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El invitado

[Cuento - Texto completo.]

Carlos Martínez Moreno

I

El criado se inclina con la bandeja en la mano y, casi sin ofrecerlas, allega las botellas, para que cada uno elija por la tentación del licor o por el prestigio de la etiqueta.

—¿Coñac?, ¿Menta?, ¿Marie Brizard?, ¿Cointreau?, pregunta sin palabras.

—¡Nada! —dice Alberto con aire de ortodoxia ofendida. Prefiero servirme yo mismo otro whisky.

—¿Whisky después de comer? ¡Qué raro! —y se ve que Marta Saavedra está aprendiendo algo nuevo, para incorporarlo a sus propias costumbres.

—Después de comer y a toda hora. Por lo menos, hasta antes de morir.

Ella, en cambio, prefiere una menta y —cuando se la sirven— se queda mirándola, porque el color esmeralda tras las facetas de la copa espigada la deslumbra, más allá de toda posibilidad de que el sabor la atraiga.

—Apricot —pide el Dr. Linaro. Para optar por él ha ladeado por un instante el habano que moviliza de una a otra comisura y ha interrumpido uno de sus temas predilectos: Europa convencional y Europa real.

Éstos son y aquí están. Celia acaba de poner el Septimino de Beethoven, pues sabe que Alberto no se cansa de oirlo; vuelve tarareándolo bajito, para que él se lo agradezca con un corto beso, chasqueado casi en el aire.

Y Linaro ilustra su discurso con el caso de su experiencia de Nápoles, que todos le han oído cien veces:

—La gente les hablará del mar azul, de Capri y del Vesuvio. Para mi, en cambio, el nombre de Nápoles está asociado a aquel instante en que me asomé por la ventana, mirando hacia el jardín, en la Pensione Ausonia. Era noviembre, se sentía la calma de una mañana gris. Y allí, por primera vez, vi nieve en mi vida. Una nieve sucia, como todo lo de Nápoles. Una nieve que caía, como papel quemado, mientras unas ratas enormes deslizaban su hocico al comedero de las gallinas, que las dejaban hacer. De tanto en tanto, irritadas, las espantaban de un picotazo, y las ratas retrocedían hacia la boca de sus cuevas, para volver un segundo después. Las ratas, las gallinas, la nieve y un grito infantil en aquel silencio absoluto: Mamma, Mamma, stá nevicando! Ésa es mi Nápoles. Algunas noches ponen en la mesa un juego de porcelana francesa, de grandes platos rojos con orlas doradas a fuego, en cuyo centro esplenden escenas de las campañas napoleónicas. Los nombres de Wagram, Austerlitz, Jena y Marengo aparecen al pie de esos apuntes, según corresponda, en letras suntuosas y trabajadas, más propias para monogramas de servilletas que para evocaciones históricas destinadas a quedar ocultas bajo la carne o el pescado.

Los convidados se divierten entonces con el juego de descubrir qué batalla les ha tocado esa vez. Y Alberto piensa en dos platos soperos que él y su hermano tenían en la infancia, con imágenes de fondo que habían de hallar tomándose la sopa o sabiendo abrir estelas fugitivas en el liquido con la cuchara: prefería la yegua y el potrillito tostados, de pie sobre su lampo de pasto, a los dos gatos convencionales, de grandes ojos y bigotes, con lazos al cuello, que decoraban el otro plato. Mío y tuyo. El tiempo les había arañado por igual los hocicos y había acabado por darles la muerte en pedazos.

Es increíble, piensa, que los adultos se diviertan del mismo modo que los niños. Pero también es cierto que a tal disposición al candor voluntario, al holgorio inocente y magnificado, a la arrobada alegría de las revelaciones elementales puede llamársele esnobismo. Y esnobismo es lo que sobra en las ruedas que, noche a noche, él hace a su alrededor.

A la muerte del padre habían liquidado la compañía de transportes y la vida se habla convertido, para Celia y para él, en unas vacaciones indefinidas: Europa, Asia, Brasil, Buenos Aires y Montevideo.

Y la misma holgura de sus días sin hijos ni drama, el ocio rumboso y el dinero habían terminado por despertarle una apetencia casi patética de sociabilidad. No porque en ningún recodo de la soledad, del encuentro consigo mismo lo esperara alguien, sino precisamente porque en ninguno de esos remansos introspectivos lo aguardaba nadie.

