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El honor de Israel Gow

[Cuento - Texto completo.]

G.K. Chesterton

Caía una tormentosa tarde color de aceituna y de plata, cuando el Padre Brown, envuelto en una manta escocesa de color gris, llegó al término de un valle escocés de color gris y contempló el singular castillo de Glengyle. El castillo cerraba el paso de un barranco o cañada y parecía el fin del mundo. Aquella cascada de techos inclinados y cúspides de pizarra verdemar, al estilo de los viejos «châteaux» francoescoceses, hacía pensar a un inglés en los sombreros en forma de campanario que usan las brujas de los cuentos. Y los pinares que se balanceaban en torno a sus verdes torreones parecían, por comparación, negros como innumerables bandadas de cuervos. Esta nota de diabolismo soñador y casi soñoliento no era una simple casualidad del paisaje. Pues en aquel lugar descansaba una de esas nubes de orgullo y de locura y de misteriosa aflicción que caen con mayor pesadumbre sobre las casas nobles de Escocia que sobre ninguna otra morada de los hijos del hombre. Pues Escocia padece una dosis doble del veneno llamado «herencia»: la tradición de la sangre en el aristócrata y la tradición del destino en el calvinista. El sacerdote había robado un día a sus trabajos en Glasglow para ir a ver a su amigo Flambeau, el detective aficionado, que estaba a la sazón en el castillo de Glengyle acompañado de un «empleado oficial», haciendo averiguaciones sobre la vida y muerte del difunto conde de Glengyle. Este misterioso personaje era el último representante de una raza cuyo valor, locura y violenta astucia la habían hecho terrible, aun entre la siniestra nobleza de la nación, allá por el siglo XVI. Ninguna familia estuvo más metida en aquel laberinto de ambiciones, en los secretos de los secretos de aquel palacio de mentiras que se edificó en torno a María, reina de los escoceses.

Una copla local daba testimonio de las causas y resultados de sus maquinaciones, en estas cándidas palabras:

 

Como la savia verde para los árboles
es el oro rojo para los Ogilvie.

 

Durante muchos siglos, el castillo de Glengyle no había tenido un amo digno, y era de creer que ya para la época de la reina Victoria, agotadas las excentricidades, sería de otro modo. Sin embargo, el último Glengyle cumplió la tradición de su tribu, haciendo la única cosa original que le quedaba por hacer: desapareció. No quiero decir que se fuera a otro país; al contrario: si aún estaba en alguna parte, todos los indicios hacían creer que permanecía en el castillo. Pero, aunque su nombre constaba en el registro de la iglesia, así como en el voluminoso libro rojo de los Pares, nadie lo había visto bajo el sol.

A menos que lo hubiera visto cierto servidor solitario, que era para él algo entre jardinero y palafrenero. Era este sujeto tan sordo que la gente apresurada lo tomaba por mudo, aunque los más penetrantes lo tenían por medio imbécil. Era un labriego flaco, pelirrojo, de obstinada mandíbula y barba, y de ojos azules casi negros; respondía al nombre de Israel Gow y era el único servidor de aquella desierta propiedad. Pero la diligencia con que cultivaba las papas y la regularidad con que desaparecía en la cocina hacían pensar a la gente que estaba preparando la comida a su superior y que el extravagante conde seguía escondido en el castillo. Con todo, si alguien deseaba averiguarlo a ciencia cierta, el criado afirmaba con la mayor persistencia que el amo estaba ausente.

Una mañana, el director de la escuela y el pastor (los Glengyle eran presbiterianos) recibieron una cita para el castillo. Ahí se encontraron con que el jardinero, cocinero y palafrenero había añadido a sus muchos oficios el de empresario de pompas fúnebres, y había metido en un ataúd a su noble y difunto señor. Si se aclaró o dejó de aclararse el caso es asunto que todavía aparece algo confuso, porque nunca se procedió a hacer la menor averiguación legal, hasta que Flambeau apareció por aquella zona del norte. De esto, a la sazón, hacía unos dos o tres días. Y hasta entonces el cadáver de Lord Glengyle (si es que era su cadáver) había quedado depositado en la iglesia de la colina.

