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El imposible vencido

[Cuento - Texto completo.]

María de Zayas

Salamanca, ciudad nobilísima, y la más bella y amena que en la Castilla se conoce, donde la nobleza compite con la hermosura, las letras con las armas, y cada una de por sí piensa aventajarse y dejar atrás a cuantas hay en España, fue madre y progenitora de don Rodrigo y doña Leonor, entrambos ricos y nobles.

Era don Rodrigo segundo en su casa, culpa de la desdicha que quiso por esta parte quitarle los méritos que por la gallardía y discreción tenía merecidos, y que por lo menos fuese defecto que quitase el emprender famosas empresas, pues lo era para él doña Leonor, única y sola en la casa de sus padres, y heredera de un riquísimo mayorazgo.

Vivían uno frontero de otro, y tan amigos los unos de los otros que casi se hacía la amistad sangre, siendo la de los padres causa de que los hijos desde sus más tiernos años se amasen, hasta que llegando a los de discreción, cansado amor de las burlas, solicitó llevar plaza de veras (y halló en esto favor de su paladar, cuanto quiso y pudo desear) porque los dos amantes habían nacido en la estrella de Píramo y Tisbe, por cuyo ejemplo, puesto en los ojos de los padres de doña Leonor, empezaron a temer, no el fin, sino el principio; y porque les parecía que atajado este no tendría lugar el otro, procuraron estorbar en cuanto les fue posible la comunicación de doña Leonor y don Rodrigo, pues por lo menos quitaron que fuese con la llaneza que en la niñez.

Y como amor, cuando trata cosas de peso, él mismo se recata y recela de sí mismo, empezaron estos dos amantes a recelarse hasta de sus mismos pensamientos, buscando para hablarse los lugares más escondidos, tomando amor de las niñerías entera posesión de las almas, y más viendo el estorbo que les hacían sus padres, aumentando de tal suerte la voluntad que ya no trataban sino del efecto de su amor y cumplimiento de sus deseos, determinándose los dos juntos y cada uno de por sí a morir primero que dar paso atrás en su voluntad.

Las dádivas facilitaron la fidelidad de los criados, y amor el modo de verse, supliendo tal vez los amorosos papeles las ocasiones de hablarse, expresándose en ellos con tanta llaneza que, sin recato, pero sí con vergüenza, que siempre malogra muchos deseos, se declaraban sus más íntimos pensamientos.

Pues como la hermosura de doña Leonor cada día iba en mayor aumento, se le ofrecían a cada paso a don Rodrigo mil competidores que, deseosos de su casamiento, se declaraban por sus pretendientes.

Temeroso de que alguna vez no le quitasen a fuerza de merecimientos la prenda que más estimaba, se determinó fiado en los suyos, que aunque menor en su casa, eran muchos, de pedírsela a sus padres, poniendo por solícitos terceros para ello a los suyos, que satisfechos de su nobleza y bienes de fortuna, con que además del mayorazgo podían dar algunos a su hijo, se prometieron buen suceso; mas salioles tan al revés esta confianza que, llegando al fin del negocio, se vieron de todo punto defraudados de ella; porque los de doña Leonor respondieron que su hija era única heredera de su casa, y que aunque don Rodrigo merecía mucho, no era prenda para un menor, y que esto solo hacía estorbo a sus deseos, los cuales, si el mayor no fuera casado, se lograran con mucho gusto de todos; demás que doña Leonor estaba prometida por mujer a un caballero de Valladolid, cuyo nombre era don Alonso.

Sintieron esto los padres de don Rodrigo, pareciéndoles agravio preferir a ninguno más que a su hijo: y de esto nació entre los deudos de una parte y otra una grandísima enemistad, tanto que no se trataban como primero.

Quien más lo sintió fue don Rodrigo, tanto que perdía el juicio, haciendo tantos extremos como los de su amor le obligaban, y más cuando supo que para acabar de todo punto este negocio, y que muriese el amor a fuerza de la ausencia, trataron sus padres de enviarle a Flandes, haciéndole trocar por esta ocasión los hábitos de estudiante en galas de soldado.

Inocente y descuidada estaba doña Leonor de este suceso, pues don Rodrigo no le había querido dar parte de su determinación porque no la estorbase, temiendo lo mismo que había de responder su padre, por tener más puesta la mira en la hacienda que en su gusto, hasta que el mismo día que don Rodrigo tuvo la respuesta desgraciada de su infeliz pretensión y se determinó su partida, escribió a doña Leonor un papel en que la daba cuenta de la resolución de sus padres y de la brevedad de su viaje.

El sentimiento de doña Leonor con estas nuevas quede a la consideración de los que saben qué pena es dividirse los que se quieren bien, y lo mostró más largamente cayendo en la cama de una repentina enfermedad que puso a todos en cuidado; mas animándose una mañana que le dio su madre (con haber salido fuera) lugar para escribir, respondió a su amante de esta suerte:

«La pena de este suceso os dirá mi enfermedad; el remedio no le hallo: porque demás de no haber en mí atrevimiento para dar a mi padre este disgusto, la brevedad de vuestra partida no da lugar a nada. No perdáis el ánimo, pues yo no le pierdo. Dad gusto a vuestros padres, que yo os prometo de no casarme en tres años, aunque aventure en ello la vida: esto determino, para que alcancéis con vuestras valerosas hazañas, no los méritos para merecerme, que de esos estoy pagada y contenta, sí los bienes de fortuna, que es en solo lo que repara la codicia de mi padre. El cielo os dé vida para que yo vuelva a veros tan firme y leal como siempre.»

Leyó don Rodrigo este papel con tantos suspiros y lágrimas como doña Leonor despidió al escribirle, que fueron hartas, que llorar los hombres cuando los males no tienen remedio no es flaqueza sino valor; y así la tornó a suplicar en respuesta que aliviándose algún tanto diese orden que la viese, para que por lo menos no llevase este dolor en tan largo destierro.

Procuró doña Leonor dar gusto a su amante, y así engañando el mal, o que fuese amor quien hizo este milagro, a pesar de los médicos y de sus padres se levantó el mismo día que don Rodrigo se había de partir, y para que más pudiese gozarle, pidió a su madre que fuesen a oír misa a una imagen que en esta ocasión se señalaba en Salamanca con muchos milagros. Cumpliole este deseo la desdicha, que tal vez deja que sucedan algunas cosas bien, para que después se sientan más los males y penas que continuamente vienen tras las alegrías.

