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El levantamiento indio

[Cuento - Texto completo.]

Donald Barthelme

Defendíamos la ciudad lo mejor que podíamos. Las flechas de los comanches caían en nubes sobre nosotros. Sus hachas de guerra chocaban estrepitosamente contra el pavimento amarillo y blando. Había trincheras a lo largo del bulevar Mark Clark y habían puesto alambre luminoso en los setos. La gente intentaba entender. Hablé con Sylvia.

—¿Tú crees que es buena esta vida?

Sobre la mesa había discos, libros, manzanas. Me miró.

—No.

Las patrullas de paracaidistas y voluntarios con brazaletes vigilaban los altos y lisos edificios. Interrogamos al comanche capturado. Le mantuvimos la cabeza hacia atrás entre dos mientras otro le echaba agua en las narices. Sacudía el cuerpo, se atragantaba y gemía. Sin dar crédito a un informe confuso, precipitado y exagerado sobre el número de víctimas en los distritos exteriores, donde árboles, farolas y cisnes se habían reducido a campos de fuego abierto, entregamos los útiles de atrincheramiento a los que parecían más dignos de confianza y desviamos las compañías de armamento pesado para que no pudieran sorprendernos por aquella dirección. Y yo estaba allí sentado, cada vez más borracho, cada vez más enamorado.

Hablamos:

—¿Conoces Dolly de Fauré?

—¿De Gabriel Fauré?

—Sí.

—Entonces la conozco —contestó ella—. Hasta podría decir que la interpreto algunas veces, cuando me siento triste o feliz, aunque exige cuatro manos.

—¿Cómo lo haces?

—Acelero —dijo ella—, prescindo del compás.

Y cuando rodaron la escena de la cama me pregunté cómo te sentirías bajo la mirada de cámaras, tramoyistas, electricistas, operadores de la cabina de montaje,

¿nerviosa?, ¿estimulada? Y cuando rodaron la escena de la ducha yo estaba lijando un tablero para una puerta de alma hueca contraviniendo cuidadosamente los ejemplos de los manuales y las instrucciones que cuchicheaba uno que había resuelto ya el problema. Después de todo, yo había hecho otros tableros, uno cuando vivía con Nancy, otro cuando vivía con Alice, otro cuando vivía con Eunice, otro cuando vivía con Marianne.

Los pieles rojas, lo mismo que una multitud que se dispersase en una plaza aterrada por algo trágico o por un ruido fuerte y repentino, se amontonaban en oleadas contra las barricadas que habíamos hecho con ventanas de tramoya, seda, programas de trabajo cuidadosamente planeados (que incluían escalas para el progreso ordenado de otros colores), vino en damajuanas y togas. Analicé la composición de la barricada más próxima y encontré en ella dos ceniceros de cerámica, uno de color castaño oscuro y otro de color castaño oscuro con una franja de color naranja en el borde; una sartén, dos botellas de vino tinto de litro; tres botellas de cuarto de litro de Black & White, aquavit, coñac, vodka, ginebra, jerez Fad #6; un tablero de mesa hueco de contrachapado de abedul con patas negras de hierro forjado; una manta, rojo naranja, con rayas azul oscuro; una almohada roja y otra azul; una papelera de paja trenzada; dos floreros de cristal; sacacorchos y abrelatas; dos platos y dos copas de cerámica marrón castaño oscuro; un cartel amarillo y morado, una flauta yugoslava de madera tallada y de color castaño oscuro; y otros objetos. Yo decidí que no sabía nada.

Los hospitales espolvoreaban las heridas con polvos cuya eficacia no estaba demostrada del todo, ya que las demás existencias se habían agotado rápidamente el primer día. Yo decidí que no sabía nada. Unos amigos me pusieron en contacto con una tal señorita R., una profesora, heterodoxa, dijeron, excelente, dijeron, había resuelto con éxito casos difíciles, las contraventanas de acero hacían la casa segura.