Al pasar el Padre Brown por el vago jardín y entrar en la sombra del castillo, había unas nubes opacas y el aire era húmedo y tempestuoso. Sobre el jirón de oro verdoso del último reflejo solar vio una negra silueta humana: era un hombre con sombrero alto y una enorme azada al hombro. Aquella combinación hacía pensar en un sepulturero; pero el Padre Brown la encontró muy natural al recordar al criado sordo que cultivaba las papas. No le eran desconocidas las costumbres de los labriegos de Escocia, y sabía que eran lo bastante solemnes para creerse obligados a llevar traje negro durante una investigación oficial, y lo bastante económicos para no desperdiciar por eso una hora de laboreo. Y la mirada entre sorprendida y desconfiada con que vio pasar al sacerdote era también algo que convenía muy bien a su tipo de celoso guardián.

Flambeau en persona vino a abrir la puerta, acompañado de un hombre de aspecto frágil, con cabellos color gris metálico y un rollo de papeles en la mano: era el inspector Craven, de Scotland Yard. El vestíbulo estaba completamente abandonado y casi vacío, pero las caras pálidas y burlonas de los perversos Ogilvie los contemplaban desde sus pelucas negras y ennegrecidas telas.

Siguiendo a los otros hacia una sala interior, el Padre Brown vio que se habían instalado en una larga mesa de roble, llena de papeles garabateados, de whisky y de tabaco en un extremo. El resto de la mesa lo ocupaban varios objetos; objetos tan inexplicables como indiferentes. Uno parecía un montoncito de vidrios rotos. Otro era un montón de polvo pardo. El tercer objeto era un bastón.

—Esto parece un museo geológico —dijo el Padre Brown, sentándose y señalando con la cabeza el polvo pardo y los cristalinos fragmentos.

—No un museo geológico —dijo Flambeau—, un museo psicológico.

—¡Por amor de Dios! —dijo el policía oficial, riendo—. No empecemos con palabras difíciles.

—¿No sabe usted lo que quiere decir psicología? —preguntó Flambeau con amable sorpresa—. Psicología quiere decir estar loco.

—No lo entiendo bien —insistió el oficial.

—Bueno —dijo Flambeau con decisión—. Lo que yo quiero decir es que solo una cosa hemos puesto en claro respecto a Lord Glengyle, y es que era un maniático.

La negra silueta de Gow, con su sombrero de copa y su azada al hombro, pasó por la ventana, destacada confusamente sobre el cielo nublado. El Padre Brown la contempló mecánicamente y dijo:

—Ya me doy cuenta de que algo extraño le sucedía, cuando de tal modo permaneció enterrado en vida y tanta prisa se dio en enterrarse al morir. Pero, ¿qué razones especiales hay para creerlo loco?

—Bueno —contestó Flambeau—; vea la lista de objetos que el señor Craven ha encontrado en la casa.

—Habrá que encender una vela —dijo Craven—. Va a caer una tormenta y ya está muy oscuro para leer.

—¿Ha encontrado usted alguna vela entre sus muchas curiosidades? —preguntó Brown, sonriendo.

Flambeau levantó el grave rostro y fijó sus negros ojos en el amigo.

—También esto es curioso —dijo—. Veinticinco velas y ni rastro de candeleros.

En la oscuridad creciente de la sala, en medio del creciente rumor del viento tempestuoso, Brown buscó en la mesa, entre los demás despojos, el montón de velas de cera. Al hacerlo se inclinó casualmente sobre el montón de polvo rojizo y no pudo contener un estornudo.

—¡Rapé! —dijo.

Tomó una vela, la encendió con mucho cuidado y después la metió en una botella de whisky vacía. El aire inquieto de la noche, penetrando por la ventana desvencijada, agitaba la larga llama como una bandera. Y en torno del castillo podían oírse las millas y millas de pino negro, hirviendo como un negro mar en torno de una roca.

—Voy a leer el inventario —anunció Craven gravemente, tomando un papel—. El inventario de todas las cosas inconexas e inexplicables que hemos encontrado en el castillo. Antes conviene que sepa usted que esto está desmantelado y abandonado, pero que uno o dos cuartos han sido, evidentemente, habitados por alguien que no es el criado Gow, y que llevaba, sin duda, una vida muy simple, aunque no miserable. He aquí la lista:

»1.°—Un verdadero tesoro en piedras preciosas, casi todas diamantes, y todas sueltas, sin ninguna montura. Desde luego, es muy natural que los Ogilvie poseyeran joyas de familia, pero en las joyas de familia las piedras siempre aparecen montadas en artículos de adorno, y los Ogilvie parece que hubieran llevado sus piedras sueltas en los bolsillos, como monedas de cobre.