Es, como todas las suyas, una apetencia urbana, disfrazada bajo un sesgo de campechanía y de cordialidad irónica; una apetencia de forma sosegada, de expresión y cauce tranquilos: tener gente a su lado, amigos a su mesa; hablar de música, de libros y de seres humanos; alguna noche, pero con menos frecuencia y con menos pasión, de política. Porque el mundo que Celia y él pisan es distinto de aquel otro en que viven, rodeados de Allix, de Terechkovitch, de Fernand Léger o de André Lhote; hojeando y comentando la edición aérea del Times, oyendo discos recién llegados, leyendo el último Prix Goncourt o decepcionándose con el más reciente e imhitprobablescubrimiento editorial de Julliard o la NRF.

Alto, corpulento y con el rostro encendido por la alegría fácil de la conversación y de la compañía, Alberto repite con un entusiasmo jovial las frases ingeniosas, los rasgos de humor en que se resuelve para él —con su memoria topográfica de la menudencia y del incidente— toda lectura. Y bisa el placer expansivo de tener siempre las mismas caras de inteligencia reconocida y, alguna noche cada tantas, un rostro nuevo, que los viejos le traen para prorrogarse en el favor de aquella costumbre.

Le gusta comer bien —lo confiesa— beber sin exceso y hablar hasta el agotamiento posible de todas las combinaciones del ingenio; del suyo y del que puedan devolverle los demás.

Como tiene dinero, refinamiento gastronómico y —según dice a veces, para disculparse— “el aparato montado” (y el oyente ha de entender inevitablemente que la frase alude a la luz que enciende bajo cada cuadro, al criado silencioso que sirve la mesa con guantes blancos y al cocinero de gorro altísimo que aparece victoriosamente, a instancias de algún comensal) lo más simple es que sus amigos lleguen hasta allí y se queden a comer, ceremonia que comienza —sin recuento ni invitación— en cuanto el servicio comparece a anunciarla. “A la suerte de la olla” es la excusa amablemente insincera, la portada por la que el buen anfitrión hace pasar de una vez para siempre, en la amplitud inmencionable de su hospitalidad, a quien va a quedarse sorpresivamente por primera vez. Es la frase oficial que alude a la presencia de un debutante y equivale a su colación de grado.

Toda esa largueza tiene tal vez su costado cómodo, nace en la inercia de una vida sin el ingrediente de lo inesperado. Como Alberto jamás anda por la calle detrás de ocupaciones, y desconoce la alternativa del encuentro ocasional, resuelto luego en torno a la mesa de café, todo su convivio, todo su repertorio de la relación humana tiene por fuerza que ser preparado y tiene que partir de su iniciativa.

La generosidad que le computan es la de aquello que ofrece más demostrativamente: una mesa espléndida o un barcito lleno de botellas, en un rincón del living, bajo el paso torneado de la escalera que lleva al comedor; allí, en ese rincón en que también se esconde la suave fidelidad de los parlantes que hacen brotar música en pequeños chorros, hacia el centro de la fuente auditiva, cada uno puede servirse a su gusto. La filantropía que nadie le agradece es —en cambio— la de sus grandes lecturas, hechas con pausa y agenciadas a los otros con una ingenuidad y una novelería estimulantes, incapaces de reticencia. Sus tertulias valen por más de una cita a llevarse, por más de un libro a juzgar ante extraños, sin haber leído. ¿Y no es ésa una dadivosidad del tiempo, mejor aún que la del dinero?

—Albertito, ora pro snobis —le dicen riéndose, con el cumplido de asestarle su propio calcalembour. Y él ora.

Pero los días siguen a los días y no llenan su vida. No es de los que puedan sentir ninguna nostalgie de la boue (como él mismo diría). Pero aquella relación de la que es siempre el centro ha acabado por fatigarle, por hacerle sentir que hay en su vida algo secretamente deprimido, un puente hacia los demás que está volado, un resorte roto.