Yo acababa de saber por un Cupón de Aflicción Internacional que a Jane le había pegado una paliza un enano en un bar de Tenerife, pero la señorita R. no me permitió hablar de eso.

—Tú no sabes nada —dijo—, tú no sientes nada, tú estás inmerso en la más salvaje y terrible ignorancia, te desprecio, niño mío, mon cher, corazón mío. Puedes asistir, pero no debes hacerlo ahora, debes asistir más tarde, un día o una semana o una hora, me estás poniendo mala…

Procuré no valorar estos comentarios como enseñó Korzybski. Pero era difícil.

Después, ellos se retiraron en un amago cerca del río y nosotros irrumpimos en aquel sector con un batallón reforzado formado a toda prisa con zuavos y taxistas. Esta unidad fue aplastada en la tarde de un día que empezó con cucharas y cartas en vestíbulos y bajo ventanas con hombres que saboreaban la historia del corazón, órgano muscular coniforme que mantiene la circulación de la sangre.

Pero es a ti a quien necesito ahora, aquí en medio de este levantamiento, con las calles amarillas y amenazadoras, lanzas cortas, horribles con piel en el cuello e inexplicables monedas de concha en la hierba. Es cuando estoy contigo cuando soy más feliz, y es por ti por quien hago este tablero de mesa hueco con patas negras de hierro forjado. Sujeté a Sylvia por su collar de uñas de oso.

—Disuade a tus bravos —dije—. Nos quedan muchos años de vida.

Había una especie de mugre corriendo por el arroyo, un torrente amarillento, inmundo que sugería excrementos, o nerviosismo, una ciudad que no sabe lo que ha hecho para merecer calvicie, errores, infidelidad.

—Tú con suerte sobrevivirás hasta maitines —dijo Sylvia. Echó a correr por la rue Chester Nimitz abajo lanzando gritos agudos.

Se supo entonces que se habían infiltrado en nuestro gueto y que la gente del gueto en lugar de oponer resistencia se había unido en un ataque fluido y bien coordinado con pistolas de fabricación casera, telegramas y medallones, logrando que se hinchase y se desmoronase el sector del frente al cargo del IRA. Enviamos más heroína al gueto, y jacintos, haciendo un pedido de otras cien mil de esas flores delicadas y pálidas. Estudiamos la situación en el plano con sus habitantes desplegados y con emociones exclusivamente personales. Nuestras zonas eran azules y las suyas verdes. Le enseñé el plano azul-y-verde a Sylvia.

—Vuestras zonas son verdes —dije.

—La primera vez que me disteis heroína fue hace un año —dijo Sylvia.

Cruzó rápidamente George C. Marshall Allée, lanzando gritos agudos. La señorita R. me metió en una habitación grande pintada de blanco (¡saltando y bailando en la luz tenue, y yo estaba nervioso!, ¡y había gente mirando!) en la que había dos sillas.

Me senté en una silla y la señorita R. se sentó en la otra. Ella vestía un traje azul que contenía una figura roja. No había nada excepcional en su persona. Yo estaba decepcionado por su vulgaridad, por la desnudez de la habitación, por la ausencia de libros.

Las chicas de mi barrio llevaban bufandas azules largas que les llegaban hasta las rodillas. A veces escondían comanches en sus habitaciones. Las bufandas azules amontonadas en una habitación creaban una gran niebla azul. Block abrió la puerta.

Llegaba con armas, flores y hogazas de pan. Y era amistoso, cordial, entusiasta, así que expliqué un poco de la historia de la tortura, repasando la literatura técnica y citando las mejores fuentes modernas francesas, alemanas y americanas, indicando las moscas que se habían congregado en previsión de algún color nuevo reciente.

—¿Cuál es la situación? —pregunté.

—La situación es clara —dijo él—. Nosotros controlamos el sector sur y ellos el sector norte. El resto es silencio.

—¿Y Kenneth?

—Esa muchacha no está enamorada de Kenneth —dijo Block con franqueza—.

