El lobisón (1633)
[Cuento - Texto completo.]
Manuel Mujica LainezPor el camino de la costa, viene la cabalgata. Pica el sol. Pican también los terciopelos fatigados. La polvareda hace toser a los viajeros. El calor cruel del mediodía, los tábanos voraces, la reverberación de la planicie, la vegetación calcinada, prolongan la tortura. No ha llovido en dos meses. A la izquierda, el río del cual les separa la altura de la barranca, parece de estaño. Se dijera que vibra, con sorda crepitación de lava. Los caballeros han encontrado pobre socorro en su líquido fangoso, tibio, impuro. Callan todos. Don Pedro Esteban Dávila, gobernador del Río de la Plata, se desabrocha el jubón en el que la cruz de la orden de Santiago añade su llama roja a la hoguera del estío.
Todavía faltan cinco leguas, cinco mortales leguas, para alcanzar el alivio de tapias y aleros en la ciudad. Han andado desde la madrugada por el lado del río de Luján, donde cuentan que hay cuatreros. En Buenos Aires se susurra que el viaje obedeció, en verdad, a contrabandos del propio gobernador, avezado mercader. ¡Tantas cosas se dicen de Don Pedro, que si las consignáramos tendríamos para rellenar varios memoriales! Que si tiene cinco mujeres, que si introduce esclavos sin permiso, que si las matemáticas de su administración han revolucionado las cuatro operaciones… A Don Pedro no le hacen mella los escándalos. ¿Acaso no es hermano del Marqués de las Navas y pariente de los Alba de la casa ducal? ¿Acaso no ha luchado treinta años por el Rey, en Italia, en Flandes?
Ahora, mientras el sudor le empapa el cuello rígido, sus pensamientos vuelan hacia esas comarcas de frescura. Negros cipreses, fontanas con estatuas mitológicas, se levantan en la carretera, en vez de los espinillos inflamados. ¡Y aquellos mesones, en los caminos de Holanda, aquellos jarros de cerveza helada que se bebían de un golpe! ¡Y las hembras, las mozas de Nápoles, de Sicilia, de Amberes! Sobre todo las italianas… Le enloquece la tez levantina, dorada por el Mediterráneo. Se pasa la lengua por los labios secos. Prefiere no pensar en su hermano, el Marqués, porque entonces todo se le antoja más negro y más rojo. Estará muy repantigado, con sus pantuflos, en el palacio de Castilla. Le traerán el vino en cristales de Venecia. De nuevo la lengua moja los labios partidos. ¡Mala suerte, la de los segundones! Para eso dio treinta años de su vida a un soberano indiferente… Pero no… Esta vez se terminarán las penurias. Regresará de Buenos Aires con las arcas henchidas y ya verán quién es Don Pedro Esteban Dávila, el indiano.
En el séquito de tormentos toca el turno a los mosquitos. Una nube persigue a la tropa abrasada. Los soldados se dan palmadas feroces. El sol… el sol… Cruje el verano.
Ya van entrando en la zona de los Montes Grandes. A la vera del camino, avístase una choza de barro y paja. Más allá, los talas grises, casi neblinosos, entrecortan la lámina fluvial con su ramaje de espinas. Durazneros, algunos sauces, cuecen en la barranca. Hay una pequeña huerta junto a la habitación.
—Por aquí —dice Don Pedro a Felipe Medrano, que a su lado cabalga— debió darse el combate en el cual murió Don Diego de Mendoza, ha medio siglo.
El otro no lo cree. Para él, el combate contra los querandíes se libró más arriba, en la ribera del Luján, aunque hay quien sostiene que tuvo lugar en la región de la Matanza.
Una mujer, que ha salido a la puerta de la casa atraída por el estrépito de las armas y de los caballos, pone punto a la conversación. Es una mestiza, casi una adolescente. Va medio desnuda, con la ropa llana desceñida por el calor. Queda inmóvil, pues no imaginó que toparía con tantos hombres. Por lo menos son quince, entre caballeros y soldados. Sus mosquetes y sus lanzas llamean sobre los morriones.