Lo piensa ahora, solo cuando los demás se han ido. Se ha echado en un sillón y balancea, en la mano floja, el último trago que lo separa de las galerías solitarias de la noche. Celia está guardando los discos en sus sobres y él disfruta de aquel silencio y de aquel desmantelamiento de la madrugada, como de dos seguras categorías escarnecidas de sí mismo.

 

II

 

Como vivo así y como recibo así, ninguno de los que viene a mi mesa me invita espontáneamente a la suya. Estoy excluido de la intimidad indeliberada de los otros en sus casas, estoy testado. Hay una cruz puesta sobre mi nombre en toda lista de invitados de confianza. Jamás figuro en las pequeñas ruedas, en las que cuente la familiaridad, la distensión doméstica del huésped.

Me invitan, sí, cuando dan una “gran fiesta” —de bodas, de cumpleaños—, cuando echan la casa por la ventana y ya no hay naturalidad ni hogar ni nada. Me invitan cuando una casa se convierte en un salón y uno es un consumidor más, de pie, con un vaso de whisky o una copa de champagne en la mano, sin pasar de los saludos, de las presentaciones, de la conversación afrentosa del pelma que nos conoce de otro lado y nos encuentra allí; sin ir más allá de la ligera, atolondrada oficiosidad de los dueños de casa. Son mis amigos de otras horas, pero cualquiera ros desconocería entonces. Su sentido del humor se ha evaporado y lo sustituye una mueca de falso entendimiento, un tieso subrayado cómico que tendrá que desaparecer de sus caras en cuanto pasen al invitado contiguo, a quien hay que ofrecer lo serio y solemne de la ocasión, el otro jugo de la misma fruta. Tengo el trago servido, el hielo se licúa en medio del whisky y yo apoyo un hombro contra el marco de la puerta. Frente a mí, en el gran claro surcado de colillas y aturdido de música, ros muchachos —ensimismados, poseídos, más rituales que eróticos— bailan. Los mayores, como ellos nos llaman, los miramos desde un puesto arrinconado e inútil, hemos sido radiados a las esquinas o comprimidos junto a las paredes, como los muebles que resurgirán mañana. Sufro el estruendo detestable de los equipos sonoros, sorbo el aire de tabaco, sudor y perfume, encierro y risas espasmódicas, flores apelmazadas. Todo sentido posible de intimidad está entonces despanzurrado, y ellos —mis amigos— ya no son los mismos; hasta su pundonor pequeñoburgués de estar a la hauteur ha desaparecido, engullido por lo exorbitante de las circunstancias. Van y vienen, dejan caer frente a mí como contraseña y cumplimiento, frases sueltas que padecen de la misma crispación nerviosa que ellos están sintiendo. Frases, cumplidos burlescos con los que quieren amonestar la ordalía que viven: “La cursilería inevitable de los quince años, con solo nombrarlos”, etcétera.

Les gritaría que me voy, que estoy harto de Glenn Miller y de Tuxedo Junction o In the mood. Que me voy y que si quieren verme me inviten un día cualquiera, a una rueda chica de cuatro o cinco junto al manchado mantel cotidiano, a comer simplemente un churrasco con papas, a tomar un vaso de vino que no tiene por qué ser francés, que no tiene por qué ser muy bueno. Pero lo pienso y no lo hago; me quedo y el pelma puntual a quien había olvidado, el amigo de Papá que me habría hecho cruzar la calle para evitar los recuerdos, vuelve a la carga.

—Don Emilio, su papá, ése sí que era un hombre grandioso (y “grandioso” es, en su verba, un adjetivo de rango monetario y de agradecido aprovechamiento irrepetible). No sé si usted se acuerda de aquellos tiempos, porque era un chiquilín entonces. ¡Qué épocas! Hacía poner todos los días un par de gallinas a la olla, por si a él o a alguno de nosotros se le ocurría tomar un caldo. Porque siempre tenía amigos a la mesa. Es claro que eran otros tiempos.

Por nada le diré que yo también tengo amigos a la mesa, dos veces por día. Es mejor no conmover su idea – fuerza de que tal cosa ya no puede hacerse ahora. ¿De qué vivirían estos viejos, con olor a tintorería en su sarga azul, si las verdades que tienen por firmes comenzaran a vacilar, y tan luego en una fiesta de cumpleaños?

