El loco de Five-Forks
[Cuento - Texto completo.]
Bret HarteVivía solo, no porque el resto del campo hubiese condenado su locura al aislamiento, sino más bien por gusto, y esa afición habíase manifestado mucho tiempo antes que se notara que su cerebro se hubiera debilitado. Muy taciturno, solo hablaba para quejarse de su mala salud, aunque en apariencia, fuera robusto y bien plantado. En el correo fue donde primero se apercibieron del trastorno de sus facultades mentales. Era el único que se sabía escribiera por cada correo, y sus cartas iban siempre dirijidas a la misma persona, a una mujer. Pues bien, de ordinario sucedían las cosas de otra manera en la correspondencia de Five-Forks; llegaban muchas cartas, la mayor parte de escritura femenina, y eran recibidas con indiferencia. Algunos las abrían sobre la marcha y sin disimular cierta sonrisa de fatuidad; muchos otros no disfrazaban su fastidio al recorrerlas con la mirada. Esas cartas empezaban siempre por “mi querida esposa”, y había muchas de ellas que no eran reclamadas. Pero, que un hombre escribiera periódicamente sin que le respondiesen jamás, era un caso único que pronto fue conocido de todos. De modo que cuando, un sobre llevando el sello de devolución, llegó para Ciro Hawkins, todo el campo salió de quicio con una curiosidad delirante. ¿Cómo acabaron por penetrar el secreto? Lo ignoro. Sin embargo, alguien supo de una manera o de otra que bajo esa cubierta venían las propias cartas del loco, devueltas sin que faltara una sola. Hawkins sospechó talvez que su monomanía y el humillante resultado que esta había tenido, eran cosas conocidas de sus camaradas, pues se encerró taimado en su casa por más de ocho días, con el pretesto de fiebre; después volvió a tomar la pluma con su porfía habitual; las cartas llevaron una nueva direción en lo sucesivo.
En esos días, una supersticion popular dominaba en las minas; era cosa probada que la suerte favorecía preferentemente a los sencillos y a los ignorantes. Cuando Hawkins descubrió un pocket en el flanco de la colina cerca de su cabana solitaria, este acontecimiento no exitó ninguna sorpresa. “Todo eso desaparecerá en la excavacion próxima”, y así es en realidad, como los posesores de lo que llaman “una suerte negra” pierden voluntaríamente su capital; pero con aturdimiento de todos, Hawkins, después de haber sacado cerca de ocho mil dólares de ese bolsillo agotado, no emprendió trabajos para encontrar otro. El campo se preguntaba qué haría él con sus ocho mil pesos. Cuál sería la indignación general cuando se descubrió que los había convertido en una letra de cambio a favor de “esa mujer”. El murmullo subió de punto cuando se agregó que la letra le había sido devuelta como las cartas, y que él estaba todo avergonzado de tener que reclamar su dinero en la oficina de correos. “Verdaderamente”, dijo un astuto perillan, “que no sería la peor de las especulaciones irse al Este a buscar alguna linda muchacha que mediante cierto precio, representara a su hechicera y pusiera la mano sobre el depósito de dinero”. Es necesario que digamos que la bella desconocida de Hawkins era designada con el epíteto de hechicera, el que muy probablemente no justificaba.
Que el loco Hawkins terminara por jugar, nadie lo ponía en duda, y que ganara en virtud de la teoría arriba enunciadada, no era menos verosímil; pero que hiciera saltar la banca de M. John Hamlin en Five-Forks, y que al día siguiente perdiera en la misma mesa, después de haberle quitado triunfalmente una suma que se avaluaba de diez a veinte mil dólares, los más grandes aficionados a lo maravilloso rehusaron creerlo. Sin embargo, este era el rumor que circulaba. En caso de que Hawkins, lejos de perder, hubiera engrosado su capital, ¿qué haria con él?
—Si este animal lo envía nuevamente a la hechicera —dijo un ciudadano eminente—, entonces será preciso obrar.
Habría con eso con que comprometer al campo entero. ¡Desperdiciar semejante suma en favor de estranjeros que no la necesitan puesto que no la reclaman!
—Entre tal estravagancia y la estafa no hay sino un paso —añadieron otros camaradas escrupulosos—. ¡Los comités de vigilancia deberían mezclarse!
Cuando se vió que Hawkins, al menos, no recaía en el mismo acto de locura, la ansiedad por saber lo que habría hecho de su dinero se hizo intensa; al fin, cuatro ciudadanos le fueron delegados con el objeto de aclarar diestramente la cosa. Después del primer cambio de formalidades políticas y de quejas triviales sobre la estación tan desfavorable, un tal Tom Wingate abordó insidiosamente la cuestión esencial.
—¡Y bien! —dijo—, tú has emplumado pues a John Hamlin la otra noche, y él pretende que tú le consentiste tomar su revancha… A esto, yo he contestado: ¡No es tan bruto como eso! ¿No es cierto Dick? —agregó, Wingate, interpelando a un compadre.