Don Pedro ha quedado atónito también. Le parece que esa visión es trampa de la temperatura y de la sed que le quema la garganta. ¿No será un espejismo como los que acosan a las caravanas en los arenales? Jamás ha visto mujer tan bella. Ni en Portugal, ni en Sevilla, ni en Siracusa. Acaso la fiebre le haga desvariar así. Ya ha olvidado las mujeres que poblaron sus noches italianas. El deslumbramiento se las oculta. No tiene ojos más que para esa muchacha de hombros morenos, de labios como frutas. Quizá sea el frescor que la envuelve el que le engaña. En medio de la vegetación desmayada y como agonizante, fórjase la ilusión de que la mestiza permanece intacta en su gracia aérea. Si hasta se diría que una brisa leve le hace temblar los pliegues del vestido para mostrar mejor la hermosura de su cuerpo.
Con un ademán del brazo arqueado, Don Pedro detiene a la tropa. A la urgencia de pedir agua se suma ahora la de otras sedes. Detrás, la soldadesca se inquieta, azuzada por la aparición excitante. Si no hubiera estado ahí el gobernador cuya cólera temen todos, hubiérase desatado en torno de la mocita el incendio de los requiebros desvergonzados. Pero el caballero de Santiago no tolera la familiaridad. Desterrado en el Río de la Plata, fin del mundo, mantiene en su Fuerte mísero una apariencia de corte. Sigue siendo el hermano del Marqués de las Navas, el pariente de los duques, con trece roeles en el blasón. Sin embargo, presiente el bullir de las ansias de su milicia. Aunque los bravos no lo manifiestan, eso le irrita, sin considerar que no arde menos su deseo. Por ello extrema la ceremonia señoril cuando, inclinándose sobre el cuello de su cabalgadura, interroga:
—¿Podríais procurarnos algunos cántaros de agua? Mi tropa anda sedienta.
Ella ensaya una reverencia torpe y entra en la casa. Vuelve con un cuenco y lo ofrece. El movimiento grácil le afloja más aún la ropa, de tal suerte que debe recogerla sobre el seno con una mano, mientras la otra tiende el recipiente tosco.
—Gracias —dice Don Pedro, campanudo, secándose las gotas que le abrillantan la barba con su rocío—. Soy el gobernador.
La confusión de la mestiza aumenta pero solo dura un instante. Instintivamente, su cuerpo esculpido, macerado para el amor, le otorga una seguridad que aflora en la picardía de sus ojos, en el mohín de su boca.
Los soldados han desmontado y beben de un cubo. El cuenco pasa entre los gentiles hombres.
Don Pedro quisiera conservar el aplomo, pero la voz le traiciona. Valora los pechos de la niña, entrecerrando los párpados. Pregunta de nuevo:
—¿Cómo os llamáis?
Y ella, con una sonrisa abierta:
—Soy la Mari-Clara, mujer de Sancho Cejas, al servicio de vuesa merced. Allá viene agora mi marido.
Añade esto último al condimento de esa charla en la que lo más importante es lo que no se dice, como un grano de pimienta, porque no se le escapan las emociones del hidalgo. Detrás de los frutales asoma un paisano, mestizo también, bastante mayor que ella y tan feo que el señor apenas disimula su asombro. Tiene las orejas separadas, en punta, mucho vello en la cara, en los brazos. Se inclina, y Don Pedro nota la aspereza de su pelambre. Como el gobernador tampoco pierde nada, percibe la mirada sumisa con que Sancho envuelve a su mujer. A no dudarlo, ella es quien da las órdenes.
Ya han apagado la sed y parten, rumbo a la ciudad. El caballo de Dávila piafa y caracolea, en alarde de gallardía.
Tan caviloso va Don Pedro, que Felipe Medrano se le acerca para distraerle. Es un muchacho de la Asunción del Paraguay, mitad bufón y mitad confidente, gran rascador de guitarra. Sus bromas no despiertan eco en el hidalgo, quien espolea el caballo andaluz como si buscara algún sosiego en la brisa candente. Pero no lo halla. En la monotonía del paisaje, baila la imagen de la mestiza tentadora. Felipe lo empareja nuevamente y, para recobrar su favor, le repite lo que se cuenta del lobisón de los Montes Grandes. Aguza la atención Don Pedro.
