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El indio Manuel Sicuri

[Cuento - Texto completo.]

Juan Bosch

Manuel Sicuri, indio aimará, era de corazón ingenuo como un niño; y de no haber sido así no se habrían dado los hechos que le llevaron a la cárcel en La Paz. Pero además Manuel Sicuri podía seguir las huellas de un hombre hasta en las pétreas vertientes de los Andes y esa noche hubo luna llena, cosas ambas que contribuyeron al desarrollo de esos hechos. El factor más importante, desde luego, fue que el cholo Jacinto Muñiz tuviera que huir del Perú y entrara en Bolivia por el Desaguadero, lo cual le llevó a irse corriendo, como un animal asustado, por el confín del altiplano, obsedido por la visión de un paisaje que le daba la impresión de no avanzar jamás. El cholo Jacinto Muñiz fue perseguido de manera implacable, primero en el Perú, desde más allá del Cuzco, y después por los carabineros de Bolivia que recibían de tarde en tarde noticias de su paso por las desoladas aldeas de la Puna. Jacinto Muñiz no podía liberarse de esa persecución, pues había robado las joyas de una iglesia, y eso no se lo perdonarían ni en el Perú ni en Bolivia; y para fatalidad suya era fácil de identificar porque tenía una cicatriz en la frente, desde el pelo hasta el ojo derecho. Cuando llegó a la choza del indio Manuel Sicuri, el cholo Jacinto Muñiz contó que ésa era la huella de una caída, lo cual desde luego era mentira.

Manuel Sicuri cuidaba de un rebaño de ovejas y de nueve llamas; las ovejas llevaban prendidas en la lana, a medio lomo, cintas de color azul, lo que servía para identificarlas como de su propiedad. Esa medida sobraba, porque no era fácil que en aquella zona sus ovejas se mezclaran con otras ya que no había más en millas a la redonda; pero era la costumbre de los aimarás del altiplano y Manuel Sicuri seguía la costumbre. De seguir la costumbre en todo su rigor, sin embargo, quien debía cuidar de los animales era María Sisa, la mujer de Manuel, y además debía sembrar la papa y la quinua y la cañahua —los cereales de la Puna—, pues el hombre debía irse a trabajar a La Paz o tal vez a las minas. Pero resultaba que no sucedía así porque Manuel era huérfano de padre y madre y tenía tres hermanitos —dos de ellos hembras— y él quería a esos niños con toda la fuerza de su alma. Además María estaba embarazada. Propiamente, María tenía siete meses de embarazo.

A medida que se extiende hacia el sudoeste, en dirección a las altas cumbres de la Cordillera Occidental, el altiplano va haciéndose menos fértil. Es una vasta extensión llana como una mesa. El aire transparente y frío es limpio y seco, sin gota de humedad. Cada vez más, son escasas las viviendas, y cada vez más va acentuándose en la tierra el cambio de color; pues hacia el norte es gris y en ocasiones amarilla y verde, mientras que hacia el sur va tornándose pardusca. El grandioso paisaje es de una impresionante hermosura y de aplanadora soledad. Cuando comienzan las primeras estribaciones de la Cordillera hacia el sudoeste —que son sucedidas más tarde por otras eminencias peladas de nevadas cumbres, y después por otras y otras más— comienzan también las enormes arrugas en el lomo de la montaña, sin duda los canales por donde en épocas lejanas corrieron aguas despeñadas.

Pero eso es ya cayendo hacia el lado de Chile; y Manuel Sicuri tenía su choza en tierras de Bolivia. El indio podía tender la vista en redondo y durante leguas y leguas no veía vivienda alguna. Su casa estaba hecha de tierra, y su propia madre había ayudado a levantarla. No había ventana para que no entrara el viento helado de la Cordillera, y solo tenía una puerta que daba al este. De noche se quemaba la boñiga de las llamas y hasta de las ovejas, que Manuel iba recogiendo sistemáticamente día tras día; y su fuego era la única luz y el único calor de la vivienda. No había habitación alguna, sino que todo el cuadrado encerrado en las paredes de la choza era usado en común. Los tres niños y el indio Manuel Sicuri y su mujer embarazada dormían juntos, sobre pieles de oveja, en el piso de tierra. En un rincón había un viejo arcón en que se guardaban ropas que habían sido del padre y de la madre de Manuel, cortos calzones de lana y faldas y chales de colores, los zarcillos de oro de María y los trajes de boda de la pareja, alguna loza de desconocido origen y un pequeño sombrerito negro de fieltro que usó María en la peregrinación a Copacabana, a orillas del Titicaca. Encima del arcón se amontonaban las pieles de las ovejas que habían muerto o habían sido sacrificadas el último año. El arcón quedaba en el rincón más lejano de la izquierda, según se entraba, en el primero del mismo lado estaba amontonado el chuño, y entre el chuño y el arcón, la lana, la lana que pacientemente iba hilando María Sisa, la mayor parte de las veces mientras se hallaba sentada a la puerta de la choza. Junto a la lana dormían los perros, dos perros flacos, con los costillares a flor de piel, que no tenían función alguna y se pasaban los días recostados o caminando sin rumbo fijo por el altiplano, aveces corriendo tras las ovejas. En el primer rincón de la derecha, con el hierro contra el piso, estaba el hacha.

Esa hacha, en realidad, no tenía uso ni nadie en la familia sabía por qué estaba allí. Tal vez el padre de Manuel Sicuri, que vivió hacia el norte, había sido leñador, aunque no era posible saber dónde ya que en la zona no había bosques; tal vez se la vendió, a cambio de una o dos parejas de llamas, algún cholo que pasó por la región. Pero el hacha era reverentemente guardada porque cierta vez, estando Manuel recién nacido, hubo un invierno muy crudo y los pumas bajaron de la Cordillera en pos de ovejas; y en esa ocasión el hacha fue útil, pues con ella mató el padre a un puma que llegó hasta la puerta misma de su choza. Eso había sucedido, desde luego, más hacia el nordeste. Una vez muerto el padre, al mudarse hacia el sur, Manuel Sicuri se llevó el hacha. A menudo Manuel jugaba con ella. Ocurría que en las tardes de buen tiempo él les contaba a los yokallas y a María cómo había sido el combate entre la fiera y su tata; entonces él mismo hacía el papel de puma, y se acercaba rugiendo, en cuatro pies, dando brincos, hasta la misma puerta. Los niños reían alegremente, y Manuel también. De pronto él salía corriendo, cogía el hacha y hacía el papel de su padre; se plantaba en la puerta, daba gritos de cólera, blandía el arma y la dejaba caer sobre el cráneo del animal; a esa altura, Manuel volvía a hacer el papel del puma, y caía de lado, rugiendo de impotencia, agitando las manos y simulando que eran garras. Cuando el puma estaba ya muerto, tornaba Manuel a ser el padre, sin perjuicio de que hiciera también de oveja y balara y corriera dando los saltos de los corderos, imitando el miedo de los tímidos animales. Toda la familia reía a carcajadas, y Manuel reía más que todos. En realidad, Manuel reía siempre y a toda hora estaba dispuesto a jugar como un niño.