»2.°—Montones y montones de rapé, pero no guardado en cuerno, tabaquera ni bolsa, sino por ahí sobre las repisas de las chimeneas, sobre el piano, en cualquier parte, como si el caballero no quisiera darse el trabajo de abrir una bolsa o levantar una tapa.

»3.°—Aquí y allá, por toda la casa, montoncitos de metal, resortes y ruedas microscópicas, como si hubieran destripado algún juguete mecánico.

»4.°—Las velas, que hay que ensartar en botellas por no haber un solo candelero… Y ahora fíjese usted en que esto es mucho más extravagante de lo que uno se imagina. Porque ya el enigma central lo teníamos descontado: a primera vista hemos comprendido que algo extraño había pasado con el difunto conde. Hemos venido aquí para averiguar si realmente vivió aquí, si realmente murió aquí, si este espantajo pelirrojo que lo inhumó tuvo algo que ver en su muerte. Ahora bien: supóngase usted lo peor, imagine usted la explicación más extraña y melodramática. Suponga que el criado mató a su amo, o que éste no ha muerto verdaderamente, o que el amo se ha disfrazado de criado, o que el criado ha sido enterrado en lugar del amo. Invente usted la tragedia que más le guste, al estilo de Wilkie Collins, y todavía así le será imposible explicarse esta ausencia de candeleros, o el hecho de que un anciano caballero de buena familia derramase el rapé sobre el piano. El corazón, el centro del enigma, está claro; pero no así los contornos y orillas. Porque no hay hilo de imaginación que pueda conectar el rapé, los diamantes, las velas y los mecanismos de relojería triturados.

—Yo creo ver la conexión —dijo el sacerdote—. Este Glengyle tenía la manía de odiar la revolución francesa. Era un entusiasta del ancien régime, y trataba de reproducir al pie de la letra la vida familiar de los últimos Borbones. Tenía rapé porque era un lujo del siglo XVIII; velas de cera porque eran el procedimiento del alumbrado del siglo XVIII; los trocitos metálicos representan la chifladura de cerrajero de Luis XVI; y los diamantes, el collar de diamantes de María Antonieta.

Los dos amigos lo miraron con ojos atónitos.

—¡Qué suposición más extraordinaria y perfecta! —exclamó Flambeau—. ¿Y cree usted realmente que es verdadera?

—Estoy perfectamente seguro de que no lo es —contestó el Padre Brown—. Solo que ustedes aseguran que no hay medio de conectar el rapé, los diamantes, las relojerías y las velas, y yo les propongo la primera conexión que se me ocurre para demostrarles lo contrario. Pero estoy seguro de que la verdad es más profunda, está más allá.

Calló un instante y escuchó el aullar del viento en las torres. Luego dijo:

—El difunto conde de Glengyle era un ladrón.

Vivía una segunda vida oscura, era un condenado violador de cerraduras y puertas. No tenía ningún candelero porque estas velas solo las usaba, cortándolas en cabos, en la linternita que llevaba consigo. El rapé lo usaba como han usado la pimienta los más feroces criminales franceses: para arrojarlo a los ojos de sus perseguidores. Pero la prueba más concluyente es la curiosa coincidencia de los diamantes y las ruedecitas de acero. Supongo que ustedes también lo verán claro: solo con diamantes o con ruedecitas de acero se pueden cortar las vidrieras.

La rama rota de un pino azotó pesadamente sobre la vidriera que tenían a su espalda, como parodiando a un ladrón nocturno, pero ninguno volvió la cara. Los policías estaban pendientes del Padre Brown.

—Diamantes y ruedecitas de acero —rumió Craven—. ¿Y solo en eso se funda usted para considerar verdadera su explicación?

