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El humbug

[Cuento - Texto completo.]

Julio Verne

En el mes de marzo de 1863 me embarqué en el vapor Kentucky, que hace el servicio entre Nueva York y Albany.

En aquella época del año, el arribo de numerosas mercancías provocaba entre ambas ciudades un gran movimiento comercial, que no tenía, por lo demás, nada de excepcional. Los negociantes de Nueva York, en efecto, mantienen, por medio de sus corresponsales, relaciones incesantes con las provincias más alejadas, y extienden así los productos del Viejo Mundo, al mismo tiempo que exportan al extranjero las mercancías de procedencia nacional.

Mi partida para Albany constituía para mí una nueva ocasión de admirar la actividad de Nueva York. De todas partes afluían los viajeros, unos dando prisa a los portadores de sus numerosos equipajes, solos los otros, como verdaderos turistas ingleses, cuyo guardarropa entero se halla encerrado en un saquito imperceptible. Todo el mundo se precipitaba, apresurándose a retener un sitio a bordo del paquebot, al que la especulación dotaba de una elasticidad totalmente americana.

Ya los dos primeros toques de la campana habían llevado el espanto a los que se habían retrasado. El embarcadero se doblaba bajo el peso de los últimos que llegaban, que son, por lo general y en todas partes, gentes cuyo viaje no puede demorarse sin gran perjuicio. Esto no obstante, toda aquella multitud acabó por acomodarse. Paquetes y viajeros se apilaron, se almacenaron. El fuego invadía los tubos de la caldera, y el puente del Kentucky oscilaba como tembloroso. El sol, esforzándose por romper la bruma de la mañana, calentaba un poco aquella atmósfera de marzo, que le obliga a uno a alzarse el cuello del gabán y a sepultar las manos en los bolsillos, sin dejar de decir que va a hacer un día muy hermoso.

Como mi viaje no era en manera alguna un viaje de negocios, como mi portamantas bastaba para contener todo lo que me era necesario y hasta superfluo, como mi espíritu no se preocupaba ni de especulaciones que intentar ni de mercados que vigilar, me dejaba llevar de mis pensamientos, vagando al azar, ese amigo íntimo de los turistas, y al cual dejaba el cuidado de encontrar en el camino algún asunto de placer y de distracción. De pronto, y a tres pasos de mí, pude ver a Mistress Melvil, que sonreía de la manera más encantadora del mundo.

—¡Cómo! ¡Usted, Mistress —exclamé con una sorpresa que sólo mi alegría podía igualar—; usted afronta los riesgos y la muchedumbre de un steamboat del Hudson!

—Indudablemente, querido señor —me respondió Mistress Melvil, dándome la mano a la usanza inglesa—. Por lo demás, no estoy sola; me acompaña mi vieja y buena Arsinoé.

Me mostró, en efecto, sentada sobre un fardo de lana, a su fiel negra, que la contemplaba con ternura. La palabra ternura merecería ser subrayadas en esta circunstancia, porque sólo los sirvientes negros saben mirar de aquella manera.

—Cualesquiera que sean la ayuda y apoyo que pueda prestar Arsinoé —dije—, me siento afortunado del derecho que me corresponde para ser el protector de usted, Mistress, durante esta travesía.

—Si eso es un derecho —replicó ella riendo—, no le deberé por ello ninguna gratitud. Pero ¿cómo es que le encuentro aquí? Según lo que usted nos había dicho, no pensaba llevar a cabo este viaje hasta dentro de algunos días. ¿Cómo es que no nos habló ayer de su partida?

—No sabía nada de ella —repliqué—; tan sólo me decidí a partir para Albany cuando la campana del paquebote me quitó el sueño, a las seis de la mañana. Ya ve usted a qué se debe mi viaje. Si no me hubiera despertado hasta las siete, tal vez habría tomado la ruta de Filadelfia. Pero incluso usted misma, Mistress, parecía ayer la mujer más sedentaria del mundo.

—¡Sin duda! Así es que no debe usted ver en mí a Mistress Melvil, sino al primer agente de Enrique Melvil, negociante armador de Nueva York, que va a vigilar la llegada de un cargamento a Albany. ¡Usted, habitante de los países demasiado civilizados del Viejo Mundo, no comprende esto…! No pudiendo mi marido dejar esta mañana Nueva York, voy yo a reemplazarle. Tenga la seguridad de que no por eso dejarán de hallarse bien hechos los libros, ni serán menos exactas las cuentas.

—Resuelto estoy a no asombrarme de nada. Sin embargo, si semejante cosa aconteciese en Francia, si las mujeres hiciesen los negocios de sus maridos, no tardarían los maridos en hacer los de sus mujeres. Ellos serían quienes tocarían el piano, deshojarían las flores y bordarían los tirantes de los pantalones…

—No se muestra usted muy lisonjero para sus compatriotas —replicó riendo Mistress Melvil.

—Muy al contrario, ya que doy por supuesto que sus mujeres les bordan los tirantes.

En aquel instante, resonó el tercer toque de campana. Los últimos viajeros se precipitaron sobre el puente del Kentucky, en medio de los gritos de los marineros, que se armaban de largos bicheros para alejar el barco del muelle.

Ofrecí mi brazo a Mistress Melvil, y la conduje un poco más hacia popa, donde la muchedumbre era menos compacta.

—Yo le di —comenzó diciendo ella— cartas de recomendación para Albany…

—Ciertamente. ¿Desea usted que le dé nuevamente las gracias más efusivas?

—De ningún modo, puesto que esas cartas le resultan ahora completamente inútiles. Como voy junto a mi padre, a quien están dirigidas las cartas, habrá usted de permitirme, no ya tan sólo el presentarle, sino el ofrecerle hospitalidad en su nombre.

—Tenía yo razón —dije— en contar con la casualidad para hacer un viaje encantador, y, sin embargo, tanto usted como yo, hemos estado a punto de no poder partir.

—¿Por qué?

—Un cierto viajero, aficionado a esas excentricidades; de las que los ingleses tenían la exclusiva antes del descubrimiento de América, quería retener para él solo el Kentucky entero.

—¿Es acaso un hijo de las Indias Orientales, que viaja con un acompañamiento de elefantes y bayaderas?

—¡No, en verdad! Yo asistí a su discusión con el capitán, que rechazaba su petición, y no vi a ningún elefante mezclarse en la conversación. Aquel extravagante parecía un hombre gordo, fuerte, alegre, que debía tener campo libre, eso es todo… ¡Eh! Pero ¿qué veo?… ¡Es él, Mistress! Le reconozco… ¿No ve usted a ese viajero que corre por el muelle gesticulando y dando gritos…? Todavía va a ser causa de que nos retrasemos, porque el steamboat comienza ya a separarse del muelle.

Un hombre de estatura regular, con una cabeza enorme, vestido con un largo gabán de doble cuello, y cubierto con un sombrero de alas anchas, llegaba, en efecto, todo sofocado al embarcadero, cuyo puente volante acababa de ser retirado; gesticulaba y gritaba sin preocuparse de las risas de la muchedumbre reunida en torno suyo.

—¡Eh al Kentucky…! ¡Mil diablos…! ¡Mi sitio está reservado, registrado, pagado y se me deja en tierra…! ¡Mil diablos! ¡Capitán, yo le hago responsable ante el Gran Juez y sus asesores!

—¡Tanto peor para los rezagados! —gritó el capitán, subiendo sobre uno de los tambores—. Tenemos que llegar a hora fija y no podemos perder tiempo.

—¡Mil diablos! —chilló de nuevo el hombre gordo—. Obtendré cien mil dólares y más de daños y perjuicios contra usted… Bobby —exclamó volviéndose hacia uno de los dos negros que le acompañaban—, ocúpate de los equipajes, y corre al hotel mientras Dacopa desamarra cualquier bote para alcanzar a ese condenado Kentucky.

