Willie estará en casa para la cena”. Renouard musitó su gratitud y abandonó el terrado para ir a bordo de la goleta. Mientras se rezagaba a la entrada del salón escuchó la voz resonante del viejo Dunster profiriendo oracularmente:

—… el principal hombre de aquí algún día… Como yo.

Renouard dejó que el delgado portier de verano de la entrada cayera tras de sí. La voz del profesor Moorsom dijo:

—Me han contado que hizo un enemigo de casi todo hombre que tuvo que trabajar con él.

—Eso no es nada, hacía su trabajo… Como yo.

—Dicen que nunca consideró el coste, ni siquiera de vidas.

Renouard comprendió que hablaban de él. Antes de que pudiera alejarse, la señora Dunster interrumpió apacible:

—No te dejes impresionar por las historias que puedas escuchar sobre él, querida. La mayoría de ellas son envidia.

Luego oyó la voz de la señorita Moorsom respondiendo a la anciana dama:

—¡Oh! No me engañan fácilmente. Creo que puedo decir que tengo instinto para la verdad.

Se apresuró a marcharse de aquella casa con el corazón lleno de terror.

 

VI

 

A bordo de la goleta, tumbado de espaldas en el sofá con los nudillos de las manos presionando sus ojos, decidió que no regresaría a esa casa para cenar…, que no volvería allí más. Lo decidió unas veinte veces. Saber que tan solo tenía que subir a la playa de popa, pronunciar tranquilamente las palabras: “Hombre a cabrestante”, y la goleta, emergiendo a la vida, huiría cien millas de la costa antes de que saliera el sol, seducía a su voluntad de lucha. ¡Nada más fácil! Sin embargo, al fin, este joven, poco menos que mal afamado por su despiadada audacia, el inflexible jefe de dos expediciones trágicamente exitosas, retrocedió ante ese acto de energía feroz y comenzó, en cambio, a buscar excusas.

¡No! Fugarse como un desahuciado que se destruye a sí mismo no era propio de él. Acabó vistiéndose y mirando con desprecio su propio rostro apático en el espejo de la cámara principal. Mientras lo llevaban a remo a la orilla en la canoa, se acordó de repente de la belleza salvaje de una catarata vista cuando apenas era más que un muchacho, hacía años, en Menado. Había una leyenda sobre un gobernador general de las Indias Orientales Holandesas que en gira oficial se suicidó en aquel sitio tirándose a la sima. Se conjeturó que una enfermedad dolorosa había hecho que se cansara de vivir. ¿Pero hubo nunca un castigo como el suyo?, ¡tan fatalmente mortal y a su vez atándole a la vida.

La cena fue en efecto tranquila. Willie, al que se dio de margen media hora, no hizo aparición y su asiento quedó vacío al lado de la señorita Moorsom. Renouard tenía a la hermana del profesor a su izquierda, arreglada con un lujoso vestido largo apropiado a su edad. Aquella dama soltera conservada de maravilla recordaba a Renouard por algún motivo una flor de cera bajo un vidrio. No había en ninguna parte de ella rastros del polvo de las batallas de la vida. No le gustaba demasiado él por las tardes, con su traje blanco de dril y el sombrero de plantador, que le parecía un atuendo excesivamente bohemio para ir de visita a una casa donde había damas. Pero por la noche siempre volvía a conquistarla, gallardo y desenvuelto con smóking, su agradable voz suavemente velada. Podría haber sido alguien ilustre…, el hijo de un duque. Posiblemente al caer bajo ese encanto (y también porque su hermano le había insinuado algo) procuró abrir su corazón a Renouard, que velaba por su sobrina al otro lado de la mesa con toda la fuerza de su alma. Ella le hablaba con tanta franqueza como si esa mísera envoltura mortal, vacía de todo excepto de esperanzada pasión, fuese en efecto el hijo de un duque.

Distraído, la escuchaba solo a fragmentos, hasta el estallido de confidencia final: “… alegre de que usted expresara una opinión. Mírela, ¡tan encantadora, la gran favorita, tan admirada por todos! Sería demasiado triste. ¡Todos esperábamos que llevara a cabo un matrimonio brillante con alguien muy rico y de posición elevada, que tuviese una casa en Londres y en el campo, y que nos recibiera a todos magníficamente! Ella es tan distinguidamente idónea para eso. ¡Posee tal multitud de amigos ilustres! Y luego… esto en cambio!… Me duele tanto el corazón”.

Su educado, si bien ansioso susurrar fue velado por la voz del profesor Moorsom en el fondo del ancho de la mesa de comedor, que disertaba con perspicacia a su venerado discípulo sobre la Mudanza de lo Perceptible. Podría haberse tratado del capítulo de una nueva y popular obra de filosofía moorsoniana. Patriarcal y maravillado, el viejo Dunster se incorporaba un momento, sus ojos brillando llenos de juventud, dos puntos de color en la raíz de su barba blanca, y Renouard, mirando de soslayo la excitación senil, rememoró las palabras escuchadas en aquellos labios perspicaces, se apropió de su escarnio, comprendió su veracidad ante ese hombre preparado para deleitarse al borde de la tumba. ¡Sí! ¡Libertinaje intelectual en la frivolidad de la existencia! ¡Frivolidad y farsa!

En el mismo lado de la mesa la señorita Moorsom no miró una sola vez a su padre, toda su elegancia como congelada, sus labios rojos apretados, el más pálido sonrosado bajo su deslumbrante tez, sus ojos negros ardiendo inmóviles, y los propios resplandores de luz cobrizos reposando quietos sobre los bucles y las ondulaciones de su cabello. Renouard se figuró a sí mismo derribando la mesa, estrellando cristales y porcelanas, pisando frutas y flores en el suelo, tomándola en brazos, llevándola fuera entre el tumulto de chillidos de todos ellos, un espantoso silencio mortal dentro de algún refugio escondido, como en el tiempo de los hombres de las cavernas. De repente, todo el mundo se levantó, y él se apresuró también a ponerse de pie, hallándose a sí mismo sin aliento y poco firme sobre ellos.

En el terrado el filósofo, tras encender un puro, deslizó su mano condescendientemente bajo el brazo de su “estimado y joven amigo”. Renouard lo consideraba ahora con el más profundo recelo. Pero el gran hombre parecía tener aprecio de verdad a su joven amigo…, una de esas inclinaciones misteriosas que no atiende a las diferencias de edad o posición, y que en este caso podría haberse explicado por el fracaso de la filosofía al toparse con una sola preocupación real de tipo práctico.

Después de una vuelta o dos y algo de charla informal el profesor dijo repente: “Mi difunto hijo estuvo en su escuela…, ¿lo sabía? Puedo imaginar que de haber vivido él y de haberse conocido ustedes alguna vez se habrían entendido. Él también tendía a la acción.

Suspiró, luego, sacudiéndose el melancólico pensamiento e indicando con la cabeza a la parte en penumbra del terrado donde el vestido de su hija producía una mancha luminosa: “En realidad, desearía que usted vertiera en aquel rincón unas cuantas palabras sensatas de desaliento”.

Renouard se liberó de aquel el más pérfido de los hombres simulando estupor, y retrocediendo un paso:

—Es obvio que se burla de mí, profesor Moorsom —dijo con una risa suave que en realidad sonaba a cólera.

—¡Mi estimado y joven amigo! Para mí… no es motivo de broma. No parece tener noción de su influencia —añadió alejándose hacia las sillas.

—¡Bobadas! —pensó Renouard, parado y pendiente de él—. ¡Y sin embargo! ¡Sin embargo! ¿Y si fuera verdad?

Entonces avanzó hacia la señorita Moorsom. Situada en el asiento en el que habían hablado el uno con el otro por vez primera, era su turno para verlo entrar. Pero muchas de las ventanas no estaban iluminadas en ese anochecer. Estaba oscuro allí. Ella se le apareció luminosa con su vestido claro, una figura sin contorno, un rostro sin rasgos, aguardando a que se acercara, hasta que llegó lo bastante cerca de ella, se sentó y cruzaron una cuantas palabras insignificantes. Gradualmente ella se presentaba como un cuadro mágico de encanto, fascinación y deseo misteriosamente vivo sobre el fondo oscuro. Algo imperceptible en la actitud de su pose, en las modulaciones de su voz, parecía atenuar esa insinuación de plácido orgullo inconsciente que la envolvía siempre como un manto. A él, susceptible como un esclavo a merced del humor del amo, lo conmovió el sutil cese de su elegancia hacia una infinita ternura. Contuvo el impulso de tomarla de la mano, bajar con ella al jardín, afuera, bajo los grandes árboles, y arrojarse a sus pies pronunciando palabras de amor. Su emoción era tan fuerte que tuvo que toser ligeramente, y sin saber de qué hablar con ella comenzó a hablarle sobre su madre y hermanas. Toda la familia se iba a Londres a vivir allí, al menos por una pequeña temporada.

—Espero que vaya y les cuente algo de mí. Algo que haya visto —dijo con insistencia.

Con este miserable subterfugio, como un hombre a punto de romper con su vida, esperaba hacer que ella le recordara un poco más.

—Con mucho gusto —dijo ella—. Me alegrará pasar cuando vuelva. Pero este “cuando” puede ser un largo tiempo.

Escuchó un suspiro liviano. Una fatal curiosidad celosa le hizo preguntar:

—¿Está usted cansada, señorita Moorsom?

Cayó el silencio sobre su pregunta enunciada con suavidad.

—¿Quiere decir cansada de corazón? —se oyó la voz de la señorita Moorsom—. Veo que usted no me conoce.

—¡Ah! Nunca pierda la esperanza —murmuró él.

—Esto, señor Renouard, es una labor de resarcimiento. Yo represento la verdad aquí. No puedo pensar en mí misma.

Pudo haberla agarrado del cuello, porque cada palabra parecía un insulto a su pasión, pero tan solo dijo:

—Nunca he dudado de la… la… nobleza de sus intenciones.

