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El matrimonio de Freda

[Cuento - Texto completo.]

Willa Cather

Los eventos se sucedieron de tal manera que MacMaster no realizó su peregrinaje al estudio de Hugh Treffinger hasta tres años tras la muerte del pintor. MacMaster era también pintor, un americano afrancesado que pasaba sus inviernos en Nueva York, los veranos en París y una cantidad de tiempo considerable en las amplias aguas que separan ambas ciudades. A veces se planteaba detenerse en Londres en uno de sus viajes de vuelta a finales de otoño, pero siempre retrasaba el abandonar París hasta que las punzadas de la necesidad lo llevaban de vuelta a casa por el camino más rápido y corto.

Treffinger era un hombre relativamente joven en el momento de su muerte, y no le había parecido que fuera necesario apresurarse hasta que las prisas resultaron en vano. Podía ser, entonces, que a pesar de su relación por carta, MacMaster tuviera cierto recelo a la hora de conocer en persona a alguien de quien se decía que, incluso en persona, era muy distinto. Su trato con el trabajo de Treffinger había sido tan profundo y satisfactorio, tan alejado del resto de apreciaciones, que temía cualquier coyuntura crítica. Siempre se había sentido particularmente inepto en las relaciones personales y, en ese caso, había evitado el asunto hasta que ya no tuvo nada que temer ni desear. Sin embargo, aún quedaba el tema de la gran pintura inacabada de Treffinger, El matrimonio de Fedra, que nunca había dejado su estudio y de la que los amigos de MacMaster hablaban, de vez en cuando, como si fuera la producción más característica del pintor.

El joven llegó a Londres por la tarde y, a la mañana siguiente, partió hacia Kensington para buscar el estudio de Treffinger. Se hallaba en uno de los extraños callejones de Holland Road, y encontró el número en una puerta situada en una alta pared de jardín, cuya parte superior estaba cubierta de un cristal roto de color verde, y sobre la que cabeceaba un arbusto con brotes de lilas. La placa de Treffinger aún permanecía allí, al igual que una tarjeta que pedía a los visitantes que llamasen para ser atendidos. Como respuesta a la llamada de MacMaster, un hombre pequeño de buen porte abrió la puerta, vestido con chaqueta de caza y unos pantalones hechos para una persona de complexión más amplia. Tenía una piel lozana y unos ojos de ese tono común de un gris incierto, e iba bien afeitado, a excepción de las incipientes patillas en sus mejillas rubicundas. Se comportaba de una forma sorprendentemente competente y exudaba un aire de y alarma, a pesar de las hombreras demasiado generosas de su gabardina. En una mano sostenía una pipa bulldog y, en la otra, una copia de Sporting Life. Mientras MacMaster explicaba el motivo de su visita, se dio cuenta de que el hombre lo observaba con intensidad, aunque sin impertinencia. Lo condujo hasta un pequeño estudio en una cabaña hecha de piedra blanqueada donde la puerta trasera y las ventanas se abrían hacia un jardín. Un libro de visita y una montaña de catálogos ocupaban una mesa de pino, junto a un bote de tinta y unas plumas oxidadas. La pared estaba decorada de fotografías y dibujos coloreados de los favoritos de las carreras.

—El estudio solo está abierto al público los sábados y domingos —explicó el hombre, que había dicho que se llamaba James—, pero claro que hacemos excepciones cuando se trata de pintores. La señora Ellen Treffinger está en el continente, pero las órdenes del señor Hugh eran que los pintores tenían paso libre a la habitación.

Sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta del estudio que, al igual que la cabaña, se había erigido aprovechando la pared del jardín.

MacMaster entró en una habitación larga y estrecha, construida con tablas de madera pulida y pintada de verde claro. Era fría y húmeda incluso esa agradable mañana de mayo. La habitación estaba completamente desprovista de muebles —a menos que alguien considerase como tales una escalerilla, un taburete para los modelos y un exhibidor lleno de grandes portafolios de cuero— y carecía de ventanas, dejando como únicas aberturas la puerta y el tragaluz, bajo el cual se situaba el cuadro inacabado. MacMaster nunca había visto tantas pinturas de Treffinger juntas. Sabía que el pintor se había casado con una mujer adinerada y había podido conservar tantos de sus cuadros como había querido. Estas, junto a sus réplicas y estudios, se las había dejado como legado a los jóvenes de la escuela que había creado.

En cuanto se quedó solo, MacMaster se sentó al borde del trono para modelos ante el cuadro inacabado. Ahí estaba, sin duda, lo que había venido a ver. Aquello paralizó su receptividad en un primer momento, pero poco a poco se abrió paso hacia su interior.

A la una, mientras permanecía de pie delante de la colección de estudios realizados para el Jardín de Boccaccio, oyó una voz cerca de su codo.

—Perdone, señor, voy a cerrar para irme a comer. ¿Está buscando el estudio anatómico de Boccaccio? —preguntó respetuosamente James—. Lady Ellen Treffinger se lo dio al señor Rossiter para que lo llevara a Oxford para las clases que imparte allí.

—¿Nunca pintó sus estudios? —preguntó perplejo MacMaster—. Hay dos completos para este cuadro. ¿Por qué los conservó?