—Es inútil —dijo el capitán, que ordenó largar la última amarra.

—¡Anda, Dacopa! —dijo el hombre gordo estimulando al negro.

Se apoderó este del cable en el momento en el que el paquebote lo arrastraba, y lo amarró a uno de los argollones del muelle. Al mismo tiempo, el obstinado viajero se precipitó en una embarcación, en medio de los aplausos de la multitud, y con algunos golpes de remo llegó a la escalera del Kentucky. Se lanzó sobre el puente, corrió hacia el capitán y le interpeló vivamente, haciendo él solo tanto ruido como diez hombres, y hablando con más volubilidad que veinte comadres. El capitán, no pudiendo decir esta boca es mía, y viendo, por lo demás, que el viajero había hecho acto de posesión, resolvió no preocuparse más del asunto. Cogió de nuevo su portavoz y se dirigió hacia la máquina. En el momento de ir a dar la señal de la partida, el hombre gordo volvió gritando:

—¿Y mis bultos? ¡Mil diablos!

—¡Cómo, sus bultos! —replicó el capitán—. ¿Serían por casualidad, esos que llegan ahora?

Diversos murmullos estallaron entre los viajeros, a quienes este nuevo retraso impacientaba.

—¿A qué viene eso? —gritó el intrépido pasajero—. ¿No soy yo, por ventura, un libre ciudadano de los Estados Unidos de América…? Yo me llamo Augusto Hopkins, y si este nombre no os dice lo bastante…

Ignoro si este nombre gozaba de influencia real sobré la masa de los espectadores, pero lo cierto es que el capitán se vio forzado a acercarse de nuevo al muelle para embarcar el equipaje de Augusto Hopkins, ciudadano libre de los Estados Unidos de América.

—Hay que reconocer —dije a Mistress Melvil— que es ése un hombre bien singular.

—Menos singular que sus bultos —me contestó—, mostrándome dos camiones que conducían al embarcadero, dos enormes cajas de veinte pies de alto, recubiertas de telas enceradas y sujetas por medio de una inextricable red de cuerdas y de nudos. La parte superior y la inferior estaban indicadas con letras rojas, y la palabra “frágil”, inscrita con caracteres de un pie, hacía temblar en cien pasos a la redondas a los representantes de las administraciones responsables.

A pesar de los rumores provocados por la aparición de aquellos bultos monstruosos, el señor Hopkins hizo tanto con los pies, con las manos, con la cabeza y con los pulmones, que fueron depositados sobre el puente tras esfuerzos y retrasos considerables. Por fin, el Kentucky pudo dejar el muelle y remontó el Hudson en medio de los buques de toda clase que lo surcaban.

Los dos negros de Augusto Hopkins se habían instalado, con carácter permanente, al lado de las cajas de su amo. Estas cajas tenían el privilegio de excitar, en el mayor grado, la curiosidad de los pasajeros. La mayor parte de ellos se apretaban en los alrededores, haciendo todas las suposiciones excéntricas que puede inventar la imaginación de allende el Océano. La propia Mistress Melvil parecía preocuparse vivamente de ellas, en tanto que, en mi calidad de francés, yo ponía el mayor cuidado en simular la indiferencia más completa y desdeñosa.

—¡Qué hombre tan especial es usted! —me dijo Mistress Melvil—. No se preocupa del contenido de esos dos monumentos, mientras que a mí me devora la curiosidad.

—Le confesaré —respondí— que todo ello me interesa poco; al ver llegar esas dos inmensidades, hice enseguida las suposiciones más atrevidas: “O contienen una casa de cinco pisos, con sus inquilinos, me dije, o no contienen nada”. Ahora bien, en uno y otro caso, que son los más extraños que pueden imaginarse, no experimentaría una extraordinaria sorpresa. No obstante, Mistress, si usted lo desea, voy a tratar de recoger algunos informes, que le transmitiré inmediatamente.

—Perfectamente —me respondió—, y durante su ausencia comprobaré estas facturas.

Dejé a mi singular compañera de viaje repasar sus sumas con la rapidez de los cajeros del Banco de Nueva York, los cuales, según se dice, no tienen más que dirigir una mirada sobre una columna de cifras para conocer inmediatamente su total.

Sin dejar de pensar en aquella extraña organización, en aquella dualidad de la existencia en el hogar de aquellas encantadoras mujeres americanas, me dirigí hacia aquel que atraía todas las miradas y servía de tema a todas las conversaciones.

Aun cuando sus dos cajas ocultasen completamente a la vista la proa del buque y el curso del Hudson, el timonel dirigía el steamboat con una confianza absoluta, sin preocuparse de los obstáculos. Los obstáculos, sin embargo, debían ser numerosos, porque jamás ningún río, sin exceptuar el Támesis, fue surcado por más buques que los de los Estados Unidos. En una época en que Francia no contaba con más de doce a trece mil buques e Inglaterra cuarenta mil, los Estados Unidos contaban ya sesenta mil, entre los cuales había dos mil vapores, que circulaban por todos los mares del mundo. Por estos números puede formarse una idea del movimiento comercial, y puede, asimismo, explicarse la multitud de accidentes de los que los ríos americanos son teatro.

Es verdad que esas catástrofes, esos choques y esos naufragios son de poca importancia a los ojos dé aquellos atrevidos negociantes. Hasta eso constituye una actividad nueva dada a las Sociedades de seguros, que harían muy malos negocios si sus primas no fueran exorbitantes. A peso y volumen iguales, un hombre en América tiene menos valor e importancia que un saco de carbón de piedra o de café.

Tal vez los americanos tengan razón, pero yo habría dado todas las minas de hulla y todos los cafetales del globo por mi insignificante persona francesa. Ahora bien, yo no dejaba de hallarme inquieto acerca del resultado de nuestro viaje a todo vapor a través de una multitud de obstáculos.

Augusto Hopkins no parecía compartir mis temores. Debía ser de esas gentes que saltan, descarrilan o se estrellan, antes que faltar a un negocio. En todo caso, no se preocupaba lo más mínimo de la belleza de las orillas del Hudson, que huían rápidamente hacia el mar. Entre Nueva York, punto de partida, y Albany, punto de llegada, no había para él otra cosa que dieciocho horas de tiempo perdido. Las deliciosas vistas de la orilla, los pueblecillos agrupados de una manera pintoresca, los bosquecillos diseminados acá y allá en la campiña como bouquets arrojados a los pies de una prima donna, el animado curso de un río magnífico, las primeras emanaciones de la primavera, nada, nada podía sacar a aquel hombre de sus preocupaciones de especulación. Iba y venía de un extremo a otro del Kentucky, mascullando frases ininteligibles, o bien, sentándose precipitadamente sobre un montón de mercancías, sacaba de uno de sus numerosos bolsillos una ancha y gorda cartera atestada de papeles de mil clases… Llegó a figurárseme que él exhibía a propósito todos aquellos papelotes, muestra de la burocracia comercial. Hojeaba rápidamente una correspondencia enorme, y desplegaba cartas fechadas en todos los países y selladas con los timbres de todas las administraciones de Correos del mundo, y cuyas líneas, apretadas, recorría con encarnizamiento muy notable, y también, a mi juicio, muy notado.

Me pareció, pues, imposible el dirigirme a él para adquirir noticias. En vano muchos curiosos habían querido hacer charlar a los dos negros, puestos de centinela cerca de las misteriosas cajas. Aquellos dos hijos de África habían guardado un mutismo absoluto, contradiciendo su locuacidad habitual.

