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El horno viejo

[Cuento - Texto completo.]

José María Arguedas

Dormía bien en la batea grande que había pertenecido al horno viejo. A su lado, sobre pellejos, dormía la sirvienta Facunda. Cerca del fogón, en una tarima hecha de adobes que en el día era utilizada como apoyo para los peones, dormía la cocinera, doña Cayetana.

—Apesta a indio y cebolla —dijo el caballero, en la puerta de la cocina.

Prendió un fósforo y llegó hasta la batea. Vio las ollas de barro y leña en el suelo, y agua sucia. No había obstáculo alguno para llegar a la batea:

—¡Ah, candelas! Al diablo este le ponen buenos pellejos sobre la batea. El condenado siempre es condenado; como éste es blanquito, aunque esté de sirviente, aquí le sirven.

Despertó al muchacho punzándolo con el bastón en la garganta. El bastón tenía punta de metal. Alumbraba aún el fósforo.

—Levántate; acompáñame.

El muchacho se levantó. Estaba vestido. Siguió al caballero.

En el patio preguntó:

—¿Adónde?

—Adonde has de ser hombre esta noche. ¿Cuántos años tienes?

—El 17 de febrero cumplí nueve.

—Temprano hay que ser hombre. Duermes bien.

—Duermo bonito.

—Yo también voy a dormir bonito. Ya verás.

Atravesaron el patio grande de la casa. Las blanquísimas lajas del piso flotaban en la noche; se veían sus irregulares formas. La oscuridad solo llegaba hasta cierta altura de las piedras, y el muchacho caminó en el patio como sobre barro de niebla. Pero en la plaza, inmensa, el silencio cubría el vacío; toda la tierra. Sopló un viento y los dos eucaliptos gigantes del cementerio cantaron.

—¿Adónde me llevas? —preguntó el muchacho.

—Adonde has de aprender lo que es ser lo que sea. ¡Sígueme!

Lo siguió por varias calles. Sobre los techos de las casas abandonadas y en los muros de las huertas lograban destacarse los troncos de algunos espinos feroces.

Subieron a un muro. El caballero dejó caer una piedra sobre la rodilla del chico:

—¿Te dolió? —dijo.

—No. Cayó debajo.

—¡Sígueme!

El muchacho comprobó que habían cortado los espinos a lo largo de la cima de un muro; luego saltaron a un corral. Allí vivía un chancho muy gordo; pero había también una pequeña mancha, seguramente de romaza verde. Cantaban los grillos en ese sitio: oyó el chico, con toda claridad, el contraste del ronquido del cerdo y la voz de los grillos. “Uno de esos grillitos está llorando —pensó—. Quizá no ha muerto. Aquí, el Jonás atraviesa grillos con una espina, por parejas, y les amarra un yugo de trigo, para que aren. No habrá muerto, pues, gracias a Dios”.

—¡Si es la casa de doña Gabriela, tu tía! —dijo el muchacho, al saltar de otro muro hacia un patio donde florecía un pequeño árbol de cedrón.

—¡Sígueme! —dijo el hombre.

Abrió con bastante cuidado la puerta que daba al interior de la casa. Hizo que el muchacho entrara. Estaba todo muy a oscuras.

—Agárrate de mi poncho —le dijo.

 

El caballero se dirigió, claramente y sin vacilaciones, hacia el dormitorio de doña Gabriela. No separaba el dormitorio de la llamada sala, por donde los dos caminaban a oscuras, sino una división de madera.

—No vienes solo. ¡No vienes solo! ¿A quién has traído? —preguntó doña Gabriela.

—A Santiago; para que aprenda lo más grande de Dios. ¡Háblale, muchacho; que vea que ya eres hombre!

—Yo soy —dijo él, en voz muy baja; el grillo herido y el eucalipto estaban en su voz.

—¡Anticristo! ¿Crees que te voy a dejar? ¿Crees? —habló la señora.

