Casa digital del escritor Luis López Nieves


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El hombre que corrompió Hadleyburg

[Cuento - Texto completo.]

Mark Twain

I

Ocurrió hace muchísimos años. Hadleyburg era la población más honrada e íntegra de toda la región. Había conservado sin mácula esa fama durante tres generaciones, y se mostraba más orgullosa de ella que de todas sus demás riquezas. Tan orgullosa estaba, y tal anhelo sentía de asegurar su perpetuidad, que empezó a enseñar a sus bebés los principios de la honradez en los tratos desde la cuna, e hizo de esas enseñanzas el fundamento de su cultura a lo largo de todos los años consagrados a su educación. Asimismo, se tenía cuidado de apartar del camino de los jóvenes, durante los años de su formación, lo que pudiera tentarles, a fin de que su honradez tuviera todas las oportunidades de endurecerse y solidificarse, y convertirse así en una parte de sus mismos huesos. Las poblaciones próximas sentían celos de esta honrosa supremacía, y simulaban mofarse del orgullo de Hadleyburg, calificándolo de vanidad. A pesar de todo, no tenían más remedio que reconocer que Hadleyburg era de verdad una población incorruptible, y si se les apremiaba, admitían también que el simple hecho de que un joven afirmase proceder de Hadleyburg era la única recomendación que necesitaba al salir de su ciudad natal en busca de un empleo de responsabilidad.

Pero un día, con el transcurso del tiempo, tuvo Hadleyburg la mala suerte de ofender a un forastero que iba de paso. Quizá lo hizo sin saberlo, y, desde luego, sin darle importancia, porque Hadleyburg se bastaba a sí misma, y le importaban un comino los forasteros y lo que pudieran pensar. Sin embargo, les habría hecho bien en hacer una excepción con aquel individuo, porque era un hombre rencoroso y vengativo. Durante un año, en todas sus andanzas, conservó presente el recuerdo de la ofensa recibida, y dedicó todos sus momentos de ocio a la tarea de inventar un desquite que lo compensara. Urdió muchos planes, todos ellos buenos, pero ninguno lo bastante devastador. El menos eficaz lastimaría a un gran número de personas, pero lo que aquel hombre quería era un plan que abarcase a la población entera, sin que uno de sus habitantes escapase sin daño. Al fin tuvo una idea afortunada, que cuando surgió en su cerebro iluminó toda su cabeza con un júbilo maligno. Empezó en el acto a trazar el plan, diciéndose: «Esto es lo que hay que hacer: yo pervertiré la ciudad».

Seis meses después se fue a Hadleyburg, y llegó en un carruaje buggy a eso de las diez de la noche a la casa del viejo cajero del banco. Sacó un fardo del carruaje, se lo echó al hombro, cruzó vacilante el patio de la casa y llamó a la puerta. Una voz de mujer le contestó:

—Adelante.

El hombre entró, colocó su fardo detrás de la estufa de la sala y pidió cortésmente a la anciana que estaba leyendo el Heraldo de los Misioneros, junto a la lámpara:

—Por favor, señora, seguid sentada, no la molestaré. Ya está. Ahí está muy bien oculto, nadie diría que está ahí. ¿Podría hablar un momento con vuestro esposo, señora?

No, se había marchado a Brixton, y quizá no regresase hasta la mañana siguiente.

—Perfecto, señora, no importa. Yo solo deseaba dejar a su cuidado este fardo, para que sea entregado al legítimo dueño cuando se descubra quién es. Yo soy forastero, vuestro esposo no me conoce, esta noche he venido a la ciudad solo para quitarme de encima un asunto que me trae preocupado desde hace tiempo. Mi encargo queda ya realizado, y me marcho satisfecho y un poco orgulloso. Ya no me volverá usted a ver. El fardo lleva sujeto un papel que explicará todo. Buenas noches, señora.

La anciana sintió miedo de aquel desconocido misterioso y corpulento y se alegró de verlo marchar. Pero despertó su curiosidad. Fue derecha al fardo y cogió el papel. Empezaba como sigue:

PARA SER PUBLICADO,

o para que se busque mediante indagaciones particulares al verdadero interesado, lo mismo da una cosa que otra. Este fardo contiene monedas de oro que pesan ciento sesenta libras y cuatro onzas…

—¡Dios nos valga, y pensar que la puerta no está cerrada con llave!

La señorita Richards corrió a la puerta, toda trémula, y la cerró. Acto seguido bajó las persianas de la ventana y permaneció asustada, preocupada, y preguntándose qué otra cosa podría hacer para ponerse a ella y al dinero a salvo de todo peligro. Se mantuvo al acecho durante un rato por si escuchaba ladrones, y luego se rindió a la curiosidad y volvió junto a la lámpara para terminar de leer el documento:

… Yo soy un extranjero, y me vuelvo a mi país a quedarme allí para siempre. Quedo agradecido a América por lo que he recibido de sus manos durante mi larga estancia bajo su bandera, y estoy muy especialmente agradecido a uno de sus ciudadanos, un ciudadano de Hadleyburg, por una gran fineza que tuvo conmigo hará un par de años. En realidad, no es una la fineza, sino dos. Me explicaré: yo era jugador. Digo que era. Yo era un jugador arruinado. Llegué de noche a esta población, hambriento y sin una moneda en el bolsillo. Pedí socorro en la oscuridad, sentía vergüenza por mendigar a la luz del día. Le pedí a la persona adecuada. Me dio veinte dólares, es decir, me dio la vida, o al menos así me pareció a mí. Me dio también fortuna, porque con aquel dinero me enriquecí en las mesas de juego. Por último, no se me ha ido de la cabeza, hasta el día de hoy, cierta observación que él me hizo, y que al fin ha podido más que yo y ha salvado lo que me quedaba de sentido moral. Ya no volveré a jugar. Pero no tengo la menor idea de quién era aquel hombre, y quiero encontrarlo. Quiero entregarle este dinero, para que él lo regale, lo gaste o lo guarde, según sea de su agrado. Yo solo quiero darle un testimonio de mi gratitud. Si pudiera permanecer aquí, yo mismo daría con él; pero no importa, se le encontrará. Esta es una población honrada, una población incorruptible, y yo sé que puedo confiar en ella sin temor. Ese hombre puede ser identificado por la observación que me hizo; estoy convencido de que él la recordará.

Mi plan es, pues, el siguiente: si usted prefiere realizar la investigación por su propia cuenta, hágalo. Háblele del contenido de este escrito a cualquier persona que crea que pueda ser el interesado. Si esa persona contesta: «En efecto, soy yo, el comentario que le hice fue este y este», compruébelo usted de esta manera: abra el fardo, y dentro del mismo encontrará un sobre lacrado que contiene la observación. Si lo que dice el candidato concuerda con lo contenido en el sobre, entregue usted el dinero, sin más preguntas, porque con toda seguridad se trata de la persona a quien yo busco.

Pero si prefiere que la investigación sea pública, publique el presente escrito en el periódico local, y agregue las siguientes instrucciones: el candidato deberá comparecer dentro de treinta días en el ayuntamiento a las ocho de la noche (viernes), y entregar su observación en sobre lacrado al reverendo Burgess (si él tiene la amabilidad de acceder); y que el señor Burgess rompa allí mismo los cierres del fardo, lo abra y vea si las observaciones concuerdan. Si es así, que se entregue el dinero, con mi más sincero agradecimiento, a mi bienhechor, así identificado.

La señora Richards se sentó, estremeciéndose ligeramente de emoción, y pronto se quedó embelesada en unos pensamientos de este tipo: «¡Qué cosa más extraña es esta…! ¡Y qué suerte para aquel hombre bondadoso que echó su pan sobre las aguas! ¡Ojalá hubiera sido mi marido quien lo hizo! ¡Porque somos tan pobres, tan viejos y tan pobres…!». Y después, con un suspiro: «Pero no fue mi Edward. No, no fue él quien dio a un desconocido veinte dólares. Es una lástima, ahora lo veo». Más tarde agregó con un escalofrío: «Pero ¡es dinero de un jugador! El salario del pecado: nosotros no podríamos aceptarlo, no podríamos tocarlo. No me gusta estar cerca de ese dinero, parece una profanación». Se trasladó a una silla más alejada: «Me gustaría que llegase Edward y se lo llevase al banco. Podría venir un ladrón en cualquier momento, es cosa terrible estar aquí sola con este dinero».

El señor Richards llegó a las once, y su esposa dijo:

—¡Cuánto me alegro de que hayas llegado!

El respondió:

—Estoy cansadísimo, cansado de que no puedo más. Es cosa terrible ser pobre y, a mis años, verse obligado a realizar estos viajes agotadores. Siempre trabajando, trabajando y trabajando, por un salario, convertido en esclavo de otro hombre, mientras él está repantigado en su casa con las zapatillas puestas, rodeado de riquezas y de comodidades.

—Ya sabes, Edward, que yo lo siento por ti. Pero consuélate, tenemos nuestra subsistencia, disfrutamos de buena reputación…

—Sí, Mary, y de ahí no pasamos. No hagas caso de lo que digo, ha sido nada más que un momento de irritación que nada significa. Bésame…, así, ya pasó todo, y ya no me quejo. ¿Qué te han traído? ¿Qué hay en el fardo?

Entonces su mujer le contó el gran secreto. El hombre se quedó aturdido por un momento, y luego dijo:

—¿Y pesa ciento sesenta libras? Pues esto, Mary, son cuarenta mil dólares. Date cuenta, ¡es una verdadera fortuna! No hay en el pueblo diez hombres que la tengan. Dame el papel.

Le echó un vistazo y dijo:

—¡Vaya aventura! Esto es una novela, una de esas cosas imposibles que uno lee en los libros, y jamás se tropieza en la vida. —Estaba ya interesadísimo, alegre, incluso jubiloso. Dio unos golpecitos en las mejillas de su vieja esposa, y dijo con buen humor—: ¡Somos ricos, Mary, ricos! Lo único que necesitamos hacer es enterrar el dinero y quemar el papel. Si el jugador viene alguna vez a indagar, nos limitaremos a mirarle fríamente y a decirle: «¿Qué paparruchas está usted hablando? Jamás lo hemos visto a usted ni hemos oído hablar de su fardo de oro hasta ahora». Entonces él se quedará como un estúpido, y…

—Y entre tanto, mientras tú andas bromeando, el dinero sigue ahí, y nos estamos acercando con rapidez a la hora de los ladrones.

—Cierto. Muy bien. ¿Qué quieres que hagamos, una investigación particular? No, eso no, porque le quitaría lo que tiene de novelesco. Es preferible el método de investigación pública. ¡Piensa en el barullo que armará! Todas los demás pueblos nos tendrán envidia, porque jamás un extranjero confiaría semejante cosa a ninguna población que no fuera Hadleyburg, y ellos lo saben. Es un privilegio para nosotros. Tengo que ir ahora mismo a la imprenta, de lo contrario será demasiado tarde.

—Pero, Edward, espera, espera, no me dejes aquí sola con esto.

Pero él ya se había marchado. Aunque por poco tiempo. No lejos de su casa tropezó con el director y propietario del periódico, le entregó el papel y le dijo:

—Cox, aquí hay algo interesante para usted, publíquelo.

—Quizá sea demasiado tarde, señor Richards, pero veré qué puedo hacer.

Ya en casa, él y su mujer se sentaron para charlar otra vez sobre el cautivador misterio. No estaban en condiciones de dormir. La primera pregunta que se planteaba era esta: ¿quién podía ser el ciudadano que entregó al desconocido veinte dólares? La pregunta parecía sencilla, ambos contestaron al mismo tiempo:

—Barclay Goodson.

—Sí —dijo Richards—, pudo ser él, es un hombre que hace estas cosas, pero no hay otro parecido en el pueblo.

—Edward, en eso estarán todos de acuerdo, naturalmente en privado. Desde hace seis meses nuestro pueblo ha vuelto a ser una vez más lo que era: honrado, mezquino, mojigato y avaro.

—Eso es lo que él dijo siempre, hasta el día de su muerte; lo dijo sin recato, públicamente.

—Sí, y por eso el pueblo le tuvo inquina.

—Por supuesto, pero a él le tenía sin cuidado. Creo que fue el hombre más odiado entre nosotros, después del reverendo Burgess.

—Bueno, Burgess se lo merece, y ya no tendrá nunca aquí otra congregación de fieles. Dentro de la mezquindad, nuestro pueblo sabe valorarlo a él debidamente. ¿No te parece raro, Edward, que este forastero haya señalado a Burgess para hacer la entrega del dinero?

—Pues sí, me parece extraño. Es decir, es decir…

—¿A qué viene tanto es decir? ¿Es que tú también lo elegirías a él?

—Mary, quizá el forastero lo conoce mejor que este pueblo.

—¡Mucho va a ganar con ello Burgess!

El marido parecía perplejo, sin saber qué contestar. La mujer lo miraba con fijeza, y esperó. Por fin, y con la vacilación de quien afirma una cosa que con seguridad será puesta en duda, dijo el señor Richards:

—Mary, Burgess no es un mal hombre.

La esposa manifestó verdadera sorpresa.

—¡Qué tonterías! —exclamó.

—No es un mal hombre. Me consta. Toda su impopularidad arranca de aquello…, de aquello que hizo tanto ruido.

—¡Naturalmente que de «aquello»! ¡Como si «aquello» no fuese bastante por sí mismo!

—Ya lo creo, ya lo creo. Pero él no fue el culpable.

—¡Qué manera de hablar la tuya! ¿Que no fue el culpable? Todo el mundo sabe que sí.

—Mary, te doy mi palabra de que es inocente.

—No lo puedo creer, y no lo creo. ¿Cómo lo sabes?

—Es una confesión. Me avergüenza, pero lo confesaré. Yo fui el único hombre al que le constaba que él era inocente. Hubiera podido salvarlo, y…, y… ya sabes qué agitado estaba el pueblo, y no tuve el valor de hacerlo. Todos se habrían vuelto contra mí. Me sentí ruin, completamente ruin; pero no me atreví, no tuve la hombría de afrontar aquello.

Mary daba muestras de estar turbada, y permaneció un rato en silencio. Luego dijo, tartamudeando:

—No…, no creo que con ello hubiese salido ganando, porque es preciso…, ejem, tener en cuenta la opinión pública, hay que tener cuidado con… —Aquel era un camino difícil, y la mujer se quedó atascada, pero después de unos momentos arrancó de nuevo—: Fue una gran pena, pero…, Edward, no nos lo podíamos permitir, no podíamos de ninguna manera. ¡Te digo que yo no hubiera consentido que lo hicieses por nada del mundo!

—Nos habría hecho perder la buena voluntad de muchísima gente, Mary, y entonces…, y entonces…

—Lo que ahora me preocupa, Edward, es lo que él pensará de nosotros.

—¿Él? Él no sospecha que yo habría podido salvarlo.