—Yo no la juzgo verdadera —replicó el sacerdote plácidamente—. Pero ustedes aseguraban que era imposible establecer la menor relación entre esos cuatro objetos… La verdad tiene que ser mucho más precisa. Glengyle había descubierto, o creía haber descubierto, un tesoro de piedras preciosas en sus propiedades. Alguien lo había embaucado con esos diamantes sueltos, asegurándole que habían sido hallados en las cavernas del castillo. Las ruedecillas de acero eran algo concerniente a la talla de los diamantes. La talla tenía que hacerse muy en pequeño y modestamente, con ayuda de unos cuantos pastores o gente ruda de esos valles. El rapé es el mayor lujo de los pastores escoceses; lo único con que se les puede sobornar. Esta gente no usaba candeleros porque no los necesitaba: cuando iban a explorar los sótanos llevaban las velas en la mano.

—¿Y eso es todo? —preguntó Flambeau, tras larga pausa—. ¿Al fin ha llegado usted a la verdad?

—¡Oh, no! —dijo el Padre Brown.

El viento murió en los términos del pinar como un murmullo de burla, y el Padre Brown, con cara impasible, continuó:

—Yo solo he lanzado esa suposición porque ustedes afirmaban que no había medio de relacionar el tabaco, los pequeños mecanismos, las velas y las piedras brillantes. Fácil es construir diez falsas filosofías sobre los datos del Universo, o diez falsas teorías sobre los datos del castillo de Glengyle. Pero lo que necesitamos es la explicación verdadera del castillo y del Universo. Vamos a ver, ¿no hay más documentos?

Craven rió de buena gana y Flambeau, sonriendo, se levantó, recorrió la longitud de la mesa y señaló:

—Documentos número cinco, seis, siete; y todos más variados que instructivos, seguramente. He aquí una curiosa colección, no de lápices, sino de minas de lápices; más allá una insignificante caña de bambú, con el puño astillado: bien pudo ser el instrumento del crimen. Solo que no sabemos si hay crimen. Y el resto, algunos viejos misales y cuadritos de asunto católico que los Ogilvie conservaban tal vez desde la Edad Media, porque su orgullo familiar era mayor que su puritanismo. Solo los hemos incluido en nuestro museo porque parece que han sido cortados y mutilados de un modo singular.

Afuera la terca tempestad arrastraba una nidada de nubes sobre Glengyle, y de pronto la amplia sala quedó sumergida en la oscuridad, al tiempo que el Padre Brown examinaba las páginas miniadas de los misales. Antes de que aquella onda de oscuridad se disipara, el Padre Brown volvió a hablar, pero con la voz de un hombre distinto.

—Señor Craven —dijo como hombre a quien le quitan de encima diez años—, usted tiene autorización para examinar la sepultura, ¿verdad? Cuanto antes, mejor: así entraremos de lleno en este horrible misterio. Yo en lugar de usted procedería a ello ahora mismo.

—¿Ahora mismo? —preguntó, asombrado, el policía—. ¿Y por qué ahora?

—Porque esto ya es muy serio —contestó Brown—. Aquí no se trata ya de rapé derramado o piedras desmontadas por cualquier causa. Para esto solo puede haber una razón, y la razón va a dar en las raíces del mundo. Estas estampas religiosas no están simplemente sucias ni han sido rasguñadas o rayadas por ocio infantil o por celo protestante, sino que han sido estropeadas muy cuidadosamente y de un modo muy sospechoso. Dondequiera que aparecía en las antiguas miniaturas el gran nombre ornamental de Dios, ha sido raspado laboriosamente. Y solo otra cosa más ha sido raspada: el halo en torno a la cabeza del Niño Jesús. De modo que venga el permiso, venga la azada o el hacha y vamos ahora mismo a abrir ese ataúd.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el oficial londinense.

—Quiero decir —contestó el curita, y su voz pareció dominar el ruido de la tempestad—, quiero decir que el Diablo puede estar sentado en el torreón de este castillo en este mismo instante, el gran Diablo del Universo, más grande que cien elefantes y aullando como en el Apocalipsis. Hay en todo esto algo de magia negra.

—Magia negra —repitió Flambeau en voz baja, porque era hombre bastante ilustrado para no entender de eso—. ¿Qué significan, pues, esos últimos documentos?

—Algo horrible, me parece —dijo el Padre Brown con impaciencia—. ¿Cómo he de saberlo a ciencia cierta? ¿Cómo voy a adivinar todo lo que hay en este laberinto? Tal vez el rapé y el bambú son instrumentos de tortura. Tal vez la cera y las limaduras de acero representan aquí la manía de un loco. Tal vez con las minas de los lápices se hace una bebida enloquecedora. Solo hay un medio para irrumpir de una vez en el seno de estos enigmas, y es ir al cementerio de la colina.

