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El juez de su causa

[Cuento - Texto completo.]

María de Zayas

Tuvo entre sus grandezas la nobilísima ciudad de Valencia, por nueva y milagrosa maravilla de tan celebrado asiento, la sin par belleza de Estela, dama ilustre, rica y de tantas prendas, gracias y virtudes que, cuando no tuviera otra cosa de qué preciarse sino de tenerla por hija, pudiera alabarse entre todas las ciudades del mundo de su dichosa suerte. Era Estela única en casa de sus padres y heredera de mucha riqueza, que para sola ella les dio el cielo, a quien agradecidos alababan por haberles dado tal prenda.

Entre los muchos caballeros que deseaban honrar con la hermosura de Estela su nobleza fue don Carlos, mozo noble, rico y de las prendas que pudiera Estela elegir un noble marido: si bien Estela, atada su voluntad a la de sus padres, como de quien sabía que procuraban su acrecentamiento, aunque entre todos se agradaba más de las virtudes y gentileza de don Carlos, era con tanta cordura y recato que ni ellos ni él conocían en ella ese deseo, pues ni despreciaba cruel sus pretensiones ni admitía liviana sus deseos, favoreciéndole con un mirar honesto y un agrado cuerdo, de lo cual el galán, satisfecho y contento, seguía sus pasos, adoraba sus ojos y estimaba su hermosura, procurando con su presencia y continuos paseos dar a entender a la dama lo mucho que la estimaba.

Había en Valencia una dama de más libres costumbres que a una mujer noble y medianamente rica convenía; la cual viendo a don Carlos pasar a menudo por su calle, por ser camino para ir a la de Estela, se aficionó de suerte que, sin mirar en más inconvenientes que a su gusto, se determinó a dárselo a entender del modo que pudiese.

Poníasele delante en todas ocasiones, procurando despertar con su hermosura su cuidado: mas como los de don Carlos estuviesen ocupados y cautivos de la belleza de Estela, jamás reparaba en la solicitud con que Claudia (que este era el nombre de la dama) vivía: pues como se aconsejase con su amor y el descuido de su amante, y viese que nacía de alguna voluntad, procuró saberlo de cierto, y a pocos lances descubrió lo mismo que quisiera encubrir a su misma alma, por no atormentarla con el rabioso mal de los celos. Y conociendo el poco remedio que su amor tenía, viendo al galán don Carlos tan bien empleado, procuró por la vía que pudiese estorbarlo, o ya que no pudiese más, vivir con quien adoraba, para que su vista aumentase su amor o su descuido apresurase su muerte.

Para lo cual, sabiendo que a don Carlos se le había muerto un paje que de ordinario le iba acompañando y le servía de fiel consejero de su honesta afición, aconsejándose con un antiguo criado que tenía, más codicioso de su hacienda que de su hermosura y quietud, le pidió que diese traza como ella ocupase la plaza del muerto siervo, dándole a entender que lo hacía por procurar apartarle de la voluntad de Estela y traerle a la suya, ofreciéndole, si lo conseguía, gran parte de su hacienda.

El codicioso viejo, que vio por este camino gozaría de la hacienda de Claudia, se dio tal maña en negociarlo que el tiempo que pudiera gastar en aconsejarla lo contrario ocupó en negociar lo de su traje en el de varón, y en servicio de don Carlos y su criado con la gobernación de su hacienda y comisión de hacer y deshacer en ella: venció la industria los imposibles y en pocos días se halló Claudia paje de su amante, granjeando su voluntad de suerte que ya era archivo de los más escondidos pensamientos de don Carlos, y tan valido suyo que solo a él encomendaba la solicitud de sus deseos.

Ya en este tiempo se daba don Carlos por tan favorecido de Estela, habiendo vencido su amor los imposibles del recato de la dama, que a pesar de los ojos de Claudia, que con lágrimas solemnizaba esta dicha de los dos amantes, le hablaba algunas noches por un balcón, recibiendo con agrado sus papeles y oyendo con gusto algunas músicas que le daba su amante algunas veces.

Pues una noche que, entre otras muchas, quiso don Carlos dar una música a su querida Estela, y Claudia con su instrumento había de ser el tono de ella, en lugar de cantar el amor de su dueño, quiso con este soneto desahogar el suyo, que con el lazo al cuello estaba para precipitarse:

Goce su libertad el que ha tenido
Voluntad y sentidos en cadena;
Y el condenado en amorosa pena,
El dudoso favor que ha prevenido.
En dulces lazos (pues leal ha sido)
De mil gustos de amor el alma llena,
El que tuvo su bien en tierra ajena
Triunfe de ausencia sin temor de olvido.
Viva el amado sin favor celoso;
Y venza su desdén el despreciado,
Logre sus esperanzas el que espera.
Con su dicha alegre el venturoso,
Y con su prenda el victorioso amado,
Y el que amare imposibles, cual yo muera.

En este estado estaban estos amantes, aguardando don Carlos licencia de Estela para pedirla a sus padres por esposa, cuando vino a Valencia un conde italiano, mozo y galán: pues como su posada estaba cerca de la de Estela y su hermosura tuviese jurisdicción sobre todos cuantos la llegasen a ver, cautivó de suerte la voluntad del conde que le vino a poner en puntos de procurar remedio, y el más conveniente que halló, fiado en ser quien era, demás de sus muchas prendas y gentileza, fue pedirla a sus padres, juntándose este mismo día con la suya la misma petición por parte de don Carlos que, acosado de los amorosos deseos de su dama y quizá de los celos que le daba el conde viéndole pasear la calle, quiso darles alegre fin.