Los hechos extraños y oscuros siguen atrayendo, más allá de la cincuentena, a su alma milagrera, supersticiosa.
Medrano lo ha sabido por boca de campesinos. Por esa región anda suelto un hombre-lobo. Las noches de luna llena se le oye aullar y las buenas gentes desparramadas en la llanura, atrancan las puertas. Han aparecido varios carneros despedazados.
El gobernador, que desde niño se familiarizó con la conseja milenaria del ser humano que se transforma en bestia carnicera, como Nabucodonosor, el hombre que cuando ha recobrado la hechura normal, disminuida la luna, ignora sus crímenes, arguye, desdeñoso:
—En el Río de la Plata no hay lobos. Os han engañado. Esas son patrañas de viejas.
Pero Felipe no cede.
—Aquí —responde— los endemoniados trocan la catadura y se mudan en una suerte de grandes zorros que los guaraníes llaman aguará-guazú. Ya los vieron cuando Gaboto.
Reanudan el galope. A la distancia, el caserío de Buenos Aires recuerda, de tan diminuto, esas ciudades que los santos patronos abrigan en las palmas, en los cuadros del medioevo.
La figura de la mestiza, balanceada ante su marcha como un pámpano jugoso, se baraja en la mente del hidalgo con la facha torva de su marido y con la leyenda del licántropo, florecida en América como una planta dañina, toda garfios y ponzoña, cuyo germen regaron los conquistadores, sin quererlo, en la charla nocturna de las carabelas.
¿Hombres-lobos? Cervantes los cita, y ya antes, mucho antes, Homero y Plinio y Ovidio y Plauto. Don Pedro Esteban Dávila tropezó con el relato en Italia, en Flandes, en Castilla. ¿Por qué no aquí, donde los dioses caníbales acechan detrás de cada mata, donde Cristo tiene que abrirse paso duramente por selvas impenetrables como mallas de acero? El lobisón, hijo del Diablo, puede reptar entre esos árboles martirizados cuyo nombre desconoce el representante del Rey Católico para saltar cuando menos se lo aguarda, con la aureola de la luna llena al fondo. Y Don Pedro superpone a la estampa hirsuta, convencional, del maldito, la de Sancho Cejas, con las orejas triangulares separadas del cráneo, con los dientes filosos que descubrió su sonrisa esclava.
En Buenos Aires, el gobernador se hastía. Ve crecer, entre bostezos, el Fuerte de San Juan Baltasar de Austria, alzado penosamente por los vecinos para intimidar a los piratas holandeses de Pernambuco. Debe atender una retahíla interminable de quejas. La Audiencia de Charcas le escribe por esto y por aquello; los funcionarios le apremian con rendiciones de cuentas dudosas; su hermano, el Marqués de las Navas, que Lucifer confunda, no contesta los pliegos que le despacha para pedirle que interponga su influencia ante el príncipe, quien sospecha de su honestidad. Pronto, demasiado pronto, tendrá que abandonar el cargo pingüe y entonces comenzará el juicio de residencia. Que si robó… que si no robó… que si andaba amancebado… que si los contrabandistas…
Ni de noche ni de día consigue reposar. A la hora de la siesta se tiende bajo el alero débil, frente al río. En su percha calla el papagayo, ahogado por la modorra.
Una cuadrilla de negros moja las plantas del patio y las baldosas hirvientes. ¡Ah, si ese viento del Plata, a veces tan levantisco, se desperezara por fin e irrumpiera en la ciudad, golpeando puertas, arrancando la ropa tendida, azuzando el polvo de la Plaza Mayor! Don Pedro no titubearía en subir al más alto pasadizo de ronda, aunque se escandalizaran las gentes, para ofrecerse semidesnudo a su abrazo vivificador. Pero por la plaza muerta solo va, zigzagueando como una hebra de hormigas, la procesión que implora la lluvia.