Santiago sintió un ruido en la cabeza.

—Me desvisto —dijo el hombre.

Prendió un fósforo.

—Mira, Santiago —dijo.

Solo un calzoncillo largo le cubría las piernas.

—Ahora me acuesto. Ahora oyes. Si quieres ver, ves. Aquí tienes el fósforo.

Y empezó el forcejeo. Sobre la cama de madera, bien ancha, el hombre y la mujer peleaban. El esposo de doña Gabriela había ido de viaje a una ciudad muy lejana de la costa. Ella tenía ojos pequeños y quemantes en el rostro enflaquecido pero lleno de anhelos. Sus dos hijos dormían en otra “división”, al extremo opuesto de la sala. Eran amigos de Santiago.

—¿No es tu tío carnal, don Pablo, el que ha ido de viaje? —habló, sin darse cuenta el chico.

—Calla, cacanuza; esta mujer se resiste como una vaca de esas que saben que las van a degollar, cuando otras veces era paloma caliente. ¡Calla, perro!

Santiago empezó a tragar la oscuridad como si fuera candela. Se tocó las rodillas que estaban temblando. No estaban calientes.

—Si no te quitas esa sábana, voy a gritar para que tus hijos vean que estoy en tu cama. ¡Que vean! A la de seis grito. El hombre no se embarra con estas cosas, al contrario. Yo más todavía. Cuento…, una…, dos…, tres…, cuatro…

Hablaba despacio; también tragaba fuego.

Al cantar el cinco, todo se detuvo, nunca recordará el muchacho por cuánto tiempo.

El hombre empezó a babear, a gloglotear palabras sucias, mientras ella lloraba mucho y rezaba. Entonces el chico sintió que se le empapaba el rostro. Casi al mismo tiempo, su mano derecha resbaló hacia su propio vientre helado. No pudo seguir de pie; empezó a rezar desde el suelo, el cuerpo helado sobre la tierra: “Perdón, Mamacita, Virgen del cielo, Virgencita linda, perdón…”.

—Tu voz es de que estás gozando, oye, aunque estás rezando; oye… —habló el hombre.

El llanto de la mujer se hizo más claro, como el de esos escondidos hilos de agua que a veces bajan millares de metros de altura entre precipicios negros, de roca sin yerbas. De repente, se acrecentó, como un repunte. Asustó al chico: “¡Me voy, me voy!”, decía, cantaba; pero no podía irse.

No oyó la voz del eucalipto tan grande del cementerio, en el camino de regreso. Tenía las manos metidas en los bolsillos; seguía a cierta distancia al caballero. El hombre ya no fue al zaguán que estaba a la vuelta de la esquina. “Mañana o pasado será mejor. En el horno viejo”, le dijo, al tiempo de cerrar la puerta.

En la esquina estuvo. Las montañas de la gran quebrada hervían, porque la luna alumbró aún antes de aparecer. Alumbró de ese modo con que lo hace. El chico se fue al zaguán. “Lloraba más grande que estos cerros, doña Gabriela. Así dicen que la lágrima se puede llevar los cerros. Se pueden llevar, es cierto; a mí también”. Fue hablando el muchacho.

Encontró la batea, fácil. Se recostó de espaldas. Sintió que la luz le calentaba muy fuerte.

—¡Facunda! —dijo—. Dame agüita.