—Y oír articulada la palabra cansancio a este respecto me sorprende. Y además por parte de un hombre que, tengo entendido, nunca ha medido los costes.

—Le agrada tomarme el pelo —dijo en cuanto hubo recobrado su voz y dominado su ira. Era como si el profesor Moorsom hubiese vertido un veneno en su oído que ahora se esparciera y corrompiera su pasión, sus mismos celos. Recelaba de cada palabra que salía de aquellos labios de los que su vida pendía—. ¿Cómo puede saber algo de los hombres que no tienen en cuenta las consecuencias? —preguntó con su tono más dócil.

—Por rumores… un poco.

—Pues bien, le aseguro que son como los demás, expuestos al sufrimiento, víctimas de hechizos…

—Uno de ellos, al menos, habla de forma muy extraña.

Ella desechó el tema tras un silencio. “Señor Renouard, sufrí una decepción esta mañana. El correo me trajo una carta de la viuda del viejo mayordomo…, ¿entiende? Esperaba saber que ella hubiese tenido noticias de… de aquí. Pero no, ninguna carta ha llegado a casa desde que nos marchamos.

Su voz era reposada. Los celos de él no podrían aguantar mucho más una conversación así, pero estaba alegre de que no hubiese surgido nada que favoreciera la búsqueda; irracionalmente, alegre a ciegas… solo porque por más tiempo no la perdería de vista… ya que ella no renunciaría.

—Estoy demasiado cerca de ella —pensó, moviéndose en el asiento un poco más allá—. Temía la reacción impulsiva de lanzarse sobre sus manos, tendidas en su regazo, y cubrirlas de besos. Lo temía. Nada, nada podía debilitar aquel hechizo… ni aunque fuera infinitamente falsa, estúpida o vil. Ella era el destino en sí mismo. La envergadura de su desgracia lo sumió en tal letargo que no alcanzó a oír al principio el ruido de las voces y pisadas dentro del salón. Willie había llegado a casa… y el redactor jefe estaba con él.

Irrumpieron en el terrado en parloteo ruidoso y luego, recuperando la compostura, se detuvieron sorprendentes… y como sorprendidos ellos mismos.

 

VII

 

Habían estado festejando a un poeta del bosque, el último descubrimiento del redactor jefe. Tales descubrimientos eran el negocio, la vocación, el orgullo y la maravilla del único apóstol de las letras en el hemisferio, el solitario mecenas de la cultura, el Genio de la Lámpara… como suscribía él mismo al final de la página semanal de literatura de su diario. No había tenido dificultades en persuadir al virtuoso Willie (que tenía instintos festivos) para que ayudara en la buena obra, y ahora habían dejado al poeta soñando, tumbado sobre la alfombrilla de la chimenea de la sala de redacción, y se habían precipitado con atropello hacia la mansión de los Dunster. El redactor jefe tenía otro descubrimiento que anunciar. Balanceándose un momento donde se tenía en pie abrió ampliamente la boca para gritar la sola palabra: “¡Encontrado!”. Detrás de él Willie se echaba ambas manos a la cabeza y las dejaba caer teatralmente. Renouard vio a los cuatro de cabeza plateada en el extremo del terrado levantarse todos a la vez de sus sillas, afectados de repentino pánico.

—Les digo que… lo hemos… encontrado —el mecenas de las letras gritó con énfasis.

—¿Qué pasa? —exclamó Renouard con voz sofocada. La señorita Moorsom asió su muñeca repentinamente, y a ese contacto un fuego corrió por todas sus venas, en la quietud abrasadora que lo invadió escuchó la sangre… o el fuego… latiendo en sus oídos. Hizo el ademán de levantarse, pero lo cohibió la presión convulsiva sobre su muñeca.

—No, no. —Los ojos de la señorita Moorsom miraban fijamente, negros como la noche, escudriñando el espacio ante sí. A lo lejos, el redactor jefe se contoneaba hacia delante, seguido de Willie con su pomposa forma de portar su corpulenta e incómoda carcasa que, no obstante, no continuaba perpendicular del todo dos segundos seguidos.

—El inocente Arthur… Sí. Lo tenemos —el redactor jefe se puso muy formal—. Sí, ha sido la carta.

Se zambulló a por ella en un bolsillo interior, manoteó el recorte de papel con la palma abierta. “De esa anciana. William la ha tenido en su bolsillo desde esta mañana, cuando la señorita Moorsom se la dio para mostrármela. La olvidó del todo hasta hace una hora. Pensó que no era importante. ¡Pues no! No hasta que fue leída con propiedad.”

Renouard y la señorita Moorsom emergieron de las sombras uno al lado del otro, una pareja a tono, vivaz y sin embargo escultural en su calma y su palidez. Ella le había soltado la muñeca. Al avistar a Renouard el redactor jefe exclamó:

—¡Cómo!… ¡Tú aquí! —con voz bastante chillona.

Sobrevino un silencio total. Todos los rostros reflejaban algo de consternación y fatalidad.

—Él es justo el hombre que buscamos —continuó el redactor jefe—. Perdonen mi excitación. Renouard, eres justamente el hombre. ¿No me contaste que tu ayudante se hacía llamar Walter? ¿Sí? Piénsalo. Mas he aquí a esa anciana…, la mujer del mayordomo… Escuchen esto. Ella escribe: Todo lo que puedo decirle, señorita, es que mi pobre marido dirigía sus cartas a nombre de H. Walter.

La violenta aunque reprimida exclamación de Renouard se perdió en un murmullo general y arrastrar de pies. El editor dio un paso hacia delante, hizo una reverencia con encomiable firmeza.

—Señorita Moorsom, permítame felicitarla desde lo más profundo de mi corazón por el feliz… esto… resultado.

—Espera —masculló Renouard con indecisión.

El editor se adelantó a él como a una vieja amistad suya. “¡Ah, tú! Tú eres un tipo extremadamente hábil. Con tus modos solitarios de vida has terminado por no tener más discernimiento que un salvaje. Figúrense vivir junto a un caballero durante meses y no adivinarlo nunca. Un hombre, estoy seguro, íntegro, notable, fuera de lo común puesto que la señorita Moorsom (volvió a hacer una reverencia), a la que todos admiramos, lo ha elegido.

Ella le volvió la espalda.

—Pido a dios que no le hayas hecho llevar una vida de perros, Geoffrey —el editor manifestó a su amigo en un susurro aparte.

Renouard asió una silla con fuerza, se sentó y, sosteniendo el codo sobre su rodilla, apoyó la cabeza sobre su mano. Detrás de él la hermana del profesor alzaba la vista al cielo y se retorcía las manos con recato. La señorita Dunster se agarraba las manos con decisión bajo la barbilla, mas ella, alma bondadosa, miraba apenada a Willie. ¡El sobrino modelo! ¡En ese extraño estado! ¡Ruborizado tantísimo! La cuidada disposición de los ralos pelos cruzando el claro de la calva de Willie estaba deplorablemente desordenada, y el claro en sí estaba rojo y como humeante.

—¿Qué sucede, Geoffrey? —El editor parecía desconcertado por la actitud silente que lo rodeaba, como si hubiese esperado que todas esas personas gritaran y danzaran—. Lo tienes en la isla…, ¿no?

—Oh, sí. Lo tengo allí —dijo Renouard sin alzar la vista.

—¡Pues entonces! —El editor miró con impotencia alrededor como si suplicara una respuesta de algún tipo, pero la única respuesta que llegó fue del todo inesperada. Molesto de que lo hubiesen dejado en un segundo plano y también porque muy pocas copas lo volvían odioso, el Willie conmovedor se convirtió de pronto en un malvado, y en tono de borrachín, sorprendente en un hombre capaz de mantener el equilibrio tan bien:

—¡Ajá! ¡Pero no lo tienen aquí…, todavía no! —se mofaba—. ¡No! Todavía no lo tienen aquí.

Esta monstruosa exhibición fue para el editor como el látigo sobre un caballo reventado. Dio un auténtico brinco.

—¿Y eso qué importa? ¿Qué quieres decir? Nosotros… no lo… tenemos… aquí. ¡Por supuesto que no está aquí! Pero la goleta de Geoffrey está aquí. Puede mandarse de inmediato para traerlo aquí. ¡No! ¡Quieto! Hay un plan mejor. ¿Por qué no navegan todos cuanto antes a Malata, profesor? ¡Ganen tiempo! Estoy convencido de que la señorita Moorsom preferirá…

Con un galante floreo de su brazo buscó a la señorita Moorsom. Había desaparecido. Se quedó un tanto confundido.

—¡Ah! Hum. Sí… ¿Por qué no? Un crucero de placer, un maravilloso barco, una maravillosa estación, una maravillosa misión, un ma… ¡No! No hay reparos. Tengo entendido que Geoffrey se ha dado el capricho de un bungalow tres veces más amplio para él. Puede ofrecérselo a todos. Será un placer para él. Será el más grande privilegio. Cualquier hombre estaría orgulloso de ser el promotor del feliz encuentro. Yo estoy orgulloso del pequeño papel que he jugado. Él lo considerará el más grande honor. Geoff, muchacho, más vale que mañana te actives tempranito en los preparativos para el viaje. Sería un crimen perder un solo día.

Estaba tan ruborizado como Willie, la excitación preservaba el vigor del banquete festivo. Durante un tiempo Renouard, callado como si no escuchara una palabra de todo ese parloteo, no se inmutó. Pero cuando se levantó fue para avanzar hacia el editor y felicitarle con tal efusivo espaldarazo que el hombrecito rollizo se tambaleó en sus posiciones y pareció bastante asustado por un momento.

—Eres un descubridor caído del cielo y un director de primera. Tiene razón. Es el único modo. No pueden resistirse a la llamada de los sentimientos, y deben incluso arriesgarse a la travesía a Malata… —La voz de Renouard zozobró—. Un sitio solitario —añadió, y se quedó pensativo bajo todos aquellos ojos que convergían hacia él en el repentino silencio. Su mirada se perdía rozando lenta uno a uno todos aquellos rostros, quedando retenida en el profesor Moorsom, que observaba fríamente, con un puro humeante entre sus dedos y la hermana de pie a su lado.