Aguardaba don Rodrigo el coche en que iba su dama con su madre cerca de la iglesia, tan galán como triste y tan airoso como desdichado. Llegó el coche al lugar de la muerte (que tal se puede llamar este), pues había de ser en el que se habían de apartar las almas de los cuerpos, siendo la despedida sola una vista; y como doña Leonor iba con el cuidado que es de creer, luego amor le encaminó la suya adonde estaba su dueño, guisado (como dicen) para partir con botas y espuelas, de que recibió tanta alteración, considerando que en el mismo instante que le veía le había de perder, que en respuesta de la cortesía que don Rodrigo la hizo con una atenta y amorosa reverencia, le dio un pesar harto grande, pues le recibió el amante viéndola caer en los brazos de su madre sin ningún sentido.

La noble señora, inocente de estos sucesos, por no haberle dado su marido parte de las pretensiones de don Rodrigo, dando la culpa al haberse levantado, hizo que diese la vuelta el coche para volverse a casa; de suerte que cuando doña Leonor volvió de su desmayo ya estaba en su cama, y cercada de médicos y criadas, que con remedios procuraban darle la vida que creían tener perdida.

Aunque don Rodrigo tenía prevenida su partida, no le dio lugar amor para hacerla dejando su sol eclipsado, y así la suspendió hasta que por la esclava, tercera de su amor, supo como doña Leonor, más aliviada de su mal, aunque no de su pena, estaba reposando.

Con cuyas nuevas se partió el mismo día, quedando la dama al combate de las persecuciones de su padre, que como discreto no ignoraba de qué podía proceder el mal y disgusto con que siempre la veía, teniendo la ausencia de don Rodrigo por el autor de todo, más no por eso dejaba de prevenir lo necesario para que cuando don Alonso viniese no hallase dificultad en su casamiento.

Llegó don Rodrigo a Flandes y fue recibido del duque de Alba, que a este tiempo gobernaba aquellos estados, con el gusto que podía tener un caballero tan noble como don Rodrigo, a quien desde luego comenzó a ocupar en cargos y oficios convenientes a su persona y calidad, sucediendo a cada paso ocasiones en que don Rodrigo mostraba su valor y hazañas, de las cuales el duque satisfecho y contento, cada día le hacía mil honras y favores, siendo su gala y persona, discreción y nobleza, los ojos de la ciudad.

Sucedió en este tiempo que estando un día con el duque de Alba no solo don Rodrigo, sino todos los más nobles y principales caballeros y valerosos soldados del ejército, entró una principal señora flamenca, y arrodillada a los pies del duque le pidió que oyese un caso portentoso y notable que venía a contarle. El duque, que conocía la nobleza y calidad de doña Blanca, se levantó y la recibió con aquella acostumbrada cortesía de que tanto se preció y era dotado; y haciéndola sentar, la dijo que manifestase el suceso que tanto encarecía.

Entonces doña Blanca contó en presencia de los circunstantes cómo hacía un año que había muerto su marido, y desde entonces se oía en su casa un grandísimo ruido, pero que había cuatro meses que se veía en ella una fantasma, tan alta y temerosa que no tenía ella y sus criados otro remedio más que, en dando las once de la noche (que es la hora en que se dejaba ver), encerrarse en un retrete y aguardar allí hasta que dadas las doce se desaparecía, porque nunca jamás entraba en aquella parte donde ellas se retiraban. Acabó su plática con pedirle que mandase hacer en este caso alguna diligencia.

El duque que, como sabio, consideró que si fuera fantasma, como doña Blanca decía, no tuviera lugar separado, ni llaves ni cerraduras que le impidieran el entrar adonde doña Blanca se recogía, discurriendo en estas imaginaciones un poco, mandó a todos los que estaban allí guardar en aquel caso secreto; y como en varias ocasiones tenía experiencia del valor, ánimo y prudencia de don Rodrigo, le mandó que asistiese a la casa de doña Blanca y viese qué fantasma era aquella que la inquietaba.

Besó don Rodrigo la mano al duque por la merced que le hacía en elegirle a él para aquel caso, habiendo en la sala personas más beneméritas y de más valor que él, humildades que más hacían lucir su valerosa condición.

Volviose doña Blanca a su casa, con orden de no decir en ella que don Rodrigo había de ir a verse con aquella figura espantosa que en ella se advertía, porque en esto le pareció al duque que consistía el saber qué era.

Vino la noche, y con más espacio que el animoso don Rodrigo quisiera, tal era el deseo con que estaba de ver el fin de este negocio; el cual se fue en casa de doña Blanca bien armado y prevenido, y después de haber estado en conversación hasta las diez, sin que en este tiempo hubiese tratado de la causa a qué iba, como vio que ya podía prevenirse, la habló aparte, informándose del modo que la fantasma venía, y después la ordenó que llamase un criado de los que la servían para que le acompañase, sin que el tal entendiese para qué era llamado.

Condescendió doña Blanca en todo, tan aficionada a la gallardía de don Rodrigo que muy bien le hiciera dueño de su persona y de todo cuanto poseía, diciéndole tales razones que casi se lo daba a entender.

Viniendo el criado, ignorante de todo, le ordenó doña Blanca que previniese una hacha, y creyendo que era para ir alumbrando a aquel caballero, lo hizo, y como estuvo encendida bajó don Rodrigo con él y cerró la puerta de la calle, guardando él mismo las llaves. Vuelto arriba, sin dejar un punto al criado ni darle lugar a que se apartase de él, le dijo a doña Blanca que se fuese a recoger con sus mujeres; la cual obedeciendo, se encerró con ellas en el retrete acostumbrado que estaba inmediato a la sala en que don Rodrigo, con su compañía, quiso aguardar la fantasma.

Todas estas cosas tenían admirado al criado de doña Blanca; y más se admiró cuando don Rodrigo, juntando la puerta de la sala, le mandó que se sentase porque le había de hacer compañía, de que quisiera excusarse, mas no tuvo remedio, antes con esto confirmó más la sospecha de don Rodrigo, si bien el mozo disculpaba su turbación con su miedo; pero ya determinado en lo que había de hacer, aguardó su buena o mala suerte.

Tenía por orden de don Rodrigo el hacha encendida en la mano, y como dieron las once se empezaron a oír unos grandes y espantosos golpes, y dar unos temerosos gemidos, los cuales se venían encaminando adonde estaban, de cuyo temor el mozo empezó a temblar. Don Rodrigo, que no era necio, con más ciertas sospechas que nunca, le dijo embrazando un broquel, y desenvainando la espada:

—Gentilhombre, cuenta con la luz, que la fantasma conmigo lo ha de ver.