Oyeron sus padres los unos y los otros terceros, y viendo que aunque don Carlos era digno de ser dueño de Estela, codiciosos de verla condesa, despreciando la pretensión de don Carlos se la prometieron al conde; y quedó asentado que de allí a un mes fuesen las bodas.

Sintió la dama, como era razón, esta desdicha y procuró desbaratar estas bodas, mas todo fue cansarse en vano; y más cuando ella supo por un papel de don Carlos cómo había sido despedido de ser suyo.

Mas como amor, cuando no hace imposibles, le parece que no cumple con su poder, dispuso de suerte los ánimos de estos amantes que, viéndose aquella noche por la parte que solían, concertaron que de allí a ocho días previniese don Carlos lo necesario, la sacase y llevase a Barcelona, donde se casarían; de suerte que cuando sus padres la hallasen, fuese con su marido, tan noble y rico como pudieran desear, a no haberse puesto de por medio tan fuerte competidor como el conde, y su codicia.

Todo esto oyó Claudia, y como le llegasen tan al alma estas nuevas, recogiose en su aposento y pensando estar sola, soltando las corrientes a sus ojos, empezó a decir:

—Ya, desdichada Claudia, ¿qué tienes que esperar? Carlos y Estela se casan, amor está de su parte y tiene pronunciada contra mí cruel sentencia de perderle. ¿Podrán mis ojos ver a mi ingrato en brazos de su esposa? No por cierto: pues lo mejor será decirle quién soy y luego quitarme la vida.

Estas y otras muchas razones decía Claudia, quejándose de su desdicha; cuando sintió llamar a la puerta de su estancia, y levantándose a ver quién era, vio que el que llamaba a la puerta era un gentil y gallardo moro que había sido del padre de don Carlos, y habiéndose rescatado, no aguardaba sino pasaje para ir a Fez, de donde era natural, que como le vio, le dijo:

—¿Para qué, Hamete, vienes a inquietar ni estorbar mis quejas si las has oído, y por ellas conoces mi grande desdicha y aflicción? Déjamelas padecer, que ni tú eres capaz de consolarme ni ellas admiten ningún consuelo.

Era el moro discreto, y en su tierra noble, que su padre era un bajá muy rico; y como hubiese oído quejar a Claudia, y conocido quién era, le dijo:

—Oído he, Claudia, cuanto has dicho, y como, aunque moro, soy en algún modo cuerdo, quizá el consuelo que te daré será mejor que el que tú tomas, porque en quitarte la vida, ¿qué agravio haces a tus enemigos, sino darles lugar a que se gocen sin estorbo? Mejor sería quitar a Carlos y Estela, y esto será fácil si tú quieres: para animarte a ello te quiero decir un secreto que hasta hoy no me ha salido del pecho: óyeme, y si lo que quiero decirte no te pareciere a propósito, no lo admitas; mujer eres y dispuesta a cualquier acción, como lo juzgo en haber dejado tu traje y opinión por seguir tu gusto.

Algunas veces vi a Estela, y su hermosura cautivó mi voluntad; mira qué de cosas te he dicho en estas dos palabras. Quéjaste que por Carlos dejaste tu reposo, dasle nombre de ingrato, y no andas acertada porque si tú le hubieras dicho tu amor, quizá Estela no triunfara del suyo ni yo estuviera muriendo. Dices que no hay remedio porque tienen concertado robarla y llevarla a Barcelona, y te engañas, porque en eso mismo, si tú quieres, está tu ventura y la mía.

Mi rescate ya está dado, mañana he de partir de Valencia, porque para ello tengo prevenida una galeota que anoche dio fondo en un escollo cerca del Grao, de quien yo solo tengo noticia.

Si tú quieres quitarle a don Carlos su dama y hacerme a mí dichoso, pues ella te da crédito a cuanto le dices, fiada en que eres la privanza de su amante, ve a ella y dile que tu señor tiene prevenida una nave en que pasar a Barcelona, como tiene concertado; y que por ser segura no quiere aguardar el plazo que entre los dos se puso, que para mañana en la noche se prevenga; señala la hora misma y dándola a entender que don Carlos la aguardará en la marina, la traerás donde yo te señalare, y llevándomela yo a Fez, tú quedarás sin embarazo, donde podrás persuadir y obligarle a amarte, y yo iré rico de tanta hermosura.

Atónita oyó Claudia el discurso del moro, y como no mirase en más que en verse sin Estela y con don Carlos, aceptó luego el partido, dando al moro las gracias, quedando de concierto en efectuar otro día esta traición, que no fue difícil; porque Estela, dando crédito, pensando que se ponía en poder del que había de ser su esposo, cargada de joyas y dineros, antes de las doce de la siguiente noche ya estaba embarcada en la galeota, y con ella Claudia, que Hamete la pagó de esta suerte la traición.