Me disponía, por consiguiente, a volver al lado de Mistress Melvil y a darle cuenta de mis impresiones personales, cuando me hallé en un grupo en cuyo centro peroraba el capitán del Kentucky; se trataba de Hopkins.

—Se lo repito a ustedes —dijo el capitán—, ese extravagante no hace nada como los demás. Ya van diez veces que remonta el Hudson, de Nueva York a Albany, diez veces que se las arregla para llegar tarde y diez veces que transporta cargamentos parecidos. ¿Qué quiere decir eso? Lo ignoro. Corre el rumor de que Hopkins monta una gran empresa a algunas leguas de Albany, y que desde todas las partes del mundo se le expiden mercancías desconocidas.

—Debe ser uno de los principales agentes de la Compañía de las Indias —dijo uno de los asistentes—, que viene a fundar una sucursal en América.

—O más bien un rico propietario de placeres californianos —respondió otro—; debe tener en juego algún suministro…

—O alguna adjudicación —dijo un tercero—. El New York Herald parecía dejarlo presentir en los últimos días.

—No tardaremos —agregó un cuarto— en ver emitir las acciones de una nueva compañía, con un capital de quinientos millones. Yo me inscribo, el primero por cien acciones de mil dólares.

—¿Por qué el primero? —repuso otro—. ¿Tiene ya usted ofertas en ese sentido? Yo estoy dispuesto a desembolsar el importe de doscientas acciones, y más si es preciso.

—¡Si quedan después de las que yo tome! —gritó de lejos uno, cuyo semblante no pude descubrir—. Se trata, evidentemente, de un ferrocarril entre Albany y San Francisco, y el banquero que será su adjudicatario es mi mejor amigo.

—¡Qué dice usted de ferrocarril! Ese Hopkins viene a instalar un cable eléctrico a través del lago Ontario, y esas inmensas cajas encierran los hilos y la gutapercha.

—¡A través del lago Ontario! ¡Pero ése es un negocio de oro! —dijeron muchos negociantes, presa del demonio de la especulación—. El señor Hopkins se dignará exponernos su empresa. ¡Para mí las primeras acciones…!

—¡Para mí, señor Hopkins…!

—¡No, para mí…!

—¡No, para mí…! ¡Ofrezco mil dólares de prima…!

Las demandas se cruzaban, y la confusión se hizo general. Aun cuando la especulación no me tentase, seguí al grupo de agiotistas, que se encaminaba hacia el héroe del Kentucky. Pronto se vio Hopkins rodeado de una muchedumbre compacta, a la que ni siquiera se dignó mirar. Largas series de cifras, de números seguidos de muchos ceros, se alineaban en las hojas sobre su enorme cartera. Las cuatro operaciones fundamentales de la aritmética pululaban bajo su lápiz. Los millones se escapaban de sus labios con la rapidez de un torrente; parecía presa del frenesí de los cálculos. El silencio se estableció en torno de él, a pesar de las tormentas que se agitaban bajo aquellos cráneos americanos, por la pasión del comercio.

Por fin, tras una operación monstruosa, pronunció estas palabras sacramentales:

—Cien millones.

Guardó después rápidamente sus papeles, encerrándolos en su amplia cartera, y sacando de su bolsillo un reloj adornado de una doble fila de perlas finas.

—¡Las nueve…! ¡Las nueve ya! ¡Este maldito barco no marcha…! ¡Capitán…! ¿Dónde está el capitán?

Diciendo esto, Hopkins atravesó bruscamente la triple fila de la multitud que le rodeaba, y vio al capitán, inclinado sobre la escotilla de la máquina, desde donde daba algunas órdenes al maquinista.

—¿Sabe usted, capitán —dijo con importancia— sabe usted que un retraso de diez minutos pueda hacer fracasar para mí un negocio considerable?

—¿A quién habla usted de retraso —dijo el capitán estupefacto ante semejante reproche—, cuando es usted el único causante de él?

—Si usted no se hubiese empeñado en dejarme en tierra —replicó Hopkins alzando la voz y poniéndose a tono con el superior— no habría perdido un tiempo que vale mucho en esta época del año.

—Y si usted y sus cajas hubiesen tomado la precaución de llegar a la hora debida —replicó el capitán irritado—, habríamos podido aprovecharnos de la marea ascendente, y estaríamos tres millas más lejos.

—Yo no me meto en esas consideraciones. Antes de medianoche debo hallarme en el hotel Washington, en Albany, y si llego después habría sido preferible para mi no haber salido de Nueva York. Le prevengo que, en tal caso, reclamaré a la Administración, y a usted los daños y perjuicios.

—¡Déjeme usted en paz! —dijo el capitán, que comenzaba a sulfurarse.

—No, señor; no le dejaré en paz en tanto que su pusilanimidad y sus economías de combustible me pongan en peligro de perder diez fortunas… ¡Vamos, fogoneros, cuatro o cinco buenas paletadas de carbón en vuestros hornos, y usted, maquinista, apriete la válvula de la caldera, a ver si ganamos el tiempo perdido.

Y Hopkins arrojó en la cámara de la máquina una bolsa en la que brillaban algunos dólares.

El capitán montó en una violenta cólera, pero nuestro viajero gritó más alto que él y durante más tiempo que él. Por lo que a mí hace, me alejé rápidamente de aquel sitio, sabiendo que aquella recomendación hecha al maquinista de cargar la válvula para aumentar la presión del vapor y acelerar la marcha del buque podía bien hacer estallar la caldera.

Inútil es decir que mis compañeros de viaje encontraron el expediente muy sencillo, de modo que no hable de ello a Mistress Melvil, que se hubiera reído de mis quiméricos temores.

Cuando me uní de nuevo a ella, sus vastos cálculos estaban terminados, y los cuidados y preocupaciones comerciales no hacían ya fruncir su encantadora frente.

—Dejó usted a la negociante y se encuentra a la mujer de mundo. Puede, pues, usted conversar con ella de lo que más le agrade, y hablarle de arte, de poesía…

—¡Hablar de arte y de poesía después de lo que acabo de ver y de oír…! ¡No, no! Estoy totalmente impregnado del espíritu mercantil; no oigo más que el sonido de los dólares, y estoy deslumbrado por su espléndido brillo; no veo ya en este hermoso río otra cosa que una ruta muy cómoda para las mercancías; en esos lindos pueblecillos, una serie de almacenes de azúcar y de algodón, y pienso seriamente en construir una presa sobre el Hudson y en utilizar sus aguas para hacer girar un molino de café.

—¡Hombre, hombre! ¡Molino de café aparte, ésa es una buena idea!

—Y dígame usted, si lo tiene a bien, ¿por qué no había yo de tener ideas como cualquier hijo de vecino?

—¿Ha sido usted, pues, picado por el tábano de la industria? —preguntó Mistress Melvil, riendo.

—Juzgue usted misma respondí.

Y le referí las diversas escenas de las que había sido testigo. Ella escuchó mi relato gravemente, como conviene a toda inteligencia americana, y se puso a reflexionar. Una parisiense no me habría dejado decir la mitad.

—Y bien, Mistress, ¿qué piensa usted del tal Hopkins?

—Ese hombre —me respondió— puede ser un gran genio especulador, que funda una empresa gigantesca, o sencillamente un exhibidor de osos de la última feria de Baltimore.

Me eché a reír, y la conversación giró sobre otros asuntos.

Nuestro viaje terminó sin nuevos incidentes, a no ser que Hopkins estuvo a punto de arrojar al agua una de sus cajas, queriéndola cambiar de sitio, a pesar del capitán. La discusión que sobrevino le sirvió también para ponderar la importancia de sus negocios y el valor de sus bultos. Almorzó y cenó, no como un hombre que se propone reparar sus fuerzas, sino como quien abriga el propósito de gastar la mayor cantidad posible de dinero. Finalmente, cuando llegamos a nuestro destino, no había un solo viajero que no estuviese dispuesto a contar maravillas de aquel personaje extraordinario.