—No sé qué puedo decir al respecto, señor —respondió James, con una sonrisa indulgente—, pero lo hacía así. Es decir, pintaba muy a menudo, pero siempre hacía dos estudios de prueba, uno con acuarelas y otro con óleos, antes de dedicarse al cuadro final, por no hablar de todos esos estudios de poses que hacía a lápiz antes de empezar en sí la composición. Era así de especial. Verá, no le interesaba tanto el efecto final como el acto en sí de pintar sus cuadros. Solía decir que debían hacerse bien, igual que cualquier otro artículo artesanal. Podría conseguirle los estudios de poses, señor. —Buscó en uno de los portafolios y sacó media docena de dibujos—. Estos tres los descartó, estos dos fueron poses que aceptó al final y en este no hubo alteración, fue tal y como le salió.

“Eso está en Paris, si no me equivoco —continuó James, pensativo—. Se fue con la Santa Cecilia a la colección del barón H… Señor, ¿podría decirme si todavía lo tiene? No me gusta perderles la pista, pero algunos han cambiado de manos desde la muerte del señor Hugh.

—La colección de H… sigue intacta, creo —respondió MacMaster—. ¿Estuvo usted mucho tiempo con Treffinger?

—Desde la infancia, señor —respondió con seriedad James—. Era el chico del establo cuando me acogió.

—¿Era usted su hombre?

—Eso es, señor. Nadie más hacía nada en el estudio. Yo mezclaba sus colores y él me enseñó a hacer parte del barnizado. Siempre hablaba de cómo no había ni una casa en Inglaterra que lo hiciera adecuadamente. ¿Ha visto ya El matrimonio, señor? —preguntó abruptamente, mirando no muy convencido a MacMaster, mientras señalaba con su pulgar el cuadro bajo la luz natural.

—No de cerca. Prefiero empezar con algo más simple. Todo esto es abrumador a primera vista —respondió MacMaster.

—Ni que lo diga, señor —dijo con calidez James—. Ese mató al señor Hugh, lo destrozó y nada me convencerá de que no fue el causante de su segunda apoplejía.

Cuando MacMaster regresó a High Street para tomar el autobús, su mente se dividía en dos convicciones llenas de regocijo. Sentía que no solo había hallado el mejor cuadro de Treffinger, sino que, además, en la figura de James había descubierto un índice críptico a la personalidad del pintor, una pista que, si conseguía seguirla con tacto, podría llevarle a muchas cosas.

Varios días después de su primera visita al estudio, MacMaster escribió a lady Mary Percy para decirle que pasaría un tiempo en Londres y para preguntarle si podría visitarla. Lady Mary era la única hermana de lady Ellen Treffinger, la viuda del pintor, y MacMaster la había conocido un invierno en Niza. La conoció muy bien, desde luego, y la señora Mary, que era asombrosamente sincera y habladora sobre todos los asuntos, no lo había sido menos sobre el desafortunado matrimonio de su hermana.

Como respuesta a su nota, la señora Mary le indicó una tarde en la que se encontraría sola. Como siempre cumplía con su palabra, cuando MacMaster llegó se encontró el salón vacío. La señora Mary entró al poco de que anunciaran su llegada. Era una mujer alta, delgada y de articulaciones rígidas; su cuerpo destacaba dentro de la tela de su vestido con el rigor del hierro. Esta insinuación de algo metálico se extendía a sus manos de nudillos grandes, su rígido cabello gris y su rostro alargado de rasgos altivos, al que sus vivos ojos le ahorraban algo de extrañeza.

—Vaya —dijo Lady Mary, mientras se sentaba a su lado y le hacía una inspección casi militar a través de sus quevedos—. Vaya, empezaba a temer que le hubiera perdido la pista para siempre. ¿Hace ya cuatro años que le vi en Niza? Estuve en París el invierno pasado, pero no supe nada de usted.

—Estaba en Nueva York por aquel entonces.

—Ya me imaginaba que así era. ¿Por qué ha venido a Londres?

—¿Acaso no lo sabe? —respondió MacMaster con galantería.

Lady Mary sonrió con ironía.

—¿Y, casualmente, qué más le trae por aquí?

—Bueno, casualmente resulta que vine a ver el estudio de Treffinger y su cuadro inacabado. Ya que estaba por aquí, decidí quedarme a pasar el verano. Incluso se me ha ocurrido intentar hacer una biografía suya.

—¿Eso es lo que le trajo a Londres?

—No exactamente. No tenía intención de hacer nada tan serio cuando vine. Pero su último cuadro, supongo, me ha metido la idea en la cabeza. El caso es que me parece que es a lo que estoy destinado.

—No le ofenderá si me cuestiono la clemencia de un destino así —dijo con sequedad Lady Mary—. ¿No hay ya un exceso libros sobre ese tema?

—Desde luego. Oh, me los he leído todos. —MacMaster se giró triunfante hacia Lady Mary—. Ha salido bastante bien parado de sus amigables críticas —añadió con una sonrisa.

—Sé bien lo que piensa, y me atrevo a decir que no sabemos mucho de arte —dijo Lady Mary con un buen humor tolerante—. Eso se lo dejamos a gente que no tiene físico. Treffinger se quejó durante un rato, pero parece que no somos capaces de mantener una apreciación habitual de tan extraordinarios métodos. Al final, volvemos a los cuadros que nos parecen agradables y no nos dejan perplejos. Se le veía como un experimento, me imagino, y ahora parece que debemos considerarlo uno fallido. Si viene con un espíritu misionero, lo toleraremos con educación, pero nos reiremos tras las mangas, le aviso.

—Eso no me amedrenta, Lady Mary —dijo MacMaster con un tono insulso—. Como le he dicho, soy un hombre con una misión.

