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El lugar del pájaro maullador

[Cuento - Texto completo.]

James Thurber

El señor Martin compró el paquete de Camel el lunes por la noche en el estanco más atestado de Broadway. Era la hora de entrada al teatro y había siete u ocho hombres comprando tabaco. El dependiente ni siquiera echó un vistazo al señor Martin, que se metió el paquete en el bolsillo de su abrigo y se fue. Cualquier empleado de F&S que le hubiera visto comprar los cigarrillos se habría quedado de una pieza, puesto que era de todos sabido que el señor Martin no fumaba y nunca lo había hecho. No lo vio nadie.

Hacía solamente una semana que el señor Martin había decidido borrar del mapa a la señora Ulgine Barrows. El término «borrar» le complacía porque no sugería más que la corrección de un error: en este caso, un error del señor Fitweiler. El señor Martin había dedicado todas las noches de la semana previa a elaborar y analizar su plan. Ahora, de camino a casa, seguía dándole vueltas. Por enésima vez, lamentó el elemento de imprecisión, el margen de suposición implícito en el asunto. Tal como él lo había ideado, el proyecto resultaba fortuito y audaz, con riesgos considerables. Algo podía salir mal en cualquier momento del proceso. Y ahí radicaba lo ingenioso del plan. Nadie descubriría en él la mano cauta y meticulosa de Erwin Martin, de quien el señor Fitweiler había comentado en una ocasión: «El hombre es falible, pero Martin no». Nadie vería su mano en el proyecto, es decir, a menos que lo pillaran in fraganti.

Sentado en su apartamento, bebiendo un vaso de leche, el señor Martin repasó su caso contra la señora Ulgine Barrows, tal como había hecho en las siete últimas noches. Empezó por el principio. Los graznidos y cacareos de la señora Barrows habían profanado por primera vez los salones de F&S el 7 de marzo de 1941 (al señor Martin se le daban bien las fechas). El viejo Roberts, jefe de personal, la había presentado como la nueva consejera especial del presidente de la empresa, el señor Fitweiler. La mujer había horrorizado al señor Martin al instante, pero él no lo había demostrado. El señor Martin la había recibido con un apretón de manos seco, una mirada de estudiada concentración y una débil sonrisa. «¿Qué?», había dicho ella, mirando los papeles que había sobre la mesa del señor Martin, «¿intentando sacar el carro de la zanja?» Mientras se bebía la leche, el señor Martin rememoró aquel momento con un leve estremecimiento. Su obligación era centrarse en los delitos de la señora Barrows como consejera especial, no en los pecadillos de su personalidad. Le resultó difícil hacerlo, a pesar de plantear la objeción y justificarla. Las faltas de la mujer como tal no paraban de parlotearle en la cabeza como un testigo indisciplinado. Aquella mujer lo acosaba desde hacía casi dos años. En los pasillos, en el ascensor, hasta en el despacho, en el que irrumpía de vez en cuando como un caballo circense, siempre le estaba chillando alguna de sus estúpidas preguntas. «¿Está sacando el carro de la zanja? ¿Preparando la huerta para los guisantes? ¿Vaciando el barreño para la lluvia? ¿Apurando hasta el último pepinillo? ¿Ocupando el lugar del maullador?»

Fue Joey Hart, uno de los dos ayudantes del señor Martin, quien tuvo que explicarle el significado de aquel galimatías. «Debe de ser una seguidora de los Dodgers», había dicho Joey. «Red Barber comenta los partidos de los Dodgers en la radio y usa esas expresiones típicas del Sur.» A continuación le había explicado una o dos. «Preparar la huerta para los guisantes» significaba destrozarlo todo a tu paso; «ocupar el lugar del pájaro maullador» era estar en una situación ventajosa, como un bateador con tres pelotas y sin strikes en contra. El señor Martin desestimó todas estas cuestiones no sin esfuerzo. Habían resultado molestas, casi le habían empujado a la distracción, pero era un hombre demasiado concienzudo para que algo tan infantil le indujera al asesinato. Era una suerte, reflexionó mientras pasaba a los cargos importantes contra la señora Barrows, que hubiera resistido tan bien la presión. Siempre había mantenido una apariencia de tolerancia educada. «Vaya, cualquiera diría que le gusta esa mujer», le había dicho una vez la señorita Paird, su otra ayudante. Él se había limitado a sonreír.