Sin prescindir del trago de entrada —que, ése sí, lo extrañaría si faltase— querría que aquéllos a quienes tengo por mis amigos me invitaran alguna vez a su almuerzo o a su cena de ordinario. Ya sé que acaso ellos suponen que asisten en casa a lo perpetuamente extraordinario, no a Io común. Como no hago nada, tengo siempre tiempo de estar preparado; y acaso me ven y me huelen como al tipo recién bañado, afeitado y vestido, que trasciende a Acqua Velva y a jabón fino. Nadie se anima a llegar hasta mí si no es del mismo modo, y eso me condena a un eterno paisaje de gente compuesta y planchada, a peinados brillantes y a auras de lavanda. Me gustaría ver a alguien en su aspecto de entrecasa, como en el fondo ellos ven el mío, aunque les parezca igual a su tenida de soirée o de negocios.

A veces los convoco de un modo repentino, previniéndoles que tengo ganas de verlos, sin la seguridad de que puedan comer decentemente. Y solo les ofrezco una mesa de desechos, carne fría, legumbres, salsas, frutas y alguna previsible, rutinaria patisserie. Eso no disipa el equívoco. Lo asumen como una demostración de eficiencia por el absurdo, como una refrescante ceremonia de sencillez.

Cuando alguna pareja nos convida, es inevitable pensar que se han dicho antes: “Tenemos que retribuir atenciones a los Andueza”. Y entonces han cerrado los ojos, han dicho “El jueves” y han anotado en su mente la fecha con resplandeciente coraje, sabiendo que aquel día deja —desde ese mismo momento— de ser igual a todos los otros en el almanaque.

Celia y yo estamos entrando ahora a casa de Juanito Stubbs y nos esperan él y su mujer Eileen, una muchacha inglesa y ya aclimatada, realmente encantadora. Juanito, en cambio, es un anglo-uruguayo, antiguo discípulo del British; un híbrido desgarbado de dos modos de vida, de dos estilos distintos del humor, de la ingenuidad y de la suficiencia.

Han juntado fuerzas pero se les ve radiantes, dueños indisputables de la hospitalidad que ofrecen.

Los niños se han ido ya a sus habitaciones, en el piso alto; han hecho sus deberes, han sido bañados, han comido y están listos para meterse en cama. Suprimidos.

Me siento y distiendo en una bergére, resoplo para insuflar familiaridad (la que traigo de la calle) a aquel ambiente apuntalado por demasiadas cosas, demasiado bien dispuestas. Por el resquicio que deja la puerta corrediza, a medio cerrar, veo la mesa de comedor, almidonada, endomingada, si así pudiera decirse de una mesa. Platos, guías de helechos, copas de cristal incoloro, de cristal rojo y de cristal verdoso, candelabros que alumbrarán bajo la luz torrencial de la araña de seis tulipanes. Hoy es jueves.

Juanito no se concede siquiera la tregua inicial, para entrar en asunto. Ya viene a mí con su mesita rodante, sirve el drink, me allega los canapés, los huevos duros, las castanhas de Cajú, los arrollados de jamón y lengua.

Celia y Eileen regresan del tocador; la frívola coquetería femenina es más sabia que la desabrida cordialidad de dos hombres para romper el hielo.

—Con una línea como la tuya, tiene que favorecerte.

Nosotros, en cambio, estamos hablando de la explosión de La Coubre, el hecho que hoy publican los diarios. Juanito sale en busca del chiste si sospecha que la conversación va poniéndose demasiado seria, y de la acotación filosofal si considera que hay un aire de broma disolvente. Es su manera de encarar el equilibrio, su lunática y tonta sensatez sajona.

—¿Y la barba?, dice para ver si se me ocurre algo divertido, una boutade que él pueda encontrar jocosa y repetir después, en mi propia casa, para devolverme en leyenda personal la misma gratitud insostenible que lo ha llevado a desembocar en esto.

—Es como la de aquel personaje que recuerda Chamfort —digo— aquel conde en la Revolución Francesa, citado por los tribunales del Terror. No quería rasurarse hasta saber si su cabeza en definitiva le pertenecería. Para no trabajar en cara ajena.