De tanto en tanto, entre una y otra reclamación de los cabildantes y del deán a cargo del obispado, su imaginación huye hacia la mestiza que le embrujó en los Montes Grandes, de regreso del Luján. La ve a modo de una ninfa de cariátide, de una náyade de fuente italiana con el cántaro al hombro. Nada: lo único que podría amenguar un poco la fiebre que le consume es la Mari-Clara, con su frescor. Su hechizo se vincula, en el recuerdo, al de las viejas metrópolis europeas donde las calles angostas son frías como arroyos, donde los soportales conservan un aire húmedo, como si fueran enormes tinajas.
¿Y el marido? ¿Y el hombracho crinudo de ojos de perro? De seguro, siempre estará celándola…
Esa noche el calor agobia a Su Señoría. Ambula por su paseo del Fuerte, desde el cual observa a las mujeres que han bajado a bañarse en el río, flotantes las camisas largas. A su lado, Felipe Medrano sorbe ruidosamente una calabaza de yerba del Paraguay. El vicio ha cundido entre los españoles. Hasta se menta a un obispo a quien las libaciones abusivas enloquecieron.
Don Pedro Esteban Dávila, apretada la cruz de Santiago contra la aspereza del parapeto, escudriña en la noche iluminada. Se le van los ojos pecadores tras las mujeres que chapotean con pies y manos el agua limosa o que lanzan gritos agudos cuando alguna alimaña les roza las piernas.
—Tres días más —dice Medrado— y gozaremos el plenilunio.
El gobernador levanta la mirada hacia el disco que un cendal vaporoso vela. Poco le falta para alcanzar la redondez total, fecunda, orgullosa. Así, con su fina mordedura, se le antoja uno de los doblones que su hermano, el Marqués, dilapida. Al pasar, una nube recorta en su delgadez la silueta erizada de un hocico. Es como si el hombre-lobo se estremeciera ya, en acecho.
Pero el maese de campo no está hoy para fábulas. Aquí, entre los andamios del Fuerte San Juan Baltasar, es absurdo dar pábulo a las preocupaciones sobrenaturales. Se sonríe él mismo de sus pasados resquemores. ¿Qué? ¿No le ha enseñado nada la vida aventurera? ¿La residencia en Italia no le sirvió de cátedra de escepticismo? Trasgos y duendes y encantamientos y hombres que se mudan en tigres y en zorros, pertenecen a la leyenda dorada y a las novelas de caballerías. Denle a él un soneto de Pietro Aretino o un cuento de Boccaccio, como los que le leían las cortesanas en Florencia, ante mesas colmadas de frutas y de vinos raros. Lo otro son embustes de nodrizas agoreras, de viejas desdentadas que asustan a los niños, en el fondo de los caserones aldeanos de Castilla, sazonándoles el alma con un terror de diez centurias.
Después de tantos días de opresión, suelta una carcajada tan recia, tan rica, que el pajarraco despierta y se echa a parlotear, hamacándose en su barrote. La idea que ha cruzado por su espíritu le parece inspirada por el Decamerón. Mientras la elabora, la completa y la pule, Su Señoría piensa en lo mucho que hubieran reído sus amigos toscanos, al exponérsela. Es cuento para narrarlo en un palacio rodeado de cipreses negros, junto a un lago azul hasta el cual se desciende por escalinatas musgosas. En Buenos Aires su sabor se deslíe… ¿Quién lo comprendería? No importa. Llevará a cabo su plan estrafalario aunque solo sea por amor de la obra de arte, y también porque, de realizarse, su maquinación podrá proporcionarle el placer que ambiciona, el pámpano balanceado.
Todo depende de la astucia de Felipe, el paraguayo. Y, entre carcajadas, se lo comunica.
