Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

El impostor

[Cuento - Texto completo.]

O. Henry

I

Todo comenzó en Laredo. La culpa fue del Niño del Llano, quien hasta entonces solo había matado gente mexicana. Y eso resultaba un tanto mezquino y oprobioso en las cercanías de Río Grande. Claro que el Niño solo tenía veinte años.

La cosa ocurrió en la casa de juego de Justo Valdo. Se reñía una partida de póquer en la que no todos los participantes eran amigos, como a menudo ocurre donde acuden hombres de sitios lejanos para seguir las pisadas a la diosa Locura. Se promovió un incidente sobre materia tan trivial como un par de reinas y cuando se hubo disipado el humo resultó que el Niño había cometido una indiscreción y su adversario había incurrido en una torpeza. Porque el infortunado combatiente, en vez de ser un cualquiera, resultó ser un joven vaquero de los ranchos vecinos. Contaba aproximadamente la misma edad que el Niño y tenía muchos amigos y defensores. Su torpeza al no alcanzar la oreja derecha del Niño por una fracción de pulgada cuando tiró del revólver, no aminoraba la indiscreción del que había sabido disparar mejor.

Como el Niño no disponía de gente a su lado, porque carecía de amigos y admiradores personales —lo que se debía a su reputación, bastante turbia, aun para aquel lado de la frontera—, no consideró incompatible con su indiscutible valentía hacer lo que suele llamarse tomar el portante.

Pero los vengadores se reunieron rápidamente y partieron tras él. Tres lo alcanzaron junto a la estación. El Niño se volvió y enseñó a sus adversarios los dientes, con la sonrisa lúgubre que solía preceder a sus actos de violencia y sangre. Los perseguidores retrocedieron sin que el Niño tuviese siquiera que echar mano al arma.

Pero en aquel asunto el Niño no había experimentado la sedienta avidez de lucha que usualmente le impelía a la batalla. Había sido una refriega puramente casual, debida a las incidencias de los naipes y a ciertos epítetos que se habían cruzado y que un caballero no puede tolerar en modo alguno. Precisamente el Niño sentía más bien simpatía por el joven esbelto, atezado y altanero a quien de un balazo quitara la vida en la flor de la mocedad. Y en aquel momento no deseaba verter más sangre. Lo único que le apetecía era tenderse a la sombra de los mezquitales y descabezar un buen sueño con el pañuelo sobre el rostro. Hasta un mexicano podía haberse cruzado con él impunemente en aquellos momentos.

El Niño subió tranquilamente al tren que partía rumbo al Norte cinco minutos después. Mas en Webb, a pocas millas de distancia, el guarda del apeadero hizo señal de que el convoy se detuviera para recibir un pasajero, y el Niño prescindió de aquel modo de escape. Más allá había estaciones con telégrafo y el Niño tenía cierta prevención al vapor y la electricidad. La silla y la espuela le parecían mejores áncoras de salvación.

El hombre a quien matara era un desconocido para él. Pero el Niño sabía que figuraba en el personal del rancho Coralitos, lugar no lejano de Hidalgo, y le constaba que la gente de aquella ranchería podía competir ventajosamente con los kentuckianos cuando se trataba de vengar el daño hecho a uno de ellos. Así, con la prudencia característica de los grandes peleadores, el Niño decidió poner entre su persona y el desquite de los hombres de Coralitos tantas leguas de chaparral y plantas silvestres como le fuese posible.

Cerca de la estación había un almacén y junto a él, diseminados entre olmos y mezquitales, se veían los caballos de los clientes del establecimiento. La mayoría estaban medio dormidos y esperaban con las piernas relajadas y las cabezas dirigidas hacia el suelo. Pero uno, un roano de largos remos, piafaba y golpeaba la hierba con los cascos.

El Niño lo montó, apretole las piernas a los ijares y le dio un golpecito con la fusta de su propietario.

Si la muerte del temerario jugador de cartas nublaba la reputación de buen ciudadano del Niño, el robo del caballo lo sumía en los sombríos abismos del descrédito. En la frontera de Río Grande, si uno mata a un hombre esto puede causarle un perjuicio, pero si le roba el caballo lo hunde en la indigencia, sin que uno se enriquezca en caso de ser capturado. El Niño acometía un sendero en el que no podía volverse atrás.