Lady Mary se rio con esa ronca voz suya de barítono.

—¡Bravo! ¿Y ha venido a mí para inspirarse para su panegírico?

MacMaster sonrió un tanto avergonzado.

—No solo por ese motivo. Pero quiero consultarle, Lady Mary, sobre la posibilidad de incordiar a Lady Ellen Treffinger sobre esta cuestión. No parece muy legítimo continuar sin pedir algún tipo de bendición a mis actos por su parte y, sin embargo, temo que todo el asunto le resulte doloroso. Por eso confío en su discreción.

—Creo que preferiría que la consultara —respondió con buen juicio Lady Mary—. No entiendo cómo soporta que todo ese maldito asunto se remueva una y otra vez, pero lo hace. Parece sentir una especie de responsabilidad moral. Ellen siempre ha sido extremadamente meticulosa con este tema, hasta donde llega su entender… Hecho que me sorprende, ya que no posee una naturaleza particularmente magnánima. Sin duda está intentando hacer lo que cree que es lo correcto. Le escribiré y podrá verla cuando vuelva de Italia.

—Tengo mucho interés en conocerla. Espero que se haya recuperado del todo —se interesó MacMaster con tono vacilante.

—No, la verdad es que no. Sigue en la misma condición en la que se hundió antes de su muerte. Él aplastó casi todo lo que había en su interior, supongo. Las mujeres no se recuperan de heridas de ese cariz o, al menos, no las que son como Ellen. No dejan de sangrar en su interior.

—Usted, en cualquier caso, no se ha reconciliado con él —aventuró MacMaster.

—Oh, le canté las cuarenta. Era un impresionista, eso lo acepto, pero esa es una virtud vaga e insatisfactoria con la que casarse, como descubrió Lady Ellen Treffinger.

—Pero, querida Lady Mary —protestó MacMaster—, y deténgame si es demasiado personal… Pero, en primer lugar, ella también elegiría formar parte de ese matrimonio, tanto como él.

Lady Mary apoyó las gafas en su gran dedo índice y, al responder, asumió una actitud que no hubiera estado fuera de lugar en una clase clínica.

—Ellen, querido muchacho, es en esencia una persona romántica. No habla mucho de ello, pero sus emociones son profundas. Nunca supe en qué medida lo eran hasta que me enfrenté a ella con motivo de ese matrimonio. Siempre había sido una inconforme de joven: las cosas le parecían aburridas y prosaicas, y el ardor de su cortejo le agradó. Él la conoció durante la primera temporada que pasó en la ciudad. Ella es hermosa y hubo muchos otros hombres, pero le diré que su bribón de ceño fruncido era el más pintoresco del grupo. Durante el cortejo, como en todo lo demás, resultó ser melodramático hasta el ridículo, pero el sentido del humor de Ellen no es su cualidad más sobresaliente. Tenía el encanto de una celebridad, el aspecto de un hombre que atravesaría por la fuerza cualquier cosa para conseguir lo que quería. Ese estilo de vehemencia es particularmente efectivo en mujeres como Ellen, que no soportan el calor directo; algo tiene que reflejarlo para que no les cause daño. Él la convenció de que la necesitaba y, con eso, la consiguió.

—No puedo evitar pensar que, incluso con unos cimientos así, el matrimonio debería haber sido más feliz —señaló pensativo MacMaster.

—El matrimonio —dijo Lady Mary encogiéndose de hombros— se basó en una incomprensión mutua. Ellen, tal es su naturaleza, creía que estaba haciendo algo fuera de lo común al aceptarlo y esperaba concesiones que, al parecer, nunca se le pasaron a él por la cabeza. Después de la boda, él volvió a sus antiguos hábitos de trabajo incesante, rotos solo por momentos de relajación violentos y a menudo brutales. Insultaba a sus amigos y le endilgaba los propios a ella, muchos de los cuales eran perfectos para que cualquier chica de buena cuna sintiera aversión. Ghillini, un vagabundo sin techo con el que es imposible conversar, siempre estaba en la casa. No quiero decir, en ningún caso, que él no pudiera quejarse de ella. Es muy probable que él sobrestimara las posibilidades de la muchacha y le dejara ver que lo había decepcionado. Solo una naturaleza amplia y generosa podría haberlo soportado y Ellen no es así. Ella no podía entender esa odiosa vena de orgullo plebeyo que se enorgullece en no estar por encima de sus orígenes.

Mientras regresaba a su hotel, MacMaster pensó que Lady Mary Percy probablemente tenía buenos motivos para no estar satisfecha con su cuñado. Treffinger era, sin lugar a dudas, el último hombre que debería haberse casado con alguien de la familia Percy. Hijo de un pequeño tabaquero, había crecido como aprendiz de un pintor de señales, sin oficio, sin ley alguna y casi sin saber ni escribir ni leer hasta que se topó con las clases nocturnas de la Albert League, donde Ghillini enseñaba algunas veces. Desde que se situó bajo el escrutinio y la influencia de ese italiano errante, que luego se convirtió en exiliado político, su vida se había alejado abruptamente de su cauce original. Ese hombre había sido, a la vez, acicate y guía, amigo y maestro, para su pupillo. Había sacado la arcilla sin tratar de las calles de Londres y la había moldeado en algo nuevo. Al parecer, había adivinado de un vistazo dónde yacían las posibilidades del chico y se había saltado todos los cánones ortodoxos de instrucción para entrenarlo. Bajo su mano, Treffinger adquirió su superficial y simple conocimiento de los clásicos, se había introducido en el latín de los monjes y en los romances medievales que más tarde dieron a su trabajo esa cualidad tan inocente y remota. Ese fue el principio de las vallas de acacia, el suelo adoquinado, las vigas de techos marrones, las telas empleadas de forma astuta para dar a sus cuadros ese efecto decorativo tan rico.