—Me complacerá infinitamente que consientan en venir. Aunque desde luego que lo harán. Así que zarparemos mañana por la noche. Y ahora permítanme dejarles con su felicidad.

Hizo una reverencia, muy serio, señalando de repente con el dedo a Willie, que se balanceaba con ceño somnoliento… “Mírenlo. Lo abruma la felicidad. Harían bien en meterlo en la cama…”, y desapareció mientras en el terrado todas las cabezas estaban dirigidas hacia Willie con distintas expresiones.

Renouard atravesó la casa. Evitando la calzada de carruajes bajó huyendo el empinado atajo hacia la orilla, donde su canoa lo esperaba. A un grito fuerte los durmientes canacos saltaron. Brincó adentro. “Larguémonos. ¡Cedan paso!”, y la canoa zumbó a través del agua. “¡Cedan paso! ¡Cedan paso!”. Pasó volando el clíper lanero, que dormía sobre todas sus anclas con el ojo abierto del farol, sin parpadear, en la jarcia; pasó volando el buque insignia de la escuadra del Pacífico, un enorme bulto todo oscuro y silencioso, pesado por el sueño de quinientos hombres, y donde los centinelas invisibles oían en la noche su apremiante: “¡Cedan paso! ¡Cedan paso!”. Los canacos, jadeando, se elevaban saliéndose de la bancada a cada remada. ¡Nada era lo bastante rápido para él! Y echó a correr el costado arriba de su goleta haciendo estremecer con ruido la escala real en su precipitación.

En la cubierta dio un traspiés y se detuvo.

¿A qué esta prisa? Con qué fin, puesto que supo bien antes de comenzar que tenía un perseguidor del que no se podía librar.

Así como sus pies rozaron la cubierta, su voluntad, sus intenciones se habían apremiado a conservarse, extinguiéndose adentro. No había sido más que poner en marcha la goleta, dejando que se desvaneciera silenciosamente en la noche por entre esos barcos durmientes, y estar seguro entonces de que no podría hacerlo. ¡Era imposible! Y reflexionaba que viviera o muriera tal acto lo colocaría bajo una oscura sospecha ante la cual retrocedía. No, no había nada que hacer.

Bajó al camarote y, antes incluso de desabrocharse el abrigo, sacó del cajón la carta dirigida a su ayudante; aquella carta que había encontrado en el casillero etiquetado “Malata” en la oficina de las afueras del joven Dunster, donde había estado esperando durante tres meses alguna ocasión de ser remitida. Desde el momento de dejarla caer en el cajón olvidó su existencia totalmente… hasta ahora, en que el nombre de él se había presentado de forma tan clamorosa. Echó un vistazo al sobre vulgar, reparando en la precaria y esforzada letra: Sr. D. H. Walter. Indudablemente, la misma carta última que el viejo mayordomo había echado al correo antes de caer enfermo, y claramente en respuesta a una del “amo Arthur” dándole instrucciones para que en el futuro la dirigiera : “A la atención de Sres. W. Dunster y Cia.”. Renouard hizo amago de abrir el sobre, pero se detuvo, y en lugar de ello rasgó con premeditación la carta en dos, en cuatro, en ocho. Con la mano llena de trozos de papel regresó a la cubierta y los esparció por la borda sobre el agua oscura, en la que se disiparon enseguida.

Lo hizo lentamente, sin indecisión o culpa. Sr. D. H. Walter, Malata. El inocente Arthur… ¿Cuál era su nombre? El hombre que buscaba aquella mujer que al conducirse parecía atraer sin esfuerzo hacia sí toda la pasión de la tierra, sin naturalmente dignarse a advertir el aliento de otras mujeres. Mas Renouard ya no estaba celoso de la propia existencia de ella. Cualquiera que fuera su designio, no era aquel hombre que él había recogido por casualidad en un impulso incierto, para deshacerse de la discusión tediosa de un tan llamado amigo; un hombre sobre el que en verdad no sabía nada… y ahora un hombre muerto. En Malata. ¡Oh, sí! Estaba allí harto seguro, sin turbación, en su tumba. En Malata. Enterrarlo fue el último servicio que Renouard rindió a su ayudante antes de dejar la isla en este viaje a la ciudad.

Como muchos hombres preparados suficientemente para las empresas más arduas, Renouard tendía a esquivar las pequeñas complicaciones de la existencia. Este rasgo de su personalidad se componía de una pequeña indolencia, algo de desdén, y una tendencia a escabullirse de conflictos con cierta dosis de trivialidad…, como un hombre que encarara a un león y huyera ante un sapo en su camino. Su relación con el periodista puntilloso no era más que una intimidad superficial sin la legítima simpatía que algunos hombres jóvenes consiguen entablar con facilidad. Más bien se había deleitado con mantener a ese “amigo” en la ignorancia sobre el destino de su ayudante. Renouard nunca había necesitado más compañía que la suya propia, pues había en él algo de la susceptibilidad del soñador al que se agrede fácilmente. Se había dicho a sí mismo que el sabelotodo no haría más que sermonear de nuevo sobre los males de la soledad y atormentaría definitivamente su mente en favor de un lamentablemente inútil protegido suyo. Además, la curiosidad del editor lo había irritado y sellado sus labios con pura aversión. Además, la curiosidad del editor lo había irritado y sellado sus labios con pura aversión.

Y ahora contemplaba el rígido nudo de las consecuencias estrangulándolo.

Era el recuerdo de aquella diplomática reserva que en el terrado había acallado su gemido anterior y que les habría explicado a todos ellos que el hombre al que buscaban ya nunca sería hallado en la faz de la tierra. Le disgustaba el ridículo de oír al sabelotodo, no muy sobrio además, lanzándose contra él con remilgados reproches:

”Nunca me lo dijiste. Me diste a entender que tu ayudante seguía vivo, y ahora dices que está muerto. ¿Cuál de las dos? ¿Mentías entonces o mientes ahora?” ¡No! Solo pensar en esa escena le era insoportable. Se sentó aterrado al pensar: “¿Y ahora qué voy a hacer?”.

Su valor le había abandonado poco a poco. Decir la verdad llevaría a que los Moorsom se marcharan de inmediato… mientras le parecía que comprometería el último resto de su integridad para asegurarse un día más la compañía de ella. Seguía sentado… en silencio. Lentamente, con sentimientos confusos, la charla con el profesor, el proceder de la joven y la embriagante familiaridad con que repentinamente le había apretado la mano le proporcionaban medio destello de esperanza. El otro estaba muerto. ¿Entonces?… La locura, por supuesto… pero ya no podía rendirse. Había escuchado a ese maldito metomentodo organizarlo todo…, mientras todos asentían a su alrededor bajo el hechizo del romance muerto. Había escuchado en silencio y con desprecio. Los destellos de esperanza, de posibilidad, se perdían ante sus ojos. Únicamente debía permanecer quieto y no decir nada. Eso y nada más. ¡Qué era la verdad para él frente a la gran pasión que había postrado su alma a los pies de su adorada!

¡Pero ya estaba hecho! ¡El infortunio lo había querido! Con ojos de mortal golpeado por la ira furibunda de los dioses, Renouard miró al cielo, un inmenso manto fúnebre con polvo dorado que parecía experimentar las grandes sacudidas del aliento de la vida afirmando su gobierno.

 

VIII

 

Finalmente, una mañana, en un punto despejado de un horizonte vítreo cargado de masas heráldicas de vapores negros, la isla brotó del mar, mostrando sueltos sus desnudos miembros de roca basáltica por entre las fisuras del abundante follaje. Más tarde, con toda la enorme riqueza de la puesta de sol desbordada, Malata sobresalió verde y rosácea antes de transformarse en una sombra violeta en la otoñal luz del expirante día. Entonces llegó la noche. En la leve brisa la goleta se desplazó al pasar por un acantilado sólido y chato, y estaba oscuro como la pez cuando su vela de proa se hundió, la goleta hizo girar en seco el timón y su anclote sobre el fondo arenoso del borde exterior del arrecife, pues era demasiado peligroso el intento de entrar en la pequeña bahía llena de bancos de arena. Tras el último solemne ondeo de la vela mayor el murmullo de voces del grupo de los Moorsom persistió, muy apagado, en la negra quietud.

Estaban en la popa, sentados en sillas, y nadie se movía. Temprano en el día, cuando se hizo manifiesto que el viento era débil, Renouard, basando su consejo en las debilidades de su personal soltero, urgió a las damas sobre la conveniencia de no bajar a tierra en mitad de la noche. Ahora se acercaba a ellos de forma restrictiva (fue pasmosa la restricción que reinó entre él y sus invitados en todo el pasaje) y recrudecía sus razonamientos. Nadie en tierra soñaría con llevarse a ningún visitante consigo. A nadie se le ocurriría salir. Había solamente una vieja canoa en la plantación, y desembarcar en el bote de la goleta sería comprometido en la oscuridad. Había el riesgo de quedar varado en zonas menos profundas. Lo mejor sería pasar el resto de la noche a bordo.

En verdad, no hubo resistencia. El profesor fumaba una pipa y, muy cómodo en un abotonado abrigo tipo Ulster sobre su atuendo tropical, fue el primero en hablar desde su tumbona.

—Muy espléndidos consejos.

Cerca de él, la señorita Moorsom asentía con un largo silencio. Luego, con una voz como la del que sale de un sueño:

—Así que eso es Malata —dijo—. A menudo me he preguntado…

Un escalofrío atravesó a Renouard. ¡Se preguntaba! ¿Sobre qué? Malata era él mismo. Malata y él eran uno. ¡Y ella se preguntaba! Ella se…

La hermana del profesor se inclinó sobre Renouard. Durante todos esos días en el mar no se había aludido a la existencia del hombre…, del hombre hallado…, a bordo de la goleta. Aquella reserva era parte de la restricción general que pesaba sobre ellos. Con certeza ella, ella misma, no estaba eufórica del todo por este hallazgo…, el pobre Arthur, sin dinero, sin perspectivas. Pero se sentía conmovida por lo sentimental y romántico de la situación.