A este tiempo, viendo entrar aquella figura, el mozo, fingiendo un desmayo, se dejó caer en el suelo con propósito de matar de esta suerte la luz, como después se supo; mas no le sucedió tan bien, porque aunque la hacha cayó en el suelo, no se mató; lo cual visto por don Rodrigo, acudió con mucha presteza a ella, y tomándola en la mano en que tenía la rodela, embistió con la fantasma, que ya a este tiempo estaba en medio de la sala: y de la estatura de un hombre que entró por la puerta, se había hecho tan alta y disforme que llegaba al techo, y con un bastón que traía en las manos, del cual pendía cantidad de cadenas, daba golpes con que amedrentaba a las inocentes y flacas mujeres.

Don Rodrigo, que con la luz y su espada se había llegado cerca y pudo notar que en las manos traía guantes, le tiró un golpe a las piernas, que no fue menester más para rendirle, porque como venía fundado sobre unos palos muy altos y este cimiento era falso, dio el edificio en tierra una terrible caída, a cuyo golpe doña Blanca y sus mujeres, que ya por el ruido se habían venido hacia la puerta, salieron fuera con una vela encendida, porque la hacha que tenía don Rodrigo se había muerto con el aire del golpe; el cual, acudiendo al caído, le halló tan aturdido y desmayado que dio lugar a que se viese quién era, porque, en quitándole unos lienzos en que venía envuelto, fue conocido de don Rodrigo; porque era un caballero flamenco su vecino, que enamorado de ella desde que murió su marido, la solicitaba y perseguía, al cual la hermosa doña Blanca había despedido ásperamente por ser casado.

Acudieron con agua aplicándosela al rostro para que volviese del desmayo: y vuelto de él, harto avergonzado del suceso viendo descubierta su malicia, le dijo don Rodrigo:

—¿Qué disfraz es ese, señor Arnesto, tan ajeno de vuestra opinión y trato?

—¡Ay, señor don Rodrigo! —replicó Arnesto—, si sabéis qué es amor, no os maravilléis de esto que hago sino de lo que dejo de hacer; y pues ya es fuerza que lo sepáis, de este embeleco y disfraz, como vos le habéis llamado, es la causa mi señora doña Blanca, a la cual me inclinó a amar mi desdicha; y como el ser yo casado y ser ella quien es estorba y ataja mi ventura, harto de solicitarla y pretenderla, y de oír ásperas palabras de su boca, me aconsejé con este criado que está caído en el suelo, y entre los dos dimos esta traza, metiéndome él en su aposento desde primera noche para que con el miedo de mis aullidos y golpes se escondiesen estas criadas, y yo pudiese haber a mi voluntad a la causa de mis desatinos; y aunque ha muchos días que hago esta invención sin fruto, todavía perseveré en ella por ver si alguna vez la fortuna me daba más lugar que hasta aquí he tenido.

Esta noche vine como las demás, descuidado de hallar quien me descubriese, que aunque este mozo me avisaba de todo, y lo hizo de que estabais aquí cuando previno la hacha, como lo vi todo en silencio, creí que os habíais ido y que todo estaba seguro, porque aunque él no volvió al aposento, pensé que era ido a sus ocupaciones, como hace otras veces, y así me atreví a perderme como lo he hecho, pues descubierto este enredo es fuerza que no tenga yo buen suceso.

Más piadoso que admirado escuchaba don Rodrigo al apasionado flamenco, disculpando su yerro con su amor, y al uno y al otro la hermosura de doña Blanca; y a no ser casado el amante, hiciera cuanto pudiese por conformar sus voluntades y lograr su amor.

Mas esto, y ser el delito tan grave, por ser el dueño tan noble, atajaba todos sus designios, y así le dijo que le tenía mucha lástima por padecer sin remedio, como el ser quien era aquella señora lo decía: mas que ya no era tiempo de estas consideraciones sino de ir delante del duque a darle cuenta del caso, pues que por su mandado había venido a descubrirle.

Esto sintió más Arnesto que la misma muerte, y así con buenas palabras advirtió a don Rodrigo de su peligro, mas él se excusó con decir que no podía hacer menos, mas que le daba su palabra de hacer cuanto pudiese por librarle.

Con esto, abriendo don Rodrigo una ventana y sacando por ella una hacha encendida, hizo señas a cuatro amigos que tenía prevenidos, hombres de ánimo y valor, que vista la seña fueron todos a la puerta, la cual abierta por don Rodrigo, cogiendo en medio a Arnesto y asiendo al criado de doña Blanca, se fueron al palacio del duque que aún no estaba acostado; el cual, en sabiendo la venida de don Rodrigo, salió a recibirle, y como le viese tan acompañado al punto conoció la causa, y más viendo al flamenco, a quien conocía y sabía que era vecino de doña Blanca, y como supo por entero el caso, contándole don Rodrigo cómo había pasado, coligiendo del delito no ser merecedor de perdón, por querer un hombre casado con tal invención forzar una señora tan principal y noble como doña Blanca, sin admitir los ruegos de don Rodrigo y sus amigos, mandó poner en una torre a Arnesto y en la cárcel pública a su compañero, donde estuvieron hasta que, sustanciado el proceso y verificado el delito con su confesión y declaración de las criadas de doña Blanca, y estando ella firme en pedir justicia, antes de ocho días la hicieron de los dos, degollando al uno y ahorcando al otro: justo premio de quien se atreve a deshonrar mujeres de tal valor y nombre como la hermosa doña Blanca; la cual quedó tan enamorada de don Rodrigo que, por prevenciones que hacía para apartarle de su memoria, era imposible, hallándose cada día más enamorada.

Era doña Blanca, demás de ser tan hermosa, muy moza, muy principal y de tan ricas prendas que, a no estar don Rodrigo tan empeñado en Salamanca, pudiera muy bien estimarla para casarse; mas las memorias de doña Leonor le tenían tan fuera de sí que, en lugar de vivir en su ausencia, aun era milagro tenerle, si bien por no parecer descortés ni tan para poco que viéndose querer estuviese tímido, tibio y desdeñoso, procedía en la voluntad de doña Blanca agradecido más que amante; con lo cual la hermosa dama, unas veces favorecida y otras despreciada, vivía una vida ya triste y ya alegre, porque las finezas de un hombre más cortés que amante son penas del infierno a quien las padece sin remedio, que se sienten y no se acaban.

Visitábala don Rodrigo, unas veces obligado con ruegos y regalos, que aunque regateaba el recibirlos muchas veces los tomaba por no parecer ingrato, sacando de deuda a su atrevimiento con enviar otros de más valor, y otras por no dar motivo a quejas y desesperaciones, que en una mujer despreciada suelen ser de mucho sentimiento.

¡Ay de ti, doña Blanca, qué mármol conquistas y con qué enemigos peleas! ¿Amante prendado de otra hermosura quieres para ti?