—Si, por cierto —esclamó Dick con viveza—. Tú has dicho que veinte mil dólares valían la pena de ser guardados, y que Ciro haría mejor empleo de su dinero. He olvidado que colocación dijiste que le iba a dar —insinuó Dick devolviendo la indirecta con soltura.
Naturalmente Wingate no respondió, pero miró a Hawkins quien, con aire preocupado, se frotaba una rodilla.
—¿Nunca has tenido calambres en las piernas? —preguntó, recomenzando una de sus sempiternas retahílas sobre los males incurables de que se creía atacado, y, como los otros lo trajeran de nuevo al asunto de la colocación—: ¿Mi colocación en el canal do Bafferty? —interrumpió el loco con una injenuidad de que no se podía dudar.
Los delegados del campo quedáronse estupefactos.
¡El canal de Bafferty! ¡Un fiasco notorio en Five-Forks! ¡La quimera de un imbécil! El atascadero que se había tragado los recursos y las esperanzas de veinte accionistas miserables y de Rafferty mismo!
—¿Con que es eso? —dijo Wingate despues de un largo silencio—, ¡ya comprendo! He aquí el motivo porque Pat Rafferty que siempre andaba en harapos, se ha ido tan bien vestido a San Francisco, y porque diez do sus obreros que en la víspera se encontraban sin sueldo, jugaban al billar la otra tarde y tenían francachela. Ya sabemos cuales son los fondos que han pagado ese largo anuncio en el Times sobre la nueva emisión de las acciones del lavado! Esto fue lo que ayer atrajo seis estranjeros al hotel Magnolia. Ya lo ven, muchachos, ¡el loco es el autor de todo!
Hawkins permanecía silencioso, dolorosamente embebido en su reumatismo, según parecía. Sus interlocutores tomaron, pues, el partido de retirarse cerrando la puerta con estrépito.
Seis meses después ya no se pensaba en este negocio; el canal había sido comprado por una compañía de capitalistas bostonenses a causa de una brillante descripción de un holgazón del Este que había venido una tarde a embriagarse a Fivo-Forks; todo comentario sobre el estado mental de Hawkins habría cesado de circular, si cierta aventura no hubieso probado que ese personaje singular estaba más loco que nunca. Fue durante una campaña política muy agitada, en la que el espíritu do partido estaba extremadamente sobreexitado, cuando el irascible capitán Mac-Fadden do Sacramento visitó a Five-Forks, y se fue de palabras con el honorable Calhoun Bungstarter.
El salón llamado la “Rosa de la Praderas” guarda el recuerdo de esa escena sumamente viva y que terminó por un cartel. El capitán pasaba por un duelista de profesión que no erraba nunca su hombre; se creía enviado por la oposición con un designio sanguinario; además, el título de entranjero no añadía nada a su popularidad. Hubo, pues, un minuto de indecisión cuando él, volviéndose hacia la multitud, reclamó la asistencia de un testigo. Con profunda sorpresa de todos, y gran descontento de algunos, el loco se avanzó y se ofreció cuando nadie respondía al llamado. Ignoro si el capitán le habría escogido, pero se vió forzado, a falta de mejor, a aceptar sus servicios.
Con todo el duelo no tuvo lugar. Fijados los preliminares, escogido el terreno, los adversarios en presencia, toda posibilidad de explicación o de excusa resueltamente desechada, y sin embargo, el duelo no pudo llevarse a cabo. ¿Por qué motivo? Fácil es imaginarse que cada cual corrió a informarse; pero los dos autores principales, el cirujano y uno de los padrinos habían abandonado la ciudad al día siguiente; no quedaba sino el loco, y este permaneció mudo, declarándose comprometido de honor al silencio. Meses corrieron antes que el coronel Starbottle, testigo de Buustater bajo la influeucia de libaciones un tanto exageradas, desahogase la verdad en el seno de algunos amigos.
Notemos de paso que la dignidad característica de Starbottle siempre se hallaba aumentada por lo que él llamaba el uso de los estimulantes.
—La única vez que yo he entablado una explicación sobre este delicado asunto —dijo el coronel alzando su pecho combado sobre el mostrador de La Rosa de la Pradera—, fue en Sacramento donde tuve que castigar la impertinencia de mi interlocutor. Con una sociedad distinguida como ésta —y el coronel balanceó su vaso con un gesto gracioso—, semejante lección no será, estoy cierto, de ninguna manera necesaria!