Pero, mientras montaba el brioso roano, sentía pocos cuidados y desazones. Tras una galopada de cinco millas, puso al animal a un trote sosegado y se encaminó hacia el nordeste, en busca de la zona de Río Nueces. Conocía muy bien aquel país, hasta en los más vagos y tortuosos caminos que cruzaban los matojos y las extensiones de plantas espinosas, sin ignorar los campamentos y ranchos solitarios donde podía encontrar hospitalidad. Se dirigía continuadamente hacia el este, porque el Niño nunca había visto el océano y a la sazón le acuciaba el deseo de pasar, por decirlo así, la mano sobre la melena del golfo de Méjico, retozón potrillo de las grandes extensiones marinas.

Al cabo de tres días llegó a Corpus Christi, en la costa, y contempló las quietas ondulaciones del plácido mar.

El capitán Boone, de la goleta Flyaway, se hallaba junto a su esquife, que un marinero sostenía por la borda. Ya a punto de zarpar, el capitán había descubierto que olvidaba una de las necesidades de la vida, en la paralelográmica forma de una pella de tabaco de mascar. Y un marinero fue despachado para efectuar tan forzosa adquisición. Entretanto, el capitán paseaba por la playa, usando a regañadientes el poco tabaco que le quedaba suelto en los bolsillos.

Vio entonces acercarse a la orilla a un mozo mimbreño, calzado con botas de alto tacón. Tenía las facciones muy infantiles, aunque con un toque de prematura severidad que indicaban en él un hombre de experiencia. Era moreno por naturaleza, pero el sol y la intemperie le habían curtido la tez hasta darle los tonos del café tostado. Su cabello era negro y crespo como el de un indio, su rostro no conocía aún la humillación de la navaja de afeitar y sus ojos brillaban con un frío y duro azul. Llevaba el brazo izquierdo algo separado del cuerpo, porque las autoridades de las ciudades miran con malos ojos los revólveres del 45 con culata incrustada de perlas, y esas armas, cuando se llevan bajo las axilas y la chaqueta, tienden a formar un bulto delator.

Sin parar mientes en el capitán Boone, contempló el océano con la impersonal e inexpresiva dignidad de un emperador de la China.

—¿Acaso piensa comprar el golfo, muchacho? —preguntó el capitán, a quien tornaba sarcástico el hecho de haber estado a punto de efectuar una travesía sin tabaco a bordo.

El Niño respondió:

—No, y no lo había visto nunca hasta ahora. Me limitaba a mirarlo. ¿O es que piensa usted venderlo?

El capitán contestó:

—Por ahora no. Se lo enviaré a porte debido cuando arribe a Buenas Tierras. Ea, ahí viene ese pies planos con el tabaco de mascar. Debí haber levado anclas hace una hora.

El Niño preguntó:

—¿Es suyo ese buque?

—Sí —contestó el capitán—, si llama usted buque a una goleta. Pero en realidad los verdaderos propietarios son Miller y González, sus armadores. Y yo no soy más que Samuel K. Boone, capitán de ese trasto.

—¿Adónde se dirige usted? —preguntó el fugado.

—A Buenas Tierras, en la costa de América del Sur. Casi no me acuerdo del nombre del país a que pertenece. Llevo cargamento de madera, placa de hierro ondulado y machetes.

—¿Hace frío o calor en ese país? —interrogó el Niño.

—Más bien calor —afirmó el capitán—. Pero es casi un paraíso perdido por la belleza de sus paisajes y por su privilegiada geografía. Todas las mañanas nos despiertan allí los trinos de unas bellas aves encarnadas adornadas con siete colas purpúreas, así como el suspiro de las brisas en las hojas de los árboles y en las rosas. Los habitantes de aquella comarca no trabajan nunca, porque para alimentarse les basta echar mano a un cesto de frutas en el cultivadero que prefieran, y a veces lo hacen hasta sin casi salir de la cama. Allí no existen domingos, ni hielo, ni rentas, ni dificultades, ni nada. Es un gran país para tenderse a dormir y esperar que el mundo siga marchando. Los plátanos, naranjas y piñas que come usted proceden de allí.

El Niño manifestó interés.

—Eso me agrada mucho. ¿Cuánto me cobraría por el pasaje?