Un mazo golpeó en la mente del señor Martin y se reanudó la sesión. La señora Ulgine Barrows estaba acusada de intentar, de forma repetida, flagrante y premeditada, destruir la eficiencia y el sistema de F&S. Competía, era pertinente y esencial, poner a examen el advenimiento y ascenso al poder de la acusada. El señor Martin conocía la historia por la señorita Paird, que parecía capaz de enterarse de todo. Según esta señorita, la señora Barrows había conocido al señor Fitweiler en una fiesta, donde lo había rescatado de los abrazos de un borracho de poderosa constitución que había confundido al presidente de F&S con algún conocido entrenador de fútbol ya retirado y oriundo del medio oeste. Ella lo había conducido hasta un sofá y había ejercido sobre él su magia monstruosa. El envejecido caballero había llegado a la conclusión, allí mismo, de que estaba ante una mujer de capacidades singulares, equipada para sacar lo mejor de él y de su empresa. Una semana después la había presentado en F&S como su consejera especial. Ese día la confusión entró en la empresa. Después de que la señorita Tyson, el señor Brundage y el señor Bartlett hubieran sido despedidos y de que el señor Munson hubiera cogido su sombrero y se hubiera ido sin mediar palabra, enviando su dimisión más adelante por correo, el viejo Roberts había reunido el valor para hablar con el señor Fitweiler. Roberts comentó que el departamento del señor Munson se había visto «algo perturbado» y sugirió que quizá fuera mejor recuperar el antiguo sistema. El señor Fitweiler había dicho que desde luego que no. Él tenía una gran fe en las ideas de la señora Barrows. «Exigen cierta aclimatación, una pequeña aclimatación, nada más», había añadido. El señor Roberts se había rendido. El señor Martin repasó con detalle todos los cambios desencadenados por la señora Barrows. Había empezado desportillando las cornisas del edificio de la empresa y ahora blandía un pico contra sus cimientos.

El señor Martin llegó entonces, en su recapitulación, a la tarde del lunes 2 de noviembre de 1942, hacía solo una semana. Ese día, a las tres en punto, la señora Barrows había entrado de un salto en el despacho del señor Martin. «¡Buh!», le había gritado la mujer. «¿Apurando hasta el último pepinillo?» El señor Martin la había mirado desde debajo de su visera verde sin decir nada. Ella había empezado a dar vueltas por el despacho, repasándolo con sus grandes ojos saltones. «¿De verdad necesita todos estos archivadores?», le había preguntado de repente. Al señor Martin le dio un vuelco el corazón. «Cada uno de esos archivos», le había dicho él sin alterar la voz, «desempeña un papel indispensable en el sistema de F&S.» Ella le había espetado un «Bueno, ¡no prepare la huerta para los guisantes!» y se había dirigido a la puerta. Desde allí le había chillado: «¡Pero seguro que tiene aquí un montón de basura!». Al señor Martin ya no le cupo ninguna duda de que su querido departamento estaba en el punto de mira. El pico de la señora Barrows estaba alzado, en posición para descargar el primer golpe. Todavía no había caído; el señor Martin no había recibido ningún memorándum azul del embrujado señor Fitweiler transmitiéndole instrucciones sin sentido derivadas de aquella mujer obscena. Pero el señor Martin no dudaba de que había uno en preparación. Tenía que actuar con rapidez. Ya había pasado una semana preciosa. El señor Martin se levantó con el vaso de leche en la mano. «Señores del jurado», dijo para sí, «pido la pena capital para esta horrible persona.»