Está enamorada del abrigo de Kenneth. Cuando no lo lleva puesto está acurrucada debajo de él. Una vez lo cacé bajando las escaleras solo. Miré dentro. Sylvia.

Yo una vez cacé el abrigo de Kenneth bajando solo por las escaleras pero el abrigo era una trampa y dentro había un comanche que me asestó una estocada con un cuchillo corto horrible en la pierna que se me dobló y me hizo precipitarme por la balaustrada, a través de una ventana y pasar a otra situación. Creyendo que tu cuerpo, brillante como era, y tu espíritu graso y fluido, distinguido y furioso como era, no podían ser cantidades estables a las que uno pudiera corresponder con zalamerías más de una, dos, u otro número de veces, dije:

—¿Ves la mesa?

En Skinny Wainwright Square se pusieron en movimiento y lucharon las fuerzas verdes y azules. Los árbitros abandonaron el campo arrastrando cadenas. Y luego la parte azul se amplió, la verde se redujo. Empezó a hablar la señorita R.

—Un antiguo rey de España, un Bonaparte, vivió durante un tiempo en Bordentown, Nueva Jersey. Pero eso no tiene ningún valor.

Hizo una pausa.

—La pasión que la belleza de las mujeres despierta en los hombres sólo puede satisfacerla Dios. Eso es muy valioso (es Valéry), pero no es lo que tengo que enseñarte, viejo verde, mierda, sinvergüenza, sangre de mi sangre.

Le enseñé la mesa a Nancy.

—¿Ves la mesa?

Sacó una lengua roja como un análisis de sangre.

—Yo hice una mesa como ésa una vez —dijo con franqueza Block—. Hay gente en todo el país que ha hecho mesas como ésa. Dudo mucho que se pueda entrar en un hogar estadounidense y no encontrar una como mínimo, o huellas de que la hubo, como por ejemplo zonas descoloridas en la alfombra.

Y después los hombres del Séptimo de Caballería interpretaron en el jardín piezas de Gabrieli, Vivaldi, Albinoni, Marcello, Boccherini. Vi a Sylvia. Llevaba una cinta amarilla bajo una larga bufanda azul.

—¿De qué lado estás tú en realidad? —le grité.

—La única forma de discurso que yo apruebo —dijo la señorita R. con su voz seca y tersa— es la letanía. Creo que nuestros maestros y profesores así como los simples ciudadanos deberían limitarse a lo que se puede decir con seguridad. Así que cuando oigo las palabras peltre, culebra, té, jerez Fad 6, servilleta, fenestración, corona, azul, en boca de un funcionario público o de algún joven bisoño no me siento decepcionada. Cabe también una ordenación vertical —dijo la señorita R.—, como

peltre
culebra
jerez Fad 6
servilleta
fenestración
corona
azul

A mí me atraen los líquidos y los colores —dijo—, pero tú, tú debes buscar algo más, virgen mía, querido mío, cardo mío, tesoro mío, mi propiedad. Los jóvenes —dijo la señorita R.— cuando se dan cuenta de cuál es la naturaleza de nuestra sociedad, buscan combinaciones cada vez más desagradables. Algunas personas —dijo la señorita R.— buscan las ideas o la sabiduría, pero yo me atengo a la palabra dura, parda, nuciforme. Podría demostrar que hay suficiente emoción estética aquí como para satisfacer a cualquiera que no sea un loco puñetero.

Yo estaba allí sentado en solemne silencio.

Flechas incendiarias iluminaron mi camino hacia la oficina de correos de Patton Place donde miembros de la brigada Abraham Lincoln ofrecían sus últimas cartas exhaustas, postales, calendarios. Abrí una carta pero dentro había una punta de flecha comanche de piedra, engarzada por Frank Wedekind en una elegante cadena dorada y felicitaciones. Tu pendiente repiqueteó contra mis gafas cuando me incliné hacia delante para acariciar la zona blanda y destrozada donde había estado el audífono.

—¡Parad ya! ¡Parad ya! —urgí, pero los que estaban a cargo del levantamiento se negaron a atender a razones y a comprender que era cierto y que nuestra reserva de agua se había evaporado y que nuestro crédito no era ya lo que había sido en tiempos.

