En este mar de encinas castellano los siglos resbalaron con sosiego lejos de las tormentas de la historia, lejos del sueño que a otras tierras la vida sacudiera; sobre este mar de encinas tiende el cielo su paz engendradora de reposo, su paz sin tedio.
Sobre este mar que guarda en sus entrañas de toda tradición el manadero esperan una voz de hondo conjuro largos silencios.
Cuando desuella estío la llanura cuando la pela el riguroso invierno, brinda al azul el piélago de encinas su verde viejo.
Como los días, van sus recias hojas rodando una tras otra al pudridero, y siempre verde el mar, de lo divino nos es espejo.
Su perenne verdura es de la infancia de nuestra tierra, vieja ya, recuerdo, de aquella edad en que esperando al hombre se henchía el seno de regalados frutos. Es su calma manantial de esperanza eterna eterno.
Cuando aún no nació el hombre él verdecía mirando al cielo, y le acompaña su verdura grave tal vez hasta dejarle en el lindero en que roto ya el viejo, nazca al día un hombre nuevo.
Es su verdura flor de las entrañas de esta rocosa tierra, toda hueso, es flor de piedra su verdor perenne pardo y austero.
Es, todo corazón, la noble encina floración secular del noble suelo que, todo corazón de firme roca, brotó del fuego de las entrañas de la madre tierra.
Lustrales aguas le han lavado el pecho que hacia el desnudo cielo alza desnudo su verde vello.
Y no palpita, aguarda en un respiro de la bóveda toda el fuerte beso, a que el cielo y la tierra se confundan en lazo eterno.
Aguarda el día del supremo abrazo con un respiro poderoso y quieto mientras, pasando, mensajeras nubes templan su anhelo.
En este mar de encinas castellano vestido de su pardo verde viejo que no deja, del pueblo a que cobija místico espejo.
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