Pues un día en que don Rodrigo fue a pagar las finezas que doña Blanca con él tenía, la halló cantando este romance que, a lo que en él se ve, se había hecho al particular de su amor y de don Rodrigo, de quien sin duda sospechaba que amaba en otra parte:

Oíd, selvas, mis desdichas
Si acaso sabéis de amor,
Escuchad las sinrazones
De aqueste tirano dios.
Un tirano dueño adoro,
Si bien en mi corazón
Tuve secreto este fuego,
Por venganza y por temor.
Era el sujeto que amaba
Tan sujeto a otra afición,
Que temí poner la mía
En contraria condición.
Con solo amarle pagaba
Al alma lo que perdió
De gusto, reposo y sueño,
Amando sin galardón.
Pluguiera al cielo que el alma
Muda estuviera hasta hoy,
Que experimentar desdenes
Sirve de mayor dolor.
Declareme, selvas mías,
La voluntad se anegó,
Pues he ganado tibiezas,
Conquistado disfavor.
Satisfizo agradecido,
Mas ¡ay de mí! que fingió;
Que si me amara de veras,
No estuviera como estoy.
Si adoras, tirano dueño,
A la divina Leonor,
Pedir favor es pedir
Tinieblas al mismo sol.
Lloremos, selvas amigas,
Este mal logrado amor,
Estos celos sin remedio,
Cantando con triste voz.
Desdichado es amor,
Cuando empieza con celos su pasión.

Era la hermosa doña Blanca hija de español y de flamenca, y así tenía la belleza de la madre y el entendimiento y gallardía del padre, hablando demás de esto la lengua española como si fuera nacida en Castilla, y así cantó con tanto donaire y destreza que casi dejó a don Rodrigo rendido a quejas tan bien dichas; mas amor, que estaba entonces de parte de la hermosa Leonor más que de la favorecida doña Blanca, quizá obligado de algunos sacrificios que la ausente dama le hacía, estorbó esta afición, que desde este día se empezaba a entender de esta manera.

Había en la ciudad un caballero español, cuyo nombre era don Beltrán, tan igual en nobleza y bienes de naturaleza a la hermosa doña Blanca cuanto corto en los de fortuna, aunque tenía un muy buen destino y alguna buena parte de hacienda que sus padres, que habían muerto en la misma tierra, le habían dejado. Mas era tan estimado y tan bien recibido que, cuando los ánimos ociosos trataban de casar las damas mozas de la ciudad, de común parecer empleaban a la hermosa doña Blanca en el galán don Beltrán, el cual la amaba con tanto extremo que casi perdía por ella el juicio.

No miraba mal doña Blanca a don Beltrán hasta que llegó a ver a don Rodrigo; mas en el punto que amor cautivó su voluntad, olvidó de suerte a don Beltrán que hasta su nombre aborrecía. Pues como anduviese deseoso de saber la causa de esta mudanza, y las dádivas puedan más que la fidelidad de las criadas, por ser en guardar secreto poco fieles, supo de una de las que la servían cómo su dama quería a don Rodrigo y cómo él correspondía con ella, más por cortesía que por voluntad.

Y fiándose en esto, quiso llevarlo por valentías y bravatas hasta ver si por buenas razones le obligaba; y esa noche, al tiempo que don Rodrigo salía de casa de doña Blanca, más agradecido a su amor que otras veces, se llegó a él y le suplicó le oyese dos palabras.

Conociole don Rodrigo porque los soldados, ya que no sean todos amigos, se conocen unos a otros, y con mucha cortesía le respondió que su posada estaba cerca, que si quería ir a ella, o si era negocio que requería otro lugar.

—Vuestra posada es a propósito, señor don Rodrigo —respondió don Beltrán—, que con los amigos no son menester esos lugares que pensáis.

Con cuya respuesta se fueron juntos a la posada de don Rodrigo, y entrando en ella y sentados juntos, don Beltrán le dijo estas razones:

—Bien sé, señor don Rodrigo, que sabéis amar y que no ignoráis las penas a que está sujeto un corazón que no alcanza lo que desea, y después que con amar, servir, solicitar y callar ha alcanzado méritos para que sea suya la prenda que estima; y así me escucharéis piadoso y os lastimaréis tierno de mis desdichas, que siendo vos, como sois, la causa de ellas, espero, si no remedio, a lo menos favor para vencerlas.

Yo, señor don Rodrigo, no os quiero cansar en contaros mi nobleza, pues con decir que soy hijo de uno de los más calificados caballeros de Guadalajara, se dice todo: solo os digo que amé desde mis tiernos años a la hermosa doña Blanca, pues aun antes que se casase la adoraba. Fui correspondido de su voluntad en todo aquello que una principal señora, sin desdorar su opinión, pudo favorecerme, si bien no debía de ser amor con las veras que yo juzgaba, pues en una ausencia que hice a España a tratar mis acrecentamientos, dio la mano a su difunto esposo, con quien apenas vivió casada un año.

Murió, en fin, y como amor vivía aún en medio de los agravios, viendo muerto al dueño de mi prenda, empezaron a alentarse mis esperanzas, volviendo a verme tan favorecido de mi dama como primero, y cuando pensé verme en su compañía atado con el yugo del matrimonio, se trocó su voluntad de la suerte que sabéis, pues la tiene puesta en vos desde el día que vencisteis aquella fantasma, inventada para mi desdicha, de la cual yo triunfara, quitándoos a vos y al duque de cuidado, si doña Blanca me diera de su traición parte.

Aconsejábame mi cólera que quitase de por medio vuestra persona, y lo hiciera, no porque me confieso más animoso y valiente que vos, mas porque un cuidadoso puede triunfar fácilmente de un descuidado; mas puse los ojos en mi señora doña Leonor, que según he sabido es y ha de ser vuestra prenda, y así me determiné venir a pedir por su vida, pues la estimáis tanto, tengáis lástima de mis desdichas; y pues doña Blanca no ha de ser para vos, que sea para mí, haciendo cuenta que con su belleza compráis un esclavo, que lo seré mientras yo viviere.

Con esto y algunas lágrimas dio fin don Beltrán a sus razones, dejando no menos obligado que compasivo a don Rodrigo que, como era diestro en amar, hubo menester poco para enternecerse y menos para creerle; y después de darle a entender que quisiera querer mucho a doña Blanca, para hacer más en dársela de lo que entonces hacía, supuesto que jamás había correspondido con su voluntad sino con una discreta afición y prudente correspondencia, le ofreció hacer por él cuanto fuese posible; mas que le parecía que doña Blanca estaba en estado, según se mostraba su amante, que si no se valían de algún engaño, sería por demás el reducirla; y así quedaron de concierto que don Rodrigo prosiguiese con su amor, con muestras de agradecimiento, hasta poner a don Beltrán en posesión de la cruel dama, como lo hizo, visitándola otro día, hallándola muy ufana con los favores que la noche antes había recibido.