No sé bien si fue un conde, no sé si en el Terror; pero Juanito está riéndose exageradamente, por una frase destinada tan solo a hacer sonreír. Es su aturdimiento de la tarde, su discusión de los detalles, su regateo de circunstancias todo lo que estalla en esta carcajada sin temple, que llama la atención de las mujeres y obliga a repetir penosamente la sentencia (que Celia ya conoce, que ella me descubrió).

Pero ni siquiera con estas pobres verbenas, la conversación sale de su ritmo antinatural, acalambrado, rígido. Juanito, desasosegado, me pregunta por gente que ha visto después que yo, repite de ella lo que le hemos escuchado juntos, rememora mis dichos —para mí olvidados— acerca de esa gente. El halago es parte de sus deberes de anfitrión. Vuelve a echarme dos dedos de Old Parr en el vaso.

—¿Siempre on the rocks? —pregunta.

Le digo que sí, y aquello parece ser una orden que él también cumple, reponiendo —en el sitia de su primer high-ball— whisky puro, con su trozo de hielo.

Por encima de mi hombro, Eileen —que se ha quedado a medio camino de su primer asiento, luego de haber ido hasta la repisa de la chimenea, a buscar La neige en deuil, para prestárselo a Celia— sigue ahora los manejos de su mucama. Se ha sentado en uno de los brazos de la bergére, vuelta aparentemente hacia mi mujer, con la que mantiene una intermitente conversación de bagatelas, para aliviar la arritmia espasmódica de las ocurrencias de Juanito; pero lo cierto es que ha elegido ese sitio, no para estar al lado de Celia sino para seguir los movimientos de la empleada, que va y viene por el cercano comedor, tiesa, acartonada, casi mesmerizada, con unos ojos despavoridos y una tiara sujeta con enormes pinchos, que deben estar clavándosele en el cerebro, a juzgar por su aire general de automatismo lúgubre e irresponsable.

Yo mismo empiezo a comprobar que aquella mecanicidad (vigilada de lejos) me compromete de algún modo, como si el fluido pasara a través de mi cabeza, para ir desde los deseos de Eileen a los brazos de la mucama.

Ahora ha probado las luces de la araña, ha torcido los pabilos de cada vela y ha encendido uno de ellos, apagándolo en seguida con un soplido que estremece los helechos. Todo está pronto para la cena, todo suscita una impresión flagrante de vernissage.

Finalmente, la mucama abre del todo la puerta corrediza y parece cuajar, sonámbula, en el hueco que ella misma ha creado.

—Lucía —dice Eileen, como para comprobar si aquella cara ausente rebota la llamada.

Los grandes ojos abiertos se entornan por un instante, la cabeza pendula y baja, hincando la barbilla en el gran coágulo pectoral de almidón que la sostiene.

—Pasemos a la mesa, si les parece —dice entonces Eileen.

Cambiamos la relativa distensión a que estábamos llegando con el segundo trago, por aquella otra etapa flamante. Me tomo el último buche de pie y me allego a una de las paredes.

—Dufy, muy bueno —pondero con entusiasmo auténtico.

—Sí, reproducción —me devuelve Juanito y adivino un tono de resentimento y frustración, como si se echara en cara no tener un Walch o siquiera un dibujo de Waroquier originales, como rencorosamente parece recordar que tengo en casa.

—Una reproducción espléndida —agrego para desentenderme, para anular su alusión, su auto-infamación implícita. El arte de reproducir ha progresado más que el de pintar.

—El de reproducir y el de reproducirse —añade Juanito, para no desperdiciar un retruécano al alcance de la mano. Pero se acuerda al instante de que nosotros no tenemos hijos, y se vuelve hacia Celia —con unos ojos lastimosos— esperando e implorando que ella no haya escuchado.

Eileen nos distribuye en las sillas y la médium va allegándolas a cada uno, con un golpe seco en las corvas, igual al que nos dábamos de niños, unos a otros, probando quién serviría para soldado.

Juanito enciende ahora las seis velas, distribuidas en dos candelabros.