Sus compañeros apenas se dieron cuenta de que lo habían obedecido y seguido, cuando, en el jardín, un golpe de viento les azotó la cara. Sin embargo, lo habían obedecido como autómatas porque Craven se encontró con un hacha en la mano y la autorización para abrir la tumba en el bolsillo. Flambeau llevaba la azada del jardinero, y el mismo Padre Brown llevaba el librito dorado del cual habían arrancado el nombre de Dios.

El camino que, sobre la colina, conducía al cementerio de la parroquia era tortuoso, pero breve; con la furia del viento resultaba largo y difícil. Hasta donde la vista alcanzaba, y cada vez más lejos, conforme subían la colina, se extendía el mar inacabable de pinos, doblados por el viento. Y todo aquel orbe parecía tan vano como inmenso; tan vano como si el viento silbara sobre un planeta deshabitado e inútil. Y en aquel infinito de bosques azulosos y cenizos cantaba, estridente, el antiguo dolor que hay en el corazón de todas las cosas paganas. Parecía que en las voces íntimas de aquel insondable follaje gritaban los perdidos y errabundos dioses gentiles, extraviados por aquella selva, e incapaces de hallar otra vez la senda de los cielos.

—Ya ven ustedes —dijo el Padre Brown en voz baja, pero no sofocada—. El pueblo escocés, antes de que existiera Escocia, era lo más curioso del mundo. Todavía lo es, por lo demás. Pero en tiempos prehistóricos yo creo que adoraban a los demonios. Y por eso —añadió con buen humor—, por eso cayeron en la teología puritana.

—Pero, amigo mío —dijo Flambeau, de mal humor—, ¿qué significa todo ese rapé?

—Pues, amigo mío —replicó Brown con igual seriedad y siguiendo su tema—, una de las pruebas de toda religión verdadera es el materialismo. Ahora bien: la adoración de los demonios es una religión verdadera.

Habían llegado al calvero de la colina, uno de los pocos sitios que dejaba libre el rumoroso pinar. Una pequeña cerca de palos y alambres vibraba en el viento, indicando el límite del cementerio. El inspector Craven llegó al sitio de la sepultura y Flambeau hincó la azada y se apoyó en ella para hacer saltar la losa; ambos se sentían sacudidos por la tempestad como los palos y alambres de la cerca. Crecían junto a la tumba unos cardos enormes, ya mustios, grises y plateados. Una o dos veces, el viento arrancó unos cardos, lanzándolos como flechas frente a Craven, que se echaba atrás, asustado.

Flambeau arrancaba la hierba y abría la tierra húmeda. De pronto se detuvo, apoyándose en la azada como en un báculo.

—Adelante —dijo cortésmente el sacerdote—. Estamos en el camino de la verdad. ¿Qué teme usted?

—Temo a la verdad —dijo Flambeau.

El detective londinense empezó a hablar ruidosamente, tratando de parecer muy animado:

—¿Por qué diablos se escondería tanto este hombre? ¿Sería repugnante tal vez? ¿Sería leproso?

—O algo peor —contestó Flambeau.

—¿Qué, por ejemplo? —continuó el otro—. ¿Qué peor que un leproso?

—No sé —dijo Flambeau.

Siguió cavando en silencio y, después de algunos minutos, dijo con voz sorprendida:

—Temo que fuera deforme.

—Como aquel trozo de papel que usted recordará —dijo tranquilamente el Padre Brown—. Y, con todo, logramos triunfar de aquel papel.

Flambeau siguió cavando con energía. Entretanto, la tempestad había arrastrado poco a poco las nubes prendidas como humareda a los picos de las montañas, y comenzaban a revelarse los nebulosos campos de estrellas. Al fin Flambeau descubrió un gran ataúd de roble y lo levantó un poco sobre los bordes de la fosa. Craven se adelantó con su hacha. El viento le arrojó un cardo en la cara y lo hizo retroceder; después dio un paso decidido, y con una energía igual a la de Flambeau rajó y abrió hasta quitar del todo la tapa. Y todo aquello apareció a la luz gris de las estrellas.

—Huesos —dijo Craven. Y luego añadió como sorprendido—: ¡Y son de hombre!

Y Flambeau, con voz desigual:

—Y ¿no tienen… nada extraordinario?