—¡Cuánto me alegro de eso que dices! —exclamó la mujer, en tono de alivio—. Mientras él lo ignore, él…, él…, pues la verdad, la cosa cambia mucho. Bien mirado, yo debería haberme figurado que él no lo sabe, porque se esfuerza siempre por ser amigable con nosotros a pesar de los pocos ánimos que le damos. Más de uno me lo ha echado en cara. Ahí tienes a los Wilson, a los Wilcox y a los Harkness, que me dicen con maligno placer: «Burgess, el amigo de ustedes», porque saben que me molesta. Me agradaría que no le gustáramos, no puedo imaginar por qué razón persiste.

—Yo sí puedo explicarlo. Es otra confesión. Cuando aquello era todavía reciente y era la comidilla de todos y la ciudad se preparaba para pasearlo montado en un raíl, mi conciencia me lastimó de tal manera que no pude soportarlo, y fui a darle aviso en secreto. Por eso se ausentó él de la ciudad, y no regresó hasta que no hubo peligro.

—¡Edward! ¡Si el pueblo lo hubiese descubierto…!

—¡No digas eso! Todavía se me pone la carne de gallina cuando lo pienso. Me arrepentí un minuto después de haberlo hecho, y tuve miedo incluso de contártelo, por si tu cara lo delataba a alguien. No dormí en toda la noche por la preocupación. Pero, después de algunos días, vi que nadie sospecharía de mí, y desde entonces me alegro cuando pienso en lo que hice. Me alegro todavía, Mary, me alegro de verdad.

—Y yo también me alegro ahora, porque eso habría sido darle un trato vergonzoso. Sí, me alegro, porque, bien mirado, estabas en la obligación de hacerlo. Pero, Edward, ¿y si algún día se descubriese?

—No se descubrirá.

—¿Por qué?

—Porque todo el mundo cree que fue Goodson.

—¡Naturalmente que lo creen!

—Desde luego. Y por supuesto que a él le tuvo sin cuidado. Convencieron a ese pobre viejo Sawlsberry de que fuese a verlo y se lo echase en cara, y él se marchó fanfarroneando y lo hizo. Goodson lo miró de arriba abajo, como si buscase la parte del cuerpo que más podría despreciar, y le dijo: «De modo que es usted del comité de investigaciones, ¿verdad?». Sawlsberry le contestó que eso era, más o menos. «¿Y quieren detalles, o cree que se conformarán con una especie de explicación general?». «Si quieren detalles, volveré a decírselo, señor Goodson, llevaré primero la explicación general». «Perfecto, dígales usted entonces que se vayan todos al infierno, creo que eso es bastante general. Y además, Sawlsberry, le daré a usted un consejo. Cuando regrese para los detalles tráigase un canasto para que pueda llevar a su casa los restos de usted».

—Eso es muy propio de Goodson, es su estilo. Ese hombre tenía solo una vanidad: pensaba que podía dar consejos mejor que nadie.

—Con eso quedó liquidado el asunto, y nosotros a salvo, Mary. Ya no se habló más.

—Válgame Dios, yo no lo pongo en duda.

Volvieron luego a retomar con gran interés el misterio del fardo de oro. No tardó la conversación en sufrir interrupciones, ocasionadas por el ensimismamiento de los interlocutores que se fueron haciendo más y más frecuentes. Por último, Richards se absorbió por completo en sus pensamientos. Permaneció sentado largo rato, contemplando ausente el suelo, y al poco acentuaba sus pensamientos con débiles movimientos nerviosos de las manos que parecían demostrar molestia. Su esposa, mientras tanto, había recaído en un silencio pensativo y sus movimientos empezaron a mostrar desasosiego y preocupación. Por último, Richards se levantó y paseó sin rumbo por la habitación, peinándose el cabello con los dedos, igual que suelen hacer los sonámbulos cuando tienen una pesadilla. Entonces pareció llegar a un propósito firme, y sin decir una palabra, se caló el sombrero y salió rápidamente de casa. Su mujer permaneció sentada, meditabunda, con la cara contraída, y pareció no darse cuenta de que estaba sola. De cuando en cuando murmuraba:

—Y no nos dejes caer en la ten…; pero…, pero ¡somos tan pobres, tan pobres!; no nos dejes caer… ¿Quién saldría perjudicado con ello?, y nadie lo sabría nunca; no nos dejes…

La voz se ahogó en balbuceos. Al poco rato levantó la vista y masculló entre asustada y alegre:

—¡Se marchó! Pero, válgame Dios, quizá llegue demasiado tarde, demasiado tarde. Quizá no, quizá ha llegado a tiempo.

Se levantó y se quedó pensando, mientras estrechaba sus manos con angustia. Un ligero escalofrío sacudió su cuerpo y exclamó, con la garganta reseca:

—Que Dios me perdone, es terrible pensar en tales cosas, pero… ¡Señor, y cómo estamos hechos, de qué manera más extraña estamos hechos!

Apagó entonces la luz, se deslizó con sigilo por el cuarto, se arrodilló junto al fardo y palpó con las manos sus costados llenos de cantos, acariciándolos amorosamente. En sus pobres ojos envejecidos había un brillo glotón. Cayó en varios accesos de ensimismamiento, y de vez en cuando parecía que volvía en sí y murmuraba:

—¡Si hubiésemos esperado! ¡Oh, si hubiésemos esperado un poco más y no nos hubiésemos precipitado!

Mientras tanto, Cox había ido a su casa desde las oficinas y le había contado a su mujer todo lo relacionado con el extraño suceso. Ambos habían intercambiado impresiones con ansiedad, y barruntaron que el difunto Goodson era el único hombre del pueblo capaz de socorrer a un extranjero necesitado con una suma tan generosa como la de veinte dólares. Hubo una pausa en su conversación y los dos se quedaron pensativos y silenciosos. Pero poco a poco se fueron poniendo nerviosos e inquietos. Por fin, la mujer dijo, como hablando para sí misma:

—Nadie conoce este secreto sino los Richards y nosotros.

El marido salió de sus meditaciones con un ligero sobresalto y miró anhelante a su mujer, que se había puesto muy pálida. Se levantó vacilando, miró furtivamente a su sombrero, luego a su mujer, como en una especie de interrogación muda. La señora Cox tragó saliva una o dos veces, se llevó la mano a la garganta y acto seguido asintió con la cabeza en lugar de hablar. Un instante después estaba sola y hablando entre dientes consigo misma.

Richards y Cox se apresuraban por las calles desiertas, viniendo de direcciones opuestas. Se tropezaron, jadeantes, al pie de las escaleras de la imprenta, y allí ambos leyeron a la luz de la noche sus rostros respectivos. Cox cuchicheó:

—¿Nadie, aparte de nosotros, lo sabe?

La respuesta, en un murmullo, fue:

—Ni un alma, palabra de honor.

—Si no fuera demasiado tarde para…

Los dos hombres echaron a correr escaleras arriba. En ese instante fueron alcanzados por un muchacho, y Cox preguntó:

—¿Eres tú, Johnny?

—Sí, señor.

—No despaches todavía el primer correo, ni ningún otro. Espera hasta que yo te lo ordene.

—Señor, salieron ya.

—¿Que salieron? —Había en el tono de esas palabras una desilusión indecible.

—Sí, señor. Hoy cambiaron el horario para Brixton y todas las poblaciones de más allá, señor. Tuve que empaquetar los periódicos veinte minutos antes de lo ordinario. Tuve que darme prisa; si hubiese tardado dos minutos más…

Los dos hombres se dieron media vuelta y se alejaron, caminando con lentitud, sin esperar a oír el resto. Ninguno de los dos habló por espacio de diez minutos. Entonces Cox dijo, con voz irritada:

—No acierto a comprender qué es lo que impulsó a usted a obrar con tal precipitación.

La contestación fue bastante humilde:

—Ahora me doy cuenta, pero no sé cómo, lo cierto es que no lo pensé hasta que fue demasiado tarde. La próxima vez…

—¡Al diablo con la próxima vez! Ni en mil años se presentará otra como esta.

Los amigos se separaron sin darse las buenas noches y se encaminaron apesadumbrados a sus casas con los andares de un hombre herido de muerte. Cuando llegaron, sus esposas se pusieron en pie de un salto y de sus labios salió un ansioso:

—¿Y bien?

Pero vieron la respuesta en sus ojos y se dejaron caer en el asiento con gran dolor, sin esperar a una respuesta en voz alta. En ambas casas se produjo una discusión bastante acalorada, lo cual era nuevo en ellas. Habían tenido antes, pero no de tal rudeza. Las discusiones de esta noche parecían plagiadas la una de la otra. La señora Richards dijo:

—Si hubieses esperado, Edward, si te hubieses parado, por lo menos, a pensar. Pero no, tuviste que salir corriendo a la imprenta y extender la noticia por todo el mundo.

—El papel decía que se publicase.

—Eso no significa nada, porque también decía que lo hicieses de forma privada, si lo preferías. ¿Es cierto o no?

—Sí, sí, es cierto; pero al pensar en lo sensacional de la noticia y en el cumplido que significaba para Hadleyburg que un extranjero tuviese en nuestro pueblo tal confianza…

—Desde luego, eso ya lo sé, pero si te hubieras detenido a pensar habrías visto que era imposible que dieses con el interesado, porque ese hombre está ya en su tumba y no ha dejado tras él hijos ni parientes, y con tal de que el dinero fuese a parar a alguien que lo necesita terriblemente, y no se perjudicase a nadie, y…, y…

No pudo seguir y rompió a llorar. Su marido buscó alguna frase reconfortante y salió con lo siguiente:

—Mary, después de todo, seguro que habrá sido mejor que lo hayamos hecho así. Tiene que ser lo mejor, eso lo sabemos. Y es preciso que recordemos que así está dispuesto por Dios.

—¡Dispuesto por Dios! Todo está dispuesto por Dios, dicen siempre los que necesitan una razón para excusar su estupidez. Pues también estuvo dispuesto por Dios que nos llegase a nosotros el dinero de esa manera extraordinaria y fuiste tú el que te entrometiste en los designios de la Providencia. ¿Quién te dio ese derecho? Has pecado, eso es lo que has hecho. Fue tu acción de una presunción blasfema, que desmerece a quien dice profesar mansa y humildemente la…

—Pero, Mary, tú sabes lo que nos han enseñado durante toda la vida, lo mismo que a todo el pueblo, hasta que ha llegado a ser en nosotros una segunda naturaleza no detenernos un solo instante a pensar cuando se trata de realizar una acción honrada.

—Ya lo sé, ya lo sé, nos hemos pasado la vida en un eterno entrenar y entrenar y entrenar en la honradez. Hemos vivido desde la misma cuna protegidos contra toda seducción posible, por lo que nuestra honradez es artificial y tan débil como el agua cuando llega la tentación, como lo hemos visto esta noche. Bien sabe Dios que jamás tuve ni siquiera la sombra de una duda acerca de mi pétrea e indestructible honradez hasta ahora. Y ahora, al sentir la primera tentación fuerte y auténtica, yo… Edward, estoy convencida de que la honradez de este pueblo está tan corrompida como la mía y tanto como la tuya. Nuestro pueblo es mezquino, duro de corazón y tacaño, y no tiene otra virtud más que esta honradez tan renombrada y de la que tan vanidosos nos sentimos. Por eso, créeme que si llega un día en que esa honradez caiga por efecto de una gran tentación, toda nuestra fama se derrumbará como un castillo de naipes. Ahí está, he confesado y me siento mejor. Soy una embaucadora, y lo he sido toda mi vida, sin saberlo. No consentiré que nadie me vuelva a llamar honrada. No pasaré por ello.

—Pues, Mary, la verdad es que me siento como tú. También a mí me resulta extraño, muy extraño. Jamás lo hubiera creído.

Siguió un largo silencio. Los dos esposos estaban sumidos en sus meditaciones. Por fin, la esposa alzó la vista y dijo:

—Ya sé lo que estás pensando, Edward.

El señor Richards tenía el aspecto avergonzado de quien se siente cazado.

—Me da vergüenza tener que confesarlo, Mary, pero…

—No te preocupes, Edward, yo estaba pensando lo mismo.

—Quizá sí. Dime lo que pensabas.

—Tú pensabas que si uno pudiera adivinar cuál fue el consejo que Goodson le dio al forastero…

—Eso es, ni más ni menos. Me siento culpable y avergonzado. ¿Y tú?

—Yo, ni siquiera eso. Pongamos aquí un jergón, tenemos que montar guardia hasta que abran por la mañana la caja fuerte del banco y admitan el fardo. ¡Válgame Dios, y qué equivocación hemos cometido!

Echaron el jergón en el suelo, y Mary dijo:

—¿Cuál pudo ser el «Ábrete, Sesamo»? ¿Cuál pudo ser aquella observación? Bueno, acostémonos ya.

—¿Dormiremos?

—No, pensaremos.

—Sí, pensaremos.

Para entonces también el matrimonio Cox habían transitado por su pelea y su reconciliación y se estaban yendo a la cama a pensar, pensar, agitarse, inquietarse y preocuparse por dar con la observación que Goodson dio a aquel hombre perdido y en apuros. El consejo de oro, el consejo que vale cuarenta mil dólares en moneda contante y sonante.

La razón por la que las oficinas del telégrafo del pueblo abrieron más tarde de lo normal aquella noche fue esta: el capataz del periódico de Cox era el representante local de la Associated Press. Podía decirse que era honorario, porque no llegaban a cuatro las veces que podía enviar en un año treinta palabras que le fuesen aceptadas. Esta vez no ocurrió lo mismo. El telegrama que envió dando cuenta de la noticia que había pescado tuvo inmediata contestación:

Envía relación completa, todos los detalles, mil doscientas palabras.

¡Colosal pedido! El capataz sirvió lo que le pedían y se sintió el hombre más orgulloso del estado. Al día siguiente, a la hora del desayuno, el nombre de Hadleyburg la incorruptible estaba en boca de toda América, desde Montreal hasta el golfo, desde los glaciares de Alaska hasta los naranjales de Florida; millones y millones de personas hablaban del extranjero y de su fardo de dinero, preguntándose si se encontraría al verdadero interesado, y esperando recibir pronto más noticias sobre el asunto, sin falta.