Al día siguiente el señor Martin siguió su rutina habitual, como de costumbre. Se limpió las gafas más a menudo y afiló un lápiz que ya estaba afilado, pero ni siquiera la señorita Paird se dio cuenta. Solo en una ocasión vislumbró a su víctima; ésta pasó majestuosamente por su lado en el pasillo con un condescendiente «¡Hola!». A las cinco y media el señor Martin volvió a casa caminando, como de costumbre, y tomó un vaso de leche, como de costumbre. No había bebido nada más fuerte en la vida: a menos que se cuente el ginger ale. El difunto Sam Schlosser, la S de F&S, había alabado al señor Martin en una reunión de personal hacía varios años por sus hábitos comedidos. «Nuestros trabajador más eficiente ni bebe ni fuma», había dicho. «Los resultados hablan por sí solos.» El señor Fitweiler había permanecido sentado, inclinando la cabeza a modo de aprobación.

El señor Martin seguía pensando en aquel día memorable cuando entró en el Schrafft’s de la Quinta Avenida, cerca de la calle Cuarenta y seis. Llegó, como siempre, a las ocho en punto. Se acabó la cena y la página financiera del Sun a las nueve menos cuarto, como siempre. Tenía por costumbre dar un paseo después de cenar. Esta vez fue paseando hasta la Quinta Avenida con aire despreocupado. Llevaba guantes y notaba las manos húmedas y calientes y la frente fría. Pasó los Camel del abrigo al bolsillo de la americana. Al hacerlo se preguntó si no serían un detalle forzado e innecesario. La señora Barrows solo fumaba Lucky. Él tenía la intención de dar unas caladas a un Camel (después del borrón), apagarlo en el cenicero donde estuvieran los Lucky manchados de carmín y dejar así una pista falsa en el camino. A lo mejor no era una buena idea. Llevaría tiempo. Hasta era posible que tosiera demasiado alto.

El señor Martin nunca había visto la casa de la calle Doce oeste donde vivía la señora Barrows, pero se hacía una imagen bastante aproximada del lugar. Afortunadamente, la mujer había alardeado con todos de su apartamentito en una primera planta de un encantador edificio de tres pisos de ladrillo rojo. No habría portero ni ningún otro tipo de encargado; solamente los inquilinos de las plantas segunda y tercera. Mientras caminaba, el señor Martin se dio cuenta de que llegaría antes de las nueve y media. Había pensado en pasear hacia el norte por la Quinta Avenida desde Schraffts hasta un punto desde el que le llevara hasta las diez llegar a la casa. A esa hora era menos probable que entrara o saliera alguien. Pero el procedimiento habría significado un bucle extraño en la línea recta de su despreocupación y había abandonado la idea. De todos modos, era imposible imaginar cuándo entraría o saldría gente del edificio. Corría un gran riesgo a cualquier hora. Si se topaba con alguien, sencillamente tendría que clasificar el borrón de Ulgine Barrows en el archivo de inactivos para siempre. Lo mismo cabía afirmar si había alguien más en el apartamento. En tal caso diría que pasaba por allí, había reconocido el encantador edificio y había decido hacerle una visita.

 

Pasaban dieciocho minutos de las nueve cuando el señor Martin entró en la calle Doce. Un hombre pasó por su lado, y después un hombre charlando con una mujer. No había nadie a menos de cincuenta pasos cuando entró en la casa, situada en mitad de la manzana. En un instante había subido la escalinata de entrada y se encontraba en el pequeño vestíbulo llamando al timbre de debajo de la tarjeta que decía «Sra. Ulgine Barrows». En cuanto empezó el ruido de la cerradura, el señor Martin dio un salto adelante contra la puerta. Se coló rápidamente y cerró la puerta tras de sí. Del techo del pasillo colgaba una lámpara con una bombilla que parecía dar una luz monstruosamente brillante. No había nadie en las escaleras, que partían de la pared de la izquierda, enfrente del señor Martin. Al fondo del pasillo se abrió una puerta en la pared de la derecha. Se dirigió rápidamente hacia la puerta, de puntillas.