—Veinticuatro dólares —dijo el capitán Boone—, comprendidos litera y alimentación. Le daré un camarote de segunda. No lo tengo de primera.

—Cuénteme como pasajero —repuso el Niño, sacando una bolsa de ante.

Había ido a Laredo con trescientos dólares para emprender su usual campaña de juego. El percance de la casa de Valdo había cortado de raíz su campaña económica, pero le restaban todavía doscientos dólares cuando emprendió su inevitable fuga.

—Muy bien, muchacho —dijo el capitán—. Espero que su madre no me reprenda por haberle ayudado en esta escapatoria.

Llamó a uno de los marineros y agregó:

—Sánchez le llevará en hombros hasta el esquife para qu no se humedezca usted los pies.

 

II

 

Thacker, el cónsul de los Estados Unidos en Buenas Tierras, no estaba beodo todavía, como de costumbre. No eran más que las once de la mañana y no solía llegar a su anhelado estado de beatitud —estado en el que se dedicaba a cantar cancioncillas de vodevil y a tirotear a su charlatán loro con cáscaras de plátano— hasta media tarde.

Oyendo una tosecilla, miró desde la hamaca en que estaba tendido y vio al Niño a la puerta del Consulado. Thacker se hallaba aún en condiciones de mostrar la cortesía y la hospitalidad propias del representante de una gran nación.

El Niño dijo con naturalidad:

—No quisiera molestarle. Acabo de llegar. Me han afirmado que es costumbre presentarse a usted antes de empezar a luchar por cuenta propia. He llegado en un buque procedente de Texas.

El cónsul repuso:

—Encantado de conocerle, señor…

El Niño rió.

—Sprague Dalton —repuso—. Hasta a mí me cuesta trabajo pronunciar mi nombre. En la comarca de Río Grande todos me conocen por el Niño del Llano.

El cónsul respondió:

—Yo me llamo Thacker. Siéntese en esa silla de mimbre. Si ha venido aquí a invertir dinero, necesita tener alguien que le aconseje. En caso contrario, la gente local le estafará hasta los dientes de oro, si los tiene. ¿Quiere un cigarro?

—Gracias —dijo el Niño—. Si no fuera por la bolsa de tabaco que llevo conmigo no podría vivir ni tan solo un instante.

Con esto, sacó sus enseres de fumador y preparó un cigarrillo.

El cónsul dijo:

—Aquí la gente habla el español, de manera que necesitará usted un intérprete. Si en algo puedo servirle me encantará hacerlo. Si desea comprar tierras fruteras u obtener alguna concesión precisará la ayuda de quien sepa qué palillos deben tocarse.

El Niño contestó:

—Hablo el español unas nueve veces mejor que el inglés. Y no me propongo comprar nada.

Thacker miró pensativamente al muchacho.

—¿De modo que habla usted el español? Desde luego, español parece usted. Y procede de Texas. No debe tener más de veinte o veintiún años. No sé si será hombre de fibra.

—¿Tiene usted algo que proponerme? —sugirió el Niño, con inesperada astucia.

—¿Está presto a aceptar una proposición? —dijo Thacker.

—No lo niego —repuso el Niño—. Tuve una ligera refriega en Laredo y maté a un blanco. No era un peón mexicano. Y he entrado en el jardín de usted, lleno de loros y monos, para oler el perfume de las caléndulas matinales. ¿Sabe usted que…?

Thacker le interrumpió.

—Enséñeme la mano.

Tomó la izquierda de Kid y la examinó atentamente.

—Vale —dijo con excitación—. Está usted muy sano y tiene el músculo duro. Todo se curará en una semana.

El Niño dijo:

—Si lo que quiere es complicarme en alguna pelea, no dé la cosa tan por hecha. Si se trata de asunto de armas, bien. Pero andar a puñetazos, como las mujeres, no.

—La cosa es más sencilla —dijo Thacker—. Venga.

Le señaló por la ventana un edificio de estuco blanco, de dos pisos, que se levantaba entre profundos verdores tropicales en una ladera que se elevaba suavemente desde la orilla del mar.

—En esa casa —dijo Thacker— habitan un caballero español y su esposa. Los dos le recibirán con los brazos abiertos y le llenarán de dinero los bolsillos. Ahí vive el viejo Santos Urique, dueño de la mitad de las minas de oro del país.