Al día siguiente, muy de mañana, tendrá que ir hasta la choza de la mestiza a uña de caballo. Le llevará ese collar de piedras celestes, tan diáfano, que guarda en una arqueta con otras joyas. Le dirá que el gobernador retribuye así su bondad de samaritana. Luego le insinuará que Don Pedro quiere verla a solas y aludirá a su carácter rumboso, pródigo. Si la mestiza capitula, le descubrirá los secretos de su estrategia. Sancho Cejas está tan embobado con su compañera que, si ella es hábil, hará cuanto le pida. Para alejarle por unas horas es menester un pretexto, algo que impida su regreso inopinado y peligroso. El pretexto será el lobisón. Mari-Clara deberá darle a entender, sutilmente, con argucias de que únicamente dispone una mujer ante un palurdo cegado por el amor, que en su ánimo se ha infiltrado el recelo de que él, Sancho, el propio Sancho, es el hombre-lobo. ¿Cómo? ¿Por qué? Ahí finca la ocasión de ejercer su sagacidad femenina, ducha en mañas… Que le relate, con una dosis de llanto, que cuando se eleva la luna llena le ve saltar de la cama, furioso, y lanzarse a correr por la llanura. Que agregue que vuelve cubierto de sangre y que si él no lo ha advertido hasta ahora es porque ella tuvo buen cuidado de lavarle, cuando dormía ahíto, de miedo de que los vecinos le descubrieran. El hombre-lobo, el hombre-aguará, no sabe nunca qué le ha acontecido en ese lapso de ferocidad sonámbula. Por eso no lo sabe Sancho Cejas. Pero ahora el terror empieza a ganar a Mari-Clara. No osa hacer frente a una noche más de espanto, de demencia, y la luna llena se anuncia…
Tan poseído está Don Pedro por la escena que describe, que la representa como un mimo o un actor, cambiando las entonaciones y multiplicando los ademanes. Y todo el tiempo, aun en los instantes de sugestión más siniestra, en el fondo de sus pupilas brilla una lucecita retozona con destellos verdes. Medrano no pierde palabra, arrastrado por el discurso peregrino, mezcla de tragedia y de farsa.
Don Pedro le revela lo más íntimo de su argumento, el nudo de la comedia florentina que ha urdido. Si Sancho se convence —¿y cómo no doblegarse ante la imploración de esos ojos, ante la fingida angustia de esas manos?— Mari-Clara le arrancará la promesa de que la noche en que la luna alcanza toda su opulencia se dejará ligar de piernas y brazos y amarrar con una gruesa cuerda al tronco del tala que corona la barranca del río. Sancho es un simplote, un burdo juguete para su mujer. Su estupidez le ocultará la trampa. Entonces el caballero, furtivo, podrá introducirse en la choza. A la madrugada, partido ya el gobernador, Mari-Clara deshará los nudos y el marido regresará a su habitación. Por una vez, habráse conjurado el riesgo de la bestia…
La risa sacude a Don Pedro Esteban Dávila. Se ve holgando con la suculenta mestiza, en tanto que el dueño legítimo, cien metros más allá, tirita de pavor a la sombra del tala, esperando que se le alarguen las mandíbulas y que le crezca el pelo de zorro en los pómulos deformados.
Medrano ríe también. La aventura le tienta. Apenas si opone algún reparo. ¿No sería más sencillo traerla a la fortaleza como a tantas otras? Pero el militar no le atiende. Está harto de escándalo, de habladurías. Allá, él catará la sal de la comedia, de la cosa muy civilizada, despabiladora de aburrimientos y, simultáneamente, tendrá en sus brazos a la mujer más seductora que conoce. Nublados los ojos por las lágrimas alegres, dando grandes palmadas al paraguayo, repite:
—La llamaremos “La farsa del lobo cornudo”.
Todo salió a pedir de boca. Tal vez fue demasiado fácil. La moza —según Felipe—, si bien se negó al principio, terminó aceptando.
—¡Y cómo reía! —recordaba Medrano, lisonjero—. Vuesa merced debiera escribir entremeses. Para mí que esa ladina le cobra ansí alguna cuenta antigua al cuitado Sancho Cejas.
También lo piensa Don Pedro Esteban Dávila, al par que galopan camino de los Montes Grandes. La luna no se ha mostrado aún. La verán más adelante, pues les faltan tres leguas.