Tanto sintió Estela su desdicha que, así como se vio rodeada de moros, y entre ellos el esclavo de don Carlos, y que él no parecía, vio que a toda priesa se hacían a la vela, y considerando su desdicha, aunque ignoraba la causa, se dejó vencer de un mortal desmayo que le duró hasta otro día; tal fue la pasión de ver esto, y más cuando, volviendo en sí, oyó lo que entre Claudia y Hamete pasaba; porque creyendo el moro ser muerta Estela, teniéndola Claudia en sus brazos, le decía al alevoso moro:

—¿Para qué, Hamete, me aconsejaste que pusiese esta pobre dama en el estado en que está, si no me habéis de conceder la amada compañía de don Carlos, cuyo amor me obligó a hacer tal traición como hice en ponerla en tu poder? ¿Cómo te precias de noble si has usado conmigo este rigor?

—Al traidor, Claudia —respondió Hamete—, pagarle en lo mismo que ofende es el mejor acuerdo del mundo, demás que no es razón que ninguno se fíe del que no es leal a su misma nación y patria: tú quieres a don Carlos, y él a Estela: por conseguir tu amor quitas a tu amante la vida, quitándole la presencia de su dama; pues a quien tal traición hace como dármela a mí por un vano antojo, ¿cómo quieres que yo me asegure de que luego no avisarás a la ciudad y saldrán tras mí, y me darán la muerte? Pues con quitar este inconveniente, llevándote yo conmigo aseguro mi vida y la de Estela, a quien adoro.

Estas, y otras razones como estas, pasaban entre los dos cuando Estela, vuelta en sí, habiendo oído estas razones o las más, pidió a Claudia que le dijese qué enigmas eran aquellos que pasaban por ella; la cual se lo contó todo como pasaba, dando larga cuenta de quién era y por la ocasión que se veían cautivas.

Solemnizaba Estela su desdicha vertiendo de sus ojos dos mil mares de hermosas lágrimas, y Hamete su ventura consolando a la dama en cuanto podía y dándola a entender que iba a ser señora de cuanto él poseía, y más en propiedad si quisiese dejar su ley: consuelos que la dama tenía por tormentos y no por remedio: a los cuales respondió con las corrientes de sus hermosos ojos. Dio orden Hamete a Claudia para que, mudando traje, sirviese y regalase a Estela, y con esto, haciéndose a lo largo, se engolfaron en alta mar la vuelta de Fez.

Dejémoslos ahora hasta su tiempo y volvamos a Valencia, donde siendo echada menos Estela de sus padres, locos de pena, procuraron saber qué se había hecho buscando los más secretos rincones de su casa con un llanto sordo y semblante muy triste.

Hallaron una carta dentro de un escritorio suyo, cuya llave estaba sobre un bufete, que abierta decía así:

«Mal se compadece amor e interés por ser muy contrario el uno del otro, y por esta causa, amados padres míos, al paso que me alejo del uno, me entrego al otro: la poca estimación que hago de las riquezas del conde me lleva a poder de don Carlos, a quien solo reconozco por legítimo esposo: su nobleza es tan conocida que, a no haberse puesto de por medio tan fuerte competidor, no se pudiera para darme estado pedir más ni desear más. Si el yerro de haberlo hecho de este modo mereciere perdón, juntos volveremos a pedirle, y en tanto pediré al cielo las vidas de todos.»

Estela.

El susto y pesar que causó esta carta podrá sentir quien considerare la prenda que era Estela y cuánto la estimaban sus padres: los cuales, dando orden a su gente para que no hiciesen alboroto alguno, creyendo que aún no habrían salido de Valencia, porque la mayor seguridad era estarse quedos, y que haciendo algunas diligencias secretas sabrían de ellos, dando aviso al virrey del caso; la primera que se hizo fue visitar la casa de don Carlos, que descuidado del suceso le trasladaron a un castillo a título de robador de la hermosa Estela y escalador de la nobleza de sus padres, siendo el consuelo de ellos y su esposo, que así se intitulaba el conde.

Estaba don Carlos inocente de la causa de su prisión y hacía mil instancias para saberla; y como le dijesen que Estela faltaba y que, conforme a una carta que se había hallado de la dama, él era el autor de este robo y el Júpiter de esta bella Europa, y que él había de dar cuenta de ella, viva o muerta, pensó acabar la vida a manos de su pesar; y cuando se vio puesto en el aprieto que el caso requería, porque ya le amenazaba la garganta el cuchillo, y a su inocente vida la muerte: si bien su padre, como tan rico y noble, defendía, como era razón, la inocencia de su hijo.

Quédese así hasta su tiempo, que la historia dirá el suceso; y vamos a Estela y Claudia, que en compañía del cruel Hamete navegaban con próspero viento la vuelta de Fez, que como llegasen a ella, fueron llevadas las damas en casa del padre del moro, donde la hermosa Estela empezó de nuevo a llorar su cautiverio y la ausencia de don Carlos; porque, como Hamete viese que ni con ruegos ni caricias podía vencerla, empezó a usar de la fuerza, procurando con malos tratamientos obligarla a consentir con sus deseos por no padecer, tratándola como a una miserable esclava, mal comida y peor vestida, y sirviendo en la casa de criada, en la cual tenía el padre de Hamete cuatro mujeres, con quien estaba casado, y otros dos hijos menores.

De estos dos el mayor se aficionó con grandes veras de Claudia, la cual segura de que si como Estela no le admitiese la tratarían como a ella, y viéndose también excluida de tener libertad ni de volver a ver a Carlos, cerrando los ojos a Dios, renegó de su santísima fe y se casó con Zaide, que este era el nombre de su hermano.