—Parece que no —contestó el oficial con voz ronca, inclinándose sobre el oscuro y ruinoso esqueleto—. Espere un poco.

Sobre el enorme cuerpo de Flambeau pasó como una ola pesada:

—Y ahora que lo pienso, ¿por qué había de ser deforme? El hombre que vive en estas malditas montañas, ¿cómo va a librarse de esta obsesión enloquecedora, de esta incesante sucesión de cosas negras, bosques y bosques, y, sobre todo, de este horror profundo e inconsciente? ¡Si esto parece la pesadilla de un ateo! ¡Pinos y pinos y más pinos, y millones de…!

—¡Dios! —gritó el hombre junto al ataúd—; no tenía cabeza.

Y mientras los otros se quedaban estupefactos, el sacerdote dejó ver por primera vez su asombro:

—¿Con que no hay cabeza? —preguntó—. ¿Falta la cabeza? —como si hubiera esperado otra deficiencia.

Por la mente de aquellos hombres cruzaron insensatas visiones de un niño acéfalo nacido en la casa de los Glengyle, de un joven acéfalo ocultándose en el castillo, de un hombre acéfalo cruzando esos antiguos salones o ese profuso jardín… Pero, a pesar del enervamiento que los dominaba, aquellas funestas imágenes se disiparon en un instante sin echar raíces en su alma. Y los tres se quedaron escuchando los bosques ensordecedores y los gritos del cielo, como unas bestias fatigadas. El pensamiento parecía algo enorme que se les había escapado de la mano.

—En torno a esta sepultura —dijo el Padre Brown—, sí que hay tres hombres sin cabeza. El pálido detective londinense abrió la boca para decir algo y se quedó con la boca abierta. Un largo silbido de viento rasgó el cielo. El policía contempló el hacha que tenía en las manos, como si no le perteneciera, y la dejó caer:

—Padre —dijo Flambeau con aquella voz grave e infantil que tan raras veces se le oía—. ¿Qué hacemos?

La respuesta de su amigo fue tan rápida como un disparo.

—Dormir —dijo el Padre Brown—. Dormir. Hemos llegado al término del camino. ¿Sabe usted lo que es el sueño? ¿Sabe usted que todo el que duerme cree en Dios? El sueño es un sacramento, porque es un acto de fe y es un acto de nutrición. Y necesitamos un sacramento, aunque sea de orden natural. Ha caído sobre nosotros algo que muy pocas veces cae sobre los hombres, y que es acaso lo peor que les puede caer encima.

Los abiertos labios de Craven se juntaron para preguntar:

—¿Qué quiere usted decir?

El sacerdote había vuelto ya la cara hacia el castillo cuando contestó:

—Hemos descubierto la verdad, y la verdad no tiene sentido.

Y echó a andar con un paso inquieto y precipitado, muy raro en él. Y cuando todos llegaron al castillo se acostó al instante y se durmió con la simplicidad de un perro.

A pesar de su místico elogio del sueño, el Padre Brown se levantó más temprano que los demás, con excepción del callado jardinero. Y los otros lo encontraron fumando su pipa y observando la muda labor del experto jardinero en el jardincito cercano a la cocina. Hacia el amanecer la tormenta se había deshecho en lluvias torrenciales, y el día resultó muy fresco. Parece que el jardinero había estado un rato charlando con Brown, pero al ver a los detectives hoscamente clavó la azada en un surco, dijo algo de su almuerzo, se alejó por entre las filas de berzas y se encerró en la cocina.

—Ese hombre vale mucho —dijo el Padre Brown—. Logra admirablemente las papas. Pero —añadió con ecuánime compasión— tiene sus faltas. ¿Quién no las tiene? Por ejemplo, no ha trazado derecho este surco —y dio con el pie en el sitio—. Tengo mis dudas sobre el éxito de esta papa.

—¿Y por qué? —preguntó Craven, divertido con la nueva locura del hombrecito.

—Tengo mis dudas —continuó éste— porque también las tiene el viejo Gow. Ha andado metiendo sistemáticamente la azada por todas partes, menos aquí. ¡Ha de haber aquí una papa colosal!

Flambeau arrancó la azada y la hincó impetuosamente en aquel sitio. Al revolver la tierra sacó algo que no parecía papa, sino una seta monstruosa e hipertrofiada. Al dar sobre ella la azada hubo un chirrido, y el extraño objeto rodó como una pelota, dejando ver la mueca de un cráneo.