Uno de esos atardeceres, cuando la luz de julio en el altiplano era limpia y el aire cortante, los perros comenzaron a ladrar. Ladraban insistentemente, pero no a la manera en que lo hacían cuando corrían tras una oveja o cuando —lo que pasaba muy pocas veces— algún cóndor volaba sobre el lugar dejando su sombra en la tierra, sino que sus ladridos eran a la vez de sorpresa y de cólera. Entonces Manuel fue a ver lo que pasaba. Dio la vuelta a la casa y al corral, que quedaba al oeste de la vivienda y era también de tierra. Allá, a la distancia, hacia la caída del sol, se veía avanzar un hombre.

Ese hombre era el cholo Jacinto Muñiz. Cuando se acercaba, una hora después, casi al comenzar la noche, Manuel, la mujer y los pequeños se reunieron tras el corral. Por primera vez en mucho tiempo aparecía por allí un ser humano. Evidentemente el hombre hacía grandes esfuerzos para caminar, lo cual comentaban Manuel y su mujer. Los niños callaban, asustados. De haber sido un conocido, o siquiera un indio como ellos, que usara sus ropas y tuviera su aspecto, Manuel hubiera corrido a darle encuentro y tal vez a ayudarle. Pero era un extraño y nadie sabía qué le llevaba a tan desolado sitio a esa hora. Lo mejor sería esperar.

Cuando estuvo a cincuenta pasos, el hombre saludó en aimará, si bien se notaba que no era su lengua. Manuel se le acercó poco a poco. María espantó los perros con pedruscos y pudo oír a los dos hombres hablar; hablaban a distancia, casi a gritos. El forastero explicó que se había perdido y que se sentía muy enfermo; dijo que tenía sed y hambre y que quería dormir. Su ropa estaba cubierta de polvo y su escasa barba muy crecida. Pidió que le dejaran descansar esa noche, y antes de que su marido respondiera María dijo, también a gritos, que en la vivienda no había dónde. Aunque hablaba aimará se apreciaba a simple vista que ese hombre no era de su raza ni tenía nada en común con ellos; pero además su instinto de mujer le decía que había algo siniestro y perverso en ese duro rostro que se acercaba. Ella era muy joven y Manuel no llegaba a los veinte años, y ante el extraño, que tenía figura de hombre maduro, ella sentía que ellos eran unos yokallas, unos niños desamparados. Pero Manuel no era como su mujer; Manuel Sicuri era confiado, de corazón ingenuo, y por otra parte sabía que muchas veces Nuestro Señor se disfrazaba de caminante y salía a pedir posada; eso había ocurrido siempre, desde que tata Dios había resucitado, y debido a ello era un gran pecado negar hospitalidad a quien la pidiera. En suma, aquella noche el cholo peruano Jacinto Muñiz, prófugo de la justicia en dos países, durmió sobre pieles de oveja en la choza de Manuel Sicuri. María Sisa se pasó la noche inquieta, sin poder pegar ojo, atenta al menor ruido que proviniera del sitio donde se había echado Jacinto Muñiz.

Pero Jacinto Muñiz durmió, y lo hizo pesadamente, con los huesos agobiados de cansancio. Había bebido pito e infusión de coca, que la propia María le había preparado. Ni siquiera se quitó la chaqueta. Estaba durmiendo todavía cuando Manuel Sicuri salió de la vivienda. Al despertar vio a María Sisa agachada ante una vasija de barro que colgaba de tres hierros colocados en trípode, hacia el último rincón derecho de la casucha; abajo de la vasija había fuego de boñiga de llamas. María cocinaba chuño con carne seca de carnero. Los tres niños estaban sentados junto a la puerta, charlando animadamente. María se levantó y se dobló otra vez hacia el fuego, de manera que se le vieron las corvas. Jacinto Muñiz se sentó de golpe y se pasó la mano por la cara. María Sisa se volvió, tropezó con la cicatriz sobre el ojo y sintió miedo. El párpado estaba encogido a mitad del ojo, y eso le hacía formar un ángulo; la parte interior del párpado resaltaba en el ángulo, rojiza, sanguinolenta, y debajo se veía el blanco del ojo casi hasta donde la órbita se dirigía hacia atrás. Aquello por sí solo impresionaba de manera increíble, pero resultaba además que en medio de ese ojo desnaturalizado había una pupila dura, siniestra, fija y de un brillo perverso. María Sisa se quedó como hechizada. Entonces fue cuando el extraño explicó que se había hecho esa herida al caerse, muchos años atrás. María esperó que el hombre se pusiera de pie, se despidiera y siguiera su camino. Pero él no lo hizo, sino que se quedó sentado y mirándola con una fijeza que helaba la sangre de la mujer en las venas. Ella estaba acostumbrada a los ojos honrados de su marido y a los tímidos y tristes de las ovejas y las llamas o a los humildes y suplicantes de sus perros. Para disimular su miedo se dirigió a los niños diciéndoles trivialidades y su sonora lengua aimará no daba la menor señal de su terror. Pero por dentro el pavor la mataba.

En cambio Manuel Sicuri no sintió miedo. Ese día volvió más temprano que otras veces, y al ruido de las ovejas y al ladrido de los perros salió su mujer a decirle, con visible inquietud, que el hombre seguía en la casa y que no había hablado de irse. Manuel Sicuri dijo que ya se iría; entró, charló con Jacinto Muñiz como si se tratara de un viejo conocido y le ofreció coca. Después, sentado en cuclillas, oyó la historia que quiso contarle el peruano.

—Vengo huyendo de más allá del Desaguadero, del Perú —explicó señalando vagamente hacia el noroeste— porque el gobierno quería matarme. Un gamonal me quitó la mujer y las tierras y yo protesté y por eso quieren matarme.

Eso podía entenderlo muy bien Manuel Sicuri; también en Bolivia, durante siglos, a ellos les habían quitado las tierras y las mujeres, y su padre le había contado que cierta vez, cuando todavía no soñaba casarse con su madre, miles de indios corrieron por la Puna, en medio de la noche, armados de piedras y palos, en busca de un presidente que huía hacia el Perú después de haber estado durante años quitándoles las tierras para dárselas a los ricos de La Paz y Cochabamba.