 

El Jerónimo soltó al hechor en el corral cuando la joven hija del hacendado estaba en el corredor. La acompañaba Santiago. La joven cantaba mejor que la calandria; plateaba al fangoso y encabritado río grande, acercaba las cumbres filudas que los ojos apenas alcanzaban pero que el corazón sentía, los acercaba con el canto hasta que tocaran con sus dientes las flores de la alfalfa de esa hacienda que, según contaban los viejos, un español bruto había cercado donde ni los incas pudieron llegar. El español bruto hizo que los “antiguos” construyeran acueductos con túneles y regó una falda del cerro, a orillas del río más bruto aún, y tuvo que hacer otros túneles para que la gente pudiera llegar a la tierra regada. Ahora daba alfalfa, la mejor de toda la provincia. El garañón se lanzó a la carrera, rebuznando con un júbilo que dejó rígido el rostro de la joven. Porque el burro enorme iba con su miembro viril aún más enorme a embestir a una yegua que estaba al otro lado del muro del corral, a pocos metros de la señorita, que apenas tenía diecisiete años. La yegua sintió la carrera del burro y empezó a retroceder, abriendo la boca, mostrando los dientes, echando a un lado el rabo. El garañón le hundió el miembro; mordió en el lomo a la yegua.

Los dos animales se movían, y el río fangoso se convirtió en sangre pura y terrible que empezó a subir desde los pies hasta la frente de la jovencita. Santiago miraba; tenía diez años. Se había escapado de la casa de su guardador, el más caballero del pueblo, el más decente, que a él, al chico, lo había convertido en sirviente muy maltratado. El dueño de esa hacienda profunda lo cobijó por un tiempecito; lo recibió como a un hijo de señor que era. Sí, ella, la hija del hacendado, cantaba mejor que las calandrias, pero en ese instante, viendo el asalto y los movimientos del garañón, su rostro enrojeció desde dentro, como lirio blanco que se transformara, de repente, por quemazón, en un trozo de crepúsculo que es la luz roja de uno mismo más que del sol y del cielo. “Así es, así es, así es, perdón, Diosito”, dijo la niña, sin darse cuenta. Y volvió la cara para observar a Santiago. Él había preferido mirar a ella que al burro, apenas se encendieron sus mejillas, apenas el río se trasladó a las venas de su cuello para apretar allí toda su fuerza; el chico sintió lo que pasaba en la cara de la señorita y se volvió hacia ella. “Y tú me miras, bestia —le dijo—. ¿Por qué me miras, botado, muerto de hambre…? ¡Estoy asquerosienta! Tú eres…”.

—No, pues, señorita linda. Adiós.

Santiago se fue corriendo hacia el puente amarillo que cruzaba ese río que solo el español bruto y los “antiguos” pudieron alcanzar. Al otro lado del puente empezaba la cuesta, famosa en cientos de pueblos, por lo empinada y por sus túneles (cuatro); uno de ellos requería vela para pasar. En los zig-zag que escalaban el abismo, también amarillo, el movimiento del garañón empezó a perturbar la imagen del encendido rostro de la niña en la memoria de Santiago. Felizmente se asustó. Si no se apuraba, no le alcanzaría el día para subir la cuesta y llegar a la puna. De allí se iría, asustado, pero por camino seguro donde su señor. Nadie sabe qué hizo más sombra en su alma, si el miembro espantoso del garañón o el color rojo, que nunca creyó fuera sucio, del rostro de aquella niña que era blanca, linda, demasiado vigilada. La jovencita vio correr a Santiago, cuesta abajo, por el callejón empedrado de la hacienda. Ya el chico, entonces, estaba descalzo.

—¡Hermanito, ven! —creyó gritar—. Tú eres ángel; yo soy peor que yegua.

Y como el muchacho se perdió a los pocos minutos en el recodo del callejón, cerca del río, ella también corrió, pero hacia la capilla de la hacienda. Subió al coro. Abrió una alacena donde guardaban los látigos para los “martirios” del Viernes Santo. Se alzó el traje y, llorando, empezó a flagelarse con furia.

El altar dorado, las pinturas de los muros y del techo ardían como entre humaredas. Pero al décimo o duodécimo latigazo empezó a ceder el llanto; pudo ver bien el rostro de la Virgen en el altar mayor. “Estás perdonada —oyó que le decían—, Santiago pasa los túneles; lo que le pusiste de pecado está limpio. Descansa, hijita”. Se recostó en un escaño antiguo y sintió frío. “La madre superiora… el burrito —habló—, ya no más”.