Como le había dicho a Lady Mary Percy, MacMaster había hallado la inspiración imperativa de su objetivo en el cuadro inacabado de Treffinger, El matrimonio de Fedra. Siempre había creído que la clave de la individualidad de Treffinger residía en su singular educación: en el Roman de la Rose, en Boccaccio y Amadís, cuyas obras se habían transcrito palabra por palabra en la tabula rasa del alma del chico callejero londinense y a través de las cuales él había renacido al mundo de las cosas espirituales. Treffinger había sido un hombre que vivía en su imaginación; y su mente, sus ideales y, en opinión de MacMaster, incluso su ética personal habían recibido la influencia de su educación inicial. Se veían en él tanto la frescura como la espontaneidad, la sincera brutalidad y el religioso misticismo que se enraizaban sin problemas en el siglo Small>XV. En El matrimonio de Fedra, MacMaster halló la expresión última de ese espíritu, la última palabra que surgiría del punto de vista de Treffinger.

Como en todos los temas clásicos de Treffinger, su concepto era completamente medieval. Esa Fedra, que se gira apartándose de su marido y de sus sirvientas para saludar al hijo de su marido, a quien le ofrece su primera mirada aterrorizada por debajo de un velo a medio levantar, no era la hija de Minos. Era hija del paganismo y de la iglesia original, sentenciada a tener visiones que la torturasen, a flagelarse y a la lucha de alma con la carne. El venerable Teseo podría haber sido el victorioso Carlomagno y las doncellas de Fedra pertenecían más a la corte de Blanca de Castilla que a la cretense. En estudios anteriores, Hipólito insinuaba más su condición pagana, pero con cada dibujo la gloriosa figura había perdido parte de su serena inconsciencia hasta que, en el lienzo bajo el tragaluz, aparecía como un caballero cristiano. Esta figura masculina y el rostro de Fedra, pintados con esa conservación mágica del matiz bajo la pesada sombra del velo, eran claramente los mayores logros del arte de Treffinger. El esfuerzo que había dedicado a conseguir la supuesta inevitable composición del dibujo —con sus veinte figuras, la plenitud de su luz y de su atmósfera, sus distancias sosegadas vistas a través de pórticos blancos— se mostraba en los incontables estudios.

Por la actitud de James hacia el cuadro, MacMaster podía imaginarse cuál había sido la actitud del pintor. Su cuadro estaba siempre en la mente de James, su protección se había convertido, a sus ojos, en su trabajo. Se mostraba claramente aprensivo cuando los visitantes, aunque ya no acudían muchos esos días, se acercaban a la obra.

—El matrimonio lo mató —decía a menudo—. Y, si por él fuera, habría querido matarnos a todos.

Hacia el final de la segunda semana que pasaba en Londres, MacMaster había comenzado con las notas de su estudio sobre Hugh Treffinger y su obra. Cuando sus investigaciones lo llevaban de vez en cuando a visitar los estudios de los amigos de Treffinger y sus otrora discípulos, descubrió que los modos de Treffinger se desvanecían en ellos al igual que el anillo de la personalidad de Treffinger. Uno a uno habían regresado lentamente al redil del arte nacional británico; la mano que los había reunido se había quedado quieta. MacMaster se desesperó con ellos y se encerró cada vez más exclusivamente en el estudio, con las cartas de Treffinger que había disponibles, que en su mayor parte eran negativas y sosas, y con sus interrogatorios al hombre de Treffinger.

No hubiera podido decir los pasos que había seguido para ganarse la confianza de James. Desde luego, sus estrategias más hábiles con ese objetivo habían fallado de forma humillante y lo que fuera que había creado ese entendimiento entre ambos debía de haber sido algo instintivo e intuitivo por ambas partes. Cuando, al fin, James empezó a relatar anécdotas y a tratar temas personales, había algo, en cada una de las palabras que dejaba caer, que daba aliento y sangre al libro de MacMaster. James llevaba tanto tiempo en la sombra de esa personalidad tan penetrante que él también la dejaba relucir. Muchas de sus frases, de sus gestos y opiniones eran calcos que había tomado como si fueran yeso húmedo en su contacto diario con Treffinger. En su interior, tenía los epitelios que este había descartado del mismo modo que en el exterior vestía con las ropas que el pintor había desechado. Aunque las cartas del pintor eran formales y pragmáticas, aunque las expresiones que empleaba con sus amigos fueron desmesuradas, contradictorias y a menudo aparentemente hipócritas, aun así, MacMaster no sentía que le faltaran fuentes auténticas. Era James quien contenía la leyenda de Treffinger; era con James con quien había el pintor abandonado sus máscaras. Solo en su estudio, a solas y cara a cara con sus obras, al parecer, el hombre había sido siempre él mismo. James lo había conocido en la única actitud en la que había sido completamente honesto; su relación había recaído en el único espacio de una integridad indudable en el pintor. La imagen que James daba de Treffinger no estaba distorsionada por ninguna alucinación de la visión artística, no había ninguna interpretación propia añadida. Él solo mostraba lo que había oído y visto, su mente era una especie de cámara oscura. Sus propias limitaciones lo convertían en una fuente literal y minuciosamente exacta.