II

El pueblo de Hadleyburg se despertó gozando de celebridad mundial, atónito, feliz, engreído. Engreído más allá de lo imaginable. Sus diecinueve ciudadanos importantes, con sus mujeres, fueron de un lado para otro intercambiando apretones de manos, radiantes, sonrientes, felicitándose, diciéndose que aquello equivalía a agregar una palabra más al diccionario: Hadleyburg, sinónimo de incorruptible, destinada a vivir para siempre en los diccionarios. Y los ciudadanos de menor importancia, con sus mujeres, fueron y vinieron haciendo lo mismo que los demás. Todos corrieron al banco para ver el fardo de dinero, y antes de mediodía comenzaron a acudir multitudes ofendidas y envidiosas desde Brixton y las poblaciones próximas. Aquella tarde y al día siguiente llegaron periodistas de todas partes a cerciorarse de la autenticidad del fardo y de su historia para escribirla de nuevo, hacer llamativos dibujos del talego, de la casa de Richards, del banco, de la iglesia presbiteriana, de la iglesia bautista, de la plaza pública y del ayuntamiento, en el que se haría la prueba y se entregaría el dinero, y también para sacar infames retratos de los Richards, del banquero Pinkerton, de Cox, del capataz del periódico, del reverendo Burgess, del jefe de correos. Y hasta de Jack Halliday, el holgazán, bondadoso, insignificante pescador, cazador, amigo de sus amigos, benefactor de los perros abandonados y típico Sam Lawson del pueblo. El menudo, engreído y grasiento Pinkerton mostraba el fardo a cuantos llegaban, se frotaba complacido las manos enjutas y se explayaba sobre la estupenda fama de honradez que tenía el pueblo, como lo demostraba el hecho actual, que la corroboraba. Manifestaba su fe y su esperanza de que ese ejemplo se extendiese por los confines del mundo americano, hasta ser el punto de partida en materia de regeneración moral, etcétera.

Transcurrida una semana, las cosas habían vuelto ya a su cauce, la alocada borrachera de orgullo y de júbilo se había apaciguado hasta convertirse en una satisfacción suave, dulce y callada, en una especie de gozo profundo, innominado, indecible. Todas las caras rebosaban paz y santa felicidad.

De pronto sobrevino un cambio. Fue un cambio gradual, tanto que apenas si se advirtieron sus comienzos. Quizá nadie los advirtió, salvo Jack Halliday, a quien nada se le escapaba, y que era también quien lo tomaba todo a guasa, fuera lo que fuese. Empezó a lanzar pullas sobre si la gente no parecía tan feliz como uno o dos días antes; después se empeñó en decir que ese nuevo talante se estaba convirtiendo en clara tristeza; a continuación, que aquello tomaba un mal cariz; y acabó afirmando que todos se habían vuelto tan huraños, pensativos y distraídos que podría robar al hombre más mezquino del pueblo una moneda de un centavo de lo más hondo del bolsillo del pantalón sin que saliese de su ensimismamiento.

En esta etapa, o alrededor de esta etapa, los cabezas de las diecinueve principales familias dejaron caer cada uno en su casa, a la hora de acostarse, un comentario de esta clase:

—¿Cuál pudo ser la observación que hizo Goodson?

De inmediato, y con un escalofrío, contestaba su esposa:

—¡No digas eso! ¿Qué idea horrible estás maquinando en tu cabeza? ¡Por amor de Dios, olvídala!

Pero a la noche siguiente se les escapó otra vez a aquellos hombres la misma pregunta y obtuvieron idéntica respuesta. Pero menos firme.

Y la tercera noche volvieron a formular la misma pregunta en un impulso de angustia, como distraídos. Esta vez (y la siguiente) las esposas se inquietaron un poco e intentaron contestar algo. Pero no lo hicieron.

A la otra noche recuperaron el habla y contestaron, con anhelo:

—¡Si una pudiera adivinarlo!

Los comentarios de Halliday se fueron haciendo cada día más burlones, desagradables y despectivos. Se paseó por todas partes, mofándose del pueblo, individualmente y en conjunto. No había otra risa que la suya. El pueblo cayó en un vacío y un ensimismamiento huecos y dolorosos. No se lograba encontrar por ninguna parte siquiera una sonrisa. Halliday iba de un lado para otro con una caja de cigarros encima de un trípode, simulando que era una cámara. Detenía a los transeúntes, los enfocaba con ella y decía:

—¡Listo! Ponga usted una cara agradable, por favor.

Pero ni siquiera con tan graciosa ocurrencia lograba que aquellas caras alargadas mostrasen, por sorpresa, una expresión de simpatía.

Transcurrieron tres semanas. Ya solo quedaba una. Era sábado por la tarde, después de la cena. A esa hora, que había sido siempre de ajetreo y movimiento, de andar de tiendas y de canturreos, las calles estaban vacías y desoladas. Richards y su vieja esposa se encontraban retirados en su salita, tristes y meditabundos, como ya lo estaban todas las noches. Durante toda su vida habían dedicado esas horas a leer, hacer punto, charlar animadamente, hacer y recibir visitas en la vecindad; pero todo eso ya estaba muerto y enterrado desde siglos atrás, es decir, desde hacía dos o tres semanas. Ahora no hablaba nadie, nadie leía, nadie hacía visitas, todos los habitantes de la aldea se retraían en sus casas, entre suspiros, desasosiego y silencio, tratando de adivinar aquella observación.

El cartero dejó un sobre. Richards echó una ojeada lánguida a la dirección y al sello de correos, ambos desconocidos, y tiró la carta encima de la mesa, reanudando sus barruntos, sus miserias y sus desesperanzas en el punto en que las había dejado. Dos o tres horas más tarde, su mujer se levantó con muestras de aburrimiento y se marchaba ya a la cama sin dar las buenas noches, cosa ahora corriente, pero se detuvo cerca de la carta, la contempló un momento sin ningún interés, abrió el sobre y empezó a leerla por encima. Richards, que estaba sentado con la silla reclinada en la pared y con la barbilla entre las rodillas, oyó caer algo al suelo. Era su mujer. El marido se acercó de un salto, pero ella gritó:

—¡No me toques, que soy demasiado feliz! ¡Lee la carta, léela!

La leyó. La devoró, con la cabeza dándole vueltas. La carta procedía de un estado lejano y decía:

Soy un desconocido para usted, pero no importa. Tengo algo que decirle. Acabo de llegar a mi hogar procedente de México y me he enterado del episodio en cuestión. Como es natural, usted ignora quién hizo aquella observación, pero yo lo sé y soy la única persona viviente que lo sabe. Fue Goodson. Nos conocimos bien, hace muchos años. Aquella noche pasaba yo por su pueblo, y fui huésped en la casa de Goodson hasta que llegara el tren de medianoche. Lo oí cuando hacía aquella advertencia al forastero en la oscuridad, en Hale Alley. Goodson y yo hablamos del asunto de camino a su casa, y mientras fumábamos en su salón. Mencionó en la conversación los nombres de muchos convecinos de usted, de la mayoría de los cuales se expresó en forma muy poco favorable, exceptuando a dos o tres. Entre estos últimos estaba usted. Digo que se expresó favorablemente, nada más que eso. Recuerdo que afirmó que no le gustaba ninguna persona del pueblo, ni una sola, pero que usted (yo creo que fue a usted a quien se refirió, estoy casi seguro) le había hecho en cierta ocasión un favor muy grande, quizá sin darse cuenta de todo su valor, y que le gustaría disponer de una fortuna para poder dejársela a usted cuando él falleciese, así como una maldición para cada uno del resto de los ciudadanos. Entonces: si en efecto fue usted quien le hizo ese favor, es también su heredero legítimo y a quien corresponde el fardo de oro. Yo sé que puedo confiar en su honor y en su honradez, porque estas virtudes son una herencia infalible de todos los ciudadanos de Hadleyburg. Por eso voy a revelarle la observación, completamente seguro de que si no es usted el hombre de quien Goodson me habló, buscará hasta que encuentre al que de verdad lo sea, a fin de que la deuda de gratitud que con él tenía contraída el pobre Goodson quede pagada. Esta es la advertencia: «Está usted lejos de ser una mala persona; siga su camino y corríjase».

HOWARD L. STEPHENSON

—¡Oh, Edward, el dinero es nuestro! ¡Qué agradecida estoy; oh, qué agradecida! Bésame, querido, hace una eternidad que no nos besamos, y necesitamos tanto el dinero… Desde ahora eres libre de Pinkerton y de su banco, y ya no serás nunca esclavo de nadie. Siento tal alegría que me parece que me han nacido alas.

El matrimonio pasó media hora de felicidad en el sofá, acariciándose. Era como si hubiesen vuelto los viejos tiempos, cuando iniciaron su noviazgo, y que duraron sin interrupción hasta el día en que el forastero trajo el dinero fatal. Al rato dijo la mujer:

—¡Oh, Edward, qué suerte que le hicieses ese gran favor al pobre Goodson! Yo no le tuve nunca simpatía, pero ahora siento amor por él. Además, fue algo magnífico y hermoso por tu parte no hablar ni jactarte del asunto. —Acto seguido, y con tono de censura, agregó—: Pero a mí sí que debiste decírmelo, Edward, a tu mujercita sí que debiste decírselo.

—Pues verás, Mary, es que yo, bueno…

—Basta ya de titubeos y de que se te trabe la lengua, explícamelo todo, Edward. Siempre te he querido, y ahora me siento orgullosa de ti. Todo el mundo cree que en este pueblo solo hay un alma buena y generosa, y ahora resulta que esa alma eres tú, Edward. ¿Por qué no me lo cuentas?

—Pues verás…, ejem… ¡No puedo, Mary!

—¿Que no puedes? ¿Por qué no puedes?

—Verás, es que él…, ejem…; bueno, él me hizo prometer que no lo contaría a nadie.

La esposa lo miró de arriba abajo y dijo muy despacio:

—¿Dices que… te hizo prometer? ¿Para qué me dices esto, Edward?

—¿Es que me crees capaz de mentir, Mary?

Ella se quedó turbada y en silencio durante un instante, y luego dejó reposar su mano dentro de la de su marido y dijo:

—No, no. Es que ya no estamos en nuestros cabales, ¡que Dios nos perdone! En toda tu vida has dicho una mentira. Pero ahora, ahora parece como si se derrumbasen bajo nuestros pies los cimientos de las cosas, y nosotros, nosotros… —Se atragantó un instante, y luego exclamó con voz entrecortada—: No nos dejes caer en la tentación. Edward, yo creo que hiciste esa promesa. Dejémoslo estar. Apartémonos de un terreno semejante. Ya pasó todo. Seamos otra vez felices, no es este momento para nubarrones.

A Edward le costó algún esfuerzo hacer lo que le decía su esposa, porque su pensamiento seguía divagando en un afán por acordarse del favor que él había hecho a Goodson.

El matrimonio pasó despierto la mayor parte de la noche. Mary, feliz y atareada, y Edward, atareado, pero no tan feliz. Mary hacía planes sobre lo que haría con su dinero. Edward seguía esforzándose por recordar aquel favor. Al principio sintió remordimientos de conciencia por la mentira que había dicho a Mary, si es que lo era. Después de mucho meditar se dijo: «Supongamos que era una mentira. ¿Y qué? ¿Tanta importancia tiene? ¿No actuamos siempre a base de mentiras? ¿Por qué, pues, no decirlas? Fíjate en Mary, fíjate en qué habría hecho. ¿Qué pensaba ella mientras yo corría a cumplir honradamente con el encargo del forastero? ¡Se lamentaba de que no hubiese destruido los documentos y nos hubiésemos podido quedar con el dinero! ¿Es, acaso, mejor robar que mentir?».

Esa cuestión alivió su pesar, la mentira quedó relegada a último término y dejó paso a la tranquilidad. Entonces apareció otro asunto: ¿había él, en efecto, hecho aquel favor? Allí estaba la afirmación misma de Goodson, tal como Stephenson la reproducía en su carta. No era posible demostración mejor que aquella, de hecho era una prueba terminante. Por supuesto. Quedaba, pues, resuelto este punto. Aunque no, no del todo. Recordó con un ligero respingo que el desconocido señor Stephenson se mostraba una pizca inseguro sobre si quien hizo aquel favor había sido él u otra persona, y apelaba nada menos que a su honor. Era él mismo quien tenía que decidir a quién había de ir a parar el dinero, y el señor Stephenson no dudaba de que, si él no era la persona apropiada, se portaría como hombre de honor y descubriría al interesado. La verdad, resultaba odioso colocar a un hombre en esa situación. ¿Por qué Stephenson no se callaría sus dudas? ¿Por qué se le ocurrió importunar con ellas?

Siguió meditando. ¿Por qué Stephenson mantuvo en la memoria el apellido Richards como el que correspondía al hombre que había hecho el favor, y no el de nadie más? Eso presentaba buen aspecto. Sí, eso presentaba muy buen aspecto. Y cada vez lo presentó mejor y mejor, hasta que se convirtió en prueba terminante. Entonces Richards apartó por fin el tema de sus pensamientos, porque un instinto secreto le decía que, una vez demostrada una prueba, lo mejor era no volver a tocarla.

Se sentía ya razonablemente tranquilo, pero otro detalle más pugnaba por su consideración. Desde luego, él había hecho ese favor; sobre ese punto no cabía duda. Pero ¿cuál fue? Tenía que recordarlo. No se dormiría hasta que lo hubiese hecho, de ese modo sería completa la paz de su alma. Y le dio vueltas y vueltas a la cabeza. Pensó en una docena de cosas distintas, posibles o probables. Pero ninguna parecía un favor proporcional, un favor lo suficientemente grande, un favor que mereciese tamaña recompensa, que fuese digna de la fortuna que Goodson deseó dejarle en su testamento. Y, de todos modos, Richards no podía recordar haber realizado ninguno de ellos. Bueno, bueno: ¿qué género de favor podía ser el que despertase en un hombre aquel agradecimiento tan desbordante? Ya está: ¡era la salvación de su alma! Eso debía de ser. Sí, Richards recordaba con cuánto empeño acometió en una ocasión la tarea de convertir a Goodson y que empeñó en esa empresa lo menos…, iba a decir tres meses, pero, meditándolo mejor, lo fue achicando hasta un mes; luego hasta una semana; a continuación, hasta un día; y, finalmente, lo redujo a cero. Sí, ahora lo recordaba, y con desagradable vivacidad, que Goodson le contestó que se fuese de allí en mala hora, y que se preocupase de sus propios asuntos, ¡porque él no quería seguir a los de Hadleyburg ni siquiera al cielo!

De modo, pues, que esa solución resultó un fracaso, porque él no había salvado el alma de Goodson. Se sintió descorazonado. Pero, poco después, se le ocurrió otra idea: ¿habría él salvado los bienes de Goodson? No, tampoco eso, porque Goodson no tenía nada. ¿Y su vida? ¡Ahí estaba! ¡Por supuesto! Pero ¿cómo no se le había ocurrido pensar antes en eso? Esta vez sí que estaba sobre la pista adecuada. El molino de su imaginación se lanzó enseguida a trabajar con ahínco.