—El conde de Glengyle —dijo melancólicamente el Padre Brown.

Y después le arrebató la azada a Flambeau.

—Conviene ocultarlo otra vez —dijo—. Y volvió a enterrar el cráneo.

Y reclinándose en la azada dejó ver una mirada vacía y una frente llena de arrugas.

—¿Qué puede significar este horror?

Y, siempre apoyado en la azada, hundió la cara en las manos, como lo hacen los hombres en la iglesia.

El cielo brillaba, azul y plata; los pájaros charlaban y parecía que eran los mismos árboles los que estaban charlando. Y los tres hombres callaban.

Bueno, yo renuncio —exclamó Flambeau—. Esto no me entra en la cabeza, y esto se ha acabado. Rapé, devocionarios estropeados, interiores de cajas de música y qué sé yo qué más…

Pero Brown, descubriéndose la cara y arrojando la azada con impaciencia, lo interrumpió:

—¡Calle, calle! Todo eso está más claro que el día. Esta mañana, al abrir los ojos, entendí todo eso del rapé y las rodajas de acero. Y después me he puesto a probar un poco al viejo Gow, que no es tan sordo ni tan estúpido como lo aparenta. No hay nada de malo en todos esos objetos encontrados. También me había yo equivocado en lo de los misales estropeados: no hay ningún mal en ello. Pero esto último me inquieta. Profanar sepulcros y robarse las cabezas de los muertos ¿puede no ser malo? ¿No estará en esto la magia negra? Esto no concuerda con la sencillísima historia de las velas y del rapé —y se puso a pasear, fumando filosóficamente.

—Amigo mío —dijo Flambeau con un gesto de buen humor—. Tenga cuidado conmigo; recuerde que yo he sido un criminal. La inmensa ventaja de ese estado consiste en que yo mismo forzaba la intriga y la desarrollaba al instante. Pero esta función policíaca de esperar y esperar sin fin es demasiado para mi impaciencia francesa. Toda mi vida, para bien o para mal, lo he hecho todo en un instante. Todo duelo que se me ofrecía había de ser para la mañana del día siguiente; toda cuenta, al contado; ni siquiera aplazaba yo una visita al dentista.

El Padre Brown dejó caer la pipa, que se rompió en tres pedazos sobre el suelo, y abrió unos ojos de idiota.

—¡Dios mío, qué estúpido soy!; ¡pero qué estúpido, Señor!

Y soltó una risa descompuesta:

—¡El dentista! —repitió—. ¡Seis horas en el más completo abismo espiritual y todo por no haber pensado en el dentista! ¡Una idea tan sencilla, tan hermosa, tan pacífica! Amigos: hemos pasado una noche en el infierno, pero ahora se ha levantado el sol, los pájaros cantan, y la radiante evocación del dentista restituye al mundo su tranquilidad.

—Yo descubriré este misterio, aunque me vea forzado a recurrir a los tormentos de la Inquisición —dijo Flambeau, encaminándose al castillo.

El Padre Brown tuvo que contener un ímpetu de ponerse a bailar en mitad del cantero, ya iluminado por el sol, y gritó después de un modo casi lastimoso y como un chiquillo.

—¡Por favor, déjenme ser loco un instante! ¡He padecido tanto con este misterio! Ahora comprendo que todo esto es de lo más inocente. Apenas un poco extravagante. Y eso, ¿qué importa?

Dio una vuelta en un pie como un chiquillo y después se enfrentó con sus amigos y dijo gravemente:

—Ésta no es la historia de un crimen, sino de una singular y torcida honradez. Precisamente se trata quizá del único hombre en la tierra que ha tomado exactamente lo que le deben.

Es un caso extremo de esa lógica vital y terrible que constituye la religión de esta raza.