Una mañana, mientras MacMaster se hallaba sentado ante El matrimonio de Fedra, James entró durante su habitual ronda de limpieza.

—Me han llegado noticias de Lady Ellen por correo, señor —señaló—. Ha dado órdenes de que prepare la casa para su llegada. Dudo que siga aquí para el próximo jueves o viernes.

—¿Pasa la mayor parte de su tiempo en el extranjero? —preguntó MacMaster. James siempre había mantenido una delicada reserva en todo lo referente a Lady Treffinger.

—Bueno, no puede decirse eso exactamente, señor. Ve la casa un poco aburrida, me atrevería a decir, y por eso durante la temporada se queda en casa de Lady Mary Percy, en Grosvenor Square. Lady Mary es su única hermana. —Al cabo de unos momentos, continuó hablando, punteado con el rigor de la limpieza—. Esta misma mañana me encontré este broche de bufanda. —Sacó un caso muy interesante de dicho artículo—. Y recordé cómo el señor Hugh me lo dio mientras cortejaba a Lady Ellen. ¡Que me aspen si alguna vez he visto a un hombre ir tras una mujer como él! Estaba completamente enamorado, señor. Nunca se interesó tanto en nada ni antes ni después, hasta que se dedicó a El matrimonio… Aunque normalmente se centraba bastante en las cosas, tuvo sarampión a los treinta, con la fuerza del cólera, y estuvo a punto de morir. No era fuerte según la gente de Lady Ellen, ellos eran demasiado rígidos para él. Un caballero libre y sencillo, eso es lo que era. Le gustaba cenar con unos cuantos amigos de los alegres, pero no le gustaban lo que usted llamaría grandes asuntos. Pero cuando se lanzó en pos de Lady Ellen, se puso un nuevo ritmo. Dio todos sus anillos y broches y el hombre del sastre y el de la mercería estaban de continuo en sus habitaciones. Hizo que lo invitaran a un club en Piccadilly, adelgazó a base de pasar hambre, se hizo más blanco a base de preocupaciones, lo planchaba todo y se puso firme como la cuerda de un arco. Menos mal que ganó, o no sé cómo lo habría pagado todo.

A la semana siguiente, debido a una invitación de Lady Ellen Treffinger, MacMaster fue una tarde a tomar el té con ella. Lo llevaron al jardín que había entre la residencia y el estudio; habían colocado la mesa para el té bajo un peral retorcido. Lady Ellen se levantó al verlo acercarse —él se asombró de lo alta que era— y lo saludó con cortesía, diciendo que ya lo conocía gracias a su hermana. MacMaster sintió una cierta satisfacción por parte de ella, en su elegancia y tranquilidad, en el cautivador tono de su voz y en la indolente cautela de sus grandes ojos almendrados. Incluso le encantó descubrir que su rostro era a lo sumo inescrutable, aunque aquello enfrió su ánimo e hizo imposible que pudiera permitirse la completa honestidad que ansiaba. Aquel era un rostro largo, estrecho en la barbilla, con unos rasgos muy delicados y endurecidos con una máscara impasible de autocontrol. Detrás de semblantes sellados y bien tallados como este, pensó MacMaster, es donde la naturaleza oculta a veces asombrosos secretos. Pero a pesar de esa sensación de dureza, sentía que el infalible gusto de Treffinger para cuestiones mayúsculas no lo había abandonado al elegir esposa, y admitió que nunca habría podido elegir a una mujer mejor para el papel de esposa del artista.

Mientras explicaba el objetivo de sus frecuentes visitas al estudio, ella lo escuchó con un interés cortés.

—He leído, creo, todo lo que se ha escrito sobre la obra de Sir Hugh Treffinger y me parece que todavía queda mucho que decir al respecto —concluyó.

—Creo que dejan bastante que desear —respondió ella, vagamente. Dudó un momento, mientras toqueteaba ausente los lazos de su vestido, y después prosiguió sin alzar la mirada—: Espero que no me crea demasiado exigente si le pido ver las galeradas de los capítulos de su obra que tengan que ver con la vida personal de Sir Hugh. Siempre pido tener ese privilegio.

MacMaster se apresuró a asegurarle que se lo concedería y añadió:

—Solo pienso tocar los detalles de su vida personal que estén relacionados directamente con su obra, como su educación monástica a manos de Ghillini.

—Entiendo lo que quiere decir, creo —dijo Lady Ellen, mientras lo miraba con los ojos abiertos llenos de incomprensión.

Cuando MacMaster se detuvo en el estudio antes de salir de la casa, se quedó de pie un rato ante el autorretrato de Treffinger, ese cuadro tan bandido, con su cuello amplio y su cabeza cuadrada, el pequeño labio superior oscurecido por un bigote bien recortado, el cabello tieso que le cubría la frente, los fuertes dientes blancos bien apretados dentro de una corta boquilla. Podía entender la cantidad de torturas que una mera veta de la fuerte carne roja y marrón del hombre habría infligido a una mujer como Lady Ellen. También podía imaginarse la rebelión impotente de Treffinger contra esa misma calma que lo había obnubilado cuando desafió por primera vez su temperamento y cómo, una vez poseída, su primer instinto habría sido aplastarla, dado que no podía fundirla.