Y la mucama empieza a bailarnos muellemente alrededor, y sus pasos la traen —a veces por la derecha, otras por la izquierda— con una botella de agua mineral o con el largo cuello del vino blanco, silenciosa, desorbitada y crispada, a control —no tan remoto— de los ojos de la dueña, que dibujan casi imperativamente en el aire los movimientos aprendidos, el vaciado de los gestos incumplidos del ballet a que la pobre palurda está ya faltando. Yo me he comido con fruición el pan tostado que alumbraba sobre el platito de porcelana refulgente, y la médium baila ahora junto a mí, con una pinza que lanza destellos y otro panecito que deja caer, en su sueño doloroso y sacrificado, desde lo alto.

—Para los clásicos la cosa era más fácil —me oigo diciendo de pronto. No tenían la angustia de la ‘originalidad, que atenacea al arte contemporáneo (y el verbo me ha sido acaso sugerido por la pinza que oprimía al pequeño pan granulado de amapola). La originalidad se daba en ellos por añadidura, era un subproducto.

—No creaban pensando en otros artistas, ávidos por romper fila —me contesta Celia, que conoce las entradas de este tema.

Ellos dos están rígidos, empuñando sus cucharas y sonriendo con una deferente convención de agrado, que no consigue destruir lo fundamental de su martirio.

La sopa de crema de espárragos es excelente. Pero entre nuestras convenciones figura la de no elogiar lo que comemos; es una elipsis de la cordialidad, es estar-como-en-casa; de esos sobreentendidos civilizados, de esos silencios confortables se nutre la convivencia.

Eileen y Juanito casi no la prueban, devolviendo sus tazas llenas. Lucía recoge los platos, coloca también en la bandeja la sopera de la que habría querido volver a servirme y (cruzada la visión que tengo de su cara en ese instante, por la empuñadura del gran cucharón de plata) da un arrancón, bambolea la henchida bandeja y sale.

Sale con más gracia que otras veces pero —ya desbordada por el ritual escrupuloso— tropieza en una esquina de la alfombra, da dos pasos en falso y los platos y la sopera caen. Caen y ruedan, confundidos, derramando los restos de la sopa en la alfombra y en el suelo, Se repone, recobra el cucharón, la sopera y dos tazas intactas, deja sin tocar las otras dos deshechas y el grumoso y humeante mapa de espárragos en el tapiz y en el piso. Se va.

Por más que hayan estado preparados para lo peor, ni Eileen ni Juanito han podido prever esto. Sin embargo, apenas han insinuado un gesto; un gesto que el pronto autodominio que han de haber ensayado para ejercer esta noche, ha venido a sofocar en seguida. He creído descubrir en los labios de Eileen otro soplido pálido que dijera “Lucía”, pero el nombre no ha salido de sus labios. Creo que Celia y yo hemos gemido, o por lo menos nos hemos sobresaltado. Ellos no. Juanito ha apelado a su calma sajona para decir, más allá de su posibilidad de verificarlo:

—La desesperación por lo original, puesta en primer plano, ha quitado respetabilidad al arte de nuestros días. Y sin respetabilidad no hay clima para la grandeza verdadera.

¿Qué respetabilidad, qué grandeza? La verdad es que los dos han suprimido el hecho, como si nunca hubiera existido, anegándolo, ahora, más que en su propia conversación —de todos modos deshilvanada, sacudida, imposible en el mutismo cardinal a que los había condenado ese miedo llamado Jueves, ese pavor que parecía haberlos dominado toda la semana— en su absorto interés por mi conversación, que está contradiciendo lo del arte y el decoro, lo del arte y la moral, lo del arte edificante, como un manojo deleznable de idiotismos burgueses. Ponen ante mí sus dos caras sumergidas, luminosas, desplegadas, esas caras que han hecho voto de abolir el incidente de la sopera y atenderme por encima de los candelabros; un tic, por supuesto.

Mientras hablo, sigo viendo —en el límite de mi campo visual— la sopera derramada, los trozos de hermosa porcelana rota, sembrados en el parquet y en la alfombra.

Lucía vuelve ahora con el pescado (raya a la manteca negra, con alcaparras) y elude con toda facilidad aquel brillo cóncavo de porcelana, aquel relumbre de bodegón pintado en el suelo. Los esquiva con soltura y tranquilidad, como si ya hubiera ocurrido lo que desde el principio temiese y pudiera bailar ahora hasta el fin de la noche y de las velas, ligera, ingrávida, desagotada y liberada. Los elude discretamente, sin mencionarlos con los ojos. Ese ballet, que no puede haber sido preparado, es el que mejor le sale: La Gran Calma del Desastre, así merecería llamarse.