—Si saben que estoy aquí, me buscan y me matan. Yo me voy a ir tan pronto me sienta bien otra vez. Además, yo voy a pagarte —dijo el peruano.

Manuel Sicuri no respondió palabra. No le gustó oír hablar de que le pagaría, pero se lo calló. ¿Y si resultaba que ese hombre, con su terrible aspecto, era el propio Nuestro Señor que estaba probando si él cumplía los mandatos de Dios? De manera que se puso a hablar de otras cosas; dijo que esa noche seguramente habría helada, porque había cambio de luna de creciente a llena, y la luna llevaba siempre frío.

Con efecto, así ocurrió. Manuel oyó varias veces a las ovejas balar y se imaginaba la Puna iluminada en toda su extensión mientras el helado viento la barría. Muy tarde se quejó uno de los yokallas; Manuel se levantó a abrigar al grupo y el peruano preguntó, en las sombras, qué ocurría. A Manuel le inquietó largo rato la idea de que el peruano no estuviera dormido. Pero se abandonó al sueño y ya no despertó hasta el amanecer. El frío era duro, y hasta el horizonte se perdían los reflejos de la escarcha. Había que esperar que el sol estuviera alto para salir; y como se veía que el día iba a ser brumoso, tal vez de poco o ningún sol fuerte, Manuel empezó a llevar afuera las papas de la última cosecha para convertirlas en chuño deshidratándolas en el hielo.

En ese trabajo estaba, a eso de las siete de la mañana, cuando los perros comenzaron a ladrar mirando hacia el norte. También Manuel miró; un hombre se veía avanzar, un hombre como él, de su raza. Manuel entró en su casa.

—Viene gente —dijo, dirigiéndose más al cholo peruano que a su mujer.

Entonces Manuel Sicuri vio a Jacinto Muñiz perder la cabeza. Su miedo fue súbito; se levantó de golpe, apoyándose en una mano, y sus negros ojos se volvieron, como los de una llama asustada, a todos los ’ rincones de la choza.

—¡Tengo que esconderme —dijo—, tengo que esconderme, porque si me cogen me matan!

—Aquí no —respondió calmadamente, pero asombrado, Manuel Sicuri—; aquí no es Perú.

—¡Sí, yo lo sé, pero es que yo herí al gamonal y parece que murió! ¡Si me cogen me matan!

Manuel Sicuri y María Sisa se miraron como interrogándose. A partir de ese momento, María sabía que sus temores eran fundados; y también a ella le dio miedo, tanto miedo como al extraño. Manuel dudó todavía, sin embargo. Con indescriptible rapidez pensó lo que debía hacerse; corrió hacia el arcón, tiró las pieles de ovejas en tierra y separó el arcón de la pared en forma tal que entre el mueble y el rincón podía caber un hombre.

—Ven aquí —dijo.

El cholo corrió y de un salto se metió allí; con toda premura Manuel fue tirando las pieles sobre él y el arcón. Nadie podía sospechar que allí había un hombre. Luego, volviéndose a los niños, que habían visto todo aquello en silencio, les ordenó que se callaran y que a nadie dijeran nada; a seguidas volvió a su trabajo afuera, como si no hubiera visto al indio que avanzaba por la alta pampa.

Resultó que el hombre era un chasquis, esto es, un correo enviado a recorrer las distantes y perdidas viviendas de esa zona para informar que se buscaba a un cholo peruano con una cicatriz en la frente; a juicio del mallcu, es decir del jefe indígena que había mandado al chasquis a ese recorrido, el prófugo buscaba cruzar hacia Chile, pero en vez de dirigirse hacia el sudoeste desde el último sitio en que se le había visto, caminaba en derechura al sur, lo que indicaba que debía pasar por allí.

—No, no ha pasado por aquí —explicó Manuel.

El chasquis se había sentado en cuclillas y bebía chicha que se guardaba en una vasija de barro. María no hallaba donde poner los ojos, pero Manuel Sicuri se había vuelto impenetrable. Estaba él también en cuclillas y preguntó al visitante de dónde venía y cuánto hacía que se hallaba en camino y cómo estaban en su casa. Hablaba lentamente. Se refirió a la helada y dijo que el invierno iba a ser muy duro. Demoró mucho en esa charla antes de abordar el asunto; pero al fin lo hizo.

—¿Por qué buscan a ese peruano? —preguntó.

—Robó una iglesia allá en su tierra —dijo el chasquis—; robó la corona de la Virgen y el cáliz y el manto de tatica Jesús Nazareno, que tenía oro y piedras finas.

Manuel estuvo a punto de venderse. Vio a su mujer mirarle con una fijeza de loca y él mismo sintió que la cabeza le daba vueltas. Tuvo que apoyarse en tierra con una mano. ¡De manera que el cholo Jacinto Muñiz había robado a mamita la Virgen! Pero ya él había dicho que no había pasado por ahí, y decir lo contrario era probablemente buscarse un lío con las autoridades. Con el pretexto de seguir regando las papas en la escarcha, María salió. Manuel pensaba: “Si digo ahora que está aquí van a llevarme preso por esconderlo; si no digo nada, tata Dios va a castigarme, se me morirán las ovejas y las llamas y tal vez ni nazca mi hijo”. No descubría su emoción, no denunciaba su pensamiento, pues seguía con su rostro hermético, sus ojos brillantes, sus rasgos inmóviles, cerrada la boca que era tan propensa a la risa; pero por dentro estaba sufriendo lo indecible. Entonces sucedió lo que más deseaba en tal momento: el chasquis se levantó y dijo que iba a seguir su camino. Y he aquí que sin saber por qué, aunque sin duda llevado a ello por el miedo, Manuel Sicuri se levantó también y explicó que iba a acompañarle, que iría con él hasta una pequeña comunidad de cuatro chozas que quedaba casi en las faldas de la Cordillera Real, cuyas nevadas cumbres se veían en sucesión hacia el este y el sur. Tendría que caminar tres horas de ida y tres de vuelta, pero Manuel Sicuri lo haría porque necesitaba saber qué pensaba el chasquis. A lo mejor el chasquis había visto algo, sorprendido una huella, un movimiento sospechoso bajo las pieles de oveja, y se iría sin dar señales de que sabía que el cholo Jacinto Muñiz se hallaba escondido en la casa de Manuel Sicuri. Así pues, dijo que iría con él; y después de haber caminado unos cinco minutos dejó al chasquis solo y volvió al trote.