Satisfecho en apariencia de la atención y gravedad de su auditorio, el coronel Starbottle se sonrió, cerró los ojos para coordinar sus pensamientos siempre algo fluctuantes, y continuó:
—Como el teatro del encuentro no estaba léjos de la morada de M. Hawkins, se convino en que se reunirían en casa de ese gentleman a las seis y media. La mañana era fresca, y M. Hawkins como dueño de casa hospitalario, nos ofreció una botella de whisky de Borbon; todos bebieron, excepto yo. El motivo de esta escopción es bien conocido creo, es mi invariable costumbre de contentarme con aguardiente… un vaso de aguardiente, señores, en una taza de café muy fuerte, al levantarme. Nada estimula mejoría funciones del estómago sin agitar los nervios.escopción El mozo de mostrador, a quien el coronel había dirigido, como al juez más competente, esa observacion incidental, hizo un signo de aprobación, y el coronel continuó en medio del mas profundo silencio:escopción —Fueron necesarios veinte minutos para llegar al lugar, el cual medimos, hecho lo cual las pistolas fueron cargadas. En ese mismo instante, M. Bungstarter me confió que se sentía indispuesto. Llamé aparte al testigo de la parte contraria, quien me confesó que el capitón Mac-Fadden se hallaba al otro lado del campo retorciéndose en verdaderas angustias. Los síntomas eran de aquellos que un médico habría llamado coléricos; yo digo que los habría llamado, pues al cirujano le fue imposible dar su opinión, puesto que él también estaba enfermo a tal punto de perder la cabeza, si juzgo por el lenguaje poco conveniente que él se permitió, siento decirlo. Al oírlo, algún veneno había sido administrado ocultamente a la sociedad. En efecto, M. Hawkins se acordó muy pronto con desesperación de que el whisky ofrecido tan cordialmente debía estar mezclado con una medicina a la cual él no hacía caso alguno, porque nunca había podido producir ningún efecto en él. La buena gracia con que se reconoció responsable y se puso a la disposición de cada una de las partes, su pesar evidente, la inquietud ingenua que manifestaba sobre el estado de su propio estómago recalcitrante al efecto ordinario de droga tan vigorosa, en fin toda su conducta, pueden creerme, le hizo gran honor. Después de una demora bastante larga requerida por el estado en que se hallaban, transportamos a esos dos señores a Markleville, habiéndolos abandonado el cirujano invadido por un terror tan egoísta como irracional. Un arreglo honorable puso fin a esa aventura que juramos mantener secreta, y hasta ahora —añadió el coronel dejando el vaso en su lugar—, nadie se ha quejado del resultado.
El tono de Starbottle no dejó tomar vuelo ni a las críticas ni a las bromas; solamente la inadvertencia de Hawkins en su rol do testigo fue añadida a la lista de sus actos de locura, lista ya larga que una excentricidad suprema coronó muy pronto.
Habiendo sido descubierta una veta de oro en el túnel de la Brillante-Estrella, en la montaña misma en que él vivia, gruesas sumas le fueron ofrecidas por una parte de su terreno en la cumbre; rehusó resueltamente, lo que ya era insensato, pero la razón de la negativa que daba pareció aún más absurda: declaró que quería edificar.
¡Edificar sobro una mina de oro, edificar sin necesidad, puesto que ya tenía un abrígo suficiente!… exclamaban. Los clamores redoblaron cuando la nueva construcción, un palacio para la gente de Five-Forks, que nunca había soñado algo semejante, se levantó más arriba del hoyo que al mismo tiempo estaban cavando. El sitio, preciso es confesarlo, era do los mas pintorescós. Poco a poco lo ciudadanos, al principio escépticos, y después confundidos, adquirieron la costumbre de pasar todos sus momentos de ocio observando los progresos del edificio, del Asilo de Enajenados, como lo llamaban, y que se amoldaba admirablemente en ese marco agradable formado por las verdes encinas y los ramos de abetos. En fin, ya no faltó sino amueblar la casa. Ciro Hawkins mostró en esta circunstancia una prodigalidad loca; hizo venir con gran costo de Sacramento, alfombras, sofás, espejos, y finalmente un piano, el único que alguna vez existiera en el condado. Ademas de los muebles, había ciertas fruslerías que algunos mineros casados declararon no podían servir sino para mujeres. Dos meses se necesitaron para amueblarla, durante los cuales, el campo entero estuvo en revolución; después Hawkins cerró la puerta, se echó la llave en el bolsillo y volvió tranquilamente a habitar su antigua cabaña.