Con lo cual la pobre dama pasaba triste y desesperada vida, y así pasó un año, y en él mil desventuras, si bien lo que más le atormentaba eran las persecuciones de Hamete, quien continuamente la molestaba con sus importunaciones.

Desesperado pues de remedio, pidió a Claudia con muchas lástimas diese orden de que por lo menos, usando de la fuerza, pudiese gozarla: prometióselo Claudia; y así un día que estaban solas, porque las demás eran idas al baño, le dijo la traidora Claudia estas razones:

—No sé, hermosa Estela, cómo te diga la tristeza y congoja que padece mi corazón en verme en esta tierra y en tan mala vida como estoy: yo, amiga Estela, estoy determinada a huirme, que no soy tan mora que no me tire más el ser cristiana: pues el haberme sujetado a esto fue más de temor que de voluntad; cincuenta cristianos tienen prevenido un bajel en que hemos de partir esta noche a Valencia: si tú quieres, pues vinimos juntas, que nos volvamos juntas, no hay sino que te dispongas y que nos volvamos con Dios; que yo espero en él que nos llevará en salvamento; y si no, mira qué quieres que le diga a Carlos, que de hoy en un mes pienso verle; y en lo que mejor puedes conocer la voluntad que te tengo es en que, estando sin ti, puede ser ocasión de que Carlos me quiera, y para lo contrario me ha de ser estorbo tu presencia; mas con todo eso me obliga más tu miseria que mi gusto.

Arrojose Estela a los pies de Claudia, y la suplicó, que pues era esta su determinación, que no la dejase, y vería con las veras que la servía. Finalmente, quedaron concertadas en salir juntas esta noche, después de todos recogidos; para lo cual juntaron sus cosas, por no ir desapercibidas.

Las doce serían de la noche cuando Estela y Claudia, cargadas de dos pequeños líos en que llevaban sus vestidos y camisas, y otras cosas necesarias a su viaje, se salieron de casa y caminaron hacia la marina, donde decía Claudia que estaba el bergantín o bajel en que había de escapar, y en su seguimiento Hamete, que desde que salieron de casa las seguía.

Y como llegasen hacia unas peñas en donde decía que habían de aguardar a los demás, tomando un lugar, el más acomodado y seguro que a la cautelosa Claudia le pareció más a propósito para el caso, se sentó animando a la temerosa dama, que cada pequeño rumor le parecía que era Hamete. De esta suerte estuvieron más de una hora, pues Hamete, aunque estaba cerca de ellas, no se había querido dejar ver porque estuviese más segura.

Al cabo de esto llegó, y como las viese, fingiendo una furia infernal les dijo:

—¡Ah perras mal nacidas, qué fuga es esta! Ya no os escaparéis con las traiciones que tenéis concertadas.

—No es traición, Hamete —dijo Estela—, procurar cada uno su libertad, que lo mismo hicieras tú si te vieras de la suerte que yo, maltratada y abatida de ti y de todos los de tu casa: demás que si Claudia no me animara, no hubiera en mí atrevimiento para emprender esto; sino que ya mi suerte tiene puesta mi perdición en sus manos, y así me ha de suceder siempre que fiare de ella.

—No lo digas burlando, perra —dijo a esta ocasión la renegada Claudia—, porque quiero que sepas que el traerte esta noche no fue con ánimo de salvarte sino con deseo de ponerte en poder del gallardo Hamete, para que por fuerza o por grado te goce, advirtiendo que le has de dar gusto, y con él posesión de tu persona, o has de quedar aquí hecha pedazos.

Dicho esto se apartó algún tanto, dándole lugar al moro, que tomando el último acento de sus palabras, prosiguió con ellas, pensando persuadirla ya con ternezas, ya con amenazas, ya con regalos, ya con rigores. A todo lo cual Estela, bañada en lágrimas, no respondía más sino que se cansaba en vano, porque pensaba dejar la vida antes que perder la honra.

Acabose de enojar Hamete, y trocando la terneza en saña, empezó a maltratarla, dándola muchos golpes en su hermoso rostro, amenazándola con muchos géneros de muerte si no se rendía a su gusto. Y viendo que nada bastaba, quiso usar de la fuerza, batallando con ella hasta rendirla.

El ánimo de Estela en esta ocasión era mayor que de una flaca doncella se podía pensar; mas como a brazo partido anduviese luchando con ella, rendidas ya las débiles fuerzas de Estela, se dejó caer en el suelo: y no teniendo facultad para defenderse, acudió al último remedio, y al más ordinario y común de las mujeres, que fue dar gritos, a los cuales Jacimín, hijo del rey de Fez, que venía de caza, movido de ellos, acudió a la parte donde le pareció que los oía, dejando atrás muchos criados que traía; y como llegase a la parte donde las voces se daban, vio patente la fuerza que a la hermosa dama hacía el fiero moro.

Era el príncipe de hasta veinte años; y demás de ser muy galán, tan noble de condición y tan agradable en las palabras que, por esto y por ser muy valiente y dadivoso, era muy amado de todos sus vasallos; siendo asimismo tan aficionado a favorecer a los cristianos que, si sabía que alguno los maltrataba, lo castigaba severamente.