El Niño preguntó:

—¿Ha comido usted acaso la planta de la demencia?

—Siéntese y calle —repuso Thacker—. Ya le explicaré todo. Hace doce años esa familia perdió un hijo. No es que haya muerto, aunque a la mayoría de los de aquí les gustara verlo ahogado. No tenía más que ocho años, pero era travieso como un demonio. Todos lo saben. Algunos americanos que deseaban explotar filones de oro se presentaron con cartas para el señor Urique, y trabaron mucha amistad con el muchacho. Todos le llenaron la cabeza con historias acerca de cómo se vive en los Estados Unidos. Y así, un mes después de que ellos hubieron partido, el muchacho desapareció también. Se supone que se ocultó entre los fardos de plátanos de algún barco frutero y que marchó a Nueva Orleáns. Alguien creyó verlo una vez en Texas, pero no se supo más de él. El viejo Urique gastó miles de dólares en intentar encontrarlo. La madre fue la que peor lo pasó. Aquel hijo era toda su vida. Todavía va de luto por él. Pero ninguno de los dos abandona la esperanza y están convencidos de que el hijo perdido volverá algún día. En el dorso de la mano izquierda del muchacho había tatuada un águila con una espada en las garras. Creo que es el viejo blasón familiar de los Urique.

El Niño alzó su mano izquierda y la contempló con curiosidad.

Thacker buscó, detrás del pupitre, una botella de coñac de contrabando.

—Ya ve cómo está la cosa —prosiguió—. Usted no es un tonto. Yo puedo hacer lo que le insinúo. Hasta ahora no he comprendido para qué me había servido ser cónsul en Sandakan. En una semana le tatuaré en la mano el águila con el estoque y cualquiera pensará que ha llevado usted siempre esas señales. Precisamente tengo tinta y agujas de tatuar. Estaba seguro de que alguien como usted llegaría algún día, señor Dalton.

—¡Demonio! —exclamó el Niño—. ¿Cómo sabe…? ¡Ah, sí, le dije antes mi nombre! Pero suelen llamarme “el Niño”.

—Sea “el Niño”. Aunque probablemente le gustará cambiar ese apelativo por el de “señorito Urique”.

—Nunca he desempeñado el papel de hijo —expresó el muchacho—. Si alguna vez tuve padres, debieron morir cuando yo empecé a respirar. ¿Quiere explicarme su plan?

Thacker echó atrás su silla, apoyándola contra la pared, y miró su vaso al trasluz.

—Lo primero —dijo— es saber hasta qué punto está dispuesto a participar en la empresa.

—Ya le he contado —respondió el Niño sencillamente— la causa que hace que me encuentre aquí.

—¡Buena respuesta! —exclamó el cónsul—. Voy a explicarle el proyecto. Luego de que yo le haga el tatuaje en la mano, avisaré al viejo Urique. Entretanto, proporcionaré a usted todos los datos que pueda sobre la familia, de modo que tenga usted conocimiento de causa. Parece usted español, habla el idioma, sabe de lo que se trata, conoce Texas y tendrá el tatuaje. ¿Qué pasará cuando diga a los disgustados padres que su hijo ha vuelto y espera su perdón? Que correrán aquí, se le arrojarán al cuello y todo terminará en efusiones y en tomar unas copas.

—Espero que continúe su exposición —dijo el Niño—. Desde luego, no le conozco a usted de nada, pero si a todo lo que aspira es a que la cosa concluya en una bendición paterna, no he sabido juzgarle bien.

—Gracias —respondió el cónsul—. Hace mucho que no encuentro quien vea las cosas tan claras. Lo que falta por explicar es sencillo. Basta con que los Urique le acepten por algún tiempo a su lado. No les dé ocasión o que a lo mejor descubran que lleva usted una marca infamante en el hombro izquierdo, o cosa así. El viejo Urique guarda en su casa de cincuenta a cien mil dólares, en una caja supuestamente fuerte que cualquiera puede violentar hasta con un calzador. Ábrala. Mi destreza de tatuador vale la mitad del botín. Partiremos a medias los beneficios y embarcaremos en un barco de carga rumbo a Río Janeiro. Y que los Estados Unidos se vayan al diablo si mis servicios dejan de serles útiles. ¿Qué dice, señor?