—Cuando estemos lejos, a mediodía, sacas de ahí al peruano y que se vaya. Dile que ande de prisa y derecho hacia la caída del sol; por ahí no hay casas ni va a encontrar gente.

Esto fue lo que habló con su mujer, pero como el chasquis podía estar mirando, quiso despistarlo y entró en su choza. Después explicó que había vuelto a la vivienda para coger coca. Y sin más demora emprendió la marcha por la helada Puna en cuya amplitud rodaba sin cesar un viento duro y frío.

Así fue como actuó Manuel Sicuri durante esa angustiosa mañana. De manera muy distinta sintió y actuó el cholo peruano Jacinto Muñiz. En el primer momento, cuando supo que llegaba un hombre, el miedo le heló las venas y le impidió hasta pensar. En verdad, solo se le había ocurrido esconderse, sin que atinara a saber dónde; y cuando Manuel Sicuri eligió el escondite y le llevó allí, él le dejó hacer sin saber claramente lo que estaba ocurriendo. Las pieles le ahogaban, aunque de todas maneras hubiera sentido que se ahogaba aun estando a campo abierto. Él oyó al chasquis llegar y en ese momento su miedo aumentó a extremos indescriptibles; le oyó hablar de él mismo y entonces empezó a olvidar su terror y a poner toda su vida en sus oídos.

Cuánto tiempo transcurrió así, sintiéndose presa de un pavor que casi le hacía temblar, era algo que él no podía decir. Pero es el caso que cuando Manuel Sicuri dijo que no había pasado por allí sintió que empezaba a entrar en calor y cinco minutos después estaba sereno, otra vez dueño de sí y dispuesto a acometer y a luchar si alguien pretendía cogerle.

La conversación entre Manuel y el chasquis debió durar media hora, y antes de que hubiera transcurrido la mitad de ese tiempo el cholo Jacinto Muñiz se sentía seguro. Muchas palabras se le perdían, puesto que él no hablaba aimará como un indio, sino lo necesario para entenderse con ellos; y mientras los dos hombres hablaban y él seguía a saltos la charla, comenzó a pensar en otra cosa; sería más propio decir que comenzó a sentir otra cosa. De súbito, y tal vez como reacción contra su pavor, Jacinto Muñiz recordó a la mujer de Manuel Sicuri tal como la había visto el día anterior, agachada frente al fuego. Ella le daba la espalda y su posición era tal que la ropa se le subía por detrás hasta mostrar las corvas. Jacinto Muñiz había pensado: “Tiene buenas piernas esa india”, idea que le estuvo rondando todo el día y toda la noche, al extremo de que lo tenía despierto cuando Manuel Sicuri se levantó para abrigar a los niños. Ahí, en su escondite, Jacinto Muñiz veía de nuevo las piernas de la mujer e incontenibles oleadas de calor le subían a la cabeza. Al final ya no tenía más que eso en la mente y en el cuerpo.

Pero Jacinto Muñiz no pensaba atacar a la mujer. En el fondo de sí mismo lo que le preocupaba era huir, salvarse, alejarse de allí tan pronto como pudiera, sobre todo después de saber que la mujer y su marido estaban enterados de cuál había sido su crimen. La idea de atacarla le vino más tarde, cuando, a poco de haberse ido Manuel Sicuri con el chasquis, la mujer retiró las pieles que lo cubrían y le dijo que saliera. Ella le explicó que debía irse, y por dónde y a qué hora, y cuando él preguntó por Manuel ella cometió el error de decirle que estaba acompañando al chasquis.

Con su repelente ojo de párpado cosido, Jacinto Muñiz miró fijamente a María. María tenía el negro pelo partido al medio y anudado en moño sobre la nuca; era de piel cobriza, tirando a rojo, de delgadas cejas rectas y de ojos oscuros y almendrados, de altos pómulos, de nariz arqueada, dura pero fina, y de gran boca saliente. Era una india aimará como tantas otras, como millares de indias aimarás, bajita y robusta, pero tenía la piel limpia en los brazos y las piernas y era joven; estaba embarazada, ¿pero que le importaba eso a él, un hombre acosado, un hombre en peligro que estaba huyendo hacía casi un mes? Sintiéndose fuera de sí y a punto de perder la razón, Jacinto Muñiz dijo que sí, que se iría, pero que le diera charqui o quinua o cañahua, algo en fin con que comer en el camino.

María Sisa también tenía miedo, como lo había tenido Jacinto Muñiz y como lo había tenido Manuel Sicuri. Pero además María sentía asco de ese hombre. ¡Por la Virgen de Copacabana, ese bandido había robado una iglesia y estaba en su casa! Lo que ella quería era que se fuera inmediatamente.

—No hay charqui y tenemos muy poca quinua y muy poca cañahua —dijo secamente mientras vigilaba los movimientos del cholo.

—Dame chuño entonces —pidió él.

María quería decirle que no. Tata Dios iba a castigarla si le daba comida a su enemigo. Pero tal vez si le negaba el chuño, que estaba a la vista en el rincón, el hombre diría que no se iba. Llena de repulsión se encaminó al rincón y se agachó para recoger el chuño. Para fatalidad suya los niños estaban afuera, regando papas sobre la escarcha.

El ataque fue tan súbito y los hechos se produjeron tan de prisa que María no pudo describirlos más tarde. Cuando se agachaba, el hombre se lanzó sobre ella y la agarró fuertemente por los hombros, forzando éstos de tal manera, hacia un lado, que María cayó de espaldas. Como era una mujer joven y fuerte se defendió con las piernas, pero al parecer aquello enfureció al peruano o sin duda lo excitó más. María levantó los brazos y no lo dejaba acercarse. No gritó propiamente, porque en ese momento perdió del todo su miedo y se sintió colérica, pero comenzó a decirle al atacante cosas en voz tan alta que los niños corrieron y uno de ellos, el mayor, agarró al hombre por la ropa. Jacinto Muñiz pegó al niño con un codo y lo lanzó a tierra. Había ocurrido que la vasija con la chicha había sido dejada en el suelo cerca de la puerta, donde la había puesto Manuel Sicuri después de haberle servido al chasquis; el atacante la vio y la tomó en una mano. María quiso evitar el golpe porque pensó: “Ya a matar a mi niñito”. “Mi niñito” era, desde luego, el que llevaba en el vientre. Y ese pensamiento la turbó. No tuvo, pues, serenidad bastante para defenderse, y la vasija golpeó sobre su frente, rompiéndose en innúmeros pedazos. María sintió el deslumbramiento del golpe y algo cálido que le corría a los ojos. Debió perder el conocimiento, puesto que apoco comprendió que el peruano estaba violándola. Pero su indignación y su asco eran tan grandes que ellos le dieron fuerzas, y logró, doblando la quijada del hombre, quitárselo de encima. Entonces se puso en pie de un salto y corrió; corrió como despavorida a través de la Puna, volviendo el rostro cada quince segundos para asegurarse de que él no la seguía. El hombre salió a la puerta y comenzó a correr tras ella. Pero sucedió que el llanto de los niños, las voces de María y el ruido de la lucha excitaron a los perros y ambos se lanzaron tras Jacinto Muñiz. Éste se agachó varias veces para coger piedras y tirárselas a los animales. Estaba como loco, y el rojizo párpado levantado se le veía como una brasa en medio de la noche. Comprendió al fin que no podría alcanzar a María Sisa; volvió entonces a la choza, recogió su sombrero, se llenó los bolsillos de chuño, sacó de las vasijas en que se guardaban cocay lejía y salió de nuevo. Desde lejos María le vio salir y le vio irse huyendo por detrás del corral; hacia el oeste, a toda carrera, como espantado por algún enemigo invisible. En el día sin sol, pero sin niebla, su figura se fue alejando, tornándose cada vez más pequeña, mientras la mujer lloraba de miedo y de vergüenza sin atreverse a volver a su choza.