Al día siguiente galopaba en un caballo feliz por el camino tendido, muy corto, el único que había al borde de los alfalfares. Pisaba firmemente en el estribo de plata. Bandadas de loros gritaban en el aire angosto de la quebrada, a gran altura. Los alcanzó y acalló cantando un harahui aprendido a escondidas en una comunidad donde cosechaban maíz. Al término del camino derecho, empezaba una especie de abismo donde su caballo bajaba con mucho cuidado. Allí, en el abismo, entre arbustos, vivían unos zorzales raros que entonaban largas melodías. “Santiaguito, Santiago… ¿adónde estarás? —dijo la muchacha al oír cantar a un zorzal—. Te asustaste de mí para siempre”. El caballo orejeaba. “Cuida más de mi vida que la suya”. Se santiguó y procurando mantenerse serena, se puso a escuchar los cantos de los pájaros que en ese abismo se entusiasmaban. “Así dicen las novelas, los cuentos también que en quechua cuentan… Los animales saben”.

Se aburrió de la bajada, hizo volver al caballo y lo espoleó para que alcanzara los alfalfares a paso más ligero, por la difícil cuesta. El olor del caballo es el olor del mundo.

 

El horno viejo mantenía aún su techo y estaba cerrado con un viejo candado.

—¡Levántate! Vamos al horno viejo; acompáñame.

Era la misma orden. Lo despertó con la misma punta de metal del bastón.

—¿Tú sabías que la doña Gudelia le tiene asco a su marido? —le preguntó el señor, en la esquina—. ¿Sabías que tiene baticola floja?

Las hojas del eucalipto reverberaban; todo el árbol estaba como solo en la noche, como si la luna no hubiera aparecido sino para él; sin embargo, muchas de sus hojas reverberaban, cada una por su cuenta.

—¿Te dije? —volvió a preguntar el caballero.

—No he oído. ¿Por qué reverbera?

—Te he dicho que doña Gudelia es un poco de mala vida. Y ahora te aumento que Faustino, ese que espanta a los gatos diciendo: “¡misée!”, es alcahuete y putañero. Ha traído desde Santa Cruz a una chola bonita, para que caliente a doña Gudelia.

—Nada he sabido.

Vio que la sombra de la torre cubría la sombra del otro eucalipto; que por eso el árbol no tenía sombra. Un gorrión cantó con gran aliento desde un bajo sauce del cementerio.

—Ese gorrioncito sabe. Ha hecho mover la torre con su canto.

—Ha malogrado mi… Cuando ese animal canta de noche, puede suceder que un chico de tu edad…, ocho o diez años…, se muera. Eso sabrás seguro.

—Yo he conocido a la muerte. Es de otra forma, pues. El gorrión, dicen, nace del agua, de los manantiales; por eso cuando canta en falso así, en la noche, su voz tiene fuerza…

—“Yo he conocido ya a la muerte…”. Así se sabe que necesitas aprender de mí. Ahora aprenderás aún mejor. He visto que doña Gudelia te alegra los ojos, también las piernas.

Al salir de la plaza, y entrar a una calle muy angosta el mundo se dividió en suelo y cielo. Así, por el suelo, en toda la sombra, caminaron hasta el horno viejo.

 

—A que no se quita usted el monillo, señora Gudelia. ¡A que no lo hace! ¡A que no lo hace!

El señor le gritaba de cerca mientras la mujer del ganadero bailaba con Faustino, algo retorciéndose. Una lámpara de gasolina alumbraba desde la boca del horno.

—¡A que no lo hace!

Ella lo hizo. Se detuvo, mientras Faustino seguía zapateando con sus botas muy largas en que el metal amarillo de los broches chispeaba. Se quitó el monillo; se lo sacó por encima de la cabeza; lo tiró sobre el arpa. Sus senos quedaron al aire. Eran blanquísimos, más que la luna, más que la loza en que almorzaba el caballero; también porque se le deshizo el moño y las trenzas de pelo negro cayeron en medio de los dos pechos.