Hacia el final de la temporada, Lady Ellen Treffinger dejó la ciudad. La obra de MacMaster progresaba con rapidez y él y James pasaban los días enfrascados en su peculiar relación que, para entonces, ya tenía mucho de amistad. Quitando las visitas habituales de un vendedor de cuadros judío, su soledad se veía interrumpida en pocas ocasiones. Alguna vez, un grupo de americanos llamaba a la pequeña puerta en la pared del jardín, pero solían marcharse con rapidez hacia el salón morisco y la tintineante fuente del gran estudio de Londres no muy lejos de allí.

Este judío, austriaco de nacimiento, propietario de un gran negocio en Melbourne, Australia, era un hombre de buen gusto y desde el primer momento El matrimonio de Fedra se convirtió en el centro de su interés. Cuando, en su primera visita, Lichtenstein declaró que el cuadro estaba condenado al tiempo, a MacMaster le había caído en gracia y se había acercado para hablar con él tranquilamente. Más tarde, sin embargo, la repulsiva personalidad y la innata vulgaridad del hombre lo habían agotado tanto que, cuanto más genuino resultaba ser el aprecio del judío, más le molestaba y más vulgar le parecía a él. Le incomodaba ver a Lichtenstein paseándose de un extremo al otro ante el cuadro, agitando la cabeza y parpadeando para contener las lágrimas bajo sus quevedos, mientras exclamaba: “Es una joya, ¡una joya! Una pinturra así al menos valdrrá unas decenas de miles, ¿eh? Parra que Eurropa aprrecie tal obrra de arrte es necesarrio llevárrsela mientrras duerrme. Nunca la aprreciarrá hasta que la pierrda perro…”. Y con toda la intención, añadió: “La comprrarría de nuevo”.

Desde el primer momento, James había desconfiado tanto de ese hombre que nunca lo dejaba a solas en el estudio ni un momento. Cuando Lichtenstein insistió en que quería tener la dirección de Lady Ellen Treffinger, James alcanzó el punto de ser insolente.

—No serviría de nada dársela, para nada. Lady Treffinger nunca trata con vendedores.

MacMaster se arrepintió en silencio de sus charlas impulsivas, pues temía que, indirectamente, fuese él la causa de que Lady Ellen sufriera las molestias de aquel especulador sin escrúpulos y recordó con vergüenza que Lichtenstein le había sonsacado, poco a poco, casi toda la idea de su libro y, en especial, el lugar que El matrimonio de Fedra debía ocupar en él.

Para entonces, los primeros capítulos del libro de MacMaster estaban en manos de su editor y sus visitas al estudio eran, por necesidad, menos frecuentes. La mayor parte de su tiempo lo empleaba ahora con grabadores que iban a reproducir las obras de Treffinger y que emplearía como ilustraciones.

Un día, volvió a su hotel tarde, tras una larga y agotadora jornada con los grabadores, y se encontró a James en su habitación, sentado sobre su baúl de viaje junto a la ventana, con un gran cuadrado envuelto en telas apoyado en su rodilla.

—Vaya, James, ¿qué ocurre? —le dijo sorprendido, con una mirada curiosa hacia el objeto envuelto.

—¿No ha visto los periódicos, señor? —soltó el hombre.

—Pues no, ahora que lo pienso, no he mirado ningún periódico. He estado en la fábrica de grabados todo el día. No he visto nada.

James sacó una copia del Times de su bolsillo y se lo entregó, señalando con un dedo trágico un párrafo en la columna de sociedad. Era solo el anuncio del compromiso de Lady Ellen Treffinger con el capitán Alexander Gresham.

—Bueno, ¿qué pasa, hombre? Sin duda tiene todo el derecho.

James le arrebató el periódico, pasó la página y señaló en silencio un párrafo en la sección de arte que señalaba que Lady Treffinger había regalado a la galería X… la colección completa de pinturas y bocetos que había en el estudio de su esposo fallecido, con la excepción del cuadro inacabado, El matrimonio de Fedra, que había vendido por una gran suma a un tratante de arte australiano que había llegado a Londres con el propósito de asegurarse algunas de las pinturas de Treffinger.

MacMaster entrecerró los labios y se sentó con el abrigo todavía puesto.

—Bueno, James, esto es un poco… un poco, inesperado, ¿no? Nunca se me ocurrió que llegara a hacerlo.

—Dios mío, no la conoce —comentó James con amargura, mientras seguía mirando el suelo con una actitud de desprecio y abandono.

MacMaster se levantó al darse cuenta súbitamente de algo.

—-¿Qué llevas ahí, James? No será… No puede ser…

—Claro que lo es, señor —soltó el hombre emocionado—. Es El matrimonio. No se va a ir a Australia, ¡ni hablar del peluquín!

—Pero, hombre, ¿qué vas a hacer tú con eso? Es propiedad de Liechtenstein, por lo que parece.

—Para nada, señor, para nada. No, por Dios, ¡nunca lo será! —gritó James, con una furia exacerbada. Se controló con esfuerzo y suplicó—: Oh, señor, no querrá ver cómo se la llevan a Australia, con los convictos.

Soltó y desplegó las telas como si quisiera que Fedra suplicase por sí misma.

MacMaster se sentó de nuevo y miró con tristeza la obra maestra condenada. La imagen de James cargando con ella a través de Londres en plena noche le parecía adecuada. Había cierto atractivo en un acto tan despótico.

—¿Cómo lo has traído? —le preguntó.