Desde ese momento se consagró, por espacio de dos horas agotadoras, a salvar la vida de Goodson. La salvó de toda clase de maneras difíciles y peligrosas. En todas ellas la salvó satisfactoriamente hasta cierto punto, pero justo cuando empezaba a convencerse de que había sucedido, surgía de pronto un detalle que lo echaba todo a perder, y hacía la cosa imposible. Por ejemplo, cuando estuvo a punto de ahogarse. Richards salió nadando y arrastró a Goodson a tierra en un estado de inconsciencia, mientras una gran multitud miraba y aplaudía. Pero cuando lo tuvo todo pensado y empezaron a acudir a su memoria los detalles, surgió sobre el asunto un verdadero enjambre de puntos contradictorios. Si aquello hubiese ocurrido, toda la población se habría enterado, Mary también, y la cosa brillaría en la memoria de Richards como un faro luminoso, en lugar de presentársele como un favor sin importancia, que quizá le prestó «sin darse cuenta de todo su valor». Y, llegado a ese punto, Richards recordó de pronto que él no sabía nadar.

Pero ¡ah! Había un punto que se le había pasado por alto desde el principio: tenía que tratarse de un favor que él le había prestado «sin darse cuenta de todo su valor». Por ahí era por donde tenía que seguir para encontrarlo con facilidad. Sí, esa era una pista más fácil que todas las demás. Y, desde luego, no tardó en descubrirlo. Hacía años, muchísimos años, Goodson estuvo a punto de contraer matrimonio con una joven bonita y muy simpática, Nancy Hewitt, pero, fuera por lo que fuese, se rompió el compromiso. La joven falleció, Goodson permaneció soltero y poco a poco se le agrió el carácter y llegó a despreciar con franqueza al género humano. Muy poco después del fallecimiento de la muchacha, el pueblo descubrió, o creyó descubrir, que la difunta llevaba en las venas una cucharadita de sangre de negro. Richards elaboró durante un buen rato esos detalles, e incluso creyó recordar ciertas cosas relacionadas con los mismos, que con seguridad se le habían extraviado en la memoria por una duradera falta de atención. Le pareció recordar con vaguedad que había sido él quien descubrió lo de la sangre de negro; que había sido él quien lo contó a sus convecinos; que estos dijeron a Goodson de dónde procedía la noticia; que, de ese modo, él había salvado a Goodson de casarse con una muchacha de color; que le había hecho este gran favor «sin darse cuenta de todo su valor». Mejor dicho, sin que ni él mismo supiese que lo había hecho, pero que Goodson lo apreciaba en toda su importancia, porque se había librado por los pelos del peligro, y murió agradecido a su bienhechor y anhelando poseer una fortuna que dejarle. Ahora lo veía todo claro y sencillo, y cuantas más vueltas le daba, más luminoso lo veía y mayor era su seguridad. Por último, cuando se acurrucó en la cama y se dispuso a dormir, satisfecho y feliz, recordó todo el asunto como si hubiese sido cosa del día anterior. Hasta rememoró con cierta confusión cómo Goodson le dijo palabras de agradecimiento. Mientras tanto, Mary había gastado ya seis mil dólares en una casa nueva y en unas pantuflas para el pastor de su iglesia, y después se había quedado dormida con gran sosiego.

Ese mismo anochecido del sábado, el cartero había entregado una carta a todos y cada uno de los restantes ciudadanos de categoría, es decir, diecinueve cartas en total. No había entre ellas dos que tuviesen el mismo sobre, ni dos cuyas direcciones estuviesen escritas con igual letra; pero las cartas que iban dentro eran todas exactamente iguales en todos los detalles, menos en uno. Eran copias idénticas de la carta recibida por Richards —letra manuscrita y todo—, y estaban todas firmadas por Stephenson; pero en lugar del apellido Richards, cada recipiendario leyó en la suya su propio apellido.

Durante toda la noche los dieciocho ciudadanos de categoría hicieron lo mismo que a esa misma hora estaba haciendo Richards, su hermano de casta, es decir, consagrando sus energías intentando recordar cuál era el servicio notable que habían hecho de un modo inconsciente a Barclay Goodson. En ninguno de los casos fue aquella una tarea distraída; sin embargo, todos tuvieron éxito.

Y mientras ellos se entregaban a tan difícil ocupación, sus mujeres se pasaron la noche gastando el dinero, cosa fácil. Durante aquella noche única, las diecinueve esposas invirtieron un promedio de siete mil dólares cada una del total de cuarenta mil que había en el talego; es decir, ciento treinta y tres mil dólares en conjunto.

Al día siguiente Jack Halliday se llevó una sorpresa. Notó que las caras de los diecinueve principales ciudadanos y de sus mujeres mostraban otra vez la expresión de felicidad sosegada y santa. No logró entenderla, ni se le ocurrieron tampoco comentarios que pudieran dañar o turbar esa felicidad. Le llegó a él, pues, el turno de sentirse descontento. Por mucho que barruntara acerca de los motivos que tenían para sentirse felices, fallaba en todos los casos después de un examen atento. Cuando tropezó con la señora Wilcox y observó la placidez radiante de su rostro, se dijo a sí mismo: «Es que le ha parido su gata». Siguió su camino y preguntó a la cocinera; no había parido. También la cocinera se había fijado en aquella felicidad, pero ignoraba la causa. Cuando Halliday descubrió el duplicado de aquella radiante placidez en el rostro de Barriga de Sábalo Billson —apodo que tenía en el pueblo—, tuvo la seguridad de que algún convecino de Billson se había roto la pierna; pero al investigarlo descubrió que no había ocurrido tal cosa. El éxtasis manso que descubrió en la cara de Gregory Yates solo podía significar una cosa: que se había quedado sin suegra; pero también ahí se equivocó. «En cuanto a Pinkerton, seguro que ha cobrado una moneda de diez centavos que él daba ya por perdidos». Etcétera, etcétera. En algunos casos los barruntos tenían que quedar en suspenso, pero en otros resultaban claras equivocaciones. Por último, Halliday se dijo a sí mismo: «Sea por lo que sea, el caso es que hay en Hadleyburg diecinueve familias que están, por el momento, en la gloria; ignoro lo que ha ocurrido; lo único que sé es que la Providencia no está hoy de servicio».

Cierto arquitecto y constructor originario de un estado colindante se había arriesgado hacía poco a establecer un pequeño negocio en aquella población de tan pocas perspectivas, y el rótulo de su negocio no llevaba aún colgado una semana. Todavía no tenía un solo cliente; el hombre se hallaba descorazonado y lamentando haberse establecido en semejante comunidad. Pero de pronto cambió para él la veleta. Primero una y luego otra, las esposas de dos de los ciudadanos destacados le dijeron en secreto:

—Venid a mi casa el lunes, pero nada digáis por el momento. Estamos pensando en construir…

Ese mismo día recibió once invitaciones. Aquella noche escribió a su hija y dio por nulo el compromiso que esta tenía con un estudiante. Alegó que podría hacer una boda una milla más elevada que aquella.

Pinkerton, el banquero, y dos o tres hombres que estaban en buena posición, proyectaron construir villas campestres, pero lo dejaron para un poco más adelante. Esa clase de gente no cuenta sus pollos hasta que han salido del cascarón.

Los Wilson idearon una gran novedad: un baile de disfraces. No hicieron promesas en firme, pero contaron a todas sus amistades, en el seno de la confianza, que estaban dándole vueltas a la idea y que creían que se decidirían a organizarlo, «y si lo hacemos, podéis, desde luego, daros por invitados». La gente se quedó sorprendida y se dijeron unos a otros:

—Pero ¡estos pobres Wilson se han vuelto locos! Ellos no pueden permitírselo.

Varias entre las diecinueve dijeron en secreto a sus maridos:

—Es una buena idea; no diremos nada hasta después que los Wilson den su baile barato, y entonces nosotros daremos uno que los enfermará.

Fueron corriendo los días, y la factura de los despilfarros futuros fue creciendo y creciendo, haciéndose más y más desatinada, más y más disparatada y temeraria. Empezó a parecer que cada uno de los diecinueve se disponía a gastar no solo sus cuarenta mil dólares antes de la fecha en que habían de recibirlos, sino también a endeudarse antes de cobrar el dinero. En algunos casos, aquellas gentes de cabeza ligera no se contentaron con hacer proyectos, sino que hicieron compras al fiado. Compraron tierras, hipotecas, granjas, valores especulativos, ropas elegantes, caballos y otras cosas, pagaron la cuota de entrada y firmaron el compromiso de pago por el saldo a diez días de la fecha. En ese momento, un segundo pensamiento, ya sosegado, empezó a circular, y Halliday pudo observar que en muchas caras empezaba a retratarse una espantosa preocupación. Quedó nuevamente intrigado, sin saber a qué palo apostar. «Los gatitos de la señora Wilcox no se han muerto, puesto que no nacieron todavía; nadie se ha roto una pierna; no ha decrecido el número de suegras; nada en absoluto ha ocurrido. Este es un misterio insoluble».

Hubo también otro hombre intrigado: el reverendo Burgess. Durante días y días, adondequiera que él iba, la gente parecía seguirle, o estar al acecho de su persona; siempre que se encontraba en algún lugar apartado, podía estar seguro de que surgiría alguno de los diecinueve, le pondría a escondidas en la mano un sobre y le cuchichearía: «Para que sea abierto el viernes por la noche en la Casa Consistorial». Y luego, el susodicho se esfumaba como un criminal. El reverendo Burgess esperaba que surgiese un solo pretendiente al fardo, y llegaba hasta dudarlo en vista de que Goodson había fallecido, pero jamás se le ocurrió que tal cantidad de personas pudieran pretenderlo. Finalmente, cuando amaneció el célebre viernes, se encontró con que tenía diecinueve sobres.

III

Jamás el salón de sesiones había presentado un cuadro más distinguido. La plataforma que se alzaba al fondo estaba respaldada por una vistosa tapicería de banderas, así como la delantera de las galerías laterales. Cada tanto en las paredes colgaban guirnaldas de banderolas que cruzaban la sala, y las columnas también estaban envueltas en banderas. Todo aquello se había hecho para producir impresión en los forasteros, porque se hallarían allí presentes en número considerable, y una gran parte de ellos estarían relacionados con los periódicos. El lleno era completo. Los cuatrocientos doce asientos estaban ocupados, así como las sesenta y ocho sillas de más que se habían amontonado en los pasillos. Los escalones de la plataforma estaban ocupados, y sobre ella había asientos para algunos forasteros distinguidos. En las mesas de forma de herradura que cercaban el frente y los costados de la plataforma, había tomado asiento un numeroso pelotón de corresponsales especiales que habían acudido de todas partes. Era aquella la reunión de gentes mejor vestidas que se había visto en el pueblo. Se podían contemplar algunos atavíos bastante costosos, y en algunos de los casos las mujeres que los llevaban parecían estar poco acostumbradas a ellos. O, por lo menos, la gente del pueblo tuvo esa sensación, aunque quizá surgiese de que sabían que aquellas damas jamás habían estado en el interior de aquellos vestidos.

El fardo de oro reposaba sobre una mesita en la parte delantera de la plataforma, donde pudiera verlo toda la concurrencia. El grueso de esta lo contemplaba con un interés ardoroso, un interés que les hacía la boca agua, un interés anhelante y patético. Una minoría de diecinueve matrimonios lo contemplaba con ternura y cariño, como quien contempla una cosa de su propiedad, y la mitad masculina repetía para sus adentros los pequeños y conmovedores discursos, improvisados, de agradecimiento por los aplausos y las felicitaciones de la concurrencia que iban a pronunciar poco después. De cuando en cuando, alguno de aquellos varones sacaba del bolsillo del chaleco un papel y lo repasaba en secreto para refrescar la memoria.

Como es natural, había un runruneo de conversaciones, como siempre ocurre; pero, por último, cuando se levantó el reverendo Burgess y apoyó su mano en el fardo, se hizo tal silencio que se hubieran podido oír a los microbios mordisqueando. Relató la curiosa historia, y pasó luego a hablar en calurosos términos de la vieja y bien ganada reputación de Hadleyburg por su honradez inmaculada y del justo orgullo del pueblo por esa fama. Dijo que era esta un tesoro de inapreciable valor, y que ese valor quedaba ahora realzado de manera inestimable por mano de la Providencia, porque el reciente episodio había propagado su renombre por todos lados; y había hecho que todo el mundo americano enfocase sus miradas hacia aquel pueblo, y de su nombre, así lo esperaba y creía, un sinónimo de incorruptibilidad comercial para todos los tiempos. [Aplausos]

—¿Y quién ha de ser el guardián de este magnífico tesoro? ¿La comunidad? ¡No! La responsabilidad es individual, no comunal. Desde hoy en adelante, todos y cada uno de vosotros ha de ser en su propia persona su guardián especial, y erigirse individualmente responsable de que no ha de sufrir daño alguno. ¿Aceptáis, cada uno de vosotros, este gran deber? [Síes tumultuosos] Pues entonces todo va bien. Transmitídselo a vuestros hijos y a los hijos de vuestros hijos. Hoy está vuestra pureza a salvo de toda censura; cuidad de que siga estándolo. Hoy no hay persona en vuestra comunidad capaz de aventurarse a echar mano a un solo penique que no sea suyo; cuidad de manteneros en esa condición.

—¡Lo haremos, lo haremos!

—No es este lugar para establecer comparaciones entre nosotros y otros pueblos, algunos de los cuales no nos tratan con afecto. Ellos tienen sus costumbres, nosotros, las nuestras; que cada cual esté, pues, satisfecho. [Aplausos] He terminado, amigos míos. Tengo bajo mi mano un reconocimiento elocuente que hace un extranjero de lo que nosotros somos. Gracias a él, de hoy en adelante todo el mundo lo sabrá. Ignoramos quién es, pero yo le manifiesto en nombre de todos vuestra gratitud y os pido que levantéis vuestras voces en señal de aprobación.

Toda la concurrencia se levantó como un solo hombre e hizo que retumbasen los muros con el estruendo de su agradecimiento durante largos minutos. Después, se sentaron todos, y el reverendo Burgess sacó un sobre de su bolsillo. La concurrencia contuvo el aliento mientras lo abría y sacaba una hoja de papel. Leyó su contenido despacio y con solemnidad mientras el auditorio escuchaba con atención extática lo que el mágico documento decía. Cada una de sus palabras tenía el valor de un lingote de oro:

—«La observación que yo hice al extranjero en apuros fue la siguiente: “Está usted muy lejos de ser una mala persona; siga su camino y corríjase”». —Y prosiguió—: Dentro de un momento sabremos si la advertencia que aquí se transcribe corresponde a la que está oculta dentro del fardo. Si resulta que, en efecto, así es (y no tengo la menor duda), este fardo de oro pertenece a un conciudadano que de hoy en adelante comparecerá ante la nación como el símbolo de la virtud especial que ha hecho célebre a nuestro pueblo por todo el país: ¡el señor Billson!

La concurrencia se había preparado ya para estallar en un verdadero vendaval de aplausos, pero, en vez de eso, pareció atacada de parálisis. Hubo durante unos momentos un silencio profundo, seguido de una oleada de murmullos que recorrió toda la sala, que decían, más o menos, lo siguiente:

—¿Billson? ¡Vamos, eso no se aguanta por ningún lado! ¡Dar Billson a un forastero, ni a nadie, veinte dólares! ¡A otro con esos cuentos!