La vieja copla sobre la casa de Glengyle:

 

Como la savia verde para los árboles
es el oro rojo para los Ogilvie,

 

es al mismo tiempo metafórica y literal. No solo significa el anhelo de bienestar de los Glengyle; también significa, literalmente, que coleccionaban oro, que tenían una gran cantidad de ornamentos y utensilios de este metal. Que eran, en suma, avaros con la manía del oro. Y a la luz de esta suposición recorramos ahora todos los objetos encontrados en el castillo, diamantes sin sortija de oro; velas sin sus candelabros de oro; rapé sin tabaqueras de oro; minas de lápiz sin el lapicero de oro; un bastón sin su puño de oro; piezas de relojería sin las cajas de oro de los relojes, o, mejor dicho, sin relojes. Y, aunque parezca locura, el halo del Niño Jesús y el nombre de Dios de los viejos misales solo han sido raspados porque eran de oro legítimo.

Flambeau encendió un cigarrillo mientras su amigo continuaba:

—Todo ese oro ha sido sustraído, pero no robado. Un ladrón nunca hubiera dejado rastros semejantes: se habría llevado las tabaqueras con el rapé; los lapiceros con las minas, etc. Tratamos con un hombre que tiene una conciencia muy singular, pero que tiene conciencia. Este extraño moralista ha estado hablando conmigo esta mañana en el jardincito de la cocina, y de sus labios oí una historia que me permite reconstruirlo todo.

»El difunto Archibaldo Ogilvie era el hombre más cercano al tipo del hombre bueno que jamás haya nacido en Glengyle. Pero su amarga virtud se convirtió en misantropía. Las faltas de sus antecesores lo abrumaban, y de ellas inducía la maldad general de la raza humana. Sobre todo tenía desconfianza de la filantropía o liberalidad. Y se prometió a sí mismo que, si encontraba un hombre capaz de tomar solo lo que estrictamente le correspondía, ése sería el dueño de todo el oro de Glengyle. Tras este reto a la humanidad se encerró en su castillo, sin la menor esperanza de que el reto fuera contestado. Sin embargo, una noche, un muchacho sordo, y al parecer idiota, vino de una aldea distante a traerle un telegrama, y Glengyle, con un humorismo amargo, le dio un cuarto de penique nuevo. Mejor dicho, eso creyó haber hecho, porque cuando, un instante después, examinó las monedas vio que aún conservaba el cuarto de penique, y echó de menos en cambio una libra esterlina. Este accidente fue para él un tema de amargas meditaciones. De cualquier modo, el muchacho demostraría la codicia que era de esperar en la especie humana. O desaparecería, un ladrón robando una moneda; o volvería virtuosamente, un pedante buscando una recompensa. Pero a la media noche Lord Glengyle tuvo que levantarse a abrir la puerta —porque vivía solo— y se encontró con el sordo idiota. Y el sordo idiota venía a devolverle, no la libra esterlina, sino la suma exacta de diecinueve chelines, once peniques y tres cuartos de penique. Es decir, que el muchacho había tomado para sí un cuarto de penique.

»La exactitud extravagante de este acto impresionó vivamente al desequilibrado caballero. Se dijo que, nuevo Diógenes afortunado, había descubierto al hombre honrado que deseaba. Hizo entonces un nuevo testamento, que yo he visto esta mañana. Trajo a su enorme y abandonado caserón al muchacho, lo educó, hizo de él su criado solitario y, a su manera, lo instituyó heredero de sus bienes. Este extraño sordo, aunque entiende poco, entendió muy bien las dos ideas fijas de su señor: primero, que en este mundo lo esencial es el derecho y, segundo, que él había de ser, por derecho, el dueño de todo el oro de Glengyle. Y esto es todo, y es muy sencillo. El hombre ha sacado de la casa todo el oro que había, y ni una partícula que no fuera de oro; ni siquiera un grano de rapé. Y así levantó todo el oro de las viejas miniaturas, convencido de que dejaba todo el resto intacto. Todo eso me era ya comprensible, pero no podía yo entender lo del cráneo, y me desesperaba el hecho de haberlo encontrado escondido entre las papas. Me desesperaba…, hasta que Flambeau dijo la palabra feliz.

»Todo está ya muy claro, y todo irá bien. Este hombre volverá el cráneo a la sepultura en cuanto le haya extraído las muelas de oro…

Y, en efecto, al pasar aquella mañana por la colina donde está el cementerio, Flambeau vio a aquel extraño ser, a aquel justo avaro cavando en la sepultura profanada, con la bufanda escocesa al cuello, agitada por el viento de la montaña, y en la cabeza el decente sombrero de copa.

*FIN*


“The Honour of Israel Gow”,
The Saturday Evening Post, 1911


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