Don Rodrigo, que si algún deseo había tenido, viéndose obligado de don Beltrán con haberse sujetado a pedirle remedio, se le había olvidado, viendo a doña Blanca tan puesta en favorecerle, la suplicó que esa noche le viese sin tantos testigos, pues amor no los ha menester, y que se atrevía a pedirle este favor antes de que se casasen porque no quería que el duque imaginase ni supiese que mientras durase la guerra él mudaba estado.

Aceptó doña Blanca el partido por no perder ocasión, y así le dijo que viniese a las once, hora en que sus criadas y gente dormía, y que por señas, si era músico, cantase alguna cosa, porque quería gozar de sus gracias, y que ella propia le abriría la puerta, para que mediante su palabra, tomando posesión, conociese su amor.

Pidiole don Rodrigo, después de besarle muchas veces las manos, licencia para que le acompañase un amigo, de quien se fiaba, y a quien quería hacer testigo de su ventura. Concedió en todo doña Blanca, porque como ganaba a su parecer un tesoro, desperdiciaba aprisa favores.

Despidiose don Rodrigo de su engañada dama y fue a buscar a don Beltrán para darle cuenta de lo que estaba trazado, que le recibió con el gusto que tales nuevas dan. Y así juntos, a la hora señalada se fueron adonde la dama, ya recogida su gente, los aguardaba en un balcón.

Entrados en la calle, empezó don Beltrán, haciendo alarde de una divina voz de que era dotado, la seña concertada, con un laúd y este romance:

Selvas, que fuisteis testigos
De mis dichas algún tiempo,
Cuando yo fui más dichoso,
Y más constante mi dueño:
Si alguna vez, por ventura,
Os obligó mi deseo,
Os aduló mi alabanza,
Y os alabaron mis versos:
Haced vuestras hojas ojos,
Para verme cómo vuelvo
A obligaros con mi llanto
A mil nuevos sentimientos.
Segunda vez, selvas mías,
Aqueste llanto os ofrezco,
Para que aumentéis con él
Vuestros mansos arroyuelos.
Quiero a Laura, y no os espante
Que no diga que la quiero,
Porque quisiera obligarla,
Diciendo que la aborrezco.
Deprendí a tener amor,
Amándola, porque fueron
Verdaderas mis finezas,
Y mis cuidados inmensos.
Tratome como sabéis,
Que repetirlo no quiero,
Mi estrella tuvo la culpa,
O mi fineza a lo menos.
Que a un amor verdadero
Le siguen penas, y le matan celos.

Estaba ya doña Blanca tan olvidada de don Beltrán que, aunque había oído otras veces su voz, no le conoció, y creyendo ser el que cantaba don Rodrigo, bajó a abrirle, y al entrar le preguntó la dama si entraba para ser su esposo. El galán, que no deseaba otra cosa, le dio un sí con los brazos y llamando al amigo que estaba en la calle, un poco apartado, prometió serlo delante de él, quedando con esto, según la costumbre de Flandes, tan confirmado el matrimonio como si estuvieran casados.

Y con esta seguridad, creyendo que el que entraba era don Rodrigo, le dejó doña Blanca gozar cuanto quiso y había conquistado con tanta perseverancia, entreteniendo en esto alguna parte de la noche, que como donde estaban no había luz por más seguridad, pudo doña Blanca engañarse creyendo que el que estaba con ella era don Rodrigo y no don Beltrán; el cual, pareciéndole que era descortesía tener tanto tiempo a su amigo en la calle y viendo que casi quería amanecer, se despidió de su esposa, y bajando juntos a la puerta, al ruido de la llave llegó don Rodrigo, que viendo ser tiempo de descubrir su engaño, se dio a conocer a la dama, descubriéndole quién era el que tenía por él, suplicándole encarecidamente perdonase su yerro, que las pasiones de don Beltrán, y su crueldad con él, le habían obligado a tal. Demás que él no se podía casar sino con la hermosa doña Leonor, a quien tenía hecha cédula de ser su esposo.

Con harto sentimiento y lágrimas escuchó la hermosa doña Blanca el suceso, mas viendo que era sin remedio, se despidió de ellos pidiendo a don Rodrigo que, pues había sido el tercero de aquel engaño, hablase a sus deudos y al duque para que con gusto de todos se hiciese el casamiento con don Beltrán.

En este estado estaba don Rodrigo negociando el bien de su nuevo amigo, en que se dio tan buena maña que antes de tres días los tenía ya desposados con general gusto de todos, mientras doña Leonor en Salamanca pasaba una vida bien triste y sin consuelo, por ver que no solo se habían pasado los tres años puestos por concierto entre ella y don Rodrigo, sino que para llegar a los cuatro faltaba bien poco, entreteniendo su amor con algunas cartas que de tarde en tarde recibía, y a sus padres con su poca edad y menos salud (que a fuerza de tristezas la tenía bien gastada), y ellos a su esposo, que ya estaba un mes había en la ciudad, con las mismas excusas, no atreviéndose a disgustar a su hija que, por no tener otra, la querían ternísimamente.

Pues un día que la hermosa dama, combatida de sus padres, apretada de su amor, y desesperada de esta ausencia, se hallase sola en un retrete no pensando que había quien la escuchase, soltando las corrientes de sus divinos ojos empezó a quejarse de su poca dicha, de la dilación de don Rodrigo y de la violencia con que sus padres la querían casar a su disgusto, entregándola a un hombre que aborrecía y apartándola de otro en quien había puesto toda su felicidad.

Oyó su madre las tiernas quejas de doña Leonor, y conociendo la causa de no quererse casar su hija, determinó de remediarlo por el mejor medio que fuese posible; y para más asegurarse, esa misma noche en sintiéndola dormida, la cogió las llaves de un escritorio y en él halló bastante desengaño con las cartas de don Rodrigo, las cuales, después de leídas, dejó como estaban, y tornando a cerrar puso la llave adonde la había hallado.

Habló del caso a su padre, y viendo ambos que persuadirla amando era excusado, ordenaron entre los dos una carta, poniéndola en nombre de un criado que don Rodrigo había llevado y ellos conocían, en que le avisaba como su señor se había casado con una señora flamenca, muy rica y hermosa, cuyo dote había venido a su propósito.