Al llegar a ese punto, contuvo la concurrencia el aliento otra vez, víctima de otro súbito acceso de asombro, porque descubrió que mientras en una parte del vestíbulo el diácono Billson se ponía en pie con la cabeza mansamente inclinada, hacía lo propio en otra parte el abogado Wilson. Reinó por unos momentos un silencio de perplejidad.

Todo el mundo estaba intrigado, y diecinueve parejas mostraban sorpresa e indignación.

Billson y Wilson se volvieron el uno hacia el otro y se contemplaron. Billson preguntó, burlón:

—¿Por qué se levanta usted, señor Wilson?

—Porque tengo derecho. Quizá tenga usted a bien explicar a la concurrencia por qué se levanta.

—Con muchísimo gusto. Porque yo escribí ese papel.

—¡Es una falsedad y una impudicia! Quien lo escribió fui yo.

Ahora le llegó a Burgess el turno de quedar paralizado. Se quedó mirando como alelado primero a uno de aquellos hombres y luego al otro, como si no comprendiese nada. La concurrencia estaba estupefacta. Entonces habló el abogado Wilson y dijo:

—Pido que se lea el nombre con que está firmado este papel.

Esas palabras hicieron volver en sí a la presidencia, que leyó en voz alta el nombre:

—John Wharton Billson.

—¡Ahí está! —gritó Billson—. ¿Qué tiene que decir ahora? ¿Qué clase de disculpas va usted a presentarme y va a presentar a esta concurrencia, a la que ha ofendido, por la impostura que ha querido representar?

—No hay por qué presentar disculpas, señor. En cuanto a lo demás, yo lo acuso a usted públicamente de haber sustraído mi nota al señor Burgess, y de haberla sustituido con una copia que usted firmó con su propio nombre. Solo de esa manera pudo usted hacerse con la observación. Solo yo, entre todas las personas, poseía el secreto de esa frase.

Si aquello continuaba, era probable que degenerase en escándalo. Todo el mundo advirtió con angustia que los escribas copiaban como locos. Muchas personas gritaban:

—¡Presidencia, presidencia! ¡Orden, orden!

Burgess golpeó con su mallete en la mesa y dijo:

—No nos olvidemos de las buenas formas. Es evidente que en alguna parte ha habido una equivocación, pero con seguridad que la cosa no pasa de ahí. Si el señor Wilson me dio un sobre (y ahora recuerdo que, en efecto, me lo dio), todavía lo conservo.

Sacó uno del bolsillo, lo abrió, lo miró, pareció sorprendido y preocupado y permaneció en silencio algunos momentos. Acto seguido hizo con la mano un movimiento mecánico de vaivén, se esforzó para decir algo y renunció a ello, presa del abatimiento. Varias voces gritaron:

—¡Que lo lea, que lo lea! ¿De qué se trata?

Entonces el señor Burgess, como aturdido y sonámbulo, leyó:

—«La observación que hice al desdichado forastero fue la siguiente: “Está usted lejos de ser una mala persona. —La concurrencia tenía clavados los ojos en él, llena de admiración—. Siga su camino y corríjase”».

Murmullos:

—¡Es asombroso! ¿Qué puede querer decir esto?

El presidente agregó:

—Este que he leído está firmado por Thurlow G. Wilson.

—¡Ya está! —exclamó Wilson—. Supongo que eso liquida la cuestión. Sabía con toda seguridad que mi nota había sido plagiada.

—¡Plagiada! —replicó Billson—. Yo le haré saber que ni usted ni hombre alguno de su ralea se arriesgará a…

LA PRESIDENCIA: «¡Orden, caballeros, orden! Siéntense los dos, por favor».

Ambos obedecieron, sacudiendo las cabezas y refunfuñando airadamente. La concurrencia se hallaba por completo intrigada, no sabía qué hacer en aquella curiosa circunstancia. Thompson, el sombrerero, se levantó a continuación. Le habría gustado ser uno de los diecinueve, pero no podía aspirar a tanto. Sus existencias de sombreros no bastaban para ocupar semejante posición. Dijo:

—Señor presidente, si se me permite hacer una sugerencia, ¿no sería posible que estos dos caballeros estuviesen en lo cierto? Le planteo, señor, esta pregunta: ¿puede ocurrir que ambos hayan dicho al forastero las mismas palabras? A mí me parece…

El curtidor se puso en pie y lo interrumpió. Era un hombre irritable, se creía con títulos para ser uno de los diecinueve, pero no conseguía que le reconociesen esa categoría. Eso era causa de que se mostrase siempre algo antipático en sus maneras y en su conversación. Dijo:

—¡Alto ahí, ese no es el asunto! Una cosa así podría ocurrir dos veces en un siglo, pero no lo demás. ¡Ni el uno ni el otro dieron los veinte dólares! [Murmullos de aprobación]

BILLSON: «¡Yo se los di!».

WILLSON: «¡Yo se los di!».

A continuación, ambos se acusaron mutuamente de rateros.

LA PRESIDENCIA: «¡Orden! Siéntense, por favor. Siéntense los dos. Ninguna de las notas salió por un instante de mis manos».

UNA VOZ: «Bueno, con eso sabemos ya a qué atenernos».

EL CURTIDOR: «Señor presidente, una cosa está clara: uno de estos dos hombres debió de meterse debajo de la cama del otro para escuchar y robar los secretos íntimos. Si no resulta antiparlamentario sugerirlo, haré notar que los dos son capaces de semejante cosa».

LA PRESIDENCIA: «¡Orden! ¡Orden!».

EL CURTIDOR: «Retiro la sugerencia, señor, y me limitaré a insinuar que si uno de ellos ha oído al otro cuando revelaba a su mujer la observación, lo atraparemos de inmediato».

UNA VOZ: «¿Cómo?».

EL CURTIDOR: «Fácil. No han copiado los dos la frase en los mismos términos. Si no hubiese mediado un largo rato y una pelea llena de excitación entre las dos lecturas, lo habríais descubierto».

UNA VOZ: «Señale usted la diferencia».

EL CURTIDOR: «En la nota de Billson aparece la palabra “muy”, y en la otra no».

MUCHAS VOCES: «¡Así es, está en lo cierto!».

EL CURTIDOR: «Por eso, si la presidencia quiere examinar la nota que está dentro del fardo, sabremos cuál de estos dos farsantes…».

LA PRESIDENCIA: « ¡Orden!».

EL CURTIDOR: « Cuál de estos dos aventureros…».

LA PRESIDENCIA: « ¡Orden, orden!».

EL CURTIDOR: «Cuál de estos dos caballeros [Risas y aplausos] tiene títulos suficientes para ceñirse el cinturón de campeón entre los charlatanes desvergonzados que vieron la luz en este pueblo, al que ha deshonrado y que de hoy en adelante se convertirá para él en un lugar de vergüenza». [Aplausos entusiastas]

MUCHAS VOCES: «¡Abridlo! ¡Abrid el fardo!».

El señor Burgess hizo un corte en el fardo, metió la mano y sacó un sobre, en el que había dos notas dobladas. Y entonces dijo:

—Una lleva escrito: «Para no ser leída hasta después que lo hayan sido todas las comunicaciones dirigidas a la presidencia, si es que hay alguna». La otra dice: «La comprobación». Permítanme ustedes: «No exijo que la primera parte de la observación que me fue hecha por mi bienhechor sea reproducida con absoluta exactitud, porque no tiene nada destacado y pudo olvidarse; pero sus últimas palabras son llamativas y creo que es fácil recordarlas. Si estas no son reproducidas con exactitud, considérese al candidato como un impostor. Mi bienhechor empezó diciendo que rara vez aconsejaba él a nadie, pero que sus consejos, cuando los daba, llevaban el contraste de oro de ley. Y entonces siguió con esto, que jamás se me ha borrado de la memoria: “Está usted lejos de ser una mala persona…”».

CINCUENTA VOCES: «Cuestión resuelta. ¡El dinero es de Wilson! ¡Wilson! ¡Wilson! ¡Que hable, que hable!».

La gente saltó de sus asientos y se apelotonó alrededor de Wilson, le estrujaban la mano y lo felicitaban fervorosamente, mientras la presidencia daba golpes con el mallete y gritaba:

—¡Orden, caballeros! ¡Orden, orden! Permítanme ustedes que termine la lectura, por favor.

Cuando se restableció la calma, se reanudó la lectura, como sigue:

—«… siga su camino y corríjase, o, fíjese en mis palabras, algún día, por sus pecados, morirá usted e irá al infierno o a Hadleyburg, pero HAGA TODO LO QUE PUEDA PARA QUE SEA AL PRIMERO».

Se produjo un silencio espantoso. Las caras de los ciudadanos empezaron a cubrirse de una negra nube. Después de una pausa, la nube empezó a desaparecer y una expresión cosquilleante pugnó por sucederle. Pugnó tan enérgicamente, que solo pudo ser contenida con grandes y dolorosas dificultades. Los reporteros, los de Brixton y los otros forasteros bajaron sus cabezas y se ocultaron las caras con las manos, y lograron contenerse a fuerza de la más enérgica y heroica cortesía. En este momento, el más inoportuno, rompió el silencio el bramido de una voz solitaria, la de Jack Halliday:

—¡Esto sí que es de ley!

Entonces la concurrencia, la forastera y la de casa, se dejó ir. Hasta la seriedad del señor Burgess se vino abajo por fin, y el auditorio, al ver aquello, se consideró absuelto de forma oficial de todo freno y se aprovechó a lo grande. La carcajada que estalló fue larga y alegre y tempestuosamente cordial, pero cesó al fin, y dio tiempo suficiente al señor Burgess para recomponerse y a la gente de enjugarse un poco los ojos. Pero hubo un segundo estallido, y un tercero, hasta que Burgess pudo pronunciar estas frases severas:

—Es inútil intentar disfrazar el hecho: nos encontramos en presencia de un asunto de la mayor importancia. En él se juega el honor de nuestro pueblo, porque ataca a su buen nombre. La diferencia de una sola palabra entre las observaciones presentadas por el señor Wilson y el señor Billson es en sí misma una cosa seria, puesto que indica que uno u otro de estos caballeros es culpable de un robo.

Los dos hombres aludidos permanecían sentados, impotentes, sin energía, aplastados. Pero al oír esas palabras ambos se agitaron eléctricamente y se dispusieron a levantarse.

—¡Siéntense ustedes! —dijo la presidencia con aspereza, y los dos obedecieron—. Según decía, esto era una cosa seria. Sí, lo es, pero para uno solo de ellos. Pero el asunto se ha vuelto más grave, porque el honor de ambos se halla ahora ante un peligro tremendo. ¿Iré más lejos y diré que se trata de un peligro del que no pueden escabullirse? Ambos prescindieron de las quince palabras decisivas. —Se calló, dejó que durante algunos momentos se concentrase el silencio reinante, haciendo más profundos sus imponentes efectos, y agregó—: Solo se ve un camino para que haya podido ocurrir eso. Yo pregunto a estos caballeros: ¿hubo en ello confabulación? ¿Acaso un acuerdo?

Se alzó por toda la sala un apagado murmullo, que expresaba:

—Los atrapó a los dos.

Billson no estaba acostumbrado a esas contingencias; permaneció sentado en un irremediable desmayo. Pero Wilson era hombre de leyes. Hizo un esfuerzo y se puso en pie, pálido y desasosegado, y dijo:

—Pido la indulgencia de los aquí reunidos mientras explico este asunto tan penoso. Me duele tener que decir lo que voy a decir, ya que ello infligirá un daño irreparable al señor Billson, al que hasta este momento aprecié y respeté siempre y en cuya invulnerabilidad a la tentación he creído por completo, igual que todos vosotros. Pero debo hablar en defensa de mi honor y con franqueza. Confieso avergonzado (y ahora os suplico por ello el perdón) que yo dije al forastero en apuros todas las frases contenidas en el sobre, incluso las quince deshonrosas para el pueblo. [Sensación]. Cuando se publicó hace poco el caso las recordé y decidí reclamar el fardo de monedas porque estaba en mi derecho, desde cualquier punto de vista. Yo les pido ahora que mediten lo que sigue. Y que lo sopesen bien: aquella noche, el agradecimiento que el forastero me mostró no tuvo límites. Él mismo dijo que no le era posible encontrar palabras con las que expresarlo de manera adecuada, y que si él pudiera me lo devolvería por mil. Pues bien, yo pregunto a ustedes esto: ¿podía yo esperar (podía yo creer, siquiera remotamente) que, con tales sentimientos, sería capaz de realizar un acto tan desagradecido como el de agregar esas últimas palabras tan innecesarias al texto? ¿Que me tendería una trampa? ¿Que me sacaría a relucir como calumniador de mi propia ciudad ante los ojos de mis compatriotas reunidos en un salón público? Eso era absurdo, imposible. Su papel solo podía contener la cariñosa y primera frase de mi comentario. De eso no tenía yo ni sombra de duda. Ustedes en mi caso habrían pensado lo mismo. No habrían esperado una baja traición de una persona con la que ustedes se habían mostrado amistosos y a la que no habían ofendido en nada, y por eso, en plena confianza, con absoluta fe, escribí en el documento las primeras frases, y concluí con el «siga su camino, y corríjase», y lo firmé. En el momento en que iba a meter el papel dentro del sobre fui llamado al despacho, y sin pensarlo lo dejé abierto encima de mi escritorio. —Hizo un alto, volvió lentamente la cabeza hacia Billson, esperó un momento y agregó—: Yo pido a ustedes que se fijen en esto: cuando regresé un poco más tarde, el señor Billson salía por la puerta de la calle. [Sensación].

Billson se puso en pie y gritó:

—¡Mentira! ¡Eso es una mentira infame!

LA PRESIDENCIA: «¡Siéntese usted, señor! El señor Wilson está en el uso de la palabra».

Los amigos de Billson lo hicieron sentar a la fuerza y lo tranquilizaron, mientras Wilson seguía diciendo:

—He ahí los hechos. Cuando volví, mi nota estaba encima de la mesa, pero en lugar distinto de donde yo la dejé. Me di cuenta de ello, pero no le di importancia, pensando que una corriente la habría arrastrado hasta allí. Que el señor Billson leyese un documento privado era cosa que a mí no me alcanzaba. Él era un hombre honrado y por encima de tales bajezas. Si ustedes me permiten decirlo, creo que con esto está explicada su palabra «muy»: puede atribuirse a un fallo de memoria. Yo soy el único hombre del mundo que puede aportar aquí todos los detalles de la observación que hay en el fardo de una manera honrada. He dicho.