Todavía le quedaban a María Sisa —y sin duda también a los niños, si bien tal vez ellos no comprendían lo sucedido a pesar de que veían a María sangrando por la frente— unas cinco horas de angustia antes de que volviera Manuel Sicuri. Pero ocurrió que Manuel retornó antes. Llevaba dos horas de marcha junto al chasquis y estaba ya seguro de que éste no tenía sospechas de que el peruano se encontrara en su casa, cuando le dio al propio chasquis por decir que quizá sería bueno que él volviera a su vivienda.

—Tu mujer y los niños están solos, y ese mal hombre puede llegar allá. Estuvo preso en su tierra por una muerte, me dijo el mallcu, y a eso se debe que tenga una cicatriz sobre el ojo.

¿Sí? Manuel Sicuri se quedó mirando al chasquis. Éste no era capaz de adivinar lo que estaba pasando en tal momento por la cabeza de Manuel Sicuri. Jacinto Muñiz estaba en su casa y seguramente había oído desde su escondite cuanto ellos hablaron. Tal vez le diera miedo a Jacinto Muñiz y por miedo de que le denunciaran matara a María y a los yokallas. Era un hijo del demonio el hombre que había robado la corona de mamita. ¿Qué no sería capaz de hacer?

—Sí —dijo Manuel Sicuri—. Hablas bien, chasquis. Yo me devuelvo.

Se devolvió, pero no podía caminar a su paso normal; algo le hacía correr a trote corto, algo que él no quería definir. Podía ser temor a tata Dios; quizá tata Dios iba a ponerse bravo con él por haber dado auxilio al cholo. Podía ser un oscuro sentimiento con respecto a María; no le había gustado el extranjero y se lo había dicho. ¿Qué hacía Jacinto Muñiz despierto a medianoche?

Por momentos el indio Manuel Sicuri aumentaba la velocidad de su trote. Iba siguiendo sus propias huellas solo que al revés; otro acaso no las vería, pero Manuel Sicuri las distinguía bien claras, sus huellas y las del chasquis, a veces desaparecidas donde había muchas piedras, esas menudas y abundantes piedras del altiplano, y a trechos grabadas en el polvo o en las plantas rastreras que quedaban aplastadas durante largo tiempo después de haber sido pisadas. El día iba aclarando lentamente, de manera que de vez en cuando él podía ver su sombra, una sombra vaga, y calcular la hora. Era bastante más allá del mediodía. El viento seguía fuerte y frío, pero el trote le producía calor.

Poco a poco, a fuerza de atender a la regularidad de su paso, Manuel Sicuri fue dejando de pensar. Pasada la primera hora de marcha alcanzó a ver su casa: se veía como de humo, perdida en el horizonte y muy pequeña. No había nadie cerca; no se distinguían ni las llamas ni las ovejas ni a María. Tal vez nada había sucedido. Mantuvo su paso. Lentamente la choza fue destacándose y creciendo y la Puna ampliándose, a la vez que la luz iba aumentando y los nacientes colores de la tierra, muy débiles de por sí, iban cobrando seguridad. Oyó los perros ladrar y después los vio correr hacia él.

Cuando llegó a la puerta iba a reírse contento, pues nada había ocurrido; María estaba en cuclillas, de espaldas, y los niños, silenciosos, se agrupaban en un rincón. Pero entonces María volvió el rostro y Manuel Sicuri vio la herida en su frente.

—¿Cómo fue? —preguntó.

Su mujer empezó a llorar sin hacer gesto alguno.

—¿El peruano, fue el peruano?

Ella dijo que sí con la cabeza; después, secándose las lágrimas, se puso a relatar el atropello. Los niños la oían sin moverse de su rincón.

Al principio Manuel oyó a María sin decir palabra, pero el aspecto que iba cobrando su rostro denunciaba fácilmente lo que sucedía en su interior. Comenzó como si un golpe lo hubiera atontado, después los ojos se le fueron transformando y cobrando un brillo metálico que nunca antes habían tenido; la boca se le endurecía segundo a segundo. María Sisa contaba y contaba, con sus rutilantes y cortantes palabras aimarás, sin alzar la voz, gesticulando a veces, señalando de pronto el rincón de los chuños donde había sido atacada. Llevaba todavía la palabra cuando Manuel Sicuri vio el hacha, aquella hacha con que su padre había dado muerte al puma; y dejó a María Sisa con la palabra en la boca antes de que se acercara al final del relato. De un salto Manuel Sicuri corrió al rincón y cogió el hacha.

—¿Por dónde se fue, por dónde se fue? —preguntaba el indio, ’ con la ansiedad del perro de caza que ha olfateado en el aire la presencia de la pieza.

Entonces el mayor de los yokallas, que había estado silencioso, intervino para señalar con su bracito mientras decía que hacia allá, hacia la Cordillera Occidental. Manuel se echó el hacha al hombro y corrió; dio la vuelta a la vivienda, pasó tras el corral, se detuvo un momento para reconocer las huellas y emprendió de nuevo el trote. Ya no perdería las huellas ni durante un minuto. De nada valió que María Sisa corriera tras él y le llamara a voces. Animados como si se tratara de un juego, los perros corrieron también, soltando ladridos, pero no tardaron en regresar. Por la alta planicie, a esa hora iluminada en toda su extensión por el sol del invierno, se perdió Manuel Sicuri tras las huellas de Jacinto Muñiz.