Hasta entonces, estaban acordes en pensar que la hechicera, a fuerza de reserva sistemática, había conseguido su objeto, el matrimonio, y que la nueva casa debía recibir sin demora a la dichosa pareja. Cuando vieron que ese lujoso nido permanecía vacío, les pareció cierto que el loco había sido, aun otra vez, juguete de sus esperanzas. La indignación pública fue tal, que, si la caprichosa creatura que ultrajaba al campo en la persona de uno de sus miembros, se hubiese, después de esperarla dos meses, decidido a aparecer, sin duda alguna que la habrían dado un mal rato; pero ésta no apareció, y Hawkins no respondió más que lo que respondía anteriormente a las preguntas insidiosas de: ¿por qué no ocupaba su casa, y por qué no la arrendaba? Nada más sencillo. Él no estaba absolutamente apurado por cambiar casa, y quería, el día que le viniera la fantasía de hacerlo, encontrar su morada libre, completamente preparada para recibirlo. Muy a menudo, en las tardes, lo veían fumar un cigarro en el balcón. Hubo aún una vez, en que la casa fue alumbrada brillantemente desde la bodega al granero. Un vecino, el primero en notar esta iluminación fue a mirar por una ventana abierta, y divisó al loco que, vestido de negro, parecía hacer los honores de su salón a convidados imaginarios. Cuando se esparció esta nueva historia, algunos espíritus positivos admitieron sencillamente la hipótesis de que Mr. Hawkins se ensayaría él mismo en el rol de dueño de casa y en la espectativa de recepciones futuras; pero otros preferían creer que la casa era frecuentada por espíritus. El editor de los Anales de Five-Forks imajinó una leyenda romántica sobre el asunto: la novia de Hawkins había muerto, y él recibía regularmente la visita de su espectro en ese elogante mausoleo. La eventual aparición de la alta silueta del loco paseándose de prisa en el balcón, a la luz de la luna, prestó alguna verosimilitud a esta narración, hasta que un incidente imprevisto cambió el curso de las congeturas.
Hácia ese mismo tiempo, un valle inculto de los alrededores de Five-Forks se había hecho un punto de paseo a la moda. Los periódicos resonaron a fuerza de reclamos y se esmaltaron de flores de retórica; touristes que nunca habían sabido apreciar la poesía de un rayo de sol sobre el umbral de su puerta, ni la de una tarde de verano en sus campos respectivos, acudieron a medir la profundidad del precipicio, la altura de las rocas, las dimensiones de la cascada, imaginándose que admiraba la naturaleza. Muy pronto cada lugar del vallo tuvo un nombre sacado de celebridades vivas o difuntas; botellas vacías rodaron al pie de la catarata; papeles engrasados y restos de jamones fueron desparramados a la sombra de árboles gigantescos. Mulas conduciendo mujeres elegantes y hombres irreprochablemente encorbatados, tenían que atravesar la única calle de Five-Forks. Sucedió, pues, que un año después de la construcción de la casa de Hawkins, una cabalgata más alegre que las otras, vino a hacer sensación. Eran institutrices en vacaciones que pertenecían a las escuelas públicas de San Francisco: no vayan a creer que eran Minervas de anteojos, sino sabias risueñas y graciosas; al menos esa fue la opinión de los hombres que trabajaban en los canales y en los túneles del costado de la montaña. Cuando, en interés de la ciencia, esas señoritas decidieron que pasarían dos o tres días en Five-Forks, a fin de visitar las minas, particularmente el túnel de la Brillante-Estrella; todos se echaron sobre sus vestidos de domingo y pidieron a porfía camisas blancas y barbero.
Sin embargo, con la audacia que viene a su sexo cuando conoce su fuerza, las maestras de escuela se paseaban por la ciudad, sonriendo a las hermosas cabezas viriles y morenas que, para verlas, brotaban tímidamento de los fosos o detrás de los carretones de mineral a la entrada de los túneles. Asegúrase que una do esas señoritas más atrevida que las demás, hizo públicamente signos, agitando su pañuelo, al hércules de Five-Forks, un cierto virginienso llamado Tom Flynn, el que no supo sino tirarse su bigote rubio en una confusión indecible. Pareciéndoles asegurada la impunidad, las viajeras so atrevieron a mucho más, pero ninguna llegó tan lejos como la señorita Nelly Arnot, profesora de estudios primarios. Ésta había oído hablar de la locura de Ciro Hawkins, de la famosa casa desierta, y un deseo desmesurado de penetrar ese misterio se había apoderado do su espíritu aventurero.
En un bello medio día de junio, emprendió la temeraria expedición que le tentaba. Después de haber costeado los sotos al pie de la montaña, teniendo cuidado de dejar la espesura de los árboles grandes entre ella y el túnel de la Brillante Estrella, llegó a la cumbre por medio do prudentes rodeos, sin encontrar a nadie. Ante ella se alzaba el objeto de sus afanes, silencioso como el palacio mismo de la Bella del bosque durmiente, y entonces, por una inconsecuencia natural a las mujeres, el valor estuvo a punto de faltarle. La señorita Nelly pensó en los peligros que acababa de correr, en los osos, en las tarántulas, en los ébrios, en las lagartijas; su corazón latía a golpes redoblados. Sin embargo, poco a poco recobró alguna presencia de ánimo, acomodó una de sus trenzas de un negro azul que se había desatado dnrante la ascensión, se aseguró de que su frasco de sales, su cartera y su pañuelo bordado, estaban en su lugar, y recobrando su calma y soltura ordinarias, subió las gradas de la balaustrada para dar un golpe de campanilla al cual nadie debía responder según ya sabía. Con todo, esperó el lapsus de tiempo conveniente antes de dar la vuelta a la galería y examinando los postigos cerrados de las ventanas a la francesa, hasta que hubo encontrado una que cedió bajo sus dedos. Aquí hizo una nueva pausa para mirarse en el largo vidrio que la reflejaba de arriba abajo, prestó una sonrisita de aprobación a su linda figura, en seguida abrió la ventana y entró sin ceremonias.