—¿No es maravilloso —susurraba la voz del chal blanco— pensar que el pobre Arthur duerme ahí, tan cerca de nuestra querida y dulce Felicia, y sin saber del inmenso gozo que le reserva el día de mañana?

Había tal artificiosidad en la dama flor de cera que nada en su lenguaje enternecía a Renouard. No fue más que la simple desazón de su corazón lo que habló cuando farfulló hoscamente:

—Nadie en el mundo sabe lo que el mañana puede tenernos reservado.

La madura dama se echó atrás como si él hubiese dicho algo descortés. Qué aspereza… en lugar de encontrar algo amable y oportuno que decir. A bordo, donde ella nunca lo había visto en atuendo de noche, la semejanza de Renouard con el hijo de un duque no le era tan evidente. Nada quedaba excepto su… ah… bohemia. Se levantó con una especie de pompa.

—Es tarde… y ya que vamos a dormir a bordo esta noche… —dijo ella—. Pero es que parece tan cruel.

El profesor se arrancó con vehemencia, extrayendo las cenizas de su pipa. “Infinitamente más sensato, mi querida Emma.”

Renouard esperó detrás del asiento de la señorita Moorsom.

Ella se levantó despacio, dio un paso hacia delante y se detuvo mirando a la orilla. La negrura de la isla velaba las estrellas con su indefinido volumen como un nubarrón bajo amenazante sobre las aguas y preparado para estallar y precipitarse en llamaradas.

—Así que… eso es Malata —repitió como si soñara yendo hacia la puerta del camarote. La capa tersa que caía de sus hombros, el rostro de marfil —pues la noche solo había apagado en ella los resplandores de su pelo— hacían que se asemejara a un brillante ensueño de mujer pronunciando palabras de interrogante anhelo. Ella desapareció sin más, dejando a Renouard penetrado hasta el mismo tuétano por los sonidos provenientes de su cuerpo como la resonancia misteriosa de un instrumento punzante.

Se quedó clavado. ¿Qué era esta fortuita pulsación que había evocado el extraño acento de su voz? No se atrevía a contestar. Pero debía contestar a la pregunta de qué hacer ahora. ¿Había llegado el momento de la verdad? Bastaba con pensarlo para helarle la sangre a cualquiera.

Era como si aquellas personas presintieran algo. En los días taciturnos del pasaje había advertido lo circunspectos que estaban incluso entre ellos. El profesor fumaba su pipa malhumoradamente en sitios apartados. Renouard había sorprendido más de una vez los ojos de la señorita Moorsom posados sobre él con expresión particular y seria. Se figuraba que evitaba toda oportunidad de conversar. La doncella parecía alimentar algún agravio. ¿Y ahora qué debía hacer?

Las luces de la cubierta se habían ido apagando una tras otra. La goleta dormía.

Alrededor de una hora después de que la señorita Moorsom se retirara al camarote sin una seña o palabra para él, Renouard salió de su hamaca alzada sobre el combés, bajo el toldo en mitad del barco… pues había cedido el alojamiento de abajo a sus invitados. Salió con un súbito movimiento repentino, se quitó la chaqueta del pijama con desafuero, se remangó el pijama hasta el muslo, y avanzó furtivamente sin ser visto por el único canaca que vigilaba el ancla. Su torso blanco, descubierto como el de un atleta desnudo, resplandecía fantasmalmente en las sombras profundas de la cubierta. Sin que lo advirtieran salió del barco sobre el bauprés de proa impulsado a lo largo con la jarcia móvil del barco, y agarrando el poste de amarre con las dos manos firmemente se sumergió en el mar limpiamente.

Se alejó nadando, silencioso como un pez, y luego a enérgicas brazadas hacia la tierra sustentado, abrazado por el agua templada. El dócil, voluptuoso vaivén de su seno lo mecía ligeramente; algunas veces una olita rumoreaba en sus oídos, de cuando en cuando bajando los pies palpaba el lecho de las zonas menos profundas para descansar y rectificar su rumbo. Alcanzó la tierra en el extremo más bajo del jardín del bungalow, en la aplastante quietud de la isla. No había luces. La plantación parecía dormir tan profundamente como la goleta. En la senda una concha pequeña se quebró bajo su talón descalzo.

El fiel capataz mestizo que hacía su ronda aguzó sus orejas al ruido penetrante. Dio un respingo de temor atroz a la vista de la inesperada figura blanca lanzándose hacia él desde la noche. Se agachó con terror y luego de un salto se puso en pie chasqueando la lengua en admirado reconocimiento.

—¡Tse! ¡Tse! ¡El patrón!

—Calla, Luiz, y atiende a lo que digo.

Sí, era el patrón, el robusto patrón al que nunca habían visto levantar la voz, el hombre a quien obedecían ciegamente y nunca cuestionaban. Hablaba quedo pero frenéticamente en la quietud de la noche, como si cada minuto fuera precioso. Al enterarse de que los tres invitados iban a hospedarse, Luiz chasqueó la lengua con rapidez. Estos chasquidos eran la representación taquigráfica, uniforme, de sus emociones, y podía darles una variedad infinita de significados. Atendía al resto en profundo silencio, apenas alterado por el quedo “Sí, patrón”, cada vez que Renouard hacía una pausa.

—¿Entiendes? —insistía el último—. No se llevarán a cabo preparativos hasta que desembarquemos por la mañana. Y dirás que el señor Walter ha partido en una goleta mercante a recorrer las islas.

—Sí, patrón.

—Nada de equivocaciones…, ¡ten cuidado!

—No, patrón.

Renouard caminó de vuelta hacia el mar. Luiz, siguiéndole, sugirió llamar en voz alta a media docena de muchachos y tripular la canoa.

—Imbécil

—¡Tse! ¡Tse! ¡Tse!

—¿Entiendes que nunca me has visto?

—Sí, patrón. Pero qué lejos para nadar. ¿Y si se ahoga?

—Entonces puedes decir de mí y del señor Walter lo que quieras. A los muertos no les importa.

Renouard se metió en el mar y escuchó un leve “¡Tse!, ¡Tse!, ¡Tse!” de preocupación del mestizo, que ya había perdido de vista la cabeza oscura del patrón en el agua ensombrecida.

Renouard puso rumbo guiado por una estrella grande, que inmersa en el horizonte parecía examinar su cara con curiosidad. En este nado de vuelta sintió una lasitud melancólica de todo el prolongado recorrido de un camino que no le había aproximado a su deseo. Era como si el amor le hubiese minado la fuente invisible de sus fuerzas. Llegó un momento en el que le pareció que debía de haber nadado más allá del confín de la vida. Sentía muy cerca una sensación de eternidad que no exigía ningún esfuerzo…, prestándole su paz. Era fácil nadar así más allá del confín de la vida mirando una estrella. Pero el pensamiento: “Pensarán que no me atreví a afrontarlos y que me suicidé”, provocó una sublevación en su cabeza que lo impulsó. Regresó a bordo tal como había abandonado el barco, sin ser visto ni oído. Yacía en su hamaca del todo agotado y con un sentimiento confuso de haber estado más allá del confín de la vida, en algún lugar cercano a una estrella, y de que allí había mucha tranquilidad.

 

IX

 

Resguardada por el acantilado chato desde el primer destello de la mañana en el mar, la pequeña bahía respiraba una frescura deliciosa. El grupo de la goleta desembarcó en el extremo del jardín. Cruzaban palabras insignificantes en tono deliberadamente informal. La hermana del profesor alzó una lente de mango largo como para escudriñar el nuevo marco, pero en realidad buscaba al pobre Arthur ansiosamente. No habiéndolo visto más que con ropa de ciudad no tenía idea de qué aspecto tendría. Le tocaba al profesor ayudar a las damas a salir del barco porque Renouard, empeñado en dirigir, se había adelantado enseguida para encontrarse con el mestizo Luiz, que se apresuraba senda abajo. En la distancia, frente al bungalow cegado por el sol, una fila de mozos de tez oscura desiguales en estatura y de distinta constitución preservaban la inmovilidad de una guardia de honor.

Luiz se había quitado el sombrero dúctil de fieltro antes de acercarse al alcance del oído. Renouard flexionaba la cabeza a la charla rápida sobre preparativos domésticos por hacer que se pretendía para los visitantes; otra cama en la habitación del patrón para las damas y un catre para el caballero colgado en la habitación de enfrente donde… donde el señor Walter… y aquí echando una mirada atemorizada a todo…, el señor Walter… había muerto.

 

 

—Muy bien —asentía Renouard cada vez en un tono más bajo—. Y acuérdate de lo que tienes que decir de él.

—Sí, patrón. Solo que… —se retorcía ligeramente y puso un pie descalzo sobre el otro por un momento en aturullada disculpa—, solo que yo… yo… no me gusta decirlo.

Renouard lo miraba sin enfado, sin expresión alguna. “¿Te asustan los muertos? ¿Verdad? Pues… está bien. Lo diré yo mismo… supongo que de una vez por todas… Al momento, elevó mucho la voz.

—Manda a los muchachos a por el equipaje.

—Sí, patrón.

Renouard se dirigió a sus ilustres invitados quienes, como un grupo de turistas con guía, se habían detenido y miraban a su alrededor.

—Lo siento —comenzó con rostro impasible—. Mi hombre me acaba de informar de que el señor Walter… —logró sonreír pero no se censuró… — se ha ido en una goleta mercante a una pequeña gira por las islas, al oeste.

Esta noticia se recibió con profundo silencio.

Renouard quedó absorto en el pensamiento: “¡Ya está hecho!”. Pero la visión del avance de la hilera de muchachos con maletas y enseres a la casa lo sacó de su aterradora abstracción.