—Vaya por Dios, ¡mira a quién tenemos aquí! —berreó la señora Barrows, y su risotada resonó como la detonación de un disparo. El señor Martin pasó apresuradamente por su lado como en un placaje, chocando con ella.

—¡Eh! ¡Sin empujar! —dijo la señora Barrows, cerrando la puerta.

Estaban en el salón, que al señor Martin le pareció iluminado por cien lámparas.

—¿Qué le ocurre? Da más saltos que una cabra.

El señor Martin descubrió que le resultaba imposible hablar. Notaba el corazón en la garganta.

—Yo… Sí —farfulló por fin. Ella parloteaba y reía al tiempo que le ayudaba a quitarse el abrigo—. No, no. Lo dejaré aquí. —Se quitó el abrigo y lo dejó en una silla cerca de la puerta.

—El sombrero y los guantes. Está usted en la casa de una dama.

El señor Martin colocó el sombrero encima del abrigo. Se dejó los guantes puestos.

—Pasaba por aquí —dijo—. He reconocido… ¿Hay alguien más?

Ella se rió más fuerte que nunca.

—No —contestó—, estamos la mar de solos. Está blanco como la pared, señor curioso. ¿Pero qué le ha pasado? Le prepararé algo de beber. —Empezó a cruzar la sala hacia una puerta—. ¿Whisky con soda le parece bien? Anda, pero si usted no bebe, ¿verdad? —Se volvió y lo miró divertida. El señor Martin recobró la compostura.

—Me parece bien —se oyó decir. La oyó reírse en la cocina.

El señor Martin echó un rápido vistazo al salón en busca de un arma. Había contado con encontrar una en la casa. Había morillos y un atizador y algo en un rincón que parecía un bastón indio. Nada útil. Así no podía ser. Empezó a dar vueltas. Se acercó al escritorio. Encontró un abrecartas de metal con mango ornamentado. ¿Estaría lo bastante afilado? Al ir a cogerlo tiró un bote pequeño de latón. Los sellos del interior se desparramaron y el bote cayó al suelo ruidosamente.

—¡Eh! —gritó desde la cocina la señora Barrows—. ¿Ya está preparando la huerta para los guisantes?

El señor Martin se rió de una forma extraña. Recogió el abrecartas y probó la punta contra su muñeca izquierda. Era roma. No serviría.

 

Cuando la señora Barrows reapareció con dos vasos altos, el señor Martin, de pie y con los guantes puestos, cobró conciencia aguda de la fantasía que había forjado. Cigarrillos en el bolsillo, una bebida preparada para él: todo resultaba demasiado improbable. En algún lugar al fondo de su mente se agitó, germinó, una idea vaga.

—Por amor de Dios, quítese esos guantes —dijo la señora Barrows.

—Siempre los llevo dentro de casa.

La idea empezó a florecer, extraña y maravillosa. La señora Barrows dejó los vasos en la mesilla del café delante de un sofá y se sentó.

—Acérquese, hombrecillo extraño.

El señor Martin se acercó y se sentó a su lado. Le costó sacar un cigarrillo del paquete de Camel, pero al final lo consiguió. Ella le ofreció una cerilla, riéndose.

—Bueno —dijo la señora Barrows, pasándole la bebida—, es sencillamente maravilloso. Usted con una copa y un cigarrillo.

El señor Martin dio una calada, sin demasiada torpeza, y bebió un sorbo del vaso.

—Bebo y fumo todo el tiempo —aseguró el señor Martin. Brindó con la señora Barrows—. Ésta por ese viejo charlatán de Fitweiler —dijo, y echó otro trago. Aquella cosa tenía un sabor horrible, pero evitó las muecas.

—Pero bueno, señor Martin —dijo ella cambiando de tono y postura—, está usted insultando a nuestro patrón. —Ahora la señora Barrows era toda asesora especial del presidente.

—Estoy preparando una bomba —dijo el señor Martin—, que mandará al infierno a ese pedazo de carcamal. —Solo había bebido un poco y la bebida no era fuerte. No podía ser eso.

—¿Es que toma drogas? —le preguntó con frialdad la señora Barrows.