El Kentucky llegó al muelle de Albany antes de la hora fatal de medianoche. Ofrecí mi brazo a Mistress Melvil, sin dejar de felicitarme por haber desembarcado sano y salvo, en tanto que Augusto Hopkins, después de haber hecho transportar con gran ruido sus dos cajas maravillosas, entraba triunfalmente, seguido de una muchedumbre considerable, en el hotel Washington.

Yo fui recibido por Mister Francis Wilson, padre de Mistress Melvil, con ese agradado y esa franqueza que tanto valor prestan a la hospitalidad. A pesar de mis protestas, hube de aceptar una habitación azul en la casa del honorable comerciante. No es posible dar el nombre de hotel a aquella casa inmensa, cuyos espaciosos departamentos parecen sin importancia al lado de los vastos almacenes, donde se acumulan las mercancías de todos los países del mundo. Una multitud de empleados y de agentes pulula en aquella verdadera ciudad, de la cual las casas de comercio de Burdeos y de El Havre dan sólo una idea muy imperfecta. A pesar de las ocupaciones, de todo género, del amo de la casa, fui tratado como un obispo, y no tuve necesidad de pedir nada, ni aun de desear. Por añadidura, el servicio se hacía mediante negros, y cuando uno ha sido servido por negros, ya no es posible servirse más que por uno mismo.

Al día siguiente, me paseé por la deliciosa ciudad de Albany, de la que simplemente su nombre me había siempre encantado. En ella encontré la misma actividad que en Nueva York, el mismo movimiento y la misma multiplicidad de intereses. La sed de ganancia de las gentes de comercio, su ardor en el trabajo, su necesidad de extraer el dinero por todos los procedimientos que la industria o la especulación descubren no ofrecen, entre los comerciantes del Nuevo Mundo, el aspecto repulsivo que ofrecen con frecuencia entre sus colegas del Viejo Mundo. Hay, en su modo de obrar, cierta grandeza muy simpática. Se concibe que aquellas gentes tengan necesidad de ganar mucho, porque también gastan mucho.

A la hora de las comidas, que fueron dispuestas con lujo, y durante la velada, la conversación, en un principio general, no tardó en especializarse, hablando de la ciudad, de sus placeres, de su teatro. Mister Wilson me pareció hallarse muy al corriente de esas diversiones mundanas, pero me pareció también tan americano como es posible serlo cuando llegamos a hablar de las excentricidades de ciudades enteras, de lo que se trata mucho en Europa.

—¿Alude usted a nuestra actitud respecto a la célebre Lola Montes? —me dijo Mister Wilson.

—Efectivamente respondí; sólo los americanos han podido tomar en serio a la Condesa de Lansfeld.

—La tomamos en serio porque obraba seriamente, del mismo modo que no concedemos ninguna importancia a los asuntos más graves, cuando son tratados ligeramente.

—Lo que, sin duda, le choca —dijo Mistress Melvil con tono burlón— es que Lola Montes visitara nuestros colegios de señoritas.

—Confesaré francamente que el hecho me pareció extraño, porque esa encantadora bailarina no me parece un ejemplo que proponer a las jóvenes.

—Nuestras jóvenes —replicó Mister Wilson— son educadas de una manera más independiente que las vuestras. Cuando Lola Montes visitó sus colegios, no fue ni la bailarina de París, ni la condesa de Lansfeld de Baviera. Quien allí se presentó fue una mujer célebre, cuya vista no podía dejar de ser agradable, y de ello no resultó nada malo para las niñas, que la observaron con curiosidad. Era una fiesta, un placer, una distracción, he ahí todo, ¿dónde está el mal en todo ello?

—El mal está en que esas ovaciones marean a los grandes artistas, resultan inaguantables al regresar de los Estados Unidos.

—¿Tienen por qué quejarse de ello? —preguntó Mister Wilson vivamente.

—Al contrario respondí; pero ¿cómo es posible que Jenny Lind, por ejemplo, se encuentre halagada por una hospitalidad europea, cuando aquí ve a los hombres más notables atropellarse por tirar de su coche en medio de las fiestas públicas? ¿Qué reclamo valdrá jamás la célebre fundación de los hospitales hecha por su empresario?

—Habla usted como un celoso —replicó Mistress Melvil—. Usted no perdona a esa eminente artista que no haya querido nunca dejarse oír en París.

—No, seguramente, Mistress, y por lo demás, no le aconsejaría que fuese, porque no hallaría la acogida que ustedes le han hecho.

—Ustedes se lo pierden —dijo Mister Wilson.

—Menos que ella, a juicio mío.

—Por lo menos, pierden ustedes los hospitales —dijo riendo Mistress Melvil.

La discusión se prolongó así. Al cabo de algunos instantes, Mister Wilson me dijo:

—Ya que esas exhibiciones y esos reclamos le interesan, llega usted en la mejor ocasión. Mañana tiene lugar la adjudicación de los primeros billetes para el concierto de Madame Sontag.

—¿Una adjudicación, como si se tratara de un ferrocarril?

—Así es; y el que hasta ahora se ha presentado con las pretensiones más atrevidas ha sido sencillamente un honrado sombrerero de Albany.

—Sin duda se trata de un melómano.

—¿Él…? ¿John Turnen…? Detesta la música; para él la música es el más desagradable de los ruidos.

—Entonces, ¿qué se propone?

—Anunciarse; es un reclamo. Se hablará de él, no tan sólo en la ciudad, sino en todas las provincias de la Unión, lo mismo en América que en Europa, se le comprarán sombreros, y surtirá de ellos al mundo entero.

—¡Imposible!

—Ya lo verá usted mañana, y si necesita algún sombrero…

—No lo compraré en su casa. Deben ser detestables.

—¡Ah, el empedernido parisiense! —dijo Mister Wilson, levantándose.

Me despedí de mis anfitriones, y me fui a soñar con aquellas excentricidades americanas.

Al día siguiente asistí a la adjudicación del famoso primer billete para el concierto de Madame Sontag, con una seriedad que habría honrado al más flemático habitante de la Unión. El sombrerero John Turner, el héroe de esta nueva excentricidad, se atraía todas las miradas. Sus amigos le abordaban y le cumplimentaban, como si hubiera salvado la independencia del país; otros le alentaban. Se hicieron apuestas sobre su éxito o el de otros concurrentes al mismo honor.

Comenzó la subasta. El primer billete subió rápidamente de cuatro a dos y trescientos dólares. John Turner se juzgaba seguro de ser el último postor, y sólo añadía una débil suma al precio señalado por sus adversarios, ya que a este valiente hombre le bastaba llevarse un solo dólar, y contaba con consagrar, si le era necesario, un millar para la adquisición de esta preciosa localidad. Los números tres, cuatro, cinco y seiscientos se sucedieron con bastante rapidez. Los asistentes estaban sobreexcitados al mayor grado y estimulaban a los licitadores. El primer billete tenía un valor infinito a los ojos de todos, y nadie se inquietaba de lo demás. Era, en suma, una cuestión de honor.

De repente, resonó un hurra más prolongado que los otros. El sombrerero había gritado con voz fuerte:

—¡Mil dólares!

—¡Mil dólares! —repitió el subastador—. ¿No hay quien dé más? ¡Mil dólares el primer billete del concierto…!

En el intervalo de las diversas preguntas del agente, se sentía un vago murmullo en la sala. Yo mismo estaba impresionado a mi pesar. Turner, seguro de su triunfo, paseaba una mirada satisfecha sobre sus admiradores. Tenía en la mano un fajo de billetes de uno de los seiscientos bancos de los Estados Unidos, y los agitaba, en tanto que estas palabras resonaban de nuevo:

—¡Mil dólares…!