A la caída de la tarde alcanzó a ver una figura moviéndose en la lejanía. Pronto iba a oscurecer, pero sin duda que ya estaba subiendo, tras las faldas de la Cordillera, la enorme luna llena, la clara, la casi blanca luna llena invernal. Así, aquel hombre que marchaba penosamente hacia el oeste no se le perdería en las sombras. No tenía hacia dónde ir que él no le viera. No había una casa, no había un árbol, no había una cañada en toda la extensión, ni a derecha ni a izquierda, ni hacia atrás ni hacia delante; no había repliegue de terreno que pudiera ocultarlo; no había piedras grandes ni colinas y ni siquiera pajonales en la dilatada llanura; no había gente que le diera amparo ni animales entre los que ocultarse. Podía huir si le veía; pero acabaría cansándose, y él, Manuel Sicuri, no se cansaría. Un indio aimará no se cansa a la hora de hacerse justicia; puede esperar días y días, meses y meses, años y años, y no se apresura, no cambia su naturaleza, no da siquiera señales de su cólera. No descansa y no se cansa. Aquel hombre era el cholo Jacinto Muñiz, aquel hijo del demonio había muerto a otros hombres y había robado a mamita la Virgen y a tatica Dios el Nazareno; aquel salvaje había atropellado a María Sisa, su mujer, que esperaba un niño suyo, un varoncito como él. Nadie podría salvar a Jacinto Muñiz. Y a fin de evitar que mientras la luna subía y aclarara la llanura el cholo peruano aprovechara la oscuridad para cambiar de dirección, Manuel Sicuri apresuró el paso con el propósito de alcanzarle pronto.

En verdad, Jacinto Muñiz se sentía ya a salvo. Su plan era caminar toda esa noche. No se cansaría, porque llevaba buena provisión de coca para mascar, y la coca le evitaría el cansancio. Aprovecharía la luna y marcharía derecho hacia la cordillera. Allí podría haber casas, tal vez algunas comunidades aimarás, y sin duda habrían enviado a ellas también chasquis anunciando su probable llegada; y ahora tenía encima dos delitos; uno en el Perú, el otro en Bolivia. Fue afortunado, porque María Sisa no había muerto; sin embargo la había atacado y ya debía saberlo su marido y probablemente también el chasquis, si había vuelto con él. De haber casas en las cercanías de la cordillera él las alcanzaría a ver con tiempo, antes de amanecer, puesto que la luna alumbraría toda la noche; en ese caso su plan era torcer rumbo al sur, lo más al sur que pudiera, hasta alcanzar un paso hacia Chile. Jacinto Muñiz ignoraba que para bajar a Chile hubiera debido tomar rumbo sudoeste desde el primer momento, y que aun así no era fácil que lograra salir de Bolivia sin ser apresado. No importaba; tenía coca y chuño, luego, podía resistir mucho todavía. Tan seguro estaba de su soledad que no volvía la vista. Tal vez de haberla vuelto, otro hubiera sido su destino.

Oscureció del todo y la luna no salía. Durante media hora Manuel Sicuri trotó derecho hacia el poniente. Sabía que esa era la dirección que llevaba el peruano y que no iba a cambiarla; se lo decía su instinto, se lo decía el corazón. Arreció el frío; comenzó a arreciar en el momento mismo en que el sol desapareció tras la mole de las montañas, y Manuel Sicuri se dijo que esa noche habría helada otra vez. El frío le quemaba las desnudas piernas, pero él apenas lo sentía; estaba acostumbrado y, además, esa noche no le afectaría nada. Mientras trotaba volvía la mirada hacia la Cordillera Real, que le quedaba a la espalda; sabía que la luna no tardaría en iluminar sus altos picos. Poco a poco la luna fue mostrando su radiante y dulce faz; fue elevándose como una gran ave de luz, apagando en sus cercanías las rutilantes estrellas que habían comenzado a aparecer. En diez minutos más la enorme llanura, la fría, la solitaria Puna estaba llena de luz de un confín a otro. Con gran sorpresa, Manuel Sicuri notó que había acortado la mitad, por lo menos, de la distancia entre él y Jacinto Muñiz. Un indio del altiplano como él podía distinguir al otro claramente, con su traje negro destacándose sobre el fondo de la Puna. Entonces Manuel apresuró su trote, exigió de sus duras piernas mayor velocidad. De rato en rato iba pasándose el hacha del hombro derecho al izquierdo o del izquierdo al derecho. En el mango y en el hierro del hacha destellaba la luna.

Manuel Sicuri no habría podido calcular la distancia en términos nuestros, porque no los conocía, pero a eso de las siete y media entre él y el peruano no había dos kilómetros de distancia. La solitaria cacería se aproximaba, pues, a su fin. Él lo sentía; él veía ya el final, y sin embargo su corazón no se apresuraba. Iba natural y resueltamente a convertir su resolución en hechos, y eso no le excitaba porque él sabía que así debía suceder y así tenía que suceder.

Pero cuando la distancia se acortó más aún —lo cual era posible porque Jacinto Muñiz iba a paso normal mientras Manuel Sicuri corría al trote— el prófugo oyó las pisadas de su perseguidor; o quizá no las oyó sino que intuyó el peligro. El caso es que se detuvo y miró hacia atrás. Por el momento no debió ver nada, porque estuvo quieto, sin duda recorriendo con la vista la llanura durante algunos minutos. Pero al cabo de rato algo columbró; una mancha, de la cual salían brillos, marchaba hacia él. ¿Qué era? ¿Se trataba de alguna llama que pastaba a esa hora en la Puna? Él no era práctico, no conocía la vida del altiplano. Podía ser una llama o un hombre; podía ser incluso un animal feroz, un perro perdido o un puma. Lo que se movía avanzaba rápidamente y él lo veía sin distinguirlo. Sintió miedo.

—¿Quién es? —gritó en castellano; y al rato preguntó a voces en aimará quién era.

Pero no le contestó nadie. Su voz se perdió, desolada, trágicamente sola, en aquel desierto enorme. La hermosa luz lunar hacía más patética esa voz angustiada.

—¿Quién es, quién es? —gritó de nuevo.

Manuel Sicuri avanzaba, avanzaba sin tregua. El monstruo estaba allí, parado, sin moverse; estaba esperando, tatica Dios lo tenía esperando, clavado a la tierra. Nadie salvaría a ese criminal que había robado a la Virgen y que había atropellado a María Sisa, a su mujer María Sisa, que iba a tener un niñito suyo. Ya estaba a quinientos metros, tal vez a menos. Y Manuel Sicuri, que se sentía seguro de que la presa no se le iría, gritó entonces, sin dejar de correr:

—¡Soy yo, Manuel Sicuri, asesino: soy yo que vengo a matarte!

