El método Schartz-Metterklume
[Cuento - Texto completo.]
SakiPara matar el tiempo hasta que al tren le diera por seguir su camino, Lady Carlotta salió al aburrido andén de la pequeña estación y lo recorrió arriba y abajo una o dos veces. Fue entonces cuando en la carretera cercana vio un caballo que luchaba con una carga más que grande, junto al que había un carretero de ésos que parecen guardar un odio resentido al animal que les ayuda a ganarse la vida. Lady Carlotta se dirigió inmediatamente a la carretera y consiguió que la lucha adoptara un cariz bastante distinto. Algunas de sus amistades acostumbraban a darle abundantes consejos con respecto a lo poco deseable de interferir en nombre de un animal afligido, pues dicha interferencia «no era asunto suyo». Sólo en una ocasión puso en práctica la doctrina de la no interferencia: fue cuando una de las exponentes más elocuentes de la doctrina se vio asediada durante casi tres horas, en un arbusto pequeño y espinoso, extremadamente incómodo, por un cerdo colérico. Entretanto ella, desde otro lado de la valla, seguía con la acuarela que estaba pintando, negándose a interferir entre el cerdo y su prisionera. Es de temer que perdiera la amistad de la dama, finalmente rescatada. En esta ocasión tan sólo perdió el tren, el cual, mostrando el primer signo de impaciencia durante todo el viaje, había partido sin ella. Lady Carlotta se tomó la deserción con indiferencia filosófica; sus amigos y parientes ya estaban habituados al hecho de que su equipaje llegara sin ella. Mandó a su destino un mensaje vago y nada comprometido en el que se limitaba a decir que llegaría «en otro tren». Antes de que tuviera tiempo de pensar qué es lo que iba a hacer, se vio frente a una dama imponentemente vestida que parecía estar realizando un prolongado inventario mental de su ropa y aspecto.
—Debe ser usted la señorita Hope, la institutriz a la que he venido a recibir —dijo la aparición en un tono que no admitía demasiadas discusiones.
—Muy bien, si debo serlo, debo serlo —musitó Lady Carlotta para sí misma con peligrosa docilidad.
—Yo soy la señora Quabarl —siguió diciendo la dama—. Pero le ruego que me diga dónde está su equipaje.
—Se ha perdido —contestó la supuesta institutriz mostrándose de acuerdo con esa excelente norma de la vida según la cual los culpables son siempre los ausentes; pues en realidad el equipaje se había comportado con perfecta corrección—. Acabo de telegrafiar por ese motivo —añadió aproximándose a la verdad.
—Qué irritante —comentó la señora Quabarl—. Son tan descuidadas las compañías del ferrocarril. Sin embargo, mi doncella puede prestarle algo para la noche —añadió, tras lo cual se dirigió hacia el coche.
Durante el viaje a la mansión Quabarl, dio a conocer pormenorizadamente a Lady Carlotta la naturaleza del puesto que se le había confiado; se enteró de que Claude y Wilfrid eran jóvenes delicados y sensibles, que Irene tenía un temperamento artístico muy desarrollado y que Viola era más o menos de un molde igualmente común entre los niños de esa clase y tipo en el siglo XX.
—No sólo deseo que aprendan —especificó la señora Quabarl—, sino que se interesen por lo que aprenden. Por ejemplo, en las lecciones de historia debe tratar de hacerles comprender que les está presentando la historia de la vida de hombres y mujeres que vivieron realmente, y no limitarse a entregar a la memoria una masa de nombres y fechas. En cuanto al francés, desde luego espero que lo hable durante las comidas varios días por semana.
—Hablaré en francés cuatro días a la semana, y en ruso los tres restantes.
—¿En ruso? Mi querida señorita Hope, nadie en la casa habla o entiende ruso.
—Eso no me preocupará lo más mínimo —contestó fríamente Lady Carlotta.