—Lo único que puedo hacer es rogarles que se sientan en casa… y que guarden toda su paciencia.

Era tan obvio que solo se podía hacer eso que todo el mundo estuvo enseguida al tanto. El profesor caminaba a la vera de Renouard, detrás de las dos damas.

—Algo inesperada… esta ausencia.

—No del todo —musitó Renouard—. Hay que hacer un viaje todos los años para contratar mano de obra.

—Comprendo… Así que él… ¡Qué frustrantemente esquivo ha llegado a ser ese pobre tipo! Empezaré a pensar que un duende travieso auspicia esta historia de amor con desagradables cuidados.

Renouard advirtió que el grupo no se sentía apesadumbrado por este nuevo contratiempo. Al contrario, se movía con paso más suelto. La hermana del profesor dejaba caer la lente hasta el extremo de su cadena. La señorita Moorsom tomaba la iniciativa. El profesor, con los labios abiertos, persistía al aire libre: pero Renouard no hacía caso a su charla. Estaba pendiente de la hija de aquel hombre… como si en efecto esa criatura de irresistible seducción fuera hija de mortales. La misma intensidad de su deseo, como si su alma emanara de sus ojos tras de ella, anulaba su afán de retenerla mientras fuera posible con, al menos, uno de sus sentidos. Su silueta en movimiento se fundía en un reflejo iluminado y brumoso de mujer hecha de sombras y llamaradas, cruzando el umbral de su casa.

Los días siguientes no fueron del todo tal como había temido Renouard… sin embargo, no fueron mejores de lo que temió. Fueron detestables en todos los estados de ánimo que le ocasionaron. Pero en general las cosas estaban tranquilas. El profesor fumaba innumerables pipas con el aire de un trabajador de vacaciones, siempre moviéndose y observando las cosas con el aspecto misteriosamente sagaz de los hombres a los que se reconoce como más sabios que el resto del mundo. Su cabellera blanca…, más blanca que nada en lo visible del horizonte salvo las olas rompiendo en los arrecifes… se vislumbraba en cada parte de la plantación, siempre en movimiento bajo el parasol blanco. Una vez hasta trepó el acantilado y se apareció de repente a los de abajo como una mancha blanca y elevada sobre el azul, diminuta pero escultural.

Felicia Moorsom se quedaba cerca de la casa. A veces se la podía ver con expresión desesperada garabateando frenéticamente en su diario de llave. Pero solo durante unos momentos. Al ruido de los pasos de Renouard volvía su hermosa cara hacia él, adorable en esa placidez que era como un testarudo y cruel rechazo de su inmenso poder. Cada vez que se sentaba en el porche, sobre una silla reservada principalmente a su uso, Renouard solía acercársele y sentarse en los escalones cerca de ella, la mayoría de las veces en silencio y a menudo sin permitirse dirigir su mirada hacia ella. Ella, muy quieta y con los ojos medio cerrados, observaba su cabeza… así que a ojos de un espectador (como el profesor Moorsom por ejemplo) daba la impresión de que estuviera sopesando pensamientos profundos en su cabeza acerca de aquel hombre sentado a sus pies, con los hombros un poco encorvados, sus manos sin fuerza… como derrotado. Y verdaderamente el veneno moral de la fatalidad tenía tal poder corrosivo que Renouard sentía cómo su antigua persona se convertía en polvo completamente. A menudo, por la tarde, cuando todos se sentaban fuera a conversar con languidez en la oscuridad, sentía que debía descansar su frente sobre los pies de ella y romper en lágrimas.

La hermana del profesor padecía de cierta pequeña incomodidad provocada por la inestabilidad de sus sentimientos hacia Renouard. Efectivamente, no sabía decir si en realidad le disgustaba o no. A veces se le antojaba fascinante en mayor grado; y aunque generalmente terminaba por decir algo ofensivamente grosero, no podía resistir una predisposición a charlar con él…, al menos no siempre. Un día, cuando su sobrina los había dejado a solas en el patio se incorporó en su silla… impecable, espléndida y, a su manera, casi un carácter arrebatador como el de su sobrina, a quien no se asemejaba en lo más mínimo. “La querida Felicia ha heredado el cabello y lo mejor de su aspecto de la madre”, la dama soltera acostumbraba a explicar a la gente.

Así que se incorporó, confidencial.

—¡Oh, señor Renouard! ¿No tiene nada reconfortante que decir?

Él alzó la mirada, sorprendido como si una voz del cielo hubiese hablado con intachable entonación de clase, y con la profunda perplejidad de sus ojos azules aturdió la feminidad refinada de flor de cera. Ella continuó. “Es que… Puedo hablarle con franqueza de este espinoso tema…, solo pensar qué terrible tensión esta esperanza postergada debe de ser para el corazón de Felicia… para sus nervios.”

—¿Por qué me habla a mí de eso? —rezongó sintiéndose ahogado de repente.

—¡Por qué! Como amigo… bienintencionado…, el mejor anfitrión. Temo de veras que le estemos dejando sin nada en la despensa. —Rió un momento—. ¡Ah! Vaya, cuándo se resolverá esta incertidumbre. ¡El pobre y perdido Arthur! La verdad es que casi temo el gran momento. Será como ver un fantasma.

—¿Alguna vez ha visto un fantasma? —preguntó Renouard con voz desganada.

Ella movió un poco las manos. Su actitud era perfecta en su elegancia madura y natural.

—No de hecho. Solo en una foto. Pero tenemos muchos amigos que han tenido la experiencia de apariciones.

—¡Ah! Se ven fantasmas en Londres —murmuró Renouard sin mirarla.

—Con asiduidad… en determinados círculos muy interesantes. Pero lo hace toda clase de gente. Tenemos un amigo, un escritor muy famoso…, su fantasma es una chica. Uno de los íntimos de mi hermano es un verdadero genio de la ciencia. Tiene amistad con un fantasma… De una chica también —añadió con voz como intrigada por primera vez por la coincidencia—. Es la fotografía de esa aparición la que he visto. Muy bonito. Sobre todo interesante. Un poco borrosa, naturalmente… ¡Señor Renouard! Espero que no sea un escéptico. Consuela tanto pensar…

—Ésos muchachos míos de la plantación también ven fantasmas —dijo Renouard inflexible.

La hermana del filósofo se incorporó tiesa. ¡Qué grosería! Siempre era así con ese extraño joven.

¡Pero señor Renouard! ¿Cómo puede comparar las supersticiones caprichosas de sus horribles salvajes con las manifestaciones…?

Le faltaron las palabras. Dejó de hablar con una muy leve sonrisa de enojo remilgado. Tal vez la había ofendido más el aturdimiento del principio de la conversación. Y al momento, con perfecto tacto y dignidad se levantó de la silla y lo dejó a solas.

Renouard ni siquiera alzó la mirada. No fue el disgusto de la dama lo que le privó del sueño esa noche. Empezaba a olvidar cómo era el bendito, dulce sueño. Le habían colgado la hamaca del barco en un porche lateral, y pasaba las noches en ella de espaldas, con las manos cruzadas sobre el pecho, en una especie de semiconsciencia, de incómodo letargo. Por la mañana observaba con mirada ciega cómo el acantilado se presentaba como un irregular borrón de tinta contra la luz tenue de la falsa madrugada, atravesando todas las fases del alba hasta el violeta oscuro de su perfilado volumen, aureolado gloriosamente con el oro del sol naciente. Escuchó ruidos imprecisos de despertar en el interior de la casa, y de repente tomó conciencia de que Luiz estaba de pie junto a la hamaca, obviamente turbado.

—¿Qué sucede?

—¡Tse! ¡Tse! ¡Tse!

—Bueno, ¿ahora qué? ¿Problemas con los muchachos?

—No, patrón. El caballero, cuando le llevo su agua para el baño, me habla. Me pregunta… me pregunta… cuándo, cuándo pienso yo que el señor Walter vuelve.

Los dientes del mestizo rechinaron ligeramente. Renouard salió de la hamaca.

—Y él está aquí todo el tiempo…, ¿verdad?

Luiz asintió con la cabeza un sí atemorizado, pero protestó de inmediato, “Yo no lo veo. Yo nunca. ¡Yo no! Los muchachos tontos y bárbaros dicen que ellos ven… ¡algo! ¡Ouh!”.

Hizo resonar los dientes con otro breve rechinar, y permaneció allí tieso, encogido, como un hombre en medio de una ráfaga helada.

—¿Y qué le dijiste al caballero?

—Yo digo no sé… y me voy. A mí… a mí no me gusta hablar de él.

—Está bien. Trataremos de derribar a ese pobre fantasma —dijo Renouard hoscamente yendo a una pequeña cabaña cercana para vestirse. Se decía a sí mismo—: Este tipo acabará por descubrirme. La última cosa que yo… ¡No! No puede ser. —Y sintiéndose arrinconado descubrió el tamaño de su cobardía

 

X

 

Aquella mañana, vagando por la plantación, más como un alma asustada que como su dueño y señor, esquivó el parasol blanco que se balanceaba de un lado a otro como una boya a la deriva en un mar de plantas verde oscuro. La cosecha prometía ser espléndida, y el filósofo por entonces a la moda se tomaba un interés más que meramente científico en el experimento. Sus inversiones eran juiciosas, pero siempre había dispuesto de algo de dinero para los experimentos.

Después de comer, al quedarse a solas con Renouard, charló un momento sobre cultivos y cuestiones afines. Entonces, de repente:

—A propósito, ¿es cierto lo que me cuenta mi hermana, que un fantasma ha perturbado a los muchachos de su plantación?

Renouard, que desde que las damas habían abandonado la mesa tenía la guardia baja, salió de su abstracción con un sobresalto y una sonrisa forzada.

—Mi capataz tuvo algún problema con ellos durante mi ausencia. Tienen miedo de trabajar en determinado campo de la ladera de una loma.