—¡Tres mil dólares! —gritó una voz, que me hizo volver la cabeza.

—¡Hurra! —gritó la sala entusiasmada.

—¡Tres mil dólares! —repitió el agente.

Ante semejante competidor, el sombrerero había bajado la cabeza y había huido inadvertido en medio del universal entusiasmo.

—¡Adjudicado en tres mil dólares! —dijo el agente.

Yo vi entonces avanzar a Augusto Hopkins en persona, el libre ciudadano de los Estados Unidos de América. Evidentemente, pasaba al estado de hombre célebre, y ya no quedaba más que componer himnos en su honor.

Me escapé difícilmente de la sala, y sólo después de muchos esfuerzos conseguí abrirme camino por entre las diez mil personas que aguardaban en la puerta al triunfante licitador. Innumerables aclamaciones le saludaron al aparecer. Por segunda vez, desde la víspera, fue acompañado al hotel Washington por la exaltada población. Él saludaba con aspecto, a un tiempo, modesto y altivo, y por la noche, a petición general, se asomó al gran balcón del hotel, aplaudido por una multitud delirante.

—Y bien, ¿qué piensa usted de ello? —me dijo Mister Wilson cuando, después de comer, le puse al corriente de los incidentes del día.

—Pues pienso que, en mi calidad de francés y de parisiense, Madame Sontag pondrá gentilmente a mi disposición un sitio, sin que tenga que pagarle quince mil francos.

—Así lo creo —me respondió Mister Wilson—, pero si ese Hopkins es un hombre hábil, esos tres mil dólares pueden producirle cien mil. Un hombre que ha llegado a su grado de excentricidad, no tiene más que agacharse para recoger millones.

—¿Qué puede ser ese Hopkins? —preguntó Mistress Melvil.

Esto mismo era lo que se preguntaba la ciudad de Albany entera.

Los acontecimientos se encargaron de responder. Algunos días más tarde, en efecto, nuevas cajas, de forma y de dimensiones más extraordinarias todavía, llegaron por el steamboat de Nueva York. Una de ellas, que tenía el aspecto de una casa, fue conducida imprudentemente —o prudentemente tal vez— por una de las estrechas calles de los arrabales de Albany. Pronto se encontró en la imposibilidad de avanzar, y fue preciso dejarla allí, como un trozo de roca. Durante veinticuatro horas, toda la población de la ciudad se encaminó al lugar del suceso. Hopkins se aprovechaba de esas aglomeraciones para exhibirse, lanzando diatribas contra los ignaros arquitectos del lugar, y hablaba nada menos que de hacer cambiar la alineación de las calles de la ciudad para poder dar paso a sus bultos.

Pronto resultó evidente que había necesidad de optar por uno de dos partidos: o demoler la caja, cuyo contenido excitaba la curiosidad, o derribar la casa que le servía de obstáculo. Los curiosos de Albany hubieran preferido, indudablemente, el primer partido, pero Hopkins no lo entendía así. Las cosas, sin embargo, no podían permanecer en aquel estado. La circulación se hallaba interrumpida en el barrio, y la policía amenazaba con hacer proceder judicialmente a la demolición de la condenada caja. Hopkins zanjó la dificultad comprando la casa que le estorbaba y haciéndola en seguida derribar.

Dejo adivinar si este último rasgo le colocó en el más alto pináculo de la celebridad. Su nombre y su historia circularon por todos los salones. De él solo se trató en el Circulo de los Independientes y en el Círculo de la Unión. Nuevas apuestas se cruzaron en los cafés dé Albany acerca de los proyectos de aquel hombre misterioso. Los diarios se entregaron a las suposiciones más aventuradas, que apartaron momentáneamente la atención pública de ciertas dificultades nacidas entre Cuba y los Estados Unidos. Hasta creo que tuvo lugar un duelo entre un negociante y un funcionario de la ciudad, y que el campeón de Hopkins triunfó en aquella ocasión.

Así es que cuando se celebró el concierto de Madame Sontag, al que asistí de un modo menos ruidoso que nuestro héroe, éste estuvo a punto de cambiar con su presencia el objeto de la reunión.

Por fin se explicó el misterio, y pronto Augusto Hopkins no trató de disimularlo. Aquel hombre era pura simplemente un empresario que venía a fundar en los alrededores de Albany una especie de Exposición Universal. Intentaba realizar, por su propia cuenta, una de esas empresas colosales, cuyo monopolio se habían reservado, hasta entonces, los gobiernos y las corporaciones oficiales.

Con este objeto había comprado, a tres leguas de Albany, una inmensa llanura inculta. Sobre ese terreno abandonado ya no se alzaban más que las ruinas del fuerte William, que protegía en otro tiempo las factorías inglesas en las fronteras de Canadá. Hopkins se ocupaba ya en reclutar obreros para dar comienzo a sus gigantescos trabajos. Sus inmensas cajas encerraban, sin duda, instrumentos y máquinas destinadas a las construcciones.

Tan pronto como la noticia circuló por la Bolsa de Albany, los negociantes se preocuparon de ella en sumo grado. Cada uno de ellos trató de entenderse con el gran empresario para arrancarle promesas de acciones; pero Hopkins respondía evasivamente a todas las peticiones. Lo que no fue obstáculo para que hubiese una cotización ficticia para esas acciones imaginarias, y el negocio comenzó a tomar, desde ese momento, una extensión enorme.

—Ese hombre —me dijo un día Mister Wilson— es un especulador muy hábil. Ignoro si es un millonario o un mendigo, pues hace falta ser Job o Rothschild para intentar semejantes empresas, pero, seguramente, hará una inmensa fortuna.

—Yo no sé ya qué creer, mi querido Mister Wilson, ni a cuál de los dos admirar, si al hombre que proyecta tales empresas o al país que las sostiene y preconiza sin pedir más.

—Así es como se alcanza el éxito, mi querido señor.

—O como se arruina uno —respondí.

—Pues bien, sepa usted que en América una quiebra enriquece a todo el mundo y no arruina a nadie.

Yo no podía tener razón contra Mister Wilson más que por los hechos mismos. Así es que aguardaba con impaciencia el resultado de aquellas maniobras y de aquellos reclamos, que me interesaban extraordinariamente. Recogía las menores noticias sobre la empresa de Augusto Hopkins, y leía ávidamente los periódicos que nos informaban muy al pormenor de todo. Ya había salido una primera tanda de obreros, y a la sazón no quedaba nada de las ruinas del fuerte William. Ya no se trataba más que de los trabajos cuyo objetivo excitaba un verdadero entusiasmo, y llegaban proposiciones de todas partes, tanto de Nueva York como de Albany, de Boston y de Baltimore. Los musical instruments, los daguerreotype pictures, los abdominal supporters, los centrifugal pumps, los square pianos se inscribían para figurar en los mejores lugares, y la imaginación americana continuaba desbordándose. Se aseguró que en torno de la Exposición se alzaría una ciudad entera. Se decía que Augusto Hopkins tenía el proyecto de fundar una ciudad rival de Nueva Orleáns y de darle su nombre, añadiéndose que esa ciudad, fortificada a causa de su proximidad a la frontera, no tardaría en convertirse en la capital de los Estados Unidos, etc., etc.

Mientras que esas exageraciones corrían, y se multiplicaban en los cerebros, el héroe del movimiento permanecía casi silencioso. Acudía puntualmente a la Bolsa de Albany, se enteraba del estado de los negocios, tomaba notas, pero no abría la boca para hablar de sus vastos designios. Hasta las gentes se extrañaban de que un hombre de su carácter no hiciese ninguna publicidad propiamente dicha. Tal vez desdeñaba esos medios ordinarios de lanzar una empresa, y se confiaba a su propio mérito.