Por usar una expresión coloquial, la señora Quabarl se cayó del pedestal. Era una de esas personas de imperfecta seguridad en sí misma que resultan magníficas y autocráticas en tanto en cuanto nadie se les oponga seriamente. La menor muestra de una resistencia inesperada las intimida y hace que no dejen de pedir excusas. Cuando la nueva institutriz no expresó una admiración sorprendida por el coche grande, muy caro y recién comprado, pero en cambio aludió ligeramente a las ventajas de una o dos marcas que acababan de salir al mercado, el desconcierto de su patrona llegó a ser casi abyecto. Sus sentimientos debieron ser parecidos a los que pudo tener un general de la Antigüedad al contemplar cómo su elefante de batalla más pesado era ignominiosamente puesto en fuga por honderos y lanzadores de jabalina.
Durante la cena de aquella noche, a pesar de contar con el refuerzo de su marido, que solía tener sus mismas opiniones y en general le daba apoyo moral, la señora Quabarl no recuperó nada del terreno perdido. La institutriz no sólo se sirvió vino en abundancia, sino que dio una muestra considerable de tener un conocimiento crítico sobre diversos temas de cosechas, con relación a los cuales los Quabarl no podían considerarse en modo alguno autoridades. Las institutrices anteriores habían limitado su conversación sobre el tema del vino a una expresión respetuosa, sin duda sincera, de preferencia por el agua. Cuando la conversación llegó al punto en el que les recomendó una marca de vino con la que uno no podía equivocarse demasiado, la señora Quabarl consideró que había llegado el momento de devolver la conversación a los canales más habituales.
—El canónigo Teep, del que debo añadir que me parece un hombre muy estimable, nos ha dado muy satisfactorias referencias sobre usted —comentó la señora Quabarl.
—Bebe como un pez y pega a su esposa, aunque en otros aspectos es una persona encantadora —contestó imperturbable la institutriz.
—¡Mi querida señorita Hope! Espero que esté exagerando —exclamaron los Quabarl al unísono.
—Hay que admitir, en justicia, que existe cierta provocación —siguió explicando la cuentista—. La señora Teep es con mucho la más irritante jugadora de bridge con la que me he sentado nunca; sus indicaciones y declaraciones justificarían cierta brutalidad por parte de su compañero, pero empaparla con el contenido de la única botella de sifón que queda en la casa un domingo por la tarde, cuando es imposible obtener otro, muestra una indiferencia por la comodidad de los demás que no puedo subestimar totalmente. Quizá piensen que soy apresurada en mis juicios, pero prácticamente me marché por causa del incidente del sifón.
—Ya hablaremos de ello en algún otro momento —contestó enseguida la señora Quabarl.
—Jamás volveré a aludir al tema —replicó la institutriz con decisión.
El señor Quabarl practicó una bien recibida maniobra de diversión al preguntar por los estudios con los que pensaba iniciarse la nueva institutriz a la mañana siguiente.
—Empezaré por la historia —le informó ella.
—Ah, historia —comentó él en tono de sabiduría—. Al enseñarles historia debe preocuparse de interesarles por lo que aprenden. Debe hacerles sentir que les está presentando la historia de la vida de hombres y mujeres que vivieron realmente…
—Ya le dije todo eso —le interrumpió la señora Quabarl.
—Enseño historia según el método Schartz-Metterklume —les informó la institutriz orgullosamente.
—Ah, sí —dijeron ellos pensando que era adecuado asumir que al menos conocían el nombre.
—Niños, ¿qué estáis haciendo ahí? —preguntó la señora Quabarl a la mañana siguiente al encontrar a Irene sentada escaleras arriba, bastante taciturna, mientras su hermana se encontraba subida en actitud incómoda y triste en el asiento de la ventana, casi totalmente cubierta por una alfombrilla de piel de lobo.