—Heroína. Pienso ir puesto hasta el culo cuando quite de en medio a ese gallina.

—¡Señor Martin! —gritó la mujer, poniéndose en pie—. Se acabó. Váyase ahora mismo.

El señor Martin echó otro trago a su bebida. Apagó el cigarrillo en el cenicero y dejó el paquete de Camel en la mesilla del café. Luego se levantó. Ella le fulminaba con la mirada. El señor Martin se puso el sombrero y el abrigo.

—Ni una palabra de esto —dijo, llevándose un dedo índice a los labios.

La señora Barrows no pudo contestarle más que:

—¡Pero bueno!

El señor Martin apoyó una mano en el pomo de la puerta.

—Ocupo el lugar del pájaro maullador —dijo.

Le sacó la lengua a la señora Barrows y se fue. Nadie le vio marcharse.

El señor Martin llegó a su apartamento, a pie, cuando aún faltaba bastante para las once. Nadie le vio entrar. Tomó dos vasos de leche después de cepillarse los dientes y se sintió eufórico. No era la borrachera, porque no se había sentido achispado. De todos modos la caminata había disipado los efectos del whisky. Se metió en cama y leyó una revista un rato. Se quedó dormido antes de medianoche.

 

A la mañana siguiente el señor Martin llegó a la oficina a las ocho y media, como de costumbre. A las nueve menos cuarto, Ulgine Barrows, que nunca había llegado al trabajo antes de las diez, entró en su despacho.

—¡Voy a informar al señor Fitweiler ahora mismo! —le gritó—. Si le entrega a la policía ¡nadie podrá decir que es más de lo que usted se merece!

El señor Martin la miró con sorpresa.

—¿Perdón?

La señora Barrows resopló y salió atolondradamente del despacho, dejando a la señorita Paird y a Joey Hart estupefactos.

—¿Y ahora qué le pasa a esa bruja? —preguntó la señorita Paird.

—No tengo ni idea —dijo el señor Martin, reanudando su trabajo.

Los otros dos le miraron y luego se miraron entre sí. La señorita Paird se levantó y salió. Pasó despacio por delante de la puerta cerrada del despacho del señor Fitweiler. La señora Barrows vociferaba dentro, pero no se reía. La señorita Paird no pudo oír lo que decía la mujer. Volvió a su mesa.

Al cabo de cuarenta y cinco minutos, la señora Barrows salió del despacho del presidente, entró en el suyo y cerró la puerta. No fue hasta hora y media después cuando el señor Fitweiler mandó llamar al señor Martin. El jefe del departamento de archivos, pulido, silencioso, atento, se quedó de pie frente a la mesa del anciano. El señor Fitweiler estaba pálido y nervioso. Se sacó las gafas y jugueteó con ellas. Dejó escapar un pequeño bufido.

—Señor Martin —dijo el viejo—, lleva con nosotros más de veinte años.

—Veintidós —puntualizó el señor Martin.

—En ese tiempo —continuó el presidente— su trabajo y su, eh, sus modales han sido ejemplares.

—En ello confío, señor.

—Tengo entendido, Martin, que nunca ha bebido ni fumado.

—Así es, señor.

—Ah, sí. —El señor Fitweiler se limpió las gafas—. ¿Podría explicar qué hizo ayer al salir de la oficina, Martin?

El señor Martin tardó menos de un segundo en contestar con aire perplejo.

—Desde luego, señor —dijo—. Fui andando hasta casa. Luego fui a cenar a Schrafft’s. Después regresé a casa a pie. Me acosté temprano, señor, y estuve un rato leyendo una revista. Me quedé dormido antes de las once.

—Ah, sí —repitió el señor Fitweiler. Se quedó callado un momento, en busca de las palabras adecuadas para decirle al jefe del departamento de archivos—. La señora Barrows —dijo por fin—, la señora Barrows ha trabajado duro, Martin, muy duro. Me duele comunicarle que la señora Barrows ha sufrido una crisis nerviosa grave. La crisis ha adoptado la forma de una manía persecutoria acompañada de alucinaciones angustiosas.