¡Hela aquí, redonda, colosal, luna de encantamientos, de bebedizos; luna para que los herbolarios la saluden murmurando las fórmulas mágicas, cuando van recogiendo las raíces misteriosas; luna para desencadenar la pasión dormida del hombre fiera que aúlla a su resplandor!
Pero ni Don Pedro ni su escudero escuchan rumores alarmantes en la desierta ruta. Solo se oye el resollar de los caballos, el graznido fúnebre de las aves nictálopes, el croar de las ranas. Millares de luciérnagas guiñan las lamparitas en el campo. Bulle el calor. Alrededor del satélite se agolpan los indicios de lluvia. ¿Quién puede pensar en nada tétrico, mientras se galopa, floja la brida, hacia la promesa de un amor lujoso, desbordado, convulso sin tontos remilgos de cortesanía?
Cuando solo les separa de la cabaña una escasa legua, Felipe desmonta. Lo han concertado así, por prudencia. Aquí aguardará a su señor, acariciando la vihuela española.
Y Don Pedro atropella, delirante, sintiendo en la faz el aletazo de las primeras ráfagas de un aire nuevo, libre, que empuja los rebaños de nubes. Ha vestido un jubón modesto, sin su insignia de Santiago, para evitar que lo reconozcan si encuentra alguna partida de curiosos. Vana fue la precaución. En todo el viaje no han hallado ni un alma.
Ahora sofrena la cabalgadura y la pone al paso. El monte de espinillos desde el cual seguirá su marcha a pie se amasa a su derecha. Asegura el caballo a una rama y continúa su camino, cauteloso. A doscientos metros, la luna enfoca sobre la carretera la cabaña de paja y barro. A la distancia, en la cumbre de la pendiente, los talas se arropan en la bruma translúcida de su follaje. Son fantasmas de arboleda. Cuidando de eludir el menor crujido, el gobernador avanza, se aposta en un magro cañaveral y avista, como lo esperaba, a Sancho. Es un bulto informe, acurrucado al pie de un tronco, pero Don Pedro reconoce el pañuelo que anuda a la cabeza. Lanza un suspiro de alivio y, sigilosamente, se dirige a la casilla.
Dos horas, tres horas quedó allí. La mestiza, con el collar celeste al cuello, sobrepasa en hermosura cuanto soñó el hidalgo. En voz baja, Mari-Clara le ha detallado los ardides de que debió valerse para vencer la terquedad del marido y Dávila se asombra de su delgado ingenio. Cejas nunca ha logrado rehusarle nada y ahora, convencido de su doble personalidad truculenta, duerme bajo el tala cómplice.
Dos horas… Tres horas… Afuera, el viento aumentó su volumen, enriquecido con fuerzas robustas que vinieron de allende el río. Pronto tendrán encima la tormenta que sucede al rigor de las sequías. Entreabriendo la puerta, Don Pedro observa que la luna se ha ocultado bajo nubarrones roqueños. Mari-Clara no le deja partir. El gobernador le ha prometido ya un collar de oro con una imagen de Nuestra Señora y, con mil coqueterías, la muchacha trata de sonsacarle una ajorca que complete el aderezo.
Repentinamente, la tempestad rompe las cadenas tendidas. Un trueno sacude la casa. Por un segundo, en brazos el uno del otro, sienten que el terror les hiela la sangre. En medio del estrépito formado por las hojas desparramadas a puñados y por el choque del ramaje, han oído el grito de Sancho Cejas. La lluvia comienza a tamborilear sobre el techo de paja. Su miedo se acrece cuando creen escuchar cerca de la puerta y luego en los resquicios de la ventana, un ansioso jadear, como de bestia que olfatea.
¿Será alucinación? Don Pedro toma la espada y sale. La oscuridad ha hundido por doquier sus algodones negros. Los truenos sueltan sus carros de metal. Dávila vacila, da unos pasos y, cuando intenta volver a la choza, apenas alcanza a divisar, en la penumbra temblona de una bujía, la desnudez de Mari-Clara que está afianzando la puerta. Después, la noche, la enorme noche de lluvia, se abate sobre él. A tientas, busca la cabaña. El tablón recio resiste sus empellones. No osa golpear ni llamar. Titubea brevemente y parte en pos de su caballo andaluz. Su capa y su sombrero quedaron en la habitación.