No hay nada que pueda compararse a un discurso persuasivo para confundir el aparato mental, derruir las convicciones y pervertir las emociones de un auditorio que no tiene práctica en los trucos y recursos engañosos de la oratoria. Wilson tomó asiento, victorioso. La concurrencia lo sumergió en olas de aplausos aprobadores. Los amigos acudieron en enjambre a su alrededor, le estrecharon la mano, le felicitaron, abuchearon a Billson y no le permitieron decir una palabra. La presidencia no hacía otra cosa que golpear con el mallete y gritar:

—¡Caballeros, sigamos adelante!

Se logró, por fin, un grado relativo de silencio, y el sombrerero dijo:

—Pero ¿qué más queda por hacer, señor, sino entregar el dinero?

VOCES: «¡Eso es, eso es! ¡Acérquese usted, Wilson!».

EL SOMBRERERO: « Yo propongo tres hurras por el señor Wilson, símbolo de la virtud especial que…».

Los aplausos no le dejaron terminar. Mientras tanto, (también con el estruendo del mallete) algunos entusiastas levantaron a Wilson a horcajadas sobre los hombros de un amigo, y ya se lo llevaban triunfantes hacia la plataforma. De pronto, la voz de la presidencia se alzó por encima del estrépito:

—¡Orden! ¡A sus puestos cada cual! Ustedes olvidan que queda todavía un sobre por leer. —Cuando se hizo la calma le echó mano, y ya iba a abrirlo, pero volvió a dejarlo encima de la mesa, y dijo—: Me había olvidado, este sobre no hay que abrirlo hasta que se hayan leído todas las comunicaciones escritas recibidas por mí.

Entonces sacó del bolsillo otro sobre, sacó el contenido, le echó un vistazo, dio muestras de asombro, lo enseñó y lo contempló. Veinte o treinta voces gritaron:

—¿De qué se trata? ¡Que lo lea! ¡Que lo lea!

Así hizo, despacio, y lleno de estupefacción:

—«La observación que yo hice al extranjero…

VOCES: «Pero ¿qué es eso?».

—… fue esta: “Está usted lejos de ser una mala persona…

VOCES: “ ¡Qué espanto!”.

—… Siga su camino, y corríjase”».

UNA VOZ: «¡Que me sierren la pierna!».

—Firmado por el señor Pinkerton, el banquero.

La vorágine de regocijo que se desató entonces fue como para hacer llorar a los hombres más juiciosos y a aquellos cuyos lagrimales no habían quedado todavía exprimidos. Se rieron hasta que les corrieron las lágrimas por la cara. Los periodistas, acometidos de ataques de risa, escribieron absurdos garabatos que no podrían descifrar jamás; un perro dormido se despertó del susto y pegó un salto, fuera de sí, y se volvió loco ladrando ante aquel torbellino. Entre el barullo se cruzaron toda clase de gritos:

—¡Nos estamos haciendo ricos, ya tenemos dos modelos de incorruptibilidad! ¡Sin contar a Billson! ¡Tres! Contad también a Barriga de Sábalo… ¡Por muchos que tengamos, nunca serán bastantes! ¡Perfecto, queda elegido Billson! ¡Pobre Wilson, víctima de dos ladrones!

UNA VOZ FUERTE: «¡Silencio! La presidencia ha pescado algo más dentro de su bolsillo».

VOCES: «¡Hurra! ¿Hay algo nuevo? ¡Que lo lea!, ¡que lo lea!».

LA PRESIDENCIA [Leyendo]: «La observación que yo le hice», etcétera. «Está usted lejos de ser una mala persona. Siga…», etcétera. «Firmado, Gregory Yates».

UN HURACÁN DE VOCES: «¡Cuatro símbolos! ¡Hurra por Yates! ¡Eche usted otra vez el anzuelo!».

La concurrencia había llegado ya a los bramidos de regocijo, y estaba dispuesta a sacar de la circunstancia toda la diversión que podía dar de sí. Algunos de los diecinueve, pálidos y angustiados, se levantaron y empezaron a abrirse camino hacia las naves laterales, pero una veintena de voces gritaron a un tiempo:

—Las puertas, las puertas, cerrad las puertas. ¡Que no salga de aquí ninguno de los incorruptibles! ¡Que se sienten todos!

La orden fue obedecida.

—¡Pesque usted otra vez! ¡Lea, lea usted!

La presidencia volvió a pescar, y una vez más las frases ya familiares empezaron a salir de sus labios: «Está usted lejos de ser una mala persona».

—¡El nombre, el nombre! ¿Cuál es el nombre?

—L. Ingoldsby Sargent.

—¡Ya tenemos cinco elegidos! ¡Amontone usted los símbolos! ¡Adelante, adelante!

—«Está usted lejos de ser una mala…».

—¡El nombre, el nombre!

—Nicholas Whitworth.

—¡Hurra, hurra! ¡Este es un día simbólico!

Alguien empezó a lamentarse y a cantar la encantadora canción «Mikado», que empieza:

Cuando un hombre tiene miedo, una doncella hermosa…

El auditorio intervino lleno de júbilo, y se unió al canto. En el momento preciso, alguien contribuyó con otro verso:

Y no te olvides jamás…

La concurrencia lo siguió en coro tumultuoso. Se oyó de pronto el tercer verso:

La gente corruptible lejos de Hadleyburg está…

También lo cantaron con gran estrépito. Cuando se apagó la última nota, se dejó oír alta y clara le voz de Jack Halliday, cargada con un último verso:

Pero ¡estad seguros de que aquí están los símbolos!

Este lo bramaron con un entusiasmo desbordante. La feliz concurrencia volvió al comienzo y cantó dos veces seguidas las estrofas, con enorme impulso y aliento, y terminó con un aplastador y triple vítor, y un hurra por «¡Hadleyburg la incorruptible y por todos sus símbolos, cuyo sello de ley seamos dignos de recibir esta noche!».

Empezaron entonces otra vez los gritos a la presidencia, desde toda la sala:

—¡Adelante! ¡Adelante! ¡Lea usted! ¡Lea usted algunos más! ¡Lea todos los que tiene!

—¡Eso es, adelante! ¡Estamos ganando la fama eterna!

Una docena de hombres se pusieron en pie y empezaron a protestar, diciendo que semejante farsa era obra de algún bromista desocupado, y que constituía un insulto a toda la comunidad. Todas aquellas firmas eran sin duda alguna falsificadas.

—¡Siéntese! ¡Siéntese! ¡Cállese la boca! Está usted confesando. Ya saldrá su nombre y apellido entre el montón de papeles.

—Señor presidente, ¿cuántos de esos sobres tiene usted?

La presidencia contó.

—Contando los que han sido ya examinados, hay diecinueve.

Estalló una tempestad de aplausos burlones.

—Quizá todos ellos contienen el secreto. Propongo que los lea usted y que lea también las firmas, así como las ocho primeras palabras de cada nota.

—¿Quién apoya la moción?

Fue sometida a votación y aprobada clamorosamente. Entonces se puso en pie el viejo Richards, y junto a él se levantó también su esposa. Esta había bajado la cabeza para que nadie viese que estaba llorando. Su marido le ofreció el brazo, y prestándole apoyo, comenzó a expresarse con voz temblorosa:

—Amigos míos, ustedes nos conocen de toda la vida, a Mary y a mí, y creo que siempre nos tuvieron simpatía y respeto.

El presidente lo interrumpió:

—Permítanme. Es muy cierto, señor Richards, eso que está usted diciendo, esta población, en efecto, los conoce, siente simpatía por ustedes; más aún: los honra y los ama a ustedes…

La voz de Halliday volvió a resonar:

—¡También eso lleva el sello de ley! ¡Que la asamblea diga si el presidente está o no en lo cierto! ¡Arriba todos! ¡Vamos allá!, ¡hip, hip, hip! ¡Todos juntos!

La concurrencia se alzó en masa, se volvió con ansiedad hacia el anciano matrimonio, llenó el aire con una tempestad de nieve de ondulantes pañuelos y lanzó tres vítores con cariño cordial.

La presidencia prosiguió entonces:

—Lo que yo quería decir es esto: nosotros conocemos, señor Richards, su bondadoso corazón, pero no es este momento para ejercer la caridad con los culpables. [Gritos de: «¡Muy bien, muy bien!»] Leo el generoso propósito en su rostro, pero no puedo permitir que abogue en favor de estos hombres…

—Es que yo iba a…

—Por favor, señor Richards, siéntese. Debemos examinar el resto de las notas, la más estricta justicia para con los hombres que ya han sido expuestos a la vergüenza así lo exige. En cuanto se haya hecho esto, le doy mi palabra, será usted oído.

MUCHAS VOCES: «¡Muy bien! La presidencia está en lo cierto, no puede tolerarse a estas alturas ninguna interrupción. ¡Adelante! ¡Los nombres, los nombres! ¡Que se cumpla lo acordado en la moción!».

El anciano matrimonio se sentó a regañadientes, y el marido cuchicheó a su mujer:

—¡Qué doloroso resulta el tener que esperar! La vergüenza será mayor todavía cuando descubran que lo que pretendíamos hacer era defendernos a nosotros mismos.

En cuanto se reanudó la lectura de nombres, estalló otra vez la jovialidad a carcajadas.

—«Está usted lejos de ser una mala persona… Firmado, Robert J. Titmarsh».

—«Está usted lejos de ser una mala persona… Firmado, Eliphalet Weeks».

—«Está usted lejos de ser una mala persona… Firmado, Oscar B. Wilder».

Al llegar a ese punto, la asamblea tuvo la ocurrencia de quitarle de la boca al presidente las ocho palabras. El presidente no lo tomó mal. De allí en adelante se limitó a mostrar una tras otra las notas y a esperar. La asamblea canturreaba las ocho palabras formando un coro vibrante, rítmico y profundo, asemejándose mucho, de un modo irrespetuoso, a un himno de iglesia bien conocido. «Está usted lejos… de ser una mala… personaaa…». Y, acto seguido, la presidencia decía: «Firmado, Archibald Wilcox». Etcétera, etcétera, nombre tras nombre, y todo el mundo estaba pasando un rato agradabilísimo, salvo los desdichados diecinueve. De cuando en cuando, al citarse un nombre especialmente destacado, la concurrencia obligaba a la presidencia a esperar, mientras el coro cantaba todo el texto, desde el principio hasta las últimas palabras: «Y váyase usted al infierno o a Hadleyburg, pero haga todo lo que pueda para que sea al priii-mee-roo». Y en esos casos especiales agregaba un grandioso, angustioso e imponente «¡A-a-a-mén!».

La lista fue achicándose, achicándose, achicándose. El pobrecito Richards llevaba la cuenta, haciendo una mueca de dolor cuando se pronunciaba algún nombre parecido al suyo, y aguardando en miserable espera el momento en que gozaría del humillante privilegio de levantarse con Mary y dar fin a su defensa, que se proponía expresar de este modo: «… porque hasta ahora nunca hicimos ninguna mala acción, y hemos continuado nuestro humilde camino libres de reproches. Somos muy pobres, somos ancianos y no contamos con hijos ni parientes que nos ayuden. Nos vimos terriblemente tentados, y caímos. Cuando antes me levanté, lo hice con el propósito de hacer mi confesión y suplicar que no fuese leído mi nombre en este lugar público, porque nos parecía que eso acabaría con nosotros, pero no se me permitió. Con razón: era indispensable que sufriésemos con los demás. Ha sido muy duro para nosotros. Es la primera vez que hemos oído pronunciar nuestro nombre deshonrado. Sed misericordiosos, y tened en cuenta días mejores. Haced que nuestra vergüenza sea tan ligera de cargar como lo consienta vuestra caridad». Al llegar a ese punto, Mary le golpeó con el codo, ya que se había dado cuenta de que estaba ensimismado. La asamblea cantaba: «Está usted leeejos de…», etcétera.

—Prepárate —le cuchicheó Mary—. Ahora viene tu nombre, ha leído ya dieciocho.

Terminó el canto.

—¡El que sigue, el que sigue, el que sigue! —gritaron desde todos los puntos de la sala.

Burgess se metió la mano en el bolsillo. El viejo matrimonio, tembloroso, hizo el ademán de levantarse. Burgess titubeó y dijo:

—Me encuentro con que ya los he leído todos.

Desmayados de gozo y de sorpresa, el matrimonio se dejó caer en sus asientos y Mary susurró:

—¡Bendito sea Dios, estamos salvados! Perdió la nuestra. Ni por un centenar de esos fardos cambiaría yo esta satisfacción.

La concurrencia rompió a cantar su «Mikado» en tono de farsa, y lo hizo tres veces con un entusiasmo cada vez mayor, poniéndose en pie cuando llegó por tercera vez al verso final:

Pero ¡nos queda un símbolo, por lo menos!

Y cerró con tres vítores y un hurra de propina por «la pureza de Hadleyburg y nuestros dieciocho inmortales representantes de la misma».

Entonces Wingate, el talabartero, se levantó y propuso que se vitorease «al hombre más puro del pueblo, al único ciudadano destacado que no intentó robar aquel dinero: Edward Richards».

Se dieron los vítores con una cordialidad grandiosa y conmovedora, y alguien propuso que Richards fuese elegido guardián único y símbolo de la que era ya sagrada tradición en Hadleyburg, con poderes y derechos para alzarse y mirar a la cara al mundo burlón.

Fue aprobado por aclamación. Volvieron a cantar «Mikado» y terminaron con este verso:

¡Y nos queda un símbolo, por lo menos!

Hubo un silencio, y entonces…

UNA VOZ: «Pero, bueno, ¿a quién hay que darle el fardo?».

EL CURTIDOR [Con agrio sarcasmo]: «Eso es cosa fácil. Hay que dividir el dinero entre los dieciocho incorruptibles. Ellos entregaron al forastero necesitado veinte dólares por barba, y fíjense ustedes que lo hicieron el uno después del otro, de modo que el cortejo tardó veintidós minutos en desfilar. Proveyeron al extranjero, reunió trescientos sesenta dólares. Ellos solo piden que se les devuelva el préstamo, con los intereses. En total, cuarenta mil dólares».

MUCHAS VOCES [En tono de mofa]: «¡Eso es! ¡Dividendo, dividendo! ¡Sed compasivos con los pobres y no los tengan ustedes esperando!».