El Niño asintió:

—Por mí, a la faena.

—Muy bien —dijo Thacker—. Tendrá usted que permanecer oculto hasta que levantemos la caza. Habitará en el cuarto trasero de mi residencia. Yo mismo me preparo la comida. Le trataré tan bien como me lo permite la tacañería de mi Gobierno.

Thacker había hablado de una semana, pero transcurrieron dos antes de que el dibujo que pacientemente tatuó en la mano del Niño quedase a su gusto. Entonces llamó a un muchacho y expidió esta nota a la presunta víctima.

 

Señor don Santos Urique.

La Casa Blanca.

Muy señor mío:

Me permito manifestarle que tengo en mi casa a un joyel que ha llegado a Buenas Tierras, procedente de los Estados Unidos, hace algunos días. Sin querer fomentar esperanza que pueden no realizarse, me parece que existe la posibilidad de que se trate del hijo de usted, ausente durante tal largo tiempo. Quizá conviniera que usted pasara a verlo. Si, en efecto, es su vástago, paréceme que vino pensando presentarse en la casa paterna, pero que luego le ha faltado valor para hacerlo.

Su affmo. servidor

Thompson Thacker

 

Media hora después —verdadera marca de celeridad ex Buenas Tierras.— el antiguo landó del señor Urique se paraba ante la puerta del cónsul, entre gran profusión de gritos dirigidos por el descalzo cochero a los caballos.

Un hombre alto, de blanco bigote, se apeó del vehículo y ayudó a apearse a una dama cubierta de negro de pies a cabeza.

Los dos penetraron presurosamente en la casa y fueron recibidos por Thacker con sus mejores reverencias diplomáticas. Junto a la mesa se hallaba un joven de curtida y bien cortada faz, con el negro cabello bien peinado.

La señora Urique, con rápido ademán, se echó hacia atrás el negro manto. Tenía una edad más que madura y su cabello comenzaba a encanecer, pero su figura rotunda y su piel de un claro tono moreno denotaban el tipo arrogante propio de las gentes de abolengo vasco. Cuando se la miraba a los ojos y se comprendía la gran tristeza que anidaba en sus pupilas, se adivinaba bien que aquella mujer solo vivía de recuerdos.

Dirigió al texano una larga mirada llena de congojoso anhelo. Luego sus grandes ojos se fijaron en la mano izquierda del muchacho. Y con un sollozo contenido, pero que pareció estremecer la estancia, exclamó:

—Hijo mío!

Y estrechó al Niño del Llano contra su corazón.

 

III

 

Un mes después el Niño acudió al Consulado en respuesta a una llamada de Thacker.

El Niño tenía todas las trazas de un joven caballero español. Vestía ropas de importación, y la pericia de los joyeros no se había ejercido en su favor vanamente. Un más que respetable diamante brillaba en uno de los dedos con los que sostenía un costoso cigarro.

—¿Cómo va eso? —preguntó Thacker.

—Sin grandes novedades —dijo el Niño calmosamente—. Hoy he comido por primera vez un filete de iguana. Se trata de una especie de enormes lagartos, ¿sabe? Creo, empero, que me hubiese sentado mejor un plato de tocino con fríjoles. ¿Le gusta a usted la iguana, Thacker?

—No, ni ninguna clase de reptiles —contestó el interpelado.

Eran las tres de la tarde. Dentro de una hora el cónsul habría alcanzado su habitual estado de beatitud alcohólica.

—Ya es hora de que empiece usted a obrar, hijo —expresó, haciendo una fea mueca que contrajo su enrojecido rostro—. No se porta usted bien conmigo. Lleva cuatro semanas desempeñando el papel de hijo pródigo y a estas horas ya podría yo comer ternera en plato de oro si me hubiera apetecido. ¿Cree, señor Niño, que es justo someterme a tan prolongada dieta? ¿Qué sucede? ¿Acaso sus filiales ojos no conocen ya el depósito de cuanto suene a dinero en la Casa Blanca? No me diga que no. Todos saben dónde el viejo Urique guarda sus cuartos. Y por cierto que están en dólares norteamericanos, porque no acepta pagos en otra moneda. ¿Qué hace usted? No me diga que nada.

El Niño contempló el diamante que llevaba en el dedo.