Ahora bien, en esta situación se hallaban las cosas, cuando una mañana el New York Herald insertó en sus columnas la siguiente noticia:

«Todo el mundo sabe que los trabajos de la Exposición Universal de Albany avanzan con rapidez. Ya han desaparecido las ruinas del viejo fuerte William, y se ponen los cimientos de maravillosos monumentos en medio del entusiasmo general. El otro día, la piqueta de un obrero ha puesto al descubierto los restos de un esqueleto enorme, enterrado, evidentemente, desde hace miles de años. Apresurémonos a añadir que este descubrimiento no retrasará en nada los trabajos que deben dotar a los Estados Unidos de América de una octava maravilla del mundo.»

No concedí a esas líneas más que la indiferente atención que se debe a las innumerables noticias análogas que en los periódicos americanos pululan. No sabía el partido que de ella había de sacarse más tarde. Es verdad que semejante descubrimiento tomó, en labios de Augusto Hopkins, una importancia extraordinaria. Se mostró verdaderamente pródigo en discursos, narraciones, reflexiones y deducciones sobre la exhumación de aquel prodigioso esqueleto. Diríase que subordinaba a aquel encuentro todos sus planes de fortuna y de especulación.

Parecía, por otra parte, que el descubrimiento era verdaderamente milagroso. Practicábanse excavaciones, siguiendo las órdenes de Hopkins, de manera que para encontrar la otra extremidad del gigantesco fósil, tres días de trabajo incesante no habían producido aún ningún resultado. No era posible, por tanto, prever hasta dónde llegarían sus sorprendentes dimensiones, cuando Hopkins, que hacía ejecutar por sí mismo profundas excavaciones a doscientos pies de las primeras, descubrió, al fin, la extremidad de aquel caparazón ciclópeo. La noticia se extendió en seguida, con una rapidez eléctrica, y este hecho, único en los anales de la geología, tomó el carácter de un acontecimiento mundial.

Con su carácter impresionable, exagerador e inestable, no tardaron los americanos en difundir la noticia, cuya importancia aumentaron sin motivo. Se trató de averiguar de dónde podían proceder aquellos enormes restos, qué debía inferirse de su existencia en el suelo indígena, y el Albany Institut emprendió estudios a este respecto.

Esta cuestión, lo reconozco, me interesaba bastante más que los esplendores futuros del Palacio de la Industria y las especulaciones excéntricas del Nuevo Mundo. Así es que traté de estar al tanto del asunto. No me fue difícil, porque los periódicos trataron la cuestión bajo todas las formas posibles. Fui, por otra parte, lo bastante afortunado para conocer los pormenores por el ciudadano Hopkins en persona.

Desde su aparición en la ciudad de Albany, este hombre extraordinario había sido solicitado por la mejor sociedad de la población. En los Estados Unidos, donde la clase noble es la clase comercial, era perfectamente natural que tan atrevido especulador fuera acogido con los honores debidos a su rango. Una noche, pues, le encontré en los salones de Mister Wilson, y sólo se hablaba, como era de esperar, del asunto que a todos apasionaba.

Mister Hopkins hizo una descripción interesante, profunda, erudita, y sin embargo, humorística, de su descubrimiento, del modo que se había producido y de sus incalculables consecuencias. Dejó, al mismo tiempo, entrever que contaba sacar de ello algún partido comercial.

—Únicamente —nos dijo—, nuestros trabajos están por el momento detenidos, porque entre las primeras y las últimas excavaciones que han dejado al descubierto las extremidades del esqueleto, se extiende cierta porción de terreno sobre el que se alzan ya algunas de mis nuevas construcciones.

—Pero ¿está usted seguro —le preguntaron— de que las dos extremidades del animal se unen bajo la parte inexplorada del suelo?

—No puede haber la menor duda —respondió Hopkins con seguridad—. A juzgar por los fragmentos óseos que hemos desenterrado, ese animal debe tener proporciones gigantescas y rebasará, con mucho, la talla del famoso mastodonte descubierto tiempo ha en el valle de Ohio.

—¿Lo cree usted? —exclamó un tal Mister Cornut, especie de naturalista que hacía ciencia del mismo modo que sus compatriotas hacen el comercio.

—Estoy seguro —respondió Hopkins—. Por su estructura, ese monstruo pertenece evidentemente al orden de los paquidermos, pues posee todos los caracteres tan bien descritos por Humboldt.

—¡Qué lástima —dije— que no se le pueda desenterrar entero!

—¿Y quién nos lo impide? —Cornut preguntó vivamente.

—Como ya se han alzado esas construcciones…

Apenas había soltado este disparate, que a mí me parecía una cuca tan racional, cuando me convertí en el centro de un círculo de sonrisas desdeñosas. Les parecía muy sencillo a aquellos audaces negociantes derribarlo todo, incluso un monumento, para desenterrar un contemporáneo del diluvio. Nadie, por consiguiente, quedó sorprendido al oír decir a Hopkins que ya había dado órdenes sobre el particular. Todos le felicitaron y creyeron que el azar tenía razón al favorecer a hombres emprendedores y audaces. Por mi parte, lo felicite sinceramente y me comprometí a ser uno de los primeros en visitar su maravilloso descubrimiento. Hasta le ofrecí trasladarme a Exhihition Parc, denominación ya de dominio público; pero me rogó que aguardase a que estuviesen terminadas las excavaciones, pues no podía juzgarse todavía de la enormidad del fósil.

Cuatro días después, el New York Herald daba detalles nuevos sobre el monstruoso esqueleto. No era ni de un mamut, ni de un mastodonte, ni de un megaterio, ni de un pterodáctilo, ni de un plesiosauro, porque todos los nombres extraños de la Paleontología fueron invocados por antífrasis. Los restos mencionados pertenecen todos a la tercera o, a lo más, a la segunda época geológica, mientras que las excavaciones, dirigidas por Hopkins, habían sido llevadas hasta los terrenos primitivos que constituyen la corteza terrestre, y en la cual hasta entonces no se había encontrado ningún fósil. ¿Qué inferir de ahí, sino que ese monstruo, que no era ni un molusco, ni un paquidermo, ni un roedor, ni un rumiante, ni un carnívoro, ni un anfibio, era un hombre? ¡Y ese hombre, un gigante de más de cuarenta metros de alto! No podía, pues, negarse la existencia de una raza de titanes anterior a la nuestra. Si el hecho era cierto, y todo el mundo lo aceptaba como tal, debían cambiarse las teorías geológicas más firmemente asentadas, puesto que se encontraban fósiles más allá de los depósitos diluvianos, lo que indicaba que habían sido sepultados en una época anterior al diluvio.

Este artículo del New York Herald produjo una inmensa sensación. El texto fue reproducido por todos los periódicos de América, y se entablaron numerosas discusiones. Este motivo de conversación se puso a la orden del día, y las bocas más bonitas del Nuevo Mundo pronunciaron los vocablos más ingratos de la ciencia. Tuvieron lugar grandes discusiones. Del descubrimiento se dedujeron las consecuencias más horrorosas para el suelo de América, que se consagra la cuna del género humano en detrimento de Asia. En los congresos y las Academias, se demostró hasta la evidencia que América, poblada desde los primeros días de la vida, había sido el punto de partida de migraciones sucesivas. El Nuevo Continente había quitado al Viejo Mundo los honores de la antigüedad. Informes muy extensos, inspirados en una ambición patriótica, fueron escritos sobre esta cuestión tan seria. Al fin, una reunión de sabios, cuya acta fue publicada y comentada por todos los órganos de la prensa americana, probó, con una claridad meridiana, que el paraíso terrenal, cercado por Pensilvania, Virginia y el lago Erie, ocupaba antiguamente lo que es ahora la provincia de Ohio.