Aunque cerrada ya largo tiempo, la casa exhalaba un olor a pintura fresca y a barniz que no es común a las casas visitadas por espíritus; las alfombras matizadas de flores, las murallas tapizadas alegremente, parecían destinadas solo para uso de personas con vida. Bajo el imperio de una curiosidad infantil, la señorita Nelly se puso a explorar todos los cuartos, unos después de otros, al principio con precaución, empujando cada puerta para dar, en el momento, un paso atrás, para tocar retirada con prontitud, y después con más seguridad, a medida que los encontraba todos decididamente deshabitados. En el más bello de todos, había una copa llena de flores y un tocador bien provisto; esto obligó a la señorita Nelly a observar que en esa casa se habría buscado en vano un grano del inevitable polvo que se introduce por todas partes en Five-Forks. Si la casa tenía duendes, debía ser alguno que sabía sacudir y barrer bien. No obstante nadie se había aún acostado en los lechos, el sillón en que se sentó crujió como un asiento que cede por la primera vez, y, a pesar del aspecto limpio, alegre y atrayente de todas las cosas, era evidente que no se hacía uso de ellas. Nelly confesó después que había estado tentada de un deseo irresistible de trastornar un poco todo aquello. El piano del salón tuvo cuenta de sus últimos escrúpulos, lo abrió y puso un dedo en una de sus teclas, después ensayó algunos compases a los que pareció responder toda la casa. Se detuvo, prestó el oído, los cuartos vacíos ya no tenían voz; la señorita Nelly salió do nuevo al balcón; un pico horadaba el árbol más cercano, y el ruido de una barreta en la garganta rocosa bajo la montaña subía lentamente. No se veía a nadie ni lejos ni cerca. La señorita Nelly, tranquilizada, volvió al piano, principió una melodía que le pasó por la cabeza, y demasiado buena música para dotenerse en tan hermoso camino, olvidó poco a poco toda prudencia. No habían trascurrido cinco minutos cuando, con su sombrero de paja tirado sobre el piano, sus guantes sobre sus rodillas, y sus trenzas rebeldes flotando sobro su espalda, ella bogaba en pleno octano de reminiscencias melodiosas. Acababa de concluír un trozo y descansaba, cuando un ruido de aplausos afuera llegó muy distintamente hasta ella. Con las mejillas ardiendo se lanzó hacia la ventana, precisamente a tiempo para entrever una docena de figuras atléticas en camisas azules y rojas que desaparecían precipitadamente tras de los árboles.
En un abrir y cerrar de ojos, la resolución de la señorita Nelly estuvo tomada. Ya hemos dicho que, bajo el imperio de cierta exitación, a ella no le faltaba valor, y cualquiera que la hubiese visto ponerse de nuevo sus guantes y su sombrero, habría talvez comprendido que no es con esa clase de personas con la que uno se puede permitir la broma mas sencilla.
Cerró el piano, acomodó la casa en el estado en que la haíia encontrado, y después so dirigió deliberadamente a la cabaña que alzaba su chimenea de adobe bajo el follaje, a un cuarto de milla más abajo. La puerta se abrió luego que hubo golpeado; el loco de Five-Forks estaba ante ella. La señorita Nelly aún no había visto al hombre conocido bajo eso enojoso apodo, y, mientras que él retrocedía muy sorprendido, ella también, por su parte, no estaba menos desconcertada. Ese gran muchacho, con sus mejillas un tanto hundidas por el trabajo o el sufrimiento bajo una espesa barba negra, y sus hermosos ojos pardo claro de una dulzura y tristeza indecibles, no tenía nada de común con el idiota con quien ella esperaba encontrarse.
—Vengo —dijo ella, y su sonrisa era mil veces más inquietante que el aire digno que había asumido al principio—, vengo para pedirle perdón de una libertad que me he tomado sin que lo supiera. Creo que la casa de allá arriba es suya. Encontré su exterior tan bonito que dejé mis amigas fuera un instante —un signo artificioso pareció indicar el punto preciso de la montaña donde la esperaba un batallon de amazonas armadas para defenderla—, y me permití entrar en ella. Encontrándola deshabitada como me lo habían dicho, llegé hasta entretener me un minuto tocando el piano miéntras esperaba al resto de la sociedad.
Hawkins levantó sobre ella su límpida mirada. Vió a una jóven bastante linda, con ojos grises de emoción, mejillas lijeramente marcadas de pecas, y en ese momento muy encendidas, un labio superior algo corto que se levantaba como una hoja de rosa sobre la línea blanca de sus graciosos dientecitos, mientras que toda colorada, ella esponía sus mentirillas. Le respondió sencillamente sin otra turbación que la de un solitario ante una visita cualquiera: —Ya lo sabía, había estado escuchando.