Yo hablo y hablo, con esa tirante ansiedad de lucimiento que Celia habrá de reprocharme cuando volvamos a estar solos; con ese histrionismo enardecido. Hablo, propongo temas, hago calembours. El incidente ha roto de todos modos la costra de solemnidad, y ahora es Juanito quien sirve el vino, y sobre todo quien lo toma. Fijo, con los ojos brillantes y una calma exorcizada, levanta la copa hacia unos labios que hasta el último instante ignoran el gesto, y bebe a buches largos y silenciosos, ante la alarma visible de Eileen. Eso sí la desazona y casi no lo recata. Él quiere aturdirse —eso es lo que piensa.

El vino va entumeciendo su misma inteligencia facial —la única que le queda— bajo la luz profusa. Y aunque esa luz le esculpe una mascarilla acogedora, detrás de la que está quizá retrayéndose, está también ennegreciendo en sus labios la traza cárdena del líquido que se coagula, que está ya seco y descansa a nivel sobre un rictus olvidado. Atento, casi borracho, abriendo los ojos contra una creciente pesadez de los párpados.

Pero Lucía, la gran danzarina, va y viene —con un ensimismamiento gozoso y profundo— por el escenario apenas entorpecido, pero en el que ya ninguna mirada la dirige. Solo ella parece haber emergido a las costosas delicias de la noche del Jueves, la noche tradicionalmente feliz de las domésticas.

Con todo, ahora ha dejado —al pasar— abierta la hoja que comunica con la antecocina, y por allí, contra mi estupefacción abotagada, sobreviene el otro personaje. Es enorme, negro y lustroso.

Lo vemos entrar, vacilar alzando hacia nosotros la hermosa cabeza. Ni Juanito ni Eileen pueden ya decir nada. La aparición renueva, como una variación musical, el mismo hecho que ellos dos han decidido suprimir, la disparatada ocurrencia lanzada de bambalinas al proscenio, algo que ni siquiera puede mencionarse.

Él ha aparecido y Lucía, como si al fin hubiera hallado su danseur noble, sale detrás, ahora sonriente, con una mueca congelada de heroína romántica.

—Ponciano —le dice. Ponciano. Venga.

Pero Ponciano no la oye. O no quiere oírla. Por suerte, entre todos los mortales con quienes esta noche se cruza, él es el único incapaz de disimulo.

—Ponciano, susurra ella todavía, en su deliquio dudoso. Pero Ponciano ha visto los restos de la crema de espárragos y, más dichoso que yo, se ha puesto a lamerlos ruidosamente. ¡Querido amigo, has sido el primero en darme un poco de intimidad verdadera!

Enreda sus grandes patas en los pedazos de porcelana, los hace a un lado como si buscara —para su postre— algún hueso escondido bajo la alfombra.

Ni Juanito ni Eileen pueden verlo, desde que forma parte de un mimodrama que han resuelto no reconocer, dure lo que dure. Ponciano resopla, estornuda, acaba haciendo una corta náusea canina sobre ese revoltijo de sopa sorbida y porcelana dispersa.

—El arte, si ha de ejercer sobre nosotros una fascinación révoltante…

Pero quien me fascina —por detrás de la fluencia cada vez más autónoma de mi pensamiento— es Ponciano, su cuerpo poderoso y grácil, desnudo y elástico; negro y emblemático (pienso en un túnel, por dentro de lo que digo) negro y emblemático como mi corcel preferido en la alegoría de Platón.

Acabo de discernir con claridad, no en el arte sino en mi vida: ésta es, a cambio de la naturalidad que doy, la penosa ficción que en el orden de la convivencia me espera. Que dos mediocres se animen a abolir, a derogar ante mis ojos simpatizantes, a Lucía bailando su sueño irrecuperable y a Ponciano estornudando y resoplando —¡oh, querida veracidad!— sobre la sopa de espárragos y la porcelana quebrada. ¿O es que estaré, también yo, un poquito borracho?

*FIN*


Cordelia, 1961


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