—Tomé un carruaje y vine directamente, señor. Menos mal que tenía suelto.

—¿Viniste por High Street, subiste por Piccadilly, atravesaste Haymarket y Trafalgar Square y entraste en el Strand? —preguntó MacMaster con deleite.

—Sí, señor. Claro, señor —asintió James, sorprendido.

MacMaster se rio con alegría.

—Fue una bonita idea, James, pero me temo que no podemos continuar con ella.

—Estaba pensando en si existiría la posibilidad de que se llevase El matrimonio a París durante un año o dos, señor. ¿Hasta que la cosa se calme? —sugirió James débilmente.

—Me temo que eso es imposible, James. Mucho me temo que no estoy hecho para ser pirata, ni siquiera para ser un vulgar contrabandista.

A MacMaster le resultó sorprendentemente difícil decir esto y se entretuvo con la lámpara mientras lo decía. Escuchó cómo la mano de James caía pesadamente sobre el baúl y descubrió que no le gustaba nada perder la estima de ese hombre.

—Bueno, señor —señaló James con un tono más formal, tras ese silencio que se había extendido—. Entonces no hay otra solución que pensar en cómo voy a irme yo con él.

—¿Y tu reputación, James? Habrá muchas pruebas que te incriminen e incluso si Lady Treffinger no presentase cargos, estarías acabado.

—¡Que le den a mi reputación! Perdone, señor —gritó James, levantándose de un salto—. ¿Para qué quiero una reputación? Me desharé de todo y sin ningún problema, la verdad. Van a vender el taller y, en cualquier caso, mi sitio allí ya no existe. Me alistaré o probaré como buscador de oro. He vivido demasiado tiempo con los artistas, nunca volveré a servir a nadie. Ya sabe cómo es, no hay vida como esa, ni hablar.

Por un momento, MacMaster estuvo a punto de ayudar a James con el robo. Pensó en los cuadros que se habían cubierto de cal o escondido en las criptas de las iglesias o bajo los suelos de palacios por motivos peores y para salvarlas de un destino menos aciago. Pero entonces, con un suspiro, negó con la cabeza.

—No, James, no bastaría. Se ha intentado una y otra vez, desde que el mundo es mundo y los cuadros, cuadros. Se intentó en Florencia y Venecia, pero al final siempre se llevan las pinturas. Verás, la dificultad es que aunque Treffinger te dijo lo que no se debía hacer con el cuadro, no dejó claro qué había que hacer con él. ¿Crees que Lady Treffinger entiende de verdad que no quería que lo vendieran?

—Bueno, señor, esto fue así, señor —dijo James, tras volver a sentarse en el baúl y apoyar el cuadro de nuevo en su rodilla—. Está prístino en mi memoria. Después de que Sir Hugh se levantase tras su primera apoplejía, empezó de nuevo con El matrimonio. Antes de eso, había estado trabajando en él solo por la noche durante un tiempo. La leyenda era el gran cuadro por aquel entonces y se hallaba bajo la luz natural, donde trabajaba por la mañana. Pero un día, me dijo que bajase La leyenda y colocara El matrimonio en su lugar y dijo, poniéndose la chaqueta: “James, este es el comienzo con el que la acabaré, esta vez”.

“Desde entonces, trabajó por las mañanas en el cuadro de la noche, algo contrario a su costumbre. El matrimonio salía mal una y mal… Y Sir Hugh se iba poniendo cada vez más zarrapastroso. Probó con modelos y más modelos, emborronó y pintó porque su rostro quedaba mal con las sombras. Algunas veces aplicaba los colores y soltaba maldiciones contra mí y contra todas las cosas en general. Se desanimó tanto sobre su capacidad que, en sus peores días, me decía: “James, recuerda una cosa: si me pasara algo, El matrimonio no debe salir de aquí sin acabar. Vale más que los demás, amigo, y no va a quedarse a medias por falta de esfuerzo”. Repetía cosas de ese estilo.

“El último día estaba trabajando en el cuadro, antes de salir hacia el club. Hacía esperar una hora o así al carruaje, mientras daba una pincelada, se alejaba, daba otra con mucho cuidado. Cuando ya se había puesto los guantes, volvía y tomaba los pinceles que yo había empezado a limpiar para dar uno o dos toques más. “Ya llega, James”, decía. “Por Dios que ya llega”. Y con eso se iba. Fue repentino y cruel lo que ocurrió después.

“Esa noche, yo estaba revisando sus ropas en la casa cuando lo trajeron. Estaba consciente, pero cuando baje para ayudar a subirlo, supe que estaba acabado. Después de meterlo en la cama, siguió mirándome inquieto y luego miraba a Lady Ellen y movía la mano. Por fin, consiguió alzarse y apuntó con su pulgar hacia la pared. “Quiere agua, usa la campana, James”, dijo Lady Ellen, con placidez. Pero yo sabía que señalaba al taller.

“‘Lady Treffinger’, le dije, con atrevimiento. ‘Está señalando el estudio. Se refiere a El matrimonio, me dijo hoy que no quería venderlo inacabado. ¿Es eso, Sir Hugh?’. “Él sonrió, asintió un poco y cerró los ojos. ‘Gracias, James’, dijo Lady Ellen, con placidez. Entonces él abrió los ojos y miró fija y duramente a Lady Ellen.

“‘Pues claro que intentaré cumplir tus deseos sobre el cuadro, Hugh, si eso es lo que te preocupa’, dijo en voz baja. Con eso, cerró los ojos y no volvió a abrirlos. Murió mientras estaba inconsciente a las cuatro de esa madrugada.