Pues como viese lo que pasaba entre el cruel moro y aquella hermosa esclava, que ya a este tiempo se podía ver a causa de que empezaba a romper el alba; y la mirase tendida en tierra y con una liga atadas las manos, y que con un lienzo la quería tapar la boca el traidor Hamete, con airada voz le dijo:

—¿Qué haces, perro? ¿En la corte del rey de Fez se ha de atrever ninguno a forzar las mujeres? Déjala al punto, si no, por vida del rey que te mato.

Decir esto y sacar la espada todo fue uno. A estas palabras se levantó Hamete y metió mano a la suya, y cerrando con él le diera la muerte, si el príncipe, dando un salto, no le hurtara el golpe y reparara con la espada; mas no fue con tanta presteza que no quedase herido en la cabeza.

Conociendo pues el valiente Jacimín que aquel moro no le quería guardar el respeto que justamente debía a su príncipe, se retiró un poco, y tocando una cornetilla que traía al cuello, todos sus caballeros se juntaron con él al mismo tiempo que Hamete con otro golpe quería dar fin a su vida.

Mas siendo, como digo, socorrido de los suyos, fue preso el traidor Hamete, dando lugar a la afligida Estela, con quien ya se había juntado la alevosa y renegada Claudia, a que se echase a los pies del príncipe Jacimín, a quien como el gallardo moro viese más despacio, no agradado de su hermosura sino compasivo de sus trabajos, la preguntó quién era y la causa de estar en tal lugar.

A lo cual Estela, después de haberle dicho que era cristiana, con las más breves razones que pudo contó su historia y la causa de estar donde la veía, de lo cual el piadoso Jacimín, enojado, mandó que a todos tres los trajesen a su palacio donde, antes de curarse, dio cuenta al rey su padre del suceso pidiéndole venganza del atrevimiento de Hamete, quien juntamente con Claudia fue condenado a muerte, y este mismo día fueron los dos empalados.

Hecha esta justicia, mandó el príncipe traer a su presencia a Estela, y después de haberla acariciado y consolado, la preguntó qué quería hacer de sí. A lo cual la dama, arrodillada ante él, le suplicó que la enviase entre cristianos para que pudiese volver a su patria. Concediole el príncipe esta petición, y habiéndola dado dineros y joyas, y un esclavo cristiano que la acompañase, mandó a dos criados suyos la pusiesen donde ella gustase.

Sucedió el caso referido en Fez a tiempo que el césar Carlos V, emperador y rey de España, estaba sobre Túnez contra Barbarroja. Sabiendo pues Estela esto, mudando su traje mujeril en el de varón, cortándose los cabellos, acompañada solo de su cautivo español que el príncipe de Fez le mandó dar, juramentándole que no había de decir quién era, y habiéndose despedido de los dos caballeros moros que la acompañaban, se fue a Túnez, hallándose en servicio del emperador y siempre a su lado en todas ocasiones, granjeando no solo la fama de valiente soldado sino la gracia del emperador, y con ella el honroso cargo de capitán de caballos.

Hallose, como digo, no solo en esta ocasión sino en otras muchas que el emperador tuvo en Italia y Francia, quien hallándose en una refriega a pie, por haberle muerto el caballo, nuestra valiente dama, que con nombre de don Fernando era tenida en diferente opinión, le dio el suyo, y le acompañó y defendió hasta ponerle en salvo. Quedó el emperador tan obligado que empezó con muchas mercedes a honrar y favorecer a don Fernando; y fue la una un hábito de Santiago y la segunda una gran renta y título.

No había sabido Estela en todo este tiempo nuevas ningunas de su patria y padres, hasta que un día vio entre los soldados del ejército a su querido don Carlos, que como le conoció, todas las llagas amorosas se la renovaron, si acaso estaban adormecidas, y empezaron de nuevo a verter sangre: mandole llamar, y disimulando la turbación que le causó su vista, le preguntó ¿de dónde era y cómo se llamaba? Satisfizo don Carlos a Estela con mucho gusto, obligado de las caricias que le hacía, o por mejor decir, al rostro que, con ser tan parecido a Estela, traía cartas de favor: y así la dijo su nombre y patria, y la causa por que estaba en la guerra, sin encubrirla sus amores y la prisión que había tenido, diciéndola como cuando pensó sacarla de casa de sus padres y casarse con ella, se había desaparecido de los ojos de todos ella y un paje, de quien fiaba mucho sus secretos, poniendo en opinión su crédito, porque tenía para sí que por querer más que a él al paje, habían hecho aquella vil acción, dándole a él motivo a no quererla tanto y desestimarla; si bien en una carta que se había hallado escrita de la misma dama para su padre, decía que se iba con don Carlos, que era su legítimo esposo, cosa que le tenía más espantado que lo demás; porque irse con Claudio y decir que se iba con él, le daba que sospechar, y en lo que paraban sus sospechas era en creer que Estela no le trataba verdad con su amor, pues le había dejado expuesto a perder la vida por justicia, porque después de haber estado por estos indicios preso dos años, pidiéndole no solo el robo y el escalamiento de una casa tan noble como la de sus padres, viendo que muerta ni viva no parecía, le achacaban que después de haberla gozado la había muerto, con lo cual le pusieron en grande aprieto, tanto que muriera por ello si no se hubiera valido de la industria, la cual le enseñó lo que había de hacer, que fue romper las prisiones y quebrantar la cárcel, fiándose más de la fuga que de la justicia que tenía de su parte: que el otro año había gastado en buscarla por muchas partes, mas que había sido en vano, porque no parecía sino que la había tragado la tierra.