—Lo siento mucho, señor.

—La señora Barrows tiene la idea delirante de que usted la visitó anoche y se comportó de un modo, hum, indecoroso. —Alzó la mano para acallar la protesta apenada del señor Martin—. Estas afecciones psicológicas se caracterizan por la fijación que lleva a considerar la parte más inocente e inconcebible como el, hum, el origen de la persecución. No son cuestiones para neófitos, Martin. Acabo de hablar por teléfono con mi psiquiatra, el doctor Fitch. No ha querido comprometerse, claro está, pero sus generalizaciones han bastado para confirmar mis sospechas. Le he sugerido a la señora Barrows cuando me ha relatado su, hum, su historia esta mañana que visite al doctor Fitch puesto que de inmediato he sospechado que sufría algún problema de salud. La señora Barrows, lamento decirlo, se ha ido hecha una furia y ha exigido, hum, ha pedido que le llamara a usted al orden. Quizá no lo sepa, Martin, pero la señora Barrows ha planificado la reorganización del departamento de archivos, sujeta a mi aprobación, por supuesto, sujeta a mi aprobación. De ahí que le tuviera a usted presente más que a ningún otro; pero una vez más, tenemos aquí un fenómeno para el doctor Fitch, no para nosotros. De modo que, Martin, me temo que la labor de la señora Barrows en la empresa ha llegado a su fin.

—Lo lamento muchísimo, señor.

En ese instante la puerta del despacho se abrió con la brusquedad de una explosión de gas que catapultara a la señora Barrows a su interior.

—¿No lo estará negando la rata esa? —gritó la señora—. ¡No puede salirse con la suya!

El señor Martin se levantó y se colocó discretamente junto a la silla del señor Fitweiler.

—Usted bebió y fumó en mi apartamento —le espetó al señor Martin—, ¡lo sabe muy bien! Llamó al señor Fitweiler pedazo de carcamal y dijo que lo mandaría volando al infierno cuando estuviera puesto de heroína hasta el culo. —La mujer dejó de chillar para recuperar el aliento y sus ojos brillaron con un destello nuevo—. Si no fuera usted un hombrecillo tan gris y anodino, pensaría que lo ha planeado todo. Sacándome la lengua, ¡diciendo que ocupaba el lugar del maullador porque pensó que nadie me creería! ¡Dios mío, es demasiado perfecto! —Soltó una risotada estridente e histérica y la ira volvió a apoderarse de ella. Fulminó al señor Fitweiler con la mirada—. ¿Es que no se da cuenta de que nos ha engañado, viejo tonto? ¿Es que no ve cuál es su juego?

Pero el señor Fitweiler había estado apretando a escondidas todos los botones de debajo de la mesa y los empleados de F&S empezaron a entrar en el despacho uno tras otro.

—Stockton —dijo el señor Fitweiler—, usted y Fishbein llevarán a la señora Barrows a su casa. Señora Powell, usted los acompañará.

Stockton, que había jugado un poco al fútbol en el instituto, bloqueó el avance de la señora Barrows en dirección al señor Martin. Necesitó la ayudaba de Fishbein para obligarla a salir al pasillo, atestado de taquígrafas y oficinistas. Ella seguía dirigiéndose a gritos al señor Martin con imprecaciones confusas y contradictorias. Al final, el alboroto se perdió al fondo del pasillo.

—Lamento que haya ocurrido esto —dijo el señor Fitweiler—. Le ruego que lo borre de su memoria, Martin.

—Sí, señor —dijo el señor Martin, anticipándose a su jefe y abriendo la puerta—, ya ha pasado todo. Lo olvidaré.

Salió y cerró la puerta, y recorrió el pasillo con pasos ligeros y rápidos. Cuando entró en su departamento había recuperado su habitual andar pausado y cruzó tranquilamente la sala hasta el archivo W20 con una mirada de estudiada concentración.

*FIN*


“The Catbird Seat”,
The New Yorker, 1942


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