Esta carta se dio a los padres de don Rodrigo, los cuales, aunque no la tuvieron por muy cierta, por no avisarle su hijo de ello, con todo esto la divulgaron por la ciudad, de suerte que como las nuevas en siendo malas no se encubren, llegaron a los oídos de doña Leonor, que midiendo la inconstancia de los hombres con su desdicha y viendo que el tiempo que decían había que se había casado era el mismo, poco más o menos, que don Rodrigo no la escribía, las creyó luego; y desesperada de remedio cuanto deseosa de venganza, pareciéndole que no la podía tomar mayor de sí misma y de su amante que con rendirse a un tirano dueño, que así llamaba al esposo que sus padres la daban, si bien llorosa y triste, en sabiendo su desdicha dio la mano a don Alonso, celebrándose en Salamanca sus bodas.

Quien viese a doña Leonor casada hoy con diferente dueño del que sus pasiones prometían parece que podrá culpar la inconstancia de las mujeres; pues habrá quien diga que no debiera creerse tan de ligero de la primera información; mas de esta culpa la absuelve el haber pasado un año más del concierto. Pero lo que más disculpará y hará verdadero su amor será el suceso que del casamiento resultó.

Y así, en tanto que goza a su disgusto los enfadosos regalos de su esposo, a quien aborrecía, aun antes de casarse, porque no tan solo en dándole la mano se arrepintió, mas aun antes de habérsela dado; por cuyo disgusto se dejó vencer de una tan profunda melancolía que tenía, no solo a su marido, mas también enfadados a todos. Súfrala, pues creyó un engaño tan grande, que yo me paso a Flandes.

Don Rodrigo, inocente y temeroso de este suceso, después de ver a doña Blanca y a don Beltrán en posesión de su amor, el galán más enamorado y la dama muy contenta, siguiendo muy valerosamente en su ejercicio de la guerra y teniendo el duque en esta ocasión muy valerosos soldados en su compañía, y viendo ser don Rodrigo de los que más señaladamente se aventajaban en todas ocasiones, le honró con una compañía de caballos, en cuyo ejercicio hizo valerosas hazañas.

Sucedió en este tiempo el saco de Amberes, tan solemnizado y sabido de todos, y viendo don Rodrigo que a traer la nueva a la católica y prudente majestad del rey don Felipe II había de venir algún caballero, y considerando que esta ocasión era la misma que él siempre deseaba, fiado en sus valerosos hechos pidió por merced al duque le honrase con este cargo. Concediole el duque esta petición, y mucho más que pidiera, por conocer ser merecedor de mayores acrecentamientos, con lo cual, más contento que en su vida estuvo, se puso por la posta en España.

Llegó a la corte, dio las nuevas, y en albricias de ellas, después de haberle hecho Su Majestad mil honras, le hizo merced de un hábito de Santiago y cuatro mil ducados de renta, y con todas estas grandezas, fenecida la ocasión de estar en la corte, se fue a descansar a su patria, con intento de pedir por esposa a su querida señora; o, en caso que se la negasen, mostrando la cédula sacarla por el vicario.

Llegó a Salamanca, y después de haber desengañado a sus padres de las falsas nuevas que de su casamiento habían tenido, con pedirles de nuevo tornasen a tratar sus bodas con la bellísima doña Leonor, y oído de ellos una respuesta tan cruel como la de haberse casado, él, más desesperado, triste y confuso que en su vida estuvo, harto de lastimarse y sentir tal desdicha, y cansado de atormentarse con imaginaciones, se salió de casa con intento de hablar a doña Leonor, y en diciéndole su sentimiento, culpando su poca lealtad, dar la vuelta a Flandes y morir sirviendo al rey.

Llegó a su casa a tiempo que estaba la triste señora en un balcón de ella más rendida que nunca a sus tristezas y melancólicos pensamientos; porque demás de haberse casado, como he dicho, por parecerle irritada de cólera que se vengaba de su ingrato dueño, y estos casamientos hechos con tales designios siempre paran en aborrecimiento, era el marido celoso y no de mejor condición que otro, y tras esto amigo de seguir sus apetitos y desconciertos, sin perdonar las damas ni el juego, causas para que doña Leonor le hubiese del todo aborrecido, y él viendo su despego, no la trataba muy amorosamente, y estas cosas la traían sin gusto; pues como don Rodrigo la vio tan triste, se paró muy turbado a mirarla, tanto que la dama tuvo lugar, volviendo de su suspensión de reparar en aquel soldado que tan galán y cuidadoso la miraba, y conociendo a don Rodrigo, dando un grandísimo grito se cayó de espaldas en el suelo, dando con el cuerpo un grandísimo golpe, dejando a don Rodrigo tan turbado que le pesó mil veces de haberse puesto delante de sus ojos por no darle tal pesar.

Al ruido que hizo con la caída acudieron su madre y criados, y hallándola a su parecer sin ningún sentido, creyendo ser algún desmayo, la llevaron a la cama y, desnudándola, la pusieron en ella, y con toda priesa enviaron criados, unos a buscar su marido y otros a traer los médicos; y estos venidos, haciéndola mil diligencias y remedios sin provecho, ya con unturas y fomentos, ya con crueles garrotes, cansados de atormentarla, declararon que era muerta; nueva bien rigurosa, no solo para su casa sino para toda la ciudad, que como se publicó su repentino fin generalmente la lloraban, sintiendo todos como propia suya la pérdida de tan hermosa dama; pues si a los que no les tocaba esta desdicha la sentían, ¿qué sería a quien la tenía en el alma, que era don Rodrigo?

Este aún no había salido de la calle, esperando saber de algunos el suceso de tan cruel desmayo, de que le desengañaron presto los gritos que en casa de la dama se daban: pero queriendo más por entero saber un suceso tan lastimoso, lo preguntó a un criado que salía, que como le dijo que su señora había caído muerta, fue milagro no morir también. Recogiose a su casa luego que supo que por orden de los médicos la guardaban treinta y seis horas, donde hacía y decía las lástimas que en tal caso se puede pensar.

Pasó el término señalado, y visto que era en vano aguardar más, la llevaron a la iglesia mayor, donde tenía su capilla y entierro, y poniéndola en una caja de terciopelo negro, como todos los de su linaje, la metieron en la bóveda, que era una hermosa sala debajo de tierra con unos poyos donde ponían las cajas: tenía en la testera un rico altar de un devoto crucifijo, en el cual se decían muchas misas.