Confieso que todas estas reflexiones me cautivaron en grado máximo. Veía a Adán y Eva al mando de tropas de animales feroces, lo que no era más que una ficción, tanto en América como a orillas del Éufrates, ya que no se ha encontrado el menor vestigio. La serpiente tentadora tomaba, en mi pensamiento, la forma del constrictor o del crótalo. Pero lo que más me admiraba era que se concedía fe a aquel descubrimiento con una sumisión maravillosa. A nadie se le ocurría la idea de que el famoso esqueleto podía ser un timo, una baladronada, un humbug, como dicen los americanos, y ni siquiera uno de aquellos sabios entusiastas pensaba en ver con sus propios ojos el milagro que ponía su cerebro en ebullición. Hice estas observaciones a Mistress Melvil.

—¿A qué preocuparse ni molestarse? —dijo—. Veremos nuestro querido monstruo cuando sea el momento. En cuanto a su estructura y aspecto, todo el mundo puede conocerlos, pues no se dará un paso en toda América sin encontrarlo reproducido bajo las formas más ingeniosas.

En este punto era, en efecto, en el que brillaba el genio del especulador. Y Augusto Hopkins tanto se mostraba reservado para lanzar el negocio de la Exposición, como demostraba entusiasmo, invención e imaginación para posar su milagroso esqueleto en el espíritu de sus compatriotas. Por otra parte, todo le estaba permitido, después que sus originalidades habían atraído sobre él la atención pública.

Pronto las paredes de las casas de la ciudad se vieron cubiertas de inmensos carteles multicolores, que reproducían el monstruo bajo los más variados aspectos. Hopkins agotó todas las fórmulas hasta entonces conocidas en el género. Empleó los colores más llamativos; tapizó con aquellos carteles las murallas, los parapetos de los muelles, los troncos de los árboles de los paseos; en los unos, las líneas se hallaban trazadas diagonalmente, y en los otros, el reclamo aparecía en letras monstruosas pintadas con brocha, lo que obligaba la atención del transeúnte; varios hombres se paseaban por todas las calles vestidos con blusas y con gabanes que representaban el esqueleto; durante la noche, transparentes inmensos lo proyectaban en negro sobre un fondo luminoso.

Hopkins no se contentó con estos medios de publicidad, ordinarios en América. Los carteles y las cuartas planas de los periódicos no le bastaban. Dio un verdadero curso de esqueletología, en el que invocó la autoridad de los Cuvier, de los Brumenbach, de los Backland, de los Link, de los Stemberg, de los Brongnart, y otros cien que han escrito sobre paleontología. Sus cursos fueron seguidos y aplaudidos, hasta el punto de que un día, quedaron aplastadas dos personas en la puerta. Inútil es decir que Hopkins dispuso que se les hicieran funerales magníficos, y que los pendones y estandartes del cortejo mortuorio reprodujeran también las formas inevitables del fósil de moda.

Todos estos procedimientos eran excelentes para la misma ciudad de Albany y sus contornos, pero lo que importaba era lanzar el negocio en América entera. Mister Lumley, en Inglaterra, desde los primeros pasos de Jenny Lind, propuso a los vendedores de jabón proporcionarles moldes con el retrato en hueco de la ilustre prima donna, lo que fue aceptado, produciendo excelentes resultados, ya que uno se lavaba las manos con la imagen de la eminente cantante. Hopkins se sirvió de un medio análogo. Siguiendo los pasos trazados por los fabricantes, las telas de los vestidos ofrecían al buen gusto de los compradores la imagen del ser prehistórico. El interior de los sombreros también fue revestido del mismo motivo. ¡Hasta los platos recibieron la huella del sorprendente fenómeno! Y me quedo corto. Era imposible evitarlo. Se vestía con él, se peinaba con él, se comía con él, siempre se estaba con su interesante compañía.

El efecto de esta publicidad a alta presión fue inmenso. Y ocurrió que cuando los periódicos, los tambores, las trompetas y las descargas de fusiles anunciaron que el milagro sería en breve plazo entregado a la admiración del público, aquello fue un hurra universal. Se procedió entonces a preparar una sala inmensa para contener, decía el reclamo, «no a los espectadores entusiastas, cuyo número sería infinito, sino el esqueleto de uno de aquellos gigantes a quienes la mitología acusa de haber querido escalar el cielo».

Debía yo salir de Albany a los pocos días, y lamentaba vivamente que mi estancia no pudiese prolongarse todo lo preciso para permitirme asistir a la inauguración de aquel espectáculo único. Por otra parte, no queriendo marcharme sin haber visto algo, resolví dirigirme en secreto a Exhibition Parc.

Una. mañana, con mi fusil en bandolera, me dirigí hacia aquel lado. Durante tres horas aproximadamente caminé hacia el Norte, sin haber podido obtener informes precisos acerca del sitio al que quería llegar. No obstante, a fuerza de buscar el emplazamiento del antiguo fuerte William, llegué, después de andar cinco o seis millas, al término de mi viaje.

Me hallaba en medio de una inmensa llanura, una pequeña parte de la cual había sido removida por algunos trabajos recientes, pero de poca importancia; un espacio considerable de terreno se hallaba herméticamente cerrado por una empalizada. Yo ignoraba si esta empalizada era la que marcaba el límite de los terrenos de la Exposición, pero el hecho hubo de serme confirmado por un cazador de castores que encontré por las cercanías, y que se dirigía a la frontera del Canadá.

—Aquí es —me dijo—, pero no sé lo que se prepara, pues esta mañana me ha parecido oír disparos de carabina.

Le di las gracias y proseguí mis pesquisas.

Al exterior no veía la menor huella de trabajo. Un silencio absoluto reinaba en aquella llanura inculta, a la que construcciones gigantescas debían llevar pronto la vida y el movimiento.

No pudiendo satisfacer mi curiosidad sin penetrar en el recinto, resolví darle la vuelta, para ver si descubría algún medio de acceso. Mucho tiempo anduve sin haber tropezado con nada que se pareciera a una puerta. Muy malhumorado, llegué a no impetrar del cielo otra cosa que una hendidura, un simple agujero para aplicar el ojo, cuando en un ángulo del cercado vi unas tablas derribadas.

Ni un instante vacilé en introducirme en el cercado, hallándome entonces en un terreno devastado. Trozos de roca, que la pólvora había arrancado, se hallaban esparcidos acá y allá; varios montículos de tierra accidentaban el suelo, semejantes a las olas de una mar agitada. Llegué, por fin, al borde de una excavación profunda, en cuyo fondo se divisaba una enorme cantidad de huesos.

Tenía, por fin, ante mis ojos el objeto de tanto ruido y de tantos reclamos. Nada de curioso tenía, seguramente, el espectáculo. Era un amontonamiento de fragmentos óseos de todas clases, rotos en mil pedazos, y hasta la rotura de algunos parecía muy reciente. No me fue posible reconocer entre ellos las partes más importantes del esqueleto humano, que, según las dimensiones anunciadas, debían estar establecidas sobre una escala monstruosa. Sin grandes esfuerzos de imaginación podía creer hallarme en una fábrica de animal negro, y he ahí todo.