Conectamos cables eléctricos a los testículos del comanche capturado. Yo estaba allí sentado cada vez más borracho, cada vez más enamorado. Cuando accionamos el interruptor habló. Dijo que se llamaba Gustave Aschenbach. Había nacido en L…, una población rural de la provincia de Silesia. Era hijo de un alto funcionario de la judicatura y sus antepasados habían sido oficiales, jueces, funcionarios de departamento… Y nunca puedes acariciar a una chica del mismo modo más que una, dos, u otro número cualquiera de veces, por mucho que puedas querer cogerle, estrecharle o sujetarle de algún otro modo la mano, o la mirada, o alguna otra característica, o incidente, que previamente conocieses. En Suecia, los niñitos suecos nos vitorearon cuando lo único que hacíamos era descargar un autobús cargado con paquetes, pan y foie-gras y cerveza. Fuimos a una vieja iglesia y nos sentamos en el sitial del rey. El organista estaba practicando. Y luego entramos en el cementerio de al lado de la iglesia. Aquí yace Anna Pederson, una buena mujer. Yo arrojé un hongo en su tumba. El oficial que estaba a cargo del vertedero informó por radio que la basura había empezado a ponerse en marcha.

¡Jane! Me enteré a través de un Cupón de Aflicción Internacional que te había pegado una paliza un enano en un bar de Tenerife. Eso no parece propio de ti, Jane.

Sobre todo porque tú le pegas al enano una patada en su pequeña entrepierna de enano antes de que pueda clavarte los dientes en esa pierna sabrosa y tentadora, ¿a que sí, Jane? Tu aventura con Harold es criticable, tú lo sabes, ¿a que sí, Jane? Harold está casado con Nancy. Y también hay que pensar en Paula (la hija de Harold), y en Billy (el otro hijo de Harold). ¡Creo que tienes un sentido de los valores un poco raro, Jane! Se extienden en todas direcciones sartas de lenguaje para unir el mundo en un todo apresurado y obsceno.

Y no puedes volver nunca a las felicidades del mismo modo, el cuerpo brillante, el espíritu distinguido recapitulando momentos que ocurrieron uno, dos o cualquier otro número de veces en rebeliones, o en el agua. El consenso arrollador de la nación comanche destrozó nuestras defensas internas en tres puntos. Block disparaba con una pistola engrasadora desde el piso superior de un edificio proyectado por Emery Roth & Sons.

—¿Ves la mesa?

—¡Vamos, para ya con esa mesa puñetera!

Los funcionarios municipales estaban atados a los árboles. Guerreros oscuros entraron sigilosamente en la boca del alcalde con su paso de andar por el bosque.

—¿Quién quieres ser tú? —le pregunté a Kenneth y él dijo que quería ser Jean-Luc Godard, pero después, cuando la situación permitiese conversaciones en grandes habitaciones iluminadas, galerías rumorosas con alfombras españolas en blanco y negro y esculturas problemáticas en apacibles y rojos catafalcos. Los vómitos de la pelea estaban densamente esparcidos por la cama. Te acaricié la espalda, las cicatrices blancas abultadas.

Matamos a un gran número de ellos en el sur por sorpresa con helicópteros y cohetes, pero descubrimos que los muertos eran niños y que venían más del norte y del este y de otros lugares donde hay niños que se disponen a vivir.

—Piel —dijo dulcemente la señorita R. en la habitación blanca y amarilla—. Éste es el Comité de Clemencia. ¿Tendrías la bondad de quitarte el cinturón y los cordones de los zapatos?

Yo me quité el cinturón y los cordones de los zapatos y contemplé (lluvia desde una gran altura destruyendo las perspectivas de silencio y pulcras y ordenadas hileras de casas de las parcelaciones) en sus salvajes ojos negros, pintura, plumas, abalorios.

*FIN*


“The Indian Uprising”,
The New Yorker, 1965


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