—¡Un fantasma aquí! —exclamó deleitado el profesor—. Entonces nuestra concepción sobre la psicología de los fantasmas debe revisarse por entero. Esta isla probablemente ha estado deshabitada desde el principio de los tiempos. ¿Cómo ha llegado aquí un fantasma? ¿Por aire o por agua? ¿Y por qué abandonó su guarida natal? ¿Fue por misantropía? ¿Fue expulsado de alguna comunidad de espíritus?

Renouard probó a responder en el mismo tono. Las palabras murieron en sus labios. El profesor interrogó sobre si el fantasma era el de un hombre o el de una mujer.

—No lo sé. —Renouard se esforzó por aparentar naturalidad. Tenía, dijo, una pareja de tahitianos entre sus muchachos…, una raza… que se movía entre fantasmas. Habían empezado a atemorizarse. Probablemente trajeron consigo a su fantasma.

—Investiguemos el asunto, Renouard —sugirió el profesor medio en serio—. Siempre podemos hacer algunos descubrimientos interesantes respecto a la condición de las mentes primitivas.

Esto era demasiado. Renouard se levantó de un salto y, abandonado la habitación, salió y se dio una vuelta por delante de la casa. No permitiría que nadie lo arrinconara. El profesor se le unió fuera pronto. Portaba su parasol, pero no llevaba consigo ni su libro ni su pipa. Con sincera afabilidad tendió su mano sobre el brazo de su “estimado y joven amigo”.

Todos nosotros estamos un poco asfixiados —dijo—. Por mi parte, me he comportado como un profeta en esta historia. Pero no puedo ver lo que sigue. Quiero decir… lo que sería mínimamente bueno para todos.

Renouard se había recobrado lo suficiente como para musitar fríamente su pesar por esa pérdida de tiempo. Pues suponía que eso era lo que tenía en mente el profesor.

—Tiempo —caviló el profesor Moorsom—. No sabía que pudiera derrocharse el tiempo. Pero le diré, mi querido amigo, lo que esto supone: un tremendo derroche de vida. Quiero decir para todos nosotros. Incluso para mi hermana, que ha ido a acostarse porque le duele la cabeza.

Zarandeó con suavidad el brazo de Renouard.

—¡Sí, para todos nosotros! Uno podría meditar sobre la vida infinitamente, uno podría aun tener una pobre opinión de ella… pero la irremediable verdad es que solo tenemos una vida que vivir. Y es corta. Piense en ello, mi joven amigo.

Soltó el brazo de Renouard y salió de la sombra abriendo su parasol. Estaba claro que en su cabeza había algo más que desazón sobre la fecha de sus conferencias para un auditorio a la moda. ¿Qué quería decir ese hombre con sus malditas vanalidades? A Renouard, a quien Luiz había atemorizado por la mañana (pues sentía que nada podía ser más fatídico que el que su engaño no se descubriese más que por confesión personal), esta charla le sonaba a incitación o aviso de ese hombre que le parecía muy desvergonzado y perspicaz. Era como ser toreado por la muerte y engatusado por la vida en la jugada de dados de una apuesta definitiva.

Renouard se alejó a cierta distancia de la casa y se arrojó a la sombra de un árbol. Yacía allí plenamente en calma, con la frente descansando sobre los brazos cruzados, despejado y deliberando. Le pareció que estuviese ardiendo, luego, que había caído dentro de una espiral fría, un embudo plano de agua que se arremolinaba a una velocidad vertiginosa. Y entonces (debió de haber sido un recuerdo de su niñez) caminaba sobre un peligroso glaciar derretido, incapaz de volver atrás… De repente el glaciar se partía de orilla a orilla con un fuerte estampido, como la detonación de un cañón.

Con un brinco se encontró de nuevo sobre sus pies. Todo era paz, quietud, luminosidad. Se alejó de allí despacio. De haber sido un jugador tal vez le habría mantenido en cierto grado la mera excitación. Pero no era un jugador. Siempre había desdeñado ese modo artificial de retar al destino. El bungalow apareció a la vista, brillante y lindo, y todo alrededor era paz, quietud, luminosidad…

Mientras renqueaba hacia él, tuvo la mala sensación de tener pegada a sí la compañía del muerto. ¡El fantasma! Parecía estar en todas partes menos en su tumba. ¿No podría nunca librarse de él?, se preguntaba. En ese momento la señorita Moorsom salió al porche, y enseguida, como por un misterio de ondas irradiantes, levantó un gran alboroto en su corazón, sacudió cielo y tierra a la vez…, pero él continuó renqueante. Entonces, como la nota grave de una canción en la tormenta, su voz le llegó amenazadora.

—¡Ah! Señor Renouard… —Él se presentó y sonrió, pero ella estaba muy seria—. No puedo permanecer quieta por más tiempo. ¿Hay tiempo para subir a pie el acantilado y volver antes de que oscurezca?

Las sombras se extendían prolongadas en el suelo, todo era quietud y paz. —No —dijo Renouard, sintiéndose de repente tan firme como una roca—. Pero puedo mostrarle una vista desde la loma principal que su padre no ha visto. Una vista de arrecifes y olas rompiendo sin fin, y de grandes nubes de aves marinas volando en torno.

Ella bajó de inmediato los escalones del porche y se marcharon. “Usted primero —sugirió—, yo la guiaré. A la izquierda.”

Llevaba una falda corta de nankín y una blusa de muselina; podía ver a través de la fina tela la piel de sus hombros, de sus brazos. La delicadeza pura de su cuello provocó en él una especie de paroxismo. “La senda empieza donde están esas tres palmeras. Las únicas palmeras de la isla.”

—Ya veo.

Ella no volvió la cabeza en ningún momento. Después de un rato observó: “Parece como si esta senda se hubiese hecho recientemente.

—Muy recientemente —asintió él muy quedo.

Continuaron ascendiendo uniformemente sin cruzar otra palabra, y cuando estuvieron en la cima, ella contempló largo tiempo ante sí. La niebla baja del crepúsculo velaba el término alejado de los arrecifes. Por encima de la atroz y desconsolada confusión, como una escuadra de islas naufragadas, las revoltosas miríadas de aves marinas enrollaban y desenrollaban oscuros galones en el cielo, se reunían en nubes, remontaban el vuelo y se detenían como un juego de sombras, pues estaban demasiado lejos de ellas para oír sus gemidos.

Renouard rompió el silencio en tono quedo.

—Se aquietarán dentro de poco, por la noche. —Ella no dijo palabra. A su alrededor todo era paz y la luz del sol declinando. Próxima, la cumbre más alta de Malata se asemejaba a la cima de una fortaleza enterrada, que reviviera en roca, desgastada por el tiempo, envejecida, cansada de velar por las monótonas edades del Pacífico. Renouard apoyó sus hombros contra ella. Felicia Moorsom estaba de repente frente a él, con sus magníficos ojos negros desbordantes en su cara, como si hubiera decidido al fin destruir la razón de él de una vez y para siempre. Deslumbrado, bajó los párpados lentamente.

—¡Señor Renouard! Hay algo extraño en todo esto. Dígame, ¿dónde está él?

Respondió premeditadamente.

—Al otro lado de esta roca. Lo enterré allí yo mismo.

Ella oprimió el pecho con sus manos, luchó por respirar un momento, y entonces: “¡Ohhh!… ¡Usted lo enterró! ¿Qué clase de hombre es usted?… ¡No se atrevió a confesarlo!… ¿Es él otra de sus víctimas?… No se atrevió a confesarlo aquella noche… Debe de haberlo matado. ¿Qué podría haberle hecho?… Lo sujetó en alguna disputa abominable y…”

Su semblante vengativo, sus patéticos gritos lo dejaron tan petrificado como la roca cansada contra la que se apoyaba. Solo elevó sus párpados para mirarla y bajarlos lentamente. Nada más. Eso la silenció. Y como avergonzada hizo un gesto con la mano, apartando de sí ese pensamiento. Él habló, al principio con mansa ironía.

—¡Já! El mítico Renouard de los susceptibles idiotas…, el aventurero despiadado…, el ogro con futuro. Eso lo han pregonado loros, señorita Moorsom. No creo que el mayor tonto de todos ellos se atreva jamás a insinuar sobre mí la estupidez tal de que yo he matado hombres por que sí. No, me fijé en ese hombre en un hotel. Venía del norte, me contaron, y no hacía nada. Lo vi sentado allí, solitario en una esquina como un cuervo enfermo, y consideré una noche el charlar con él. Solo por impulso. No era atrayente, daba lástima. Mi peor enemigo podría decirle que no era lo bastante bueno para ser una de las víctimas de Renouard. No me llevó mucho tiempo comprobar que se drogaba. No bebía, se drogaba.

—¡Ah! Es ahora cuando trata de asesinarlo —aulló.

—Claro, siempre el Renouard del mito de los mercaderes. ¡Escuche! Nunca habría estado celoso de él. Y, sin embargo, estoy celoso del aire que usted respira, del suelo que pisa, del mundo que la mira… moviéndose libre… sin ser mía. Pero no importa. Más bien me gustaba. Por alguna razón le propuse que viniera aquí y fuera mi ayudante. Dijo que creía que eso le salvaría. No le salvó de la muerte. Le llegó por que sí… simplemente una caída. Un simple tropiezo y un vuelco de diez pies a un barranco. Pero parece que se había lesionado anteriormente en el norte… con un caballo. Sufría cada vez más. No, no era un hombre de acero. Y su pobre alma también parecía estar dañada. Se quebró muy pronto.

—¡Es una tragedia! —Felicia Moorsom susurró con emoción. Los labios de Renouard se crisparon, pero su voz mesurada continuó sin piedad.

—Ésta es la historia. Una noche se recuperó un poco y dijo que quería contarme algo. Al ser yo un caballero, dijo, podía confiar en mí. Le dije que estaba equivocado, que había mucho de plebeyo en mí que él no podría entender. Pareció contrariado. Murmuró algo sobre su inocencia y algo que sonó como una maldición sobre alguna mujer, entonces se volvió hacia la pared y… se tornó frío sin más.