Su dialecto bárbaro, su calma, y mós aún el pensamiento de que él debía formar parte de la claque invisible con la cual había resonado el eco de los bosques, indignaron a la señorita Nelly de un modo estraordinario. —¡Oh! —dijo sonriendo siempre—, en ese caso, yo también creo haberlo oído.
—Pienso que no —interrumpió Hawkins muy sério—; yo no me he detenido. Los muchachones rondaban al rededor de la casa, y mi primera idea fue entrar a advertirla de ello; pero me aseguraron tanto que se estarían tranquilos, y parecía estar tan contenta haciendo música, que no tuve valor de incomodarla. Espero —añadió el loco con ansiedad—, que habrán cumplido su palabra; no son mala jente, esos muchachos de la Brillante-Estrella, aunque algo rudos;… un poco rudos;… pero, vea usted, no le harían más mal que a un… gatito — dijo Hawkins titubeando con un vago sentimiento de la insuficiencia de su comparación.
—¡No! —exclamó la señorita Nelly, furiosa tanto contra sí misma como contra el loco y toda la población masculina de Five-Forks—, no, me he conducido como una tonta, y creo que si ellos me lo hubieran hecho sentir, no habría tenido sino mi merecido; yo no quería quejarme de ellos, deseaba solamente pedirle perdón y decirle que encontrará su casa tal como la había dejado. ¡Buenas tardes!…
Y se volvió hacia la puerta. Hawkins estaba embarazado en estremo.
—Le habría ofrecido asiento —dijo al fin—, si no hubiera pensado que éste no era lugar conveniente para una señora. Habría debido ofrecérselo a pesar de todo; no sé que es lo que me ha impedido hacerlo. Es mi enfermedad, señorita, una fiebre que he cojido en los canales y que… Sí, hay momentos en que me siento todo aturdido…
La piedad femenil asaltó al momento el alma un tanto loca de la señorita Nelly; le preguntó, con menos aplomo que el que hasta entonces había demostrado, si podría hacer algo por él.
—¿Me permite acompañarla hasta el pie de la montaña? —dijo él después de un silencio bastante torpo.
Nelly Arnot conoció inmediatamente que haber obligado al loco a servirla de escolta la rehabilitaría a los ojos del mundo. Podía tocar la casualidad de que encontrara a alguno de sus admiradores invisibles, o talvez a alguna de sus amigas, y, a pesar de todo su atrevimiento, era mujer; no despreciaba de un modo absoluto el qué dirán. Con una dulce sonrisa, aceptó, y un instante despues ambos habían desaparecido en la sombra del bosque.
Esto paseo, lado a lado, fue el principio de un romance tanto más curioso cuanto que el héroe no tomó parte alguna. Mientras caminaban, la señorita Nelly reconoció por el aspecto a dos o tres de los mineros que la habían aplaudido; más allá, sus compañeras que la buscaban inquietas, acudieron y se manifestaron tan envidiosas como sorprendidas de su triunfo. Es de temerse que a las preguntas que le hicieron, la astuta personita no respondiera la pura verdad, dejando suponer sin decirlo, que, desde el principio, ella había subyugado a ese complaciente gigante. Apenas hubo contado la misma historia dos o tres veces cuando, por un fenómeno bastante frecuente, lo creyó ya a medias, después le vino el deseo de creerlo de lleno, y en fin la resolución de obrar en ese sentido. Que esto fuese para la felicidad del loco, ella no lo dudaba, estaba segura ds curarlo así de su locura, ¿y qué mujer no habría pensado como ella?
Se adivina que los mineros de Five-Forks interpretaron a su guisa la conducta de la señorita Arnot: al principio la habían tomado por la misma hechicera; después, imajinaron el hacerle una jugada a la hechicera casando lo más pronto posible al loco y a la maestra de escuela, esto habría sido una revancha tomada por el campo en masa contra la desdeñosa estranjera. La buena suerte de loco no sorprendía a nadie; era una prueba mós en apoyo de las teorías que ya hemos tenido ocasión de desarrollar; ella había venido a encontrarlo, como debía ser, en su propia casa, sin que él tuviese el trabajo de buscarla. Aún se vió el dedo del destino en una caída de la señorita Arnot, que habiéndose magullado el pie, tuvo que permanecer acostada algunas semanas en el Hotel del Valle, después de la partida de sus compañeras.
Hawkins iba regularmente a informarse de la joven enferma; con todo no le ofreció asilo en su casa como lo esperaban sus camaradas. “Se está haciendo atrás”, se decían entre ellos con indignación, y un cambio curioso se hizo en la opinión, no solo sobre su persona, sino sobre la hechicera tan largo tiempo aborrecida.