Con grande admiración escuchaba Estela a don Carlos, como si no supiera mejor que nadie la historia; y a lo que respondió más apresuradamente fue a la sospecha que tenía de ella y del paje, diciéndole:

—No creas, Carlos, que Estela sería tan liviana que se fuese con Claudio por tenerle amor, ni engañarte a ti, que en las mujeres nobles no hay esos tratos; lo más cierto sería que ella fue engañada, y después quizá la habrán sucedido ocasiones en que no haya podido volver por sí; y algún día querrá Dios volver por su inocencia y tú quedarás desengañado.

Lo que yo te pido es que mientras estuvieres en la guerra acudas a mi casa, que si bien quiero que seas en ella mi secretario, de mí serás tratado como amigo, y por tal te recibo desde hoy, que yo sé que con mi amparo, pues todos saben la merced que me hace el césar, tus contrarios no te perseguirán, y acabada esta ocasión daremos orden para que quedes libre de sus persecuciones; y no quiero que me agradezcas esto con otra cosa sino con que tengas a Estela en mejor opinión que hasta aquí, siquiera por haber sido tú la causa de su perdición; y no me mueve a esto más de que soy muy amigo de que los caballeros estimen y hablen bien de las damas.

Atento oyó Carlos a don Fernando, que por tal tenía a Estela, pareciéndole no haber visto en su vida cosa más parecida a su dama, mas no llegó su imaginación a pensar que fuese ella: y viendo que había dado fin a sus razones, se le humilló, pidiéndole las manos y ofreciéndose por su esclavo. Alzole Estela con sus brazos, quedando desde este día en su servicio, y tan privado con ella que ya los demás criados estaban envidiosos.

De esta suerte pasaron algunos meses, acudiendo Carlos a servir a su dama, no solo en el oficio de secretario sino en la cámara y mesa, donde en todas ocasiones recibía de ella muchas y muy grandes mercedes, tratando siempre de Estela, tanto que algunas veces llegó a pensar que el duque la amaba, porque siempre le preguntaba si la quería como antes, y si viera a Estela si se holgaría con su vista, y otras cosas que más aumentaban la sospecha de don Carlos, satisfaciendo a ellas unas veces a gusto de Estela y otras veces a su descontento.

En este tiempo vinieron al emperador nuevas cómo el virrey de Valencia era muerto repentinamente, y habiendo de enviar quien le sucediese en aquel cargo, por no ser bien que aquel reino estuviese sin quien le gobernase, puso los ojos en don Fernando, de quien se hallaba tan bien servido.

Supo Estela la muerte del virrey y, no queriendo perder de las manos esta ocasión, se fue al emperador y puesta de rodillas le suplicó le honrase con este cargo. No le pesó al emperador que don Fernando le pidiese esta merced, si bien sentía apartarle de sí, pues por esto no se había determinado; pero viendo que con aquello le premiaba, se lo otorgó y le mandó que partiese luego, dándole la patente y los despachos.

Ve aquí a nuestra Estela virrey de Valencia, y a don Carlos su secretario y el más contento del mundo, pareciéndole que con el padre alcalde no tenía que temer a su enemigo, y así se lo dio a entender su señor.

Satisfecho iba don Carlos de que el virrey lo estaba de su inocencia en la causa de Estela, con lo cual ya se tenía por libre y muy seguro de sus promesas. Partieron, en fin, con mucho gusto y llegaron a Valencia donde fue recibido el virrey con muestras de grande alegría.

Tomó su posesión, y el primer negocio que le pusieron para hacer justicia fue el suyo mismo, dando querella contra su secretario. Prometió el virrey de hacerla. Para esto mandó se hiciese información de nuevo, examinando segunda vez los testigos.

Bien quisieran las partes que don Carlos estuviera más seguro, y que el virrey le mandara poner en prisión. Mas a esto los satisfizo con decir que él le fiaba, porque para él no había más prisión que su gusto.

Tomó, como digo, este caso tan a pechos que en breves días estaba de suerte que no faltaba sino sentenciarle. En fin, quedó para verse otro día. La noche antes entró don Carlos a la misma cámara donde el virrey estaba en la cama y, arrodillado ante él, le dijo:

—Para mañana tiene vuestra excelencia determinado ver mi pleito y declarar mi inocencia; demás de los testigos que he dado en mi descargo y han jurado en mi abono, sea el mejor y más verdadero un juramento que en sus manos hago, pena de ser tenido por perjuro, de que no solo no llevé a Estela, mas que desde el día antes no la vi, ni sé qué se hizo, ni dónde está; porque si bien yo había de ser su robador, no tuve lugar de serlo con la grande priesa con que mi desdicha me la quitó, o para mi perdición o la suya.

—Basta, Carlos —dijo Estela—, vete a tu casa y duerme seguro: soy tu dueño, causa para que no temas; más seguridad tengo de ti de lo que piensas, y cuando no la tuviera, el haberte traído conmigo y estar en mi casa fuera razón que te valiera. Tu causa está en mis manos, tu inocencia ya la sé, mi amigo eres, no tienes que encargarme más esto, que yo estoy bien encargado de ello.

Besole las manos don Carlos, y así se fue dejando al virrey, y pensando en lo que había de hacer.