—Desde luego —confesó—, en la casa hay dinero en abundancia. Sin que me considere un experto en los billetes que puede contener cada fajo, me parece que pasan de cincuenta mil los dólares que mi padre de adopción guarda en esa lata de conservas que llama caja de caudales. Y a veces hasta me deja la llave, para demostrarme que me cree sinceramente el niño Francisco que antaño huyera del redil.

Thacker dijo acremente:

—Entonces, ¿qué espera usted? No olvide que puedo echarle a rodar toda la combinación el día que me parezca bien. Si Urique averigua que es usted un impostor, ¿cuál será su suerte, hijo? No conoce usted este país, señor Niño de Texas. Las leyes están, por decirlo así, salpimentadas de mostaza picante. La gente es muy capaz de ensartarle en un pincho como a un sapo, y darle cincuenta palos en cada esquina de la plaza. Le arrancarían la piel. Lo que quedase de usted no sería útil ni para alimento de los caimanes.

El Niño se recostó en su silla.

—Yo podría contestarle, compadre, que las cosas están bien como están y que pueden continuar estando así.

Thacker depositó ruidosamente su vaso sobre la mesa y exclamó:

—¿Qué quiere usted decir?

—Que sus planes han sido suprimidos —dijo el Niño—. Cuando quiera hablarme, recuerde que me llamo don Francisco Urique. Y le garantizo que haré honor al nombre. Dejemos al coronel Urique que conserve su dinero. Su malhadada caja de caudales está tan segura como la cámara acorazada del Primer Banco Nacional de Laredo, por lo que a usted y a mí nos concierne.

—¿O sea que quiere usted prescindir de mí?

El Niño repuso jovialmente:

—Por supuesto. Le dejo a usted en la estacada. Eso es. Y voy a explicarle por qué. La primera noche que pasé en casa del coronel me condujeron a una alcoba. Nada de mantas en el suelo, ni cosas de ésas. Era una alcoba auténtica con cama y ropas. Antes de que me durmiese mi madre artificial vino a arroparme. “Panchito querido —me dijo—, Dios ha dispuesto que vuelvas a mí. Bendito sea eternamente su nombre.” Eso me dijo o algo por el estilo. Y se le escaparon un par de lágrimas que me cayeron en la nariz. Ello me conmovió, señor Thacker. Todo desde entonces ha transcurrido así. Y así transcurrirá. No estoy dispuesto a modificar nada. Poco he tratado con mujeres en mi vida, y menos con una madre, pero hemos engañado a una señora y por su felicidad debemos seguir engañándola. Lo que está bien una vez no lo estaría bien dos. Podré ser un dejado de la mano del Señor, pero ya que él me ha puesto en este camino lo seguiré hasta el final. Y no olvide que soy don Francisco Urique siempre que quiera mencionar mi nombre.

—¡Hoy mismo le denunciaré, traidor en dos sentidos! —balbució Thacker.

El Niño se levantó, asió a Thacker por el cuello y, sin violencia, lo empujó hasta un rincón. Luego sacó del sobaco su revólver del 45, de culata incrustada de perlas, y apoyó el cañón del arma en la boca del cónsul.

—Ya le he explicado por qué he venido a verle —dijo con su glacial sonrisa de los antiguos tiempos—. Si obro como no quiero, la culpa será de usted. Y ahora dígame cómo me llamo.

—Don… don Francisco Urique —tartamudeó Thacker.

Oyóse fuera rumor de ruedas y unas voces seguidas de fustazos.

El Niño se guardó el revólver y se dirigió hacia la puerta. Antes de llegar se volvió y enseñó la mano izquierda al tembloroso cónsul.

—Hay otra razón para obrar como obro —dijo—. El joven a quien maté en Laredo llevaba este mismo tatuaje en la mano izquierda.

Fuera, el antiguo landó de Santos Urique se detuvo en la puerta. El cochero cesó en sus vociferaciones. La señora Urique, con un voluminoso vestido de encaje blanco ornado con cintas, apareció en la estancia. Una expresión de dicte se pintaba en sus ojos pardos.

—¿Vienes, hijo? —preguntó en su melodioso castellano.

—Ya voy, madre mía —respondió el joven don Francisco Urique.

*FIN*


“A Double-Dyed Deceiver”,
Everybody’s Magazine, 1903


Más Cuentos de O. Henry