—¡Yo hago lo mismo! ¡Hago el honor! —gritó el caballero.

Se bajó los pantalones, mientras Faustino seguía bailando sin mirar, tranquilo, con los ojos hacia la tierra. Quedó desnudo desde la cintura para abajo, el señor. “¡Haga el honor, Santiaguito!”. Se acercó a doña Gudelia.

Le levantó el traje.

—¡Eso no! ¡Soy casada y sacramentada! ¡Sacramentada!

—Yo no. Yo chuchumeca no más, don Faustino. No me emborracho con nada —dijo la chola, que estaba recostada en el poyo carcomido del horno viejo.

—Tumbar y abrirle las piernas —ordenó el caballero; les ordenó a Faustino y a un hombre que permaneció sentado en el mismo poyo, bebiendo aguardiente. “Señorita”, dijo en voz baja Santiago y se echó a andar hacia la puerta. “Señorita”, siguió diciendo. La puerta estaba con llave.

Pero el horno viejo era enorme. Sirvió, cuando allí se hacía pan, a doce pueblos, años de años. Apoyado en la puerta humienta, el chico vio que tumbaron a la señora blanca. “Mejor si se queja, Faustino. Más gusto al gusto”, oyó decir al señor, ya echado sobre la esposa del pequeño ganadero. El arpa seguía tocando sonoramente. Era ciego el arpista; era famoso. Su cabeza aparecía inclinada hacia la caja del instrumento. Doña Gudelia empezó a llorar fuerte. Y la otra, la que decía ser “chuchumeca”, también. Entonces, desde el suelo, el señor dijo: “Pon a Santiago encima de la santanina. Le he ofrecido. Oye, Faustino”.

A Faustino lo alcanzó la santanina cuando había pasado el sitio en que el techo, negro de humo, del horno viejo, hacía bastante sombra en el suelo. Lo atacó con una kurpa, que es un trozo de adobe como fosilizado. “Me rompiste la frente. Cómete mi sangre”, dijo Faustino, alzando los puños.

—¡Por qué no, pues! ¡Siendo de ti que eso obedeces! Que el Anticristo mande, mandará. ¡La criaturita! No lo había visto. ¡La criaturita! Trompéame en la vista, Faustino. Tú me has traído de lejos, de lo que estaba tranquila.

Faustino llegó a la puerta, mientras la mujer se sentaba en el suelo y empezaba a rezar levantando los brazos. El hombre tenía en la cara un chorro de sangre que apareció ancha a la luz de la luna, cuando abrió la puerta del horno viejo.

—Ándate, mejor. Yo le voy a hacer comer mi sangre a esa “chuchu”.

Lo empujó, porque el muchacho se resistió a salir. “Mentira, mentira. Yo también me voy a ir —le dijo en voz baja—. Iba a pisar a la chola, pero será por tu causa que ella me ha pisado en la frente, con fuerza. Ya estoy fregado, merecidamente, eso sí. Anda, vete, hijito”.

Pero no se fue. Se quedó afuera. Oyó que la santanina gritaba, insultaba, decía palabras inmundas, rezaba en quechua. Sentado en la puerta, Santiago estuvo mirando la luz. El arpista seguía tocando, pero ya mezclaba las tonadas. En la puerta del horno viejo había una grada de piedras; allí llegaba, sobre la laja, toda la luz. Sin embargo, no alcanzaba para nada. Los montes, los ríos… ¿qué no estaba tranquilo con esa luna llena viniendo del centro del cielo? Menos él, el chico, pues. “No es nadie ése”, decía el señor. Lo hicieron caer al abrir la puerta del horno viejo.

*FIN*


Amor mundo, 1967


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