¿Quién duda qué desearía don Carlos el día que había de ser el de su libertad? Por lo cual se puede creer que apenas el padre universal de cuanto vive descubría la encrespada madeja por los balcones del alba, cuando se levantó y adornó de las más ricas galas que tenía, y fue a dar de vestir al virrey para tornarle a asegurar su inocencia.

A poco rato salió el virrey de su cámara a medio vestir; mas cubierto el rostro con un gracioso ceño, con el cual, y con una risa a lo falso, dijo, mirando a su secretario:

—Madrugado has, amigo Carlos, algo hace sospechosa tu inocencia y tu cuidado, porque el libre duerme seguro de cualquiera pena, y no hay más cruel acusador que la culpa.

Turbose don Carlos con estas razones, mas disimulando cuanto pudo, le respondió:

—Es tan amada la libertad, señor excelentísimo, que cuando no tuviera tan fuertes enemigos como tengo, el alborozo de que me he de ver con ella por mano de vuestra excelencia era bastante a quitarme el sueño; porque de la misma manera que mata un gran pesar lo suele hacer un contento: de suerte que el temor del mal y la esperanza del bien hacen un mismo efecto.

—Galán vienes —replicó el virrey—, ¿pues el día en que has de ver representada tu tragedia en la boca de tantos testigos como tienes contra ti, te adornas de las más lucidas galas que tienes? Parece que no van fuera de camino los padres y esposo de Estela en decir que debiste de gozarla y matarla, fiado en los pocos o ninguno que te lo vieron hacer: a fe que si pareciera Claudio, vil tercero de tus travesuras, que no sé si probaras inocencia; y si va a decir verdad, todas las veces que tratamos de Estela muestras tan poco sentimiento y tanta vileza que siento que me debe más a mí tu dama que no a ti, pues su pérdida me cuesta cuidado, y a ti no.

¡Oh qué pesados golpes eran estos para el corazón de Carlos! Ya desmayado y desesperado de ningún buen suceso, le iba a dar por disculpa el tiempo, pues con él se olvida cualquiera pasión amorosa, cuando el virrey, con un severo semblante y airado rostro, le dijo:

—Calla, Carlos, no respondas. Carlos, yo he mirado bien estas cosas y hallo por cuenta que no estás muy libre en ellas, y el mayor indicio de todos es las veras con que deseas tu libertad.

Diciendo esto, hizo señas a un paje, el cual saliendo fuera, volvió con una escuadra de soldados, los cuales quitaron a don Carlos las armas, poniéndose como en custodia de su persona.

Quien viera en esa ocasión a don Carlos no pudiera dejar de tenerle lástima; tenía mudada la color, los ojos bajos, el semblante triste, y tan arrepentido de haberse fiado de la varia condición de los señores que solo a sí se daba la culpa de todo.

Acabose de vestir el virrey, y sabiendo que ya los jueces y las partes estaban aguardando, salió a la sala en que se había de juzgar este negocio, trayendo consigo a Carlos cercado de soldados. Sentose en su asiento y los demás jueces en los suyos; luego el relator empezó a decir el pleito, declarando las causas e indicios que había de que don Carlos era el robador de Estela, confirmándolo los papeles que en los escritorios del uno y del otro se habían hallado, las criadas que sabían su amor, los vecinos que los veían hablarse por las rejas, y quien más le condenaba era la carta de Estela, en que rematadamente decía que se iba con él.

A todo esto los más eficaces testigos en favor de don Carlos eran los criados de su casa, que decían haberle visto acostar la noche que faltó Estela, aun más temprano que otras veces, y su confesión que declaraba debajo de juramento que no la habían visto; mas nada de esto aligeraba el descargo; porque a eso alegaba la parte que pudo acostarse a vista de sus criados, y después volver a vestirse y sacarla: y que los había muerto aseguraba el no parecer ella ni el paje, secretario de todo, y que sería cierto que por lo mismo le había también muerto, y que en lo tocante al juramento, claro es que no se había de condenar a sí mismo.

Viendo el virrey que hasta aquí estaba condenado Carlos en el robo de Estela, en el quebrantamiento de su casa, en su muerte y la de Claudio, y que solo él podía sacarle de tal aprieto, determinado pues a hacerlo, quiso ver primero a Carlos más apretado, para que la pasión le hiciese confesar su amor y para que después estimase en más el bien: y así Estela le llamó, y como llegase en presencia de todos, le dijo:

—Amigo Carlos, si supiera la poca justicia que tenías de tu parte en este caso, doyte mi palabra y te juro por vida del césar que no te hubiera traído conmigo, porque no puedo negar que me pesa; y pues lo solemnizo con estas lágrimas, bien puedes creerme siento en el alma ver tu vida en el peligro en que está, pues si por los presentes cargos he de juzgar esta causa, fuerza es que por mi ocasión la pierdas, sin que yo halle remedio para ello; porque siendo las partes tan calificadas, tratarles de concierto en tan gran pérdida como la de Estela es cosa terrible y no acertada, y muy sin fruto: el remedio que aquí hay es que parezca Estela, y con esto ellos quedarán satisfechos y yo podré ayudarte; mas de otra manera, ni a mí está bien ni puedo dejar de condenarte a muerte.