Supo don Rodrigo como su querida Leonor estaba ya en la bóveda, y con las ansias amorosas que le apretaban el corazón, apenas fue de noche cuando se fue a la iglesia, donde halló al sacristán que estaba cerrando con llave la puerta de la bóveda, porque subía de encender las lámparas; y después de muchos ruegos, le dio una cadena de valor de cien escudos y pidió que le dejase ver la hermosa doña Leonor: no fue muy dificultoso el alcanzarlo del sacristán, visto el interés, a quien todo es fácil; y así, cerrando la iglesia se bajaron juntos a la funesta bóveda, y descubriendo la caja, empezó el amante caballero a abrazar el difunto cadáver como si tuviera algún sentimiento, a quien bañado en lágrimas, empezó a decir:

—¿Quién pensara, querida Leonor, que cuando habías de estar en mis brazos había de ser a tiempo que no tuvieras alma ni sentimiento para oírme? ¡Ay de mí, y cómo has pagado bien el yerro que hiciste en casarte siendo yo vivo! Cruel estuviste en hacerlo, mas mucho más lo has estado en darme tan crecida venganza; vivieras tú, hermoso dueño mío, aunque fuera en poder ajeno, que a mí me bastara sola tu vista para vivir alegre.

Diciendo estas y otras palabras de tanto sentimiento, que ya el sacristán que le acompañaba le ayudaba con muchas lágrimas, volvió los ojos al altar en que estaba el devoto crucifijo, y como ni por amante ni por desdichado perdiese la devoción, se arrodilló delante de él, y después de haberle pedido perdón de haber en su presencia hablado con aquella difunta de aquella suerte, con una devota y fervorosa oración le pidió su vida, pues para darla a los muertos había ofrecido la suya en la cruz, proponiéndole una promesa de gran valor.

¡Oh fuerza de la oración, que tanto alcanzas! ¡Oh piadoso Dios, que así oyes a los que de veras te llaman! Pues apenas acabó don Rodrigo de pedir con piadoso y devoto afecto, cuando fue oído con misericordia, porque sintiendo ruido en el ataúd en que estaba doña Leonor, volvió la cabeza y vio que alzando la dama las manos, se las puso en el rostro con un ¡ay! muy debilitado, a cuyo sentimiento acudió don Rodrigo y el sacristán, y vieron que, aunque no había abierto los ojos, empezaba a cobrar aliento; y así determinaron sacarla de allí, porque si volviese de todo punto no se hallase en tan temerosa parte; y con esto, dando don Rodrigo gracias a Dios, cargó con el amable peso, mandando al sacristán cerrase la caja como estaba, y subiendo con él a la iglesia, la puso en una alfombra, pidiendo al sacristán que fuese por un poco de vino y bizcochos para darle algún aliento si volviese del todo.

Fue el sacristán, y apenas le vio don Rodrigo fuera de la iglesia, cuando tomando en brazos a su dama se fue con ella a su casa, donde la quitó el hábito en que estaba metida y la acostó en su cama.

Cuando el sacristán volvió y no halló al caballero ni la dama, y no conociese el ladrón del amoroso hurto, no hizo más que cerrar la iglesia y subirse a su aposento, con lo que pudo recoger de vestidos y camisa; y dejando las llaves colgadas de un clavo, se fue en casa de un amigo donde estuvo retirado hasta ver en qué paraba este suceso.

Don Rodrigo, muy contento por ver que doña Leonor iba cobrando aprisa con el calor la vida, la empezó a llamar por su nombre, rociándole el rostro con vino y aplicándola paños mojados, y lo mismo a las narices, con que acabó de cobrar sentido.

Y como abriendo los ojos vio a don Rodrigo, sin que otra persona estuviese a su cabecera sino él, admirada de verse allí, como quien mejor sabía donde se había visto, como después se dirá, le preguntó admirada el lugar donde estaba, porque hasta entonces no sabía donde había estado: a lo cual don Rodrigo satisfizo, contándola lo que queda dicho, confirmando doña Leonor el milagro de haber vuelto a este mundo, con lo que adelante se verá.

Concertaron los amantes de irse otro día a Ciudad Rodrigo, donde don Rodrigo tenía deudos; y desde allí, sacando recados para sus amonestaciones, desposarse pasados los términos de ellas: para lo cual, antes de ponerlo por obra, consultó don Rodrigo el caso con un teólogo, el cual le dijo que lo hiciese, haciendo leer sus amonestaciones en Salamanca, teniendo por sin duda que Dios había vuelto a doña Leonor a este mundo para que cumpliese la primera palabra.

Dio don Rodrigo a entender a sus padres que se iba a Ciudad Rodrigo a divertirse con sus deudos; y con esta licencia y su dama se partió esa noche misma, siendo la segunda de haber cobrado doña Leonor la vida: la cual había cobrado el ánimo, mas no la color, que esa jamás volvió a su rostro.

En estando en Ciudad Rodrigo, nuestro caballero envió a sus padres un propio pidiéndoles que, para cosas que importaban su quietud, se viniesen por ocho días a aquella ciudad, que venidos a ella, con lo que sabrían le disculparían de tal petición. Ellos, que ya otras veces solían hacer este viaje cuando iban a ver a sus parientes y holgarse con ellos, se pusieron en un coche y se fueron a ver con su hijo, y como entrasen en su posada, que era la casa de una hermana de su madre, viuda muy rica, y viesen a doña Leonor, no dando crédito a sus ojos le preguntaron quién fuese, satisfaciendo don Rodrigo a su pregunta con decirles lo que queda dicho; y todos juntos daban muy contentos gracias a Dios, que tantas mercedes les había hecho.

Sacáronse los recados para amonestarse y enviáronlos a Salamanca al cura de la iglesia mayor, que era la parroquia de todos, el cual, aunque echó menos al sacristán, como halló la plata y ornamentos de la iglesia cabal, creyó que le hubiese sucedido algún caso que le movió a ausentarse, mas no se echó menos la dama.

Sucedió que todas tres veces que se leyeron las amonestaciones estaban en la iglesia los padres y marido de doña Leonor; mas, aunque oyeron el nombre de su hija y los suyos mismos, estando seguros de que era muerta y la habían enterrado, no cayeron en ello, creyendo que en una ciudad tan grande como en Salamanca habría otros del mismo apellido y nombre.

Pues como los términos de las amonestaciones pasaron sin ver impedimento alguno, aunque de industria se leían públicamente, se desposaron, gozando don Rodrigo de su amada prenda, y quedando de concierto de allí a un mes venirse a velar a Salamanca; y porque entonces se habían de hacer unas fiestas muy grandiosas de toros y cañas, se volvieron sus padres a su casa a prevenir lo necesario para las bodas.