Claro, a esa distancia no era posible ver el rostro de Jacinto Muñiz, pero Manuel Sicuri podía adivinar cómo se había descompuesto, pues para que sufriera le había dicho él quién era, para que padeciera sabiendo que le había llegado su hora.

Jacinto Muñiz quedó confundido. Pensó que lo que llevaba el indio sobre el hombro era un fusil, y en ese caso, ¿de qué le valía echar a correr? Pero vio que el indio seguía en su trote; distinguía ya su figura, un ente casi fantasmal, azul gracias a la luz de la luna, azul y negro; un ser terrible, una especie de demonio seguro de sí, cuyas piernas brillaban; algo indescriptible y sin embargo espantoso, de marcha igual, inexorable, mortal.

—¡No, no me mates, hermano; hermanito, no me mates!

Jacinto Muñiz dijo esto en español, y a seguidas se tiró de rodillas, las manos juntas, temblando, empavorecido. Toda esa noche era pavorosa, toda aquella inmensidad solitaria aterrorizaba, toda la dulce luz de la luna era un espanto. El mismo oyó su voz como saliendo de otra parte.

—¡No me mates, hermanito! ¡Te doy la corona, hermanito; toma la corona!

Así, de rodillas como estaba, y con Manuel Sicuri ya a veinte metros de distancia, metió la mano en el pecho y sacó de él algo brillante, rutilante. Era la corona de la Virgen, la que había robado. La joya destelló, y cuando Jacinto Muñiz la lanzó fue como un pedazo de luna cayendo, rodando, saltando por la Puna. Pero Manuel Sicuri no se detuvo a cogerla. Entonces el peruano se puso de pie y echó a correr.

Trazando círculos, unas veces hacia el norte y otras hacia el este, yendo ya al sur, ya de nuevo al poniente, ahogándose, loco de terror, Jacinto Muñiz huía. Pero he aquí que a medida que huía aumentaba su pavor; su propia sombra moviéndose ante él cuando se dirigía al oeste, le llenaba de espanto. El helado viento zumbándole en los oídos contribuía a su miedo. Por encima de ese zumbido oía claramente las regulares y veloces pisadas de Manuel Sicuri, cuyo tremendo silencio era el de una fiera.

—¡Hermanito, no me mates! —clamaba él, volviendo el rostro sin dejar de correr, más aterrorizado al percatarse de que el indio no llevaba fusil, sino un hacha.

Pero Manuel Sicuri no contestaba, no decía nada; solo le seguía, le seguía infatigablemente, convertido por las sombras y la luz de la luna en un fantasma tenebroso.

Jacinto Muñiz tropezó con algunos pedruscos, resbaló y se cayó. Manuel Sicuri se acercó a diez pasos, tal vez a ocho. Jacinto Muñiz logró incorporarse, y se lanzó hacia el sur, derecho hacia el sur. El delante y Manuel Sicuri atrás, corrieron en línea recta diez minutos, quince minutos, veinte minutos; y cada vez el indio estaba más cerca, cada vez sus pisadas eran más fuertes. La gran llanura esplendía, cargada de luz y de silencio. Manuel Sicuri no tenía por qué preocuparse; esto es, no se sentía preocupado. Era una actitud muy aimará la suya, aunque no sea fácil de comprender. El indio Manuel Sicuri iba a hacer justicia; estaba seguro de que no tardaría en hacerla. No había, pues, razón para que se excitara. Ese hombre que corría no podría salvarse; huiría cuanto quisiera, tal vez horas y horas, pero ellos dos estaban solos en la solitaria Puna, y él, Manuel Sicuri, no se cansaría, no tropezaría con los khulas de la pampa, no caería; y poco a poco iba acercándose al monstruo; pie a pie, pulgada a pulgada, iba llegando a su meta. Jacinto Muñiz podía seguir huyendo. Eso no encolerizaba a Manuel Sicuri. Lo único que tenía él que hacer era mantener su paso, su trote seguro y constante, y no perder de vista al cholo.

El cholo volvió a tropezar y cayó de nuevo. Eso le ocurría porque volvía la cara para ver a su perseguidor; le sucedía porque había sido perverso y tenía miedo. Manuel Sicuri se le acercó a tres pasos. De no haber sido él un indio aimará, dueño de sí mismo, le hubiera tirado el hacha y tal vez le hubiera herido. Pero podía también no herirle y entonces el otro ganaría tiempo mientras él volvía a recoger el arma. No; no había porqué adelantarse. Jacinto Muñiz caería en sus manos. Todavía podía esperar; es más, podía esperar toda esa noche y todo el día siguiente y toda una semana, y un mes y un año y una vida; lo que no podía hacer era actuar sin tino y perder su oportunidad.

Pero el minuto fatal se acercaba de prisa. Jacinto Muñiz empezaba a sentir que se ahogaba, que perdía fuerzas. ¿Cuánto tiempo llevaba huyendo a locas por el iluminado altiplano? No lo sabía, y sin embargo a él le parecía una eternidad. Por momentos perdía la vista y toda aquella llanura le resultaba pequeña. Siguiendo círculos, dando vueltas, doblando de improviso, volvía a pasar por donde ya había pasado. Alcanzó a ver algo brillante ante sí y reconoció la corona. Pensó agacharse para cogerla, pero si se agachaba el indio iba a alcanzarle. Gritó entonces:

—¡La corona, mira la corona; te regalo la corona!

Y la señalaba con la mano, en un afán ridículo por distraer a Manuel Sicuri. Manuel Sicuri sí la vio; podía hacer eso, podía distinguir la corona y seguir su carrera con los ojos puestos en ella sin importarle si era una joya o no, propiamente sin pensar en ella. Porque Manuel Sicuri no pensaba en nada, ni siquiera en María, ya había pensado cuando cogió el hacha al salir de su casa. Lo que tenía que hacer ahora no era pensar, sino actuar.