Se le hizo justicia, ¡pobre mujer! Sin duda faltándole constancia en las ideas, él le había vuelto la espalda después de baber edificado la casa para ella; su celibato no era sino una costumbre inveterada de inconstancia, y la pobre maestra de escuela iba a ser su víctima, ¡como muchas otras talvez! No era posible permitir eso: el campo tomó, en consecuencia, una actitud caballeresca que habría hecho reír a la señorita Nelly, si no la hubiese también fastidiado a veces; por lo demás, un respeto casi supersticioso impedía que ninguna cosa en los cuidados que la rodeaban pareciese impertinencia. Todos los días, alguno venía de las minas. Tom Flynn era uno de los empeñados.
—Hawkins tenía hoy el proyecto de hacerle una visita —decia éste, apoyándose con toda la desenvoltura do que era capaz en el sillón de la señritas Nelly, colocado en el balcón.
Ruborizándose, la señrita Nelly sacudía la cabeza.
—Así es, pero se sintió enfermo… ya sabe, su salud lo atormenta a menudo…, no se entristezca por eso. Vendrá mañana, y mientras espera eso, me ha rogado traerle un ramillete con sus atenciones y este recuerdo.
Y el astuto Flynn colocaba sobre la mesa flores cojidas en el camino, y un lindo trozo de cuarzo aurífero rocojido en la mañana en su propio sluice.
—No se fije en los modales de Ciro Hawkins, señorita —decía confidencialmente otro minero—. No hay mejor muchacho en todo el campo; pero no sabe conducirse con las mujeres, no ha visto tanto mundo como nosotros; pero no importa, tiene buenas intenciones.
Al mismo tiempo, otros camaradas representaban el mismo rol con Hawkins.
—Tú no puedes —le hacían notar—, dejar a esa niña volver a San Francisco para que cuente allí que el único hombre de Five-Forks bajo cuyo techo haya reposado no lo ha hecho atenciones. No lo toleraríamos. Sería obrar mal con el campo y hacerle perder su reputación.
Convencido por argumentos tan claros, el loco corría al Valle, donde la señorita Nelly lo recibía con cierta reserva que poco a poco cedía para dar lugar a un aumento do vivacidad no sin mezcla de coquetería.
Los días pasaron así; la señrita Nelly en buena vía de curación respecto a su tercedura; pero en gran peligro respecto a su corazón. Hawkins más y más embarazado, y todo Five-Forks contentísimo frotándose las manos en vista de un desenlace próximo, inevitable. Llegó pues ese desenlace esperado, pero quizá no tal como FiveForks lo había preparado.
Era una maravillosa tarde en julio; una nueva espedición entró en Five Forks. Venía de explorar el Valle Maravilloso, y dos capitalistas del Este que se encontraban entre los touristes deseaban agregar a sus esperiencias puramente pintorescas algunos datos precisos sobre las minas californienses. Hasta allí todo había salido a medida del deseo, así el entusiasmo de esas señoras y caballeros había llegado a su colmo; la novedad de los paisajes, el gran aire seco y fortificante, la hospitalidad sin límites do los indígenas, habían producido sobre ellos el efecto del champaña; en esta disposición de ánimo no podían dejar de encontrar a Five-Forks interesante en cierto modo. Un agente especial se los hizo ver, como se hace ver todas las cosas a los touristes, por su lado hermoso. Así el cementerio que no tiene más que dos huéspedes muertos de muerte natural, así las cabañas carcomidas de la montaña, habitadas por miserables que se matan trabajando por un salario que desdeñaría el más insignificante artesano del Este, nada en fín, de lo que podía producir un efecto penoso formó parte de la exhibición; pero los trabajos del túnel de la Brillante-Estrella fueron propuestos a la curiosidad de los visitantes por su cuidador, quien había recibido órdenes particulares de San Francisco a ese respecto. En consecuencia, el montón de mineral de los hornos de la compañía fueron objeto de un exámon atento; se ofreció por broma las barras do oro listas para ser cargadas, a las señoras capaces de levantarlas; en fín, sirviéndonos del lenguaje de un corresponsal, las riquezas de Five-Forks y el interés especial que ofrecían a los capitalistas del Este, fueron triunfalmente establecidas. En este intérin sobrevino un accidente que heló un tanto el entusiasmo de la sociedad. Dos o tres personas más prácticas que las otras, habían notado ya que ciertas partos del túnel estaban apuntaladas de un modo económico e incompleto, lo que las hacía de un acceso peligroso. En el momento mismo en que saltaban los corchos del champaña, en que alegres carcajadas de risas resonaban en las plataformas a medio alumbrar, un silencio lúgubre y misterioso reinó repentinamente. Algunas luces circularon rápidas como fuegos fatuos en cierta dirección de la galería, algunas órdenes sucediéronse precipitadamente a lo lejos, después hubo un ruido sordo de mal augurio. Entre los visitantes muchos palidecieron, una mujer se encontró mal. Algo había secedido, pero ¿qué había sido?