“Ve, señor, Lady Ellen siempre fue cruel y dura con El matrimonio. Desde el primer momento aquello fue mal y Sir Hugh se ponía de mal humor de forma constante. Ella entró en el estudio un día y miró el cuadro y le preguntó por qué no se deshacía de él y dejaba de preocuparse. Él respondió con dureza y con eso ella dijo que no entendía por qué tenían que discutir por eso, no, señor. Dijo lo que pensaba del cuadro con libertad y Sir Hugh empezó a maldecir y a tirar puñados de pinceles por el estudio y Lady Ellen recogió su falda con cuidado y con toda la calma salió del estudio con los ojos tranquilos y la barbilla alzada. Si hay algo que Lady Ellen no podía entender era la utilidad de las maldiciones. Así pues, El matrimonio era un motivo de discusión entre ellos. Ella mantenía una calma inaudita, pero amargada como ella sola; así es Lady Ellen. Nunca se acercó de nuevo al estudio desde aquel día en que salió sosteniendo sus faldas. Cuando sus amigas vienen de visita, dice que está cansada. ¡Cansada, sí, ya! —James iba a desgastarse los dientes con esa ira.

—Te diré lo que yo haría, James, y es nuestra única esperanza. Iré a ver a Lady Ellen mañana. El Times dice que ha vuelto hoy. Tú devuelves el cuadro a su sitio y haré lo que pueda por él. Cualquier cosa que se haga para salvarlo tiene que pasar por Lady Ellen Treffinger, eso está claro. No creo que entienda del todo la situación. Si lo hiciera, ya sabes, no podría tener ningún motivo… —Se detuvo abruptamente. De algún modo, a la luz oscura de la lámpara, el pequeño y cerrado rostro de la mujer apareció ominoso ante él. Se frotó la frente y frunció el ceño, pensativo. Al cabo de un momento, sacudió la cabeza y continuó—: Estoy seguro de que no se puede ganar nada usando métodos arteros, James. El capitán Gresham es uno de los hombres más populares de Londres y sus amigos destrozarían los huesos de Treffinger si le molestásemos con algún escándalo… Y esta idea que has tenido acabaría inevitablemente en escándalo. Lady Ellen tiene, por supuesto, todos los derechos legales para vender el cuadro. Treffinger gastó bastante de su fortuna y, como está a punto de casarse con un hombre sin renta, no cabe la menor duda de que se siente con el derecho de recuperar su patrimonio.

James parecía dispuesto, si bien tercamente escéptico. Bajaron a la calle, MacMaster llamó a un carruaje y despachó a James y a su carga en él. De pie en la puerta, observó como el coche se alejaba a través de la llovizna y la bruma, zigzagueaba entre los vehículos mojados y oscuros y esquivaba las luches de los taxis, hasta que se vio engullido en el resplandor y la confusión del Strand. “Esto resulta de una ironía inaudita”, reflexionó.

—Que él, el único que no tiene nada que ver con este, sea el que realmente se preocupa. Pobre Treffinger —murmuró mientras, con una sonrisa desanimada, regresó a su hotel—. Pobre Treffinger, sic transit gloria.

A la tarde siguiente, MacMaster mantuvo su promesa. Cuando llegó a casa de Lady Mary Percy, vio que estaban preparando una recepción de algún tipo, pero subió con decisión los escalones y le dijo al ujier que sus asuntos eran urgentes. Lady Ellen bajó sola y disculpó a su hermana. Estaba vestida para recibir a gente y MacMaster nunca había visto nada tan hermoso. El color de sus mejillas daba un brillo suave a sus delicados y pequeños rasgos.

MacMaster se disculpó por la intrusión y se centró directamente en el objetivo de su visita. Había ido, dijo, no solo para ofrecer su más cálida enhorabuena, sino también para lamentarse de que una gran obra de arte iba a dejar Inglaterra.

Lady Treffinger lo miró con los ojos como platos del asombro. Por supuesto, dijo, había tenido cuidado de seleccionar los mejores cuadros para la galería X…, según los deseos de Sir Hugh Treffinger.

—¿Y le dio él, perdóneme, Lady Treffinger, pero tenga compasión y tranquilice mi conciencia, alguna pauta definitiva respecto a este cuadro, que me parece que valdrá lo mismo que todo el resto juntos, incluso inacabado como está?

Lady Treffinger palideció de forma perceptible, pero no era la confusión lo que robaba el color a su rostro. Cuando habló, había un temblor agudo en su voz suave, el filo de un resentimiento que se clavaba en su piel como el dolor.

—Creo que su sirviente tiene esa impresión, pero yo creo que no tiene ningún motivo para pensar eso. No recuerdo que él expresase deseo alguno respecto a la entrega de ese cuadro a ninguno de sus amigos. Por desgracia, Sir Hugh no siempre era discreto en sus conversaciones con la servidumbre.

—El capitán Gresham, Lady Ellenham y la señorita Ellenham —anunció un sirviente que apareció en la puerta.

Hubo un murmullo en la entrada y MacMaster saludó al sonriente capitán y a su tía mientras él se excusaba.

A todos los efectos, El matrimonio de Fedra ya estaba enclaustrado en un vago continente del Pacífico, en algún punto del otro lado del mundo.

*FIN*


“The Marriage of Phædra”,
The Troll Garden, 1905


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