De manera inapreciable la luna había ido ascendiendo por un cielo brillante que iba limpiando el aire frío. Subía y subía mientras abajo los dos hombres corrían. Al fin, a eso de las diez, Manuel Sicuri se hallaba a un paso de Jacinto Muñiz. Pero ni aún en tal momento pensó estirar los brazos y usar su hacha. Todavía no. Era necesario estar seguro, golpear firme. Pero como el momento de actuar se acercaba se quitó el hacha del hombro y la sujetó por el hierro con la mano izquierda y por el cabo con la derecha. Jacinto Muñiz volvió una vez más la cabeza, y en ese instante comprendió que no había salvación para él. Entonces retornó a ser, de súbito, el hombre audaz y duro que había causado muertes y robado una iglesia. Lo pensó con toda rapidez, o quizá ni llegó a pensarlo porque lo llevaba en la sangre; se dijo: “Solo luchar puede salvarme”. Y de golpe paró en seco y dio media vuelta.

Pero Manuel Sicuri había pensado que eso podía suceder o tal vez, como Jacinto Muñiz, no lo había pensado si no que lo llevaba por dentro. Es el caso que cuando el otro se detuvo él saltó de lado, con un brinco dado a dos pies, rápido como el de un bailarín. A tiempo que daba ese brinco blandió el hacha, la revolvió por debajo y la alzó. En tal momento Jacinto Muñiz se lanzó sobre él, y a la luz de la luna Manuel Sicuri vio algo que brillaba en su mano. Como un relámpago le cruzó por la cabeza la idea de que se trataba de un cuchillo, y como un relámpago también saltó hacia atrás y dejó caer el hacha. El golpe fue seco, en el hueso del antebrazo, y Jacinto Muñiz cayó sobre su costado derecho, aunque no del todo sino doblado, casi de rodillas. A seguida el peruano avanzó a gatas y con la mano izquierda se agarró al pie derecho de Manuel Sicuri; se sujetó allí con la fuerza de un animal salvaje. Manuel Sicuri temió que iba a caerse, y para librarse de ese peligro volvió a blandir el hacha y la dejó caer en el brazo izquierdo del cholo. Lo hizo con tal fuerza que oyó el chasquido del hueso.

—¡Asesino! —gritó Jacinto Muñiz levantando la cabeza.

Manuel Sicuri le vio esforzarse por ponerse de pie, apoyándose en los codos. Estaba ahí, pegado a él, con los brazos inutilizados, y todavía su siniestro ojo resplandecía y en todo su rostro, iluminado por la luna, podían apreciarse el odio y la maldad. Entonces Manuel Sicuri levantó de nuevo el hacha y golpeó. Esta vez lo hizo más seguro de sí; golpeó en el cuello, cerca de la cabeza, inclinando el hacha con el propósito de que por lo menos una punta penetrara algo en el pescuezo del cholo. La cabeza de Jacinto Muñiz se dobló como la de un muñeco y golpeó la tierra. Manuel Sicuri se retiró un poco y se puso a oír la sonora respiración del herido, los débiles gemidos con que iba saliendo poco a poco de la vida, el borbotar de la sangre en su lento fluir. Tres o cuatro veces el cuerpo de aquel hombre se agitó de arriba a abajo; al fin extendió los brazos y se quedó quieto, levemente sacudido por los estertores de la muerte.

Al cabo de un cuarto de hora, cuando comprendió que no había peligro de que Jacinto Muñiz se levantara a luchar de nuevo, Manuel Sicuri se sentó cerca de su cabeza y se puso a oír la cada vez más apagada respiración del moribundo. Puesto que iba a morir ya, Manuel Sicuri no volvería a golpearle, pero no se movería de allí mientras no estuviera seguro de que había expirado. La gran Puna se dilataba bajo la luna y el viento frío sacudía la ropa del caído. Pero Manuel Sicuri no se movía; no se movería sino cuando supiera a ciencia cierta que su justicia estaba hecha.

Casi a medianoche el ruido de respiración cesó del todo, el cuerpo se movió ligeramente y sus piernas temblaron. Manuel Sicuri puso su mano sobre la parte del rostro de Jacinto Muñiz que daba arriba y advirtió que ese rostro estaba frío como la escarcha. Entonces, a un mismo tiempo, Manuel comenzó a preparar su aculico de coca y ceniza y a pensar en María. En toda esa noche no había pensado en ella.

Manuel Sicuri esperó todavía cosa de un cuarto de hora más, al cabo del cual, convencido de que el cholo Jacinto Muñiz jamás volvería a la vida, se levantó, se puso su hacha en el hombro y salió en busca de la corona. “Hay que devolvérsela a mamita”, pensó. Y con la luna ya casi a medio cielo, el indio emprendió el retorno.

Su mal estuvo en que no trotó a la vuelta, porque pensaba que llegaría a su casa a la salida del sol. Cuando fue a cruzar la puerta ya eran las siete y más, y allí estaba acuclillado, tomando pito, el chasquis del día anterior. El chasquis había caminado de noche para aprovechar la luna y arribó a la casa de Manuel Sicuri antes que él. El chasquis vio el hacha ensangrentada y Manuel Sicuri sabía que a un indio aimará de cuarenta años se le podía engañar una vez, pero no dos. Tuvo que contarlo todo, pues; y al terminar sacó del seno la corona.

—Hay que llevársela a mamita —dijo—. Quiero llevársela yo mismo, yo y María.

Pero no pudo llevársela, porque así como él no podía engañar al chasquis, el chasquis no podía engañar a su mallcu ni su mallcu a los carabineros ni éstos al juez. El juez, a causa de que la ley lo ordenaba, dijo que Manuel Sicuri debía ir a la cárcel.

En la cárcel de La Paz, un día, Manuel contaba a sus compañeros cómo su padre había muerto un puma a hachazos. Él mismo hacía el papel de puma, y después el de su padre, y los indios reían a carcajadas. Viéndoles reír, Manuel Sicuri se puso de pronto serio. Ocurrió que en su cabeza estalló una pregunta, como de una tormenta estalla un rayo; una pregunta para la cual él no hallaba respuesta. Pues sucedía que su padre había muerto un puma a hachazos y nadie le había dicho nada y todo el mundo halló muy bien que lo hubiera hecho y no lo separaron a causa de ello de su yokalla, de él, Manuel Sicuri, que entonces estaba recién nacido. Con la misma hacha él había dado muerte a una fiera peor que aquel puma, y he aquí que el juez lo había hallado mal y lo había separado de su yokalla, tan pequeñito y tan desvalido.

¿Por qué, tatica Dios, sucedían cosas así?

Pero Manuel Sicuri no hizo la pregunta en voz alta. Se había quedado súbitamente mudo; se encaminó a una ventana, se sentó allí, junto a las rejas, extrajo de su bolsillo coca y lejía y se puso a preparar el aculico.

Sobre los techos de La Paz comenzaba a caer en tal momento una lluvia fina.

*FIN*


La muchacha de La Guaira, 1955


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