—Sobre una mujer —clamó la señorita Moorsom indignada—. ¿Qué mujer?

—¡Quién sabe! —dijo Renouard, elevando sus ojos y reparando en el carmesí de los lóbulos de ella en la luminosa blancura de su tez, en el sombrío, como secreto, esplendor nocturno de sus ojos bajo las retorcidas llamaradas de su pelo—. Alguna mujer que no creería en la pobre inocencia de su… Sí, usted posiblemente. Y ya no creerá en mí… ni siquiera en mí, que en verdad soy lo que soy… incluso en la muerte. ¡No! No lo hará. Y sin embargo, Felicia, una mujer como usted y un hombre como yo no coinciden a menudo sobre la tierra.

La llamarada de su gloriosa cabeza le abrasaba la cara. Lanzó su sombrero lejos, y sus párpados repentinamente bajados exhibieron sobrecogedoramente su semejanza con un bronce antiguo, el perfil de Pallas, quieto, austero, un poco curvado en la sombra de la roca. “¡Oh! Si únicamente pudiera comprender la verdad que hay en mí”, añadió.

Ella esperó, como si estuviera demasiado anonadada para hablar, hasta que él alzó la vista de nuevo, y entonces, con una fuerza descomunal, como defendiéndose a sí misma de alguna innombrable difamación, “¡Soy yo la que representa la verdad aquí! ¡Creer en usted! En usted, quien mediante una falsedad inhumana… y nada más, nada más, ¿escucha?…, ¡me ha traído aquí con trampas y engaños como en una farsa abominable!”. Se sentó sobre una peña, con la barbilla descansando entre las manos y una actitud de simple pena… llorando para sí misma.

—Solo faltaba esto. ¿Por qué? ¡Oh! ¿Por qué la fealdad, el ridículo y la bajeza tienen que cruzarse en mi camino?

En esa colina, a solas bajo el cielo, hablaron uno con otro como si la tierra hubiese desaparecido bajo sus pies.

—¿Se aflige por su dignidad? Él era un alma mediocre y no podía haberle ofrecido sino una existencia indigna.

Ella no se sonreía ante esas palabras pero, soberbia, como si estuviera descubriendo la punta de su velo, se volvió hacia él lentamente.

—¡Y usted imagina que me habría consagrado a él con tal propósito! ¿No entiende que debía resarcirlo? Tenía una deuda sagrada, un deber elevado. Redimirlo no habría estado en mi poder…, lo sé. Pero él era inocente, y era yo la que tenía que actuar. ¿No entiende que a los ojos del mundo nada le podría haber restituido tan íntegramente como casarse conmigo? Ninguna palabra maliciosa podría haberse susurrado sobre él después de que yo le hubiese ofrecido mi mano. En cuanto a sacrificarme a nada menos que a labrar la suerte de un hombre… si creyera que podría hacerlo renunciaría a mí misma. —Hablaba con autoridad con su fascinante y serena voz profunda. Renouard meditaba hosco, como en el enigma aciago de una bella esfinge a la que hubiera encontrado en la etapa delirante de su vida.

—Sí, su padre tenía razón. Es usted una de esas aristócratas…

Ella retrocedió con arrogancia.

—¿Qué está diciendo? ¡Mi padre!… Yo una aristócrata.

—¡Oh! No quiero decir que sea usted como los hombres y las mujeres de los tiempos de los blasones, los castillos y las grandes hazañas. ¡Oh, no! Ellos se valían sobre el terreno desnudo, tenían tradiciones a las que guardar fidelidad, tenían los pies sobre esta tierra de pasiones y muerte que no es una burbuja. Ellos habrían sido para usted demasiado plebeyos, ya que tenían que dirigir, comprender y tolerar a la humanidad más común. No, usted no es más que de la capa más alta, desdeñosa y superior, la pura y simple frivolidad e ilusión en el inescrutable arcano que algún día la arrojará fuera de la existencia. ¡Pero usted es usted! ¡Usted es usted! Usted es el amor eterno en sí mismo… Solo que, oh, Divinidad, no es su cuerpo, es su alma la que está hecha de espuma.

Ella escuchaba como en un sueño. Renouard había vencido de tal modo en su esfuerzo por dejar atrás el abismo de su pasión, que su misma vida parecía correr hacia él fuera de su cuerpo. En ese momento se sentía como un muerto que hablara. Pero la impetuosa ola que retornaba con una fuerza diez veces mayor lo lanzó de repente sobre ella con los brazos abiertos y el fulgor en sus ojos. Ella se sintió como una pluma entre sus garras, indefensa, incapaz de luchar, sin suelo bajo sus pies. Pero este contacto con ella, enloquecedor como un exceso de felicidad, destruyó su propio objeto. Corrió fuego por sus venas, volviendo cenizas su pasión, lo quemó y lo dejó vacío, sin fuerza…, casi sin deseo. La dejó ir antes de que ella pudiera vociferar. Estaba tan acostumbrada a las formas de represión que envuelven y atenúan los impulsos groseros de la vieja humanidad, que no creía que su existencia fuese más que un mito desatado. No asimiló lo que le había sucedido. Salió segura de sus brazos, sin luchar, sin ni siquiera haber sentido temor.

—¿Qué significa esto? —dijo ella, ultrajada pero en calma a manera de desprecio.

Él se arrodilló en silencio, flexionado a sus mismos pies mientras ella bajaba la mirada hacia él un poco sorprendida, sin animadversión, como con simple curiosidad por ver lo que haría. Luego, mientras seguía encorvado hacia el suelo estrechando hacia sus labios la orilla de su falda, se movió ligeramente. Él se levantó.

—No —dijo él—. ¿Podría jamás hacer que fuera mía del todo sin consentirlo usted? No. No se conquista a un espectro, a una niebla fría, a la esencia de los sueños, a una quimera. Debe llegar a uno y adherirse a su pecho. ¡Y entonces! ¡Oh! ¡Entonces!

Extasiado, de su cara se borró toda expresión.

—Señor Renouard —dijo ella—, aunque no pueda reclamar que le corresponda después de haberme atraído aquí con el vil propósito, evidentemente, de recrearse conmigo como si fuera su presa, le diré que quizá no sea el ser excepcional que piensa que soy. Puede creerme, digo la entera verdad.

—¿Qué significa para mí cómo sea usted? —respondió—. A una seña suya ascendería al séptimo cielo para traerla a la tierra para mí solo… y si la viera inmersa hasta el cuello en el vicio, el crimen, el lodo, iría tras usted, la recibiría en mis brazos…, la llevaría como una joya incomparable sobre mi pecho. Y eso es amor…, amor verdadero…, el regalo y la maldición de los dioses. No hay más.

La sinceridad que vibraba en su voz hizo que se echara atrás ligeramente, pues ella no podía escuchar eso… siquiera un momento, siquiera una sola vez en su vida. Le repugnaba; y en su turbación, quizá inspirada por la evocación de su nombre o para atenuar la aspereza de su expresión, pues estaba vagamente conmovida, le habló en francés.

—Assez! J’ai horreur de tout cela —dijo.

Estaba pálido como un muerto pero ya no tiritaba. La suerte estaba echada y ni aun la furia podía modificar la tirada. Pasó junto a él sin desviarse y él la siguió senda abajo. Después de un rato le oyó decir:

—¿Y su sueño es influir en la suerte de un humano?

—¡Sí! —respondió ella abruptamente, imperturbable en su completa seguridad de mujer.

Entonces puede descansar tranquila. Lo ha hecho.

Ella alzó los hombros ligeramente. Pero justo antes de alcanzar el final de la senda se aplacó, de detuvo y volvió atrás, hacia él.

—No creo que esté muy deseoso de que la gente sepa cuánto se ha aproximado a la infamia absoluta. En cuanto a eso puede estar tranquilo. Hablaré con mi padre, desde luego, y estaremos de acuerdo en decir que él ha muerto…, nada más.

—Sí —dijo Renouard con una voz sin vida—. Él está muerto, su mismo fantasma nos dejará dentro de poco.

Ella continuó, pero él se quedó de pie, clavado, en el ocaso. Ella ya había alcanzado las tres palmeras cuando oyó tras de sí unas fuertes risotadas, cínicas y lúgubres, como las que se oyen en las salas de fumadores al final de una historia difamante. Eso hizo que se desvaneciese realmente por un momento.

 

XI

 

Una completa oscuridad envolvió despacio a Geoffrey Renouard. Su determinación le había fallado. En lugar de seguir a Felicia al interior de la casa, se había detenido bajo las tres palmeras, y apoyándose en un tronco liso se había abandonado a la impresión de un inmenso desengaño y a la sensación de una fatiga extrema. La caminata loma arriba, de nuevo abajo, había sido como el esfuerzo soberano de un explorador que tratara de penetrar el interior de un país desconocido cuyo secreto se encuentra demasiado bien defendido por una naturaleza árida y cruel. Atraído por un espejismo, había ido demasiado lejos…, tan lejos que no había vuelta atrás. Sus fuerzas habían llegado a su fin. Por primera vez en su vida tenía que rendirse, y con una especie de domino de sí desesperado trató de entender el motivo de su derrota. No se la imputó a ese ridículo muerto.

La sombra vacilante de Luiz se le acercó sin ser advertida, hasta que habló medrosa. Renouard se sobresaltó.

—¿Eh? ¿Qué? ¿La cena espera? Debes decir que ruego ser excusado. No puedo ir. Pero los veré mañana por la mañana en el embarcadero. En cuanto a la salida de la goleta, haz lo que ordene el profesor. Ahora ve.