Llegado el aplazado día, habiendo cuatro que don Rodrigo y su esposa con muchas damas y caballeros habían llegado de secreto a Salamanca, y aposentádose en casa de sus padres, cubiertos todos de galas y riquezas, entraron en la iglesia para velarse a tiempo que los padres y marido de la novia estaban en ella oyendo misa, porque don Alonso, aficionado a una dama que asistía en ella, era muy puntual en galantearla: pues como viesen una boda de tanto aparato y grandeza, pusieron los ojos en la bien aderezada y gallarda novia, y como naturalmente la conociesen por ser los unos sus padres y el otro su marido, aun no creyendo a sus mismos ojos, cada uno por su parte preguntaron quién era, porque al novio ya le habían conocido: y como les dijesen su nombre, más admirados, engañándose a sí mismos y no pudiendo creer que fuese la misma, por haberla visto muerta, entre el sí y el no dieron lugar que se velasen.

Había en este tiempo don Alonso salídose de la iglesia a llamar algunos amigos y avisar la justicia, enterado de que era su mujer la misma que había visto casar. Pues como aún se quedasen los nuevos casados y su acompañamiento en la iglesia, la madre de doña Leonor, con menos sufrimiento que los demás, llegándose cerca de ella la estuvo mirando atentamente, y como de todo punto la conociese, con pasos desatentados se fue a abrazar con ella diciendo:

—¡Ay, querida Leonor, hija mía, y como es posible que tu corazón puede sufrir el no abrazarme!

Doña Leonor, que vio a su madre tan cerca de sí, abrazándose con ella, empezó a llorar.

Llegó en esto su padre y el de don Rodrigo, y visto que allí era alborotar la gente, procurando saber el fin de este caso, las apartaron, y todas juntas se entraron en los coches, donde mientras tardaron en llegar a una casa que en la plaza tenían aderezada para comer y ver las fiestas, supieron el caso como queda dicho: y sabiendo que don Rodrigo y sus padres no determinarían de hacer tal sin acuerdo de teólogos y letrados, considerando los caminos que Dios tiene para efectuar su voluntad y descubrir sus secretos, le dieron muchas gracias, disponiéndose a defender por justicia la causa si don Alonso, como pensaban, les pusiese pleito.

Llegando, en fin, donde les esperaban las mesas y habiéndose servido la comida, se salieron a los balcones a ver las fiestas, donde en uno muy aderezado y guarnecido se sentaron los novios.

Don Alonso, que solo esto aguardaba, cercado de sus amigos, todos a caballo pasearon la plaza, siendo siempre el blanco y paradero de sus paseos enfrente del balcón en que estaban los recién casados, ya recelosos de lo que don Alonso intentaba. El cual, como con sus amigos, y entre ellos el corregidor, se acabaron de resolver de que aquella dama era su misma mujer, la que habían visto muerta y la que habían enterrado dos meses había, don Alonso pidió justicia al mismo corregidor, dando querella de doña Leonor y don Rodrigo, y con esto la gente comenzó a alborotarse. Hizo el corregidor su embargo, a lo cual don Rodrigo, que no aguardaba otra cosa, se puso de pechos sobre el balcón y dijo:

—Señores, yo no niego que esta dama es doña Leonor, hija de los señores don Francisco y doña María, que están presentes, y mujer que fue del señor don Alonso; mas también advierto que estoy legítimamente casado con ella. El cómo me casé con ella diré en otro lugar; dejen pasar las fiestas, que pues esto ha de constar por información, yo la tengo tan en mi favor que no recelo siniestra sentencia.

Daba voces don Alonso que depositasen a doña Leonor en parte segura. Hízolo el corregidor, mandando a su mujer, que estaba en la plaza, que llevase consigo a doña Leonor. Con esto quitaron las espadas a don Alonso y don Rodrigo y mandáronlos sobre su palabra que pasadas las fiestas tuviesen por prisión su casa.

Otro día los padres de don Rodrigo, viendo que aquel pleito era más de justicia eclesiástica que de seglar, pidieron al obispo, por una exposición, que pidiese los presos, el cual lo hizo, y tomando su confesión a don Alonso, que ya había hecho su pedimento ante él, dijo que doña Leonor, que era la misma que don Rodrigo llamaba su mujer, era suya, a la cual, vencida de un desmayo grande, por engaño de los médicos habían enterrado: y que supuesto que faltaba de la bóveda donde la habían puesto y estaba viva, que él quería que antes de todas cosas se le entregase la dama, y con ella su dote, de que estaba despojado, por las falsas nuevas de su muerte.

A lo cual respondió don Rodrigo que doña Leonor era legítimamente su mujer por una cédula, la cual no había cumplido por la fuerza que sus padres la habían hecho, engañándola y diciéndola que él se había casado en Flandes. Y que cuando sin engaño se hubiera casado, que ya no podía el primer marido tener ningún derecho, porque la muerte disuelve el matrimonio, y respecto de esto aquella señora era suya, y no de don Alonso, porque ella había sido verdaderamente muerta, y no desmayada, como constaba de la declaración de tres médicos y haberla tenido treinta y seis horas después de muerta, doce más de las que manda la ley; y que él, viéndola enterrar, había vencido con dineros la fidelidad del sacristán, deseoso de ver en sus brazos muerta la que no había merecido viva, y que por fin había entrado en la bóveda, donde cansado de llorar se había vuelto a un devoto crucifijo que allí estaba, a quien fervorosamente había pedido su vida; y que su divina Majestad, como el más justo juez, se lo había concedido, como veían, dándola nueva vida para que él como legítimo dueño la gozase; y de que era verdadero poseedor lo decían sus diligencias, siendo con justo título su mujer; pues para su casamiento, demás de haberse aconsejado con teólogos, habían precedido todas las solemnidades que pide el santo concilio de Trento.

Mandó el obispo venir a doña Leonor y que hiciese su declaración; la cual dijo que ella era verdadera mujer de don Rodrigo por muchas causas. La primera, que ella le había dado palabra, la cual no había cumplido por haberla forzado sus padres con amenazas y darle a entender que se había casado; y que por esta causa había dado el sí forzada, como lo podía decir el mismo don Alonso, pues jamás había podido acabar con ella que consumasen el matrimonio. Demás de esto, que ella naturalmente había sido muerta, refiriendo algunas cosas que bastaron a hacer patente esta verdad, que por no ser de importancia al suceso se ocultan, y últimamente, que ella estaba en poder de don Rodrigo, al cual conocía por marido, y no a otro.

Visto esto y el parecer de muchos teólogos y letrados, mandó el obispo que la dama se entregase a don Rodrigo, desposeyendo a don Alonso de la mujer y hacienda: con lo cual el dicho don Rodrigo gozó de la hermosa doña Leonor muchos años, aunque pocos según su amor. Murió primero que su marido, dejando un hijo que hoy vive casado, siendo en su tierra muy querido.

Con que da fin la célebre maravilla don Lope, en que se ve claro el imposible vencido.

*FIN*


Novelas amorosas y ejemplares 1637


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