El agua le corre por la cara, le empapa el jubón, se escurre por sus botas altas. Haciendo visera con una mano, trata de comprobar si Sancho sigue en su prisión al amparo del tala, pero la sombra y la lluvia se lo impiden.
Entonces empieza el viaje atroz que no olvidará nunca. Le fustigan los sauces. Las cañas rotas le acosan, como venablos. Cayendo aquí, levantándose allá, blandiendo el acero contra invisibles enemigos, retorna a tropezones, por el camino de la costa, hasta los espinillos donde dejó su cabalgadura. Solo encuentra un pedazo de la brida, destrozado. El enloquecido animal debió romperlo… a menos que… a menos que alguien… Y Don Pedro se afana por horadar las tinieblas que le aprisionan…
Los relámpagos le señalan el rumbo. Va, viene, el barro le salpica las barbas. Se ha hecho un tajo hondo en la frente, al caer, y la sangre le emparcha un ojo por momentos. Ahora, los resoplidos que le pareció oír en la choza resuenan a su derecha y a su izquierda, delante y detrás. Los rayos nada le muestran. Silba el viento y a sus aullidos se incorpora la algarabía de escondidos demonios. Don Pedro Esteban Dávila se imagina rodeado por una manada de lobos espectrales que husmean sus botas, que arañan sus brazos, que rechinan los colmillos. Los miedos infinitos de su infancia planean sobre él, como murciélagos, como búhos. ¡Qué lueñe, qué desvanecido está ahora el fácil paganismo de las noches de Florencia y de Roma, pantomimas del Renacimiento, en las que se blasfemaba porque sí, por hacer una frase, por enardecer la sensualidad de las cortesanas! Los monstruos de cola escamosa, los macabros duendes nacidos junto a la lumbre de sarmientos, en el sortilegio de la cocina del palacio castellano, danzan a su alrededor la zarabanda que arrastra a los muertos fuera de sus tumbas.
Corre… corre, desesperado… La espada dibuja círculos de fuego a la luz de los rayos rojos y azules. De esta suerte, gimiendo, cubre la legua que le separa de Felipe. Los ojos salidos de las órbitas, ruega a Santa Teresa de Ávila, la santa de su familia, por que el paraguayo no le haya abandonado en ese trance. Formula el voto de construir un convento bajo la advocación teresiana en el Río de la Plata. Jura solemnemente que jamás volverá a yacer con la Mari-Clara, hembra de perdición. Devolverá hasta el último ochavo de sus granjerías. El latín semiolvidado de los rezos acude a sus labios exangües. Pagaría cualquier precio por poner término a la pesadilla. Y sigue… sigue… azotado por espinas y ramas…
¡Por fin! ¡Aquí está Felipe, el buen Felipe, el generoso y fiel Felipe, calado hasta los huesos! Bajo la capa, la guitarra improvisa una joroba chorreante.
Pero Felipe al ver surgir de la maraña al esperpento horroroso, bañado en sangre, negro de fango, con la ropa hecha jirones y la espada en la diestra, se persigna demudado, prorrumpe en un alarido: ¡El hombre-lobo!, y volviendo grupas hunde las espuelas en los ijares del caballo y huye como un poseído hacia la ciudad.
Don Pedro se derrumba con la cara en el lodo. A la madrugada le recogieron unos carreteros, y, sin reconocer a Su Señoría, arrojaron al hermano del Marqués de las Navas, muñeco de trapo, sobre los fardos de cueros malolientes. Al lento paso de los bueyes le llevaron hasta Buenos Aires. Tenía el cabello blanco, los dientes le castañeteaban, temblábanle las manos febriles. El sol enjugaba los árboles castigados. Sobre la sábana verde, deslumbrante, las mariposas amarillas doraban la mañana, augurando la monarquía del calor ciego, del bochorno que trastorna los espíritus.
*FIN*