Yo permanecía sumamente confuso, como es fácil presumir. Hasta llegaba a imaginarme que era juguete de algún error, cuando percibí, sobre un talud muy trillado por huellas de pasos, algunas gotas de sangre. Seguí aquellas huellas hasta llegar a la abertura de la empalizada, donde descubrí de pronto nuevas manchas de sangre, en las que al entrar no me había fijado. Al lado de esas manchas, un fragmento de papel ennegrecido por la pólvora y que provenía, indudablemente, del taco de un arma de fuego, atrajo mi atención. Todo aquello se encontraba de acuerdo con lo que me había dicho el cazador de castores.

Recogí del suelo el trozo de papel, y no sin algunos esfuerzos descifré varias de las palabras que en él estaban trazadas. Tratábase de una especie de estado de suministros hechos a Mister Augusto Hopkins por un tal Mister Barckley. Nada indicaba la naturaleza de los objetos suministrados, pero nuevos fragmentos que encontré esparcidos acá y allá me hicieron comprender de qué se trataba. Si mi desencanto fue grande, no pude, en cambio, dominar una carcajada inextinguible. Me hallaba, realmente, en presencia del gigante y de su esqueleto, pero de un esqueleto compuesto de partes sumamente heterogéneas, que habían, en otro tiempo, vivido bajo el nombré de búfalos, de bueyes, de terneros y de vacas, en las llanuras de Kentucky. Mister Barckley era, sencillamente, un carnicero de Nueva York, que había expedido inmensas cantidades de huesos al célebre Mister Augusto Hopkins. Aquellos fósiles no habían intentado nunca, a buen seguro, escalar el Olimpo. Sus restos no se encontraban en aquel lugar más que gracias a los cuidados del ilustre farsante, que esperaba descubrirlos, por casualidad, al hacer excavaciones para echar los cimientos de palacios que nunca debían existir.

Me hallaba en este punto de mis reflexiones y de mi hilaridad, que habría sido más sincera si no hubiera sido víctima de aquel increíble humbug, cuando gritos de alegría estallaron en el exterior.

Corrí hacia la brecha y vi a Mister Augusto Hopkins en persona, que, con la carabina en la mano, corría dando grandes demostraciones de placer. Me dirigí hacia él, y no pareció inquietarle mi presencia en el teatro de sus fechorías.

—¡Victoria…! ¡Victoria! —gritaba.

Los dos negros, Boby y Dacopa, marchaban a cierta distancia tras él. En cuanto a mí, instruido y aleccionado ya por la experiencia, me puse en guardia, pensando que el audaz embaucador iba a tomarme por el blanco de sus burlas.

—Soy dichoso —dijo— por tener un testigo de lo que me sucede. Vea usted un hombre que viene de la caza del tigre.

—¡De la caza del tigre! —repetí yo, bien resuelto a no creerle una palabra.

—Y un tigre rojo —añadió—, o, dicho de otro modo, el puma, que goza de bien justificada fama de crueldad. El diablo del animal penetró en mi cercado, como usted puede observar. Destrozó esas barreras, que hasta aquí habían resistido a la curiosidad general, y ha reducido a trozos mi maravilloso esqueleto. Prevenido en el acto, no he vacilado en correr en su persecución y acosarle hasta darle muerte. Le encontré a tres millas de aquí; le miré; fijó sobre mí sus dos ojos feroces y se lanzó con un salto que no pudo acabar más que girando sobre sí mismo, porque le derribé de un balazo. Este es el primer tiro que he disparado en mi vida. Pero, ¡mil diablos!, me reportará algún honor, y no lo daría por mil millones de dólares.

—Ahora van a salir los millones —pensé.

En aquel momento, llegaban los dos negros arrastrando, efectivamente, un tigre rojo de gran talla, animal casi desconocido en aquella parte de América. Su pelaje era de un rojizo uniforme y sus orejas, al igual que la extremidad de su cola, de color negro. No me preocupé de averiguar si Hopkins lo había matado efectivamente o si se le había expedido convenientemente muerto, y hasta disecado, por un Barckley cualquiera, porque me quedé asombrado de la ligereza y la indiferencia con la que el especulador hablaba de su esqueleto. Y, sin embargo, era evidente que aquel negocio debía haberle costado, hasta entonces, la friolera de cien mil francos.

No queriendo hacerle saber que la casualidad me había hecho dueño del secreto de sus artimañas, le dije sencillamente:

—¿Cómo va a lograr usted a salir de ese callejón sin salida?

—¡Pardiez! —respondió—. ¿De qué callejón habla usted? Un animal ha destruido el maravilloso fósil, que hubiera causado la admiración del mundo entero, porque era absolutamente único, pero no ha destruido mi prestigio, mi influencia, y conservo el beneficio de mi posición de hombre célebre.

—Pero ¿cómo va usted a arreglársele con el público entusiasta e impaciente? —pregunté gravemente.

—Diciéndole la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad.

—¡La verdad! —exclamé, deseoso de saber lo que entendía por esta palabra.

—Sin duda —me replicó con la mayor tranquilidad del mundo—; ¿no es cierto que este animal penetró en mi cercado? ¿No es cierto que ha hecho pedazos esas maravillosas osamentas, que tantos esfuerzos me costaron para extraerlas? ¿No es cierto, por último, que yo le he perseguido y muerto?

—He aquí —me decía para mis adentros— una infinidad de cosas que yo no juraría.

—El público —continuó diciendo Hopkins— no puede elevar más allá sus pretensiones, puesto que conocerá todo el asunto. Hasta llegaré a ganarme con todo esto una reputación de bravura y valentía, y con ella no veo ya qué clase de celebridad me faltará.

—Pero ¿qué le va a reportar la celebridad?

—La fortuna, si sé hacer las cosas. Al hombre conocido, todas las aspiraciones le están permitidas. Puede atreverse a todo y emprenderlo todo. Si Washington hubiese querido enseñar terneras de dos cabezas después de la capitulación de Yorktown, habría ganado indiscutiblemente mucho dinero.

—Es posible —respondí muy serio.

—Es cierto —replicó Augusto Hopkins—. Así es que no tengo más que elegir lo que tengo que mostrar, lanzar o exhibir.

—Sí —dije—, la elección es difícil. Los tenores están muy gastados, las bailarinas pasaron de moda, los hermanos siameses han muerto y las focas continúan mudas, a despecho de los distinguidos profesores que tratan de educarlas.

—No acudiré a semejantes maravillas. Por usados, gastados, muertos y mudos que estén las focas, los siameses, las bailarinas y los tenores, son todavía bastante buenos para un hombre como yo, que tanto vale por sí mismo. Pienso, pues, tener el gusto de verle a usted en París, mi querido señor.

—¿Piensa usted hallar en París ese objeto de poco valor, que debe ilustrarse y enaltecerse por el mérito propio de usted?

—Tal vez —respondió muy serio—; si pongo la mano sobre la hija de alguna portera que no haya podido ser recibida nunca en el Conservatorio, haré de ella la mayor cantatriz de las dos Américas.

Dicho esto, nos despedimos y me volví a Albany. Aquel mismo día se supo la terrible noticia. Hopkins fue considerado como un hombre arruinado y se abrieron suscripciones considerables en su favor. Todo el mundo se dirigió a Exhibition Parc a juzgar el desastre, lo que produjo buena cantidad de dólares al especulador. Vendió en un precio fabuloso la piel del puma, que le había tan oportunamente arruinado, y conservó su reputación de hombre más emprendedor del Nuevo Mundo. Por lo que a mí respecta, regresé a Nueva York, y a Francia luego, dejando a los Estados Unidos poseedores, sin saberlo, de un magnífico humbug más. Pero ¡no tienen que molestarse en contarlos! De todo ello llegué a la conclusión de que el porvenir de los artistas sin talento, de los cantantes sin garganta, de las bailarinas sin agilidad y de los saltarines sin nervio sería muy triste si Cristóbal Colón no hubiera descubierto América.

*FIN*


“Le Humbug”, 1910


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