—Estamos recibiendo una lección de historia —fue la inesperada respuesta—. Se supone que yo soy Roma, y que Viola es la loba; no una loba auténtica, sino la figura de una que los romanos solían estimar mucho porque… me olvidé del motivo. Claude y Wilfrid han ido a buscar a las sobrinas.
—¿Las sobrinas?
—Sí, tenían que llevárselas. Ellos no querían ir, pero la señorita Hope cogió uno de los látigos de cinco puntas de papá y dijo que les daría nueve azotes con él si no iban, por lo que tuvieron que hacerlo.
Un fuerte y colérico grito procedente del prado hizo que la señora Quabarl se dirigiera allí a toda prisa temerosa de que la amenaza de castigo se pudiera estar realizando en ese momento. Sin embargo el griterío provenía de las dos hijas pequeñas del guarda, que estaban siendo arrastradas y empujadas simultáneamente hacia la casa por Claude y Wilfrid, jadeantes y desmelenados, pues su tarea resultaba todavía más ardua a causa de los ataques incesantes, si bien no demasiado efectivos, del hermano pequeño de las doncellas capturadas. La institutriz, sentada negligentemente sobre la balaustrada de piedra con el azote en la mano, presidía la escena con la imparcialidad fría de una Diosa de las Batallas. Un coro furioso y repetido, «se lo diremos a madre», se elevaba de las gargantas de los hijos del guarda, pero su madre, que era dura de oído, se encontraba inmersa por el momento en los afanes de la colada. Tras una mirada aprensiva en dirección a la casa del guarda (la buena mujer estaba dotada con ese temperamento militante que es a veces el privilegio de la sordera), la señora Quabarl voló indignada al rescate de las luchadoras cautivas.
—¡Wilfrid! ¡Claude! Dejad a esas niñas enseguida. Señorita Hope, ¿qué significa esta escena?
—Historia de los romanos; las Sabinas, ¿no se había dado cuenta? Es el método Schartz-Metterklume para hacer que los niños entiendan la historia representándola ellos mismos; la fija en su memoria, como comprenderá fácilmente. Aunque si gracias a su interferencia sus hijos van por la vida pensando que finalmente las Sabinas lograron escapar, en realidad no puedo hacerme responsable.
—Puede usted ser muy lista y muy moderna, señorita Hope —exclamó con firmeza la señora Quabarl—, pero me gustaría que se marchara de aquí en el próximo tren. Le enviaremos su equipaje en cuanto llegue.
—No sé con exactitud dónde me encontraré los próximos días, por lo que podría quedarse mi equipaje hasta que les envíe la dirección —contestó la recién despedida institutriz de jóvenes—. Sólo son un par de baúles, unos palos de golf y un cachorro de leopardo.
—¡Un cachorro de leopardo! —exclamó la señora Quabarl quedándose con la boca abierta. Incluso en su despedida, aquella extraordinaria persona parecía destinada a dejar tras ella un rastro de confusión.
—Bueno, más bien lo que queda de cuando era un cachorro; ya está bastante crecido, usted me entiende. Lo que suele tomar es una gallina cada día y un conejo los domingos. La carne de vaca cruda lo vuelve demasiado excitable. No se moleste en pedir el coche para mí, me apetece bastante dar un paseo.
Y Lady Carlotta salió por su propio pie del horizonte de los Quabarl.
La llegada de la auténtica señorita Hope, que se había equivocado con respecto al día que se la esperaba, produjo un torbellino que esa buena señora no estaba habituada a causar. Evidentemente la familia Quabarl había sido lamentablemente engañada, pero ese conocimiento se acompañó de un cierto alivio.
—Qué molesto debe haberte resultado, querida Carlotta —dijo su anfitriona cuando la invitada llegó por fin—. Qué molesto perder el tren y tener que quedarte a pasar la noche en un lugar extraño.
—Oh, querida, en absoluto —contestó Lady Carlotta—. No ha sido en absoluto molesto… para mí.
*FIN*