Luiz, estupefacto, se insertó en la oscuridad. Renouard no se movió, pero horas después, como el fruto amargo de su inmovilidad, las palabras: “Yo no tuve nada que ofrecer a su vanidad” salieron de sus labios en el silencio de la isla. Y fue solo entonces cuando se activó, únicamente para vencer la noche en trajinado vagabundeo de acá para allá por los distintos senderos de la plantación. Luiz, cuyo sueño era ligero por la conciencia de algún cambio inminente, oyó pisadas junto a su sombrero, el pisar firme del amo, y volviéndose sobre sus esteras emitió un débil ¡Tse! ¡Tse! ¡Tse! de honda preocupación.

Las luces habían estado prendidas en el bungalow casi toda la noche, y con los primeros indicios del día empezó el ajetreo de la partida. Los mozos bajaban marchando en procesión, acarreando las maletas y los enseres hacia el bote de la goleta que había arribado al embarcadero en el extremo del jardín. Justo cuando el sol naciente arrojaba su aureola dorada en torno al perfil púrpura del acantilado, se discernía al hacendado de Malata recorriendo con la cabeza descubierta la curva de la pequeña bahía. Cruzó unas cuantas palabras con el oficial de la goleta, después se quedó en pie junto al barco, muy derecho, los ojos hacia el suelo, esperando.

No tuvo que esperar mucho. El profesor fue el primero en descender al frío y ensombrecido jardín y bajaba la senda airoso entre un animado crujir de pequeñas conchas. Con su parasol cerrado enganchado al antebrazo y un libro en la mano, parecía un vulgar turista más de lo que cabría esperar en un hombre de tan sin par notoriedad. Ondeó el brazo libre en la distancia, pero de cerca, retenido ante la inmovilidad de Renouard, no hizo amago de estrecharle la mano. Parecía evaluar el semblante del hombre con mirada penetrante, cuando se decidió.

—Vamos a regresar por Suez —comenzó casi bullicio—. He buscado y encontrado en los cuadernos de navegación. Con que los céfiros de su Pacífico sean solo moderadamente propicios creo que con seguridad cogeremos el barco correo que debe llegar a Marsella el 18 de marzo. Éste me viene espléndidamente… —Suavizó su tono—. Mi estimado y joven amigo, le estoy profundamente agradecido.

Los labios fijos de Renouard se movieron.

—¿Por qué me está agradecido?

—¡Ah! ¿Por qué? En primer lugar podría habernos hecho perder el siguiente barco, ¿no es cierto?… No le doy las gracias por su hospitalidad. No puede enojarse conmigo por que diga que en verdad agradezco librarme de ella, pero le estoy agradecido por lo que ha hecho y… por ser como es.

No era fácil interpretar el tono de aquel discurso, pero Renouard lo recibió con una sonrisa austera y ambigua. El profesor, entrando en el barco, abrió su parasol y se sentó sobre los tablones de popa a esperar a las damas. Ningún ruido de voz humana rompió el fresco silencio de la mañana mientras caminaban por la anchurosa senda, con la señorita Moorsom un poco por delante de su tía.

Cuando llegó frente a él, Renouard elevó la cabeza.

—Adiós, señor Renouard —dijo con voz queda, pretendiendo proseguir, pero había tal expresión de súplica en el destello azul de los ojos anegados de Renouard que, tras un titubeo imperceptible ella tendió su mano, desenguantada, sobre su palma extendida.

—¿Consentirá en recordarme? —preguntó él, mientras una emoción que la enojaba ruborizaba los pálidos pómulos de ella y hacía centellear sus ojos negros.

—Es una extraña petición la que usted hace —dijo ella exagerando la frialdad de su tono.

—¿Lo es? Imprudente tal vez. Sin embargo, no soy tan culpable como piensa, y tenga presente que a mí nunca podrá resarcirme.

—¿Resarcir? ¡A usted! Es usted el que no puede resarcirme por la ofensa contra mis sentimientos… y mi persona, pues, ¿qué resarcimiento sería adecuado para su odioso y ridículo plan, tan despreciable en lo que implica, tan humillante para mi orgullo? ¡No! No quiero recordarle.

Inesperadamente, de un rígido tirón, la atrajo más cerca de él, y mirando en sus ojos con desesperación osada:

—Tendrá que hacerlo. La perseguiré —dijo con firmeza.

Arrancó su mano del apretón antes de que él tuviera tiempo de soltarla. Felicia Moorsom entró al barco, se sentó al lado de su padre, y respiró tiernamente sobre sus dedos estrujados.

El profesor la miró de reojo…, nada más. Pero la hermana del profesor, aún en la orilla, había alzado la doble lente de mango largo para observar la escena. La dejó caer con leve rechinar.

—Nunca en mi vida oí decir algo tan grosero a una dama —refunfuñó, pasando ante Renouard con la cabeza plenamente erguida. Cuando, un momento después, de repente apaciguada, se volvió para lanzar un adiós a ese joven, únicamente vio su espalda en la distancia moviéndose hacia el bungalow. Lo vio irse… admirada… antes de que también ella abandonase el suelo de Malata.

Nadie perturbó a Renouard en esa habitación donde se había encerrado para respirar hasta avanzada la tarde el perfume evanescente de quien ya no existía para él, cuando se oyó al mestizo al otro lado de la puerta.

Quería que el patrón supiera que el mercante Janet acababa de entrar en la ensenada.

La voz recia de Renouard al otro lado de la puerta dio unas instrucciones más que inesperadas. Iba a liquidar a los muchachos con el dinero en efectivo de la oficina y acordar con el capitán del Janet que se llevara consigo a todos los trabajadores de Malata, devolviéndolos a sus respectivos hogares. Se le entregaría como pago una orden con la firma de Dunster.

Y de nuevo el silencio en el bungalow siguió intacto hasta que, a la mañana siguiente, el mestizo fue a comunicarle que todo se había llevado a cabo. Los muchachos de la plantación ya estaban embarcando.

Por un resquicio de la puerta una mano le extendió un trozo de papel, y la puerta dio un portazo tan brusco que Luiz dio un paso atrás. Entonces, aproximándose servilmente al ojo de la cerradura, preguntó en tono conciliador:

—¿Yo también voy, patrón?

—Sí, tú también. Todo el mundo.

—¿El patrón queda aquí solo?

Silencio. Los ojos del mestizo se agrandaron con asombro. Pero él también, como esos “tontos salvajes”, los muchachos de la plantación, solo podía estar alegre de abandonar una isla poseída por el fantasma de un hombre blanco. Dejó atrás, sin ruido, el misterioso silencio de la habitación cerrada, y solo a la altura de la entrada del bungalow se permitió desahogar sus sentimientos con un imprecativo y doloroso:

—¡Tse! ¡Tse! ¡Tse!

 

XI

 

Los Moorsom efectivamente lograron coger el barco correo de regreso, pero solo dispusieron de veinticuatro horas en la ciudad. Por lo tanto el sentimental de Willie no pudo verlos mucho. Esto no le impidió narrar posteriormente con gran profusión, con valientes lágrimas en los ojos, cómo la pobre señorita Moorsom…, la belleza elegante e inteligente…, había encontrado a su prometido en Malata únicamente para verlo morir en sus brazos. La mayoría de la gente se sintió enternecida profundamente por la triste historia. Fue el tema de conversación durante un buen número de días.

Pero el redactor jefe sabelotodo, el único amigo y compinche de Renouard, quiso saber más que el resto del mundo. Por incontinencia profesional, quizá, tuvo sed de empaparse de tortuosos detalles. Y cuando advirtió que la goleta de Renouard seguía en el muelle día tras día, buscó al oficial para enterarse de la razón. El hombre le contó que sus instrucciones eras ésas. Se le había ordenado permanecer allí un mes antes de retornar a Malata. Y el mes estaba a punto de concluir. “Le pido que me dé un pasaje”, dijo el redactor jefe.

Desembarcó por la mañana en el extremo del jardín y encontró paz, quietud, luminosidad reinando por todas partes; las puertas y ventanas del bungalow permanecían ampliamente abiertas, no se avistaba a un ser humano en ningún lugar, las plantas crecían altas y exuberantes en los campos desiertos. Durante horas el redactor jefe y la tripulación de la goleta, excitados por el misterio, deambularon por la isla gritando el nombre de Renouard, y al final, en un silencio solemne determinaron explorar de forma sistemática el tupido bosque y los barrancos más profundos en busca de su cadáver. ¿Qué había sucedido? ¿Lo habían asesinado los muchachos? ¿O sencilla, caprichosa y calladamente había dejado la plantación llevándose a la gente con él? Era imposible explicarse lo que había sucedido. Finalmente, al declinar del día, el redactor jefe y el oficial descubrieron unas huellas de sandalia cruzando una franja de playa arenosa en la orilla norte de la bahía. Siguiendo esas huellas temerosos, bordearon la estribación del acantilado, y allí, sobre una piedra extensa, encontraron las sandalias, la chaqueta blanca de Renouard y el sarong malayo a cuadros que se sabía bien el plantador de Malata usaba para bañarse. Estas cosas formaban un pequeño montón, y el marinero comentó, después de contemplarlo en silencio:

—Los pájaros han estado revoloteando sobre esto más de un día.

—Ha ido a bañarse y se ha ahogado —clamó el redactor jefe con consternación.

—Lo dudo, señor. Si se hubiera ahogado en el radio de una milla desde la orilla el cuerpo habría sido arrastrado a los arrecifes. Y nuestros barcos no han encontrado nada hasta ahora.

Nunca se encontró nada…, y la desaparición de Renouard se quedó en su mayor parte sin explicar. Pues, ¿a quién se le podría haber ocurrido que un hombre pudiera encaminarse tranquilamente a nadar más allá del confín de la vida…, con brazada firme…, sus ojos fijos en una estrella?

La tarde siguiente, desde la goleta que se alejaba, el redactor jefe miró por última vez hacia atrás, a la isla desierta. Una nube negra amenazaba con indiferencia sobre la roca alta de la loma central; y bajo el silencio misterioso de esa sombra, Malata yacía melancólica, con aire de aflicción en la salvaje puesta de sol, como recordando el corazón que allí se había roto.

*FIN*


“The Planter of Malata”,
Within the Tides: Tales, 1915


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