Pasmose con esto el afligido don Carlos, mas como ya desesperado, arrodillado como estaba, le dijo:

—Bien sabe vuestra excelencia que desde que en Italia me conoció, siempre que trataba de esto lo he contado y dicho de una misma suerte, y que si aquí como a juez se lo pudiera negar, allí como a señor y amigo le dije la verdad, y de la misma manera lo digo y confieso ahora. Digo que adoré a Estela.

—Di que la adoro —replicó el virrey algo bajo—, que te haces sospechoso en hablar de pretérito, y no sentir de presente.

—Digo que la adoro —respondió don Carlos, admirado de lo que en el virrey veía—, y que la escribía, que la hablaba, que la prometía ser su esposo, que concerté sacarla y llevarla a la ciudad de Barcelona; mas ni la saqué, ni la vi, y si así no es, aquí donde estoy me parta un rayo del cielo. Bien puedo morir, mas moriré sin culpa alguna, si no es que acaso lo sea haber querido una mudable, inconstante y falsa mujer, sirena engañosa que en la mitad del canto dulce me ha traído a esta amarga y afrentosa muerte. Por amarla muero, no por saber de ella.

—¿Pues qué se pudieron hacer esta mujer y este paje? —dijo el virrey—. ¿Subiéronse al cielo? ¿Bajáronse al abismo?

—¿Qué sé yo? —replicó el afligido don Carlos—. El paje era galán y Estela hermosa, ella mujer y él hombre; quizá…

—¡Ah traidor! —respondió el virrey—, ¡y cómo en ese quizá traes encubiertas tus traidoras y falsas sospechas! ¡Qué presto te has dejado llevar de tus malos pensamientos! Maldita sea la mujer que con tanta facilidad os da motivo para ser tenida en menos; porque pensáis que lo que hacen obligadas de vuestra asistencia y perseguidas de vuestra falsa perseverancia hacen con otro cualquiera que pasa por la calle: ni Estela era mujer ni Claudio hombre; porque Estela es noble y virtuosa, y Claudio un hombre vil, criado tuyo y heredero de tus falsedades. Estela te amaba y respetaba como a esposo, y Claudio la aborrecía porque te amaba a ti: y digo segunda vez que Estela no era mujer porque la que es honesta, recatada y virtuosa no es mujer sino ángel; ni Claudio hombre sino mujer, que enamorada de ti quiso privarte de ella, quitándola delante de tus ojos. Yo soy la misma Estela, que se ha visto en un millón de trabajos por tu causa, y tú me lo gratificas en tener de mí la falsa sospecha que tienes.

Entonces contó cuanto le había sucedido desde el día que faltó de su casa, dejando a todos admirados del suceso, y más a don Carlos que, corrido de no haberla conocido y haber puesto dolo en su honor, como estaba arrodillado, asido de sus hermosas manos, se las besaba, bañándoselas con sus lágrimas, pidiéndola perdón de sus desaciertos: lo mismo hacía su padre y el de Carlos, y unos con otros se embarazaban por llegar a darla abrazos, diciéndola amorosas ternezas.

Llegó el conde a darla la enhorabuena y pedirla se sirviese cumplir la palabra que su padre le había dado de que sería su esposa; de cuya respuesta, colgado el ánimo y corazón de don Carlos, puso la mano en la daga que le había quedado en la cinta, para que si no saliese en su favor, matar al conde y a cuantos se lo defendiesen, o matarse a sí antes que verla en poder ajeno.

Mas la dama, que amaba y estimaba a don Carlos más que a su misma vida, con muy corteses razones suplicó al conde la perdonase, porque ella era mujer de Carlos, por quien y para quien quería cuanto poseía, y que le pesaba no ser señora del mundo para entregárselo todo; pues sus valerosos hechos nacían todos del valor que el ser suya le daba, suplicando tras esto a su padre lo tuviese por bien.

Y bajándose del asiento, después de abrazarlos a todos se fue a Carlos, y enlazándole al cuello los valientes y hermosos brazos, le dio en ellos la posesión de su persona. Y de esta suerte se entraron juntos en una carroza y fueron a la casa de su madre, que ya tenía nuevas del suceso y estaba ayudando al regocijo con piadoso llanto.

Salió la fama publicando aquesta maravilla por toda la ciudad, causando a todos notable novedad por oír decir que el virrey era mujer y Estela. Todos acudían, unos al palacio y otros a su casa.

Despachose luego un correo al emperador, que estaba ya en Valladolid, dándole cuenta del caso, el cual más admirado que todos los demás, como quien la había visto hacer valerosas hazañas, no acababa de creer que fuese así, y respondió a las cartas con la enhorabuena y muchas joyas. Confirmó a Estela el estado que la dio, añadiéndole el de princesa de Buñol, y a don Carlos el hábito y renta de Estela, y el cargo de virrey de Valencia.

Con que los nuevos amantes, ricos y honrados, hechas todas las ceremonias y cosas acostumbradas de la iglesia, celebraron sus bodas, dando a la ciudad nuevo contento, a su estado hermosos herederos y a los historiadores motivo para escribir esta maravilla, con nuevas alabanzas al valor de la hermosa Estela, cuya prudencia y disimulación la hizo severo juez, siéndolo de su misma causa; que no es menos maravilla que las demás, que haya quien sepa juzgarse a sí mismo en mal ni bien; porque todos juzgamos faltas ajenas y no las nuestras propias.

*FIN*


Novelas amorosas y ejemplares 1637


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