LA PRESIDENCIA: «¡Orden! Voy a leer el documento del forastero que ha quedado sin abrir. Dice así:

Si no comparece ningún pretendiente [Coro inmenso de gemidos] deseo que abra usted el talego y cuente el dinero delante de los ciudadanos más destacados del pueblo, para que ellos lo reciban en depósito [Gritos de «¡Uuu!»] y lo empleen como mejor les parezca en favor de la propagación y la conservación de la gloriosa fama de la que goza vuestra comunidad de honradez incorruptible [Más gritos], a la que sus nombres y sus esfuerzos agregarán un brillo nuevo y muy duradero. [Estallido entusiasta de aplausos burlones]

»Parece que esto es todo. Pero no, aquí hay una posdata:

P. D.: Ciudadanos de Hadleyburg: no existe tal observación. Nadie la hizo. [Gran sensación] No hubo tal pobre forastero, ni veinte dólares de limosna, ni ninguna de las bendiciones ni cumplidos que le acompañaron. Es pura invención. [Zumbido y runrún general de asombro y de satisfacción] Permítanme relatar mi historia, que solo exigirá unas pocas frases. Pasé por su pueblo en una fecha determinada, y recibí una grave ofensa por la que nada había yo hecho por merecer. Cualquier otra persona se habría dado por satisfecha matando a uno o dos vecinos, en justo pago, pero eso habría sido para mí una venganza trivial e inadecuada, porque los muertos no sufren. Además, me sería imposible matarles a todos ustedes, y, en todo caso, dada mi manera de ser, ni aún con eso me hubiera dado por satisfecho. Quise lastimar a todos cuantos ahí viven, hombres y mujeres, y no en sus cuerpos ni en sus bienes, sino en su vanidad, que es el punto más vulnerable de todos los débiles y estúpidos. Me disfracé, pues, y regresé a su pueblo para estudiarlos de cerca. Vi que eran presa fácil. Gozaban ustedes de una antigua y gran fama por su honradez, y, como es natural, se enorgullecían de ello. Ese era el más preciado de sus tesoros, la niña de sus ojos. En cuanto descubrí con qué cuidado y vigilancia se mantenían ustedes y mantenían a sus hijos apartados de la tentación, me di cuenta de cómo tenía que proceder. ¡Pobres criaturas, que no comprendían que la mayor de todas las debilidades es la virtud que no ha pasado por la prueba del fuego! Tracé un plan y reuní una lista de nombres. Mi proyecto consistía en corromper Hadleyburg, la incorruptible. Pretendía convertir en mentirosos y en ladrones a casi medio centenar de hombres y mujeres irreprochables que en toda su vida no habían mentido ni robado un penique. Me preocupaba Goodson. Goodson no había nacido ni se había criado en Hadleyburg. Temí que si ponía en marcha mi plan, haciéndoles conocer mi carta, ustedes se dirían: «Goodson es el único entre nosotros capaz de donar veinte dólares a un pobre diablo», y que quizá no mordiesen el cebo. Pero los cielos se lo llevaron, y entonces caí en la cuenta de que estaba a salvo. Tendí mi trampa y puse el cebo. Quizá no caigan todas las personas a las que envié por correo el pretendido secreto, pero, si no estoy equivocado acerca de la manera de ser de Hadleyburg, cazaré a la mayor parte.

VOCES: « ¡Exacto!, cayeron todos ellos».

Estoy seguro de que llegarán incluso a robar un dinero que es ostensiblemente producto del juego, antes de que desaparezca. ¡Pobres hombres, así tentados, y educados de una manera equivocada! Confío en sofocar por siempre y para siempre su vanidad, y hacer que Hadleyburg se gane una nueva fama, que perdurará, y que llegará lejos. Si he triunfado, abran ustedes el fardo y convoquen al Comité para la Propagación y Preservación de la Buena Fama de Hadleyburg.

UN CICLÓN DE VOCES: « ¡Que se abra! ¡Los dieciocho al frente! ¡Comité de Propagación de la Tradición! ¡Los Incorruptibles!».

La presidencia desgarró de arriba abajo el fardo, y cogió un puñado de monedas brillantes, grandes y doradas, las sacudió, las examinó y dijo:

—¡Amigos, no son otra cosa que discos de plomo bañado en oro!

Esta noticia provocó un estallido apabullante de deleite, y cuando se acalló el barullo gritó el curtidor:

—Por derecho de evidente antigüedad, queda nombrado el señor Wilson como presidente del Comité de Propagación de la Tradición. Sugiero que dé un paso al frente en representación de sus compañeros y se haga cargo del dinero en depósito.

UN CENTENAR DE VOCES: «¡Wilson! ¡Wilson! ¡Wilson! ¡Que hable, que hable!».

WILSON [Con voz trémula de ira]: «Permítanme que diga, sin disculparme por mi mal lenguaje, ¡que el diablo cargue con el dinero!».

UNA VOZ: «¡Hay que ver con el de la Iglesia bautista!».

UNA VOZ: «¡Quedan diecisiete símbolos! ¡Adelante, caballeros, y háganse cargo del legado!».

Una pausa. Nadie contesta.

EL TALABARTERO: « Señor presidente, nos ha quedado un hombre puro, por lo menos, de entre la agonizante aristocracia, y es un hombre que necesita el dinero y que se lo merece. Propongo que nombre usted a Jack Halliday para que suba al estrado y saque a subasta ese fardo de monedas doradas de veinte dólares, y que entregue la suma al hombre que de verdad se merece el dinero, al hombre al que Hadleyburg se complace en honrar, ¡Edward Richards!».

Esta proposición fue recibida con gran entusiasmo, para echar otra vez una mano al pobre hombre. El talabartero inició la puja con un dólar, y los naturales de Brixton y el representante de Barnum pelearon fuerte por llevárselo. La concurrencia aplaudió todas las alzas que se hacían, y la emoción subió más y más a cada momento. Los postores se aguijonearon y se hicieron cada vez más audaces, más resueltos. Las posturas saltaron de un dólar a cinco, luego a diez, luego a veinte, a cincuenta, a cien, a…

Al principio de la subasta Richards había susurrado angustiado a su mujer:

—¡Oh, Mary! ¿Podemos permitirlo? Fíjate en que es un premio de honor, un testimonio de pureza de carácter, y…, y…, ¿podemos consentirlo? ¿No sería mejor, Mary, que yo…, que me levantase? ¿Qué debemos hacer? ¿Qué crees tú que…?

LA VOZ DE HALLIDAY: «¡Quince me ofrecen! ¡Dan quince por el fardo!; ¡veinte!, gracias; ¡treinta!, perfecto; ¡treinta, treinta, treinta! ¿Me ha parecido oír cuarenta?, ¡cuarenta son! Que no pare, caballeros, que no pare; ¡cincuenta! Gracias, noble Roman. ¡Se va en cincuenta, cincuenta, cincuenta!; ¡setenta! ¡Noventa! ¡Magnífico! ¡Cien! ¡Sigan pujando, sigan pujando! ¡Ciento veinte!; ¡cuarenta!; ¡justo a tiempo! ¡Ciento cincuenta! ¡Doscientos! ¡Espléndido! Me parece oír doscientos y…, ¡gracias! ¡Doscientos cincuenta!».

—Esta es otra tentación, Edward, estoy temblando, pero nos hemos salvado de una tentación, y eso debería advertirnos de que… [«¿Fueron seiscientos lo que oí? ¡Gracias!, seiscientos cincuenta, seiscientos cinc… ¡Setecientos!»] Y, sin embargo, Edward, si una se pone a pensar en que nadie sosp… [«¡Ochocientos dólares!, ¡hurra! ¡Que sean novecientos! Señor Parsons, me pareció oírle…, ¡gracias!, ¡novecientos! Pero ¿es que este glorioso fardo de plomo virgen se va a ir solo por novecientos dólares, con el dorado y todo? ¡Vamos! ¿Oigo bien? ¡Mil dólares! Fiel servidor suyo. ¿No ha dicho alguien mil cien? Un fardo que se va a convertir en el más célebre de todo el univ…»] ¡Oh, Edward! —Empezó a sollozar—. ¡Somos tan pobres!, pero, pero, haz lo que te parezca mejor, haz lo que te parezca mejor.

Edward sucumbió, es decir, permaneció sentado en silencio con su conciencia a disgusto, pero abrumado por las circunstancias.

Mientras tanto, un desconocido que parecía un detective aficionado, con un absurdo atuendo de conde inglés, había estado contemplando la sesión con interés manifiesto y expresión satisfecha, y hasta hizo comentarios para sí mismo. En este momento hablaba para sus adentros como sigue:

«Ninguno de los dieciocho está pujando. No me parece bien, necesito que cambie, las exigencias dramáticas lo imponen. Tienen que comprar el fardo que intentaron robar, y es preciso que paguen una cantidad elevada, porque algunos de ellos son gente rica. Otra cosa: si me equivoco acerca de la naturaleza de Hadleyburg, el hombre que ha sido la causa de que así sea tiene derecho a recibir altos honorarios por ello, y alguien los tiene que pagar. Este pobre Richards se ha puesto en ridículo a mi juicio. Es un hombre honrado; no lo entiendo, pero lo reconozco. Sí, él aceptó mi envite y tiene una escalera real. Le pertenece, pues, el dinero que hay en la mesa. Y, si las cosas salen bien, no ha de ser una insignificancia. Me ha decepcionado, pero lo dejaré pasar».

El hombre en cuestión contemplaba las pujas. Al llegar a los mil dólares, se desbarataron las ofertas; fueron cayendo rápidamente. Esperó, siguió esperando. Uno de los licitadores se retiró, luego otro, y otro. Nuestro hombre pujó entonces una o dos veces. Cuando los aumentos se redujeron a cantidades de diez dólares, él agregó cinco, y alguien subió aún tres dólares más. Él esperó un momento y lanzó un salto de cincuenta dólares, y se llevó el talego por la cantidad de mil doscientos ochenta y dos dólares. La concurrencia aplaudió, pero, de pronto, se callaron todos, porque el desconocido se había puesto en pie y había levantado una mano. Y empezó a hablar.

—Deseo decir unas palabras y pedir un favor. Soy un negociante de rarezas y tengo tratos en todo el mundo con personas interesadas en la numismática. La compra que acabo de hacer me rendirá beneficios, a pesar del precio. Sin embargo, y si merece su aprobación, hay una manera de que cada una de estas monedas de veinte dólares de plomo valgan su peso en oro, y quizá más. Otorgadme vuestro consentimiento y yo entregaré una parte de mis beneficios a vuestro señor Richards, cuya invulnerable honradez todos ustedes han reconocido esta noche de manera tan entusiasta y cordial. La parte que le corresponderá ascenderá a diez mil dólares, que yo le entregaré mañana. [Grandes aplausos de la concurrencia] —Lo de «la invulnerable honradez» provocó que los Richards se sonrojasen mucho, lo que se tomó como efecto de su modestia, y no los descubrió—. Si ustedes apoyan mi proposición con una buena mayoría (me agradaría que obtuviese dos terceras partes de los votos), lo consideraré como una muestra de la aprobación de este pueblo, y no pido más. El negocio de las rarezas se beneficia con cualquier recurso que contribuya a despertar el interés y a llamar la atención. Pues bien: desearía que ustedes me concedieran el permiso de grabar en el anverso de estas llamativas monedas los nombres de los dieciocho caballeros que…

Nueve de cada diez concurrentes se pusieron en pie en un instante, incluyendo el perro, y la proposición fue aprobada entre un torbellino de aplausos y de risas.

Volvieron a sentarse, y entonces se pusieron en pie todos los «símbolos», excepto el doctor Clay Harkness, que protestaba violentamente contra aquel ultraje, y amenazaba con…

—Les suplico a ustedes que no me amenacen —dijo el desconocido, con tranquilidad—. Conozco los derechos que la ley me da, y no estoy acostumbrado a que me asusten con bravatas. [Aplausos] Se volvió a sentar.

Entonces el doctor Harkness vio allí su oportunidad. Era uno de los dos hombres más ricos del pueblo, Pinkerton el otro. Harkness era propietario de un taller de acuñación de moneda, es decir, de un específico farmacéutico muy popular. Aspiraba a salir elegido alcalde en una candidatura, y Pinkerton en la otra. Era una campaña muy peleada, y cada día más competida. Ambos tenían grandes apetencias por el dinero y habían adquirido una gran extensión de tierra con un determinado propósito: iba a tenderse una nueva línea de ferrocarril, y los dos aspiraban a sentarse en la legislatura para trazar su recorrido de la manera más conveniente a sus intereses. Bastaría un solo voto para decidir la elección y hacer la fortuna de dos o tres personas. El premio era de importancia, y Harkness un atrevido especulador. Estaba sentado cerca del desconocido. Mientras alguno de los demás símbolos ocupaba la atención de la asamblea con sus protestas y sus súplicas, Harkness se inclinó hacia delante y le preguntó cuchicheando:

—¿Cuánto quiere por el fardo?

—Cuarenta mil dólares.

—Le doy veinte.

—No.

—Veinticinco.

—No.

—Pongamos treinta.

—El precio son cuarenta mil dólares, y ni un penique menos.

—Hecho, se los daré. Acudiré al hotel a las diez de la mañana. No quiero que se sepa. Lo veré a usted en secreto.

—Perfecto.

El desconocido se levantó y habló así a la asamblea:

—Me parece que se ha hecho tarde. Los discursos de estos caballeros no carecen de mérito, de interés, o de elegancia, pero si se me disculpa, me retiraré. Agradezco a ustedes el gran favor que me han hecho aprobando mi petición. Suplico a la presidencia que me guarde el fardo hasta mañana, y que entregue al señor Richards estos tres billetes de quinientos dólares. —Los billetes llegaron hasta la presidencia—. Mañana, a las nueve, vendré a por él, y a las once entregaré personalmente al señor Richards, en su casa, la suma restante hasta completar los diez mil dólares. Buenas noches.

Se escabulló de la sala, dejando a la concurrencia armando un barullo enorme, entre los vítores, la canción «Mikado», las protestas del perro y el canto «¡Está usted lejos de s-e-e-r una mala perso-o-ona…, una mala perso-o-ona!».

IV

Ya en su casa, los Richards tuvieron que soportar felicitaciones y cumplidos hasta la medianoche. Entonces quedaron a solas. Parecían un poco tristes, y permanecieron sentados y pensativos. Por último, Mary suspiró y dijo:

—¿Crees, Edward, que somos merecedores de censuras, de grandes censuras? —Su mirada se dirigió hacia el terceto acusador de grandes billetes que estaba encima de la mesa, y que las visitas habían contemplado con glotonería y palpado con reverencia.

Edward no contestó enseguida, pero luego suspiró y dijo vacilante:

—No…, no pudimos evitarlo, Mary. Estaba dispuesto así. Todo lo dispone Dios.

Mary lo miró fríamente, pero él no le devolvió la mirada. Dijo entonces:

—Siempre creí que las felicitaciones y los elogios sabían a gloria. Pero ahora me parece… ¿Edward?

—¿Sí?

—¿Vas a seguir en el Banco?

—N-n-no.

—¿Dimitirás de tu cargo?

—Por la mañana, por carta.

—Me parece lo mejor.

El señor Richards apoyó su cabeza sobre las manos y murmuró:

—Antes no me asustaba dejar que pasasen por mis manos verdaderos océanos de dinero perteneciente a otras personas, pero me siento tan cansado. Mary, me siento tan cansado…

—Vamos a la cama.