—Nada —dijo un minero—, casi nada,… uno de esos caballeros tratando de desprender un trozo de oro, había demolido un pilar; se había formado un hundimiento, el dicho señor estaba enterrado hasta los hombros, lo retirarían sin duda… solo que era preciso tomar precauciones para no agrandar el hundimiento. No se sabía su nombre… Era ese hombre bajito, el marido de esa señora tan viva de ojos negros. Ah! ahí, ahí está… detenedla,… por ese lado no, por el amor de Dios! Va a caer seguramente, so romperá la cabeza!
Pero la dama tan viva de ojos negros ya estaba lejos. Esforzándose por penetrar a través de la oscuridad, con pies, manos, mirada, gritos desgarradores y súplicas entrecortadas, seguía el movimiento de las lámparas que revoleteaban, y corría al borde de los abismos abiertos bajo los arcos, en medio de las galerías que se ramificaban unas con otras; ¡corrió hasta que un paso en falso la hubo echado en brazos del loco de Five-Forks! Inmediatamente ella le cogió la mano:
—Salvadlo —le gritó—, tú que eres de aquí, y conoces este horrible lugar; condúceme cerca de él. Decidme a dónde debo ir, lo que debo hacer,… te lo ruego. ¡Pronto! Él se muere! ¡Ven!
Alzó él los ojos hacia ella, y, dando un grito inmenso, dejando caer la cuerda y la palanca que llevaba, se apoyó en la muralla tambaleándose.
—¡Ana! —murmuró—. ¡Ana! Eres tú?
La joven aproximó su rostro bien cerca del suyo: una especio de convulsión pasó sobre sus facciones.
—¡Buen Dios! ¡Ciro! —y arrodillándose ante él—. ¡Ciro! —repitió con un acento de súplica apasionada, miéntras que él se esforzaba en desprender sus manos que ella retorcía y cubría de lágrimas. —¡Díme! Tú me perdonarás, me olvidarás! El cielo te envía. Vendrás conmigo, te necesito… es preciso que tu lo salves…
—¿A quién? ¿Que yo salve a quién? —repitió Hawkins con voz bronca.
—A mi marido… ¡mi marido!
El golpe fue tan rudo que, aún en medio de su desesperación egoísta, ella vió en la cara de ese hombre el mal que hacía, y tuvo compasión.
—Creí que lo sabías… —balbució desfallecida.
Él no respondió, pero la miró fijamente. Un ruido de voces y pasos precipitados volvió a la suplicante toda su energía; nuevamente se colgó con violencia de él.
—¡Oh! ¡Ciro! ¡Óyeme! Si me has amado durante estos largos años, no me abandonarás ahora. Tú puedes salvarlo, ¡tú eres valiente y fuerte;… siempre lo has sido,… lo salvarás; Ciro, por mi amor, por amor al pasado… ¿No es cierto? ¡Ya lo sabía! Dios te bendiga.
Ella se había levantado para seguirlo, un gesto imperioso la detuvo. Hawkins recogió la cuerda y la palanca con la lentitud de un hombre aturdido, ciego; después, volviéndose, oprimió con sus labios las manos de la joven, la miró aún una vez más, y desapareció.
No volvió mós, pues al cabo de una media hora, cuando los mineros trajeron a aquella a quien ellos habían maldecido bajo el nombre de hechicera, su marido desmayado, pero vivo, apenas lastimado, las peores previsiones se habían realizado. Apenas se había tenido tiempo de arrancar la primera víctima, cuando la segunda, su salvador, Ciro Hawkins, había sido arrebatado, tragado en su lugar.
Durante dos horas yació a los ojos de todos, inmóvil, despachurrado, con una viga enorme a través del pecho; no se le escapó una sola queja. Los mineros se encarnizaban con frenesí en librarlo.
—¡Hachas! —gritaron de repente.
Uno de ellos levantaba ya la suya contra una pieza de enmaderacion colocada de pie, y que obstruía el paso, cuando el moribundo gritó, débilmente:
—¡No toquen eso!
—¿Por qué?
—Se hundiría toda la galería; es uno de los cimientos de mi casa.
El hacha cayó de manos del trabajador, quien se volvió a sus camaradas haciendo un gesto de desesperación. No era sino muy cierto. Se encontraban en la galería superior, y el desmoronamiento había tenido lugar justamente bajo la casa nueva.
Después de un silencio, el loco habló de nuevo, según parecía con más dificultad aun:
—¡La señora! ¡Traigan la señora! ¡Apresúrense!
La trajeron desfallecida, pálida como la muerte, los ojos anegados en llanto, despues retrocedieron con respeto, mientras que ella se inclinaba sobre él para recojer sus últimas palabras articuladas mui bajo.
—¡Ha sido edificada para tí, Ana, para tí, bien amada, y nos esperaba a ambos hace tanto tiempo! ¡Te pertenece, Ana, vivirás en ella… y con él! Él no se quejará de que esté siempre cerca de tí, puesto que estaré… muerto!…
*FIN*