El desconocido se presentó a las nueve de la mañana en busca del fardo y se lo llevó al hotel en un coche. A las diez, Harkness mantuvo con él una conversación secreta. El desconocido pidió y obtuvo cinco cheques al portador contra un banco metropolitano, cuatro de mil quinientos dólares y uno de treinta y cuatro mil dólares. Metió en su cartera uno de los primeros, y el resto, que ascendía a treinta y ocho mil quinientos dólares, los metió en un sobre, en el que introdujo una carta después de que se marchara Harkness. A las once se presentó ante la casa de los Richards y llamó. La señora Richards miró entre las persianas, salió a abrir, recibió el sobre, y el desconocido desapareció sin decir palabra. La señora Richards volvió a entrar, toda colorada y con las piernas vacilantes, y jadeó:

—¡Ahora sí que lo he reconocido! Anoche me pareció que no había visto nunca a aquel hombre.

—¿Es el mismo que trajo aquí el fardo?

—Estoy casi segura de que sí.

—Entonces él es el auténtico Stephenson, el mismo que puso en evidencia a todos los ciudadanos importantes del pueblo con su falso secreto. Pero si ahora nos envía cheques en lugar de dinero, nos veremos nosotros también expuestos, cuando ya creíamos estar a salvo. Después de descansar esta noche, empezaba ya a sentirme de nuevo tranquilo, pero el aspecto de ese sobre me pone enfermo. No abulta bastante: ocho mil quinientos dólares, aun en billetes grandes, tendrían que abultar más que eso.

—¿Por qué no quieres saber nada de cheques, Edward?

—¡Cheques firmados por Stephenson! Yo me resigno a recibir los ocho mil quinientos dólares, si nos los envía en billetes, porque cualquiera diría que Dios lo ha ordenado así, Mary. Pero siempre he sido un hombre apocado, y no tengo valor para poner en circulación un cheque firmado con un apellido tan calamitoso. Eso sería tendernos una trampa. Ese hombre intentó hacerme caer una vez y de un modo u otro nos salvamos, pero ahora nos prepara una nueva. Si es un cheque…

—¡Oh, Edward, qué malísima intención! —Sostuvo los cheques y empezó a llorar.

—Échalos al fuego, rápido, no debemos permitir esa tentación. Se trata de una artimaña para hacer que el mundo se ría de nosotros, lo mismo que de los demás, y… ¡Dámelos, que tú no te decides! —Se los quitó de un tirón e intentó contenerse hasta llegar a la estufa. Pero era humano, era cajero, y se detuvo un instante para comprobar la firma, y al verla estuvo a punto de desmayarse—. ¡Abanícame, Mary, abanícame! ¡Valen su peso en oro!

—¡Qué dicha, Edward! ¿Por qué?

—Están firmados por Harkness. ¿Qué misterio puede encerrarse en esto?

—Edward, ¿crees que…?

—¡Fíjate, fíjate en esto! Mil quinientos, mil quinientos, mil quinientos, treinta y cuatro mil. ¡Treinta y ocho mil quinientos en total! Mary, el fardo no vale doce dólares, y Harkness, por lo visto, lo ha comprado.

—¿Y crees que todo el dinero es para nosotros, en lugar de los diez mil?

—Así parece. Y los cheques están extendidos al portador.

—¿Eso es bueno, Edward? ¿Qué finalidad tiene?

—Me imagino que se nos indica que debemos cobrarlos en algún banco de una ciudad lejana. Quizá Harkness no desea que trascienda la cosa. ¿Qué es esto? ¿Una carta?

Era la misma letra de Stephenson, pero no traía firma. Y decía:

Estoy decepcionado. Su honradez está por encima de toda tentación. Yo creía otra cosa, pero fui injusto con ustedes, y les pido perdón de la manera más sincera. Siento veneración por usted, y también en esto soy sincero. Este pueblo no es digno ni de besar la orla de su traje. Querido señor, yo hice conmigo mismo una justa apuesta, de que en esta comunidad de usted, que de tal manera se jacta de su honradez, había diecinueve hombres a los que podía corromper. He perdido. Quédese con todas las ganancias, porque lo merece usted.

Richards dejó escapar un profundo suspiro y musitó:

—Parece que estuviera escrita con fuego, a juzgar por lo que abrasa. Mary, otra vez soy un miserable.

—Y yo también. Yo quisiera, querido…

—¡Y pensar, Mary, que este hombre cree en mí!

—Por favor, Edward, calla, no lo puedo soportar.

—Mary, si yo mereciese estas hermosas frases (y bien sabe Dios que hubo un tiempo en que creí merecerlas), sería capaz de dar por ellas los cuarenta mil dólares. Y me guardaría esta carta como más valiosa que el oro y las joyas, y no me separaría nunca de ella. Pero ahora no podríamos vivir a la sombra de su presencia acusadora.

La tiró al fuego.

Llegó un mensajero y entregó un sobre. Richards extrajo una carta y la leyó; era de Burgess.

Usted me salvó en un trance difícil. Yo lo salvé a usted la noche pasada. Fue a costa de una mentira, pero realicé gustoso el sacrificio, impulsado por mi corazón agradecido. Nadie del pueblo sabe tan bien como yo cuán valeroso, bueno y noble es usted. En el fondo de su corazón es imposible que usted sienta respeto por mí, conociendo la acusación que pesa sobre mí, y de qué manera fui condenado por la voz pública. Pero deseo que, por lo menos, me crea usted un hombre agradecido. Eso me ayudará a sobrellevar mi carga.

Firmado:

BURGESS

—¡Salvado una vez más! ¡Y de qué manera! —Tiró la carta al fuego—. Mary, quisiera morirme, quisiera salir de una vez de todo esto.

—¡Qué días más amargos, Edward, qué amargos! Estas puñaladas son muy profundas por su misma generosidad, ¡y todas llegan tan rápido!

Tres días antes de la elección cada uno de los dos mil electores se encontró de pronto en posesión de un valioso recuerdo: una de las célebres monedas falsas de veinte dólares. Alrededor de una de sus caras estaban grabadas estas palabras: «La observación que yo hice al pobre forastero fue…». Por la otra cara de la moneda estaban grabadas estas otras: «… siga su camino y corríjase. Pinkerton». Así fue como cayó sobre una sola cabeza los restos que habían quedado de la célebre broma, y el efecto fue desastroso. Reavivó la reciente e inmensa carcajada y la concentró sobre Pinkerton. La elección de Harkness fue un simple paseo.

Durante las veinticuatro horas después de que los Richards recibieran los cheques, sus conciencias empezaron a tranquilizarse, descorazonadas. La anciana pareja empezaba a reconciliarse con el pecado que había cometido. Pero pronto iban a aprender que el pecado se viste de nuevos y auténticos terrores cuando parece existir una posibilidad de que sea descubierto. Esto le aporta un aspecto de novedad, sumamente importante y trascendental. En la iglesia, el sermón de la mañana siguió los patrones habituales. Las mismas antiguallas, repetidas de la misma manera. Los Richards habían escuchado aquel sermón un millar de veces, y siempre lo encontraron inofensivo, casi desprovisto de sentido, y con tendencia a producir el sueño en los oyentes. Pero ahora no les resultó así: parecía erizado de acusaciones, y se habría dicho que apuntaba de una manera directa y especial a aquellos que ocultaban pecados mortales. Al salir de la iglesia se apartaron en cuanto les fue posible de la multitud que los felicitaba y corrieron hacia su hogar, sintiendo hasta en la médula un frío producido por no sabían qué temores vagos, confusos e indefinidos. Y dio la casualidad de que, al doblar una esquina, se cruzaron con el señor Burgess. ¡No prestó atención a su inclinación de cabeza en señal de reconocimiento! No la había visto, pero ellos ignoraban este detalle. ¿Qué podía significar semejante conducta? Podía…, podía significar una docena de cosas terribles. ¿No sería posible que el señor Burgess supiese que en aquel trance del pasado Richards hubiera podido aclarar su inocencia, y que hubiese esperado en silencio la ocasión de saldar cuentas? Ya en su casa, en su aflicción el matrimonio se puso a pensar que quizá la criada estuviese en la habitación contigua escuchando el día en que Richards reveló a su mujer que Burgess era inocente. Empezó Edward a imaginarse que en aquella ocasión había oído el roce de un vestido procedente de ahí, y esas suposiciones acabaron convirtiéndose en certezas. Llamaría a Sarah con cualquier pretexto, y se fijaría en la expresión de su cara. Esta les daría a entender si los había delatado al señor Burgess. Le hicieron algunas preguntas al azar, incoherentes y sin propósito, para que la muchacha tuviese la seguridad de que aquella súbita buena suerte había trastornado a los dos ancianos. La criada se asustó al ver cómo la miraban con fijeza, escudriñándola, y aquello la sobrepasó. Se sonrojó, se puso nerviosa y confusa, lo cual fue para los ancianos prueba evidente de su culpabilidad, de que era responsable de alguna acción horrenda, de que había sido espía y traidora. Al instante después de volver a quedarse a solas empezaron a atar muchos cabos que ninguna relación tenían entre sí, deduciendo consecuencias horribles de su combinación. Cuando las cosas habían llegado casi a lo peor, Richards dejó escapar un súbito jadeo, y su mujer le preguntó:

—¿Qué tienes, qué tienes?

—¡La carta, la carta de Burgess! Ahora comprendo que estaba escrita en lenguaje irónico. —Citó un párrafo—: «En el fondo de su corazón es imposible que usted sienta respeto por mí, conociendo la acusación que pesa sobre mí». Dios nos asista, ahora lo veo perfectamente claro. ¡Burgess sabe que yo sé la verdad! Fíjate con qué habilidad están escritas las frases. Fue una trampa, en la que caí como un estúpido. Y, Mary…

—¡Es horrible! Ya sé lo que vas a decir. No te ha devuelto el papel en que tú copiaste la falsa observación.

—No, se la ha guardado para arruinarnos con ella. Mary, ya nos ha puesto en evidencia ante alguien. Lo sé, estoy seguro. Lo advertí al salir de la iglesia en una docena de caras. ¿Cómo iba a contestar a nuestra inclinación de cabeza? ¡Bien sabe él lo que ha hecho!

Por la noche hubo que llamar al médico. Por la mañana corrió la noticia de que el anciano matrimonio estaba enfermo de gravedad, postrado en cama por la emoción agotadora de la suerte que les había caído del cielo, por las felicitaciones y por no dormir. Eso dijo el doctor. La población lo lamentó con sinceridad. Aquellos dos ancianos eran ya casi lo único que les quedaba de lo que sentirse orgullosos.

Dos días después las noticias eran peores. Los dos ancianos deliraban y hacían cosas extrañas. De acuerdo con el testimonio de las enfermeras, Richards había mostrado cheques por valor de ocho mil quinientos dólares. No, por una cantidad sorprendente: ¡treinta y ocho mil quinientos! ¿Cómo podía explicarse una suerte tan grande?

Al siguiente día las enfermeras propagaron más noticias, todas asombrosas. Ellas creyeron conveniente esconder los cheques, a fin de que no sufriesen daño; pero cuando fueron a buscarlos se encontraron con que habían desaparecido de debajo de la almohada de los enfermos; no se encontraban por ninguna parte. El enfermo dijo:

—Dejen ustedes la almohada. ¿Qué buscan?

—Pensamos que sería mejor que los cheques…

—Jamás volverán a verlos, han sido destruidos. Procedían de Satanás. Yo vi en ellos la marca del infierno, y comprendí que me habían sido remitidos a fin de hacerme caer en pecado.

Acto seguido comenzó a balbucear cosas rarísimas y terribles, que las enfermeras no comprendieron del todo, y que el doctor les aconsejó que no propagasen.

Richards había dicho la verdad: jamás volvieron a verse aquellos cheques.

Una de las enfermeras debió de hablar en sueños, porque antes de dos días los balbuceos prohibidos eran propiedad de todo el pueblo, y en verdad que resultaban sorprendentes. Parecían indicar que Richards había sido también un candidato al fardo, y que Burgess había ocultado ese hecho, para luego difundirlo con malicia.

Burgess negó con rotundidad esa acusación. Aseguró que no era justo dar importancia al chachareo de un anciano enfermo que estaba fuera de sus cabales. Sin embargo, la sospecha estaba en el aire, y dio pábulo a muchas conversaciones.

Uno o dos días después corrió la voz de que las confesiones delirantes de la señora Richards venían a ser un duplicado de las de su marido. Las sospechas se reavivaron hasta convertirse en certezas, y el orgullo del pueblo en la pureza del único ciudadano importante que se había salvado del descrédito empezó a menguar y vacilar, y llevaba camino de extinguirse.

Transcurrieron seis días, y llegaron más noticias. El anciano matrimonio se estaba muriendo. En el último momento se aclaró la inteligencia de Richards, y mandó llamar a Burgess. Este ordenó:

—Despejen ustedes la habitación, porque creo que quiere decirme algo en secreto.

—¡No! —exclamó Richards—. Quiero testigos. Quiero que todos ustedes escuchen mi confesión para que pueda morir como un hombre, y no como un perro. Yo, igual que todos los demás, era un hombre puro, artificialmente puro, y, como los demás, caí cuando se me presentó la tentación. Firmé una mentira y reclamé el condenado fardo. El señor Burgess recordó que yo le había hecho un favor, y en agradecimiento (y por su ignorancia), eliminó mi nota y me salvó. Ustedes conocen la acusación que hace años se hizo contra Burgess. Mi testimonio, y solo mi testimonio, hubiera podido probar su inocencia. Fui un cobarde, y consentí que cayese sobre él la ignominia…

—No, señor Richards, usted…

—Mi criada le descubrió nuestro secreto…

—Nadie me ha descubierto nada…

—… y entonces el señor Burgess hizo una cosa muy natural y justificada: se arrepintió de su bondad al salvarme y me puso en evidencia, como merecía…

—¡Jamás! Juro que…

—Y yo le perdono desde lo más hondo de mi corazón.

Las protestas apasionadas de Burgess cayeron en oídos sordos. El moribundo falleció sin enterarse de que una vez más había perjudicado al pobre Burgess. Su anciana esposa murió aquella misma noche.

El último de los sagrados diecinueve había caído víctima del fardo endemoniado, y el pueblo quedó desnudo del último harapo que le quedaba de su antigua gloria. El duelo no fue ostentoso, pero sí profundo.

Por mediación de la alcaldía, respondiendo a una súplica y petición, se permitió a Hadleyburg que cambiase de nombre (nadie quiera saber por cuál, pues yo no lo diré), suprimiendo una palabra de su lema que, por espacio de muchas generaciones, había adornado la estampilla oficial del pueblo.

Ha vuelto a ser una población honrada, y tendrá que ser muy madrugador el hombre que pretenda sorprenderla de nuevo sesteando.

*FIN*


“The Man That Corrupted Hadleyburg”,
Harper’s Magazine
, 1899


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